Todo había cambiado

¿Cuán hipócrita puedo ser al estar ansiosa por un evento totalmente transculturizado del mundo anglosajón cuando yo soy completamente contraria a esas cosas?

Del uno al diez… me saco un once.

Resulta que un amigo de mis padres tiene a su esposa embarazada, en realidad ya va a tener a su bebé, su segundo hijo, y nos invitaron a todos nosotros a asistir al respectivo Baby Shower.

Ahora bien, ¿por qué me emociona ésta ridícula celebración?

Respuesta: por un hombre.

Me lo explico a mí misma como algo súper sencillo de comprender pero quizás no tan fácil de explicar y aquí va:

Hace un año mis padres conocieron a Franklin, el futuro padre por segunda vez, por esas cosas extrañas de la vida de colocar a ciertas personas en tu camino. Él es topógrafo y trajo un amplio equipo a hacer un “levantamiento topográfico” a unos extensos terrenos que pertenecían a un viejo hacendado y que son todo lo que rodea mi casa.

Recuerdo que ese día llegaron, por primera vez, tres camionetas con hombres al mismo tiempo que mi mamá y yo salíamos de casa hacia el centro y mi papá se quedó trabajando en algo. A la tarde, cuando nosotras regresamos, encontramos la mesa movida y barro bajo ella.

—La gente que llegó esta mañana son topógrafos y ayudantes y van a hacer un levantamiento a la hacienda de Tamayo para construir una nueva ciudad —fue lo que dijo papá y por dentro me emocioné mucho. Luego continuó: —Los dejé pasar para que comieran dentro porque parecía que iba a llover.

Unos días después volvieron a su trabajo y se presentaron formalmente a nosotras.

Los que estaban a cargo eran Franklin y Manuel, ambos como de menos de treinta años, uno bajo y con el cabello de pinchos, el otro alto y pelón. Se presentó un señor mayor, de más de cincuenta años, con botas y un gran sombrero de paja, como Álvaro.

Había otros hombres y ninguna mujer por lo que cuando hacían las visitas a casa para comer eran bastante incómodas para mí debido a la alta cantidad de testosterona que emanaban y a las conversaciones no aptas para señoritas.

Sin embargo, los espiaba.

Yo estaba estudiando química, tal vez, para presentar en el curso en línea de la universidad, en mi escritorio que tiene en frente una ventana, protegida con malla mosquitera, y que da al comedor, cuando los observé a todos por primera vez… y uno de ellos llamó mi atención. Desde luego no fue Franklin porque yo no soy una loca-destruye-hogares, tampoco Manuel por muy simpático que éste sea; era otro.

Vestía una camisa manga larga de color blanco y era uno que cuando andaba trabajando de asistente se envolvía la cabeza en un trapo blanco, que luego supe que era una franela, y usaba lentes de sol por lo que no había visto su cara hasta entonces, sólo su porte y complexión, los cuales le daban aspecto de tener unos veinte años de edad.

Al ver su cara todo fue confirmado.

Un día tuve la oportunidad de verlo más de cerca. Silbó a la casa y, como no estaban mis padres cerca, yo tuve que atenderlo.

—Hola, ¿puedes llenarme ésta botella con agua, por favor?

—Claro —respondí mientras por dentro me desmayaba.

Tiene los ojos más hermosos que he visto, en persona, en mi vida. Ninguno de los chicos que me han llegado a gustar tienen ojos tan lindos… estos son los ojos más bellos que he visto: son aguamarina, sobre mejillas gorditas de niño y el cabello corto y rizado castaño claro.

Las manos me sudaron y la lengua se me puso tan pesada que no quise intentar hablar. Solamente le pasé su botella y me devolví a lo mío.

Con el paso de más días, mi mamá habló un poco con todos ellos y supo que este muchacho es hijo del señor Álvaro, estudia derecho en una universidad privada por las noches y tenía veinte años. Perfecto para mis diecinueve de entonces. Su nombre también es Álvaro, pero para diferenciarlo de su padre, le dicen Alvarito.

Yo vi que al hablar y sonreír se le formaban hoyuelos.

Pero él nunca más me miró, o al menos nunca lo pillé haciéndolo porque cuando no comía se acostaba en una tumbona de nuestra sala a dormir con los lentes de sol puestos y la única que en casa parecía que llamaba su atención es la regalada de mi perra porque se subía en su regazo y él la acariciaba. Ojalá yo fuera perra, pensaba al ver la escena desde mi escondite.

Llegó un día que no volvieron y me sentí aliviada porque iba a terminar esta locura de tantos hombres en casa. Poco a poco se desvanecieron mis pensamientos por Alvarito, aunque nunca fueron muy intensos porque seguía preocupada por mi último enamoramiento.


Unas semanas atrás fue cuando llegó Franklin con su invitación e inmediatamente Alvarito saltó a mi memoria, el cual estaba tapiado por muchas otras nuevas personas. Podría ser que hubiera invitado a su padre y a él, así que me vestí con una falda azul y una camisa fina de rayas blancas y salmón para no desaprovechar ninguna oportunidad.

A estas alturas empezaba a dudar y quería regresar a casa al menos a cambiarme la falda por un jean porque me sentía insegura mostrando mis piernas, además que no estaba asegurado que Alvarito estuviera allí, podía quedar como una ridícula por exagerar en la vestimenta o, la peor de todas, que él sí estuviera allí y ni siquiera me mirara, como si en su vida me hubiera visto… o que estuviera con una chica más.

Es que, siendo realistas, ¿en qué estaba pensando realmente? Yo nunca me mostré simpática con él, solo una engreída dormilona, tímida y obsesionada por el estudio, que no entabló ninguna conversación interesante con él de más de una oración, además de despeinada y mal vestida, porque en casa me gusta andar “a mis anchas”.

De todos modos, el mal ya estaba hecho. Ya papá había aparcado en un puesto de estacionamiento del club y yo ya estaba bajando del auto.

Quedaba persignarse y caminar a la estúpida fiesta.

Franklin nos recibió y tomó el regalo para el bebé. Trajo a su esposa con su hijo mayor de cuatro años y mis padres intercambiaron algunas palabras con ella. Yo no quería estar allí, razón por la cual dejé explorar a mis ojos todo el panorama tratando de encontrar caras conocidas… y vaya que consiguió una.

En una mesa un tanto alejada estaban sentados el señor Álvaro, una mujer mayor, que debía ser su esposa, y Alvarito. El último me observaba fijamente y su padre sonrió al ver que lo encontré y saludó con su mano. Yo respondí el saludo y me volteé a mis padres.

—Por allá está el señor Álvaro.

Ellos miraron a dónde les señalé y también saludaron.

—Si quieres ve para allá —dijo mamá y yo me pregunté interiormente si ésta era mi mamá o me la habían cambiado.

Cuando resolví ir hasta allá, Alvarito se levantó de su asiento y se dirigía a mí, haciendo que solo sintiera mariposas revolotear en mi estómago. Algo de su mirada fija y penetrante era distinto, como si las preguntas que me había hecho en los últimos días ahora tuvieran respuestas.

—Hola —fue lo único que él dijo y me tocó el antebrazo.

Y entonces me di cuenta que todo había cambiado.

Si vine al ridículo Baby Shower fue solo para ver de nuevo a la hija de la señora Liliana, la que nos brindó tanta hospitalidad hace un año cuando trabajé como asistente de mi padre en el último proyecto topográfico de Franklin… la señora, no la hija.

Cuando Franklin-el-cuco-Díaz trajo la rosada invitación a mi papá me guiñó un ojo y dijo que había invitado a los Montalvo. Ahí entendí su gesto y papá también lo hizo porque me dio disimuladamente un codazo en el costado. Supongo que todos creían que ella era apropiada para mí aunque nunca nos hubieran visto hablar… pero sí me habían escuchado hablar de ella.

—La hija de la señora Liliana es muy engreída. No habla con nadie —dije un día y Franklin me respondió con tono duro.

—Cállate, Alvarito. Mejor es que duermas.

Otro día se me ocurrió:

—¿Alguno de ustedes sabe su nombre?

—Adriana —me respondió mi papá con una sonrisa de medio lado. —Habla con ella —me animó.

—Nada de eso. Es curiosidad, no que me importe. ¿Qué estudia en la universidad? Si es que estudia, claro está.

—Va a empezar con Medicina. Cállate, Alvarito, es mejor que sigas durmiendo —replicó Franklin.

No pregunté más en frente de Franklin. Siempre me decía que durmiera… porque siempre tenía sueño y no me enfocaba muy bien en el trabajo de hacer las picas. Y los distraía con mis preguntas “curiosas” pero desinteresadas. Creo que esa tapadera era la más obvia que se me ha podido ocurrir. Lo cierto es que después de un tiempo no podía dormir bien en la tumbona de su casa y me colocaba los lentes de sol para fingir que lo hacía mientras la miraba estudiar por la ventana de su casa que da al comedor.

—Papá, ¿has visto sus ojos?

—¿Los de quién?

—De Adriana.

—No.

—Son extraños. Son verdes. Como el de las hojas nuevas de los árboles.

La tapadera, obviamente, se derrumbó para mi padre. Como si él por ser hombre, como yo, y de por sí, mi padre no supiera lo que mi símil significaba.

La cuestión ahora es que, estoy sentado con mis padres en una de las ridículas mesas de jardín que dispuso la agencia de festejos, esperando que la engreída de ojos verdes haga su aparición y me quede clavado en mi silla desde el primer momento que su afilada mirada haga contacto con la mía.

—Mira quién vino, Alvarito, el señor Montalvo —dijo mi papá de forma casual.

Me giré y allí estaba el señor, con su esposa y, no podía faltar, su hija. Adriana se veía como desesperada por la forma en que miraba a cualquier lugar menos a la, mucho más engreída, esposa de Franklin.

Era llamativa a leguas con la palidez de su piel en contraste con el azul brillante de su falda y el cabello oscuro que le colgaba por la espalda.

Sentí el contacto de la palma segura de mi padre en mi hombro y fue la señal para darme cuenta de que todo había cambiado. Ella me observaba asombrada y ni cuenta me había dado yo, solo tenía atención para sus piernas y cintura. Murmuró algo a su madre, saludaron hacia nosotros y después de un mohín desagradable, Adriana inició su camino en dirección a nuestra mesa.

Me puse de pie y la intercepté a medio camino. Toqué su antebrazo y sonreí de medio lado.

—Hola.

—Hola —respondió y se ruborizó de forma adorable.

—Ven.

Me sentí tarado al decir esa palabra. Es claro que iba a ir, porque, claramente, yo solo me interpuse como un obstáculo y ahora le “guiaba” el camino.

Saludó a mis padres y después le susurré que si quería dar una vuelta.

Me sentía intimidado por ella pero supongo que el que sea más baja que yo, incluso con sandalias altas, me daba cierta confianza.

Ella aceptó. Le cedí mi brazo para que se enganchara en él, si así lo quería, y lo tomó.

—Te ves muy linda —balbuceé sin poder detenerme porque es que no la había visto tan hermosa antes.

—Gracias —se ruborizó y atropelladamente añadió. —Bonita camisa.

Al menos no era el único al que le estaba costando hablar. La camisa manga larga de cuadros azules dio el efecto que esperaba.

Asentí con una sonrisa y caminamos, y hablamos de todo un poco, y supe todo lo que ya sabía de ella pero dicho por ella misma, incluyendo su nombre; y ahora también sabe de mí.

Es agradable, inteligente y no tan engreída como había supuesto. Tiene una voz suave y pausada. Es linda, muy linda… y me gusta.

Ya no se oía el bullicio de mujeres histéricas, niños o música. Éramos solo ella y yo frente a un arreglo de flores azules.

—No sé nada de ti, excepto lo que hoy me has dicho, lo cual me ha hecho cambiar por completo mi opinión acerca de ti —tragué saliva—, pero lo cierto es que quiero conocerte mejor desde ahora.

—Yo también —dijo con un brillo especial en sus ojos verdes.

—¿Puedes confiar en mí?

Afirmó con su cabeza y al tomarla por la cintura y acercarme a su rostro, con cautela y despacio, ella se relajó al toque y cerró sus ojos… y me dije a mi mismo que definitivamente todo había cambiado.