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Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
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El Ojo del Tigre (Harry Styles y tu) HOT
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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El Ojo del Tigre (Harry Styles y tu) HOT
Ficha de la serie
• Titulo: El ojo del tigre
• Autor: Yo (Anastacia1D4ever)
• Adaptación: No, hice un libro y ahora se los muestro a ustedes
• Género: Suspenso, Romance, HOT
• Advertencias: Escenas hot (Mayores de 16). NO NECESITO CHICAS
• Otras páginas: No por ahora
ElOjo del Tigre
Romance - Suspenso - HOT - London
El era el bronceado rey de los bajos fondos londinenses. Ella era una heredera aristocrática, nacida entre las sábanas de satén de una ancestral familia. Sus orgullosos corazones ardían con un fuego que los consumiría a ambos en las brasas de un amor que ninguna sociedad podría permitir y en una pasión que ninguno de los dos sería capaz de negar.
Hola chicas, aquí les traigo la nove, ojalá les guste. Si tengo al menos 4 lectoras la empiezo
PD: La nove tiene exactamente 64 capitulos bastante largos
Última edición por Anastacia1D4ever el Dom 14 Jul 2013, 2:45 am, editado 1 vez
kuchta
Re: El Ojo del Tigre (Harry Styles y tu) HOT
Pasa el mouse
Bueno, (Solo por hoy) les dejo la primera parte del capitulo uno para que vayan viendo de que trata, se que es aburrido pero verán que en los siguientes se pondrá mejor ¡COMENTEN!
CAPITULO 1
PARTE 1
PARTE 1
“ | Momentos en los que piensas que la tormenta es el mayor encanto en una noche fría y oscura de invierno |
Retumba el trueno. Como un gran dardo dentado, un rayo quiebra el firmamento, iluminando con su brillante luz blanca el fangoso camino durante apenas unos segundos. Sin embargo, ese lapso es suficiente para revelar a cinco siniestras figuras a caballo que saltando desde un bosquecillo de robles situado en el recodo del camino galopaban furiosamente hacia la diligencia que se acerca
-¡Deteneos y entregaos!
El grito aterrador, lanzado en el interior de la noche que la tormenta agitaba, puso lúgubre punto final a lo que había sido para los cuatro pares de ojos se dilataban y sus cuatro espinas dorsales se enderezaban, la orden fue señalada por un disparo de mosquete. La elegante berlina osciló con violencia cuando el cochero, Louis, tomado por sorpresa mientras casi dormitaba en el asiento alto, se irguió de pronto, tirando de las riendas en un acto reflejo. A su lado Liam, el joven caballerizo incorporado al servicio como batidor para esa extraña partida del conde, estuvo a punto de caerse del asiento cuando las ruedas de la diligencia resbalaron en el lodo. Salvándose con un presuroso monotón, busco a tientas la vetusta escopeta que Louis había metido bajo el asiento, en el último minuto antes de partida. Antes de que su mano hiciera algo más que tocar el frío metal, se oyó otro disparo de mosquete, cuya bala silbó demasiado cerca de la cabeza del caballerizo, asustándole. Maldiciendo, Liam se agachó y abandonó toda idea de heroísmo.
Por su parte, Louis pensó por un instante en fustigar a los caballos y tratar de huir, pero los animales habían cabalgado ese día desde Thetford y estaban cansados como él. En sus instrucciones el conde había dicho con claridad que el viaje no debía llevarles más que solo un día. Su señoría no estaba dispuesto a pagar por la estancia nocturna en un mesón, cuando no era necesario. Deseaba ver a la señora en Londres ese mismo día, el veintiséis de febrero. Louis y el resto del personal, así como la propia señora, se habían esmerado entre todos para obedecer las instrucciones del conde, aunque la señora había tenido tan solo días para prepararse para su viaje. Y sin embargo, miren ustedes dónde los había llevado tan elogiable obediencia: a un peligroso encuentro, en un camino oscuro y desierto, con cinco o seis salteadores cargados de mosquetes.
¿Alguna vez había habido un día tan desdichado?
Primero uno de los caballos se había derrengado, lo cual significó que hubo que reemplazar al animal por un caballo de posta, un gasto con el cual no quedaría satisfecho el tacaño conde. Luego había empezado la lluvia, un helado aguacero que convirtió el camino de posta en un lodazal y envió la diligencia resbalando a una zanja. Para poner de nuevo la diligencia en el camino habían hecho falta las robustas espaldas de un agricultor bien dispuesto y su hijo, además de Liam y el propio Louis. Contratiempos que, por supuesto, los habían retrasado más de lo previsto en llegar a Londres. ¡En ese preciso momento eran casi las diez, y allí se presentaba otro retraso!
Tal vez no fuera ese el modo justo de pensar en un ataque de cinco bandidos armados, pero así lo veía Louis, al menos en los primeros minutos de sorpresa. Después de todo, en aquel año de nuestro Señor de 1814, cuando Napoleón Bonaparte se desbocaba por todo el continente e Inglaterra estaba privada de casi todos los hombres, salvo los forajidos, el ser asaltados, el ser asaltados no era tan inusitado. El anciano pensó, esperanzado, que si cooperaban no sufrirían más daño que la pérdida de los objetos de valor de la señora. Y ella, bendita fuese, no era propensa a lamentarse por eso ni a culparlo a él por algo que no podía evitar.
Resolvieron este dilema las figuras que, envueltas en negras capas, surgieron de la oscuridad para rodear la diligencia en movimiento. Evidentemente, lo único que se podría lograr con un intento de escapar sería su propia perdición y la de Liam.
Con una callada y sentida disculpa a la dama que estaba dentro de la diligencia, Louis se inclinó ante lo inevitable y detuvo el vehículo. De inmediato, dos de esos pícaros ladrones agarraron las riendas; los caballos, no habituados a un trato tan brusco, se encabritaron entre las varas lanzando agudos relinchos de pavor.
Dentro, Lady _____ Robards Albans Saint Just, al detenerse la diligencia, se irguió un poco más en el mullido asiento de raso. La dilatación de sus ojos azules fue uno de los poquísimos indicios de alteración que reveló la dama. Al igual que Louis en el pescante, estaba casi adormilada. Al apoyar la cabeza contra el respaldo curvado, la masa de cabello castaño, fino como el de una niña, que le había desagradado desde su primera infancia, se zafó de sus broches, como lo hacía con frecuencia. Mientras ella despertaba pestañeando, unos cosquilleantes pendientes le cayeron fastidiosamente sobre el rostro. Tardó un momento en estar segura de que los ruidos apagados que le habían despertado provenían de afuera del vehículo y eran reales, no parte de un inquietante sueño
Si su blanca piel se tornó un poco más blanca al saberlo, la luz de la única lámpara del coche que aún estaba encendida era demasiado trémula para revelarlo. Dentro del vestido de lana azul, pasado de moda por lo simple, su cuerpo de finos huesos permanecía rígidamente erguido, pero inmóvil, mientras ella escuchaba la conmoción exterior. Sus blancos dedos, largos y sutiles, se apretaron un poco sobre el bolso de red que sostenía en el regazo, pero el movimiento convulsivo fue cubierto por la manta que tenía doblada en torno a la cintura. La punta de su lengua se asomó para humedecer sus labios que eran demasiado anchos para ser bellos. Sus fosas nasales se ensancharon al respirar hondamente, haciendo resaltar por un momento las pecas que le desagradaban desde hacía tanto tiempo y con tanta persistencia como su díscola cabellera
Luego su respiración se tranquilizó. De la manta surgió una mano, alzándose en un gesto tan automático que no requirió reflexión alguna para apartar de su rostro las hebras descarriadas de cabello. Elevó un poco su afilada barbilla, cuadró sus hombros estrechos y aguardó con aparente sosiego lo que sobrevendría
- Mi señora, ¿Que...?
-¡Deteneos y entregaos!
El grito aterrador, lanzado en el interior de la noche que la tormenta agitaba, puso lúgubre punto final a lo que había sido para los cuatro pares de ojos se dilataban y sus cuatro espinas dorsales se enderezaban, la orden fue señalada por un disparo de mosquete. La elegante berlina osciló con violencia cuando el cochero, Louis, tomado por sorpresa mientras casi dormitaba en el asiento alto, se irguió de pronto, tirando de las riendas en un acto reflejo. A su lado Liam, el joven caballerizo incorporado al servicio como batidor para esa extraña partida del conde, estuvo a punto de caerse del asiento cuando las ruedas de la diligencia resbalaron en el lodo. Salvándose con un presuroso monotón, busco a tientas la vetusta escopeta que Louis había metido bajo el asiento, en el último minuto antes de partida. Antes de que su mano hiciera algo más que tocar el frío metal, se oyó otro disparo de mosquete, cuya bala silbó demasiado cerca de la cabeza del caballerizo, asustándole. Maldiciendo, Liam se agachó y abandonó toda idea de heroísmo.
Por su parte, Louis pensó por un instante en fustigar a los caballos y tratar de huir, pero los animales habían cabalgado ese día desde Thetford y estaban cansados como él. En sus instrucciones el conde había dicho con claridad que el viaje no debía llevarles más que solo un día. Su señoría no estaba dispuesto a pagar por la estancia nocturna en un mesón, cuando no era necesario. Deseaba ver a la señora en Londres ese mismo día, el veintiséis de febrero. Louis y el resto del personal, así como la propia señora, se habían esmerado entre todos para obedecer las instrucciones del conde, aunque la señora había tenido tan solo días para prepararse para su viaje. Y sin embargo, miren ustedes dónde los había llevado tan elogiable obediencia: a un peligroso encuentro, en un camino oscuro y desierto, con cinco o seis salteadores cargados de mosquetes.
¿Alguna vez había habido un día tan desdichado?
Primero uno de los caballos se había derrengado, lo cual significó que hubo que reemplazar al animal por un caballo de posta, un gasto con el cual no quedaría satisfecho el tacaño conde. Luego había empezado la lluvia, un helado aguacero que convirtió el camino de posta en un lodazal y envió la diligencia resbalando a una zanja. Para poner de nuevo la diligencia en el camino habían hecho falta las robustas espaldas de un agricultor bien dispuesto y su hijo, además de Liam y el propio Louis. Contratiempos que, por supuesto, los habían retrasado más de lo previsto en llegar a Londres. ¡En ese preciso momento eran casi las diez, y allí se presentaba otro retraso!
Tal vez no fuera ese el modo justo de pensar en un ataque de cinco bandidos armados, pero así lo veía Louis, al menos en los primeros minutos de sorpresa. Después de todo, en aquel año de nuestro Señor de 1814, cuando Napoleón Bonaparte se desbocaba por todo el continente e Inglaterra estaba privada de casi todos los hombres, salvo los forajidos, el ser asaltados, el ser asaltados no era tan inusitado. El anciano pensó, esperanzado, que si cooperaban no sufrirían más daño que la pérdida de los objetos de valor de la señora. Y ella, bendita fuese, no era propensa a lamentarse por eso ni a culparlo a él por algo que no podía evitar.
Resolvieron este dilema las figuras que, envueltas en negras capas, surgieron de la oscuridad para rodear la diligencia en movimiento. Evidentemente, lo único que se podría lograr con un intento de escapar sería su propia perdición y la de Liam.
Con una callada y sentida disculpa a la dama que estaba dentro de la diligencia, Louis se inclinó ante lo inevitable y detuvo el vehículo. De inmediato, dos de esos pícaros ladrones agarraron las riendas; los caballos, no habituados a un trato tan brusco, se encabritaron entre las varas lanzando agudos relinchos de pavor.
Dentro, Lady _____ Robards Albans Saint Just, al detenerse la diligencia, se irguió un poco más en el mullido asiento de raso. La dilatación de sus ojos azules fue uno de los poquísimos indicios de alteración que reveló la dama. Al igual que Louis en el pescante, estaba casi adormilada. Al apoyar la cabeza contra el respaldo curvado, la masa de cabello castaño, fino como el de una niña, que le había desagradado desde su primera infancia, se zafó de sus broches, como lo hacía con frecuencia. Mientras ella despertaba pestañeando, unos cosquilleantes pendientes le cayeron fastidiosamente sobre el rostro. Tardó un momento en estar segura de que los ruidos apagados que le habían despertado provenían de afuera del vehículo y eran reales, no parte de un inquietante sueño
Si su blanca piel se tornó un poco más blanca al saberlo, la luz de la única lámpara del coche que aún estaba encendida era demasiado trémula para revelarlo. Dentro del vestido de lana azul, pasado de moda por lo simple, su cuerpo de finos huesos permanecía rígidamente erguido, pero inmóvil, mientras ella escuchaba la conmoción exterior. Sus blancos dedos, largos y sutiles, se apretaron un poco sobre el bolso de red que sostenía en el regazo, pero el movimiento convulsivo fue cubierto por la manta que tenía doblada en torno a la cintura. La punta de su lengua se asomó para humedecer sus labios que eran demasiado anchos para ser bellos. Sus fosas nasales se ensancharon al respirar hondamente, haciendo resaltar por un momento las pecas que le desagradaban desde hacía tanto tiempo y con tanta persistencia como su díscola cabellera
Luego su respiración se tranquilizó. De la manta surgió una mano, alzándose en un gesto tan automático que no requirió reflexión alguna para apartar de su rostro las hebras descarriadas de cabello. Elevó un poco su afilada barbilla, cuadró sus hombros estrechos y aguardó con aparente sosiego lo que sobrevendría
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