Crónicas de una decisión arriesgada.

Era una simple noche de viernes. Común e indiferente de las otras. Yo me encontraba viendo películas malas que pasaban por un canal de cable.


La noche anterior y hoy al mediodía había trabajado hasta el cansancio. A veces realmente sentía que era algún tipo de esclavo moderno. En el siglo XXI todavía había esclavos, si señor. Pero ahora eran manejados por grandes empresas capitalistas.

Hamlet se acurrucó en mis pies en busca de alguna caricia pasajera. Yo alcancé su suave y pequeña cabeza y la toque lentamente. Era el mejor amigo que por ahora podía pedir.

Revisé mi telefono. Últimamente nadie llamaba, ni siquiera mis padres, que estaban en un crucero por Las Bahamas. Todavía no me acostumbraba a la idea de vivir sola, y comprender de que ya no era una niña y que mis padres se podían ir de vacaciones por su cuenta. Creo que nunca me adaptaré a la idea de ser una jovén independiente.

Me había mudado a Los Ángeles en busca de oportunidades. Cuando llegué solo tenía una maleta y cinco dólares en el bolsillo. Me quedé en un departamento con un tatuador y una anciana que sufría de alzheimer. Pero en ese momento no me quejaba, era barato, y podía jugar con mi propia suerte. En ese momento entendí de que estaba por mi cuenta.

Ahora tenía dos trabajos, un bonito departamento, y un gato. Se podría decir que tenía una estabilidad económica digna.

Mi teléfono sonó.

-Diga- Atendí al tercer pitido.

-Ana! Te estamos esperando hace años!-Yo fruncí lentamente el ceño.

-Oh, vamos, Nick- Dije frustrada. Era mi jefe. Seguramente querría que hiciera algunas horas extras. 

-Solo dos horas, te pagaré bien, luego puedes salir por ahí- Sentí un gran vacío que provocó simultaneamente unas ganas de reír. Yo no salía.

-Esta bien, llegaré en unos minutos-Pude sentir su sonrisa de victoria.

-Te espero, querida- Y colgó. Yo bufé y me puse de pie. Hamlet rodó por el suelo y me dió una mirada confusa.

-Parece que hoy trabajo, Hamlet-Le dije dirigiendome a mi habitación. 

Solo tomé una camisa limpia y mi falda tubo. Estaba completamente harta de este uniforme. Era tan sexista.

Rápidamente me vestí, tiré un beso al aire para Hamlet, apagué las luces y salí por la puerta.

Los tacones negros hacían eco en los cerámicos. Toqué el botón del ascensor y mientras esperaba até mi cabello en una coleta alta.

El ascensor se abrió mostrando una figura esbelta de un chico. Yo le sonreí amablemente y entré en el ascensor. El me respondió con otra sonrisa.

-¿A qué piso?- Preguntó. Yo lo miré. Tenía unos ojos enormes y negros, sus cejas eran perfectas y túpidas. Su rostro era alargado y una barba juvenil y descuidada poseía su mentón y parte de sus mejillas. Era alto, delgado pero no tanto. Y su cabello era negro y extrañamente peinado, con un mechón teñido de rubio.

-Em, al primero, gracias- El rápidamente pulsó el uno con sus dedos. Lucía familiar. Pero no lograba recordar en donde había visto su rostro. Su aroma era masculino y atrapó todo el aire del ascensor.

Cuando llegué al primer piso, salí del ascensor y el igual. Le dirigí una sonrisa y salí a la calle. Tomamos exactamente los caminos contrarios. 

Llegué al trabajo, y entré por la puerta para los esclavos, digo, los empleados.

Nick era un hombre gordo y desagradable. No digo desagradable por su sobrepeso, si no por las miradas lascivas que nos tiraba a las empleadas.

El me recibió con un beso en la mejilla y un gracias. Yo solo rodé los ojos.

Tomé la pequeña libreta en donde anotabamos los pedidos y me lancé al comedor. No había mucha gente, por suerte. Esto sería sencillo.

Matt entró al comedor y me lanzó un guiño, yo le sonreí. 

-Dice el jefe que te sueltes el cabello-Dijo cuando pasó a mi lado. A lo que yo contesté:

-Dile al jefe que se joda- Pero finalmente accedí. Tenía el cabello pesado y castaño. Mamá decía que tenía el color de un café cargado y amargo. 

Solo quería llegar a casa a quitarme los zapatos.