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Don't Ever Let it End
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Don't Ever Let it End
Nombre: Don't Ever Let it End
Autora: Lorena, Kevonita, yo.
Adaptación: No, aún así, está basada en la canción con el mismo título de la banda candiense, Nickelback.
Género: Romance.
Advertencias: No soy famosa por subir diariamente capítulo... :roll:
Otras páginas: No por el momento.
Don’t Ever let it End.
Prólogo.
Estoy enamorado de mi mejor amiga.
Eso es un cliché.
Ella no lo sabe.
Eso es una gran parte del mismo cliché.
Ella está enamorada de mí.
Aunque piensa que lo ignoro totalmente.
Me lo confesó una noche en la que estaba ebria.
Ella no se acuerda.
Yo hago el esfuerzo por pensar lo mismo.
Fracasando todo el tiempo.
Y aunque mi vida depende ella para todo, no puedo dejar de pensar que
puedo perderla para siempre si le confieso lo que siento.
Y eso es lo último que querría.
Porque ella es mi vida.
Y mi vida no la concibo si no está ella.
Estoy enamorado de mi mejor amiga.
Eso es un cliché.
Ella no lo sabe.
Eso es una gran parte del mismo cliché.
Ella está enamorada de mí.
Aunque piensa que lo ignoro totalmente.
Me lo confesó una noche en la que estaba ebria.
Ella no se acuerda.
Yo hago el esfuerzo por pensar lo mismo.
Fracasando todo el tiempo.
Y aunque mi vida depende ella para todo, no puedo dejar de pensar que
puedo perderla para siempre si le confieso lo que siento.
Y eso es lo último que querría.
Porque ella es mi vida.
Y mi vida no la concibo si no está ella.
Kevonita
Re: Don't Ever Let it End
¡Hola! Sí, soy yo otra vez. Lorena. Edad desconocida. Española y orgullosa catalana enamorada de su ciudad.
Esta vez no pienso hablaros de mis expectativas sobre esta novela viendo que la otra acabó en dique seco. No preveo que dure mucho así que agradeceré comentarios constructivos que me ayuden a mejorar. No me voy a explayar como hago normalmente, solo espero que os guste y me dejéis compartirla con vosotras.
Besos a todas <3
Esta vez no pienso hablaros de mis expectativas sobre esta novela viendo que la otra acabó en dique seco. No preveo que dure mucho así que agradeceré comentarios constructivos que me ayuden a mejorar. No me voy a explayar como hago normalmente, solo espero que os guste y me dejéis compartirla con vosotras.
Besos a todas <3
Kevonita
Re: Don't Ever Let it End
¡Ñaaaaaaa! Hola, ¿qué tal?Ed Sheeran escribió:¡Hey¡ Hoola.Se lee muy interesante la historia.Seguila :)
Gracias por leerme con solo haber subido un mísero prólogo. Espero no decepcionarte si decies que te gusta la novela :)
Por favor, sé muy bienvenida y gracias por comentar, cielo <3
Kevonita
Re: Don't Ever Let it End
1-. Two Tickets to the Game (I)
Well I got two tickets to the game
It'd be great if I could take you to it this Sunday
And I'll walk you home when the whole things done
And if you're there I don't even care which team won
We can stop at the coffee shop
And make fun of the cops in the parking lot
We can laugh as we both pretend that we're not in love
It'd be great if I could take you to it this Sunday
And I'll walk you home when the whole things done
And if you're there I don't even care which team won
We can stop at the coffee shop
And make fun of the cops in the parking lot
We can laugh as we both pretend that we're not in love
and that we're just good friends
No había nadie en casa.
Nada de alguna presencia femenina salvo el familiar perfume que caracterizaba a mi mejor amiga. O, como todos sabían menos ella: de quién estoy enamorado.
Mientras terminaba de ducharme, la maldije –cariñosamente– por haber dejado en el reproductor de mi habitación el modo repetición para su disco de los Nickelback, ese grupo que tanto adora y que no deja de escuchar ni un momento en su tiempo libre. Me sentí como un imbécil dándome cuenta de súbito de que había estado cantando las canciones. La culpé refunfuñando por ser la única causante de que me sucedieran cosas como esa.
Minutos después salí de casa, decidiendo que ante el estupendo día, el pelo se me secaría más pronto. Me puse las gafas de sol como un complemento a lo que parecía un día perfecto –al menos, el comienzo era prometedor– y puse el coche en marcha girando las llaves que previamente había puesto en el contacto.
El vecindario, bañado por la sedosa y resplandeciente luz temprana de la mañana, se veía apacible y tranquilo; los padres se afanaban a llevar a sus hijos al partido al colegio, los corredores salían para seguir manteniéndose en forma y los perros paseaban junto a sus dueños husmeando los verdes céspedes delanteros y hacían paradas obligatorias y contenciosas. El cartero repartía el periódico, las casas sacaban a relucir lo esplendoroso de sus cuidados y yo… Yo no podía ser menos.
Giré a la izquierda para abandonar la carretera del vecindario, dirigiéndome al centro de Los Ángeles. Mientras me acercaba a la cuidad, pasando de largo por monumentos como la fuente del monumento a Mulholland, divisando el cartel de Hollywood si miraba a mi izquierda y el Observatorio Griffith a mi derecha, tenía exactamente pensado dónde iba a ir: mi primera parada era Starbucks.
Serrano Avenue siempre lucía atestado de coches y como miércoles laborable no podía ser menos el tópico. Contemplé por tercera vez la sede central de Pacific City Bank en California, un impresionante edificio datado de 1970 que imponía por su estilo y arquitectura modernista. Si uno no estaba familiarizado con la zona, podía creer que su construcción gemela estaba unida a él sin embargo, la estructura se dividía en dos edificaciones con una magnífica plaza en el centro de ambos bloques rodeada de naranjos y una fuente que hacía la delicia de los niños en verano.
No parecía haber sitio donde aparcar y, finalmente, tras veinte minutos dando vueltas incansablemente por los lares, divisé un hueco por el que me colé en el tráfico ganándome algunos bocinazos merecidos por maniobras impropias que me habrían costado una multa de haberlas visto un agente de la ley. Así pues, pagando el precio de mi afortunado hallazgo y mi consiguiente táctica –como si se hubiese contrarrestado el universo en mi contra–, caminé medio quilómetro hasta Starbucks, medio desfallecido por mi falta de cafeína en el cuerpo. Bien, quizá estaba exagerando un poco, lo cual sí que podía ser producto del punto anterior.
Esperando pacientemente mi turno en la cola escuché un grupo de carcajadas familiares; no es que me sorprendiera porque mi compañera de piso, quien también era mi mejor amiga y la persona de la que estaba enamorado teníamos gustos similares, pero sí me extrañó verla en una de las mesas del fondo del local. Y es que ella adoraba estar al aire libre, como un pájaro en libertad, siempre deseosa de que la luz del sol iluminase un buen día, como siempre decía. Por lo general siempre solía decantarse por las terrazas. Entonces reparé en el aparato de arriba y empecé a entender mejor su propósito: estaban las cuatro amigas parapetadas bajo el fresco cobijo del aire antinatural que salía del cacharro.
Ninguna me había visto todavía y no era mi intención interrumpir…
—¿Señor? ¡Señor…! —vociferó la dependienta por lo que pareció más de la tercera vez, con evidente esfuerzo de no perder los estribos y ensartarme un café por el sombrero. Avergonzado, sonreí dulce e inocentemente logrando aplacar su enfado con efectos inmediatos en ella. Cuando habló, lo hizo en un tono bastante más amable—. ¿Qué desea?
—Discúlpeme —respondí con descarada amabilidad y atención—. Un café con hielo y azúcar, por favor.
La muchacha me tendió un ticket, ordenándome que recogiese mi pedido en el mostrador contiguo. Mientras, me moví unos pasos a la derecha del lugar, medianamente más cerca de mi punto de observación, volví a mirar al pintoresco grupo de jovencitas de la última mesa. Por fin Fay divisó mi presencia. Sonrió a modo de saludo y yo le devolví el gesto aunque ella no era la dueña de mis sueños. Para ser concretos, estaba dos sillas más allá de ella y como me daba la espalda podía ver perfectamente una trenza de espiga casual, con pequeños y finos mechones rubios revelándose de su atadura. Justo en ese momento pasó una mano por el pelo, llevándose la trenza a un costado donde ya no podía verla. De ese modo, el peinado había dejado de obstruir mi vista de su espalda y adiviné con claridad que llevaba un poncho de verano de finos flecos, transparente y de encaje que resbalaba en su hombro derecho. Una bandada de tela blanca cubría lo esencial en su atuendo de cintura para arriba. Sin embargo, no podía dilucidar bien si llevaba pantalones o falda —una tonalidad más oscura que su blusa— aunque podía ver perfectamente que tenía una pierna cruzada sobre la otra y movía en círculos su tobillo mientras echaba la cabeza para atrás, riéndose.
Finalmente y después de lo que pareció una infinidad, recogí mi bebida y me dirigí con paso decidido hacía ellas. A medida que me iba acercando, podía oír risitas cómplices y comentarios en voz baja.
—¡Es tan guapo…! —suspiró Fay con bastante apreciación.
—Cariño, si no te lo quedas tú, lo haré yo. —le advirtió Eve, tocándole el brazo.
—Le dejaría hacerme lo que quisiera —daba la impresión de que Christina lo había pensado en voz alta. Todas enmudecieron, observándola, y luego rompieron a reír de nuevo.
Aunque dichos comentarios me halagan –y mucho–, hice ver que no había escuchado ninguno de ellos.
—Señoritas —saludé, bajándome las gafas de sol sobre el puente de la nariz en un seductor gesto—. Buen día tengan.
—Hola —dijo ella con una radiante sonrisa ocupando sus labios dirigida únicamente a mí—. ¿Qué hay?
—Harriet —murmuré, inclinando levemente la cabeza y levanté la razón (pese a no ser la única y principal) por la que estaba allí—. Sabía que no podía pasar el día sin mi ración diaria de café matutino.
—Oh, no, estarías inaguantable —sonrió inocentemente. Le saqué la lengua a su provocación—. No te habré despertado cuando salí de casa, ¿verdad? —habló de nuevo, interesadamente. Sus ojos azul zafiro me miraban directamente, esperando por una respuesta.
—No, claro que no —respondí resueltamente—. Ya te habías ido cuando me levanté.
—Oh, bien, porque si hubieras dicho lo contrario me habría sentido culpable. ¿Quieres sentarte y tomarte con tranquilidad ese café?
La miré detenidamente esta vez que la tenía a pocos centímetros; estaba apreciando su figura bajo aquél conjunto de ropa tan esmeradamente complementado y atractivo que se había puesto. Estaba preciosa, como una estrella brillando incansable en lo alto del firmamento. Y por fin resolví mi duda anterior que la distancia me había entorpecido: llevaba pantalones cortos.
—Oh, no, no. No quiero interrumpir, sólo pasaba educadamente a saludar.
—No interrumpes —dijo Christina con ojos apremiantes.
—La reputación de cuatro preciosas mujeres no puede empañarse por mi culpa —dije pareciendo apenado—. Me temo que no encajaría muy bien.
—Adulador —murmuró Harriet asegurándose de que la viera alzar los ojos al cielo.
—¿Acaso no lo es, entonces? —inquirí arqueando una ceja, esperando por una respuesta. Había algo maravilloso en ella cuando fruncía los labios ante mi provocación.
—Bueno, claro que lo es —aceptó—. Pero ninguna de estas tres mujeres necesita prendarse más por ti.
Por un momento solo se oyó el ruido de las máquinas de café y las que picaban el hielo entremezclado con el gran ambiente de la cafetería. Nadie dijo nada y mi atención se centró de nuevo en Harriet que se había sentado muy erguida de repente con los ojos como platos fijos en Christina. A diferencia de su graciosa mueca cuando la retaba, esta vez tenía los labios fruncidos así que me figuré que algún tipo de percance había tenido lugar bajo la mesa y eso algo debía involucrar pies y espinillas impactando a una velocidad moderada. Algo me indicaba que mi amiga había acabado perdiendo.
—Por no hablar de todas las del campus —enfatizó con una mirada fulminante a su compañera.
—Sólo estás exagerando.
—Como sea, siempre ha sido así —se encogió de hombros y aunque había pretendido que su tono saliese desenfadado un tinte de tristeza lo cubrió. Sus amigas no se dieron cuenta, claro, y es que camufló a la perfección con una sonrisa radiante pero a mí no podía engañarme a pesar de que me las arreglé para no preguntarle si estaba bien y desobedecí a mi corazón haciéndolo pasar por alto—, no es que me extrañe. En el instituto tuve que librarte de muchas. En fin —suspiró y de nuevo dejé que su retintín al decir “muchas” se perdiese en las conversaciones de fondo. Recompuso una postura divertida—. Es un rompe corazones. No os lo recomiendo.
—Gracias, querida Harriet. Haré ver que no he oído eso.
—Oh, por favor, no lo hagas.
—Creo que me voy a ir. No estoy saliendo muy bien parado de la situación —dije tratando de parecer afligido pero no pude evitar sonreír con Harriet mirándome y sonriendo socarronamente.
—No te sientas mal, cariño —sabía que en realidad sólo era uno de nuestros juegos particulares: quién podía tensar más la cuerda del otro antes de que estallase. Estaba vez sólo estaba siendo realmente amable y es que a veces sacaba su bestia negra y era tan competitiva (o más) que el resto de mis amigos. Ésa era otra cualidad que me gustaba de ella. Con mucho teatro, Harriet añadió—: Es todo con cariño.
—¿Alguna necesita que la lleven a la universidad? —pregunté ignorándola por completo. Por el rabillo del ojo pude ver cómo fruncía los labios para no sonreír triunfalmente.
—Hemos venido todas en el coche de Fay —respondió Christina dirigiéndome una mirada de disculpa.
Las demás asintieron.
—No hay problema —dije, aunque estaba apenado porque Harriet tampoco aceptase mi propuesta—. Las veré allí entonces, señoritas. Que tengan un buen día.
Por su parte, Harriet se encogió de hombros en ese típico gesto suyo que equivalía a “otra vez será” mientras hacía buena cuenta de su bebida sorbiendo ruidosamente. Le guiñé el ojo un momento antes de que nuestras miradas se desengancharon al girarme para dirigirme fuera del establecimiento. Ella, sin embargo, me dio un manotazo en el trasero que los pantalones amortiguaron con eficiencia.
Ni siquiera la enfrenté.
—Pienso devolvértela, Hache —aseguré y me aseguré de que en mi tono de voz se percibiera una sonrisa.
Lo último que pude escuchar antes de salir fue su risita burlona, pero nada me habría importado menos.
Caminando, bebí un trago, pensativo, mientras retomaba el camino de nuevo al coche, pensando satisfactoriamente que había valido la pena aún cuando no logré disuadirla de su plan inicial.
Harriet valía la pena; merecía el esfuerzo que requería verla al menos tres veces al día antes de acostarme y, de esas veces, mantener dos de ellas conversaciones sin sentido y pullas entre nosotros. Así debía ser. No había otra forma de concebir nuestra amistad más que de esa manera. La confidencialidad también existía entre nosotros, pero de un modo extraño y embarazoso desde que cumplió los dieciocho años.
Sabía también que nadie excepto ella podría aconsejarme mejor en el campo femenino y eran charlas que no podías evitar hablar con tu madre a menos que uno tuviese mucha confianza en ella. De todos modos sabía que siempre podía contar con el apoyo o la opinión de papá, una opinión algo oxidada, eso sí, por eso prefería los consejos perfectos para lidiar con las chicas de hoy en día, quienes tenían un concepto distinto del amor que el del pobre papá. Harriet era, aún así, el tipo de mujer que encajaría con cualquier tipo; le gustaba lo que a la mayoría del género masculino solía atraer como el futbol, los deportes no aptos para cardiacos y las competiciones de eructos eran su especialidad.
A pesar de todo eso, Harry no merecía un tipo cualquiera. Ella apreciaba los buenos detalles, los pequeños, lo que le regalaban buenos momentos. No era una mujer a la que le gustasen los detalles si no eran hechos por órdenes del corazón y es que ella se dejaba llevar en volandas por él a veces, de una preocupante manera. Era también una romántica incurable que adoraba lo tradicional por encima de cualquier cosa. Adoraba los animales y su sueño era tener tres niños, dos perros, un gato, tal vez un conejo, quizá un pájaro y un acuario de peces de cristal con oxigeno para el agua de los animalillos en una acogedora cosa de vallas blancas en un vecindario tranquilo.
Y yo sabía, por encima de cualquier otro objetivo en esta vida, que quería ser el poseedor de su felicidad, el causante de sus sonrisas y quien le brindara ese sueño para toda la vida si me lo permitiera.
Y ella lo hacía.
Y yo era un estúpido cobarde que temía dañar lo más preciado y maravilloso que tenía. Por que si Harriet salía herida por mi culpa, no estaba seguro de poder perdonármelo jamás.
Mi teléfono sonó en mi bolsillo, demandante de atención; cogí la llamada frustrado una vez más por mis pensamientos sin mirar la pantalla.
—¿Sí?
—¿Sabes cuán difícil es mantenerte el ritmo? —acusó la voz al otro lado de la línea, la dueña de mis pensamientos que se apoderaba de cualquiera de ellos al mínimo despiste—. ¿Es algún tipo de demostración de macho alfa el dar zancadas de ese tipo? Por el amor de Dios, apenas puedo verte y puedo jurar que salí dos segundos detrás de ti cuando te fuiste.
—Harriet, creí haberte oído decir que no querías venir. Tengo que dar clases en menos de dos horas, así que puse el piloto automático y comencé a andar. No es mi culpa si me rechazas y luego cambias de idea.
—¡Yo no dije eso! Dije que había venido con mis ellas y que me parecía injusto irme contigo ahora.
—¿Y puedo saber qué te ha hecho cambiar de opinión? —pregunté inocentemente.
—Bueno, es que me diste un poco de pena al irte tan solo… Me recordaste a Dumbo.
Fruncí el ceño, extrañado.
—Creí que ése era Kev.
—¡Kev no era Dumbo! —Me reprendió con enfado—. Kev sería la perfecta encarnación de un San Bernardo —anunció orgullosa de su comparativa.
—Oh, acabas de llamarlo Beethoven —aventuré y traté de no reírme—. Tengo que contárselo.
—¡No lo harías!
—¿Qué sería Nick entonces, un adorable caniche? —ofrecí con sorna.
—Bueno, sí… Solo porque tú serías un perro salchicha.
Ahora estaba disgustado.
—¿Un perro salchicha?
—Oh, sí, uno muy adorable. Y ya sabes que adoro a los perros salchicha —convino con toda la convicción y desvergüenza de la confianza entre mejores amigos que a veces apestaba en su totalidad.
—Tú adoras a todos los perros —mascullé.
—Bueno, eso es cierto.
—Entonces serías la perfecta yorkshire; esos perros parecen enfadados con el mundo. Te llamarían Tigresa.
—¡Vaya! ¿Por qué tengo la sensación de que estás riéndote de mí? —se quejó y juro que pude distinguir en su tono una mueca lastimera. ¡Esto es una conversación seria, Joseph! Voy a colgar.
—Esper… —me quedé mirando el teléfono como un imbécil ante los pitidos que anunciaban el fin de la llamada. Guardé el teléfono en el bolsillo izquierdo de mi pantalón y suspiré por lo impredecible de la situación. Me di la vuelta, dando un respingo aplastando mi espalda contra la portezuela del pasajero—. ¡Demonios, Harriet!
—Da las gracias a que ahora estoy muy lejos para volver atrás con mis amigas. Ellas jamás me llamarían yorkshire. ¡Menuda desconsideración!
—Has sido tu quién ha sacado el tema.
—Y tú lo has seguido.
—Me has llamado perro salchicha.
—Me has llamado Yorkshire. Si fuera uno me habrías llamado Tigresa —insistió—. Bueno, ahí va la gran ironía. Nunca se te han dado bien los nombres, Joseph…
—¿Y Winston?
—Se lo puso tu novia.
—No fue técnicamente así. Ella me regaló al perro.
—No es el punto —dijo agitando la mano antes mis narices—. Y ahora, dime, ¿cómo has llegado aquí tan rápido? —cuestionó y ahí iba mi manera de perder el rumbo de la conversación y quedar por encima de ella.
La verdad era que había perdido la noción del tiempo la noción del tiempo perdido en mis pensamientos rápidamente.
—Se llaman “zancadas varoniles” —dije, en cambio.
—Machista —sentenció y me golpeó con un puño en el hombro no con toda la fuerza que realmente podía usar. Antaño, aparte de lo mencionado anteriormente, eso también había vuelto loco a su hermano mayor, Dave, quién había visto como su hermanita se codeaba con sus amigotes como si fuese uno más de nosotros en las competiciones más escabrosas y pueriles que podía haber cuando se suponía que teníamos que hacer era relegarla al grupo de “molestas hermanas pequeñas” y aunque a la tierna edad de trece años era un pensamiento intocable y algo impensable, ahora, a los veintiuno, era un ángel caído del cielo para enloquecer hasta a los hombres más cuerdos.
—Au —dije teatralmente y ambos sonreímos. Cogí el cinturón de seguridad detrás del asiento del copiloto y lo crucé por encima de su cuerpo enganchándolo en el encaje. Luego hice una reverencia un tanto exagerada y actuada. Harriet bufó—. Perdone mis modales, señorita.
—Puedo ver ahora por qué las chicas de tu instituto están locamente enamoradas de ti y se susurran obscenidades cuando pasas por su lado.
—Tonterías —sonrío.
—Bueno, la última vez que fui a buscarte me dedicaron palabras muy poco agradables sólo por disfrutar del placer de tu compañía.
—Y por vivir en mi casa de huésped con comodidades que ellas no podrían ni soñar —completé con una sonrisa torcida y esperé, sagaz.
—¿Te refieres a hacerme el desayuno? —Ella arrugó la nariz con descontento fingido y luego alzó la barbilla, con altivez—. Bueno, pues déjame decirte que eso es lo que hacen los buenos anfitriones.
—No me he quejado.
—Cállate, Joseph.
Acepté su orden y cerré la puerta y, mientras rodeaba el coche, la escuché gritar:
—¡Y tus desayunos no son nada del otro mundo!
Kevonita
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