The Asylum For Wayward Victorian Girls

La conciencia es el enemigo de la cordura, porque una vez que te escuche gritando, nunca se detiene.

Al principio el perfume fue creado para ocultar hedores nauseabundos y aromas ofensivos…

Las especias y los intrépidos saborizantes fueron creados para ocultar los malos dejos, y la carne en putrefacción…

¿Para qué, entonces, fue creada la música?

¿Fue para acallar las voces ajenas, o las voces de nuestro interior?

Creo que lo sé.

Cuando todavía era yo una niña, recuerdo la forma en la que mi cabeza fue infestada por voces. Me asustaban, me hacían llorar casi todas las noches hasta la adolescencia, y me sentía, por tanto, constantemente fatigada e indispuesta. Día tras día viví temiendo que llegara a oscurecer; cuando mis extremidades podrían estar inmovilizadas por una fuerte parálisis, y dichas voces, crecían haciéndose más, más y más estruendosas que no podría escucharte si estuvieras gritando a mi oído. Curiosamente, nadie creía que fueran lo suficientemente reales como para justificar su existencia, así que no tuve más remedio que buscar por mi propia cuenta alguna manera para superar este terror nocturno.

Fue entonces cuando, a partir de los primeros años, las voces comenzaron a presentarse incluso durante el día. Recuerdo que estaba junto a la puerta de mi recamara un atardecer y comencé a llorar. Debí haber hecho algún tipo de ruido porque mi abuela, quien estaba en la cocina al otro extremo del largo pasillo (siendo esta la única vez que la vería), me preguntó si yo estaba bien. En ese instante, habiendo ya aprendido a esconder mis sentimientos así sea sólo para preservar seis años de dignidad, volví a llamar a mi abuela con la voz más tranquila, afirmándole falsamente que lo estaba, y diciéndole que sólo me había mordido el labio. Instintivamente, ella me creyó.

Nunca olvidaré, no al menos mientras yo siga estando con vida, la noche cuando yacía en la cama, y, gritando, sollozando por ayuda, y cubriéndome los oídos habiendo malogrado producir cualquier resultado, intenté el único hecho que quedaba por hacer… representar música en mi cabeza. Interpreté la más hermosa pieza que mi mente de ocho años podía comprender: Pachelbel’s Canon en D. Por supuesto, para la mayoría de la gente, este trabajo se ha vuelto tan trillado y vacío como la novia vistiendo de blanco, después de haber sido tocada en las bodas hasta el hastío. Sin embargo, para mí, era la melodía del paraíso; todos los planetas alineados, todas las esferas moviéndose juntas a lo largo de todo el universo en perfecta armonía. Y aunque nada tan absolutamente maravilloso lograba hacerme siempre llorar, este no era el caso. Canon en D era el sonido de “dar sentido”, y pudo haberme salvado la vida.

En la batalla entre la disposición musical y los desordenes aterradores, la disposición musical triunfaba todo el tiempo. Cada noche esta guerra se libraba, y, por más que las voces no paraban de volver a mí, yo poseía un arma secreta, y la utilizaba rápidamente, dejando que la gloriosa e interminable repetición de Canon en D se expandiera como una manta para que cubriera las voces  sofocándolas en el silencio.

El campo de combate de mi sueño resultó estar ocupado hasta que comencé a sangrar, y, para entonces, aquellas voces eran mi más mínimo problema. A los pocos amigos que alguna vez les he contado esta historia, debieron haber pensado que mis voces podrían ser furiosos espíritus persiguiéndome, o restos de una vida pasada, ya que su eventual desaparición supuso que se habían mudado y yo estaba por fin tranquila. Los innumerables psiquiatras con los que he vaciado mi monedero no han encontrado la solución a mi problema. Mas siempre voy a creer que las voces huyeron aterrorizadas de mi mente, previendo lo que estaba por venir…