Suicida.

―No seas un marica, Max―burlaba un muchacho mayor, uno que en mi vida había visto. Sus palabras se hicieron sordas cuando otro de los chicos me proporcionó un golpe en la mejilla―. ¿No me escuchaste, Chanteau? 

Te he escuchado, justo como las primeras diez veces, pensaba repetidamente y cada vez que el gorila repetía lo mismo. Ese tipo no era más que masa muscular. Mis pensamientos atrofiaban mis acciones y lo siguiente que sucedió fue que mi puño estaba instalado en la nariz ahora sangrante del que me atacaba sin cesar desde hace un rato. 

― ¿Estás loco? ―preguntó uno de sus acompañantes mientras auxiliaba al ahora caído de la nariz sangrante. Un nuevo apodo: “nariz sangrante”, al menos ya no era “gorila”―No te vas a salir con la tuya, marica. 

Poco le presté atención al que ahora me amenazaba y tampoco a nariz sangrante, ni a los demás del equipo de lacrosse de la secundaria que se aproximaban a mí, solo a golpearme; subí la mirada para encontrarme con el reflejo que daba en el vidrio de la vitrina de trofeos relucientes, mi cara estaba cubierta por sangre que emanaba de mi labio y había un gran moretón reluciendo debajo de mi ojo izquierdo. Me veía realmente mal, pero me sentía tan bien en ese momento. Creo que estaba enfermo, ¿no? Me alejé de ellos, corriendo como lo que ellos se atrevían a llamarme. 

Me sentía invencible, loco y desatado. Pero la calma es peligrosa y eso es una advertencia a lo que puede venir luego. 

Mi hermana me miró por segundos que parecieron horas, hasta que se me tiro en brazos y me regaló uno de sus abrazos; yo ya no sentía nada, por lo que ese abrazo podría ser el de la mismísima muerte. 

―Maxi, te he extrañado mucho, ¿Dónde has estado, travieso? ―me preguntaba con su vocecilla, mientras enrollaba sus brazos a mis piernas―Te perdiste a la novia de Connor, es muy bonita, y yo se la presenté. 
― ¿La rubia de la que me hablaste? 
―Sí, su nombre es Lydia y creo que a Connor le gusta mucho. 

Suspiré profundamente. Mi hermano era poseedor de todo: chicas, el auto, amigos, amigas, fiestas, y demás. Miré a mi hermana y la hice separarse de mí. Era insoportable.  

―Linda, estoy muy cansado. Cuéntale a mamá. 

Ella me miró con gran confusión en sus pequeños y delicados rasgos, pero, ella no entendía lo que sucedía conmigo y posiblemente no lo haría hasta que creciera. Luego de su larga mirada, se largó a la cocina chillando cosas como: “Mamá, Maxi no se siente bien”, o “Tiene sangre en la cara”, pero ella nunca hizo caso a lo que Paige le decía de mí y no había razón para que ahora cambiara. 

―Hermano, necesito que me ayudes con unas cosas en la cochera―dijo Connor, haciendo su aparición a esta obra de final trágico. Eso era cierto, esto no tenía un buen final y el Max de ese momento ya lo conocía. Mi hermano a penas me había visto, pero cuando lo hizo, se quedó petrificado― ¿Quién carajos te hizo eso? 
―Nadie. No fue nada―hablé rápidamente, haciéndome para atrás hasta tocar con la espalda la puerta de mi habitación―. Estoy bien, no te preocupes, hermano―mí tono tembloroso me delataba, tan jodidamente débil―, estoy perfecto.

Mi mano tanteó varias veces la puerta cerrada hasta encontrar la perilla, en segundos estaba metido dentro de mi habitación. Ese espacio oscuro y prácticamente vacío; solo una cama, un par de cuadros, un escritorio y un armario. Lo demás era puro desorden. El aire aprisionado en mi pecho era bastante molesto y había algo que quería sacarlo totalmente de allí, no sé si era yo u otra cosa. A este punto me sentía demente, no era suficiente con ver cosas que no estaban allí o escuchar a las personas hablarme cuando no lo hacían, yo me sentía perdido dentro de mi cabeza. 

No había tiempo, era cosa de tomar la soga que tiene días colgada en el medio de mi propia habitación. Mi existencia no se notaba, ni resaltaba en la casa por lo que nunca me preocupe de que notaran la aparición de la gran soga que se balanceaba con el viento que entraba por la ventana abierta. Llene mi pecho de aire, el cual se vació en segundos. Mi mano temblorosa cerró con llave la puerta. 

―Ya no más sufrimiento. Ya no más maltratos. Y, ya no más invisibilidad. 

Había llegado al punto sin retorno, ese punto en el que mi vida era insignificante, ese punto en el que me iba a quedar estancado a menos de que hiciera algo con mi pobre y miserable vida. Me había convertido en un monstruo que escuchaba la voz de una chica en su cabeza, en un monstruo que se estaba volviendo loco. Arrastré la silla desde mi escritorio hasta que quedó debajo de mi final, subí a esta y sin titubear, como lo había hecho tantas veces en el día, puse la soga alrededor de mi cuello y sentí que una lagrima corría libre por mi mejilla. Esas lágrimas que retenía desde la mañana estaban siendo liberadas sin que yo lo quisiera. 

― ¿Querido, Connor me dijo que tienes unas heridas? ¿Estás bien? ―preguntaba mi mamá desde el otro lado de la puerta. Le respondí con el frio silencio―. ¿Max? ―su tono se volvía algo desesperado―. ¡Maximiliano Frair Chanteau! ¡Abre!
―Adiós―susurré al vacío.

Más silencio. Di ese impulso que acabaría con mi vida y por suerte lo hizo. Me sentiría estúpido si no lo hubiera hecho. En esos momentos todo era inmemorable, escuché la voz de mi madre gritar desesperada por el ruido que había hecho la silla al caer, luego a mi hermano forcejeando la puerta, pero… Luego esa voz, esa voz en mi cabeza, solo que no estaba en mi cabeza, esa chica estaba allí afuera. Nunca la conocí, porque luego de su dulce voz… Todo se volvió negro por la falta de sangre que debía subir a mi cerebro, pero, no estaba muerto, solo desmayado. 
Sentí que unas manos me jalaban para abajo y eso fue el último estimulo de los vivos que sentí porque mi familia había llegado muy tarde para poder salvarme de lo que yo creía que era mi final. 

Trataba de articular palabras, pronunciar algo, pero era inútil, lo único que salía de mi garganta eran balbuceos sin ningún sentido. Ahora me lamentaba que mi manera de suicidio hubiera sigo el ahorcarme. 

―Maximiliano, estarás así por varias semanas, y en esas semanas te acostumbras a estar muerto o eso es lo que esperamos―explicaba elocuentemente, una muchacha no muy joven―. Tendrás tu voz al cabo de tres semanas, mientras tanto se te asignará a un Protector. Él se encargara de conseguirte una vivienda y de acostumbrarte a Bloomy Hills. Bienvenido. 

Asentí como pude, siempre manteniendo una sonrisa. Me sentía renovado, nuevo, genial, saludable –aun cuando no respiraba ni sentía a mi corazón latir-, como nuevo. Este era el nuevo Max Chanteau, el nuevo e irremplazable. 

―Yo lo puedo llevar con Alexander―dijo una menuda rubia, había interrumpido la “charla” con la mujer que me había recibido en la terminal―. Necesita ser ambientado por muertos de su edad y no por uno de cincuenta años. 
―Concuerdo contigo, pequeña, pero no sé si su padre estará muy feliz.
―No te preocupes, Alexa, yo lo llevaré con tu hermano. 

Miraba a las dos mujeres hablar, pero mi atención se la ganaba la voz de la más joven y hermosa, tan dulce y cruel; sonaba como la voz que escuchaba anteriormente en mi cabeza. 

―Mucho gusto, Max, mi nombre es Lydia.

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