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Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 26
Un ruido insistente. El despertador.
Pallina lo apaga. Se desliza silenciosa fuera de la cama y se viste. Mira a _____.
Apenas se ha movido y duerme tranquila boca arriba. Pallina se acerca a la pequeña repisa de madera que hay colgada en la pared. U2, All Saints, Robbie Willliams,
Elisa, Tiziano Ferro, Cremonini, Madonna. Hace falta algo realmente especial. Ahí está. Controla el volumen y lo baja. Luego roza apenas el botón de PLAY. Settemila
caffè. Britti empieza a cantar dulcemente. El volumen es el adecuado. _____ abre los ojos. Se da la vuelta sobre el almohadón hasta quedar boca abajo. Pallina le sonríe.
—Hola.
_____ se vuelve hacia el otro lado. Su voz le llega un poco ahogada.
—¿Qué hora es?
—Las siete menos cinco.
Pallina se acerca a ella y le da un beso en la mejilla.
—¿Hacemos las paces?
—Como mínimo necesito un cruasán al chocolate de Lazzareschi.
—No hay tiempo, mi madre llegará dentro de nada y tengo que ir a hacerme el análisis.
—Entonces no hay paz que valga.
—Anoche fuiste muy valiente.
—He dicho que no quiero volver a oír hablar de eso.
Pallina alarga los brazos.
—Está bien, como quieras. Eh, ¿qué le digo a tu madre si me la encuentro al salir?
—Buenos días.
_____ le sonríe y tira hacia arriba de la sábana. Pallina coge la bolsa con los libros y se la echa al hombro. Está feliz, han hecho las paces. _____ es estupenda y, además, ahora es una camomila. Pallina cierra con cuidado la puerta, como un rayo, cruza de puntillas el pasillo. La puerta de casa todavía está cerrada con llave. Descorre el cerrojo y, justo cuando está a punto de salir, oye una voz a sus espaldas.
—¡Pallina!
Es Raffaella, con una bata rosa, la cara sin maquillar, ligeramente pálida y, sobre todo, estupefacta. Pallina decide seguir el consejo de _____ y con un «Buenos días, señora» desaparece por las escaleras. Sale del portal y llega hasta la verja. Su madre todavía no ha llegado. Se sienta en el muro a esperarla. Un tibio sol asciende frente a ella, el encargado de la gasolinera quita la cadena a los surtidores, algunos señores salen apresuradamente del quiosco que hay enfrente, llevando bajo el brazo el peso de noticias más o menos catastróficas.
A la luz del día, no le cabe ya la menor duda. No le gustaría que Raffaella fuera su madre, para nada, aunque sea mucho más puntual que la suya.
_____ entra en el baño. Se cruza con su cara en el espejo. No es de las mejores.
Hacer de camomila no favorece, por lo menos a ella. Abre el grifo del agua fría, la deja correr durante un rato, luego se lava enérgica la cara.
Daniela aparece detrás de ella.
—¡Cuéntamelo todo! ¿Cómo fue? ¿Cómo es el invernadero? ¿Es de verdad tan divertido como dicen? ¿Viste a alguna de nuestras amigas?
_____ abre el tubo de pasta de dientes, empieza a apretarlo por el fondo tratando de hacer desaparecer la huella del pulgar de Daniela que lo ha abollado justo en la mitad.
—Es una tontería. Un grupo de macarras que arriesga inútilmente la vida y de vez en cuando alguno de ellos llega incluso a perderla.
—Sí, pero ¿hay tanta gente? ¿Qué hacen? ¿Adónde se va después? ¿Has visto qué guays, las camomilas? Qué valor, ¿eh? ¡Yo no sería capaz de hacerlo!
—Yo lo he hecho…
—¿De verdad? ¿Has hecho de camomila? ¡Guau! Mi hermana es una camomila.
—Bueno, tampoco es para tanto, te lo aseguro, y, ahora, tengo que prepararme.
—¡Siempre haces lo mismo! Contigo una no se puede dar nunca el gusto. ¿De qué sirve tener una hermana mayor si luego nunca te cuenta nada? ¡De todas formas, Andrea y yo hemos decidido ir la semana que viene! ¡Y si tengo ganas, yo también haré la camomila! —Daniela sale resoplando del baño. _____ se ríe para sus adentros, acaba de lavarse los dientes y luego coge el cepillo. Es imposible. Daniela se ha vengado a distancia. Algunos pelos largos y negros yacen inmóviles y enredados entre las púas. _____ los coge con la mano y los arroja al váter. Luego tira de la cadena y empieza a peinarse.
Daniela vuelve a aparecer en la puerta.
—¿Dónde has puesto las Superga que te presté ayer por la noche?
—Las he tirado.
—¿Cómo que las has tirado? ¿Mis Superga nuevas…?
—Lo que has oído, las he tirado. Acabaron dentro de un montón de estiércol y estaban tan estropeadas que no me quedó más remedio que tirarlas. Además, si no lo hacía, Joe no me quería acompañar a casa.
—¿Has acabado en un montón de estiércol y después Joe te ha acompañado a casa? ¿Y cuándo has hecho de camomila?
—Antes.
—¿Detrás de Joe?
—No.
Daniela sigue descalza a _____ hasta su habitación.
—Pero bueno, _____, ¿me cuentas cómo ha ido?
—Oye, Dani, hagamos un pacto, si a partir de hoy limpias el cepillo después de haberte peinado con él, yo te lo cuento todo dentro de unos días, ¿vale?
Daniela resopla.
—De acuerdo.
Luego vuelve a su habitación. _____ se pone el uniforme. No le contará nunca nada, lo sabe ya. Puede que Daniela limpie el cepillo por unos días, eso es todo. Es superior a sus fuerzas.
Raffaella entra en la habitación de _____.
—¿Pallina ha dormido aquí?
—Sí, mamá.
—¿Dónde?
—En mi cama.
—Pero ¿cómo es posible? Cuando entré ayer en tu habitación para darte un beso estabas solo tú.
—Llegó más tarde. No podía quedarse en su casa porque su madre daba una
cena.
—¿Y dónde estuvo antes?
—No lo sé.
—_____, no quiero ser responsable también por ella. Piensa que si le hubiera pasado algo mientras que su madre creía que estaba en nuestra casa…
—Tienes razón, mamá.
—La próxima vez quiero saber antes si se queda a dormir con nosotros.
—Pero si yo te lo dije, antes de que te fueras a casa de los Pentesti, ¿no te acuerdas?
Raffaella se queda pensativa por un momento.
—No, no me acuerdo.
_____ le sonríe ingenuamente como diciendo «¿y yo qué puedo hacer?». En cualquier caso, sabe que es imposible que se acuerde. No se lo dijo.
—No me gustaría tener una hija como Pallina. Siempre está en la calle por la noche y a saber en qué líos se mete. No me gusta esa chica, acabará mal, ya lo verás.
—No hace nada malo, mamá, le gusta divertirse, pero te aseguro que es buena.
—Lo sé, pero yo te prefiero a ti.
Raffaella le sonríe y le hace una caricia bajo la barbilla, luego sale de la habitación. _____ sonríe. Sabe cómo tratarla. Es un período, sin embargo, en el que dice muchas mentiras. Se propone dejar de hacerlo. Pobre Pallina, incluso cuando no tiene nada que ver resulta culpable. Decide perdonarla. Todavía queda por arreglar el problema de Pollo, desde luego, pero todo a su debido momento. Se pone la falda.
Se para delante del espejo, se recoge el pelo, despejando la cara, y lo sujeta con dos pequeños ganchos a ambos lados. Se contempla mientras el Zingaro felice sale del estéreo. _____ nota cuánto se parece a su madre. No, aunque se enterase de todo lo que ha organizado, Raffaella no la cambiaría nunca por Pallina, se parecen demasiado.
Es uno de esos raros casos en los que, incluso sin saberlo, todos están de acuerdo.
El sol se filtra alegre por la ventana de la cocina. _____ acaba de comerse sus galletas integrales y bebe la última gota de café con leche que ha dejado adrede en la taza. Daniela excava a conciencia. Su cucharita se agita nerviosa en la cajita de plástico de un pequeño flan, tratando de atrapar irritada el último trozo de chocolate que se esconde una de las grietas del fondo. Raffaella ha comprado casi todo lo que habían escrito en la lista. Claudio está feliz. Puede que a causa de algún horóscopo positivo pero lo más probable es que sea porque, finalmente, ha conseguido beberse el ansiado café. Ha ahorrado incluso sobre la cafetera grande.
—_____, hoy hace un día precioso. Hay un sol… y no creo que haga mucho frío.
He hablado ya con tu madre y estamos de acuerdo. Aunque te hayan puesto esa nota… ¡Hoy podéis ir en Vespa al colegio!
—Gracias, papá, sois muy buenos. Pero, sabes, he pensado mucho en lo que hablamos el otro día, y puede que tú también tengas razón. Ir por la mañana al colegio, juntos, Daniela, tú y yo se ha convertido ya en casi un rito, en un amuleto. Y, además, es un bonito momento: podemos hablar de todo, comenzar juntos el día; es mucho más agradable así, ¿no te parece?
Daniela no puede creer lo que oye.
—_____, perdona, vayamos en Vespa. Con papá podemos hablar siempre, podemos estar juntos por la noche mientras cenamos, el domingo por la mañana.
_____ le aprieta el brazo, quizá demasiado fuerte.
—Pero, no, Dani, es mejor así, en serio, vamos con él. —Se lo aprieta de nuevo—. Acuérdate, además, de lo que te dije ayer por la noche: no me encuentro muy bien. A partir de la semana que viene iremos en Vespa, para entonces hará más calor. —Este último apretón no deja lugar a dudas. Es un mensaje. Daniela es realmente una muchacha intuitiva, más o menos.
—Sí, papá, _____ tiene razón, vamos contigo.
Claudio bebe feliz el último sorbo de café. Es bonito tener dos hijas así. No sucede a menudo que uno se sienta tan querido.
—Está bien, chicas, en ese caso vamos, si no llegaremos tarde al colegio. —
Claudio va al garaje a coger el coche mientras _____ y Daniela se quedan esperándolo en el portal.
—¡Finalmente lo has entendido! ¿Acaso querías que te rompiera el brazo?
—Me lo podías haber dicho antes, ¿no?
—¿Y yo qué sabía que hoy nos dejarían ir en Vespa?
—Pero ¿por qué, no la quieres usar?
—Fácil, porque no está.
—¿No está la Vespa? ¿Y dónde está? ¿No saliste con ella ayer por la noche?
—Sí.
—¿Y entonces? ¿Te caíste también con la Vespa en el estiércol y la has tirado?
—No, la dejé en el invernadero, y cuando volvimos ya no estaba.
—¡No te creo!
—Créeme.
—¡No quiero creérmelo! Mi Vespa.
—Si es por eso, me la regalaron a mí.
—Sí, pero ¿quién la trucó? ¿Quién hizo cambiar el colector? El año que viene papá y mamá te comprarán el coche y la moto habría sido para mí. No me lo puedo creer.
Claudio frena delante de ellas. Baja la ventanilla eléctrica.
—_____, ¿se puede saber dónde está la Vespa? No está en el garaje.
Daniela cierra los ojos, ahora sí que no le queda más remedio que creérselo.
—Nada, papá, la he puesto detrás, en el patio. Te molesta mucho para maniobrar. Creo que es mejor dejarla fuera.
—¿Bromeas? Métela enseguida dentro. ¿Y si luego te la roban? Mira que tu madre y yo no tenemos ninguna intención de compraros otra. Métela enseguida, venga. Ten, aquí tienes las llaves.
Daniela sube detrás mientras _____ se aleja hacia el garaje fingiendo buscar la llave justa. Una vez en el patio, _____ se pone a pensar. ¿Y ahora qué hago? Tengo que encontrar la Vespa antes de esta noche. Si no, tendré que buscar otra solución.
Maldita Pallina, ella me metió en este lío y ella será la que me saque de él. _____ oye el ruido del Mercedes que llega hasta allí haciendo marcha atrás. Corre hacia el garaje.
Se inclina sobre la puerta metálica. Justo a tiempo. El Mercedes se asoma por la esquina y se para allí delante. _____ finge cerrar el garaje y se dirige sonriendo hacia el coche.
—Ya está, la he puesto en su sitio.
A pesar de que _____ se considera una actriz consumada, quizá sea conveniente encontrar la Vespa lo antes posible. Mientras sube al coche, nota que la observan.
Alza los ojos. Tiene razón.
El chico que vive en el segundo piso está asomado. Debe de haberlo visto todo.
Mejor dicho, en realidad no ha visto nada, precisamente por eso tiene ese aire de perplejidad. Ella le sonríe tratando de tranquilizarlo. Él le devuelve la sonrisa, pero es evidente que hay algo que no entiende.
El Mercedes se pone en marcha. _____ le devuelve las llaves a su padre y le sonríe.
—¿La has pegado bien contra la pared?
—Sí. Ahora es imposible que te moleste. —_____ se vuelve hacia Daniela. Está sentada con los brazos cruzados. Negra.
—Venga, Dani, ¡iremos al colegio en Vespa la semana que viene!
—Eso espero.
El Mercedes se detiene a la salida de la urbanización delante de la barra que empieza a alzarse lentamente. Claudio saluda al portero quien le hace una señal para que se pare un momento. Sale de su garita con un paquete en la mano.
—Buenos días, señor, perdone, han dejado este paquete para _____.
_____ lo coge curiosa. El Mercedes arranca dulcemente de nuevo mientras la ventanilla se cierra. Daniela se inclina hacia delante muerta de curiosidad. También Claudio mira de reojo para ver de qué se trata. _____ sonríe.
—¿Quién quiere un trozo? Es un cruasán de chocolate de Lazzareschi.
_____ parte el cruasán con las manos.
—¿Papá? —Claudio hace un gesto negativo con la cabeza.
—¿Dani?
—No, gracias. —Tal vez esperaba que en aquel paquete hubiera noticias de «su
Vespa».
—Mejor, así me lo como todo yo. No sabéis lo que os estáis perdiendo… — Pallina es realmente un encanto, siempre sabe cómo hacerse perdonar. Ahora solo le queda encontrar la Vespa antes de las ocho.
Un ruido insistente. El despertador.
Pallina lo apaga. Se desliza silenciosa fuera de la cama y se viste. Mira a _____.
Apenas se ha movido y duerme tranquila boca arriba. Pallina se acerca a la pequeña repisa de madera que hay colgada en la pared. U2, All Saints, Robbie Willliams,
Elisa, Tiziano Ferro, Cremonini, Madonna. Hace falta algo realmente especial. Ahí está. Controla el volumen y lo baja. Luego roza apenas el botón de PLAY. Settemila
caffè. Britti empieza a cantar dulcemente. El volumen es el adecuado. _____ abre los ojos. Se da la vuelta sobre el almohadón hasta quedar boca abajo. Pallina le sonríe.
—Hola.
_____ se vuelve hacia el otro lado. Su voz le llega un poco ahogada.
—¿Qué hora es?
—Las siete menos cinco.
Pallina se acerca a ella y le da un beso en la mejilla.
—¿Hacemos las paces?
—Como mínimo necesito un cruasán al chocolate de Lazzareschi.
—No hay tiempo, mi madre llegará dentro de nada y tengo que ir a hacerme el análisis.
—Entonces no hay paz que valga.
—Anoche fuiste muy valiente.
—He dicho que no quiero volver a oír hablar de eso.
Pallina alarga los brazos.
—Está bien, como quieras. Eh, ¿qué le digo a tu madre si me la encuentro al salir?
—Buenos días.
_____ le sonríe y tira hacia arriba de la sábana. Pallina coge la bolsa con los libros y se la echa al hombro. Está feliz, han hecho las paces. _____ es estupenda y, además, ahora es una camomila. Pallina cierra con cuidado la puerta, como un rayo, cruza de puntillas el pasillo. La puerta de casa todavía está cerrada con llave. Descorre el cerrojo y, justo cuando está a punto de salir, oye una voz a sus espaldas.
—¡Pallina!
Es Raffaella, con una bata rosa, la cara sin maquillar, ligeramente pálida y, sobre todo, estupefacta. Pallina decide seguir el consejo de _____ y con un «Buenos días, señora» desaparece por las escaleras. Sale del portal y llega hasta la verja. Su madre todavía no ha llegado. Se sienta en el muro a esperarla. Un tibio sol asciende frente a ella, el encargado de la gasolinera quita la cadena a los surtidores, algunos señores salen apresuradamente del quiosco que hay enfrente, llevando bajo el brazo el peso de noticias más o menos catastróficas.
A la luz del día, no le cabe ya la menor duda. No le gustaría que Raffaella fuera su madre, para nada, aunque sea mucho más puntual que la suya.
_____ entra en el baño. Se cruza con su cara en el espejo. No es de las mejores.
Hacer de camomila no favorece, por lo menos a ella. Abre el grifo del agua fría, la deja correr durante un rato, luego se lava enérgica la cara.
Daniela aparece detrás de ella.
—¡Cuéntamelo todo! ¿Cómo fue? ¿Cómo es el invernadero? ¿Es de verdad tan divertido como dicen? ¿Viste a alguna de nuestras amigas?
_____ abre el tubo de pasta de dientes, empieza a apretarlo por el fondo tratando de hacer desaparecer la huella del pulgar de Daniela que lo ha abollado justo en la mitad.
—Es una tontería. Un grupo de macarras que arriesga inútilmente la vida y de vez en cuando alguno de ellos llega incluso a perderla.
—Sí, pero ¿hay tanta gente? ¿Qué hacen? ¿Adónde se va después? ¿Has visto qué guays, las camomilas? Qué valor, ¿eh? ¡Yo no sería capaz de hacerlo!
—Yo lo he hecho…
—¿De verdad? ¿Has hecho de camomila? ¡Guau! Mi hermana es una camomila.
—Bueno, tampoco es para tanto, te lo aseguro, y, ahora, tengo que prepararme.
—¡Siempre haces lo mismo! Contigo una no se puede dar nunca el gusto. ¿De qué sirve tener una hermana mayor si luego nunca te cuenta nada? ¡De todas formas, Andrea y yo hemos decidido ir la semana que viene! ¡Y si tengo ganas, yo también haré la camomila! —Daniela sale resoplando del baño. _____ se ríe para sus adentros, acaba de lavarse los dientes y luego coge el cepillo. Es imposible. Daniela se ha vengado a distancia. Algunos pelos largos y negros yacen inmóviles y enredados entre las púas. _____ los coge con la mano y los arroja al váter. Luego tira de la cadena y empieza a peinarse.
Daniela vuelve a aparecer en la puerta.
—¿Dónde has puesto las Superga que te presté ayer por la noche?
—Las he tirado.
—¿Cómo que las has tirado? ¿Mis Superga nuevas…?
—Lo que has oído, las he tirado. Acabaron dentro de un montón de estiércol y estaban tan estropeadas que no me quedó más remedio que tirarlas. Además, si no lo hacía, Joe no me quería acompañar a casa.
—¿Has acabado en un montón de estiércol y después Joe te ha acompañado a casa? ¿Y cuándo has hecho de camomila?
—Antes.
—¿Detrás de Joe?
—No.
Daniela sigue descalza a _____ hasta su habitación.
—Pero bueno, _____, ¿me cuentas cómo ha ido?
—Oye, Dani, hagamos un pacto, si a partir de hoy limpias el cepillo después de haberte peinado con él, yo te lo cuento todo dentro de unos días, ¿vale?
Daniela resopla.
—De acuerdo.
Luego vuelve a su habitación. _____ se pone el uniforme. No le contará nunca nada, lo sabe ya. Puede que Daniela limpie el cepillo por unos días, eso es todo. Es superior a sus fuerzas.
Raffaella entra en la habitación de _____.
—¿Pallina ha dormido aquí?
—Sí, mamá.
—¿Dónde?
—En mi cama.
—Pero ¿cómo es posible? Cuando entré ayer en tu habitación para darte un beso estabas solo tú.
—Llegó más tarde. No podía quedarse en su casa porque su madre daba una
cena.
—¿Y dónde estuvo antes?
—No lo sé.
—_____, no quiero ser responsable también por ella. Piensa que si le hubiera pasado algo mientras que su madre creía que estaba en nuestra casa…
—Tienes razón, mamá.
—La próxima vez quiero saber antes si se queda a dormir con nosotros.
—Pero si yo te lo dije, antes de que te fueras a casa de los Pentesti, ¿no te acuerdas?
Raffaella se queda pensativa por un momento.
—No, no me acuerdo.
_____ le sonríe ingenuamente como diciendo «¿y yo qué puedo hacer?». En cualquier caso, sabe que es imposible que se acuerde. No se lo dijo.
—No me gustaría tener una hija como Pallina. Siempre está en la calle por la noche y a saber en qué líos se mete. No me gusta esa chica, acabará mal, ya lo verás.
—No hace nada malo, mamá, le gusta divertirse, pero te aseguro que es buena.
—Lo sé, pero yo te prefiero a ti.
Raffaella le sonríe y le hace una caricia bajo la barbilla, luego sale de la habitación. _____ sonríe. Sabe cómo tratarla. Es un período, sin embargo, en el que dice muchas mentiras. Se propone dejar de hacerlo. Pobre Pallina, incluso cuando no tiene nada que ver resulta culpable. Decide perdonarla. Todavía queda por arreglar el problema de Pollo, desde luego, pero todo a su debido momento. Se pone la falda.
Se para delante del espejo, se recoge el pelo, despejando la cara, y lo sujeta con dos pequeños ganchos a ambos lados. Se contempla mientras el Zingaro felice sale del estéreo. _____ nota cuánto se parece a su madre. No, aunque se enterase de todo lo que ha organizado, Raffaella no la cambiaría nunca por Pallina, se parecen demasiado.
Es uno de esos raros casos en los que, incluso sin saberlo, todos están de acuerdo.
El sol se filtra alegre por la ventana de la cocina. _____ acaba de comerse sus galletas integrales y bebe la última gota de café con leche que ha dejado adrede en la taza. Daniela excava a conciencia. Su cucharita se agita nerviosa en la cajita de plástico de un pequeño flan, tratando de atrapar irritada el último trozo de chocolate que se esconde una de las grietas del fondo. Raffaella ha comprado casi todo lo que habían escrito en la lista. Claudio está feliz. Puede que a causa de algún horóscopo positivo pero lo más probable es que sea porque, finalmente, ha conseguido beberse el ansiado café. Ha ahorrado incluso sobre la cafetera grande.
—_____, hoy hace un día precioso. Hay un sol… y no creo que haga mucho frío.
He hablado ya con tu madre y estamos de acuerdo. Aunque te hayan puesto esa nota… ¡Hoy podéis ir en Vespa al colegio!
—Gracias, papá, sois muy buenos. Pero, sabes, he pensado mucho en lo que hablamos el otro día, y puede que tú también tengas razón. Ir por la mañana al colegio, juntos, Daniela, tú y yo se ha convertido ya en casi un rito, en un amuleto. Y, además, es un bonito momento: podemos hablar de todo, comenzar juntos el día; es mucho más agradable así, ¿no te parece?
Daniela no puede creer lo que oye.
—_____, perdona, vayamos en Vespa. Con papá podemos hablar siempre, podemos estar juntos por la noche mientras cenamos, el domingo por la mañana.
_____ le aprieta el brazo, quizá demasiado fuerte.
—Pero, no, Dani, es mejor así, en serio, vamos con él. —Se lo aprieta de nuevo—. Acuérdate, además, de lo que te dije ayer por la noche: no me encuentro muy bien. A partir de la semana que viene iremos en Vespa, para entonces hará más calor. —Este último apretón no deja lugar a dudas. Es un mensaje. Daniela es realmente una muchacha intuitiva, más o menos.
—Sí, papá, _____ tiene razón, vamos contigo.
Claudio bebe feliz el último sorbo de café. Es bonito tener dos hijas así. No sucede a menudo que uno se sienta tan querido.
—Está bien, chicas, en ese caso vamos, si no llegaremos tarde al colegio. —
Claudio va al garaje a coger el coche mientras _____ y Daniela se quedan esperándolo en el portal.
—¡Finalmente lo has entendido! ¿Acaso querías que te rompiera el brazo?
—Me lo podías haber dicho antes, ¿no?
—¿Y yo qué sabía que hoy nos dejarían ir en Vespa?
—Pero ¿por qué, no la quieres usar?
—Fácil, porque no está.
—¿No está la Vespa? ¿Y dónde está? ¿No saliste con ella ayer por la noche?
—Sí.
—¿Y entonces? ¿Te caíste también con la Vespa en el estiércol y la has tirado?
—No, la dejé en el invernadero, y cuando volvimos ya no estaba.
—¡No te creo!
—Créeme.
—¡No quiero creérmelo! Mi Vespa.
—Si es por eso, me la regalaron a mí.
—Sí, pero ¿quién la trucó? ¿Quién hizo cambiar el colector? El año que viene papá y mamá te comprarán el coche y la moto habría sido para mí. No me lo puedo creer.
Claudio frena delante de ellas. Baja la ventanilla eléctrica.
—_____, ¿se puede saber dónde está la Vespa? No está en el garaje.
Daniela cierra los ojos, ahora sí que no le queda más remedio que creérselo.
—Nada, papá, la he puesto detrás, en el patio. Te molesta mucho para maniobrar. Creo que es mejor dejarla fuera.
—¿Bromeas? Métela enseguida dentro. ¿Y si luego te la roban? Mira que tu madre y yo no tenemos ninguna intención de compraros otra. Métela enseguida, venga. Ten, aquí tienes las llaves.
Daniela sube detrás mientras _____ se aleja hacia el garaje fingiendo buscar la llave justa. Una vez en el patio, _____ se pone a pensar. ¿Y ahora qué hago? Tengo que encontrar la Vespa antes de esta noche. Si no, tendré que buscar otra solución.
Maldita Pallina, ella me metió en este lío y ella será la que me saque de él. _____ oye el ruido del Mercedes que llega hasta allí haciendo marcha atrás. Corre hacia el garaje.
Se inclina sobre la puerta metálica. Justo a tiempo. El Mercedes se asoma por la esquina y se para allí delante. _____ finge cerrar el garaje y se dirige sonriendo hacia el coche.
—Ya está, la he puesto en su sitio.
A pesar de que _____ se considera una actriz consumada, quizá sea conveniente encontrar la Vespa lo antes posible. Mientras sube al coche, nota que la observan.
Alza los ojos. Tiene razón.
El chico que vive en el segundo piso está asomado. Debe de haberlo visto todo.
Mejor dicho, en realidad no ha visto nada, precisamente por eso tiene ese aire de perplejidad. Ella le sonríe tratando de tranquilizarlo. Él le devuelve la sonrisa, pero es evidente que hay algo que no entiende.
El Mercedes se pone en marcha. _____ le devuelve las llaves a su padre y le sonríe.
—¿La has pegado bien contra la pared?
—Sí. Ahora es imposible que te moleste. —_____ se vuelve hacia Daniela. Está sentada con los brazos cruzados. Negra.
—Venga, Dani, ¡iremos al colegio en Vespa la semana que viene!
—Eso espero.
El Mercedes se detiene a la salida de la urbanización delante de la barra que empieza a alzarse lentamente. Claudio saluda al portero quien le hace una señal para que se pare un momento. Sale de su garita con un paquete en la mano.
—Buenos días, señor, perdone, han dejado este paquete para _____.
_____ lo coge curiosa. El Mercedes arranca dulcemente de nuevo mientras la ventanilla se cierra. Daniela se inclina hacia delante muerta de curiosidad. También Claudio mira de reojo para ver de qué se trata. _____ sonríe.
—¿Quién quiere un trozo? Es un cruasán de chocolate de Lazzareschi.
_____ parte el cruasán con las manos.
—¿Papá? —Claudio hace un gesto negativo con la cabeza.
—¿Dani?
—No, gracias. —Tal vez esperaba que en aquel paquete hubiera noticias de «su
Vespa».
—Mejor, así me lo como todo yo. No sabéis lo que os estáis perdiendo… — Pallina es realmente un encanto, siempre sabe cómo hacerse perdonar. Ahora solo le queda encontrar la Vespa antes de las ocho.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 27
Las chicas charlan alegres a la entrada del colegio esperando que suene el timbre. _____ y Daniela bajan del coche y se despiden de su padre. El Mercedes se aleja en medio del tráfico de la plaza Euclide. Un grupo de chicas las rodea de inmediato.
—_____, ¿es verdad que anoche estuviste en el invernadero y que hiciste de camomila?
—¿Un policía te cogió por el pelo, Step lo tiró al suelo y los dos os escapasteis en su moto?
—¿Es verdad que murieron dos chicos? —Daniela escucha asombrada. La
Vespa no ha sido sacrificada en vano. Aquello sí que es gloria. _____ está estupefacta.
¿Cómo se pueden haber enterado ya de todo? Bueno, de casi todo. La historia del estiércol, afortunadamente, sigue siendo un secreto. El timbre la salva. Mientras sube las escaleras responde con vaguedad a algunas preguntas de sus amigas más simpáticas. Es un hecho. Aquel día es una celebridad. Daniela se despide de ella con afecto.
—¡Hasta luego, _____, nos vemos en el recreo!
Increíble. Desde que van juntas al colegio no se lo ha dicho nunca. Mira alejarse a su hermana rodeada de algunas amigas. Todas caminan a su lado haciéndole mil preguntas. También ella está disfrutando de su momento de fama. Es justo, en el fondo ha perdido sus Superga. Solo espera que no cuente lo del estiércol.
Un cura joven procedente de una parroquia cercana se sienta a la mesa del profesor. Es la primera hora, la de religión. La diversión preferida de todas las alumnas es meterlo en apuros con preguntas sobre el sexo y sobre las relaciones prematrimoniales. Le cuentan desinhibidas ejemplos precisos y hechos acaecidos a amigas tremendas y misteriosas que la mayoría de las veces resultan ser ellas mismas. Prácticamente, aquella hora de religión se ha transformado en una verdadera y auténtica hora de educación sexual, una materia en la que todas habrían sacado un completo aprobado.
El cura trata de eludir una pregunta bien precisa sobre su vida privada antes de hacer sus votos. Abre la Biblia interrumpiendo de ese modo el gran interés que se ha originado alrededor de sus improbables pecados. _____ hojea su cuaderno. Después tienen griego.
La Giacci pregunta. Está a punto de concluir el último trimestre antes de los exámenes de selectividad. Una vez que hayan salido los temas no habrá más interrogatorios. Controla los puntitos. Faltan solo tres para completar la vuelta.
Serían ellas las «afortunadas». _____ lee los nombres. Le toca de nuevo a Festa. Pobre.
Menuda semana. _____ se vuelve hacia ella. Está con las manos apoyadas en las mejillas y mira hacia delante. _____ la llama con un susurro. Silvia la oye.
—¿Qué pasa?
—Mira que hoy la Giacci te pregunta en griego.
—Ya lo sé. —Silvia esboza una sonrisa, a continuación coge de la espalda de la compañera que tiene delante el libro que ha apoyado sobre ella. Es el de gramática griega—. Estoy repasando. —_____ le sonríe. Para lo que le va a servir. Tal vez habría sido mejor atender en la clase de religión. De hecho, solo un milagro podrá salvarla.
Suena el timbre. El curita se aleja. Lleva con él una maletita de piel lisa y oscura y acompañan también sus últimas dudas. Su modo de andar es una sincera confesión.
Si de joven ha cometido algún pecado, ellas, las chicas en general, no habrán tenido seguramente nada que ver.
—¡Hola, _____!
—¡Pallina! ¿Cómo estás?
Pallina pone la bolsa con los libros sobre el pupitre de _____.
—¡Bien, con un litro menos de sangre!
—Es verdad. ¿Cómo ha ido el análisis?
Pallina se arremanga la camisa azul claro del uniforme enseñando su pálido brazo.
—¡Mira aquí! —Le indica una tirita con la punta ligeramente roja de sangre—. Esto no es nada. No sabes lo que le ha costado al médico encontrarme la vena. Dos horas. Me ha pinchado por todas partes y no paraba de darme pellizcos en el brazo, según él para encontrarme la vena. Yo creo que solo quería hacerme daño, me odia. Ese médico me ha odiado siempre. Luego se puso a hablar sin parar. Clásico, para que dejes de pensar en la jeringuilla. ¡Me dice que tengo unas venas reales, la sangre azul, que debo de ser una princesa! ¡Y luego zas! Me mete a traición la aguja en el brazo. Pero se la he hecho yo ver, a la princesa. Le he soltado un «Joder…».
—¡Pallina!
—Tú eres más amable. Mi madre me ha dado una bofetada en la boca… No sé quién me ha hecho más daño, si ella o el médico. Mira que los odio, cuando te asusta el dolor físico, solo quieres silencio a tu alrededor, pero esos no lo entienden. Imagínate que cuando salíamos se ha hecho el gracioso con mi madre. —Pallina remeda la voz—. «De algo puede estar segura, señora, con esas venas su hija difícilmente conseguirá drogarse.» Horrible, hace que a una le entren ganas de vomitar. La única cosa buena de todo esto es que luego mi madre me ha llevado a desayunar al Euclide. ¡Me he comido un buñuelo con nata que estaba para morirse! Por cierto, ¿te han entregado mi paquete?
—¡Sí, gracias!
—No, lo digo porque tu portero tiene la cara de uno que tiene que saber siempre lo que hay en el paquete que le dejas. Es peor que un aparato de rayos X…
Se ve que todavía estoy alterada por el análisis, ¿eh?
—Bastante.
—Entonces, ¿no se lo comió él, el cruasán de Lazzareschi?
—No —dice _____ sonriendo.
—¿Me has perdonado?
—Casi.
—¿Cómo que casi? ¿Qué pasa, te tenía que haber dejado dos?
—No, tienes que encontrar mi Vespa antes de las ocho.
—¿Tu Vespa? ¿Y cómo lo hago? A saber dónde ha acabado. ¿Quién la tiene? ¿Quién la ha cogido? ¿Qué puedo saber yo?
—¿Y yo qué sé? Tú sabes siempre todo. Estás bien introducida en el ambiente. Eres la «mujer» de Pollo. Una cosa está clara, cuando mi padre vuelva esta noche a las ocho la Vespa tiene que estar en el garaje…
—¡Lombardi! —La Giacci está en la puerta—. Vaya a su sitio, por favor.
—Sí, disculpe, maestra, estaba preguntando lo que habían hecho durante la hora de religión.
—Lo dudo… En cualquier caso, vaya a sentarse. —La Giacci llega hasta su mesa. Pallina coge la bolsa de los libros.
_____ la detiene.
—Tengo una idea. No es necesario encontrar mi Vespa, al menos no de inmediato.
Pallina sonríe.
—Menos mal. ¡Era imposible! Pero ¿qué vas a hacer? Cuando tu padre llegue y no la encuentre en el garaje, ¿qué le vas a decir?
—Mi padre encontrará la Vespa en el garaje.
—¿Y cómo?
—Fácil, meteremos la tuya.
—¿Mi Vespa?
—Claro, para mi padre son idénticas, no se dará nunca cuenta.
—Sí, pero yo cómo…
—¡Lombardi!
A Pallina no le da tiempo a contestar.
—Esa lección de religión debe de haber sido interesantísima. Venga aquí mientras tanto y enséñeme la justificación. —Pallina se echa la bolsa al hombro y lanza una última mirada a _____.
—Hablamos luego.
Pallina va hasta la mesa de la profesora. Saca el cuaderno y lo abre en la página de las justificaciones. La Giacci se lo quita de las manos. Lo lee y lo firma.
—Ah, bien, veo que le han hecho unos análisis. A usted lo que le tendrían que hacer es una transfusión de cultura. Nada de extracciones de sangre.
Catinelli, como buena empollona y pelota que es, ríe al oír aquella broma. Pero lo hace tan mal que hasta a la Giacci le molesta aquella fingida alegría.
—Ah, hay otra persona que debería enseñarme el cuaderno firmado. —La Giacci mira con ironía en dirección a _____—. ¿No es verdad, _____*?
_____ le lleva el cuaderno abierto por la comunicación firmada. La Giacci lo controla.
—Bueno, ¿qué ha dicho su madre?
—Me ha castigado. —No es verdad, pero no le importa concederle una victoria redonda.
De hecho, la Giacci pica el anzuelo.
—Ha hecho bien. —Luego, se dirige al resto de la clase—: Es importante que vuestros padres sepan valorar el trabajo que realizamos nosotros, los profesores, y que lo apoyen por completo. —Todas asienten—. Su madre, _____*, es una mujer muy comprensiva. Sabe perfectamente que lo que hago, lo hago solo por su bien.
Tenga. —Le entrega de nuevo el cuaderno. _____ vuelve a su sitio. Extraño modo de quererme, un dos en latín y una comunicación a mis padres. ¿Qué habría hecho si me odiara? La Giacci saca de su vieja bolsa de piel de gamuza los ejercicios de griego doblados por la mitad.
Se abren crujiendo insolentes sobre la mesa, difundiendo por la clase la mágica duda de haber alcanzado por lo menos el aprobado.
—Les anuncio que se ha producido una masacre. Espero por ustedes que no salga el griego en el examen de selectividad. —Todas están tranquilas. Saben ya la materia: latín. Fingen ignorarlo. En realidad, aquella podría haber sido muy bien una clase de actrices. Papeles dramáticos, a juzgar por el momento.
—Bartoli, tres. Simoni, tres. Mareschi, cuatro. —Una detrás de otra, las muchachas van hasta la mesa para retirar sus ejercicios con silenciosa resignación.
—Alessandri, cuatro. Bandini, cuatro. —Es una especie de procesión fúnebre.
Todas vuelven a sus asientos y abren de inmediato su ejercicio tratando de entender la razón de todos aquellos signos en rojo. Tarea completamente inútil, al igual que su fallido intento de traducción.
—Sbardelli, cuatro y medio. —Una muchacha se levanta haciendo el signo de la victoria. De hecho, para ella lo es. Estaba abonada al cuatro. Aquel medio punto de más es un auténtico récord.
—Carli, cinco. —Una muchacha pálida, con gafas gruesas y pelo grasiento, acostumbrada desde siempre al siete, palidece. Se levanta del pupitre y avanza con paso lento hacia la mesa de la profesora preguntándose dónde puede haberse equivocado. Un estremecimiento de alegría recorre el resto de los pupitres. Es una de las empollonas de la clase y jamás deja los deberes.
—¡Venga! —le susurra Pallina cuando aquella desgraciada pasa por su lado. La
Giacci le entrega el ejercicio a Carli. Parece lamentarlo sinceramente.
—¿Qué te ha pasado? ¿No te encontrabas bien? ¿O es que esta clase de analfabetas ha conseguido contagiarte también a ti?
La muchacha esboza una sonrisa. Y con un débil «Sí, no me encontraba demasiado bien», vuelve a su sitio. Algo es seguro. Ahora está realmente mal. Ella, la Carli. La misma de las traducciones imposibles, sacar un cinco. Abre el ejercicio. Lo relee rápidamente, enseguida encuentra el trágico error. Da un puñetazo en el pupitre. ¿Cómo ha podido confundirse? Se lleva las manos al pelo sinceramente desesperada. La felicidad de la clase alcanza cotas increíbles.
—Benucci, cinco y medio. Salvetti, seis. —Ya pasó. Las alumnas que todavía no han retirado sus ejercicios exhalan un suspiro. De ahora en adelante, el aprobado es seguro. La Giacci entrega los deberes en orden creciente, primero da las notas peores para, a continuación, ascender progresivamente hasta el aprobado y hasta unos cuantos sietes y ochos. Ahí se detiene. Nunca ha puesto una nota más alta. Incluso el ocho es un acontecimiento nada desdeñable.
—Marini, seis. Ricci, seis y medio. —Algunas chicas esperan tranquilas su nota, acostumbradas a encontrarse en la parte alta de la clasificación. Pero para Pallina eso es un auténtico milagro. Apenas se lo puede creer. ¿Ricci seis y medio? Eso quiere decir que le ha puesto al menos aquella nota, puede que incluso más. Se imagina volviendo a casa a comer y diciéndole a su madre: «Mamá, me han puesto un siete en griego.» Se desmayaría. La última vez que sacó un siete fue en historia, con Colón.
Cristóbal le gusta muchísimo, desde que vio una foto suya en un libro que lo retrataba con un pañuelo rojo al cuello. Un verdadero líder. Viajero, decidido, un hombre de pocas palabras. Y además, mal que bien, el primero en haber ido a América. Fue él el que puso de moda Estados Unidos. Pensándolo bien, entre él y Pollo hay un ligero parecido.
—_____*, siete. —Pallina sonríe contenta por su amiga.
—Venga, _____. —_____ se vuelve hacia ella y la saluda. Por una vez no tiene que lamentar haber sacado mejor nota que Pallina.
—Lombardi. —Pallina salta fuera del pupitre y se dirige con paso rápido hacia la mesa. Está eufórica. A esas alturas, tiene que haber sacado por lo menos un siete.
—Lombardi, cuatro. —Pallina se queda sin habla.
—Su ejercicio debe de haber acabado por error entre estos —se disculpa la Giacci sonriendo. Pallina lo recoge y regresa a su asiento. Por un momento, se lo había creído. Habría sido estupendo sacar un siete. Se sienta. La Giacci la mira sonriendo, luego se pone a leer de nuevo las notas de los últimos ejercicios. Lo ha hecho adrede, la muy cabrona. Pallina está segura. Los ojos se le anegan de lágrimas a causa de la rabia. Caramba, ¿cómo ha podido tragárselo? Siete en una traducción de griego, es imposible. Tendría que haberse imaginado que allí había gato encerrado. Oye un susurro a su derecha. Se vuelve. Es _____. Pallina intenta sonreír con escasos resultados. Luego sorbe por la nariz. _____ le enseña un pañuelo. Pallina asiente. _____ lo anuda y se lo tira. Pallina lo coge al vuelo. _____ se inclina hacia ella.
—¡Llorona! Tendrías que hacer la camomila. Después de eso, el resto te parece una tontería.
Pallina se echa a reír bien a gusto. La Giacci la mira enojada. Pallina levanta la mano para disculparse, luego se suena y, aprovechando que tiene el pañuelo delante de la cara levanta el dedo del medio. Algunas compañeras que hay a su lado la ven y se echan a reír divertidas.
La Giacci da un puñetazo a la mesa.
—¡Silencio! Ahora pasaré a las preguntas.
Abre la lista.
—Salvetti y Ricci.
Las dos alumnas van hasta su mesa, entregan los cuadernos y esperan en la pared listas para ser fusiladas a preguntas. La Giacci mira de nuevo la lista.
«Servanti.» Francesca Servanti se levanta de su pupitre aturdida. Ese día no le tocaba a ella. Tenía que preguntar a Salvetti, Ricci y Festa. Todas lo saben. Va en silencio hasta la mesa y entrega su cuaderno tratando de disimular su desesperación. En realidad, resulta bastante evidente. No se ha preparado mínimamente. La Giacci recoge los cuadernos y hace una pila con ellos, alineando sus bordes con ambas manos.
—Bien, con vosotras acabo la ronda de preguntas, luego espero poder dar por concluido el griego. Estudiaremos más latín. Bueno, os lo quería decir… Lo más probable es que sea esa la materia que salga…
Menudo descubrimiento, piensa para sus adentros la mayoría de la clase. Solo una de las alumnas sigue dándole vueltas a otra cosa. Silvia Festa. ¿Por qué la Giacci no la ha llamado? ¿Por qué no le ha preguntado a ella en lugar de a Servanti, como habría sido lo justo? ¿Es posible que la Giacci esté planeando algo para ella? Y eso que su situación no es de las mejores. Tiene dos cincos y no es realmente el caso de empeorarla. Por otra parte, la profesora no se puede haber equivocado. La Giacci no se equivoca nunca. Esa es una de las reglas de oro del Falconieri.
Silvia Festa necesita su tercera interrogación que, además, le corresponde.
Procurando que no la vean, trata de llamar la atención de _____.
—Lo siento, no sé qué decirte. Yo también creo que debería preguntarte a ti.
—¿Qué quieres decir? ¿Que la Giacci se ha equivocado?
—Puede. Pero ya sabes cómo es. Mejor no decírselo.
—Sí, pero si no se lo decimos no me admitirán en los exámenes.
_____ abre los brazos.
—No sé qué hacer.
Lo siente de veras. Empieza el interrogatorio. Silvia se agita nerviosa en su pupitre. No sabe cómo comportarse. Al final, se decide a intervenir. La Giacci la ve.
—Sí, Festa, ¿qué pasa?
—Disculpe, profesora. No quiero molestarla. Pero creo que a mí me falta la tercera interrogación. —Festa sonríe intentando que pase inobservado el hecho de que, de ese modo, la está acusando de haberse equivocado. La Giacci resopla.
—Veamos. —Coge dos cuadernos para comprobarlo. Casi parece que esté jugando a las batallas navales, solo que sobre la lista.
—Festa… Festa… Aquí está: le pregunté el dieciocho de marzo y, naturalmente, tiene una nota negativa. ¿Satisfecha? Es más —controla las otras notas—, no sé si será admitida a los exámenes.
Un triste «gracias» sale de la boca de Silvia. Prácticamente, la han hundido. La Giacci retoma su interrogatorio con aire altanero. _____ controla su cuaderno.
Dieciocho de marzo. De hecho, la fecha en la que interrogó a Servanti. No hay duda.
La Giacci se debe de haber equivocado. Pero ¿cómo puede probarlo? Es su palabra contra la de la profesora. Significaría otra comunicación. Pobre Festa, qué mala suerte. De este modo se juega realmente el año. Abre las hojas de las otras materias.
Dieciocho de marzo. Es un jueves. Controla también el resto de las lecciones. Qué extraño, aquel día a Festa no le preguntaron en las otras asignaturas. Puede que sea una casualidad, pero también es posible que no. Se inclina sobre el pupitre.
—Silvia.
—¿Qué pasa? —Festa parece destrozada. No es para menos, pobrecita.
—¿Me pasas tu cuaderno?
—¿Por qué?
—Quiero ver una cosa.
—¿El qué?
—Luego te lo digo… Pásamelo, venga.
Por un momento, una triste luz de esperanza se enciende en los ojos de Silvia.
Le pasa el cuaderno. _____ lo abre. Va hasta las últimas páginas. Silvia la mira esperanzada. _____ sonríe. Se gira hacia ella y le devuelve el cuaderno.
—¡Tienes suerte! —Silvia esboza una sonrisa. No parece muy convencida.
_____ levanta repentinamente la mano.
—Perdone, profesora…
La Giacci se vuelve hacia ella.
—¿Qué pasa, _____*? ¿A ti tampoco te he preguntado? ¡Hoy estáis realmente pesadas, eh, muchachas…! Venga, ¿qué pasa?
_____ se levanta. Permanece por un instante en silencio. Los ojos de la clase están clavados en ella. Sobre todo los de Silvia. _____ mira a Pallina. También ella, como las otras, espera curiosa. Le sonríe. En el fondo, es justo hacerlo. La Giacci ha puesto adrede el ejercicio de Pallina entre aquellos que habían recibido un siete.
—Le quería decir, profesora, que se ha equivocado.
Un murmullo general recorre la clase. Las alumnas se revuelven. _____ mantiene la calma.
La Giacci enrojece de rabia pero no pierde el control.
—¡Silencio! ¿Ah, sí, _____*, y se puede saber en qué?
—Usted no puede haberle preguntado a Silvia Festa el dieciocho de marzo.
—Cómo que no, está escrito aquí, en mi lista. ¿Lo quiere ver? Aquí está, dieciocho de marzo, un menos para Silvia Festa. Empiezo a pensar que a usted le gustan las comunicaciones.
—Esa nota es de Francesca Servanti. Se equivocó usted al escribirla y se la puso a Festa.
La Giacci parece explotar de rabia.
—¿Ah, sí? Bueno, ya sé que usted lo marca todo en su diario. Pero es su palabra contra la mía. Y si yo digo que ese día le pregunté a Festa, eso quiere decir que es así y basta.
—Yo, en cambio, le digo que no. Se ha equivocado usted. El dieciocho de marzo no puede haber interrogado a Silvia Festa.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque ese día Silvia Festa estaba ausente.
La Giacci palidece. Coge la lista general y empieza a hojearla hacia atrás, fuera de sí. Veinte, diecinueve, dieciocho de marzo. Controla frenética las ausencias. Benucci, Marini, ahí está. La Giacci se encoge en su silla. Apenas puede creer lo que ve. Festa. Ese apellido escrito por su propia mano, impreso con letras de fuego. Su vergüenza. Su error. Es suficiente. La Giacci mira a _____. Está destrozada. _____ se sienta lentamente. El resto de sus compañeras se vuelve a turnos hacia ella. Un susurro general se va alzando poco a poco en la clase.
—¡Bien hecho, _____, bien hecho! —_____ finge no oírlas. Pero aquel gradual murmullo llega a oídos de la Giacci; esas palabras se clavan en ella como terribles agujas de hielo, frías, punzantes, como el peso de aquella derrota. Hacer el ridículo de esa manera delante de la clase. Y, por si fuera poco, aquellas frases graves que apenas alcanza a pronunciar, que no hacen sino recalcar el error.
—Servanti vaya a su sitio. Venga, Festa. —_____ baja la mirada sobre el pupitre.
Se ha hecho justicia. Luego levanta la cara poco a poco. Mira a Pallina. Sus miradas se cruzan y mil palabras vuelan silenciosas entre aquellos dos pupitres. A partir de hoy la Giacci se puede equivocar. La legendaria regla de oro hecha añicos. Cae, resquebrajándose en mil pedazos como un frágil cristal que se ha deslizado de las manos de una criada joven e inexperta. Pero _____ no ve a ninguna patrona enojada.
Dondequiera que mire, solo ve los ojos felices de sus compañeras, orgullosas y divertidas por su valentía. Acto seguido mira más lejos. La Giacci no le quita ojo. Su mirada, carente de expresión, tiene la dureza de una piedra gris sobre la cual han esculpido con dificultad la palabra odio. Por un momento, _____ lamenta no haberse equivocado.
Las chicas charlan alegres a la entrada del colegio esperando que suene el timbre. _____ y Daniela bajan del coche y se despiden de su padre. El Mercedes se aleja en medio del tráfico de la plaza Euclide. Un grupo de chicas las rodea de inmediato.
—_____, ¿es verdad que anoche estuviste en el invernadero y que hiciste de camomila?
—¿Un policía te cogió por el pelo, Step lo tiró al suelo y los dos os escapasteis en su moto?
—¿Es verdad que murieron dos chicos? —Daniela escucha asombrada. La
Vespa no ha sido sacrificada en vano. Aquello sí que es gloria. _____ está estupefacta.
¿Cómo se pueden haber enterado ya de todo? Bueno, de casi todo. La historia del estiércol, afortunadamente, sigue siendo un secreto. El timbre la salva. Mientras sube las escaleras responde con vaguedad a algunas preguntas de sus amigas más simpáticas. Es un hecho. Aquel día es una celebridad. Daniela se despide de ella con afecto.
—¡Hasta luego, _____, nos vemos en el recreo!
Increíble. Desde que van juntas al colegio no se lo ha dicho nunca. Mira alejarse a su hermana rodeada de algunas amigas. Todas caminan a su lado haciéndole mil preguntas. También ella está disfrutando de su momento de fama. Es justo, en el fondo ha perdido sus Superga. Solo espera que no cuente lo del estiércol.
Un cura joven procedente de una parroquia cercana se sienta a la mesa del profesor. Es la primera hora, la de religión. La diversión preferida de todas las alumnas es meterlo en apuros con preguntas sobre el sexo y sobre las relaciones prematrimoniales. Le cuentan desinhibidas ejemplos precisos y hechos acaecidos a amigas tremendas y misteriosas que la mayoría de las veces resultan ser ellas mismas. Prácticamente, aquella hora de religión se ha transformado en una verdadera y auténtica hora de educación sexual, una materia en la que todas habrían sacado un completo aprobado.
El cura trata de eludir una pregunta bien precisa sobre su vida privada antes de hacer sus votos. Abre la Biblia interrumpiendo de ese modo el gran interés que se ha originado alrededor de sus improbables pecados. _____ hojea su cuaderno. Después tienen griego.
La Giacci pregunta. Está a punto de concluir el último trimestre antes de los exámenes de selectividad. Una vez que hayan salido los temas no habrá más interrogatorios. Controla los puntitos. Faltan solo tres para completar la vuelta.
Serían ellas las «afortunadas». _____ lee los nombres. Le toca de nuevo a Festa. Pobre.
Menuda semana. _____ se vuelve hacia ella. Está con las manos apoyadas en las mejillas y mira hacia delante. _____ la llama con un susurro. Silvia la oye.
—¿Qué pasa?
—Mira que hoy la Giacci te pregunta en griego.
—Ya lo sé. —Silvia esboza una sonrisa, a continuación coge de la espalda de la compañera que tiene delante el libro que ha apoyado sobre ella. Es el de gramática griega—. Estoy repasando. —_____ le sonríe. Para lo que le va a servir. Tal vez habría sido mejor atender en la clase de religión. De hecho, solo un milagro podrá salvarla.
Suena el timbre. El curita se aleja. Lleva con él una maletita de piel lisa y oscura y acompañan también sus últimas dudas. Su modo de andar es una sincera confesión.
Si de joven ha cometido algún pecado, ellas, las chicas en general, no habrán tenido seguramente nada que ver.
—¡Hola, _____!
—¡Pallina! ¿Cómo estás?
Pallina pone la bolsa con los libros sobre el pupitre de _____.
—¡Bien, con un litro menos de sangre!
—Es verdad. ¿Cómo ha ido el análisis?
Pallina se arremanga la camisa azul claro del uniforme enseñando su pálido brazo.
—¡Mira aquí! —Le indica una tirita con la punta ligeramente roja de sangre—. Esto no es nada. No sabes lo que le ha costado al médico encontrarme la vena. Dos horas. Me ha pinchado por todas partes y no paraba de darme pellizcos en el brazo, según él para encontrarme la vena. Yo creo que solo quería hacerme daño, me odia. Ese médico me ha odiado siempre. Luego se puso a hablar sin parar. Clásico, para que dejes de pensar en la jeringuilla. ¡Me dice que tengo unas venas reales, la sangre azul, que debo de ser una princesa! ¡Y luego zas! Me mete a traición la aguja en el brazo. Pero se la he hecho yo ver, a la princesa. Le he soltado un «Joder…».
—¡Pallina!
—Tú eres más amable. Mi madre me ha dado una bofetada en la boca… No sé quién me ha hecho más daño, si ella o el médico. Mira que los odio, cuando te asusta el dolor físico, solo quieres silencio a tu alrededor, pero esos no lo entienden. Imagínate que cuando salíamos se ha hecho el gracioso con mi madre. —Pallina remeda la voz—. «De algo puede estar segura, señora, con esas venas su hija difícilmente conseguirá drogarse.» Horrible, hace que a una le entren ganas de vomitar. La única cosa buena de todo esto es que luego mi madre me ha llevado a desayunar al Euclide. ¡Me he comido un buñuelo con nata que estaba para morirse! Por cierto, ¿te han entregado mi paquete?
—¡Sí, gracias!
—No, lo digo porque tu portero tiene la cara de uno que tiene que saber siempre lo que hay en el paquete que le dejas. Es peor que un aparato de rayos X…
Se ve que todavía estoy alterada por el análisis, ¿eh?
—Bastante.
—Entonces, ¿no se lo comió él, el cruasán de Lazzareschi?
—No —dice _____ sonriendo.
—¿Me has perdonado?
—Casi.
—¿Cómo que casi? ¿Qué pasa, te tenía que haber dejado dos?
—No, tienes que encontrar mi Vespa antes de las ocho.
—¿Tu Vespa? ¿Y cómo lo hago? A saber dónde ha acabado. ¿Quién la tiene? ¿Quién la ha cogido? ¿Qué puedo saber yo?
—¿Y yo qué sé? Tú sabes siempre todo. Estás bien introducida en el ambiente. Eres la «mujer» de Pollo. Una cosa está clara, cuando mi padre vuelva esta noche a las ocho la Vespa tiene que estar en el garaje…
—¡Lombardi! —La Giacci está en la puerta—. Vaya a su sitio, por favor.
—Sí, disculpe, maestra, estaba preguntando lo que habían hecho durante la hora de religión.
—Lo dudo… En cualquier caso, vaya a sentarse. —La Giacci llega hasta su mesa. Pallina coge la bolsa de los libros.
_____ la detiene.
—Tengo una idea. No es necesario encontrar mi Vespa, al menos no de inmediato.
Pallina sonríe.
—Menos mal. ¡Era imposible! Pero ¿qué vas a hacer? Cuando tu padre llegue y no la encuentre en el garaje, ¿qué le vas a decir?
—Mi padre encontrará la Vespa en el garaje.
—¿Y cómo?
—Fácil, meteremos la tuya.
—¿Mi Vespa?
—Claro, para mi padre son idénticas, no se dará nunca cuenta.
—Sí, pero yo cómo…
—¡Lombardi!
A Pallina no le da tiempo a contestar.
—Esa lección de religión debe de haber sido interesantísima. Venga aquí mientras tanto y enséñeme la justificación. —Pallina se echa la bolsa al hombro y lanza una última mirada a _____.
—Hablamos luego.
Pallina va hasta la mesa de la profesora. Saca el cuaderno y lo abre en la página de las justificaciones. La Giacci se lo quita de las manos. Lo lee y lo firma.
—Ah, bien, veo que le han hecho unos análisis. A usted lo que le tendrían que hacer es una transfusión de cultura. Nada de extracciones de sangre.
Catinelli, como buena empollona y pelota que es, ríe al oír aquella broma. Pero lo hace tan mal que hasta a la Giacci le molesta aquella fingida alegría.
—Ah, hay otra persona que debería enseñarme el cuaderno firmado. —La Giacci mira con ironía en dirección a _____—. ¿No es verdad, _____*?
_____ le lleva el cuaderno abierto por la comunicación firmada. La Giacci lo controla.
—Bueno, ¿qué ha dicho su madre?
—Me ha castigado. —No es verdad, pero no le importa concederle una victoria redonda.
De hecho, la Giacci pica el anzuelo.
—Ha hecho bien. —Luego, se dirige al resto de la clase—: Es importante que vuestros padres sepan valorar el trabajo que realizamos nosotros, los profesores, y que lo apoyen por completo. —Todas asienten—. Su madre, _____*, es una mujer muy comprensiva. Sabe perfectamente que lo que hago, lo hago solo por su bien.
Tenga. —Le entrega de nuevo el cuaderno. _____ vuelve a su sitio. Extraño modo de quererme, un dos en latín y una comunicación a mis padres. ¿Qué habría hecho si me odiara? La Giacci saca de su vieja bolsa de piel de gamuza los ejercicios de griego doblados por la mitad.
Se abren crujiendo insolentes sobre la mesa, difundiendo por la clase la mágica duda de haber alcanzado por lo menos el aprobado.
—Les anuncio que se ha producido una masacre. Espero por ustedes que no salga el griego en el examen de selectividad. —Todas están tranquilas. Saben ya la materia: latín. Fingen ignorarlo. En realidad, aquella podría haber sido muy bien una clase de actrices. Papeles dramáticos, a juzgar por el momento.
—Bartoli, tres. Simoni, tres. Mareschi, cuatro. —Una detrás de otra, las muchachas van hasta la mesa para retirar sus ejercicios con silenciosa resignación.
—Alessandri, cuatro. Bandini, cuatro. —Es una especie de procesión fúnebre.
Todas vuelven a sus asientos y abren de inmediato su ejercicio tratando de entender la razón de todos aquellos signos en rojo. Tarea completamente inútil, al igual que su fallido intento de traducción.
—Sbardelli, cuatro y medio. —Una muchacha se levanta haciendo el signo de la victoria. De hecho, para ella lo es. Estaba abonada al cuatro. Aquel medio punto de más es un auténtico récord.
—Carli, cinco. —Una muchacha pálida, con gafas gruesas y pelo grasiento, acostumbrada desde siempre al siete, palidece. Se levanta del pupitre y avanza con paso lento hacia la mesa de la profesora preguntándose dónde puede haberse equivocado. Un estremecimiento de alegría recorre el resto de los pupitres. Es una de las empollonas de la clase y jamás deja los deberes.
—¡Venga! —le susurra Pallina cuando aquella desgraciada pasa por su lado. La
Giacci le entrega el ejercicio a Carli. Parece lamentarlo sinceramente.
—¿Qué te ha pasado? ¿No te encontrabas bien? ¿O es que esta clase de analfabetas ha conseguido contagiarte también a ti?
La muchacha esboza una sonrisa. Y con un débil «Sí, no me encontraba demasiado bien», vuelve a su sitio. Algo es seguro. Ahora está realmente mal. Ella, la Carli. La misma de las traducciones imposibles, sacar un cinco. Abre el ejercicio. Lo relee rápidamente, enseguida encuentra el trágico error. Da un puñetazo en el pupitre. ¿Cómo ha podido confundirse? Se lleva las manos al pelo sinceramente desesperada. La felicidad de la clase alcanza cotas increíbles.
—Benucci, cinco y medio. Salvetti, seis. —Ya pasó. Las alumnas que todavía no han retirado sus ejercicios exhalan un suspiro. De ahora en adelante, el aprobado es seguro. La Giacci entrega los deberes en orden creciente, primero da las notas peores para, a continuación, ascender progresivamente hasta el aprobado y hasta unos cuantos sietes y ochos. Ahí se detiene. Nunca ha puesto una nota más alta. Incluso el ocho es un acontecimiento nada desdeñable.
—Marini, seis. Ricci, seis y medio. —Algunas chicas esperan tranquilas su nota, acostumbradas a encontrarse en la parte alta de la clasificación. Pero para Pallina eso es un auténtico milagro. Apenas se lo puede creer. ¿Ricci seis y medio? Eso quiere decir que le ha puesto al menos aquella nota, puede que incluso más. Se imagina volviendo a casa a comer y diciéndole a su madre: «Mamá, me han puesto un siete en griego.» Se desmayaría. La última vez que sacó un siete fue en historia, con Colón.
Cristóbal le gusta muchísimo, desde que vio una foto suya en un libro que lo retrataba con un pañuelo rojo al cuello. Un verdadero líder. Viajero, decidido, un hombre de pocas palabras. Y además, mal que bien, el primero en haber ido a América. Fue él el que puso de moda Estados Unidos. Pensándolo bien, entre él y Pollo hay un ligero parecido.
—_____*, siete. —Pallina sonríe contenta por su amiga.
—Venga, _____. —_____ se vuelve hacia ella y la saluda. Por una vez no tiene que lamentar haber sacado mejor nota que Pallina.
—Lombardi. —Pallina salta fuera del pupitre y se dirige con paso rápido hacia la mesa. Está eufórica. A esas alturas, tiene que haber sacado por lo menos un siete.
—Lombardi, cuatro. —Pallina se queda sin habla.
—Su ejercicio debe de haber acabado por error entre estos —se disculpa la Giacci sonriendo. Pallina lo recoge y regresa a su asiento. Por un momento, se lo había creído. Habría sido estupendo sacar un siete. Se sienta. La Giacci la mira sonriendo, luego se pone a leer de nuevo las notas de los últimos ejercicios. Lo ha hecho adrede, la muy cabrona. Pallina está segura. Los ojos se le anegan de lágrimas a causa de la rabia. Caramba, ¿cómo ha podido tragárselo? Siete en una traducción de griego, es imposible. Tendría que haberse imaginado que allí había gato encerrado. Oye un susurro a su derecha. Se vuelve. Es _____. Pallina intenta sonreír con escasos resultados. Luego sorbe por la nariz. _____ le enseña un pañuelo. Pallina asiente. _____ lo anuda y se lo tira. Pallina lo coge al vuelo. _____ se inclina hacia ella.
—¡Llorona! Tendrías que hacer la camomila. Después de eso, el resto te parece una tontería.
Pallina se echa a reír bien a gusto. La Giacci la mira enojada. Pallina levanta la mano para disculparse, luego se suena y, aprovechando que tiene el pañuelo delante de la cara levanta el dedo del medio. Algunas compañeras que hay a su lado la ven y se echan a reír divertidas.
La Giacci da un puñetazo a la mesa.
—¡Silencio! Ahora pasaré a las preguntas.
Abre la lista.
—Salvetti y Ricci.
Las dos alumnas van hasta su mesa, entregan los cuadernos y esperan en la pared listas para ser fusiladas a preguntas. La Giacci mira de nuevo la lista.
«Servanti.» Francesca Servanti se levanta de su pupitre aturdida. Ese día no le tocaba a ella. Tenía que preguntar a Salvetti, Ricci y Festa. Todas lo saben. Va en silencio hasta la mesa y entrega su cuaderno tratando de disimular su desesperación. En realidad, resulta bastante evidente. No se ha preparado mínimamente. La Giacci recoge los cuadernos y hace una pila con ellos, alineando sus bordes con ambas manos.
—Bien, con vosotras acabo la ronda de preguntas, luego espero poder dar por concluido el griego. Estudiaremos más latín. Bueno, os lo quería decir… Lo más probable es que sea esa la materia que salga…
Menudo descubrimiento, piensa para sus adentros la mayoría de la clase. Solo una de las alumnas sigue dándole vueltas a otra cosa. Silvia Festa. ¿Por qué la Giacci no la ha llamado? ¿Por qué no le ha preguntado a ella en lugar de a Servanti, como habría sido lo justo? ¿Es posible que la Giacci esté planeando algo para ella? Y eso que su situación no es de las mejores. Tiene dos cincos y no es realmente el caso de empeorarla. Por otra parte, la profesora no se puede haber equivocado. La Giacci no se equivoca nunca. Esa es una de las reglas de oro del Falconieri.
Silvia Festa necesita su tercera interrogación que, además, le corresponde.
Procurando que no la vean, trata de llamar la atención de _____.
—Lo siento, no sé qué decirte. Yo también creo que debería preguntarte a ti.
—¿Qué quieres decir? ¿Que la Giacci se ha equivocado?
—Puede. Pero ya sabes cómo es. Mejor no decírselo.
—Sí, pero si no se lo decimos no me admitirán en los exámenes.
_____ abre los brazos.
—No sé qué hacer.
Lo siente de veras. Empieza el interrogatorio. Silvia se agita nerviosa en su pupitre. No sabe cómo comportarse. Al final, se decide a intervenir. La Giacci la ve.
—Sí, Festa, ¿qué pasa?
—Disculpe, profesora. No quiero molestarla. Pero creo que a mí me falta la tercera interrogación. —Festa sonríe intentando que pase inobservado el hecho de que, de ese modo, la está acusando de haberse equivocado. La Giacci resopla.
—Veamos. —Coge dos cuadernos para comprobarlo. Casi parece que esté jugando a las batallas navales, solo que sobre la lista.
—Festa… Festa… Aquí está: le pregunté el dieciocho de marzo y, naturalmente, tiene una nota negativa. ¿Satisfecha? Es más —controla las otras notas—, no sé si será admitida a los exámenes.
Un triste «gracias» sale de la boca de Silvia. Prácticamente, la han hundido. La Giacci retoma su interrogatorio con aire altanero. _____ controla su cuaderno.
Dieciocho de marzo. De hecho, la fecha en la que interrogó a Servanti. No hay duda.
La Giacci se debe de haber equivocado. Pero ¿cómo puede probarlo? Es su palabra contra la de la profesora. Significaría otra comunicación. Pobre Festa, qué mala suerte. De este modo se juega realmente el año. Abre las hojas de las otras materias.
Dieciocho de marzo. Es un jueves. Controla también el resto de las lecciones. Qué extraño, aquel día a Festa no le preguntaron en las otras asignaturas. Puede que sea una casualidad, pero también es posible que no. Se inclina sobre el pupitre.
—Silvia.
—¿Qué pasa? —Festa parece destrozada. No es para menos, pobrecita.
—¿Me pasas tu cuaderno?
—¿Por qué?
—Quiero ver una cosa.
—¿El qué?
—Luego te lo digo… Pásamelo, venga.
Por un momento, una triste luz de esperanza se enciende en los ojos de Silvia.
Le pasa el cuaderno. _____ lo abre. Va hasta las últimas páginas. Silvia la mira esperanzada. _____ sonríe. Se gira hacia ella y le devuelve el cuaderno.
—¡Tienes suerte! —Silvia esboza una sonrisa. No parece muy convencida.
_____ levanta repentinamente la mano.
—Perdone, profesora…
La Giacci se vuelve hacia ella.
—¿Qué pasa, _____*? ¿A ti tampoco te he preguntado? ¡Hoy estáis realmente pesadas, eh, muchachas…! Venga, ¿qué pasa?
_____ se levanta. Permanece por un instante en silencio. Los ojos de la clase están clavados en ella. Sobre todo los de Silvia. _____ mira a Pallina. También ella, como las otras, espera curiosa. Le sonríe. En el fondo, es justo hacerlo. La Giacci ha puesto adrede el ejercicio de Pallina entre aquellos que habían recibido un siete.
—Le quería decir, profesora, que se ha equivocado.
Un murmullo general recorre la clase. Las alumnas se revuelven. _____ mantiene la calma.
La Giacci enrojece de rabia pero no pierde el control.
—¡Silencio! ¿Ah, sí, _____*, y se puede saber en qué?
—Usted no puede haberle preguntado a Silvia Festa el dieciocho de marzo.
—Cómo que no, está escrito aquí, en mi lista. ¿Lo quiere ver? Aquí está, dieciocho de marzo, un menos para Silvia Festa. Empiezo a pensar que a usted le gustan las comunicaciones.
—Esa nota es de Francesca Servanti. Se equivocó usted al escribirla y se la puso a Festa.
La Giacci parece explotar de rabia.
—¿Ah, sí? Bueno, ya sé que usted lo marca todo en su diario. Pero es su palabra contra la mía. Y si yo digo que ese día le pregunté a Festa, eso quiere decir que es así y basta.
—Yo, en cambio, le digo que no. Se ha equivocado usted. El dieciocho de marzo no puede haber interrogado a Silvia Festa.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque ese día Silvia Festa estaba ausente.
La Giacci palidece. Coge la lista general y empieza a hojearla hacia atrás, fuera de sí. Veinte, diecinueve, dieciocho de marzo. Controla frenética las ausencias. Benucci, Marini, ahí está. La Giacci se encoge en su silla. Apenas puede creer lo que ve. Festa. Ese apellido escrito por su propia mano, impreso con letras de fuego. Su vergüenza. Su error. Es suficiente. La Giacci mira a _____. Está destrozada. _____ se sienta lentamente. El resto de sus compañeras se vuelve a turnos hacia ella. Un susurro general se va alzando poco a poco en la clase.
—¡Bien hecho, _____, bien hecho! —_____ finge no oírlas. Pero aquel gradual murmullo llega a oídos de la Giacci; esas palabras se clavan en ella como terribles agujas de hielo, frías, punzantes, como el peso de aquella derrota. Hacer el ridículo de esa manera delante de la clase. Y, por si fuera poco, aquellas frases graves que apenas alcanza a pronunciar, que no hacen sino recalcar el error.
—Servanti vaya a su sitio. Venga, Festa. —_____ baja la mirada sobre el pupitre.
Se ha hecho justicia. Luego levanta la cara poco a poco. Mira a Pallina. Sus miradas se cruzan y mil palabras vuelan silenciosas entre aquellos dos pupitres. A partir de hoy la Giacci se puede equivocar. La legendaria regla de oro hecha añicos. Cae, resquebrajándose en mil pedazos como un frágil cristal que se ha deslizado de las manos de una criada joven e inexperta. Pero _____ no ve a ninguna patrona enojada.
Dondequiera que mire, solo ve los ojos felices de sus compañeras, orgullosas y divertidas por su valentía. Acto seguido mira más lejos. La Giacci no le quita ojo. Su mirada, carente de expresión, tiene la dureza de una piedra gris sobre la cual han esculpido con dificultad la palabra odio. Por un momento, _____ lamenta no haberse equivocado.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 28
Mediodía. Joe, vestido con un suéter y un par de pantalones cortos, entra en la cocina para desayunar.
—Buenos días, Maria.
—Buenos días. —Maria deja de inmediato de lavar los platos. Sabe que a Joe le molesta el ruido recién levantado. Joe saca del fuego la cafetera y el cacito de la leche y se sienta en la mesa justo en el momento en que empieza a sonar el timbre.
Parece enloquecido. Joe se lleva la mano a la frente.
—Pero quién co…
Maria corre hacia la puerta con pasitos veloces.
—¿Quién es?
—¡Soy Pollo! ¿Me abre, por favor?
Maria, recordando el día anterior, se vuelve hacia Joe con aire interrogativo. Joe asiente con la cabeza. Maria abre la puerta. Pollo entra corriendo. Se detiene delante de Joe, mientras este se sirve un café.
—¡Oh, Joe, no sabes qué mito! ¡Fabuloso, guay!
Joe enarca las cejas.
—¿Me has traído los sándwiches?
—No, no te los traigo más, visto que no los sabes apreciar. Mira. —Le enseña Il Messagero.
—El periódico lo tengo ya —levanta de la mesa La Reppublica—, me lo ha traído Maria. Por cierto, ni siquiera la has saludado.
Pollo se vuelve hacia ella impaciente.
—Buenos días, Maria. —Acto seguido, abre el periódico y lo pone sobre la mesa—. ¿Has visto? ¡Mira qué loto tan impresionante! Un mito… Sales en el periódico…
Joe pone la mano sobre la página de las noticias de Roma. Es cierto. Ahí está.
En la moto, con _____ detrás, haciendo el caballito delante de los fotógrafos.
Perfectamente reconocibles: menos mal que los han fotografiado por delante. La matrícula no se ve; de no ser así, estarían metidos en un buen lío. Todo un artículo.
Las carreras, los nombres de algunos detenidos, la sorpresa de la policía, la descripción de su huida.
—¿Has leído? ¡Eres un mito, Joe! ¡Ahora eres famoso! Coño, ojalá hubieran escrito sobre mí un artículo así.
Joe le sonríe.
—Tú no sabes hacer el caballito como yo. La verdad es que es una bonita foto.
¿Has visto lo bien que ha salido _____?
Pollo asiente a su pesar. _____ no es lo que se dice su ideal de mujer. Joe levanta el periódico con las dos manos y contempla extasiado la fotografía.
—¡Desde luego, no se puede negar que mi moto es preciosa! —exclama mientras se pregunta si _____ habrá visto ya aquella foto. Seguro que no—. Pollo, me tienes que acompañar a un sitio. Ten, bebe un poco de café mientras me ducho. — Joe se marcha. Pollo ocupa su asiento. Mira la foto. Empieza a releer el artículo.
Coge la taza y se la lleva a la boca. ¡Qué asco! Es cierto: Joe toma el café sin azúcar.
La voz de su amigo le llega desde la ducha, atenuada por el ruido del agua.
—¿A qué hora cierran las tiendas? —Pollo echa la tercera cucharita de azúcar en el café. Después mira el reloj.
—En menos de una hora.
—Coño, tenemos que darnos prisa. —Pollo prueba el café. Ahora sí que está bueno. Se enciende un cigarrillo. Joe aparece en la puerta. Lleva puesto un albornoz y se frota enérgicamente el pelo con una toalla pequeña. Se acerca a Pollo y mira de nuevo la foto.
—¿Qué efecto hace ser el amigo de un mito?
—Bah, no exageres.
Joe le coge la taza de las manos y bebe un sorbo de café.
—¡Qué porquería! ¿Cómo puedes bebértelo tan dulce? ¡Es terrible! ¡Ahora entiendo por qué estás tan gordo! ¿Cuántas cucharitas has echado?
—Yo no estoy gordo. Solo lo parezco.
—Oh, Pollo, ahora que tienes novia tienes que volver al gimnasio, fumar menos, hacer dieta. ¡Mira que si no esa te deja! Las mujeres son tremendas, te abandonas un poco y estás acabado. Ahora, además, después de esta foto, como mínimo tendrás que salir también tú en el periódico.
—Mira que yo ya he salido en el periódico, y antes que tú, además. Con los irreductibles. Tengo un primer plano de miedo con una banda en la frente y los brazos en alto, como un auténtico «jefe de la curva».
—No entiendes nada, el hincha ya no está de moda. Lo que va hoy es el matón, el gamberro… Lo ves, de hecho han escrito el artículo sobre mí. ¿Crees que puedo pedir algo de dinero al Messagero? Abuso de imagen, ¿no? —Joe va a vestirse. Pollo acaba de beberse el café. Luego se levanta y se pasa la mano por la barriga. Joe tiene razón. A partir del lunes volverá al gimnasio. A saber por qué la gente dejará todo para los lunes.
Pollo está en la avenida Angelico, sentado sobre su moto parada y apoyada sobre el soporte lateral. Joe monta al vuelo detrás de él.
—Vamos ya… Ve despacio, Pollo, que lo he puesto entre los dos.
—¿Cuánto te ha costado?
—Veintidós euros.
—Caramba. ¿Adónde tenemos que ir ahora?
—A la plaza Jacini.
—¿Para qué?
—_____ vive allí.
—¡Vaya! ¿Y no la habías visto nunca?
—Jamás.
—Qué extraña es la vida, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Bueno, primero no la ves nunca y luego empiezas a toparte con ella todos los días.
—Sí, extraña.
—Aún más extraña si después de empezar a verla todos los días le haces incluso regalitos.
Joe da una palmada fuerte en el cuello desnudo de Pollo.
—¡Ay!
—¿Has acabado? Pareces uno de esos taxistas coñazos que no dejan de hablar mientras te llevan a un sitio y te hacen un montón de preguntas. Solo te falta la radio emitiendo graznidos para ser idéntico.
Pollo se pone a conducir alegremente e imita la radio de los taxistas.
—Csss plaza Jacini para Pollo 40, plaza Jacini para Pollo 40. —Joe le da otra palmada. Luego empieza a abofetearlo con la palma de la mano abierta en la cara, en las mejillas, en la frente. Pollo sigue imitando la radio del taxi a grito pelado.
—Plaza Jacini a Pollo 40, plaza Jacini a Pollo 40.
Sin dejar de reírse y gritar, avanzan en zigzag en medio del tráfico obligando a frenar a los coches con los que se van cruzando. Se aproximan a un verdadero taxi.
Pollo chilla dentro de la ventanilla: «Plaza Jacini a Pollo 40.» El taxista se sobresalta pero no dice nada. La moto se aleja. El taxista alza la mano señalándolos y sacudiendo la cabeza. Se entiende perfectamente que su ídolo, como mucho, puede ser Sordi, De Niro no, desde luego. Joe y Pollo pasan junto a una policía. Casi llegan a rozarla, sonriéndole, tocándole el borde de la falda. Pollo le saca incluso la lengua.
Ella ni siquiera hace ademán de anotar la matrícula. ¿Qué podría escribir sobre la multa? El código de la circulación no castiga los intentos de ligue, aunque sean tan groseros como aquellos.
—¡Plaza Jacini a Pollo 40, hemos llegado! —La moto de Pollo frena con estruendo delante de la barra del edificio de _____.
Joe saluda al portero, quien le devuelve el saludo y lo deja pasar. La moto sube por la pendiente. El portero mira a aquellos dos energúmenos ligeramente perplejo.
Pollo se vuelve hacia Joe.
—Por lo visto ya has estado aquí, el portero te ha reconocido.
—Nunca. Los porteros son todos iguales, basta con que los saludes para que te dejen pasar. Párate y espera aquí. —Joe baja de la moto.
Pollo da gas y la apaga.
—Date prisa, la cosa esa del pago sigue en marcha…
—El taxímetro.
—Vale, comoquiera que se llame. Muévete. Si no me voy.
Joe encuentra el nombre en el telefonillo y llama.
—¿Quién es?
—Tengo que entregar un paquete para _____.
—Primer piso.
Joe sube. Una criada gorda lo espera en la puerta.
—Buenos días, tenga, he de dejar esto para _____. Tenga cuidado, que se estropea. —Una voz llega hasta ellos desde el final del pasillo.
—¿Quién es, Rina?
—Un chico que trae una cosa para _____. —Raffaella se acerca mirando al muchacho que hay en la puerta. Ancho de hombros, pelo corto, esa sonrisa. Lo ha visto antes, pero no recuerda dónde.
—Buenos días, señora. ¿Cómo está? He traído esto para _____, es una tontería. ¿Se lo puede dar cuando vuelva del colegio?
Raffaella sigue sonriendo. Luego, de golpe, cae en la cuenta. Deja de sonreír.
—Tú eres el que golpeó al señor Accado. Eres Joseph Jonas.
Joe se queda sorprendido.
—No sabía que fuera tan famoso.
—De hecho no lo eres. Eres solo un sinvergüenza. ¿Tus padres saben lo que ha pasado?
—¿Por qué, qué es lo que ha pasado?
—Te han denunciado.
—Oh, no importa. Estoy acostumbrado. —Sonríe—. Y, además, soy huérfano.
Raffaella se siente embarazada por un momento. No sabe si creérselo o no.
Hace bien.
—Bueno, en cualquier caso, no quiero que vayas detrás de mi hija.
—A decir verdad, es ella la que viene siempre detrás de mí. Pero no importa, a mí no me molesta. Se lo ruego, no le riña, no se lo merece, yo la entiendo.
—Yo no. —Raffaella lo mira de arriba abajo tratando de hacerle sentirse cohibido. No lo consigue. Joe sonríe.
—No sé por qué, pero nunca les gusto a las madres. Bueno, perdone, señora, pero ahora tengo que marcharme. Me está esperando un taxi. Me estoy gastando un dineral. —Joe baja por las escaleras, cuando salta los últimos escalones oye el portazo. Cuánto se parece a _____, esa señora. Tienen los mismos ojos, la misma forma de la cara. Pero _____ es más guapa. Espera que no tenga tan mala leche. Recuerda la última vez que se vieron. No, también se parecen en eso. Le entran ganas de volverla a ver. Pollo toca con insistencia el claxon.
—Eh, ¿te quieres mover? ¿Qué coño haces, te has quedado alelado?
Joe sube detrás de él.
—¿Es posible que incluso como taxista seas una porquería?
—Cierra el pico. Hace una hora que te espero. ¿Qué estabas haciendo?
—He hablado con su madre. —Joe tiene un presentimiento. Levanta la cabeza.
De hecho, justo lo que se imaginaba. Raffaella está allí, asomada a la ventana. Da un salto hacia atrás tratando de apartarse de ella. Demasiado tarde. Joe la ha visto. Lesonríe saludándola. Raffaella cierra con fuerza la ventana mientras la moto desaparece tras la curva. Pollo se detiene delante de la barra. Joe saluda al portero.
Es mejor contar con algún amigo en aquella casa.
—¿Has hablado con su madre? ¿Y qué te ha dicho?
—Nada, hemos mantenido una pequeña conversación. En realidad me adora.
—Ten cuidado, Joe.
—¿De qué?
—¡De todo! Esta es la clásica historia que acaba mal.
—¿Por qué?
—Tú llevando regalos… hablando con su madre. No lo has hecho nunca. ¿Te gusta tanto esa _____?
—No está mal.
—¿Y Madda?
—Y qué tendrá que ver Madda. Esa es otra historia.
—¡Vaya! ¿Vas a salir con _____?
—¡Pollo…!
—¿Qué pasa?
—¿Te has enterado de que ayer mataron a uno cerca de tu casa?
—Pero ¿qué dices? No sé nada. ¿Qué pasó?
—Le cortaron la garganta. —Joe mete al vuelo el brazo alrededor del cuello de
Pollo y aprieta.
»Era taxista y hacía demasiadas preguntas.
Pollo trata de liberarse. En vano. Entonces intenta hacerse el gracioso y remeda una vez más el graznido de la radio.
—Pollo 40, mensaje recibido. Csss. Pollo 40, mensaje recibido. —Pero ya no lo hace tan bien como antes. Ahora apenas le sale un hilo de voz.
Mediodía. Joe, vestido con un suéter y un par de pantalones cortos, entra en la cocina para desayunar.
—Buenos días, Maria.
—Buenos días. —Maria deja de inmediato de lavar los platos. Sabe que a Joe le molesta el ruido recién levantado. Joe saca del fuego la cafetera y el cacito de la leche y se sienta en la mesa justo en el momento en que empieza a sonar el timbre.
Parece enloquecido. Joe se lleva la mano a la frente.
—Pero quién co…
Maria corre hacia la puerta con pasitos veloces.
—¿Quién es?
—¡Soy Pollo! ¿Me abre, por favor?
Maria, recordando el día anterior, se vuelve hacia Joe con aire interrogativo. Joe asiente con la cabeza. Maria abre la puerta. Pollo entra corriendo. Se detiene delante de Joe, mientras este se sirve un café.
—¡Oh, Joe, no sabes qué mito! ¡Fabuloso, guay!
Joe enarca las cejas.
—¿Me has traído los sándwiches?
—No, no te los traigo más, visto que no los sabes apreciar. Mira. —Le enseña Il Messagero.
—El periódico lo tengo ya —levanta de la mesa La Reppublica—, me lo ha traído Maria. Por cierto, ni siquiera la has saludado.
Pollo se vuelve hacia ella impaciente.
—Buenos días, Maria. —Acto seguido, abre el periódico y lo pone sobre la mesa—. ¿Has visto? ¡Mira qué loto tan impresionante! Un mito… Sales en el periódico…
Joe pone la mano sobre la página de las noticias de Roma. Es cierto. Ahí está.
En la moto, con _____ detrás, haciendo el caballito delante de los fotógrafos.
Perfectamente reconocibles: menos mal que los han fotografiado por delante. La matrícula no se ve; de no ser así, estarían metidos en un buen lío. Todo un artículo.
Las carreras, los nombres de algunos detenidos, la sorpresa de la policía, la descripción de su huida.
—¿Has leído? ¡Eres un mito, Joe! ¡Ahora eres famoso! Coño, ojalá hubieran escrito sobre mí un artículo así.
Joe le sonríe.
—Tú no sabes hacer el caballito como yo. La verdad es que es una bonita foto.
¿Has visto lo bien que ha salido _____?
Pollo asiente a su pesar. _____ no es lo que se dice su ideal de mujer. Joe levanta el periódico con las dos manos y contempla extasiado la fotografía.
—¡Desde luego, no se puede negar que mi moto es preciosa! —exclama mientras se pregunta si _____ habrá visto ya aquella foto. Seguro que no—. Pollo, me tienes que acompañar a un sitio. Ten, bebe un poco de café mientras me ducho. — Joe se marcha. Pollo ocupa su asiento. Mira la foto. Empieza a releer el artículo.
Coge la taza y se la lleva a la boca. ¡Qué asco! Es cierto: Joe toma el café sin azúcar.
La voz de su amigo le llega desde la ducha, atenuada por el ruido del agua.
—¿A qué hora cierran las tiendas? —Pollo echa la tercera cucharita de azúcar en el café. Después mira el reloj.
—En menos de una hora.
—Coño, tenemos que darnos prisa. —Pollo prueba el café. Ahora sí que está bueno. Se enciende un cigarrillo. Joe aparece en la puerta. Lleva puesto un albornoz y se frota enérgicamente el pelo con una toalla pequeña. Se acerca a Pollo y mira de nuevo la foto.
—¿Qué efecto hace ser el amigo de un mito?
—Bah, no exageres.
Joe le coge la taza de las manos y bebe un sorbo de café.
—¡Qué porquería! ¿Cómo puedes bebértelo tan dulce? ¡Es terrible! ¡Ahora entiendo por qué estás tan gordo! ¿Cuántas cucharitas has echado?
—Yo no estoy gordo. Solo lo parezco.
—Oh, Pollo, ahora que tienes novia tienes que volver al gimnasio, fumar menos, hacer dieta. ¡Mira que si no esa te deja! Las mujeres son tremendas, te abandonas un poco y estás acabado. Ahora, además, después de esta foto, como mínimo tendrás que salir también tú en el periódico.
—Mira que yo ya he salido en el periódico, y antes que tú, además. Con los irreductibles. Tengo un primer plano de miedo con una banda en la frente y los brazos en alto, como un auténtico «jefe de la curva».
—No entiendes nada, el hincha ya no está de moda. Lo que va hoy es el matón, el gamberro… Lo ves, de hecho han escrito el artículo sobre mí. ¿Crees que puedo pedir algo de dinero al Messagero? Abuso de imagen, ¿no? —Joe va a vestirse. Pollo acaba de beberse el café. Luego se levanta y se pasa la mano por la barriga. Joe tiene razón. A partir del lunes volverá al gimnasio. A saber por qué la gente dejará todo para los lunes.
Pollo está en la avenida Angelico, sentado sobre su moto parada y apoyada sobre el soporte lateral. Joe monta al vuelo detrás de él.
—Vamos ya… Ve despacio, Pollo, que lo he puesto entre los dos.
—¿Cuánto te ha costado?
—Veintidós euros.
—Caramba. ¿Adónde tenemos que ir ahora?
—A la plaza Jacini.
—¿Para qué?
—_____ vive allí.
—¡Vaya! ¿Y no la habías visto nunca?
—Jamás.
—Qué extraña es la vida, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Bueno, primero no la ves nunca y luego empiezas a toparte con ella todos los días.
—Sí, extraña.
—Aún más extraña si después de empezar a verla todos los días le haces incluso regalitos.
Joe da una palmada fuerte en el cuello desnudo de Pollo.
—¡Ay!
—¿Has acabado? Pareces uno de esos taxistas coñazos que no dejan de hablar mientras te llevan a un sitio y te hacen un montón de preguntas. Solo te falta la radio emitiendo graznidos para ser idéntico.
Pollo se pone a conducir alegremente e imita la radio de los taxistas.
—Csss plaza Jacini para Pollo 40, plaza Jacini para Pollo 40. —Joe le da otra palmada. Luego empieza a abofetearlo con la palma de la mano abierta en la cara, en las mejillas, en la frente. Pollo sigue imitando la radio del taxi a grito pelado.
—Plaza Jacini a Pollo 40, plaza Jacini a Pollo 40.
Sin dejar de reírse y gritar, avanzan en zigzag en medio del tráfico obligando a frenar a los coches con los que se van cruzando. Se aproximan a un verdadero taxi.
Pollo chilla dentro de la ventanilla: «Plaza Jacini a Pollo 40.» El taxista se sobresalta pero no dice nada. La moto se aleja. El taxista alza la mano señalándolos y sacudiendo la cabeza. Se entiende perfectamente que su ídolo, como mucho, puede ser Sordi, De Niro no, desde luego. Joe y Pollo pasan junto a una policía. Casi llegan a rozarla, sonriéndole, tocándole el borde de la falda. Pollo le saca incluso la lengua.
Ella ni siquiera hace ademán de anotar la matrícula. ¿Qué podría escribir sobre la multa? El código de la circulación no castiga los intentos de ligue, aunque sean tan groseros como aquellos.
—¡Plaza Jacini a Pollo 40, hemos llegado! —La moto de Pollo frena con estruendo delante de la barra del edificio de _____.
Joe saluda al portero, quien le devuelve el saludo y lo deja pasar. La moto sube por la pendiente. El portero mira a aquellos dos energúmenos ligeramente perplejo.
Pollo se vuelve hacia Joe.
—Por lo visto ya has estado aquí, el portero te ha reconocido.
—Nunca. Los porteros son todos iguales, basta con que los saludes para que te dejen pasar. Párate y espera aquí. —Joe baja de la moto.
Pollo da gas y la apaga.
—Date prisa, la cosa esa del pago sigue en marcha…
—El taxímetro.
—Vale, comoquiera que se llame. Muévete. Si no me voy.
Joe encuentra el nombre en el telefonillo y llama.
—¿Quién es?
—Tengo que entregar un paquete para _____.
—Primer piso.
Joe sube. Una criada gorda lo espera en la puerta.
—Buenos días, tenga, he de dejar esto para _____. Tenga cuidado, que se estropea. —Una voz llega hasta ellos desde el final del pasillo.
—¿Quién es, Rina?
—Un chico que trae una cosa para _____. —Raffaella se acerca mirando al muchacho que hay en la puerta. Ancho de hombros, pelo corto, esa sonrisa. Lo ha visto antes, pero no recuerda dónde.
—Buenos días, señora. ¿Cómo está? He traído esto para _____, es una tontería. ¿Se lo puede dar cuando vuelva del colegio?
Raffaella sigue sonriendo. Luego, de golpe, cae en la cuenta. Deja de sonreír.
—Tú eres el que golpeó al señor Accado. Eres Joseph Jonas.
Joe se queda sorprendido.
—No sabía que fuera tan famoso.
—De hecho no lo eres. Eres solo un sinvergüenza. ¿Tus padres saben lo que ha pasado?
—¿Por qué, qué es lo que ha pasado?
—Te han denunciado.
—Oh, no importa. Estoy acostumbrado. —Sonríe—. Y, además, soy huérfano.
Raffaella se siente embarazada por un momento. No sabe si creérselo o no.
Hace bien.
—Bueno, en cualquier caso, no quiero que vayas detrás de mi hija.
—A decir verdad, es ella la que viene siempre detrás de mí. Pero no importa, a mí no me molesta. Se lo ruego, no le riña, no se lo merece, yo la entiendo.
—Yo no. —Raffaella lo mira de arriba abajo tratando de hacerle sentirse cohibido. No lo consigue. Joe sonríe.
—No sé por qué, pero nunca les gusto a las madres. Bueno, perdone, señora, pero ahora tengo que marcharme. Me está esperando un taxi. Me estoy gastando un dineral. —Joe baja por las escaleras, cuando salta los últimos escalones oye el portazo. Cuánto se parece a _____, esa señora. Tienen los mismos ojos, la misma forma de la cara. Pero _____ es más guapa. Espera que no tenga tan mala leche. Recuerda la última vez que se vieron. No, también se parecen en eso. Le entran ganas de volverla a ver. Pollo toca con insistencia el claxon.
—Eh, ¿te quieres mover? ¿Qué coño haces, te has quedado alelado?
Joe sube detrás de él.
—¿Es posible que incluso como taxista seas una porquería?
—Cierra el pico. Hace una hora que te espero. ¿Qué estabas haciendo?
—He hablado con su madre. —Joe tiene un presentimiento. Levanta la cabeza.
De hecho, justo lo que se imaginaba. Raffaella está allí, asomada a la ventana. Da un salto hacia atrás tratando de apartarse de ella. Demasiado tarde. Joe la ha visto. Lesonríe saludándola. Raffaella cierra con fuerza la ventana mientras la moto desaparece tras la curva. Pollo se detiene delante de la barra. Joe saluda al portero.
Es mejor contar con algún amigo en aquella casa.
—¿Has hablado con su madre? ¿Y qué te ha dicho?
—Nada, hemos mantenido una pequeña conversación. En realidad me adora.
—Ten cuidado, Joe.
—¿De qué?
—¡De todo! Esta es la clásica historia que acaba mal.
—¿Por qué?
—Tú llevando regalos… hablando con su madre. No lo has hecho nunca. ¿Te gusta tanto esa _____?
—No está mal.
—¿Y Madda?
—Y qué tendrá que ver Madda. Esa es otra historia.
—¡Vaya! ¿Vas a salir con _____?
—¡Pollo…!
—¿Qué pasa?
—¿Te has enterado de que ayer mataron a uno cerca de tu casa?
—Pero ¿qué dices? No sé nada. ¿Qué pasó?
—Le cortaron la garganta. —Joe mete al vuelo el brazo alrededor del cuello de
Pollo y aprieta.
»Era taxista y hacía demasiadas preguntas.
Pollo trata de liberarse. En vano. Entonces intenta hacerse el gracioso y remeda una vez más el graznido de la radio.
—Pollo 40, mensaje recibido. Csss. Pollo 40, mensaje recibido. —Pero ya no lo hace tan bien como antes. Ahora apenas le sale un hilo de voz.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
hahahaha.. xD
Sorry por tardar en pasarme... Síguela porrfis!! :)
Sorry por tardar en pasarme... Síguela porrfis!! :)
TeenageDreamJB❤
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
jajaj joe hablo con la madre de la rayis!!
jajajaj
siguela-!!!!!
jajajaj
siguela-!!!!!
jamileth
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Capítulo 29
Qué cara tan dura, ese muchacho. Raffaella abre aquel extraño tubo. Un póster.
Reconoce a Joseph sobre una moto con la rueda levantada. Pero la que va detrás es su hija. Es _____. ¿Quién habrá hecho esa foto? Está un poco desgranada. Parece la foto de un periódico. Sobre el lado izquierdo, en lo alto, han escrito algo a mano con un rotulador: «¡Pareja mítica!» Lo más probable es que lo haya hecho ese tipo. En cambio, abajo, a la derecha, hay una frase impresa: «La foto de los fugitivos.» ¿Qué querrá decir?
—Señora, su marido al teléfono.
—¿Sí, Claudio?
—¡Raffaella! —Parece alteradísimo—. ¿Has visto la foto de Il Messagero de hoy? En las noticias de Roma está la foto de _____…
—No, no lo he visto. Voy a comprarlo enseguida.
—¿Sí? ¿Raffaella? —Su mujer le ha colgado ya. Claudio mira el mudo auricular.
Su mujer no le deja nunca acabar las frases. Raffaella baja corriendo hasta el quiosco que hay debajo de su casa. Coge Il Messagero y lo paga. Lo abre sin ni siquiera esperar la vuelta. Lo que quiere decir que está realmente alterada. Va directamente a las noticias de Roma. Ahí está. La misma foto. Lee el titular: «Los piratas de la carretera.» Su hija. La redada, la policía municipal, la persecución. Las detenciones de la policía. ¿Qué tendrá que ver _____ con toda esa historia? Las líneas empiezan a bailarle ante los ojos. Cree que se va a desmayar. Respira profundamente. Poco a poco se va recuperando. Poco importa ya que le den las vueltas. El vendedor de periódicos, al ver la palidez de su rostro, se inquieta.
—¿Se siente mal, señora _____*? ¿Malas noticias?
Raffaella se vuelve hacia él sacudiendo la cabeza.
—No, no, no es nada.
Sale del quiosco. Por otra parte, ¿qué habría podido decirle? ¿Qué iba a decirles ahora a sus amigas? ¿A los vecinos? ¿A los Accado? ¿Al mundo?
«No es nada, no os preocupéis. Mi hija es uno de los piratas de la carretera.» Iba a ser duro esperar hasta la salida del colegio.
La voz del interfono es cálida y sensual, justo como la del cuerpo al que pertenece.
—Señor Jonas, su padre por la uno.
—Gracias, señorita. —Kevin aprieta el botón—. ¿Sí, papá?
—¿Has visto Il Messagero?
—Sí, tengo la foto aquí delante.
—¿Has leído el artículo?
—Sí.
—¿Qué piensas?
—Bueno, no hay mucho que pensar. Creo que antes o después acabará mal.
—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué podemos hacer?
—No creo que haya mucho que hacer.
—¿Puedes hablar con él cuando vuelvas a casa?
—Sí, lo haré. Aunque no creo que sirva de mucho. Pero si eso te hace feliz, lo haré.
—Gracias, Kevin.
Su padre cuelga el teléfono. Feliz. ¿Qué puede hacerme feliz? Desde luego no un artículo como aquel sobre mi hijo. Coge el periódico. Mira la foto. Dios mío, qué guapo es, igual que su madre. Una leve sonrisa se dibuja sobre su cara cansada, incapaz de borrar aquel viejo sufrimiento. Por un momento, es sincero consigo mismo.
—Sí. Yo sé lo que me podría hacer feliz de nuevo.
La secretaria de Kevin entra en el despacho con algunas hojas.
—Estas son para firmar, señor.
Las pone sobre el escritorio y se queda allí esperando. Kevin coge la pluma de oro del bolsillo de su chaqueta. Se la ha regalado Manuela, su novia. Pero, en ese momento, advierte el perfume de la secretaria. Es provocativo. Todo en ella lo parece. Kevin escribe su nombre al final de cada folio. Tiene en la mano la pluma de Manuela, pero piensa en su secretaria. En su perfume, en sus caderas inocentes que rozan delicadamente su espalda. ¿O acaso no es así? Puede que, a fin de cuentas, no sean tan inocentes… La idea de aquella proximidad deseada empieza a excitarlo.
—Señor, ¿este del periódico no es su hermano?
Kevin firma sobre el último folio.
—Sí, es él.
La secretaria mira todavía por un instante la foto.
—¿Y esa que va detrás es su novia?
—No lo sé. Es posible.
—Su hermano resulta mucho mejor en persona.
Kevin mira salir a la secretaria. Su modo de andar y lo que acaba de decir no deja lugar a dudas. Es una mujer y como tal, piensa, es astuta. Lo ha rozado adrede, está seguro. Al menos tanto cuanto lo está de que, gracias a la estratagema que se le ha ocurrido, el señor Forte se ahorrará varios miles de euros. Mira el periódico. Por un momento se imagina que es él el que va sobre la moto y levanta la rueda con su secretaria detrás. Ella se aferra a él, sus piernas contra las suyas, sus brazos alrededor de su cintura. Sería estupendo. Cierra Il Messagero. Kevin tiene terror a las motos.
¿Saldrá alguna vez alguna foto suya en el periódico? Por descontado, no lo inmortalizarán mientras hace el caballito. Como mucho, algo que tenga que ver con el mundo de las finanzas. Inesperadamente, tiene un mal presentimiento. Ve una foto suya titulada: «Arrestado el asesor fiscal del conocido financiero.» Coge de nuevo el dossier del señor Forte. Tal vez sea mejor controlar de nuevo que todo esté en orden.
A la salida del colegio, Pallina baja los escalones saltando al lado de _____.
—¡Es genial! Menudo ridículo le has hecho hacer a la Giacci.
—Lo siento…
—¿Lo sientes? Le está bien merecido a esa vieja asquerosa… En serio, ¿crees de verdad que se equivocó al meter ahí mi ejercicio? Esa lo hizo adrede. Me odia porque estoy siempre contenta, porque tengo siempre ganas de bromear mientras que ella…
Madre mía, menudo muermo.
—Ya lo sé, pero lo siento de todos modos. Y, además, ¿has notado cómo me mira? Ahora me odia, hará todo lo posible para que vaya mal.
Pallina le da una palmadita en el hombro.
—Imagínate, no te puede hacer nada. Con lo buena que eres, por mucho que te haga, llegar a los exámenes será un paseo para ti. Si yo tuviera tu media, ¿sabes la que organizaría…? —Pallina saca de la bolsa la cajetilla de Camel. Coge un cigarrillo y se lo mete en la boca. Mira dentro del paquete. Faltan tres para llegar al que está invertido, al del deseo.
—Eh, pero ¿no habías dicho que dejabas de fumar?
—Sí, lo dije. Lo dejo el lunes.
—¿Pero no era el lunes pasado?
—De hecho. El lunes lo dejé, pero volví a empezar ayer.
_____ sacude la cabeza. Luego ve el coche de su madre aparcado al otro lado de la calle.
—¿Qué haces, Pallina, vienes con nosotras?
—No, espero a Pollo, dijo que vendría a recogerme. Tal vez venga con Joe. ¿Por qué no te quedas tú también? Venga, dile a tu madre que vienes a comer a mi casa.
_____ no ha vuelto a pensar en Joe durante toda la mañana. Han sucedido demasiadas cosas. ¿Cómo se despidieron la noche anterior? Incoherente. Eso le dijo. Qué tontería. Ella no es una incoherente.
—Gracias, Pallina. Voy a casa y, además, ya te he dicho que no quiero ver a Joe; no insistas demasiado con esa historia o acabaremos por reñir.
—Como quieras. Entonces a las cinco en el Parnaso… —_____ prueba a replicarle, pero Pallina es más rápida que ella.
—Sí, con mi Vespa. —_____ le sonríe y se aleja. ¿Por qué es tan arrogante?, piensa Pallina. Asunto suyo. Puede que sea una especie de táctica. Bueno, en cualquier caso, es demasiado simpática. Y, además, es una capaz de poner en su sitio a la Giacci como se debe. Es hora de difundir la noticia. Pallina se acerca a un grupito de chicas más pequeñas. Son de segundo.
—¿Os habéis enterado del ridículo que ha hecho la Giacci?
—No, ¿qué ha pasado?
—Estaba a punto suspender a Silvia Festa, una de mi clase. Pero luego resultó que se había equivocado y le había puesto la nota de otra.
—¿Lo juras?
—Sí, menos mal que _____ se dio cuenta.
—¿Quién, _____*?
—Justo ella.
Una muchacha se le acerca con Il Messagero en la mano.
—Oye, Pallina, ¿esta no es _____?
Pallina le arranca el periódico de las manos. Lee deprisa el artículo. Mira a _____.
A esas alturas está ya a punto de llegar al coche de su madre. Prueba a llamarla. Grita con fuerza pero el ruido del tráfico cubre su voz. Demasiado tarde.
_____ levanta el asiento para entrar detrás en el coche.
—Hola, mamá. —Se inclina hacia delante para besarla. Una bofetada le da de lleno en la cara—. ¡Ay! —_____ cae sobre el asiento posterior. Se acaricia la mejilla dolorida, sin entender.
También Daniela entra en el coche.
—¡Eh, habéis visto qué estupendo! _____ ha salido en el periódico…
Mira a su alrededor. Ese silencio. La cara de Raffaella. La mano de _____ que se acaricia la mejilla dolorida. Lo entiende al vuelo.
—Olvidadlo. —Mientras esperan a Giovanna que, como siempre, se retrasa,
Raffaella se pone a gritar como una loca. _____ trata de explicarle toda la historia.
Daniela testimonia a su favor. Raffaella se pone aún más nerviosa. Pallina se convierte en la acusada principal. Pero no se la puede perseguir, está al otro lado de la frontera.
Finalmente llega Giovanna y con el acostumbrado «Disculpad» sube detrás. El coche arranca. Hacen todo el trayecto en silencio. Giovanna piensa que aquella se ha convertido ya en una situación insostenible. No es posible que estén siempre tan nerviosas.
—Bueno, perdonad, pero hoy no he llegado tan tarde, ¿no? —Daniela suelta una carcajada. _____ se controla un poco pero no tarda mucho en soltar también el trapo. Hasta Raffaella acaba por echarse a reír.
Giovanna, naturalmente, no entiende nada, es más, se ofende. Piensa que no solo son unas exageradas sino incluso unas arrogantes por tomarle el pelo de aquel modo. Se lo dirá a su madre. «A partir de mañana», decide Giovanna, «o me viene a recoger ella o vuelvo a casa en autobús.»
Al menos toda aquella historia ha servido para algo: ya no tendrán que esperar más a Giovanna.
Qué cara tan dura, ese muchacho. Raffaella abre aquel extraño tubo. Un póster.
Reconoce a Joseph sobre una moto con la rueda levantada. Pero la que va detrás es su hija. Es _____. ¿Quién habrá hecho esa foto? Está un poco desgranada. Parece la foto de un periódico. Sobre el lado izquierdo, en lo alto, han escrito algo a mano con un rotulador: «¡Pareja mítica!» Lo más probable es que lo haya hecho ese tipo. En cambio, abajo, a la derecha, hay una frase impresa: «La foto de los fugitivos.» ¿Qué querrá decir?
—Señora, su marido al teléfono.
—¿Sí, Claudio?
—¡Raffaella! —Parece alteradísimo—. ¿Has visto la foto de Il Messagero de hoy? En las noticias de Roma está la foto de _____…
—No, no lo he visto. Voy a comprarlo enseguida.
—¿Sí? ¿Raffaella? —Su mujer le ha colgado ya. Claudio mira el mudo auricular.
Su mujer no le deja nunca acabar las frases. Raffaella baja corriendo hasta el quiosco que hay debajo de su casa. Coge Il Messagero y lo paga. Lo abre sin ni siquiera esperar la vuelta. Lo que quiere decir que está realmente alterada. Va directamente a las noticias de Roma. Ahí está. La misma foto. Lee el titular: «Los piratas de la carretera.» Su hija. La redada, la policía municipal, la persecución. Las detenciones de la policía. ¿Qué tendrá que ver _____ con toda esa historia? Las líneas empiezan a bailarle ante los ojos. Cree que se va a desmayar. Respira profundamente. Poco a poco se va recuperando. Poco importa ya que le den las vueltas. El vendedor de periódicos, al ver la palidez de su rostro, se inquieta.
—¿Se siente mal, señora _____*? ¿Malas noticias?
Raffaella se vuelve hacia él sacudiendo la cabeza.
—No, no, no es nada.
Sale del quiosco. Por otra parte, ¿qué habría podido decirle? ¿Qué iba a decirles ahora a sus amigas? ¿A los vecinos? ¿A los Accado? ¿Al mundo?
«No es nada, no os preocupéis. Mi hija es uno de los piratas de la carretera.» Iba a ser duro esperar hasta la salida del colegio.
La voz del interfono es cálida y sensual, justo como la del cuerpo al que pertenece.
—Señor Jonas, su padre por la uno.
—Gracias, señorita. —Kevin aprieta el botón—. ¿Sí, papá?
—¿Has visto Il Messagero?
—Sí, tengo la foto aquí delante.
—¿Has leído el artículo?
—Sí.
—¿Qué piensas?
—Bueno, no hay mucho que pensar. Creo que antes o después acabará mal.
—Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué podemos hacer?
—No creo que haya mucho que hacer.
—¿Puedes hablar con él cuando vuelvas a casa?
—Sí, lo haré. Aunque no creo que sirva de mucho. Pero si eso te hace feliz, lo haré.
—Gracias, Kevin.
Su padre cuelga el teléfono. Feliz. ¿Qué puede hacerme feliz? Desde luego no un artículo como aquel sobre mi hijo. Coge el periódico. Mira la foto. Dios mío, qué guapo es, igual que su madre. Una leve sonrisa se dibuja sobre su cara cansada, incapaz de borrar aquel viejo sufrimiento. Por un momento, es sincero consigo mismo.
—Sí. Yo sé lo que me podría hacer feliz de nuevo.
La secretaria de Kevin entra en el despacho con algunas hojas.
—Estas son para firmar, señor.
Las pone sobre el escritorio y se queda allí esperando. Kevin coge la pluma de oro del bolsillo de su chaqueta. Se la ha regalado Manuela, su novia. Pero, en ese momento, advierte el perfume de la secretaria. Es provocativo. Todo en ella lo parece. Kevin escribe su nombre al final de cada folio. Tiene en la mano la pluma de Manuela, pero piensa en su secretaria. En su perfume, en sus caderas inocentes que rozan delicadamente su espalda. ¿O acaso no es así? Puede que, a fin de cuentas, no sean tan inocentes… La idea de aquella proximidad deseada empieza a excitarlo.
—Señor, ¿este del periódico no es su hermano?
Kevin firma sobre el último folio.
—Sí, es él.
La secretaria mira todavía por un instante la foto.
—¿Y esa que va detrás es su novia?
—No lo sé. Es posible.
—Su hermano resulta mucho mejor en persona.
Kevin mira salir a la secretaria. Su modo de andar y lo que acaba de decir no deja lugar a dudas. Es una mujer y como tal, piensa, es astuta. Lo ha rozado adrede, está seguro. Al menos tanto cuanto lo está de que, gracias a la estratagema que se le ha ocurrido, el señor Forte se ahorrará varios miles de euros. Mira el periódico. Por un momento se imagina que es él el que va sobre la moto y levanta la rueda con su secretaria detrás. Ella se aferra a él, sus piernas contra las suyas, sus brazos alrededor de su cintura. Sería estupendo. Cierra Il Messagero. Kevin tiene terror a las motos.
¿Saldrá alguna vez alguna foto suya en el periódico? Por descontado, no lo inmortalizarán mientras hace el caballito. Como mucho, algo que tenga que ver con el mundo de las finanzas. Inesperadamente, tiene un mal presentimiento. Ve una foto suya titulada: «Arrestado el asesor fiscal del conocido financiero.» Coge de nuevo el dossier del señor Forte. Tal vez sea mejor controlar de nuevo que todo esté en orden.
A la salida del colegio, Pallina baja los escalones saltando al lado de _____.
—¡Es genial! Menudo ridículo le has hecho hacer a la Giacci.
—Lo siento…
—¿Lo sientes? Le está bien merecido a esa vieja asquerosa… En serio, ¿crees de verdad que se equivocó al meter ahí mi ejercicio? Esa lo hizo adrede. Me odia porque estoy siempre contenta, porque tengo siempre ganas de bromear mientras que ella…
Madre mía, menudo muermo.
—Ya lo sé, pero lo siento de todos modos. Y, además, ¿has notado cómo me mira? Ahora me odia, hará todo lo posible para que vaya mal.
Pallina le da una palmadita en el hombro.
—Imagínate, no te puede hacer nada. Con lo buena que eres, por mucho que te haga, llegar a los exámenes será un paseo para ti. Si yo tuviera tu media, ¿sabes la que organizaría…? —Pallina saca de la bolsa la cajetilla de Camel. Coge un cigarrillo y se lo mete en la boca. Mira dentro del paquete. Faltan tres para llegar al que está invertido, al del deseo.
—Eh, pero ¿no habías dicho que dejabas de fumar?
—Sí, lo dije. Lo dejo el lunes.
—¿Pero no era el lunes pasado?
—De hecho. El lunes lo dejé, pero volví a empezar ayer.
_____ sacude la cabeza. Luego ve el coche de su madre aparcado al otro lado de la calle.
—¿Qué haces, Pallina, vienes con nosotras?
—No, espero a Pollo, dijo que vendría a recogerme. Tal vez venga con Joe. ¿Por qué no te quedas tú también? Venga, dile a tu madre que vienes a comer a mi casa.
_____ no ha vuelto a pensar en Joe durante toda la mañana. Han sucedido demasiadas cosas. ¿Cómo se despidieron la noche anterior? Incoherente. Eso le dijo. Qué tontería. Ella no es una incoherente.
—Gracias, Pallina. Voy a casa y, además, ya te he dicho que no quiero ver a Joe; no insistas demasiado con esa historia o acabaremos por reñir.
—Como quieras. Entonces a las cinco en el Parnaso… —_____ prueba a replicarle, pero Pallina es más rápida que ella.
—Sí, con mi Vespa. —_____ le sonríe y se aleja. ¿Por qué es tan arrogante?, piensa Pallina. Asunto suyo. Puede que sea una especie de táctica. Bueno, en cualquier caso, es demasiado simpática. Y, además, es una capaz de poner en su sitio a la Giacci como se debe. Es hora de difundir la noticia. Pallina se acerca a un grupito de chicas más pequeñas. Son de segundo.
—¿Os habéis enterado del ridículo que ha hecho la Giacci?
—No, ¿qué ha pasado?
—Estaba a punto suspender a Silvia Festa, una de mi clase. Pero luego resultó que se había equivocado y le había puesto la nota de otra.
—¿Lo juras?
—Sí, menos mal que _____ se dio cuenta.
—¿Quién, _____*?
—Justo ella.
Una muchacha se le acerca con Il Messagero en la mano.
—Oye, Pallina, ¿esta no es _____?
Pallina le arranca el periódico de las manos. Lee deprisa el artículo. Mira a _____.
A esas alturas está ya a punto de llegar al coche de su madre. Prueba a llamarla. Grita con fuerza pero el ruido del tráfico cubre su voz. Demasiado tarde.
_____ levanta el asiento para entrar detrás en el coche.
—Hola, mamá. —Se inclina hacia delante para besarla. Una bofetada le da de lleno en la cara—. ¡Ay! —_____ cae sobre el asiento posterior. Se acaricia la mejilla dolorida, sin entender.
También Daniela entra en el coche.
—¡Eh, habéis visto qué estupendo! _____ ha salido en el periódico…
Mira a su alrededor. Ese silencio. La cara de Raffaella. La mano de _____ que se acaricia la mejilla dolorida. Lo entiende al vuelo.
—Olvidadlo. —Mientras esperan a Giovanna que, como siempre, se retrasa,
Raffaella se pone a gritar como una loca. _____ trata de explicarle toda la historia.
Daniela testimonia a su favor. Raffaella se pone aún más nerviosa. Pallina se convierte en la acusada principal. Pero no se la puede perseguir, está al otro lado de la frontera.
Finalmente llega Giovanna y con el acostumbrado «Disculpad» sube detrás. El coche arranca. Hacen todo el trayecto en silencio. Giovanna piensa que aquella se ha convertido ya en una situación insostenible. No es posible que estén siempre tan nerviosas.
—Bueno, perdonad, pero hoy no he llegado tan tarde, ¿no? —Daniela suelta una carcajada. _____ se controla un poco pero no tarda mucho en soltar también el trapo. Hasta Raffaella acaba por echarse a reír.
Giovanna, naturalmente, no entiende nada, es más, se ofende. Piensa que no solo son unas exageradas sino incluso unas arrogantes por tomarle el pelo de aquel modo. Se lo dirá a su madre. «A partir de mañana», decide Giovanna, «o me viene a recoger ella o vuelvo a casa en autobús.»
Al menos toda aquella historia ha servido para algo: ya no tendrán que esperar más a Giovanna.
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Vamos a hacer una cosaa... como no sé si alguien sigue leyendo, la seguiré cuando vea que hay de tres comentarios..
Por cierto... ahora ya empieza lo más interesantee.. hahahahah xD
Por cierto... ahora ya empieza lo más interesantee.. hahahahah xD
SandyJonas
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
bueno a mi en lo personal me encanta la nove!!!
por fa siguela!!!!!!
por fa siguela!!!!!!
jamileth
Re: Tres metros sobre el cielo [Joe&Tú]
Yo si que la leoo!!!! Síguela porfiss!!!! :L:
TeenageDreamJB❤
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