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Mensaje por CarlaFernanda Mar 03 Sep 2013, 9:48 pm

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♫Nombre: Polos opuestos.
♫Autora: Nora Roberts.
♫Adaptación: Sí.
♫Género: Misterio, policial, asesinato, etc.
♫Advertencias: No, por el momento.
Otras páginas: Supongo, yo solo la adapto aquí. 

♫ Hola! Bueno ésta es una adaptación de un libro que estoy leyendo, y créanme que es muy buena! no creo que necesite chicas, pero si las necesito les aviso. ESTO ES IMPORTANTE: ESTA NOVELA CONSISTE EN 18 CAPÍTULOS, PERO SON MUY LARGO! espero que les guste :3







1



   

 15 de agosto. Otro más de una sucesión de días de sudor y cielos caliginosos. No había cúmulos de nubes ni brisas suaves, solo una capa de humedad tan espesa que casi se podía nadar en ella. Los partes meteorológicos de las seis y las once anunciaron consternados que la cosa no quedaría ahí. La ola de calor avanzaba imparable hacia su segunda semana y se convertía en la noticia estrella de la ciudad de Washington D.C., sumida en el letargo de aquellos interminables últimos días del verano. 

  El Senado estaba de vacaciones hasta septiembre, así que Capitol Hill se movía a paso lento. El presidente se relajaba en Camp David antes de su aclamada visita a Europa. Sin los vaivenes diarios de la política, Washington se transformaba en una ciudad de turistas y vendedores ambulantes. Al otro lado del Smithsonian un mimo actuaba ante una multitud que se había detenido allí, más por darse un respiro que por apreciar su arte. Los delicados vestidos de verano se marchitaban mientras los niños lloriqueaban pidiendo helados. 

  Jóvenes y mayores acudían al parque de Rock Creek para protegerse del calor al amparo de la sombra, o dándose un baño. La gente bebía litros y litros de agua y de refrescos; también cerveza y vino, pero con mayor discreción. Las botellas desaparecían misteriosamente cuando pasaba la policía del parque. La gente se enjugaba el sudor y achicharraba salchichas en sus picnics o barbacoas mientras miraba a bebés en pañales gatear sobre la hierba. Las madres gritaban a sus hijos que se alejaran del agua, que no corrieran cerca de la carretera, que tirasen el palo o la piedra que acababan de coger del suelo. Como de costumbre, la música de las radios portátiles sonaba a un volumen alto y desafiante: los locutores hablaban de temas candentes y anunciaban temperaturas cercanas a los cuarenta grados. 

  Entre las rocas del riachuelo se congregaban pequeños grupos de estudiantes que discutían sobre el devenir del mundo, mientras otros, más interesados en el devenir de su bronceado, permanecían tumbados sobre la hierba. Los que disponían de tiempo y dinero para la gasolina habían huido a la playa o las montañas. 

  Algunos universitarios tenían energía incluso para jugar al frisbee, y los hombres, desnudos de cintura para arriba, mostraban un moreno impecable en sus torsos. Una joven y hermosa artista pasaba el tiempo dibujando sentada al pie de un árbol. Uno de los chicos, cansado de intentar sin éxito que se fijara en esos 

bíceps que había trabajado durante seis meses, optó por derroteros más obvios. El frisbee cayó con un ruido sordo sobre el cuaderno de la chica, y cuando esta alzó la vista con fastidio, el joven se acercó hasta ella corriendo. Sonrió a modo de disculpa, con la intención de encandilarla, o al menos eso esperaba. 

  —Lo siento. Se me ha escapado. 

  La artista se apartó el pelo de la cara y le tendió el frisbee. 

  —No pasa nada. 

  Volvió a su dibujo sin tan siquiera dirigirle una mirada. 

  Pero si algo tienen los jóvenes es empeño. Se agachó junto a ella y miró su dibujo. No tenía ni la más remota idea sobre arte, pero de alguna forma tenía que seducirla. 

  —Eh, ese dibujo es muy bueno. ¿Dónde estudias? 

  La chica reconoció la táctica y empezó a pensar cómo quitárselo de encima, pero lo miró el tiempo suficiente para apreciar su sonrisa. Tal vez fuera poco sutil, pero debía reconocer que era mono. 

  —Georgetown. 

  —¿En serio? Yo también. Hago el curso de introducción al derecho. 

  Su compañero se impacientó y lo llamó desde el otro lado. 

  —¡Rod! ¿Vamos a por esa birra o qué? 

  —¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Rod, ignorando a su amigo. 

  Nunca había visto unos ojos castaños tan grandes como los de esa artista. 

  —De vez en cuando. 

  —¡Rod, venga ya! Vamos a tomar esa cerveza. 

  Rod miró a su sudoroso amigo entrado en carnes, y después volvió la vista a los fríos ojos castaños de la artista. Ni punto de comparación. 

  —¡Luego nos vemos, Pete! —gritó, y lanzó el frisbee a lo alto, casi sin mirar. 

  —¿Has terminado de jugar? —preguntó la artista al observar la trayectoria. 

  El joven sonrió y le tocó las puntas del pelo. 

  —Depende. 

  Pete maldijo y salió en busca del disco. Acababa de pagar seis pavos por él. Esquivó a un perro con el que estuvo a punto de tropezar y bajó una cuesta a trompicones, esperando que no cayera al río, porque las sandalias de cuero le 

habían costado mucho más. Soltó un taco al ver que el frisbee se dirigía hacia el agua, pero al final dio en un árbol y acabó perdiéndose entre los arbustos. Pete apartó las ramas y se abrió camino, sudando a chorros y pensando en la Moosehead bien fría que le esperaba. 

  El corazón se le detuvo un instante y después bombeó toda la sangre directamente a su cabeza. No le dio tiempo a recobrar el aliento para gritar. Echó todo el almuerzo: un paquete de Fritos y dos perritos calientes. El frisbee había caído a menos de un metro del agua. Allí descansaba, nuevo, rojo y resplandeciente, encima de una mano blanca y fría que parecía querer devolvérselo. 

  Se trataba de Carla Johnson, una estudiante de teatro de veintitrés años, camarera a tiempo parcial. La habían estrangulado unas doce o quince horas antes con un amito de sacerdote. Blanco, con los bordes dorados. 

     

  El detective Zayn Malik acabó el informe del homicidio de Johnson y se derrumbó sobre su escritorio. Había tecleado los hechos con solo dos dedos, al estilo metralleta. Pero seguía teniéndolos en la cabeza. No había agresión sexual, ni robo aparente. El bolso había aparecido bajo el cuerpo, y contenía veintitrés dólares con setenta y seis centavos y una MasterCard. Su dedo todavía conservaba un anillo de ópalo que podría haberse empeñado por unos cincuenta dólares. No había móvil del crimen ni sospechosos. Nada. 

  Zayn y su compañero habían pasado la tarde hablando con los familiares de la víctima. Pensó en lo desagradable que resultaba aquello. Necesario, pero desagradable. Todos habían dado las mismas respuestas. Carla quería ser actriz. Los estudios eran su vida. Había salido con chicos, pero nada serio; se dedicaba en cuerpo y alma a una ambición que jamás lograría alcanzar. 

  Zayn repasó de nuevo el informe y se detuvo unos instantes en el arma del crimen. El amito del sacerdote. Junto a él habían encontrado una nota. Hacía unas horas que la había leído, arrodillado junto a la víctima: «Sus pecados han sido perdonados». 

  Amén, murmuró Zayn antes de exhalar un hondo suspiro. 

     

  Aquella noche de mediados de septiembre Barbara Clayton cruzó por el césped de la catedral de Washington a la una de la madrugada. Hacía una brisa 

cálida y las estrellas refulgían, pero ella no estaba de humor para disfrutarlo. Iba maldiciendo en voz baja mientras caminaba. Una estrella fugaz pasó dejando una estela brillante en el cielo y ni tan siquiera se percató. 

  Como tampoco lo hizo el hombre que la vigilaba. Había estado esperándola. ¿No le habían dicho que permaneciera atento? ¿No estaba a punto de reventarle la cabeza por la presión de la Voz, incluso a pesar de atenderla? Era el elegido para soportar tanto esa carga como su gloria. 

  Dominus vobiscum, murmuró mientras apretaba fuertemente la blanca y suave tela del amito de sacerdote. 

  Y en cuanto acabó con su cometido sintió el cálido torrente de poder que salía de sus entrañas. Su sangre bullía. Estaba limpio. Y también ella lo estaba. Le pasó el pulgar despacio y con delicadeza por la frente, los labios y el corazón, haciendo la señal de la cruz. Le dio la absolución, pero apresuradamente. La Voz le había advertido que muchos no comprenderían la pureza de sus obras. Abandonó el cuerpo de la mujer entre las sombras y se puso en camino con los ojos velados por lágrimas de gozo y locura. 

     

  —Los periodistas se nos están echando encima con este caso —dijo el comisario Harris dando un golpe sobre el periódico que había abierto encima del escritorio—. Toda la maldita ciudad está aterrada. Cuando me entere de quién ha estado filtrando noticias del caso del cura a la prensa... 

  El comisario dejó en suspenso la diatriba y se controló. Normalmente nunca estaba tan cerca de perder los papeles. Se dijo que aunque estuviera en un despacho seguía siendo un policía, uno de los mejores. Y un buen policía nunca perdía el control. Dobló el periódico para ganar tiempo y repasó con la mirada al resto de los agentes que había en la sala. Varios de los mejores, admitió Harris. No habría permitido que fuera de otro modo. 

  Zayn Malik jugueteaba con un pisapapeles Lucite apoyado en una esquina del escritorio. Lo conocía lo suficiente para saber que le gustaba tener algo en las manos mientras pensaba. Joven, reflexionó Harris, pero curtido, tras diez años en el cuerpo. Un policía serio, aunque se saltara a veces el reglamento. Sus dos menciones al valor estaban más que merecidas. En los momentos de tranquilidad incluso le divertía verlo como la versión que haría un guionista de Hollywood de un policía secreta: rasgos marcados, complexión fuerte, moreno, fibroso. Se apartaba de la norma con su cabello un poco largo y abundante, si bien se lo cortaba en una de esas pequeñas peluquerías de moda de Georgetown. Tenía unos ojos cafés claros, como la miel, que no pasaban por alto ningún detalle de importancia. 

  Liam Payne, el compañero de Zayn, estaba sentado en una silla con sus enormes piernas extendidas. Sus casi dos metros de altura eran suficientes para intimidar a un sospechoso. Tal vez por capricho, o quizá por moda, llevaba una barba de tres días, de un color castaño como su cabello. Sus ojos eran cafés y de mirada amable. Un hombre capaz de acertar al águila de una moneda de cuarto de dólar con el arma reglamentaria de la policía. 

  Harris apartó el periódico, pero no se sentó. 

  —¿Qué tenemos? 

  Zayn se pasó el pisapapeles de una mano a otra antes de soltarlo. 

  —Aparte de la complexión y del color de piel, no hay nada que vincule a las dos víctimas. No tenían amigos en común, ni frecuentaban los mismos sitios. Ya ha visto el informe de Carla Johnson. Barbara Clayton trabajaba en una tienda de ropa, estaba divorciada y no tenía hijos. Su familia es de clase obrera y vive en Maryland. Hasta hace tres meses salía en serio con un chico. La relación se enfrió y él se mudó a Los Ángeles. Estamos investigándolo, pero parece que está limpio. 

  Se llevó la mano al bolsillo para sacar un cigarrillo y vio que su compañero lo miraba. 

  —Ese es el sexto —dijo Liam con calma—. Zayn está intentando bajar del paquete diario —explicó para después seguir él mismo con el informe—. Clayton pasó la noche en un bar de Wisconsin. Algo así como una noche de chicas con su compañera de trabajo. Su amiga dice que se fue alrededor de la una. Encontraron su coche averiado a un par de manzanas del lugar de los hechos. Por lo que parece, tenía problemas con la transmisión y ella decidió seguir a pie. Su apartamento está a menos de un kilómetro de allí. 

  —Lo único que las victimas tenían en común es que eran mujeres, rubias y blancas. —Zayn aspiró el humo con fuerza, dejó que llenara sus pulmones y exhaló—. Y ahora, que están muertas. 

  En su jurisdicción, pensó Harris, tomándoselo como algo personal. 

  —El arma del crimen, el pañuelo del cura. 

  —Amito —apuntó Zayn—. No parecía muy difícil de rastrear. Nuestro hombre usa el de mejor calidad: seda. 

  —No lo compró en la ciudad —continuó Liam—. Al menos no durante el pasado año. Hemos revisado todas las tiendas de efectos religiosos y todas las iglesias. Sabemos que hay tres tiendas en Nueva Inglaterra que venden amitos de 

ese tipo. 

  —Las notas estaban escritas en papel corriente del que venden en cualquier baratillo —añadió Zayn—. No hay manera de seguirles la pista. 

  —Dicho de otra forma: no tenéis nada. 

  —Dicho de cualquier forma —repuso Zayn, aspirando una nueva bocanada de humo—: no tenemos nada. 

  Harris observó a sus hombres en silencio. Tal vez le habría gustado que Zayn llevara corbata, o que Liam se recortara un poco la barba, pero eso era una cuestión personal. Se trataba de sus mejores hombres. Malik, con su atractivo despreocupado y su aparente pasotismo, tenía la intuición de un zorro y una inteligencia penetrante como la hoja de un cuchillo. Payne era tan meticuloso y eficiente como una institutriz solterona. Se tomaba los casos como un rompecabezas, y nunca se cansaba de dar vueltas a las piezas. 

  Harris aspiró un poco de humo del cigarrillo de Zayn y se recordó que había dejado de fumar por su propio bien. 

  —Volved y hablad de nuevo con todos ellos. Quiero un informe sobre el ex novio de Clayton y la lista de clientes de las tiendas de efectos religiosos. —Harris miró el periódico una vez más—. Quiero atrapar a ese tipo. 

  —El Sacerdote —murmuró Zayn al tiempo que echaba un vistazo al titular—. A la prensa le encanta poner nombres a los psicópatas. 

  —Y que aparezcan en portada —añadió Harris—. Saquémoslo de los titulares y metámoslo entre rejas. 

     

  La doctora _______ Court bebía el café mientras ojeaba el Post, aturdida tras una larga noche de papeleo. Ya había pasado una semana completa desde el segundo asesinato y el Sacerdote, como la prensa lo llamaba, seguía suelto. Leer lo que decían de él no era la mejor manera de empezar el día, pero le interesaba profesionalmente. Tampoco es que fuera inmune al asesinato de dos mujeres en la plenitud de sus vidas, pero estaba acostumbrada a observar los hechos y diagnosticar. Llevaba toda la vida haciéndolo. 

  Su vida laboral era un compendio de problemas, dolor y frustraciones varias. Para compensarlo, procuraba mantener su espacio personal organizado y simple. Al haberse educado con las comodidades que ofrecen la riqueza y la cultura, le parecía lo más normal del mundo tener un grabado de Matisse en la pared y cristalería Baccarat sobre la mesa. Prefería los pasteles y los trazos limpios, pero de vez en cuando se sentía atraída por algo más discordante, como el óleo abstracto de líneas enérgicas y colores chillones que tenía colgado sobre la mesa. Era consciente de que necesitaba tanto la crudeza como el refinamiento, y era feliz con ello. Seguir siendo feliz era una de sus principales prioridades. 

  El café se le había quedado frío, así que lo apartó con la mano. Un momento después hizo lo mismo con el periódico. Le habría gustado saber más acerca del asesino y de las víctimas, conocer todos los detalles. Entonces recordó ese viejo dicho: «Ten cuidado con lo que deseas, porque puede hacerse realidad». Echó un vistazo al reloj y se levantó de la mesa. No había tiempo para comerse el coco con una noticia del periódico. Tenía que atender a sus pacientes. 

     

Espero que les guste. comente ;3
CarlaFernanda
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