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Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 30
El viejo bolso de piel apretado bajo el brazo. Una chaqueta de paño color mostaza. El pelo lánguido, al igual que su andar, corto y recogido, con algunas mechas. Las medias transparentes de color marrón le regalan todavía algunos años, como si le hicieran falta. Y los viejos zapatos de medio tacón con las puntas peladas le hacen daño. Pero todo eso no es nada comparado con lo que siente en su interior.
Su corazón debe de llevar puestos unos zapatos al menos dos números más pequeños. La Giacci abre el portón de cristal del viejo edificio. Chirría sin que ello le sorprenda. Se para delante del ascensor. Aprieta el botón. La Giacci mira los buzones del correo. Algunos carecen de nombre. Uno que ni siquiera tiene el cristal cuelga hacia abajo destartalado, justo como la casa de Nicolodi, el propietario. ¿Son las cosas las que acaban por parecerse a sus dueños o es al contrario? La Giacci desconoce la respuesta. Entra en el ascensor.
Algunas inscripciones en la madera. Se puede leer el nombre de un amor pasado. Algo más arriba, el símbolo de un partido perfectamente tallado por un iluso escultor. Abajo, a la derecha, un órgano masculino resulta ligeramente imperfecto, según sus vagos recuerdos.
Segundo piso. Saca las llaves del bolso. Introduce la más larga en la cerradura de en medio. Oye un ruido detrás de la puerta. Es él, su único amor. La razón de su vida.
«¡Pepito!» Un perro le sale al encuentro ladrando. La Giacci se inclina. «¿Cómo estás, tesoro mío?» El perro le salta en brazos moviendo la cola. Empieza a hacerle carantoñas. «No sabes, Pepito, lo que le han hecho hoy a tu mami.» La Giacci cierra la puerta, coloca el bolso de piel sobre una fría repisa de mármol blanco y se quita la chaqueta.
«Una alumna estúpida se ha atrevido a regañarme, delante de todas, ¿entiendes…? Tendrías que haber oído en qué tono.» La Giacci se dirige a la cocina.
El perro la sigue trotando. Parece sinceramente interesado.
«Ella, por un miserable error, me ha arruinado, ¿me entiendes? Me ha humillado delante de toda la clase.» Abre el viejo grifo que hay en un extremo del tubo de goma amarillento a causa de los años. El agua salpica irregularmente una rejilla de plástico blanco, de contorno irregular. La han cortado a mano para hacerla entrar en la pila.
«Ella lo tiene todo. Tiene una bonita casa, alguien que, en estos momentos, le está preparando la comida. Ella no se tiene que preocupar por nada. Ahora ni siquiera estará pensando en lo que ha hecho. Claro, a ella, ¿qué más le da?» De un armarito lleno de vasos diferentes entre ellos, la Giacci saca uno cualquiera y lo llena de agua. Hasta el cristal parece acusar el paso del tiempo. Bebe y regresa a la salita.
El perro la sigue obediente.
«Tenías que haber visto también al resto de las alumnas. Estaban encantadas. Se reían a mis espaldas contentas de ver cómo me equivocaba…» La Giacci saca del cajón algunos ejercicios y se sienta a una mesa. Empieza a corregirlos. «Ella no debería haberlo hecho.» Y subraya en rojo repetidas veces el error de una pobre inocente. «No debería haberme puesto en ridículo delante de toda la clase.» El perro salta sobre un viejo sillón de terciopelo burdeos y se acurruca sobre el mullido almohadón, ya acostumbrado a su pequeño cuerpo.
«¿Lo entiendes? ¿Cómo puedo volver ahora a esa clase? Cada vez que ponga una nota correré el riesgo de que alguien me diga: ʺ¿Está segura de que me la ha puesto a mí, maestra?ʺ. Y se reirán de mí, estoy segura de que se reirán.» El perro cierra los ojos. La Giacci pone un cuatro al ejercicio que está corrigiendo. Puede que aquella pobre inocente se mereciera algo más. La Giacci sigue hablando sola. Pepito se duerme. Un nuevo ejercicio es sacrificado. En un día más sereno, tal vez habría alcanzado el aprobado.
Mañana no será un buen día para la clase. Mientras tanto, en esa habitación, una mujer sentada a una mesa cubierta por un viejo hule ha encontrado prácticamente sola la respuesta. Son las personas las que hacen que se parezcan a ellas lo que poseen. Y, por un momento, todo en aquella casa resulta más gris y más viejo. E incluso la bonita Virgen que cuelga de la pared parece perder su bondad.
El viejo bolso de piel apretado bajo el brazo. Una chaqueta de paño color mostaza. El pelo lánguido, al igual que su andar, corto y recogido, con algunas mechas. Las medias transparentes de color marrón le regalan todavía algunos años, como si le hicieran falta. Y los viejos zapatos de medio tacón con las puntas peladas le hacen daño. Pero todo eso no es nada comparado con lo que siente en su interior.
Su corazón debe de llevar puestos unos zapatos al menos dos números más pequeños. La Giacci abre el portón de cristal del viejo edificio. Chirría sin que ello le sorprenda. Se para delante del ascensor. Aprieta el botón. La Giacci mira los buzones del correo. Algunos carecen de nombre. Uno que ni siquiera tiene el cristal cuelga hacia abajo destartalado, justo como la casa de Nicolodi, el propietario. ¿Son las cosas las que acaban por parecerse a sus dueños o es al contrario? La Giacci desconoce la respuesta. Entra en el ascensor.
Algunas inscripciones en la madera. Se puede leer el nombre de un amor pasado. Algo más arriba, el símbolo de un partido perfectamente tallado por un iluso escultor. Abajo, a la derecha, un órgano masculino resulta ligeramente imperfecto, según sus vagos recuerdos.
Segundo piso. Saca las llaves del bolso. Introduce la más larga en la cerradura de en medio. Oye un ruido detrás de la puerta. Es él, su único amor. La razón de su vida.
«¡Pepito!» Un perro le sale al encuentro ladrando. La Giacci se inclina. «¿Cómo estás, tesoro mío?» El perro le salta en brazos moviendo la cola. Empieza a hacerle carantoñas. «No sabes, Pepito, lo que le han hecho hoy a tu mami.» La Giacci cierra la puerta, coloca el bolso de piel sobre una fría repisa de mármol blanco y se quita la chaqueta.
«Una alumna estúpida se ha atrevido a regañarme, delante de todas, ¿entiendes…? Tendrías que haber oído en qué tono.» La Giacci se dirige a la cocina.
El perro la sigue trotando. Parece sinceramente interesado.
«Ella, por un miserable error, me ha arruinado, ¿me entiendes? Me ha humillado delante de toda la clase.» Abre el viejo grifo que hay en un extremo del tubo de goma amarillento a causa de los años. El agua salpica irregularmente una rejilla de plástico blanco, de contorno irregular. La han cortado a mano para hacerla entrar en la pila.
«Ella lo tiene todo. Tiene una bonita casa, alguien que, en estos momentos, le está preparando la comida. Ella no se tiene que preocupar por nada. Ahora ni siquiera estará pensando en lo que ha hecho. Claro, a ella, ¿qué más le da?» De un armarito lleno de vasos diferentes entre ellos, la Giacci saca uno cualquiera y lo llena de agua. Hasta el cristal parece acusar el paso del tiempo. Bebe y regresa a la salita.
El perro la sigue obediente.
«Tenías que haber visto también al resto de las alumnas. Estaban encantadas. Se reían a mis espaldas contentas de ver cómo me equivocaba…» La Giacci saca del cajón algunos ejercicios y se sienta a una mesa. Empieza a corregirlos. «Ella no debería haberlo hecho.» Y subraya en rojo repetidas veces el error de una pobre inocente. «No debería haberme puesto en ridículo delante de toda la clase.» El perro salta sobre un viejo sillón de terciopelo burdeos y se acurruca sobre el mullido almohadón, ya acostumbrado a su pequeño cuerpo.
«¿Lo entiendes? ¿Cómo puedo volver ahora a esa clase? Cada vez que ponga una nota correré el riesgo de que alguien me diga: ʺ¿Está segura de que me la ha puesto a mí, maestra?ʺ. Y se reirán de mí, estoy segura de que se reirán.» El perro cierra los ojos. La Giacci pone un cuatro al ejercicio que está corrigiendo. Puede que aquella pobre inocente se mereciera algo más. La Giacci sigue hablando sola. Pepito se duerme. Un nuevo ejercicio es sacrificado. En un día más sereno, tal vez habría alcanzado el aprobado.
Mañana no será un buen día para la clase. Mientras tanto, en esa habitación, una mujer sentada a una mesa cubierta por un viejo hule ha encontrado prácticamente sola la respuesta. Son las personas las que hacen que se parezcan a ellas lo que poseen. Y, por un momento, todo en aquella casa resulta más gris y más viejo. E incluso la bonita Virgen que cuelga de la pared parece perder su bondad.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
*La Giacci es la profesora de Latín de _____ y Pallina.. xDD
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Bueno, como ya se acaban las Navidades, y no sé si voy a poder subir muy a menudo (y este capítulo pasado era muy aburrido.. XD) os voy a poner un maratón de 5 capis!! sisisis.. :)
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
1/5
Capítulo 31
Parnaso. Grupos de atractivas muchachas con los ojos perfectamente pintados, con las pestañas largas y apenas un toque de color en los labios, charlan mientras se caldean con el tibio sol de aquella tarde primaveral, sentadas alrededor de unas mesitas redondas.
—¡Maldita sea, me he manchado! —Algunas de sus compañeras sentadas a la misma mesa se ríen, otras, más pesimistas, comprueban que su camiseta no haya acabado del mismo modo. La chica con la camiseta manchada introduce la punta de una servilleta de papel en el vaso lleno de agua. Restriega con fuerza la mancha de chocolate, extendiéndola. La camiseta color marfil adquiere una tonalidad beige. La muchacha se desespera.
—¡Vaya! Estos vasos de agua traen mala suerte. Es como si los camareros nos los dieran adrede, sabiendo ya que nos vamos a manchar. ¡Perdone!
Para al vuelo al camarero.
—¿Me puede traer el quitamanchas, por favor? —La chica sujeta con las dos manos la camiseta, mostrándole la mancha mojada. El camarero no se detiene en la superficie. Hace un análisis mucho más profundo. La camiseta, ahora transparente en aquel punto mojado, se apoya sobre el sostén y deja entrever el encaje.
El camarero sonríe.
—Se lo traigo enseguida, señorita.
Profesional y mentiroso, preferiría darle otra cosa, incluso a sabiendas, frustrado, de que aquel botón desabrochado de más no está, desde luego, dedicado a él. Ninguna chica del Parnaso saldría jamás con un camarero.
Pallina, Silvia Festa y alguna que otra alumna más del Falconieri están apoyadas sobre una cadena que se extiende, sufriendo bajo su peso, de un bajo pilón de mármol a otro gemelo.
—Aquí está. —_____ tiene las mejillas encendidas. Las saluda con una sonrisa divertida, ligeramente cansada de la caminata. Pallina corre a su encuentro—. Hola.
—Se besan, afectuosas y sinceras. A diferencia de la mayor parte de los besos que circulan por las mesas del Parnaso—. ¡Qué cansancio! ¡No sabía que estuviera tan lejos!
—¿Has venido a pie? —Silvia Festa la mira sin poder dar crédito.
—Sí, me he quedado sin Vespa. —_____ mira intencionadamente a Pallina—. Y, además, tenía ganas de andar un poco. Pero me parece que he exagerado, estoy muerta. Imagino que no tendré que volver a casa del mismo modo, ¿verdad?
—No, ten. —Pallina le da un llavero—. Ahí tienes mi Vespa, a tu entera disposición. —_____ mira la gruesa P de goma azul claro que tiene entre las manos.
—¿Se sabe algo de lo que ha pasado con la mía?
—Pollo me ha dicho que nadie sabe nada. Debe de haberla cogido la policía.
Dice que al cabo de un cierto tiempo te avisan.
—Imagínate si hablan con mis padres. —_____ mira al grupo de muchachos.
Reconoce a Pollo y a algún que otro amigo más de Joe. Un tipo con una banda en un ojo le sonríe. _____ desvía la mirada.
Algunas motos se paran por allí cerca. _____ mira esperanzada a los recién llegados. El corazón le late con fuerza. Inútilmente. Chicos anónimos, al menos para sus ojos, se encaminan hacia las mesitas saludando.
—¿A quién buscas? —El tono y la cara de Pallina no dejan lugar a dudas.
—A nadie, ¿por qué? —_____ se mete las llaves en el bolsillo sin mirarla. Está segura de que sus ojos sinceros la traicionarían.
—No, por nada, tenía la impresión de que buscabas a alguien —insiste Pallina.
—Bueno, hasta luego, chicas. —Una despedida apresurada. Sus mejillas se sonrojan de nuevo. Y esta vez no es solo a causa del cansancio. Pallina la acompaña hasta la Vespa.
—¿Sabes cómo funciona? —_____ sonríe. Quita el seguro de la dirección y la enciende.
—¿Qué hacéis esta noche?
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Te dignas a salir con nosotros?
—Mira que te gusta discutir. ¡Solo te he preguntado qué hacéis!
—Bah, no lo sé. Si quieres te llamo o hago que te llamen.
Pallina la mira alusiva. Tras aquella sonrisa aparece inesperadamente su imagen: Joe. Sus ojos oscuros, su piel morena, el pelo corto, las manos con marcas de sonrisas despedazadas, de narices, antes perfectas, destrozadas. «Me recuerdas a mi pececito.» La boca abierta… los ojos cerrados… «Ah, pero entonces eres una incoherente… incoherente… incoherente…» Como un eco. _____ siente un ramalazo de orgullo.
—No, gracias. Déjalo estar. Nos vemos mañana en el colegio. Era solo por curiosidad.
—Como quieras… —La Vespa se la lleva rápidamente de allí antes de que aquel débil dique de orgullo sea arrasado por ese mar peligroso todavía en calma. Pallina saca el teléfono móvil del bolsillo y sonríe.
_____ mete la Vespa de Pallina en el garaje. Perfecta. Su padre jamás se dará cuenta de la diferencia. La acerca un poco más a la pared, así no podrá decirle nada.
Mira el reloj. Las siete menos cuarto. ¡Caramba! Sube corriendo las escaleras. Abre apresuradamente la puerta.
—Dani, ¿ha vuelto mamá?
—No, todavía no.
—Menos mal. —Raffaella la ha castigado, _____ no puede salir en una semana y fallar justo el primer día sería pasarse un poco. Dani la mira impaciente.
—Entonces, ¿no sabes nada de la Vespa?
—Nada. Debe de tenerla la policía.
—¿Qué? ¡Estupendo! ¿Y para qué les sirve, para perseguir a la gente?
—Me han dicho que, tarde o temprano, la policía llamará para devolvérnosla.
Solo tenemos que procurar interceptar la llamada antes de que mamá y papá…
—Ah, sencillísimo. ¿Y si llaman por la mañana?
—Estamos acabadas. Por el momento, Pallina nos ha prestado su Vespa. La he metido en el garaje para que papá no se dé cuenta cuando vuelva.
—Ah, por cierto, te ha llamado Pallina.
—¿Cuándo?
—Hace poco, mientras estabas fuera. Me ha pedido que te dijera que esta noche salen y van a Vetrine. Que te espera, que no te des tantos aires y que vayas, que se ha enterado de todo. Luego me ha dicho algo así como el nombre de un animal. Perrito, ratoncito… Ah, sí, ha dicho que saludara al pececito. ¿A quién se refiere?
_____ se vuelve hacia Daniela. Se siente herida, descubierta, traicionada. Pallina lo sabe.
—Nada, es solo una broma.
Sería demasiado largo de explicar. Demasiado humillante. La rabia se apodera de ella momentáneamente, la conduce silenciosa hasta su habitación. En el atardecer que hay pintado sobre los cristales de su ventana contempla el transcurrir de aquella historia. La boca de Joe, su sonrisa burlona, el momento en el que se lo cuenta todo a Pollo, su carcajada y luego la repetición de la misma historia a Pallina y quién sabe a quién más. Se ha comportado como una estúpida, tendría que habérselo contado todo a su mejor amiga. Le habría entendido, consolado. Se habría puesto de su parte, como siempre. Después, mira el póster sobre el armario. Y siente odio por un instante. Pero es solo un instante. Lentamente, abandona las armas. «Mítica pareja.»
Orgullo, dignidad, rabia, indignación. Caen deslizándose como un camisón de seda sin tirantes, por su cuerpo liso y dorado. Y ella, finalmente liberada, sale de él con facilidad, con un simple paso. Desnuda de amor se acerca a él, a su imagen.
Por un momento, parecen sonreírse. Abrazados en el sol del atardecer, cercanos, aunque diferentes. Él, de papel plastificado, ella rebosante de lúcidas emociones, finalmente claras y sinceras. Ella baja tímidamente los ojos y, sin querer, se encuentra frente al espejo. No se reconoce. Esos ojos tan sonrientes, esa piel luminosa… También la cara parece distinta. Se tira hacia atrás el pelo. Es otra. Sonríe feliz a esa que no ha sido nunca. Una muchacha enamorada. No solo. Una muchacha indecisa y preocupada por lo que se pondrá esa noche.
Más tarde, después de que sus padres le hayan reñido de nuevo y hayan salido a una de sus cenas, _____ entra en la habitación de Daniela.
—Dani, yo salgo.
—¿Adónde vas? —Daniela aparece en la puerta.
—A “Vetrine”. —_____ saca de los cajones algunos suéteres y abre el armario de su hermana—. Oye, ¿dónde has puesto la falda negra… la nueva…?
—¡No te la dejo! ¡Si no, me tiras también esta! Ni lo sueñes.
—Venga, fue una casualidad, ¿no?
—Sí, pero puede que esta noche se produzca otra. Puede que esta vez acabes en el barro. No, no te la presto. Es la única que me sienta bien. No te la puedo dejar, en serio.
—Vale pero luego, cuando hago la camomila y salgo en el periódico, tú te pavoneas con tus amigas y les dices a todas que eres mi hermana. ¡A que no les dices que no me prestas la falda!
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Ya lo creo que tiene que ver, cuando me tengas que pedir un favor…
—Está bien, en ese caso, cógela…
—No, ahora ya no la quiero…
—Ah, no, ahora la coges…
—No, no la quiero…
—¿Ah, no? Pues si no te pones mi falda para salir llamo a mamá y le digo lo que vas a hacer.
_____ se vuelve enojada hacia su hermana.
—¿Qué es lo que haces?
—Lo que has oído.
—Verás entonces lo rojas que se te ponen las mejillas…
Daniela hace una mueca divertida y las dos sueltan finalmente una carcajada.
—Ten. —Daniela pone la falda sobre la cama—. Toda tuya. Puedes revolcarte con ella en el estiércol, si te parece.
_____ coge la falda con ambas manos y la apoya sobre su tripa. Empieza a considerar lo que podría ponerse encima. Suena el teléfono. Daniela va a responder.
En su habitación, _____ sube el volumen de la radio. La música inunda la casa.
Daniela aparta el auricular.
—Espera un momento, Andrea.
Cierra la puerta del pasillo, luego se pone a hablar de nuevo tranquilamente.
_____ lo saca todo. El armario abierto, los cajones en el suelo. La ropa tirada sobre la cama. Indecisión. Va a la habitación de su madre. Abre el armario grande. Empieza a hurgar en él. De vez en cuando se acuerda de algo. ¿Quedará bien con la falda negra?
Abre los cajones. Tiene mucho cuidado de dónde mete las manos. Las cosas tienen que volver a su sitio. Las madres siempre se dan cuenta de todo, o casi. Tampoco Raffaella ha notado lo de la Vespa. Las madres se dan cuenta de todo pero no entienden nada de motos o de Sony.
No hay que enviar nunca a una madre a comprar los vaqueros que le has visto puestos a una amiga. Te traerá siempre los que lleva el último mono de la clase.
Sonríe. ¿Un suéter de angora azul? Demasiado abrigado. ¿La blusa de seda?
Demasiado elegante. ¿La chaqueta negra con el body debajo? Demasiado lúgubre. El body, sin embargo, no está mal. ¿Y si se lo pusiera debajo de la camisa? Se puede probar. Vuelve a cerrar los cajones. Se dispone a volver a su habitación. Se ha dejado el suéter rojo sobre la cama. La habrían pillado. Lo pone en su sitio. ¿Se dará cuenta?
El entusiasmo es más fuerte que el miedo.
¡Qué más da! El castigo desaparece desintegrándose en el espejo. _____ se mira perpleja. El body bajo la camisa no. La falda de Dani no le pega nada. Mejor así. Pobre. La verdad es que es lo único que le sienta bien. Decide llevársela a correr con ella. Mañana. Pero ¿y ahora? Ahora, ¿qué me pongo? Se le ocurre de repente. Abre corriendo el último cajón. ¡El peto vaquero! Lo saca. Descolorido, corto y arrugado, justo como lo odia su madre. Se sienta sobre la cama, coge los calcetines y se los pone. Después los cubre con las All Star, altas hasta el tobillo, azul oscuro, del mismo color de la cinta elástica que encuentra en el baño. Se peina tirándose el pelo hacia detrás. Dos pendientes de colores en forma de pez de los Mares del Sur. La música a todo volumen. Una línea negra le alarga los ojos. El lápiz gris los difumina intentando embellecerlos aún más. Los dientes blancos saben a menta. Un delicado brillo cubre sus labios carnosos haciendo que resulten aún más deseables. Las mejillas, sonrosadas de por sí, no necesitan que les añada nada.
Daniela sigue al teléfono. Repentinamente, la música se interrumpe. La puerta del pasillo se abre poco a poco. Daniela enmudece.
—¡Caramba, estás guapísima!
_____ se pone la cazadora vaquera Leviʹs oscura.
—¿De verdad que estoy bien?
—¡Súper guay!
—Gracias, Dani… ¿sabes…?, tu falda resultaba demasiado seria.
Le da un beso. Luego sale apresuradamente. Saca la Vespa de Pallina del garaje.
La enciende, mete la primera. Baja por la cuesta, deslizándose en el fresco de la noche. Su Caronne francés se mezcla con el perfume de los jazmines italianos en un delicado hermanamiento. Saluda a Fiore, el portero. Después se adentra en el tráfico.
Sonríe. ¿Qué pensará Joe de todo aquello? ¿Le gustará? ¿Qué dirá del peto? ¿Del maquillaje? ¿Y la camisa? ¿Notará que se ha pintado los ojos? Su pequeño corazón se acelera. Inútilmente preocupado. No sabe que, muy pronto, tendrá todas las respuestas.
Capítulo 31
Parnaso. Grupos de atractivas muchachas con los ojos perfectamente pintados, con las pestañas largas y apenas un toque de color en los labios, charlan mientras se caldean con el tibio sol de aquella tarde primaveral, sentadas alrededor de unas mesitas redondas.
—¡Maldita sea, me he manchado! —Algunas de sus compañeras sentadas a la misma mesa se ríen, otras, más pesimistas, comprueban que su camiseta no haya acabado del mismo modo. La chica con la camiseta manchada introduce la punta de una servilleta de papel en el vaso lleno de agua. Restriega con fuerza la mancha de chocolate, extendiéndola. La camiseta color marfil adquiere una tonalidad beige. La muchacha se desespera.
—¡Vaya! Estos vasos de agua traen mala suerte. Es como si los camareros nos los dieran adrede, sabiendo ya que nos vamos a manchar. ¡Perdone!
Para al vuelo al camarero.
—¿Me puede traer el quitamanchas, por favor? —La chica sujeta con las dos manos la camiseta, mostrándole la mancha mojada. El camarero no se detiene en la superficie. Hace un análisis mucho más profundo. La camiseta, ahora transparente en aquel punto mojado, se apoya sobre el sostén y deja entrever el encaje.
El camarero sonríe.
—Se lo traigo enseguida, señorita.
Profesional y mentiroso, preferiría darle otra cosa, incluso a sabiendas, frustrado, de que aquel botón desabrochado de más no está, desde luego, dedicado a él. Ninguna chica del Parnaso saldría jamás con un camarero.
Pallina, Silvia Festa y alguna que otra alumna más del Falconieri están apoyadas sobre una cadena que se extiende, sufriendo bajo su peso, de un bajo pilón de mármol a otro gemelo.
—Aquí está. —_____ tiene las mejillas encendidas. Las saluda con una sonrisa divertida, ligeramente cansada de la caminata. Pallina corre a su encuentro—. Hola.
—Se besan, afectuosas y sinceras. A diferencia de la mayor parte de los besos que circulan por las mesas del Parnaso—. ¡Qué cansancio! ¡No sabía que estuviera tan lejos!
—¿Has venido a pie? —Silvia Festa la mira sin poder dar crédito.
—Sí, me he quedado sin Vespa. —_____ mira intencionadamente a Pallina—. Y, además, tenía ganas de andar un poco. Pero me parece que he exagerado, estoy muerta. Imagino que no tendré que volver a casa del mismo modo, ¿verdad?
—No, ten. —Pallina le da un llavero—. Ahí tienes mi Vespa, a tu entera disposición. —_____ mira la gruesa P de goma azul claro que tiene entre las manos.
—¿Se sabe algo de lo que ha pasado con la mía?
—Pollo me ha dicho que nadie sabe nada. Debe de haberla cogido la policía.
Dice que al cabo de un cierto tiempo te avisan.
—Imagínate si hablan con mis padres. —_____ mira al grupo de muchachos.
Reconoce a Pollo y a algún que otro amigo más de Joe. Un tipo con una banda en un ojo le sonríe. _____ desvía la mirada.
Algunas motos se paran por allí cerca. _____ mira esperanzada a los recién llegados. El corazón le late con fuerza. Inútilmente. Chicos anónimos, al menos para sus ojos, se encaminan hacia las mesitas saludando.
—¿A quién buscas? —El tono y la cara de Pallina no dejan lugar a dudas.
—A nadie, ¿por qué? —_____ se mete las llaves en el bolsillo sin mirarla. Está segura de que sus ojos sinceros la traicionarían.
—No, por nada, tenía la impresión de que buscabas a alguien —insiste Pallina.
—Bueno, hasta luego, chicas. —Una despedida apresurada. Sus mejillas se sonrojan de nuevo. Y esta vez no es solo a causa del cansancio. Pallina la acompaña hasta la Vespa.
—¿Sabes cómo funciona? —_____ sonríe. Quita el seguro de la dirección y la enciende.
—¿Qué hacéis esta noche?
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿Te dignas a salir con nosotros?
—Mira que te gusta discutir. ¡Solo te he preguntado qué hacéis!
—Bah, no lo sé. Si quieres te llamo o hago que te llamen.
Pallina la mira alusiva. Tras aquella sonrisa aparece inesperadamente su imagen: Joe. Sus ojos oscuros, su piel morena, el pelo corto, las manos con marcas de sonrisas despedazadas, de narices, antes perfectas, destrozadas. «Me recuerdas a mi pececito.» La boca abierta… los ojos cerrados… «Ah, pero entonces eres una incoherente… incoherente… incoherente…» Como un eco. _____ siente un ramalazo de orgullo.
—No, gracias. Déjalo estar. Nos vemos mañana en el colegio. Era solo por curiosidad.
—Como quieras… —La Vespa se la lleva rápidamente de allí antes de que aquel débil dique de orgullo sea arrasado por ese mar peligroso todavía en calma. Pallina saca el teléfono móvil del bolsillo y sonríe.
_____ mete la Vespa de Pallina en el garaje. Perfecta. Su padre jamás se dará cuenta de la diferencia. La acerca un poco más a la pared, así no podrá decirle nada.
Mira el reloj. Las siete menos cuarto. ¡Caramba! Sube corriendo las escaleras. Abre apresuradamente la puerta.
—Dani, ¿ha vuelto mamá?
—No, todavía no.
—Menos mal. —Raffaella la ha castigado, _____ no puede salir en una semana y fallar justo el primer día sería pasarse un poco. Dani la mira impaciente.
—Entonces, ¿no sabes nada de la Vespa?
—Nada. Debe de tenerla la policía.
—¿Qué? ¡Estupendo! ¿Y para qué les sirve, para perseguir a la gente?
—Me han dicho que, tarde o temprano, la policía llamará para devolvérnosla.
Solo tenemos que procurar interceptar la llamada antes de que mamá y papá…
—Ah, sencillísimo. ¿Y si llaman por la mañana?
—Estamos acabadas. Por el momento, Pallina nos ha prestado su Vespa. La he metido en el garaje para que papá no se dé cuenta cuando vuelva.
—Ah, por cierto, te ha llamado Pallina.
—¿Cuándo?
—Hace poco, mientras estabas fuera. Me ha pedido que te dijera que esta noche salen y van a Vetrine. Que te espera, que no te des tantos aires y que vayas, que se ha enterado de todo. Luego me ha dicho algo así como el nombre de un animal. Perrito, ratoncito… Ah, sí, ha dicho que saludara al pececito. ¿A quién se refiere?
_____ se vuelve hacia Daniela. Se siente herida, descubierta, traicionada. Pallina lo sabe.
—Nada, es solo una broma.
Sería demasiado largo de explicar. Demasiado humillante. La rabia se apodera de ella momentáneamente, la conduce silenciosa hasta su habitación. En el atardecer que hay pintado sobre los cristales de su ventana contempla el transcurrir de aquella historia. La boca de Joe, su sonrisa burlona, el momento en el que se lo cuenta todo a Pollo, su carcajada y luego la repetición de la misma historia a Pallina y quién sabe a quién más. Se ha comportado como una estúpida, tendría que habérselo contado todo a su mejor amiga. Le habría entendido, consolado. Se habría puesto de su parte, como siempre. Después, mira el póster sobre el armario. Y siente odio por un instante. Pero es solo un instante. Lentamente, abandona las armas. «Mítica pareja.»
Orgullo, dignidad, rabia, indignación. Caen deslizándose como un camisón de seda sin tirantes, por su cuerpo liso y dorado. Y ella, finalmente liberada, sale de él con facilidad, con un simple paso. Desnuda de amor se acerca a él, a su imagen.
Por un momento, parecen sonreírse. Abrazados en el sol del atardecer, cercanos, aunque diferentes. Él, de papel plastificado, ella rebosante de lúcidas emociones, finalmente claras y sinceras. Ella baja tímidamente los ojos y, sin querer, se encuentra frente al espejo. No se reconoce. Esos ojos tan sonrientes, esa piel luminosa… También la cara parece distinta. Se tira hacia atrás el pelo. Es otra. Sonríe feliz a esa que no ha sido nunca. Una muchacha enamorada. No solo. Una muchacha indecisa y preocupada por lo que se pondrá esa noche.
Más tarde, después de que sus padres le hayan reñido de nuevo y hayan salido a una de sus cenas, _____ entra en la habitación de Daniela.
—Dani, yo salgo.
—¿Adónde vas? —Daniela aparece en la puerta.
—A “Vetrine”. —_____ saca de los cajones algunos suéteres y abre el armario de su hermana—. Oye, ¿dónde has puesto la falda negra… la nueva…?
—¡No te la dejo! ¡Si no, me tiras también esta! Ni lo sueñes.
—Venga, fue una casualidad, ¿no?
—Sí, pero puede que esta noche se produzca otra. Puede que esta vez acabes en el barro. No, no te la presto. Es la única que me sienta bien. No te la puedo dejar, en serio.
—Vale pero luego, cuando hago la camomila y salgo en el periódico, tú te pavoneas con tus amigas y les dices a todas que eres mi hermana. ¡A que no les dices que no me prestas la falda!
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Ya lo creo que tiene que ver, cuando me tengas que pedir un favor…
—Está bien, en ese caso, cógela…
—No, ahora ya no la quiero…
—Ah, no, ahora la coges…
—No, no la quiero…
—¿Ah, no? Pues si no te pones mi falda para salir llamo a mamá y le digo lo que vas a hacer.
_____ se vuelve enojada hacia su hermana.
—¿Qué es lo que haces?
—Lo que has oído.
—Verás entonces lo rojas que se te ponen las mejillas…
Daniela hace una mueca divertida y las dos sueltan finalmente una carcajada.
—Ten. —Daniela pone la falda sobre la cama—. Toda tuya. Puedes revolcarte con ella en el estiércol, si te parece.
_____ coge la falda con ambas manos y la apoya sobre su tripa. Empieza a considerar lo que podría ponerse encima. Suena el teléfono. Daniela va a responder.
En su habitación, _____ sube el volumen de la radio. La música inunda la casa.
Daniela aparta el auricular.
—Espera un momento, Andrea.
Cierra la puerta del pasillo, luego se pone a hablar de nuevo tranquilamente.
_____ lo saca todo. El armario abierto, los cajones en el suelo. La ropa tirada sobre la cama. Indecisión. Va a la habitación de su madre. Abre el armario grande. Empieza a hurgar en él. De vez en cuando se acuerda de algo. ¿Quedará bien con la falda negra?
Abre los cajones. Tiene mucho cuidado de dónde mete las manos. Las cosas tienen que volver a su sitio. Las madres siempre se dan cuenta de todo, o casi. Tampoco Raffaella ha notado lo de la Vespa. Las madres se dan cuenta de todo pero no entienden nada de motos o de Sony.
No hay que enviar nunca a una madre a comprar los vaqueros que le has visto puestos a una amiga. Te traerá siempre los que lleva el último mono de la clase.
Sonríe. ¿Un suéter de angora azul? Demasiado abrigado. ¿La blusa de seda?
Demasiado elegante. ¿La chaqueta negra con el body debajo? Demasiado lúgubre. El body, sin embargo, no está mal. ¿Y si se lo pusiera debajo de la camisa? Se puede probar. Vuelve a cerrar los cajones. Se dispone a volver a su habitación. Se ha dejado el suéter rojo sobre la cama. La habrían pillado. Lo pone en su sitio. ¿Se dará cuenta?
El entusiasmo es más fuerte que el miedo.
¡Qué más da! El castigo desaparece desintegrándose en el espejo. _____ se mira perpleja. El body bajo la camisa no. La falda de Dani no le pega nada. Mejor así. Pobre. La verdad es que es lo único que le sienta bien. Decide llevársela a correr con ella. Mañana. Pero ¿y ahora? Ahora, ¿qué me pongo? Se le ocurre de repente. Abre corriendo el último cajón. ¡El peto vaquero! Lo saca. Descolorido, corto y arrugado, justo como lo odia su madre. Se sienta sobre la cama, coge los calcetines y se los pone. Después los cubre con las All Star, altas hasta el tobillo, azul oscuro, del mismo color de la cinta elástica que encuentra en el baño. Se peina tirándose el pelo hacia detrás. Dos pendientes de colores en forma de pez de los Mares del Sur. La música a todo volumen. Una línea negra le alarga los ojos. El lápiz gris los difumina intentando embellecerlos aún más. Los dientes blancos saben a menta. Un delicado brillo cubre sus labios carnosos haciendo que resulten aún más deseables. Las mejillas, sonrosadas de por sí, no necesitan que les añada nada.
Daniela sigue al teléfono. Repentinamente, la música se interrumpe. La puerta del pasillo se abre poco a poco. Daniela enmudece.
—¡Caramba, estás guapísima!
_____ se pone la cazadora vaquera Leviʹs oscura.
—¿De verdad que estoy bien?
—¡Súper guay!
—Gracias, Dani… ¿sabes…?, tu falda resultaba demasiado seria.
Le da un beso. Luego sale apresuradamente. Saca la Vespa de Pallina del garaje.
La enciende, mete la primera. Baja por la cuesta, deslizándose en el fresco de la noche. Su Caronne francés se mezcla con el perfume de los jazmines italianos en un delicado hermanamiento. Saluda a Fiore, el portero. Después se adentra en el tráfico.
Sonríe. ¿Qué pensará Joe de todo aquello? ¿Le gustará? ¿Qué dirá del peto? ¿Del maquillaje? ¿Y la camisa? ¿Notará que se ha pintado los ojos? Su pequeño corazón se acelera. Inútilmente preocupado. No sabe que, muy pronto, tendrá todas las respuestas.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
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Capítulo 32
Vetrine. Delante de la puerta, un tipo robusto con un diminuto pendiente a la izquierda y la nariz aplastada hace esperar a un grupo de personas. _____ se pone en la fila. Junto a ella, dos chicas demasiado pintadas con una especie de abrigos ligeros de paño y sus acompañantes, con chaquetas imitación de pelo de camello. Uno de ellos lleva en el ojal un broche dorado en forma de saxofón, tan dudoso como la posibilidad de que sepa tocarlo. Al otro lo traicionan los mocasines con una pequeña franja de piel. El Marlboro que llevan en la boca no los salvará. No entrarán.
El gorila ve a _____.
—Tú.
_____ pasa por delante de las chicas del pelo cardado, de una pareja demasiado como es debido y de dos alelados venidos desde lejos. Alguno protesta, pero lo hace en voz baja. _____ le sonríe al gorila y entra. Este vuelve a mirar con hosquedad a su pequeño rebaño, con determinación en la cara, con el ceño fruncido, listo para aplastar cualquier posible conato de rebelión. Pero no hace falta. Todos siguen esperando en silencio, mirándose entre ellos, con esa sonrisa a medias que equivale, sin embargo, a una frase completa: «Somos los últimos monos.»
Dos enormes altavoces retumban en lo alto lanzando bajos aterradores. En la barra, grupos de chicos y chicas gritan tratando de hablar entre ellos, riéndose. _____ se apoya en el cristal. Mira la gran pista que hay a sus pies. Todos bailan como locos.
Incluso en el borde de la misma la gente se deja arrastrar por el house.
Vetrine le gusta mucho: nada más entrar puedes ver a través de aquel cristal a la gente que baila en el piso de abajo, luego, si quieres, bajas tú también allí y te mezclas en el bullicio, observada por el resto, pequeño espectáculo multicolor.
Algunas muchachas agitan los brazos, una salta divertida bromeando con una amiga.
Con sus minúsculos tops elásticos blancos y negros, con sus pantalones ajustados a la cintura y un poco cortos. Y ombligos al aire y vaqueros de colores, con la pernera ligeramente ancha, envueltos por un largo pañuelo atado a la cintura. La solitaria sobre el cubo, la convencida con los ojos cerrados, el atildado que intenta ligar. Un macarra estilo John Travolta con una diadema en la cabeza y una amplia camisa. Una pareja trata de decirse algo. Puede que él le esté proponiendo un baile algo más sensual en casa, a solas, con una música más melodiosa. Ella se ríe. Tal vez acepte.
Nada, ni rastro de Pallina, de Pollo, del resto de sus amigos y, sobre todo, de Joe. ¿Y si no hubieran venido? Imposible. Pallina le habría avisado. Inesperadamente, _____ percibe algo: una extraña sensación. Está mirando en la dirección equivocada. Y, como guiada por una mano divina, por el dulce impulso del destino, se vuelve. Ahí están. En la misma sala, en un rincón al fondo de Vetrine, junto al último cristal.
El grupo está al completo: Pollo, Pallina, el de la banda, otros muchachos de pelo corto y bíceps abultados acompañados de muchachas más o menos agraciadas.
Está también Maddalena con su amiga de la cara redonda. Y él. Joe bebe una cerveza y, de vez en cuando, echa un vistazo abajo. Parece estar buscando a algo o a alguien. _____ se sobresalta. ¿La estará buscando a ella? Puede que Pallina le haya dicho que acudiría. Vuelve a mirar abajo. La pista parece desenfocada tras el cristal.
No, Pallina no puede habérselo dicho. Poco a poco, lo mira de nuevo. Sonríe para sus adentros. Qué raro. Es tan fuerte, con esa pinta de duro, el pelo al ras por detrás, la cazadora abrochada y ese modo de sentarse tan imponente, tan sereno. Y, sin embargo, algo en él es dulce y bueno. Quizá su mirada. Joe se vuelve hacia ella.
_____ se da la vuelta asustada. No quiere que la vea, se mezcla entre la gente y se aleja del cristal. Va hasta el fondo del local y le paga a un tipo que le entrega una entrada amarilla y la deja pasar. Desciende veloz por las escaleras. Abajo, la música es mucho más fuerte. _____ pide un Bellini en la barra. Le gusta el melocotón. Joe se ha levantado. Se apoya sobre el cristal con ambas manos. Mueve arriba y abajo la cabeza al compás de la música. _____ sonríe. Desde allí no puede verla. Llega el Bellini y se lo bebe en un abrir y cerrar de ojos.
_____, sin ser vista, da la vuelta por detrás alrededor de la pista, se coloca justo bajo ellos. Se siente extrañamente eufórica. El Bellini le está haciendo efecto. La música se apodera de ella. Se deja llevar. Cierra los ojos y, poco a poco, bailando, atraviesa la pista. Mueve la cabeza siguiendo el ritmo. Feliz y algo borracha, en medio de todos aquellos desconocidos. Su pelo vuela. Sube a un borde algo más alto de la pista. Junta las manos y empieza a bailar balanceando los hombros, con la boca cerrada y transportada por la música abre los ojos y mira hacia arriba. Sus miradas se encuentran a través del cristal. Joe la está mirando. Por un instante, no la reconoce.
También Pallina la ve. Joe se vuelve hacia Pallina y le pregunta algo. Desde abajo,
_____ no puede oír lo que dicen pero lo intuye fácilmente. Pallina asiente. Joe mira de nuevo hacia abajo. _____ le sonríe antes de bajar los ojos y de ponerse a bailar de nuevo, arrebatada por la música.
Joe se aleja rápidamente sin preocuparse de nada y de nadie. Pollo sacude la cabeza. Pallina se arroja sobre él, lo abraza impulsivamente y le da un beso en la boca. El tipo rudo y bajo de la escalera deja pasar a Joe sin pagar. Es más, lo saluda con respeto. Joe se detiene. _____ está delante de él. Un macarra de melena cuadrada baila en torno a ella interesado en la adquisición. Al ver a Joe se aleja del mismo modo que había llegado, como quien no quiere la cosa. _____ sigue bailando mirándole a los ojos y, en ese preciso instante, él se pierde en aquel azul. Mudos y sonrientes bailan el uno junto al otro. Al ritmo de sus miradas, de sus ojos, de sus corazones. _____ se balancea. Joe se le acerca. Puede oler su perfume. Ella alza las manos, se las pone delante de la cara y baila tras ellas, sonriente. Se ha rendido. Él la mira encantado. Es guapísima. No ha visto nunca unos ojos tan ingenuos. Esa boca suave, color pastel, esa piel aterciopelada. Todo en ella parece frágil pero perfecto. En sintonía con su sonrisa, el pelo suelto bajo la cinta baila alegremente saltando de un lado a otro. Joe le coge la mano, la atrae hacia él. Le acaricia la cara. Están muy próximos. Joe se detiene. Tiembla ante la idea. Un leve movimiento quizá podría causar que ella, quebradizo sueño de cristal, se rompiera en mil pedazos. Entonces le sonríe y se la lleva de allí. Arrancándola de toda aquella confusión, de toda aquella gente desenfrenada, de esos tipos que se mueven frenéticos, que parecen enloquecer cuando pasan junto a ellos. Joe la conduce a través de aquella maraña de brazos agitados, protegiéndola de cantos humanos, de peligrosos codos afilados de ritmo, de pasos convulsos de inocente alegría. Más arriba, tras el cristal. Alegría y dolor.
Pallina mira a _____ desaparecer con él, finalmente inocente y sincera. Maddalena mira a Joe desaparecer con ella, culpable únicamente de no haberla amado y de no habérselo hecho creer nunca. Y en tanto que los dos, frescos de amor, salen a la calle, Maddalena se deja caer sobre un sofá. Se desengaña sola, al igual que, sola, se había engañado. Con un vaso vacío entre las manos y algo más difícil de rellenar dentro.
Ella, simple abono de esa planta que a menudo florece sobre la tumba de un amor marchito. Esa rara planta llamada felicidad.
Capítulo 32
Vetrine. Delante de la puerta, un tipo robusto con un diminuto pendiente a la izquierda y la nariz aplastada hace esperar a un grupo de personas. _____ se pone en la fila. Junto a ella, dos chicas demasiado pintadas con una especie de abrigos ligeros de paño y sus acompañantes, con chaquetas imitación de pelo de camello. Uno de ellos lleva en el ojal un broche dorado en forma de saxofón, tan dudoso como la posibilidad de que sepa tocarlo. Al otro lo traicionan los mocasines con una pequeña franja de piel. El Marlboro que llevan en la boca no los salvará. No entrarán.
El gorila ve a _____.
—Tú.
_____ pasa por delante de las chicas del pelo cardado, de una pareja demasiado como es debido y de dos alelados venidos desde lejos. Alguno protesta, pero lo hace en voz baja. _____ le sonríe al gorila y entra. Este vuelve a mirar con hosquedad a su pequeño rebaño, con determinación en la cara, con el ceño fruncido, listo para aplastar cualquier posible conato de rebelión. Pero no hace falta. Todos siguen esperando en silencio, mirándose entre ellos, con esa sonrisa a medias que equivale, sin embargo, a una frase completa: «Somos los últimos monos.»
Dos enormes altavoces retumban en lo alto lanzando bajos aterradores. En la barra, grupos de chicos y chicas gritan tratando de hablar entre ellos, riéndose. _____ se apoya en el cristal. Mira la gran pista que hay a sus pies. Todos bailan como locos.
Incluso en el borde de la misma la gente se deja arrastrar por el house.
Vetrine le gusta mucho: nada más entrar puedes ver a través de aquel cristal a la gente que baila en el piso de abajo, luego, si quieres, bajas tú también allí y te mezclas en el bullicio, observada por el resto, pequeño espectáculo multicolor.
Algunas muchachas agitan los brazos, una salta divertida bromeando con una amiga.
Con sus minúsculos tops elásticos blancos y negros, con sus pantalones ajustados a la cintura y un poco cortos. Y ombligos al aire y vaqueros de colores, con la pernera ligeramente ancha, envueltos por un largo pañuelo atado a la cintura. La solitaria sobre el cubo, la convencida con los ojos cerrados, el atildado que intenta ligar. Un macarra estilo John Travolta con una diadema en la cabeza y una amplia camisa. Una pareja trata de decirse algo. Puede que él le esté proponiendo un baile algo más sensual en casa, a solas, con una música más melodiosa. Ella se ríe. Tal vez acepte.
Nada, ni rastro de Pallina, de Pollo, del resto de sus amigos y, sobre todo, de Joe. ¿Y si no hubieran venido? Imposible. Pallina le habría avisado. Inesperadamente, _____ percibe algo: una extraña sensación. Está mirando en la dirección equivocada. Y, como guiada por una mano divina, por el dulce impulso del destino, se vuelve. Ahí están. En la misma sala, en un rincón al fondo de Vetrine, junto al último cristal.
El grupo está al completo: Pollo, Pallina, el de la banda, otros muchachos de pelo corto y bíceps abultados acompañados de muchachas más o menos agraciadas.
Está también Maddalena con su amiga de la cara redonda. Y él. Joe bebe una cerveza y, de vez en cuando, echa un vistazo abajo. Parece estar buscando a algo o a alguien. _____ se sobresalta. ¿La estará buscando a ella? Puede que Pallina le haya dicho que acudiría. Vuelve a mirar abajo. La pista parece desenfocada tras el cristal.
No, Pallina no puede habérselo dicho. Poco a poco, lo mira de nuevo. Sonríe para sus adentros. Qué raro. Es tan fuerte, con esa pinta de duro, el pelo al ras por detrás, la cazadora abrochada y ese modo de sentarse tan imponente, tan sereno. Y, sin embargo, algo en él es dulce y bueno. Quizá su mirada. Joe se vuelve hacia ella.
_____ se da la vuelta asustada. No quiere que la vea, se mezcla entre la gente y se aleja del cristal. Va hasta el fondo del local y le paga a un tipo que le entrega una entrada amarilla y la deja pasar. Desciende veloz por las escaleras. Abajo, la música es mucho más fuerte. _____ pide un Bellini en la barra. Le gusta el melocotón. Joe se ha levantado. Se apoya sobre el cristal con ambas manos. Mueve arriba y abajo la cabeza al compás de la música. _____ sonríe. Desde allí no puede verla. Llega el Bellini y se lo bebe en un abrir y cerrar de ojos.
_____, sin ser vista, da la vuelta por detrás alrededor de la pista, se coloca justo bajo ellos. Se siente extrañamente eufórica. El Bellini le está haciendo efecto. La música se apodera de ella. Se deja llevar. Cierra los ojos y, poco a poco, bailando, atraviesa la pista. Mueve la cabeza siguiendo el ritmo. Feliz y algo borracha, en medio de todos aquellos desconocidos. Su pelo vuela. Sube a un borde algo más alto de la pista. Junta las manos y empieza a bailar balanceando los hombros, con la boca cerrada y transportada por la música abre los ojos y mira hacia arriba. Sus miradas se encuentran a través del cristal. Joe la está mirando. Por un instante, no la reconoce.
También Pallina la ve. Joe se vuelve hacia Pallina y le pregunta algo. Desde abajo,
_____ no puede oír lo que dicen pero lo intuye fácilmente. Pallina asiente. Joe mira de nuevo hacia abajo. _____ le sonríe antes de bajar los ojos y de ponerse a bailar de nuevo, arrebatada por la música.
Joe se aleja rápidamente sin preocuparse de nada y de nadie. Pollo sacude la cabeza. Pallina se arroja sobre él, lo abraza impulsivamente y le da un beso en la boca. El tipo rudo y bajo de la escalera deja pasar a Joe sin pagar. Es más, lo saluda con respeto. Joe se detiene. _____ está delante de él. Un macarra de melena cuadrada baila en torno a ella interesado en la adquisición. Al ver a Joe se aleja del mismo modo que había llegado, como quien no quiere la cosa. _____ sigue bailando mirándole a los ojos y, en ese preciso instante, él se pierde en aquel azul. Mudos y sonrientes bailan el uno junto al otro. Al ritmo de sus miradas, de sus ojos, de sus corazones. _____ se balancea. Joe se le acerca. Puede oler su perfume. Ella alza las manos, se las pone delante de la cara y baila tras ellas, sonriente. Se ha rendido. Él la mira encantado. Es guapísima. No ha visto nunca unos ojos tan ingenuos. Esa boca suave, color pastel, esa piel aterciopelada. Todo en ella parece frágil pero perfecto. En sintonía con su sonrisa, el pelo suelto bajo la cinta baila alegremente saltando de un lado a otro. Joe le coge la mano, la atrae hacia él. Le acaricia la cara. Están muy próximos. Joe se detiene. Tiembla ante la idea. Un leve movimiento quizá podría causar que ella, quebradizo sueño de cristal, se rompiera en mil pedazos. Entonces le sonríe y se la lleva de allí. Arrancándola de toda aquella confusión, de toda aquella gente desenfrenada, de esos tipos que se mueven frenéticos, que parecen enloquecer cuando pasan junto a ellos. Joe la conduce a través de aquella maraña de brazos agitados, protegiéndola de cantos humanos, de peligrosos codos afilados de ritmo, de pasos convulsos de inocente alegría. Más arriba, tras el cristal. Alegría y dolor.
Pallina mira a _____ desaparecer con él, finalmente inocente y sincera. Maddalena mira a Joe desaparecer con ella, culpable únicamente de no haberla amado y de no habérselo hecho creer nunca. Y en tanto que los dos, frescos de amor, salen a la calle, Maddalena se deja caer sobre un sofá. Se desengaña sola, al igual que, sola, se había engañado. Con un vaso vacío entre las manos y algo más difícil de rellenar dentro.
Ella, simple abono de esa planta que a menudo florece sobre la tumba de un amor marchito. Esa rara planta llamada felicidad.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
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Capítulo 33
Guapos y vestidos de vaquero, mejor que una publicidad en vivo. Sobre la moto azul oscura como la noche, se confunden en la ciudad, riéndose. Hablando de esto y lo otro, sonriéndose en los espejitos intencionadamente doblados hacia dentro. Ella se apoya sobre su hombro, se deja llevar así, acariciada por el viento y por aquella nueva fuerza, la rendición. Calle Quattro Fontane. Plaza Santa Maria Maggiore. La esquina de la derecha. Un pequeño pub. Un tipo inglés en la puerta reconoce a Joe.
Lo deja pasar. _____ sonríe. Con él se entra en todas partes. Es su salvoconducto. El salvoconducto para la felicidad. Se siente tan feliz que ni siquiera se da cuenta de que pide una cerveza roja, ella que odia incluso las claras, tan encantada que comparte con él un plato de pasta olvidando la pesadilla de la dieta. Como un río en crecida se da cuenta de que le habla de todo, de no tener secretos para él. Lo encuentra inteligente y fuerte, guapo y dulce.
Y ella que no se había dado cuenta antes, estúpida y ciega, ella que lo ha ofendido, ruda y malvada. Pero luego se disculpa. Tenía miedo. Juegan a los dardos.
Ella da en lo alto de la diana. Se vuelve exultante hacia él. «No está mal como resultado, ¿no?» Él le sonríe. Hace un gesto afirmativo. _____ lanza divertida otro dardo, sin que sus ojos se hayan dado cuenta de que ya han dado en el blanco.
De nuevo secuestrada. Calle Cavour. La Pirámide. Testaccio. A toda velocidad.
Saboreando el viento fresco de aquella noche de finales de abril. Joe mete la tercera, luego la cuarta. El semáforo del cruce está en naranja. Joe sigue adelante.
Repentinamente, oye el chirrido de unos frenos. Neumáticos que queman el asfalto.
Grava. Un Jaguar Sovereign viene por su izquierda a toda velocidad, prueba a frenar en seco. Joe, cogido por sorpresa, frena quedándose plantado en medio del cruce.
La moto se apaga. _____ lo abraza con fuerza. En sus ojos asustados los faros potentes del coche que se acerca.
El morro de la pantera salvaje se rebela ante el brusco frenazo. El coche da un bandazo. _____ cierra los ojos. Oye el rugido del motor al frenar, el perfecto ABS controlar las ruedas, los neumáticos maltratados por los frenos. Eso es todo. Abre los ojos. El Jaguar está allí, a pocos centímetros de la moto, inmóvil. _____ exhala un suspiro de alivio y libera la cazadora de Joe de su abrazo aterrorizado.
Joe, impasible, mira al conductor del coche.
—¿Adónde crees que vas, gilipollas? —El tipo, un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo bien cortado, abundante y rizado, baja la ventanilla eléctrica.
—Perdona, niño, ¿qué has dicho? —Joe sonríe mientras baja de la moto.
Conoce a esos tipos. Debe de llevar a una mujer al lado y no quiere hacer el ridículo.
Se acerca al coche. En efecto, a través del cristal ve unas piernas femeninas al lado del tipo. Unas bonitas manos cruzadas sobre un bolso de fiesta negro, sobre un vestido elegante. Trata de ver la cara de la mujer, pero la luz de una farola se refleja en el cristal, ocultándola. Niño. Ahora verás lo que te hace este niño. Joe abre la puerta del tipo con educación.
—Sal de ahí, gilipollas, así me oirás mejor. —El hombre de unos treinta y cinco años hace ademán de salir. Joe lo agarra de la chaqueta y lo saca violentamente del coche. Lo tira sobre el Jaguar. El puño de Joe se alza, listo para golpearlo.
—¡Joe, no! —Es _____. La ve de pie junto a la moto. Su mirada expresa disgusto y preocupación. Los brazos dejados caer a ambos lados de su cuerpo—. ¡No lo hagas!
—Joe lo suelta ligeramente. El tipo se aprovecha de inmediato. Libre y canalla le da un puñetazo en la cara. Joe echa la cabeza hacia atrás. Pero solo por un instante.
Sorprendido, se lleva la mano a la boca. Le sangra el labio.
—Hijo de… —Joe se abalanza sobre él. El tipo extiende los brazos, inclina la cabeza tratando de protegerse, asustado. Joe lo agarra por los rizos, empuja hacia abajo su cabeza listo para darle con la rodilla cuando, repentinamente, es golpeado de nuevo. Esta vez, sin embargo, de modo distinto, más fuerte, directamente en el corazón. Un golpe seco. Una simple palabra. Su nombre.
—Joseph…
La mujer ha bajado del coche. Ha apoyado el bolso sobre el capó y está a su lado de pie. Joe la mira. Mira el bolso, no lo reconoce. A saber quién se lo habrá regalado. Qué extraño pensamiento. Lentamente, abre la mano. El tipo de los rizos tiene suerte y se ve liberado. Joe la mira en silencio. Sigue siendo tan guapa como siempre. Un débil «Ciao» sale de sus labios. El tipo lo empuja a un lado. Joe retrocede abandonando la pelea. El tipo sube al Jaguar y arranca.
—Vámonos, venga.
Joe y la mujer se miran por última vez. Entre aquellos ojos tan similares, un extraño hechizo, una larga historia de amor y tristeza, sufrimiento y pasado. Luego ella vuelve a subir al coche, guapa y elegante, igual que ha aparecido. Lo deja allí, en la calle, con el labio sangrando y el corazón destrozado. _____ se acerca a él.
Preocupada por la única herida que puede ver, le acaricia delicadamente el labio con la mano. Joe se aparta y sube en silencio a la moto. Espera a que ella suba detrás para arrancar con rabia. Avanza, reduce, da gas. La moto se desliza por el asfalto, aumenta de revoluciones. Lungotevere. Joe, sin pensar, empieza a correr. Dejando a sus espaldas viejos recuerdos.
Ciento treinta, ciento cuarenta. Cada vez más rápido. El aire frío le pincha en la cara y ese fresco sufrimiento parece aliviarlo. Ciento cincuenta, ciento sesenta. Aún más rápido. Pasa como un rayo entre dos coches muy próximos. Ciento setenta, ciento ochenta. Una suave cuneta y la moto casi vuela atravesando un cruce. Un semáforo que acaba de ponerse rojo. Los coches a su izquierda tocan el claxon, frenando nada más arrancar. Sometidos a esa moto arrogante, a ese bólido nocturno débilmente iluminado, peligroso y raudo como un proyectil esmaltado de azul. Ciento noventa, doscientos. El viento silba. La calle, difuminada a ambos lados, se une en el centro.
Otro cruce. Una luz a lo lejos. El verde desaparece. Ahora llega el naranja. Joe aprieta el pequeño botón que hay a su izquierda. Su claxon se alza en la noche. Como el aullido de un animal herido que corre a encontrarse con la muerte, como la sirena de una ambulancia, desgarradora como el grito del herido que transporta. El semáforo cambia de nuevo. Rojo.
_____ empieza a aporrearle la espalda.
—Párate, párate. —En el cruce, los coches se ponen en marcha. Un muro de metal de ladrillos costosos y multicolores se alza retumbando ante ellos—. ¡Párate!
Aquel último grito, aquella llamada a la vida. Joe parece despertarse de golpe.
La empuñadura del gas, libre, vuelve rápidamente al cero. El motor reduce bajo su pie arrogante. Cuarta, tercera, segunda. Joe aprieta con fuerza el freno de acero, casi doblándolo. La moto tiembla al frenar, mientras que las revoluciones descienden veloces. Las ruedas dejan dos líneas rectas y profundas sobre el asfalto. Un olor a quemado envuelve los pistones humeantes. Los coches avanzan tranquilos a pocos centímetros de la rueda delantera de la moto. No se han dado cuenta de nada. Solo entonces, Joe se acuerda de ella, de _____. Ha bajado. La ve allí, apoyada contra un muro al borde la carretera.
Unos sollozos quedos le salen del pecho, incontenibles, al igual que las pequeñas lágrimas que rayan su pálida cara. Joe no sabe qué hacer. De pie, frente a ella, con los brazos abiertos, temeroso incluso de acariciarla, asustado ante la idea de que esos leves sollozos nerviosos se transformen en auténtico llanto con solo tocarla.
Lo intenta igualmente. Pero la reacción es inesperada. _____ le aparta con rudeza la mano, sus palabras son más bien gritos, quebrados por el llanto.
—¿Por qué? ¿Por qué eres así? ¿Estás loco? ¿Crees que es normal correr de ese modo? —Joe no sabe qué contestarle. Mira aquellos ojos húmedos y grandes, anegados en lágrimas.
¿Cómo puede explicarle? ¿Cómo puede decirle lo que hay detrás? El corazón se le encoge. _____ lo mira. Sus ojos azules sufren e, inquisitivos, buscan en él una respuesta. Joe sacude la cabeza. No puedo, parece repetir para sus adentros. No puedo. _____ alza la nariz y casi como si reuniera fuerzas, ataca de nuevo.
—¿Quién era esa mujer? ¿Por qué has cambiado tan repentinamente? Me lo tienes que decir, Joe. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Y aquella última frase, aquel gran error, aquel equívoco imposible, parece golpearlo de lleno. En un abrir y cerrar de ojos, todas sus defensas se desvanecen. La guardia que había montado a su alrededor, constante, irreductible, entrenada en silencio un día tras otro, cede inesperadamente. Su corazón se abre, en calma por primera vez. Sonríe a aquella muchacha ingenua.
—¿Quieres saber quién es esa mujer?
_____ asiente.
—Es mi madre.
Capítulo 33
Guapos y vestidos de vaquero, mejor que una publicidad en vivo. Sobre la moto azul oscura como la noche, se confunden en la ciudad, riéndose. Hablando de esto y lo otro, sonriéndose en los espejitos intencionadamente doblados hacia dentro. Ella se apoya sobre su hombro, se deja llevar así, acariciada por el viento y por aquella nueva fuerza, la rendición. Calle Quattro Fontane. Plaza Santa Maria Maggiore. La esquina de la derecha. Un pequeño pub. Un tipo inglés en la puerta reconoce a Joe.
Lo deja pasar. _____ sonríe. Con él se entra en todas partes. Es su salvoconducto. El salvoconducto para la felicidad. Se siente tan feliz que ni siquiera se da cuenta de que pide una cerveza roja, ella que odia incluso las claras, tan encantada que comparte con él un plato de pasta olvidando la pesadilla de la dieta. Como un río en crecida se da cuenta de que le habla de todo, de no tener secretos para él. Lo encuentra inteligente y fuerte, guapo y dulce.
Y ella que no se había dado cuenta antes, estúpida y ciega, ella que lo ha ofendido, ruda y malvada. Pero luego se disculpa. Tenía miedo. Juegan a los dardos.
Ella da en lo alto de la diana. Se vuelve exultante hacia él. «No está mal como resultado, ¿no?» Él le sonríe. Hace un gesto afirmativo. _____ lanza divertida otro dardo, sin que sus ojos se hayan dado cuenta de que ya han dado en el blanco.
De nuevo secuestrada. Calle Cavour. La Pirámide. Testaccio. A toda velocidad.
Saboreando el viento fresco de aquella noche de finales de abril. Joe mete la tercera, luego la cuarta. El semáforo del cruce está en naranja. Joe sigue adelante.
Repentinamente, oye el chirrido de unos frenos. Neumáticos que queman el asfalto.
Grava. Un Jaguar Sovereign viene por su izquierda a toda velocidad, prueba a frenar en seco. Joe, cogido por sorpresa, frena quedándose plantado en medio del cruce.
La moto se apaga. _____ lo abraza con fuerza. En sus ojos asustados los faros potentes del coche que se acerca.
El morro de la pantera salvaje se rebela ante el brusco frenazo. El coche da un bandazo. _____ cierra los ojos. Oye el rugido del motor al frenar, el perfecto ABS controlar las ruedas, los neumáticos maltratados por los frenos. Eso es todo. Abre los ojos. El Jaguar está allí, a pocos centímetros de la moto, inmóvil. _____ exhala un suspiro de alivio y libera la cazadora de Joe de su abrazo aterrorizado.
Joe, impasible, mira al conductor del coche.
—¿Adónde crees que vas, gilipollas? —El tipo, un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo bien cortado, abundante y rizado, baja la ventanilla eléctrica.
—Perdona, niño, ¿qué has dicho? —Joe sonríe mientras baja de la moto.
Conoce a esos tipos. Debe de llevar a una mujer al lado y no quiere hacer el ridículo.
Se acerca al coche. En efecto, a través del cristal ve unas piernas femeninas al lado del tipo. Unas bonitas manos cruzadas sobre un bolso de fiesta negro, sobre un vestido elegante. Trata de ver la cara de la mujer, pero la luz de una farola se refleja en el cristal, ocultándola. Niño. Ahora verás lo que te hace este niño. Joe abre la puerta del tipo con educación.
—Sal de ahí, gilipollas, así me oirás mejor. —El hombre de unos treinta y cinco años hace ademán de salir. Joe lo agarra de la chaqueta y lo saca violentamente del coche. Lo tira sobre el Jaguar. El puño de Joe se alza, listo para golpearlo.
—¡Joe, no! —Es _____. La ve de pie junto a la moto. Su mirada expresa disgusto y preocupación. Los brazos dejados caer a ambos lados de su cuerpo—. ¡No lo hagas!
—Joe lo suelta ligeramente. El tipo se aprovecha de inmediato. Libre y canalla le da un puñetazo en la cara. Joe echa la cabeza hacia atrás. Pero solo por un instante.
Sorprendido, se lleva la mano a la boca. Le sangra el labio.
—Hijo de… —Joe se abalanza sobre él. El tipo extiende los brazos, inclina la cabeza tratando de protegerse, asustado. Joe lo agarra por los rizos, empuja hacia abajo su cabeza listo para darle con la rodilla cuando, repentinamente, es golpeado de nuevo. Esta vez, sin embargo, de modo distinto, más fuerte, directamente en el corazón. Un golpe seco. Una simple palabra. Su nombre.
—Joseph…
La mujer ha bajado del coche. Ha apoyado el bolso sobre el capó y está a su lado de pie. Joe la mira. Mira el bolso, no lo reconoce. A saber quién se lo habrá regalado. Qué extraño pensamiento. Lentamente, abre la mano. El tipo de los rizos tiene suerte y se ve liberado. Joe la mira en silencio. Sigue siendo tan guapa como siempre. Un débil «Ciao» sale de sus labios. El tipo lo empuja a un lado. Joe retrocede abandonando la pelea. El tipo sube al Jaguar y arranca.
—Vámonos, venga.
Joe y la mujer se miran por última vez. Entre aquellos ojos tan similares, un extraño hechizo, una larga historia de amor y tristeza, sufrimiento y pasado. Luego ella vuelve a subir al coche, guapa y elegante, igual que ha aparecido. Lo deja allí, en la calle, con el labio sangrando y el corazón destrozado. _____ se acerca a él.
Preocupada por la única herida que puede ver, le acaricia delicadamente el labio con la mano. Joe se aparta y sube en silencio a la moto. Espera a que ella suba detrás para arrancar con rabia. Avanza, reduce, da gas. La moto se desliza por el asfalto, aumenta de revoluciones. Lungotevere. Joe, sin pensar, empieza a correr. Dejando a sus espaldas viejos recuerdos.
Ciento treinta, ciento cuarenta. Cada vez más rápido. El aire frío le pincha en la cara y ese fresco sufrimiento parece aliviarlo. Ciento cincuenta, ciento sesenta. Aún más rápido. Pasa como un rayo entre dos coches muy próximos. Ciento setenta, ciento ochenta. Una suave cuneta y la moto casi vuela atravesando un cruce. Un semáforo que acaba de ponerse rojo. Los coches a su izquierda tocan el claxon, frenando nada más arrancar. Sometidos a esa moto arrogante, a ese bólido nocturno débilmente iluminado, peligroso y raudo como un proyectil esmaltado de azul. Ciento noventa, doscientos. El viento silba. La calle, difuminada a ambos lados, se une en el centro.
Otro cruce. Una luz a lo lejos. El verde desaparece. Ahora llega el naranja. Joe aprieta el pequeño botón que hay a su izquierda. Su claxon se alza en la noche. Como el aullido de un animal herido que corre a encontrarse con la muerte, como la sirena de una ambulancia, desgarradora como el grito del herido que transporta. El semáforo cambia de nuevo. Rojo.
_____ empieza a aporrearle la espalda.
—Párate, párate. —En el cruce, los coches se ponen en marcha. Un muro de metal de ladrillos costosos y multicolores se alza retumbando ante ellos—. ¡Párate!
Aquel último grito, aquella llamada a la vida. Joe parece despertarse de golpe.
La empuñadura del gas, libre, vuelve rápidamente al cero. El motor reduce bajo su pie arrogante. Cuarta, tercera, segunda. Joe aprieta con fuerza el freno de acero, casi doblándolo. La moto tiembla al frenar, mientras que las revoluciones descienden veloces. Las ruedas dejan dos líneas rectas y profundas sobre el asfalto. Un olor a quemado envuelve los pistones humeantes. Los coches avanzan tranquilos a pocos centímetros de la rueda delantera de la moto. No se han dado cuenta de nada. Solo entonces, Joe se acuerda de ella, de _____. Ha bajado. La ve allí, apoyada contra un muro al borde la carretera.
Unos sollozos quedos le salen del pecho, incontenibles, al igual que las pequeñas lágrimas que rayan su pálida cara. Joe no sabe qué hacer. De pie, frente a ella, con los brazos abiertos, temeroso incluso de acariciarla, asustado ante la idea de que esos leves sollozos nerviosos se transformen en auténtico llanto con solo tocarla.
Lo intenta igualmente. Pero la reacción es inesperada. _____ le aparta con rudeza la mano, sus palabras son más bien gritos, quebrados por el llanto.
—¿Por qué? ¿Por qué eres así? ¿Estás loco? ¿Crees que es normal correr de ese modo? —Joe no sabe qué contestarle. Mira aquellos ojos húmedos y grandes, anegados en lágrimas.
¿Cómo puede explicarle? ¿Cómo puede decirle lo que hay detrás? El corazón se le encoge. _____ lo mira. Sus ojos azules sufren e, inquisitivos, buscan en él una respuesta. Joe sacude la cabeza. No puedo, parece repetir para sus adentros. No puedo. _____ alza la nariz y casi como si reuniera fuerzas, ataca de nuevo.
—¿Quién era esa mujer? ¿Por qué has cambiado tan repentinamente? Me lo tienes que decir, Joe. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Y aquella última frase, aquel gran error, aquel equívoco imposible, parece golpearlo de lleno. En un abrir y cerrar de ojos, todas sus defensas se desvanecen. La guardia que había montado a su alrededor, constante, irreductible, entrenada en silencio un día tras otro, cede inesperadamente. Su corazón se abre, en calma por primera vez. Sonríe a aquella muchacha ingenua.
—¿Quieres saber quién es esa mujer?
_____ asiente.
—Es mi madre.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
4/5
Capítulo 34
Apenas dos años antes.
Joe, encerrado en su habitación, pasea intentando repasar la lección de química. Se apoya con ambas manos sobre la mesa. Hojea el cuaderno con los apuntes. Es inútil. Esas fórmulas se niegan a entrar en su cabeza.
De repente, oye cantar a Battisti en el último piso del edificio de enfrente «Te recuerdo, tan hermosa como eres…» . Qué suerte tiene Battisti, yo no me acuerdo de nada y odio la química. Luego, constatando que le quieren proponer todo el disco, se levanta y abre la ventana.
—¡Eh! ¿Queréis apagar la música?
El volumen baja lentamente. «Menudos imbéciles.» Joe vuelve a sentarse y se concentra de nuevo en la química.
—Joseph… —Joe se da la vuelta. Su madre está frente a él. Lleva puesto un abrigo de pieles marrón con manchas salvajes, claras y doradas. Debajo, una falda burdeos deja al descubierto sus espléndidas piernas cubiertas por unas medias transparentes que, tirantes y perfectas, desaparecen en un par de elegantes zapatos marrón oscuro—. Voy a salir, ¿necesitas algo?
—No, gracias, mamá.
—Bueno, en ese caso, nos vemos esta noche. Si llama papá dile que he tenido que salir para llevar las cartas que él ya sabe al asesor fiscal.
—Está bien.
Su madre se acerca a él y le da un suave beso sobre la mejilla. El perfume que emana de los rizos de su melena negra llega hasta él, acariciándolo. Joe piensa que se ha puesto demasiado pero prefiere no decírselo. Luego, al verla salir, comprende que ha hecho lo que debía. Es perfecta. Su madre no se puede equivocar. Ni siquiera cuando se perfuma. Lleva bajo el brazo el bolso que le regalaron él y su hermano.
Kevin puso casi todo el dinero pero fue él el que lo eligió, en esa tienda de la calle
Cola di Rienzo donde había visto a su madre detenerse muchas veces indecisa.
—Tú sí que eres un entendido —le susurró ella al oído colocándoselo bajo el brazo y, moviendo las caderas al andar, simuló una especie de desfile—. Bueno, ¿cómo me queda?
Todos respondieron divertidos. Pero lo que ella quería oír en realidad era la opinión del «verdadero entendido».
—Estás guapísima, mamá.
Joe vuelve a su habitación. Oye cerrarse la puerta de la cocina. ¿Cuándo le regalaron aquel bolso? ¿Fue por Navidad o por su cumpleaños? Decide que, en ese momento, es mejor tratar de recordar la fórmula de química.
Más tarde. Son casi las siete. Le faltan tres páginas para acabar el programa.
Entonces sucede. Battisti empieza a cantar de nuevo. En la ventana entornada del último piso del edificio de enfrente. Más alto que antes. Insistente. Provocador. Sin respeto por nada ni por nadie. Por él que está estudiando, por él que no puede ir al gimnasio. Se ha pasado.
Joe coge las llaves de casa y sale corriendo dando un portazo. Cruza la calle y entra en el portal del edificio de enfrente. El ascensor está ocupado. Sube las escaleras de dos en dos. Basta, es insoportable. No tiene nada contra Battisti, al contrario. Pero oírlo de ese modo. Llega al último piso. Justo en ese momento se abre el ascensor.
Sale un empleado con un paquete en la mano. Es más rápido que Joe. Controla el apellido sobre la etiqueta de la puerta y llama. Joe recupera el aliento a su lado. El empleado lo mira curioso. Joe le devuelve la mirada sonriendo, luego observa el paquete que lleva en la mano. Sobre él está escrito: Antonini. Deben de ser los famosos pastelitos. Ellos también los compran todos los domingos. Hay de todas clases. De salmón, caviar, marisco. A su madre le encantan.
—¿Quién es?
—Antonini. Traigo los pastelitos que ha pedido, señor.
Joe sonríe para sus adentros. Ha adivinado, puede que ese, para disculparse, le ofrezca uno. La puerta se abre. Aparece un chico de unos treinta años. Tiene la camisa medio desabrochada y debajo solo lleva puestos los calzoncillos. El empleado hace ademán de entregarle el paquete pero cuando el muchacho ve a Joe se tira contra la puerta tratando de cerrarla. Joe no lo entiende pero, instintivamente, se arroja hacia delante. Mete el pie en medio de la puerta, bloqueándola. El empleado retrocede para mantener en equilibrio la bandeja de cartón. Al permanecer allí, con la cara apoyada contra la fría madera oscura, lo ve a través de la abertura de la puerta.
Está sobre un sillón junto al abrigo de pieles. De repente, se acuerda. Su hermano y él le regalaron aquel bolso por Navidad. Y la rabia, la desesperación, el deseo de no estar allí, de no tener que dar crédito a lo que ve, redoblan sus fuerzas. Abre la puerta de golpe tirándolo al suelo. Entra en el salón furibundo. Preferiría estar ciego para no tener que ver lo que le muestran sus ojos. La puerta del dormitorio está abierta. Allí, entre las sábanas en desorden, con una cara distinta, irreconocible para él que la ha visto tantas veces, está ella. Se está encendiendo un cigarrillo con aire inocente. Sus miradas se encuentran y, en un instante, algo se rompe, se apaga para siempre.
Aquel último cordón umbilical de amor que los unía se corta y ambos, sin dejar de mirarse, gritan en silencio, llorando a lágrima viva. Después él se aleja mientras ella permanece inmóvil sobre la cama, muda, consumiéndose como el cigarrillo que acaba de encenderse. Ardiendo de amor por él, de odio hacia sí misma, hacia el otro, hacia aquella situación. Joe se encamina lentamente a la puerta, se detiene. Ve al empleado en el rellano, junto al ascensor, con los pastelitos en la mano, mirándolo sin articular palabra. Inesperadamente, unas manos se apoyan sobre sus hombros.
—Escucha… Es ese tipo. ¿Qué se supone que debería escuchar? Ya no siente nada. Se ríe. El muchacho no lo entiende. Lo mira estupefacto. Joe le da un puñetazo en plena cara.
Y, en ese preciso momento, las palabras de Battisti, inocente culpable de aquel descubrimiento, se escuchan en el rellano, o puede que solo sea que Joe las recuerda: «Perdóname si puedes, también a usted le pido disculpas, señor». Pero ¿de qué tengo que pedir disculpas?
Giovanni Ambrosini se lleva las manos a la cara, llenándola de sangre. Joe lo coge por la camisa y, arrancándosela, lo saca de aquella casa sucia de amor ilegal.
Lo golpea varias veces en la cabeza. El muchacho trata de escapar. Empieza a bajar las escaleras. Joe lo alcanza de inmediato. Con una patada precisa lo empuja con fuerza, haciéndole tropezar. Giovanni Ambrosini rueda por las escaleras. Apenas se para, Joe se abalanza de nuevo sobre él. Le da patadas en la espalda, en las piernas, mientras él se aferra dolorido a la barandilla, intentando levantarse, huir de él. Lo está destrozando. Joe le tira del pelo, intentando que se suelte, pero mientras sus manos se llenan de mechones de pelo, Giovanni Ambrosini sigue allí, aferrado a la barra de hierro, gritando aterrorizado. Las puertas de los otros apartamentos se abren. Joe da patadas a las manos de Giovanni y estas empiezan a sangrar. Pero no se suelta, consciente de que aquello es su única salvación. Entonces Joe lo hace.
Lleva la pierna hacia atrás y, con toda su fuerza, golpea su cabeza por detrás. Una patada violenta y precisa. La cara de Ambrosini se estampa contra la barandilla. Con un ruido sordo. Le destroza los pómulos. Empieza a chorrear sangre. Los huesos de la boca se rompen. Se le cae un diente y rebota en el mármol. La barandilla vibra y aquel ruido de hierro desciende las escaleras acompañado del último grito de Ambrosini que se desmaya. Joe escapa, bajando apresuradamente, pasando veloz entre las caras terribles de los inquilinos curiosos, tropezando con aquellos cuerpos fláccidos que tratan en vano de detenerlo. Vaga por la ciudad. Aquella noche no vuelve a casa. Va a dormir a casa de Pollo. Su amigo no le pregunta nada. Menos mal que su padre está fuera aquella noche, así pueden compartir la cama. Pollo siente a Joe agitarse mientras duerme, sufrir incluso durante un sueño. A la mañana siguiente, Pollo hace como si nada, a pesar de que uno de los almohadones está empapado de lágrimas. Desayunan sonriendo, charlando de sus cosas, compartiendo un cigarrillo. Luego Joe va al colegio y saca hasta un diez en química. Pero aun así, a partir de aquel día, su vida cambiará. Sin que nadie haya sabido nunca la razón, nada ha vuelto a ser igual.
Algo malévolo anida en él. Una bestia, un terrible animal ha hecho su guarida en lo más profundo de su corazón, listo para salir en cualquier momento, para golpear, con rabia, con maldad, hijo del sufrimiento y de un amor hecho añicos.
Desde entonces, la vida en casa dejó de ser posible. Silencios y miradas furtivas. No volvió a dedicar ni siquiera una sonrisa a la persona que antes idolatraba. Luego vino el proceso. La condena. Su madre no testimonió a su favor. Su padre le riñó. Su hermano no se enteró de nada. Y nadie supo nunca lo que había pasado, aparte de ellos dos. Guardianes forzados de aquel terrible secreto. Aquel mismo año, sus padres se separaron. Joe se fue a vivir con Kevin. El primer día que entró en aquella casa miró por la ventana de su habitación. Fuera había solo un prado tranquilo.
Empezó a colocar sus cosas. Sacó de la bolsa algunos suéteres y los puso al fondo del armario. De repente, tocó una sudadera. Mientras la sacaba, se le abrió entre las manos. Por un instante tuvo la impresión de que su madre estaba allí. Recordaba cuando se la había prestado, el día en que se fueron a correr juntos por una arboleda.
Cuando él había aminorado el paso para estar a su lado. Y ahora, en cambio, se encontraba en aquella casa, tan lejos de ella, en todos los sentidos. Apretando con fuerza la sudadera entre las manos, se la llevó a la cara. Al oler su perfume, se echó a llorar. Luego, estúpidamente, se preguntó si aquel día debería haberle dicho que se había puesto demasiado.
Capítulo 34
Apenas dos años antes.
Joe, encerrado en su habitación, pasea intentando repasar la lección de química. Se apoya con ambas manos sobre la mesa. Hojea el cuaderno con los apuntes. Es inútil. Esas fórmulas se niegan a entrar en su cabeza.
De repente, oye cantar a Battisti en el último piso del edificio de enfrente «Te recuerdo, tan hermosa como eres…» . Qué suerte tiene Battisti, yo no me acuerdo de nada y odio la química. Luego, constatando que le quieren proponer todo el disco, se levanta y abre la ventana.
—¡Eh! ¿Queréis apagar la música?
El volumen baja lentamente. «Menudos imbéciles.» Joe vuelve a sentarse y se concentra de nuevo en la química.
—Joseph… —Joe se da la vuelta. Su madre está frente a él. Lleva puesto un abrigo de pieles marrón con manchas salvajes, claras y doradas. Debajo, una falda burdeos deja al descubierto sus espléndidas piernas cubiertas por unas medias transparentes que, tirantes y perfectas, desaparecen en un par de elegantes zapatos marrón oscuro—. Voy a salir, ¿necesitas algo?
—No, gracias, mamá.
—Bueno, en ese caso, nos vemos esta noche. Si llama papá dile que he tenido que salir para llevar las cartas que él ya sabe al asesor fiscal.
—Está bien.
Su madre se acerca a él y le da un suave beso sobre la mejilla. El perfume que emana de los rizos de su melena negra llega hasta él, acariciándolo. Joe piensa que se ha puesto demasiado pero prefiere no decírselo. Luego, al verla salir, comprende que ha hecho lo que debía. Es perfecta. Su madre no se puede equivocar. Ni siquiera cuando se perfuma. Lleva bajo el brazo el bolso que le regalaron él y su hermano.
Kevin puso casi todo el dinero pero fue él el que lo eligió, en esa tienda de la calle
Cola di Rienzo donde había visto a su madre detenerse muchas veces indecisa.
—Tú sí que eres un entendido —le susurró ella al oído colocándoselo bajo el brazo y, moviendo las caderas al andar, simuló una especie de desfile—. Bueno, ¿cómo me queda?
Todos respondieron divertidos. Pero lo que ella quería oír en realidad era la opinión del «verdadero entendido».
—Estás guapísima, mamá.
Joe vuelve a su habitación. Oye cerrarse la puerta de la cocina. ¿Cuándo le regalaron aquel bolso? ¿Fue por Navidad o por su cumpleaños? Decide que, en ese momento, es mejor tratar de recordar la fórmula de química.
Más tarde. Son casi las siete. Le faltan tres páginas para acabar el programa.
Entonces sucede. Battisti empieza a cantar de nuevo. En la ventana entornada del último piso del edificio de enfrente. Más alto que antes. Insistente. Provocador. Sin respeto por nada ni por nadie. Por él que está estudiando, por él que no puede ir al gimnasio. Se ha pasado.
Joe coge las llaves de casa y sale corriendo dando un portazo. Cruza la calle y entra en el portal del edificio de enfrente. El ascensor está ocupado. Sube las escaleras de dos en dos. Basta, es insoportable. No tiene nada contra Battisti, al contrario. Pero oírlo de ese modo. Llega al último piso. Justo en ese momento se abre el ascensor.
Sale un empleado con un paquete en la mano. Es más rápido que Joe. Controla el apellido sobre la etiqueta de la puerta y llama. Joe recupera el aliento a su lado. El empleado lo mira curioso. Joe le devuelve la mirada sonriendo, luego observa el paquete que lleva en la mano. Sobre él está escrito: Antonini. Deben de ser los famosos pastelitos. Ellos también los compran todos los domingos. Hay de todas clases. De salmón, caviar, marisco. A su madre le encantan.
—¿Quién es?
—Antonini. Traigo los pastelitos que ha pedido, señor.
Joe sonríe para sus adentros. Ha adivinado, puede que ese, para disculparse, le ofrezca uno. La puerta se abre. Aparece un chico de unos treinta años. Tiene la camisa medio desabrochada y debajo solo lleva puestos los calzoncillos. El empleado hace ademán de entregarle el paquete pero cuando el muchacho ve a Joe se tira contra la puerta tratando de cerrarla. Joe no lo entiende pero, instintivamente, se arroja hacia delante. Mete el pie en medio de la puerta, bloqueándola. El empleado retrocede para mantener en equilibrio la bandeja de cartón. Al permanecer allí, con la cara apoyada contra la fría madera oscura, lo ve a través de la abertura de la puerta.
Está sobre un sillón junto al abrigo de pieles. De repente, se acuerda. Su hermano y él le regalaron aquel bolso por Navidad. Y la rabia, la desesperación, el deseo de no estar allí, de no tener que dar crédito a lo que ve, redoblan sus fuerzas. Abre la puerta de golpe tirándolo al suelo. Entra en el salón furibundo. Preferiría estar ciego para no tener que ver lo que le muestran sus ojos. La puerta del dormitorio está abierta. Allí, entre las sábanas en desorden, con una cara distinta, irreconocible para él que la ha visto tantas veces, está ella. Se está encendiendo un cigarrillo con aire inocente. Sus miradas se encuentran y, en un instante, algo se rompe, se apaga para siempre.
Aquel último cordón umbilical de amor que los unía se corta y ambos, sin dejar de mirarse, gritan en silencio, llorando a lágrima viva. Después él se aleja mientras ella permanece inmóvil sobre la cama, muda, consumiéndose como el cigarrillo que acaba de encenderse. Ardiendo de amor por él, de odio hacia sí misma, hacia el otro, hacia aquella situación. Joe se encamina lentamente a la puerta, se detiene. Ve al empleado en el rellano, junto al ascensor, con los pastelitos en la mano, mirándolo sin articular palabra. Inesperadamente, unas manos se apoyan sobre sus hombros.
—Escucha… Es ese tipo. ¿Qué se supone que debería escuchar? Ya no siente nada. Se ríe. El muchacho no lo entiende. Lo mira estupefacto. Joe le da un puñetazo en plena cara.
Y, en ese preciso momento, las palabras de Battisti, inocente culpable de aquel descubrimiento, se escuchan en el rellano, o puede que solo sea que Joe las recuerda: «Perdóname si puedes, también a usted le pido disculpas, señor». Pero ¿de qué tengo que pedir disculpas?
Giovanni Ambrosini se lleva las manos a la cara, llenándola de sangre. Joe lo coge por la camisa y, arrancándosela, lo saca de aquella casa sucia de amor ilegal.
Lo golpea varias veces en la cabeza. El muchacho trata de escapar. Empieza a bajar las escaleras. Joe lo alcanza de inmediato. Con una patada precisa lo empuja con fuerza, haciéndole tropezar. Giovanni Ambrosini rueda por las escaleras. Apenas se para, Joe se abalanza de nuevo sobre él. Le da patadas en la espalda, en las piernas, mientras él se aferra dolorido a la barandilla, intentando levantarse, huir de él. Lo está destrozando. Joe le tira del pelo, intentando que se suelte, pero mientras sus manos se llenan de mechones de pelo, Giovanni Ambrosini sigue allí, aferrado a la barra de hierro, gritando aterrorizado. Las puertas de los otros apartamentos se abren. Joe da patadas a las manos de Giovanni y estas empiezan a sangrar. Pero no se suelta, consciente de que aquello es su única salvación. Entonces Joe lo hace.
Lleva la pierna hacia atrás y, con toda su fuerza, golpea su cabeza por detrás. Una patada violenta y precisa. La cara de Ambrosini se estampa contra la barandilla. Con un ruido sordo. Le destroza los pómulos. Empieza a chorrear sangre. Los huesos de la boca se rompen. Se le cae un diente y rebota en el mármol. La barandilla vibra y aquel ruido de hierro desciende las escaleras acompañado del último grito de Ambrosini que se desmaya. Joe escapa, bajando apresuradamente, pasando veloz entre las caras terribles de los inquilinos curiosos, tropezando con aquellos cuerpos fláccidos que tratan en vano de detenerlo. Vaga por la ciudad. Aquella noche no vuelve a casa. Va a dormir a casa de Pollo. Su amigo no le pregunta nada. Menos mal que su padre está fuera aquella noche, así pueden compartir la cama. Pollo siente a Joe agitarse mientras duerme, sufrir incluso durante un sueño. A la mañana siguiente, Pollo hace como si nada, a pesar de que uno de los almohadones está empapado de lágrimas. Desayunan sonriendo, charlando de sus cosas, compartiendo un cigarrillo. Luego Joe va al colegio y saca hasta un diez en química. Pero aun así, a partir de aquel día, su vida cambiará. Sin que nadie haya sabido nunca la razón, nada ha vuelto a ser igual.
Algo malévolo anida en él. Una bestia, un terrible animal ha hecho su guarida en lo más profundo de su corazón, listo para salir en cualquier momento, para golpear, con rabia, con maldad, hijo del sufrimiento y de un amor hecho añicos.
Desde entonces, la vida en casa dejó de ser posible. Silencios y miradas furtivas. No volvió a dedicar ni siquiera una sonrisa a la persona que antes idolatraba. Luego vino el proceso. La condena. Su madre no testimonió a su favor. Su padre le riñó. Su hermano no se enteró de nada. Y nadie supo nunca lo que había pasado, aparte de ellos dos. Guardianes forzados de aquel terrible secreto. Aquel mismo año, sus padres se separaron. Joe se fue a vivir con Kevin. El primer día que entró en aquella casa miró por la ventana de su habitación. Fuera había solo un prado tranquilo.
Empezó a colocar sus cosas. Sacó de la bolsa algunos suéteres y los puso al fondo del armario. De repente, tocó una sudadera. Mientras la sacaba, se le abrió entre las manos. Por un instante tuvo la impresión de que su madre estaba allí. Recordaba cuando se la había prestado, el día en que se fueron a correr juntos por una arboleda.
Cuando él había aminorado el paso para estar a su lado. Y ahora, en cambio, se encontraba en aquella casa, tan lejos de ella, en todos los sentidos. Apretando con fuerza la sudadera entre las manos, se la llevó a la cara. Al oler su perfume, se echó a llorar. Luego, estúpidamente, se preguntó si aquel día debería haberle dicho que se había puesto demasiado.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
5/5
Capítulo 35
De nuevo ahora. Por la noche.
La moto corre tranquila por la orilla. Pequeñas olas rompen lentas en ella. Van y vienen, respiración regular del mar profundo y oscuro que los observa a una cierta distancia. La luna, alta en el cielo, ilumina la larga Feniglia. A lo lejos, la playa se pierde entre las manchas más oscuras de las montañas. Joe apaga los faros. Siguen corriendo envueltos en la oscuridad, sobre aquella mullida alfombra mojada. Al llegar a mitad de Feniglia se paran. Caminan el uno junto al otro, rodeados por aquella paz. _____ se acerca hasta la orilla. Pequeñas olas de bordes plateados rompen antes de mojar sus All Star azules. Una ola algo más caprichosa que las demás prueba a cogerla. _____ retrocede deprisa tratando de escapar. Tropieza con Joe. Sus fuertes brazos le ofrecen un refugio seguro. Ella no lo esquiva. Su sonrisa se asoma en aquella luz nocturna. Sus ojos azules, rebosantes de amor, lo miran divertidos. Él se inclina sobre ella lentamente y, estrechando su abrazo, la besa. Labios suaves y cálidos, frescos y salados, acariciados por el viento del mar. Joe le pasa una mano por el pelo. Lo aparta dejando su cara al descubierto. En la mejilla teñida de plata, diminuto espejo de aquella luna que está en lo alto, se dibuja una sonrisa. Otro beso.
Las nubes se pasean sosegadamente en el cielo azul nocturno. Joe y _____ se han tumbado sobre la arena fría, abrazados. Sus manos, cubiertas por minúsculos granos de arena, se persiguen divertidas.
Otro beso. Luego _____ se incorpora apoyándose en los brazos. Lo mira, está bajo ella. Sus ojos ahora en calma la miran fijamente. Su piel es de color ébano, lisa y suave. Su pelo corto no teme ensuciarse. Parece pertenecer a aquella playa, tumbado en ella, con los brazos extendidos, dueño de la arena, de todo. Joe, sonriendo, la atrae hacia él, dueño también de ella, acogiéndola con un beso más largo y profundo.
La abraza estrechamente, respirando su dulce sabor. Ella se abandona, transportada por aquella fuerza, y, en ese momento, comprende que hasta entonces no había besado a nadie de verdad.
Ahora está sentado detrás de ella, la tiene abrazada, alojada entre sus piernas.
Él, sólido respaldo, interrumpe de vez en cuando sus pensamientos para darle un beso en el cuello.
—¿En qué piensas?
_____ se vuelve hacia él mirándolo por el rabillo del ojo.
—Sabía que me lo preguntarías. —Vuelve a apoyar la cabeza contra su pecho—. ¿Ves la casa que está allí, sobre las rocas?
Joe mira en la dirección que indica la mano de ella. Antes de perderse en la lejanía se detiene por un momento en aquel índice menudo y lo encuentra también maravilloso. Sonríe, dueño exclusivo de sus pensamientos.
—Sí, la veo.
—¡Es mi sueño! Cuánto me gustaría vivir en esa casa. Imagínate la vista que debe de tener. Un ventanal sobre el mar. Un salón en el que poder contemplar el atardecer mientras nos abrazamos.
Joe la estrecha con más fuerza entre sus brazos. _____ sigue mirando por un instante a lo lejos, arrobada. Él se acerca apoyando su mejilla contra la de ella. _____, juguetona y caprichosa, trata de apartarlo, sonriendo a la luna, fingiendo querer escapar. Joe coge la cara de ella entre sus manos y ella, pálida perla, sonríe, prisionera en aquella concha humana.
—¿Quieres darte un baño?
—¿Estás loco, con este frío? Además, no tengo bañador.
—Venga, no hace frío y, entre otras cosas, ¿para qué necesita un bañador un pececito como tú?
_____ hace una mueca de rabia y lo empuja hacia atrás con las manos.
—Por cierto, le has contado a Pollo la historia de la otra noche, ¿verdad?
Joe se levanta y trata de abrazarla.
—¿Qué, bromeas?
—¿Cómo es posible entonces que Pallina se haya enterado? ¡Se lo habrá contado Pollo!
—Te juro que no le he dicho nada. Puede que haya hablado en sueños…
—Hablado en sueños, claro… además, ya te he dicho que no creo en tus juramentos.
—Es verdad que de vez en cuando hablo en sueños, tú misma no tardarás en comprobarlo.
Joe se dirige a la moto mirando hacia atrás divertido.
—¿Lo comprobaré? Estás bromeando, ¿verdad?
_____ le da alcance un poco preocupada.
Joe se ríe. Su frase ha conseguido el resultado que pretendía.
—¿Por qué, acaso no dormimos juntos esta noche? Para el caso, no tardará mucho en amanecer.
_____ mira preocupada el reloj.
—Las dos y media. Caramba, si mis padres llegan antes que yo estoy acabada.
Rápido, tengo que volver a casa.
—Entonces, ¿no duermes conmigo?
—¿Estás loco? A lo mejor no te has enterado de con quién estás saliendo. Y, además, ¿cuándo se ha visto a un pececito dormir acompañado?
Joe enciende la moto, aprieta el freno delantero dando gas. La moto, obediente entre sus piernas, gira sobre sí misma y se para delante de ella. _____ sube detrás. Joe mete la primera. Se alejan poco a poco, aumentando gradualmente la velocidad, dejando a sus espaldas una línea precisa de anchos neumáticos. Algo más lejos, entre la arena removida por aquellos besos inocentes, hay un pequeño corazón. Lo ha dibujado ella a escondidas, con el mismo índice que a él le ha gustado tanto. Una ola pérfida y solitaria cancela su contorno. Pero, usando un poco la imaginación, todavía se pueden leer la J y la _. Un perro ladra a lo lejos a la luna. La moto sigue con su carrera enamorada y se desvanece en la noche. Una ola más decidida que las demás acaba de borrar aquel corazón. Nadie podrá, sin embargo, cancelar aquel momento de sus corazones.
Capítulo 35
De nuevo ahora. Por la noche.
La moto corre tranquila por la orilla. Pequeñas olas rompen lentas en ella. Van y vienen, respiración regular del mar profundo y oscuro que los observa a una cierta distancia. La luna, alta en el cielo, ilumina la larga Feniglia. A lo lejos, la playa se pierde entre las manchas más oscuras de las montañas. Joe apaga los faros. Siguen corriendo envueltos en la oscuridad, sobre aquella mullida alfombra mojada. Al llegar a mitad de Feniglia se paran. Caminan el uno junto al otro, rodeados por aquella paz. _____ se acerca hasta la orilla. Pequeñas olas de bordes plateados rompen antes de mojar sus All Star azules. Una ola algo más caprichosa que las demás prueba a cogerla. _____ retrocede deprisa tratando de escapar. Tropieza con Joe. Sus fuertes brazos le ofrecen un refugio seguro. Ella no lo esquiva. Su sonrisa se asoma en aquella luz nocturna. Sus ojos azules, rebosantes de amor, lo miran divertidos. Él se inclina sobre ella lentamente y, estrechando su abrazo, la besa. Labios suaves y cálidos, frescos y salados, acariciados por el viento del mar. Joe le pasa una mano por el pelo. Lo aparta dejando su cara al descubierto. En la mejilla teñida de plata, diminuto espejo de aquella luna que está en lo alto, se dibuja una sonrisa. Otro beso.
Las nubes se pasean sosegadamente en el cielo azul nocturno. Joe y _____ se han tumbado sobre la arena fría, abrazados. Sus manos, cubiertas por minúsculos granos de arena, se persiguen divertidas.
Otro beso. Luego _____ se incorpora apoyándose en los brazos. Lo mira, está bajo ella. Sus ojos ahora en calma la miran fijamente. Su piel es de color ébano, lisa y suave. Su pelo corto no teme ensuciarse. Parece pertenecer a aquella playa, tumbado en ella, con los brazos extendidos, dueño de la arena, de todo. Joe, sonriendo, la atrae hacia él, dueño también de ella, acogiéndola con un beso más largo y profundo.
La abraza estrechamente, respirando su dulce sabor. Ella se abandona, transportada por aquella fuerza, y, en ese momento, comprende que hasta entonces no había besado a nadie de verdad.
Ahora está sentado detrás de ella, la tiene abrazada, alojada entre sus piernas.
Él, sólido respaldo, interrumpe de vez en cuando sus pensamientos para darle un beso en el cuello.
—¿En qué piensas?
_____ se vuelve hacia él mirándolo por el rabillo del ojo.
—Sabía que me lo preguntarías. —Vuelve a apoyar la cabeza contra su pecho—. ¿Ves la casa que está allí, sobre las rocas?
Joe mira en la dirección que indica la mano de ella. Antes de perderse en la lejanía se detiene por un momento en aquel índice menudo y lo encuentra también maravilloso. Sonríe, dueño exclusivo de sus pensamientos.
—Sí, la veo.
—¡Es mi sueño! Cuánto me gustaría vivir en esa casa. Imagínate la vista que debe de tener. Un ventanal sobre el mar. Un salón en el que poder contemplar el atardecer mientras nos abrazamos.
Joe la estrecha con más fuerza entre sus brazos. _____ sigue mirando por un instante a lo lejos, arrobada. Él se acerca apoyando su mejilla contra la de ella. _____, juguetona y caprichosa, trata de apartarlo, sonriendo a la luna, fingiendo querer escapar. Joe coge la cara de ella entre sus manos y ella, pálida perla, sonríe, prisionera en aquella concha humana.
—¿Quieres darte un baño?
—¿Estás loco, con este frío? Además, no tengo bañador.
—Venga, no hace frío y, entre otras cosas, ¿para qué necesita un bañador un pececito como tú?
_____ hace una mueca de rabia y lo empuja hacia atrás con las manos.
—Por cierto, le has contado a Pollo la historia de la otra noche, ¿verdad?
Joe se levanta y trata de abrazarla.
—¿Qué, bromeas?
—¿Cómo es posible entonces que Pallina se haya enterado? ¡Se lo habrá contado Pollo!
—Te juro que no le he dicho nada. Puede que haya hablado en sueños…
—Hablado en sueños, claro… además, ya te he dicho que no creo en tus juramentos.
—Es verdad que de vez en cuando hablo en sueños, tú misma no tardarás en comprobarlo.
Joe se dirige a la moto mirando hacia atrás divertido.
—¿Lo comprobaré? Estás bromeando, ¿verdad?
_____ le da alcance un poco preocupada.
Joe se ríe. Su frase ha conseguido el resultado que pretendía.
—¿Por qué, acaso no dormimos juntos esta noche? Para el caso, no tardará mucho en amanecer.
_____ mira preocupada el reloj.
—Las dos y media. Caramba, si mis padres llegan antes que yo estoy acabada.
Rápido, tengo que volver a casa.
—Entonces, ¿no duermes conmigo?
—¿Estás loco? A lo mejor no te has enterado de con quién estás saliendo. Y, además, ¿cuándo se ha visto a un pececito dormir acompañado?
Joe enciende la moto, aprieta el freno delantero dando gas. La moto, obediente entre sus piernas, gira sobre sí misma y se para delante de ella. _____ sube detrás. Joe mete la primera. Se alejan poco a poco, aumentando gradualmente la velocidad, dejando a sus espaldas una línea precisa de anchos neumáticos. Algo más lejos, entre la arena removida por aquellos besos inocentes, hay un pequeño corazón. Lo ha dibujado ella a escondidas, con el mismo índice que a él le ha gustado tanto. Una ola pérfida y solitaria cancela su contorno. Pero, usando un poco la imaginación, todavía se pueden leer la J y la _. Un perro ladra a lo lejos a la luna. La moto sigue con su carrera enamorada y se desvanece en la noche. Una ola más decidida que las demás acaba de borrar aquel corazón. Nadie podrá, sin embargo, cancelar aquel momento de sus corazones.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Alee.. ahí tenéis mi maratón de cinco capítulos..
que lo disfrutéis y lo comentéis muchoo!! xDD
Y bien bonitos que son... ;)
que lo disfrutéis y lo comentéis muchoo!! xDD
Y bien bonitos que son... ;)
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
ahhh me encantaron!!!
siguela!!
que bien ahora que la rayis y joe esten juntos :z:
sigueñla!!!
siguela!!
que bien ahora que la rayis y joe esten juntos :z:
sigueñla!!!
jamileth
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Aaaa me encanta tu nove :'D :(L):
Seguila por favoooor :'D
Qiero maraton de nuevo che D:
Seguila por favoooor :'D
Qiero maraton de nuevo che D:
ShopyNickiita
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