Mirrors {Louis Tomlinson

No me situaba en lo cotidiano, pues ¿cómo estarlo, si ni yo mismo lo era?
El título que recaía en mi espalda era como un cartel de neón que cegaba a cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento en política inglesa, o más bien, cualquiera que haya tenido contacto con algún medio de comunicación.

"El principe Tomlinson se lo ha visto muy coqueto con la duquesa de Holanda. Pareciera vérselo muy feliz junto a la despampanante rubia de ojos mieles, mejor conocida como Suzaan."

¡Pero vaya qué equivocados estaban! ¿Feliz? Desdichado sería el adjetivo más adecuado en esa oración. No se podía ser feliz cuando no había ni una gota de ella recorriendo por mi sangre. Yo no era otro mas que el estúpido que que no se alegraba de los beneficios y riquezas que la corona atribuía.

Siempre he llevado conmigo una sonrisa agridulce. Siempre he obedecido a pesar de no desearlo. Siempre he sido el muchacho que lo tenía todo, pero nada realmente. Siempre he sido aquel chico. ¿Pero qué podría hacer yo? ¿Rebelarme contra mi padre? ¿Huir de mis responsabilidades? Por más que cada poro de mi ser lo anhelara, era un hombre de promesas y vida hecha; no podía luchar contra lo inevitable.

Mi nombre era mi maldición, y mi apellido mi calvario.

—La señorita Sparks ha arribado, señor Tomlinson.

La repentina presencia de su voz grave comprobó que la torpeza no se había extinguido en mí, a pesar de los años. Dejé el dramático libro shakespeariano sobre la pequeña mesa ratona mientras que mi otra mano intentaba apaciguar el ardor del té recién volcado en mi regazo. De los errores se aprende; y, en esta ocasión, aprendí a no clamar nuevamente por una bebida más caliente.

—¿Señor?

—Descuida, estoy bien. — interrumpí antes de que socorriera por mi ayuda. Le regalé una sonrisa desde lejos y el conjunto de pliegues en su frente volvió a alisarse.  

Su preocupación me resultaba innecesaria pero George formaba parte de la diminuta lista de "buenas personas", por lo que era costumbre verlo con aquella mueca cuando me sucedía algo -o a cualquier otro ser vivo, a decir verdad-. Él, con su pelo negro, una barba candado decorada con tonos grises en la parte inferior, y una personalidad calma, era el posible padre que siempre sentí ausente.

— Y dime, ¿dónde está ella? — la tela de jean mojada incomodaba mi caminar, pero afortunadamente la temperatura del líquido había disminuido considerablemente — ¿dices que es la indicada para el puesto?

Días atrás había considerado la idea perfecta pero la pequeña bola de arrepentimiento había incrementado a medida que caía por la montaña del tiempo. Aún habiendo un constante intento por deshacerla en el transcurso, no podía eliminar el sentimiento de raíz. Mis nervios eran alimentados por inexistentes situaciones problemáticas y nutridos por miedos previamente experimentados.

—Mi hija es la indicada Louis. — su sonrisa venía acompañada de pequeñas arrugas al costado de sus ojos amarronados, ésta siempre lograba un efecto tranquilizador en el ambiente pero, con mi reciente pérdida del sentido común, en este día parecía no completar con su cometido.

—Lo siento, sé que probablemente esté exagerando, yo solo...—

—Hijo, debes calmarte. Todo estará bien—mi hombro fue reconfortado con una palmada suya. El bombeo veloz que sentía a la izquierda de mi pecho cesó por un segundo, pero no duró mucho para volver a su estado de alarma.


He estado rodeado de estas inmensas paredes desde mi primer respiro fuera del útero de mi madre. Desde muy pequeño he aprendido cómo debía comportarme, qué y no se me estaba permitido hacer, y hasta cómo tratar a las personas de un status social inferior al mío. Todas ellas puras patrañas que aún eran implementadas en el siglo XXI a pesar de haber caducado en la edad media.

El pasillo frente mío tenía una extensión casi infinita, pero sabía que al final de ésta se encontraba la escalera de doscientos escalones que me encantaba utilizar para leer un buen libro. Las flores rojas frente a la puerta de roble a mi derecha—una que superaba mi estatura por casi el triple— era la clave para comprender que aún faltaba completar la mitad del trayecto para llegar a mi destino final: la cocina.

Sin embargo, primero debía traspasar por todas aquellas habitaciones que parecían no tener un uso esencial pero eran necesarias para elevar el ya muy alto ego de la familia real. Fueron varias las ocasiones que había sugerido a mi padre utilizar aquél espacio para acobijar a los miles de londinenses que no tenían la oportunidad de poseer un techo sobre su cabeza y la calidez de un hogar. Solo bastó una mirada para que hasta yo mismo considerara la idea estúpida.

Dos,cuatro,seis,ocho...

Escalón por escalón sería abrumador, un dolor de cabeza, además no podía evitar mi pequeño TOC de contar números pares al bajar por las escaleras. Como resultado: doscientos escalones fueron resumidos en cien simples pasos.

Al momento en que mi pie tocó el piso de aquel fino mármol que mi padre había pedido instalar el verano pasado, una deliciosa fragancia se encargó de activar mi sentido del olfato. Rachel era la única cocinera que había pasado la prueba del gran rey, y esta prueba consistía en preparar las mejores galletas con chispas de chocolate del mundo. Absurdo al principio pero increíblemente no muchos chefs, a pesar de tener un excelente curriculum que comprobara su experiencia, pudieron cumplir este simple capricho. A decir verdad, solo una lo logró, y fue Rachel.

Ahora mismo, estaba siendo testigo del aroma que estas increíbles galletas desprendían. Mis pies siguieron el camino imaginario que éstas formaban para llevarme frente a las puertas más conocidas del palacio y el fin de mi trayecto.

Entré despreocupado buscando con la mirada a una regordeta señora de unos cincuenta años, cabellos ondulados y vestida con el uniforme estrictamente obligatorio que todos los empleados llevaban como su segunda piel.

Mis ojos no esperaban encontrarla a ella.

Un rostro angelical iluminado por una hermosa y jovial sonrisa blanca. La palidez de su piel contrastaba con su melena negra —un color tan oscuro que solo había visto en carbón— y  a su vez, con ella, lograba una perfecta armonía con el verde de sus ojos. Cada parte de su rostro estaba conformado por finos y delicados rasgos, todos ellos tan femeninos que me sorprendía verla en medio de una cocina y no en la portada principal de las revistas de moda que acostumbraba ocupar Rachel en su tiempo libre.

Mi boca se secaba proporcionalmente a la disminución de la cercanía entre ella y yo.  

—Señor Louis, ella es la hija de George Sparks— habló la principal causante de que entrara a la cocina en primer lugar.

Hija de George Sparks

Mi mente procesaba la información para llegar a un posible resultado, pero hasta la cuenta más tonta parecía incrementar su dificultad al tener dos esmeraldas observándome con atención y curiosidad.

—Estás despedida.

Mi voz sonaba ronca, e incluso algo brusca, cuando pronuncié aquellas palabras. Y como toda causa conlleva a un efecto, la de ésta fue sorpresa y perplejidad. Probablemente hubiese destacado alguna expresión más pero, tan rápido como había acabado, mis pies se dirigieron por donde había entrado.