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quedate a mi lado
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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quedate a mi lado
decisión.
Capítulo 4
No soy lo que aparento, soy lo que escondo en mi interior.
Atrévete a verme como realmente soy. Apuesta por mí.
—Me apuesto un café a que no se presenta —retó Anny a su amiga.
—Trato hecho —aceptó Nur—. Pero ojo, no quiero un café cualquiera, sino un frappuccino
de caramelo.
—Tú misma. —Anny se encogió de hombros y sonrió con suficiencia—. Eres tú la que va a
perder y a pagar.
—Eso habrá que verlo.
Eran poco más de las ocho de la mañana de un día magníficamente soleado. Las dos
amigas estaban sentadas tras el mostrador de la tintorería, supuestamente ayudando a Sonia
a ordenar las direcciones y horarios de las recogidas de ese día, mientras esta se ocupaba de
ir al banco a ingresar el dinero recaudado la jornada anterior. Pero lo que realmente estaban
haciendo las muchachas era debatir entre ellas sobre el joven que, según Anny, había
encandilado a Dolores... y a Nur.
—Mira, tía, es de cajón. Una cosa es llevar una caja con revistas viejas y un par de telas a
la residencia de ancianos y otra muy distinta pasarse todo el día cargando con alfombras
sucias y pesadas de un lado a otro del barrio —argumentaba Anny—. Seguro que se raja, ya
verás.—
No sé. La abuela está segura de que acudirá. Ha hablado con Román y dice que Scooby
confía en Jared y ya sabes que rara vez se equivoca.
—¡Oh, por favor! No me digas que vas a hacer caso de ese loco y su desequilibrado
chucho.
—Pues... no, la verdad. —Nuria sonrió—. Pero no sé. No es que lo conozca mucho, pero me
da la impresión de que no es lo que parece a simple vista.
—Por supuesto que no. Es un príncipe de un remoto y desconocido país que se ha
disfrazado de mendigo para introducirse entre la gente de la calle y ver cuáles son sus
carencias. ¡No me fastidies, Nur! —estalló Anny—. Vamos, tía, usa la cabeza. No sé qué mosca
te ha picado. Hace tres semanas estabas segura de que el tipo iba a robaros, maltrataros o
algo por el estilo, y ahora lo defiendes a capa y espada.
—Hace tres semanas no había hablado con él, no le conocía ni tenía ganas de hacerlo.
Ahora es distinto.
—¿Qué ha cambiado? Sigues sin conocerle.
—Comí con él y lo que vi no me gustó —confesó Nuria bajando la voz.
—¿Qué viste? —preguntó su amiga de repente seria.
—Vi a todos los clientes del restaurante desviando la mirada para no verle. Vi a un hombre
joven y demasiado delgado mirar con temor a su alrededor e intentar hacerse todavía más
invisible de lo que era. Le vi coger el tenedor con dedos temblorosos y obligarse a comer
despacio, como si apenas pudiera soportar esperar a meterse la comida en la boca y a la vez
tuviera miedo de... no sé, de que sus modales en la mesa fueran incorrectos. Tenías que haber
estado allí, Anny —dijo a su amiga tomándola de la mano—. Al principio no levantaba la mirada
de la mesa, como si no se atreviera a hablar con nosotras. Poco a poco fue entrando en la
conversación, al principio solo con monosílabos, como si se hubiera olvidado de la manera de
conversar. Pero cuando por fin comenzó a hablar fue... increíble. Irguió la espalda, levantó la
cabeza y... —dejó de hablar y entornó los ojos.
—Y... ¿qué?
—Se transformó en otra persona. Es superinteligente... es... no lo sé explicar. Hay
sufrimiento en su mirada, pero también dignidad, honor, superación, fortaleza...
—¡Nur! —exclamó Anny con los ojos abiertos como platos.
—¡Qué!
—Hablas como... como si te gustara —explicó Anny posando la palma de la mano sobre la
frente de su amiga—. ¿No estarás enferma, verdad?
—Oh, déjate de tonterías —gruñó Nuria apartando de un manotazo a su amiga.
—Hola —susurró una voz de hombre desde la entrada de la tienda.
Nur y Anny volvieron la cabeza y observaron al recién llegado, extrañadas. Era muy pronto
para que fuera un cliente, la tintorería normalmente no abría hasta las nueve y media.
—Hola —saludó Anny levantándose de la silla con la mejor de sus sonrisas; el tipo era
guapísimo—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Esto... soy yo... Jared. ¿Llego demasiado pronto? —preguntó nervioso mirando el reloj de
la pared. Las manecillas indicaban que faltaban quince minutos para las nueve en punto.
—¡Jared! —exclamaron las dos amigas a la vez, totalmente sorprendidas.
—Hola, muchacho; ya veo que has llegado pronto —dijo Sonia empujándole para que
entrara en la tienda y la dejara pasar—. ¡Madre mía! Sí que has cambiado. Es increíble lo que
puede hacer un buen corte de pelo y un afeitado. ¡Estás hecho un adonis! Ten cuidado o las
señoritas aquí presentes te darán un buen mordisco en el trasero —avisó guiñándole un ojo.
—¡Mamá! —gritó Anny indignada por que su madre se refiriera a ella de esa manera.
—¡Señora! —exclamó Jared rojo como un tomate.
—No les hagas caso, siempre están igual —dijo Nur sonriéndole.
—¡Ja! Traidora, te has aliado con el enemigo —sentenció Anny sacándole la lengua a su
amiga.
Nur cerró la boca, apretó las mejillas y logró resistir un segundo entero; luego estalló en
una musical carcajada que
rápidamente se le contagió a Anny. Sonia negó con la cabeza y se encogió de hombros
mirando a Jared, como queriendo decir: «ya ves lo que tengo que soportar cada día».
Jared sonrió ante la familiar y entrañable estampa. Un segundo después, la alegría
reflejada en sus ojos se tornó en desesperado anhelo al darse cuenta de todo aquello que le
había faltado tanto tiempo. Durante toda su vida.
Cabeceó angustiado al sentir que deseaba con toda su alma pertenecer a ese grupito de
personas, reírse con ellas, hablar con ellas, relacionarse con ellas. Dejar de ser invisible. Sacudió
la cabeza, irritado consigo mismo. Él era quien era. Nadie.
No tenía derecho a estar allí, compartiendo ese momento especial con aquellas mujeres
únicas.
—¡Chicas! Un poco de seriedad, por favor —dijo Sonia dando dos fuertes palmadas para
llamar la atención de las amigas.
Nuria y Anny se pusieron serias, o al menos todo lo seria que se puede poner una persona
con los ojos llenos de lágrimas por culpa de la risa.
—Muy bien, acércate —dijo señalando al joven. Este obedeció al momento—. Te he
preparado una ruta, síguela —le indicó tendiéndole un plano y un cuaderno—. Las direcciones
y los horarios de los clientes están apuntados en la libreta. De todas maneras, como tienes
que traer las alfombras una por una, te veré a menudo durante la mañana, así que, si tienes
alguna duda, no te la calles y cuéntamela. No quiero errores —advirtió—. ¿Entendido?
—Sí, señora.
—Bien, quítate la chaqueta y ponte esto —le tendió una cazadora de trabajo color
naranja con el logotipo de la tintorería en uno de los bolsillos.
—¿Le vas a obligar a llevar... eso? —preguntó Nuria compadeciéndose del hombre.
—Va a parecer el butanero —estalló Anny en carcajadas.
—¡Pero bueno! Si no recuerdo mal, no hace mucho tiempo que vosotras teníais unas muy
similares.
Esa frase cortó en seco las protestas y carcajadas de las chicas. Ellas mismas se habían
visto obligadas a recoger y entregar alfombras, trajes y prendas varias con cazadoras similares,
y recordaban perfectamente el ridículo que creían hacer.
—Eso está mucho mejor —asintió Sonia—. No les hagas ni caso; es una buena prenda,
setenta por ciento algodón y treinta por ciento poliéster —informó con profesionalidad—. No
se arruga, no sudas más de la cuenta con ella, no ensucias tu propia ropa y todo el mundo te
reconoce como mi empleado.
Jared se la puso sin dudar. Le parecía estupendo llevar la cazadora de la tintorería, así no
mancharía su nueva ropa. Se la acomodó dando suaves pasadas con la palma de las manos y,
en un ataque de vanidad que no sabía que todavía tuviera en su interior, se volvió hacia un
pequeño espejo que había sobre el mostrador y observó cómo le quedaba. Parpadeó
asombrado. Sí. Parecía el butanero, pero también parecía un profesional. Irguió la espalda y
asintió con la cabeza, complacido. Seguro que con esa prenda no sería invisible.
—Muy bien —comentó Sonia satisfecha—, estás guapísimo. —Nuria y Anny no pudieron
evitar un par de risitas tontas—. Sí, señor. Te vas a llevar a las clientas de calle. Ahora, sonríe
un poco. —Jared no pudo evitar obedecerla, las chicas seguían riéndose y haciendo
aspavientos tras ella—. ¡Perfecto! Deja que te atuse un poco el pelo.
Jared dio un paso atrás, sorprendido, cuando Sonia le recolocó el cabello con manos
firmes.—
¡Impecable! Estás listo para pasar a la acción. Haz bien tu trabajo, sonríe mucho, trata a
los clientes como si fueran reyes y reinas —le aconsejó—, gánate su confianza y, si tienes
suerte, te empezarán a llover encargos. Seguro —afirmó convencida—. Y recuerda, un cliente
satisfecho es un cliente que regresa.
—Y que deja buenas propinas —terminaron la coletilla las dos amigas.
Jared no pudo evitar sonreír. Y Nuria no pudo evitar suspirar al ver su sonrisa.
El joven sacó la libreta, estudió la primera dirección, asintió con la cabeza y salió de la
tintorería dispuesto a realizar su trabajo a la perfección.
Nuria le siguió.
—Te acompaño —declaró situándose a su lado.
Jared la miró confuso y asintió encogiéndose de hombros. Imaginó que Sonia le habría
ordenado que le vigilase; al fin y al cabo, no era más que un vagabundo y era lógico que no se
fiara de él.
—No abrimos la mercería hasta las diez, así que tengo toda una hora por delante sin
nada que hacer —comenzó a parlotear la muchacha, incómoda ante el silencio del joven—. He
pensado que te vendría bien un poco de ayuda para orientarte por el barrio.
Jared no respondió, se limitó a mirarla y asentir con la cabeza.
—Aunque recoger alfombras parezca fácil, no te creas que lo es. Casi todos los edificios
tienen porteros y es complicado conseguir que te dejen entrar. Aunque como llevas el uniforme
de la tintorería lo mismo no te ponen muchos problemas —le advirtió Nuria—. De todos modos,
te viene bien que te acompañe, ¿verdad? —inquirió indecisa. Ya no le parecía tan buena idea
acompañarle. No ahora, que se mostraba tan huraño.
Jared volvió la cabeza y la observó con atención. La muchacha tenía el rostro sonrojado y
parecía preocupada.
—No voy a escapar con las alfombras —respondió cortante, mostrando un atisbo de su
antiguo carácter.
No le gustaba que le vigilaran, entendía que era necesario para que confiaran en él. Pero
le hubiera gustado más que le consideraran una persona honrada y digna de realizar el trabajo
sin tener que aportar antes pruebas de ello.
—¿Cómo dices?
Nuria se detuvo en mitad de la calle cruzándose de brazos, enfadada. Jared cerró los ojos
consciente de que su respuesta no había sido la más adecuada para ganarse la confianza de
nadie.—
Lo siento. Ha estado fuera de lugar —se disculpó.
—Por supuesto. Escúchame bien, idiota. ¿Te crees que estoy aquí para vigilar que no le
robes las alfombras sucias a Sonia?
—Yo...
—No he terminado —le interrumpió ella—. Mi única intención era hacerte el trabajo más
fácil. Por si no lo sabes, me he pasado años recogiendo y llevando cosas a la tintorería.
Conozco a cada portero, a cada clienta y cada atajo que puedes tomar para llegar antes. ¿Lo
entiendes? Pero si no te interesa mi ayuda, dímelo y me largaré con viento fresco —aseveró
enfadada.
—Pensé que te caía mal —replicó Jared.
—¿Perdona?
—Se me hace extraño que quieras acompañarme. Dejaste bien claro que no te gustaba y
no te fiabas de mí —explicó Jared en la frase más larga que había dicho en meses.
—Oh. —Nuria se mordió los labios—. Eso era antes —se defendió la joven.
—¿Antes de qué?
—Antes de que me cayeras bien —afirmó resuelta a no dejarse intimidar por el hombre.
—Ah —repuso él sin saber qué decir.
—Ahora me caes bien y, por tanto, si mi presencia no te molesta, pretendo acompañarte.
¿Estás de acuerdo?
—Sí —contestó con una sonrisa iluminando sus normalmente serias facciones.
Nuria era una mujer muy hermosa. Cuando estaba con sus amigas era adorable, cuando
se reía le hechizaba. Y cuando se enfadaba era... puro fuego.
Jared pensó, no por primera vez, cómo sería tenerla por amiga, poder tocarla sin
impedimentos, hablar con ella como un hombre normal, no como alguien como él.
Ella había dicho que le caía bien; quizás algún día, en un futuro lejano...
—Déjame ver la primera dirección —dijo Nuria interrumpiendo sus pensamientos.
Él le tendió la libreta de notas sin dejar de observarla en silencio, mientras ella bajaba la
cabeza para leer las anotaciones. Varios mechones de pelo castaño cayeron sobre su rostro,
ocultándolo como si fueran cortinas de seda. Jared levantó una mano sin ser consciente de lo
que hacía, deseando tocar ese precioso cabello, pero se detuvo en el último segundo. Nuria no
se merecía que una escoria como él se atreviera a tocarla.
—Uf. Qué tenemos aquí. Tu primera recogida es en casa de... —Le miró sonriente—. Has
tenido una suerte increíble —afirmó, aunque era consciente de que Sonia había programado
esa primera visita a propósito—. Tu primera clienta es una mujer encantadora, no te va a dar
ningún problema. Y suele dejar unas propinas impresionantes —asintió para sí antes de seguir
leyendo—. Mmm, la siguiente es algo más complicada, siempre va con prisas, y te exigirá que le
confirmes la entrega antes de una semana. Uf, de verdad que no entiendo a este tipo de
personas —declaró retirándose el pelo de la cara con una mano—. ¿Por qué narices tiene prisa
en tener algo que hasta octubre no va a volver a usar?
Jared se encogió de hombros con una sonrisa en los ojos.
—En fin, tú dile que sí a todo y que luego se ocupe Sonia si surge algún problema.
Además, es una tacaña. No te comas el coco con ella, no merece la pena.
Jared no pudo evitar reír ante el último comentario. Nur lo miró sorprendida. Era la primera
vez que oía su risa y era mágica, ronca, íntima, sensual. Lo observó ensimismada. No era el
mismo hombre que hacía tres semanas. Sí, estaba igual de delgado y su rostro tenía las
mismas ojeras de cansancio. Pero su mirada no se mostraba tan esquiva como antes, sus
hombros estaban erguidos y sus labios... sus labios se habían estirado un par de veces esa
mañana en un cálida sonrisa.
Ahora que la barba y las greñas no ocultaban su cara, podía ver que era un hombre muy
atractivo. Destacaban en su rostro los labios bien definidos, la nariz digna de los antiguos
patricios griegos, la frente amplia y, sus ojos... ¡Dios!
¿Cómo no se había fijado antes en esos ojos? De un gris tan claro que parecían de plata.
—¿Tengo algo en la cara? —le preguntó Jared, sobresaltándola.
Nuria lo miró indecisa, sin saber qué decir.
El hombre se restregaba las mejillas con los dedos una y otra vez, preocupado por si tenía
alguna mancha del café o las pastas que había desayunado con Román. No quería causar
mala impresión a las clientas.
—Eh... Sí. Tienes una manchita de chocolate aquí —mintió Nuria, acariciándole la
comisura de la boca con un dedo.
La piel de Jared era suave y sus labios desprendían calor. Sin ser consciente de lo que
hacía, Nuria se lamió los labios, a la vez que dejaba que sus pestañas cayeran, entrecerrando
los ojos en un gesto tan sensual que el hombre no pudo evitar desear devorar su boca en ese
mismo momento.
Jared dio un paso atrás, asustado, dispuesto a librarse como fuera del incontenible
impulso que le incitaba a besarla.
Nuria carraspeó avergonzada, por un momento había estado a punto de darle un beso.
Jared miró al frente y comenzó a caminar hacia su próximo destino, pero apenas había
dado dos pasos cuando se detuvo asombrado. Acababa de recordar algo. No había
desayunado nada que tuviera chocolate.
Capítulo 4
No soy lo que aparento, soy lo que escondo en mi interior.
Atrévete a verme como realmente soy. Apuesta por mí.
—Me apuesto un café a que no se presenta —retó Anny a su amiga.
—Trato hecho —aceptó Nur—. Pero ojo, no quiero un café cualquiera, sino un frappuccino
de caramelo.
—Tú misma. —Anny se encogió de hombros y sonrió con suficiencia—. Eres tú la que va a
perder y a pagar.
—Eso habrá que verlo.
Eran poco más de las ocho de la mañana de un día magníficamente soleado. Las dos
amigas estaban sentadas tras el mostrador de la tintorería, supuestamente ayudando a Sonia
a ordenar las direcciones y horarios de las recogidas de ese día, mientras esta se ocupaba de
ir al banco a ingresar el dinero recaudado la jornada anterior. Pero lo que realmente estaban
haciendo las muchachas era debatir entre ellas sobre el joven que, según Anny, había
encandilado a Dolores... y a Nur.
—Mira, tía, es de cajón. Una cosa es llevar una caja con revistas viejas y un par de telas a
la residencia de ancianos y otra muy distinta pasarse todo el día cargando con alfombras
sucias y pesadas de un lado a otro del barrio —argumentaba Anny—. Seguro que se raja, ya
verás.—
No sé. La abuela está segura de que acudirá. Ha hablado con Román y dice que Scooby
confía en Jared y ya sabes que rara vez se equivoca.
—¡Oh, por favor! No me digas que vas a hacer caso de ese loco y su desequilibrado
chucho.
—Pues... no, la verdad. —Nuria sonrió—. Pero no sé. No es que lo conozca mucho, pero me
da la impresión de que no es lo que parece a simple vista.
—Por supuesto que no. Es un príncipe de un remoto y desconocido país que se ha
disfrazado de mendigo para introducirse entre la gente de la calle y ver cuáles son sus
carencias. ¡No me fastidies, Nur! —estalló Anny—. Vamos, tía, usa la cabeza. No sé qué mosca
te ha picado. Hace tres semanas estabas segura de que el tipo iba a robaros, maltrataros o
algo por el estilo, y ahora lo defiendes a capa y espada.
—Hace tres semanas no había hablado con él, no le conocía ni tenía ganas de hacerlo.
Ahora es distinto.
—¿Qué ha cambiado? Sigues sin conocerle.
—Comí con él y lo que vi no me gustó —confesó Nuria bajando la voz.
—¿Qué viste? —preguntó su amiga de repente seria.
—Vi a todos los clientes del restaurante desviando la mirada para no verle. Vi a un hombre
joven y demasiado delgado mirar con temor a su alrededor e intentar hacerse todavía más
invisible de lo que era. Le vi coger el tenedor con dedos temblorosos y obligarse a comer
despacio, como si apenas pudiera soportar esperar a meterse la comida en la boca y a la vez
tuviera miedo de... no sé, de que sus modales en la mesa fueran incorrectos. Tenías que haber
estado allí, Anny —dijo a su amiga tomándola de la mano—. Al principio no levantaba la mirada
de la mesa, como si no se atreviera a hablar con nosotras. Poco a poco fue entrando en la
conversación, al principio solo con monosílabos, como si se hubiera olvidado de la manera de
conversar. Pero cuando por fin comenzó a hablar fue... increíble. Irguió la espalda, levantó la
cabeza y... —dejó de hablar y entornó los ojos.
—Y... ¿qué?
—Se transformó en otra persona. Es superinteligente... es... no lo sé explicar. Hay
sufrimiento en su mirada, pero también dignidad, honor, superación, fortaleza...
—¡Nur! —exclamó Anny con los ojos abiertos como platos.
—¡Qué!
—Hablas como... como si te gustara —explicó Anny posando la palma de la mano sobre la
frente de su amiga—. ¿No estarás enferma, verdad?
—Oh, déjate de tonterías —gruñó Nuria apartando de un manotazo a su amiga.
—Hola —susurró una voz de hombre desde la entrada de la tienda.
Nur y Anny volvieron la cabeza y observaron al recién llegado, extrañadas. Era muy pronto
para que fuera un cliente, la tintorería normalmente no abría hasta las nueve y media.
—Hola —saludó Anny levantándose de la silla con la mejor de sus sonrisas; el tipo era
guapísimo—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Esto... soy yo... Jared. ¿Llego demasiado pronto? —preguntó nervioso mirando el reloj de
la pared. Las manecillas indicaban que faltaban quince minutos para las nueve en punto.
—¡Jared! —exclamaron las dos amigas a la vez, totalmente sorprendidas.
—Hola, muchacho; ya veo que has llegado pronto —dijo Sonia empujándole para que
entrara en la tienda y la dejara pasar—. ¡Madre mía! Sí que has cambiado. Es increíble lo que
puede hacer un buen corte de pelo y un afeitado. ¡Estás hecho un adonis! Ten cuidado o las
señoritas aquí presentes te darán un buen mordisco en el trasero —avisó guiñándole un ojo.
—¡Mamá! —gritó Anny indignada por que su madre se refiriera a ella de esa manera.
—¡Señora! —exclamó Jared rojo como un tomate.
—No les hagas caso, siempre están igual —dijo Nur sonriéndole.
—¡Ja! Traidora, te has aliado con el enemigo —sentenció Anny sacándole la lengua a su
amiga.
Nur cerró la boca, apretó las mejillas y logró resistir un segundo entero; luego estalló en
una musical carcajada que
rápidamente se le contagió a Anny. Sonia negó con la cabeza y se encogió de hombros
mirando a Jared, como queriendo decir: «ya ves lo que tengo que soportar cada día».
Jared sonrió ante la familiar y entrañable estampa. Un segundo después, la alegría
reflejada en sus ojos se tornó en desesperado anhelo al darse cuenta de todo aquello que le
había faltado tanto tiempo. Durante toda su vida.
Cabeceó angustiado al sentir que deseaba con toda su alma pertenecer a ese grupito de
personas, reírse con ellas, hablar con ellas, relacionarse con ellas. Dejar de ser invisible. Sacudió
la cabeza, irritado consigo mismo. Él era quien era. Nadie.
No tenía derecho a estar allí, compartiendo ese momento especial con aquellas mujeres
únicas.
—¡Chicas! Un poco de seriedad, por favor —dijo Sonia dando dos fuertes palmadas para
llamar la atención de las amigas.
Nuria y Anny se pusieron serias, o al menos todo lo seria que se puede poner una persona
con los ojos llenos de lágrimas por culpa de la risa.
—Muy bien, acércate —dijo señalando al joven. Este obedeció al momento—. Te he
preparado una ruta, síguela —le indicó tendiéndole un plano y un cuaderno—. Las direcciones
y los horarios de los clientes están apuntados en la libreta. De todas maneras, como tienes
que traer las alfombras una por una, te veré a menudo durante la mañana, así que, si tienes
alguna duda, no te la calles y cuéntamela. No quiero errores —advirtió—. ¿Entendido?
—Sí, señora.
—Bien, quítate la chaqueta y ponte esto —le tendió una cazadora de trabajo color
naranja con el logotipo de la tintorería en uno de los bolsillos.
—¿Le vas a obligar a llevar... eso? —preguntó Nuria compadeciéndose del hombre.
—Va a parecer el butanero —estalló Anny en carcajadas.
—¡Pero bueno! Si no recuerdo mal, no hace mucho tiempo que vosotras teníais unas muy
similares.
Esa frase cortó en seco las protestas y carcajadas de las chicas. Ellas mismas se habían
visto obligadas a recoger y entregar alfombras, trajes y prendas varias con cazadoras similares,
y recordaban perfectamente el ridículo que creían hacer.
—Eso está mucho mejor —asintió Sonia—. No les hagas ni caso; es una buena prenda,
setenta por ciento algodón y treinta por ciento poliéster —informó con profesionalidad—. No
se arruga, no sudas más de la cuenta con ella, no ensucias tu propia ropa y todo el mundo te
reconoce como mi empleado.
Jared se la puso sin dudar. Le parecía estupendo llevar la cazadora de la tintorería, así no
mancharía su nueva ropa. Se la acomodó dando suaves pasadas con la palma de las manos y,
en un ataque de vanidad que no sabía que todavía tuviera en su interior, se volvió hacia un
pequeño espejo que había sobre el mostrador y observó cómo le quedaba. Parpadeó
asombrado. Sí. Parecía el butanero, pero también parecía un profesional. Irguió la espalda y
asintió con la cabeza, complacido. Seguro que con esa prenda no sería invisible.
—Muy bien —comentó Sonia satisfecha—, estás guapísimo. —Nuria y Anny no pudieron
evitar un par de risitas tontas—. Sí, señor. Te vas a llevar a las clientas de calle. Ahora, sonríe
un poco. —Jared no pudo evitar obedecerla, las chicas seguían riéndose y haciendo
aspavientos tras ella—. ¡Perfecto! Deja que te atuse un poco el pelo.
Jared dio un paso atrás, sorprendido, cuando Sonia le recolocó el cabello con manos
firmes.—
¡Impecable! Estás listo para pasar a la acción. Haz bien tu trabajo, sonríe mucho, trata a
los clientes como si fueran reyes y reinas —le aconsejó—, gánate su confianza y, si tienes
suerte, te empezarán a llover encargos. Seguro —afirmó convencida—. Y recuerda, un cliente
satisfecho es un cliente que regresa.
—Y que deja buenas propinas —terminaron la coletilla las dos amigas.
Jared no pudo evitar sonreír. Y Nuria no pudo evitar suspirar al ver su sonrisa.
El joven sacó la libreta, estudió la primera dirección, asintió con la cabeza y salió de la
tintorería dispuesto a realizar su trabajo a la perfección.
Nuria le siguió.
—Te acompaño —declaró situándose a su lado.
Jared la miró confuso y asintió encogiéndose de hombros. Imaginó que Sonia le habría
ordenado que le vigilase; al fin y al cabo, no era más que un vagabundo y era lógico que no se
fiara de él.
—No abrimos la mercería hasta las diez, así que tengo toda una hora por delante sin
nada que hacer —comenzó a parlotear la muchacha, incómoda ante el silencio del joven—. He
pensado que te vendría bien un poco de ayuda para orientarte por el barrio.
Jared no respondió, se limitó a mirarla y asentir con la cabeza.
—Aunque recoger alfombras parezca fácil, no te creas que lo es. Casi todos los edificios
tienen porteros y es complicado conseguir que te dejen entrar. Aunque como llevas el uniforme
de la tintorería lo mismo no te ponen muchos problemas —le advirtió Nuria—. De todos modos,
te viene bien que te acompañe, ¿verdad? —inquirió indecisa. Ya no le parecía tan buena idea
acompañarle. No ahora, que se mostraba tan huraño.
Jared volvió la cabeza y la observó con atención. La muchacha tenía el rostro sonrojado y
parecía preocupada.
—No voy a escapar con las alfombras —respondió cortante, mostrando un atisbo de su
antiguo carácter.
No le gustaba que le vigilaran, entendía que era necesario para que confiaran en él. Pero
le hubiera gustado más que le consideraran una persona honrada y digna de realizar el trabajo
sin tener que aportar antes pruebas de ello.
—¿Cómo dices?
Nuria se detuvo en mitad de la calle cruzándose de brazos, enfadada. Jared cerró los ojos
consciente de que su respuesta no había sido la más adecuada para ganarse la confianza de
nadie.—
Lo siento. Ha estado fuera de lugar —se disculpó.
—Por supuesto. Escúchame bien, idiota. ¿Te crees que estoy aquí para vigilar que no le
robes las alfombras sucias a Sonia?
—Yo...
—No he terminado —le interrumpió ella—. Mi única intención era hacerte el trabajo más
fácil. Por si no lo sabes, me he pasado años recogiendo y llevando cosas a la tintorería.
Conozco a cada portero, a cada clienta y cada atajo que puedes tomar para llegar antes. ¿Lo
entiendes? Pero si no te interesa mi ayuda, dímelo y me largaré con viento fresco —aseveró
enfadada.
—Pensé que te caía mal —replicó Jared.
—¿Perdona?
—Se me hace extraño que quieras acompañarme. Dejaste bien claro que no te gustaba y
no te fiabas de mí —explicó Jared en la frase más larga que había dicho en meses.
—Oh. —Nuria se mordió los labios—. Eso era antes —se defendió la joven.
—¿Antes de qué?
—Antes de que me cayeras bien —afirmó resuelta a no dejarse intimidar por el hombre.
—Ah —repuso él sin saber qué decir.
—Ahora me caes bien y, por tanto, si mi presencia no te molesta, pretendo acompañarte.
¿Estás de acuerdo?
—Sí —contestó con una sonrisa iluminando sus normalmente serias facciones.
Nuria era una mujer muy hermosa. Cuando estaba con sus amigas era adorable, cuando
se reía le hechizaba. Y cuando se enfadaba era... puro fuego.
Jared pensó, no por primera vez, cómo sería tenerla por amiga, poder tocarla sin
impedimentos, hablar con ella como un hombre normal, no como alguien como él.
Ella había dicho que le caía bien; quizás algún día, en un futuro lejano...
—Déjame ver la primera dirección —dijo Nuria interrumpiendo sus pensamientos.
Él le tendió la libreta de notas sin dejar de observarla en silencio, mientras ella bajaba la
cabeza para leer las anotaciones. Varios mechones de pelo castaño cayeron sobre su rostro,
ocultándolo como si fueran cortinas de seda. Jared levantó una mano sin ser consciente de lo
que hacía, deseando tocar ese precioso cabello, pero se detuvo en el último segundo. Nuria no
se merecía que una escoria como él se atreviera a tocarla.
—Uf. Qué tenemos aquí. Tu primera recogida es en casa de... —Le miró sonriente—. Has
tenido una suerte increíble —afirmó, aunque era consciente de que Sonia había programado
esa primera visita a propósito—. Tu primera clienta es una mujer encantadora, no te va a dar
ningún problema. Y suele dejar unas propinas impresionantes —asintió para sí antes de seguir
leyendo—. Mmm, la siguiente es algo más complicada, siempre va con prisas, y te exigirá que le
confirmes la entrega antes de una semana. Uf, de verdad que no entiendo a este tipo de
personas —declaró retirándose el pelo de la cara con una mano—. ¿Por qué narices tiene prisa
en tener algo que hasta octubre no va a volver a usar?
Jared se encogió de hombros con una sonrisa en los ojos.
—En fin, tú dile que sí a todo y que luego se ocupe Sonia si surge algún problema.
Además, es una tacaña. No te comas el coco con ella, no merece la pena.
Jared no pudo evitar reír ante el último comentario. Nur lo miró sorprendida. Era la primera
vez que oía su risa y era mágica, ronca, íntima, sensual. Lo observó ensimismada. No era el
mismo hombre que hacía tres semanas. Sí, estaba igual de delgado y su rostro tenía las
mismas ojeras de cansancio. Pero su mirada no se mostraba tan esquiva como antes, sus
hombros estaban erguidos y sus labios... sus labios se habían estirado un par de veces esa
mañana en un cálida sonrisa.
Ahora que la barba y las greñas no ocultaban su cara, podía ver que era un hombre muy
atractivo. Destacaban en su rostro los labios bien definidos, la nariz digna de los antiguos
patricios griegos, la frente amplia y, sus ojos... ¡Dios!
¿Cómo no se había fijado antes en esos ojos? De un gris tan claro que parecían de plata.
—¿Tengo algo en la cara? —le preguntó Jared, sobresaltándola.
Nuria lo miró indecisa, sin saber qué decir.
El hombre se restregaba las mejillas con los dedos una y otra vez, preocupado por si tenía
alguna mancha del café o las pastas que había desayunado con Román. No quería causar
mala impresión a las clientas.
—Eh... Sí. Tienes una manchita de chocolate aquí —mintió Nuria, acariciándole la
comisura de la boca con un dedo.
La piel de Jared era suave y sus labios desprendían calor. Sin ser consciente de lo que
hacía, Nuria se lamió los labios, a la vez que dejaba que sus pestañas cayeran, entrecerrando
los ojos en un gesto tan sensual que el hombre no pudo evitar desear devorar su boca en ese
mismo momento.
Jared dio un paso atrás, asustado, dispuesto a librarse como fuera del incontenible
impulso que le incitaba a besarla.
Nuria carraspeó avergonzada, por un momento había estado a punto de darle un beso.
Jared miró al frente y comenzó a caminar hacia su próximo destino, pero apenas había
dado dos pasos cuando se detuvo asombrado. Acababa de recordar algo. No había
desayunado nada que tuviera chocolate.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 5
Cuando una piedra cae al río crea múltiples ondas concéntricas
que se expanden en él. De la misma manera, cuando
alguien actúa con dignidad, amabilidad, empeño
y perseverancia, a su alrededor se crean ondas
de apoyo, cariño, confianza y lealtad.
Jared caminaba por la calle en dirección a ninguna parte. Acababa de entregar la última
alfombra a Sonia y por el momento no tenía nada más que hacer. Se estaba planteando si
acercarse o no a la mercería para saludar a Dolores y, para que engañarse, ver a Nuria,
conversar y reírse con ella, sentirla cerca. Lo cierto era que esa mañana, en contra de lo que
venía siendo habitual durante las últimas semanas, no habían coincidido y, sinceramente, la
echaba de menos. Mucho.
—Oye, perdona —escuchó decir a alguien.
Jared se dio la vuelta, más por curiosidad que porque pensara que se referían a él.
—¿Eres Jared? —preguntó un hombre desde la puerta de la zapatería.
—Sí —afirmó observando al varón. Tendría más o menos su misma edad, unos veintisiete
o veintiocho años. Era un tipo enorme, con un delantal azul que le cubría parte del torso y
acababa un poco por encima de sus rodillas.
—Soy Darío, el zapatero remendón del barrio —se presentó bromeando—. Dolores me ha
dicho que podrías estar interesado en algún trabajillo.
—Sí, claro. ¿Qué necesitas?
—Los cristales del escaparate están asquerosos —informó
Darío señalándolos con el dedo—. Normalmente los limpio yo, pero ahora con la crisis la
gente prefiere arreglar los viejos zapatos en vez de comprar unos nuevos, lo que me viene
estupendamente pero no me deja tiempo libre para hacer nada más. Así que ¿cuánto me
pedirías por los cristales?
Jared observó el escaparate, era inmenso. Entornó los ojos, pensativo, calibrando sus
opciones. Podía pedirle cierta cantidad de dinero a cambio de su trabajo, pero ni remotamente
conseguiría el suficiente para comprar lo que realmente necesitaba.
—Unas deportivas nuevas —se aventuró a solicitar. Prefería eso antes que el dinero que
pudiera ganar.
—Hecho —asintió el zapatero tendiéndole la mano—. ¿Cuándo puedes empezar?
—¿Tienes herramientas para limpiar los cristales? —preguntó Jared quitándose la
chaqueta.
Desde que un par de meses atrás comenzara a ayudar a Sonia con los recados de la
tintorería, su vida había dado un cambio radical. Ya no dormía en los cajeros automáticos o al
aire libre, sino que lo hacía en una cama, en la habitación de la pensión más cutre de todo
Madrid y con la compañía de otras cuatro personas que, como él, andaban bastante escasos
de «efectivo», por decirlo de manera suave.
Sabía que esta afortunada situación no iba a durar eternamente, que llegaría el momento
en que Sonia y las demás personas para las que hacía recados dejarían de necesitar sus
servicios y él volvería a su antigua vida. Pero mientras tanto, pensaba aprovechar la coyuntura
y dormir siempre que pudiera entre sábanas gastadas pero limpias y mantas agujereadas pero
cálidas. La pensión no era el Waldorf Astoria, pero al menos estaba protegido por las noches y
la cama no era tan dura como el suelo. Aunque también era cierto que cuando dormía en el
suelo no se le clavaban los muelles del colchón. Pero bueno, prefería unos cuantos moratones
por culpa de ese pequeño inconveniente a despertarse sobresaltado con una patada
en los riñones propinada por el macarra de turno, cosa que ya le había ocurrido en alguna
ocasión.
Dio un paso atrás y revisó con atención su «obra». Entornó disgustado los ojos al
encontrar una pequeña mancha gris en la parte baja del escaparate. Se agachó y procedió a
eliminarla con entusiasmo. Limpiar cristales quizá no fuera la tarea más importante del mundo,
pero se había comprometido a dejarlos impecables, y él se tomaba muy en serio sus
responsabilidades. Se irguió y repasó su trabajo. Sonrió satisfecho al comprobar que las lunas
de la zapatería brillaban impolutas.
Se asomó a la puerta y llamó con un gesto a su esporádico jefe. El zapatero asintió
satisfecho ante el trabajo realizado y le entregó unas deportivas nuevas.
Minutos después Jared caminaba contento con su nueva posesión en los pies; de hecho,
parecía un niño con zapatos nuevos. Se dirigió hacía la mercería sin dejar de pensar en cómo
había cambiado su vida gracias a las dos mujeres que la regentaban.
No era solo que ganara, hora a hora y con mucho esfuerzo, el dinero suficiente para dormir
seguro y alimentarse un par de veces al día, aunque fuera a base de bocadillos. Era más que
eso. Mucho más. Por primera vez en mucho tiempo se sentía útil, necesario.
Cada mañana al despertar, le parecía que el sol brillaba con más fuerza, que la gente era
más amable y los sonidos de la urbe más melódicos. Quizá fuera porque estaba más seguro de
sí mismo, o porque comenzaba a ver la vida a través de los ojos de una muchacha risueña,
algo terca a veces, con muy mal genio y un corazón de oro. O porque sin haberlo imaginado
siquiera, se encontró inmerso en la vida del barrio.
La primera semana solo había recogido las alfombras, pero con el transcurrir de los días,
tal y como había vaticinado Sonia, la gente le fue conociendo, tomando confianza y haciéndole
encargos, sobre todo las personas mayores.
Al principio fueron trabajillos que le eran transmitidos a través de Dolores. La anciana
parecía tener contacto con toda la gente de su edad que residía en la barriada. Recados
como llevar
algunas barras de pan a dos o tres vecinas de un mismo portal, o recoger una bolsa del
colmado y subirla a un cuarto piso sin ascensor. Tareas sencillas por las que sacaba alguna
propinilla. Hasta que de repente, un día, sin esperarlo o intuirlo, entró en la onda de «radio
barrio».
Una vecina le dijo a otra que la de más allá conocía a un chico dispuesto a hacer recados
a cambio de poco dinero... y le empezaron a llover los encargos.
Una sonrisa soñadora acudió a su cara al recordar aquel día, no tan lejano.
Acababa de subir un paquete con material para labores de ganchillo a un tercer piso —sin
ascensor— para una clienta de Dolores. La mujer le dio una pequeña propina y acto seguido le
comentó que, en el portal de al lado, una amiga suya necesitaba un buen mozo que estuviera
dispuesto a limpiarle los altillos de la cocina.
Jared no sabía si era un buen mozo, de hecho lo dudaba. Tampoco entendía a qué se
refería exactamente con «los altillos». Aun así, no tenía nada mejor que hacer y acudió a ver
si podía echar una mano.
Echó las dos.
Los altillos resultaron ser la parte de arriba de los muebles de la cocina y su trabajo
consistió en subirse a una escalera, pringarse el pelo y los brazos de grasa y dejarlo todo bien
limpio. Y ya que estaba puesto en faena, la buena señora imaginó que no le importaría pasar
un poco el trapo a los cercos de las puertas. A cambio, Jared consiguió unos pocos euros, un
plato rebosante de la fabada más rica que había comido en su vida y mucha información para
Román.
Ese fue el pistoletazo de salida; desde entonces, cada día recorría el barrio, en algunas
ocasiones cargado con alfombras y, en otras, simplemente paseando frente a los portales a la
espera de que, con un poco de suerte, alguno de los porteros tuviera un recado para darle. Y
debía reconocer que la suerte no le dio la espalda. Degustó, entre otras exquisiteces, la paella
más deliciosa, las lentejas más sabrosas y las pechugas de pollo mejor empanadas del mundo.
Amén de las pequeñas propinas que
siempre acompañaban a cada manjar y que le permitían, junto con lo que ganaba con
Sonia, pagar su apestosa habitación de la pensión.
¿Qué más podía pedirle a la vida?
Que una preciosa muchacha de ojos pardos y cabello castaño le mirara con algo más que
un sincero cariño. Pero eso no podría siquiera soñarlo hasta que él fuera... normal. Hasta que
tuviera un trabajo normal, una casa normal, una vida normal. Hasta entonces, no tendría nada
que ofrecer y, por tanto, nada podría pedir ni desear.
—¡Muchacho! Estás en Babia —escuchó que decía la voz de Román seguida de un
sonoro ladrido de Scooby.
—Hola, Román —le saludó Jared dándose la vuelta para quedar frente a la peluquería.
—¡Qué hola ni que ocho cuartos! Vamos, vamos, entra... —Miró a un lado y otro de la calle
—. Te invito a un café —dijo un poco más alto para luego susurrar—. ¿Tienes algo para mí?
—¿Cómo dices? —contestó Jared con una sonrisa de oreja a oreja.
Había tomado especial cariño al viejo cascarrabias y su perezoso perro. Cada mañana
desayunaba con ellos y los ponía al día de todos los sucesos acaecidos en el barrio. Casi
podía asegurar que eran los momentos más divertidos de todo el día.
—No te hagas el tonto —siseó cerrando la puerta y colocando el cartel de cerrado—. Te
he visto entrar en la zapatería. Cuenta, cuenta. ¿Es verdad que la hermana de Darío se va a
casar con el zagal ese que la dejó preñada en las Américas?
—Pues...
Una hora después un divertido Jared se asomó a la entrada de la mercería. Hablar con
Román era como hacerlo con un agente del FBI, no había información que se le resistiese.
—Hola, Jared —le saludó Nuria desde detrás del mostrador.
Jared inclinó la cabeza a modo de saludo y recorrió la tienda con la mirada.
—Dolores no está, se ha ido con unas amigas a pasar una tarde de chicas —le informó la
joven al ver su mirada interrogante. Jared asintió—. No ha dejado ningún aviso para ti, así que
imagino que tienes lo que queda de tarde libre.
Jared metió las manos en los bolsillos y se miró las deportivas nuevas. Incapaz de decir
nada y sintiéndose idiota por no hacerlo. Nunca había sido un gran conversador,
comportamiento que se había agravado con su estancia en la calle. Le costaba tomar
confianza con las personas, abrirse a ellas. Pero poco a poco iba superando esa traba que
tanto aborrecía de su carácter. Ahora podía mantener conversaciones más o menos
coherentes con Dolores y Sonia. Román era harina de otro costal. El anciano era capaz de
hacer hablar a un mudo, por lo que cuando estaba con él practicaba —quisiera o no— el difícil
arte del diálogo. Y Anny, en fin, con ella no hacía falta decir nada, no dejaba tiempo suficiente
como para abrir la boca. Pero, ah... Nuria. No era capaz de dirigirle más de dos o tres palabras
seguidas. No porque no quisiera hablar con ella; todo lo contrario, deseaba con toda su alma
fascinarla con una conversación inteligente y casual. Pero era imposible. En cuanto estaba
ante ella, se sentía tan embriagado al escuchar su hermosa voz que se perdía en la
profundidad de su hechicera mirada, y era incapaz de concentrarse para formar una frase más
o menos coherente. Por tanto, prefería callar.
Con el resto de las personas del barrio se mantenía en un reflexivo silencio que, aunque le
molestaba porque le hacía sentirse torpe, le permitía hacer su trabajo sin tener que esforzarse
por lograr una conversación fluida.
Y esto que a Jared le resultaba tan incómodo, para el resto de las personas era una de
sus mayores virtudes. Hombres y mujeres se sentían impelidos a llenar los silencios de la
conversación, porque, aunque el muchacho no emitiera sonidos, preguntaba con la mirada,
asentía con el rostro y hablaba con todo su cuerpo.
Ancianas hurañas que echaban a bastonazos a cualquiera que se acercase a ellas
llamaban al joven para las tareas más imprevisibles con el simple propósito de compartir un
café con
una persona cariñosa y agradable que las escuchara. Hombres severos y de ademanes
bruscos se sentaban en sus cómodos butacones y, mientras el joven limpiaba los cristales de
las ventanas, le iban desgranando lo pérfidas que eran sus nueras con ellos. Y sin que Jared
dijera una sola palabra, acababan convenciéndose de que quizá no fueran tan malvadas, que,
quizá, si ellos pusieran un poco de su parte las cosas irían mejor.
Jared tenía la paciencia de escuchar con atención cada palabra que se mencionara en su
presencia, de reflejar cada duda del interlocutor en su mirada, de asimilar cada pena y hacerla
más llevadera. Y todo esto utilizando únicamente su mirada, sus manos y sus gestos.
En presencia de Nuria, no era su mirada o sus manos las que hablaban por él. Lo hacía su
corazón y este le hablaba directamente al de la muchacha, burlándose de las palabras que
jamás podrían alcanzar a expresar lo que él sentía al estar con ella.
Jared arqueó las cejas, se encogió de hombros, bajó de nuevo la mirada a sus pies y pensó
desesperado algo que decir, cualquier cosa que le permitiera quedarse un rato más con ella
para saborear su presencia.
—¡Vaya! —exclamó de pronto Nuria rompiendo el incómodo silencio—. ¿Deportivas
nuevas? —preguntó saliendo de detrás del mostrador para acercarse a él.
—Sí —respondió con una enorme sonrisa satisfecha en los labios.
—¡Guau! Son preciosas. Estás que lo tiras, eh. ¿Dónde las has conseguido? —preguntó
Nuria usando a propósito ese término. Intuía que Jared no podía permitirse comprar casi nada,
y unas deportivas nuevas eran en ese momento un capricho prescindible—. Me encantan.
—He limpiado los cristales a Darío —respondió Jared. ¡Mierda!, pensó un segundo
después. ¿No podría haber construido la frase un poco mejor? No, claro que no. De donde no
hay, no se puede sacar, y las neuronas de su estúpido cerebro brillaban por su ausencia.
—¡Genial! ¿Qué más has conseguido? —indagó curiosa.
Jared volvió a mirar su nuevo calzado y se encogió de hombros.
—¡No! ¿Has limpiado el enorme ventanal de la zapatería y solo te ha pagado con las
deportivas? ¡Argh! ¡Como le pille le voy a arrancar las orejas y se las voy a hacer comer a la
plancha! ¡Será rata! —bufó Nuria apoyando las manos en las caderas.
—Son unas buenas deportivas
—No lo pongo en duda, pero el escaparate de la zapatería es enorme y te tiene que
haber costado mucho trabajo limpiarlo.
Jared se encogió de hombros, apoyó el talón del pie izquierdo y levantó la punta para
observar mejor su nuevo y flamante calzado.
—Son cómodas y tienen cámara de aire —informó él. Lo cierto es que estaba plenamente
satisfecho con el pago obtenido.
Nuria resopló al ver que él no entraba en razón. Salió de detrás del mostrador y entró en la
trastienda.
Jared la siguió. La encontró haciendo equilibrios sobre la punta de los pies, intentando
colocar una caja de hilos en lo alto de la estantería. Sin mediar palabra se colocó tras ella, le
cogió la caja de las manos y la ubicó en su sitio. Ella se dio la vuelta con una preciosa sonrisa
en los labios que casi le paró el corazón.
—Lo que intento hacerte entender, cabeza de chorlito —Jared sonrió al escuchar el
apelativo—, es que no puedes ir por ahí regalando tu trabajo —le aconsejó Nuria mientras se
agachaba para coger otro paquete.
Jared se adelantó, levantó la caja y miró a la mujer interrogante.
—Ves, a esto es a lo que me refiero —le indicó señalando sus manos ocupadas—. Eres
demasiado amable.
—Me gusta ser amable —afirmó él sonriendo.
Nuria observó sus labios distendidos y afables y pensó que el joven tenía la sonrisa más
hermosa del mundo.
—Oh, Jared, me desarmas —suspiró—. Eres la mejor persona que he conocido nunca.
Pero no es bueno para ti. La gente
te ve tan servicial, que se aprovecha. Cualquier otra persona le habría cobrado a Darío un
buen pico por limpiarle el escaparate, y tú solo le pides algo que él consigue a precio de coste.
—Si las hubiera comprado me habrían costado más de lo que habría conseguido por
hacer el trabajo —le explicó él.
—Pero a Darío le han costado menos de lo que valen en realidad —rebatió Nuria.
—¿Y qué? Así los dos ganamos. Él se ahorra un poco de dinero y yo consigo unas
deportivas a cambio de un trabajo por el que hubiera cobrado menos de lo que necesitaría
para comprarlas.
Nuria le miró parpadeando. La verdad era que no había pensado en eso. Frunció los labios,
incómoda por no llevar la razón.
—En fin, no vale la pena discutir contigo —se negó a dar su brazo a torcer.
Jared no pudo evitarlo, estalló en alegres carcajadas al ver su frente arrugada y sus ojos
entornados. A su chica no le gustaba nada no tener la razón.
—Como se te caiga la caja me voy a enfadar —le avisó mirando fijamente el paquete que
él aún tenía entre las manos.
El joven intentó disimular su sonrisa y lo colocó en su sitio, luego cogió los pocos que
quedaban esparcidos por el suelo y terminó de disponerlos en sus correspondientes
estanterías. Mientras tanto, Nuria se ocupó de barrer el suelo de la tienda y recoger los pocos
objetos que había descolocados. Cuando terminó cerró la puerta con llave y se dirigió al
mostrador para abrir la caja registradora y contar la escasa recaudación del día.
Jared se situó frente a la puerta, de espaldas a la muchacha. Sus hombros no eran muy
anchos, ni sus brazos musculosos, pero en su rostro sereno se podía leer la determinación de
protegerla en caso de que algún desaprensivo osara molestarla.
Nuria levantó la vista de las monedas y billetes y observó al hombre. Su cabello moreno se
rizaba sobre el cuello de la camisa, su espalda se mantenía recta y erguida, sus piernas
separadas. Algo había cambiado en él desde la primera vez que lo viera. Ya no parecía
asustado ni miraba a su alrededor desconfiado.
Incluso se reía de vez en cuando, pero en ocasiones, sobre todo cuando estaban los dos
solos, su mirada se enturbiaba, como si de repente recordara algo que le hacía entristecer.
Cuando eso sucedía, lo único que ella deseaba era borrar esa melancolía besando sus labios,
acariciándole, mimándole. Pero no podía hacer eso. Estaba segura de que si lo hiciera él se
avergonzaría poniéndose rojo como un tomate y comenzaría a mirar al suelo y carraspear.
Cuando terminó de contar todo el dinero, lo metió en un sobre que se escondió en el
sujetador, tal y como su abuela le había enseñado, y acto seguido apagó todas las luces de la
tienda menos el cartel que iluminaba el escaparate. En ese momento Jared abrió la puerta del
comercio, esperó a que ella saliera y cerrara con llave y tiró de las rejas hasta cerrarlas. Luego
se volvió hacia su amiga, sonrió acalorado y ahuecó el brazo para que ella se asiera a su codo,
como si fuera un caballero de brillante armadura.
Nuria alzó la mirada al cielo, resopló y colocó la palma de la mano sobre su antebrazo. Era
una de las pocas oportunidades que tenía para tocarle, no pensaba desperdiciarla.
Jared inspiró profundamente cuando los dedos de la joven tocaron su piel. Eran finos y
largos, de pianista. Observó arrobado sus pulidas uñas pintadas de rosa suave y deseó
lamerlas, descender despacio hasta los nudillos y acariciar el interior de su muñeca con la
lengua. Carraspeó aturdido al comprobar que su entrepierna se estremecía con un ramalazo
de placer. No era posible. A él ya no le funcionaba «eso»... ¿o sí?
—¿No llevas chaqueta? —preguntó Nuria interrumpiendo sus pensamientos.
Jared se mordió los labios dándose cuenta en ese momento de que, efectivamente,
estaba en mangas de camisa, en camiseta para ser más exactos.
—La dejé en la peluquería —informó disgustado.
No solo había olvidado la chaqueta, también la mochila en la que transportaba todas sus
pertenencias. Con las prisas por ir a la mercería y verla, escucharla, sentirla e inhalar su aroma,
se había olvidado hasta de su vida.
—¡Qué despistado eres! —exclamó ella divertida, sin darse cuenta del gesto asustado del
hombre—. No pasa nada, mañana cuando vayas a desayunar, e informar a Román —comentó
como de pasada arqueando las cejas—, la recoges.
Jared asintió mirando al suelo cabizbajo, sus hombros se encorvaron y sus manos se
escondieron en los bolsillos del pantalón. Esa noche tendría que buscarse un cajero
automático o algún sitio similar para dormir. El dinero que había conseguido ese día estaba
bien oculto en la mochila, y la dueña de la pensión no fiaba.
—Si quieres podemos pasar por la peluquería a ver si todavía está abierta —le propuso
Nuria al ver su reacción.
Jared negó con la cabeza, sabía a ciencia cierta que Román ya se había ido. Él mismo le
había ayudado a cerrar.
—Oh, vaya... —dijo Nuria comprendiendo su gesto e intuyendo por qué Jared necesitaba
su mochila—. ¿Te hace falta...? —Hizo una pausa sin saber cómo decirle lo que quería sin que
él se sintiera ofendido—. ¿Necesitas...?
—No —negó el hombre con rotundidad.
Él no pedía dinero. A nadie. No lo había hecho cuando estaba a punto de morirse de
hambre y no lo iba a hacer ahora. Había dormido hasta hacía poco más de dos meses en la
calle, no le pasaría nada por volver a hacerlo.
—Bueno, pues entonces vamos; no perdamos más tiempo —dijo Nuria tirando del brazo
del muchacho.
Lo entendía perfectamente. En el poco tiempo que hacía que le conocía se había dado
cuenta de que Jared no solo era buena persona, sino que además tenía un sentido del honor
algo anticuado y un orgullo casi inquebrantable.
No aceptaba nada de nadie si antes no había dado algo a cambio.
Le miró de refilón, recordando el primer día que entró en su tienda. Esa fue la única vez
que le vio aceptar algo a cambio de nada, y fue comida. Y a la semana siguiente regresó, quizá
para pagar su deuda con trabajo, o puede que simplemente fuera en busca de otro plato de
comida. Pero había vuelto y ella había tenido el privilegio de poder asomarse a su mente, ver la
amabilidad
y el cariño con los que se comportaba, la dignidad de sus principios, el esfuerzo y empeño
que ponía en cada trabajo.
Era un buen hombre.
Un hombre de moral intachable.
Conocerle era lo mejor que le había pasado en la vida, y el muy idiota no se daba cuenta
de ello, pensó enfurruñada.
Se aferró más fuerte a su brazo. La tarde estaba cayendo y el viento nocturno
comenzaba a levantarse lanzando ráfagas de aire fresco sobre ambos. Ella iba abrigada bajo
su rebeca de punto, pero él no, pensó acurrucándose contra su costado, intentando
transmitirle un poco de calor. Se detuvo de repente, consciente de que la noche sería fría, y de
que su acompañante, muy probablemente, tendría que dormir al raso, abrigado con una
camiseta de manga corta.
Jared posó su mano sobre la de Nuria, que descansaba apoyada en su antebrazo.
Presionó un poco los dedos y la observó atentamente. La joven se había detenido de repente,
y lo miraba fijamente, asustada. Jared se puso en tensión y miró a su alrededor buscando el
origen de la amenaza, pero no vio nada raro.
—¿Qué pasa? —susurró preocupado. Y luego quiso darse de cabezazos contra la farola
más cercana por la frase tan cortante y estúpida que había salido de sus labios.
—Mmm... acabo de recordar que ayer robaron en mi portal —mintió Nuria.
Jared se volvió hacia ella con los ojos muy abiertos y posó las manos sobre sus hombros,
preocupado.
—Un idiota se coló por la noche e intentó... —se detuvo pensativa.
No podía contarle nada muy llamativo, porque entonces Jared, que de tonto no tenía un
pelo, se extrañaría de no haberse enterado por Román, y se lo preguntaría al día siguiente
durante el desayuno. Y si el peluquero no estaba enterado de un robo en el barrio —cosa fácil,
ya que no había ocurrido—, haría lo imposible por enterarse, y como era mentira lo descubriría
y ella quedaría como una embustera, cosa que no era su intención. ¡Dios que jaleo!
Jared deslizó los dedos por las mejillas de la muchacha, dándole su apoyo en silencio,
instándola a seguir hablando.
—Pues eso, el muy asqueroso se coló en el edificio, subió hasta la azotea y desde allí bajó
con una cuerda hasta... —inventó a toda prisa— la terraza del sexto, y se coló dentro. Robó un
par de joyas sin apenas valor y luego se largó, pero fue tan inútil que se tropezó en el último
escalón del portal y despertó al portero. Este salió de su casa al oír el escándalo y el imbécil del
ladrón se asustó al verlo y escapó corriendo olvidando la bolsa con las joyas en mitad del
descansillo.
Jared asintió sin dejar de acariciar las mejillas de la muchacha y frunció el ceño en un
intento por entender la maraña de frases que ella había dicho, extrañado de que Román no se
lo hubiera contado esa misma tarde. Su amigo jamás se guardaba ninguna noticia para sí. Al
contrario, las lanzaba a los cuatro vientos.
—La cuestión es que no lo sabe nadie —susurró Nuria al ver su mirada interrogante—. Los
dueños del piso no quieren que se sepa en el barrio, porque... —entornó los ojos buscando una
explicación plausible— porque... ¡les da vergüenza! Eso es. Piensan que la gente creerá que
son tontos por no darse cuenta de que les estaban robando.
Jared entornó los ojos extrañado. Si no querían que nadie lo supiera, ¿cómo se había
enterado ella?
—Lo cierto —se apresuró a explicar Nuria al verle dudar; casi podía leer en su rostro los
pensamientos que circulaban por su mente— es que el portero se lo contó a mi abuela y ella a
mí. Y se supone que yo no debía decir nada a nadie —insinuó mirándole.
Él asintió y dio un paso atrás. Nuria decidió seguir mintiendo un poco más al dejar de sentir
su caricia sobre la cara.
—Pero yo me llevé un susto tremendo —afirmó.
Jared arqueó una ceja, incrédulo. No conseguía imaginarse a Nuria asustada. Más bien, se
la imaginaba saliendo de casa con una sartén en la mano y amenazando al torpe ladrón.
—¡En serio! —exclamó—. No hago más que pensar en que alguien va a entrar en mi casa
por la ventana.
—Eso no es posible —afirmó él poniéndose a su lado y comenzando a caminar de nuevo
—. Vives en un bajo con rejas en las ventanas —le recordó sonriendo, sin darse cuenta de que
había formulado la frase de manera correcta y con la extensión adecuada.
—Puede haber alguien esperándome en el portal —expuso—. ¿Quién te dice que no me
han estado vigilando? Los ladrones actúan así, ¿sabes? Espían a la víctima, aprenden sus
hábitos y luego la atacan. No es difícil averiguar que cierro cada día a la misma hora y que
regreso a casa con la recaudación del día. —Aunque en el remoto caso de que alguien
intentara robarle la miseria que ganaba cada jornada, ya se encargaría ella de darle una buena
patada en las «joyas de la familia». Pero claro, eso no podía decirlo delante de Jared; se
suponía que era una chica dulce y cariñosa, no una mala bestia, como la llamaba en broma su
abuela.
—Estás conmigo —afirmó Jared mirando alrededor de nuevo en estado de alerta,
dispuesto a espantar a cualquiera que intentara atacarla.
—Pero tú me dejas en el portal y te vas. Si hay alguien esperando dentro para robarme...
—Dejó la frase en el aire y se aferró a la mano de Jared con fingido terror.
Jared se quedó petrificado sin saber qué hacer.
Nuria bufó para sus adentros. Su caballero de la brillante armadura era más cortado que
una camiseta de Freddy Krueger. Le miró resuelta y pasó la mano por la cintura del hombre,
luego se acurrucó contra él y simuló un escalofrío nada convincente.
—¿Por qué no me acompañas hasta la puerta de casa? —preguntó con la mirada
asustada menos inocente del mundo.
Jared asintió con la cabeza sin dudar.
Nuria sonrió radiante.
Él intuyó que acababa de caer en una trampa, pero no consiguió imaginar de cuál se
trataba.
Cuando una piedra cae al río crea múltiples ondas concéntricas
que se expanden en él. De la misma manera, cuando
alguien actúa con dignidad, amabilidad, empeño
y perseverancia, a su alrededor se crean ondas
de apoyo, cariño, confianza y lealtad.
Jared caminaba por la calle en dirección a ninguna parte. Acababa de entregar la última
alfombra a Sonia y por el momento no tenía nada más que hacer. Se estaba planteando si
acercarse o no a la mercería para saludar a Dolores y, para que engañarse, ver a Nuria,
conversar y reírse con ella, sentirla cerca. Lo cierto era que esa mañana, en contra de lo que
venía siendo habitual durante las últimas semanas, no habían coincidido y, sinceramente, la
echaba de menos. Mucho.
—Oye, perdona —escuchó decir a alguien.
Jared se dio la vuelta, más por curiosidad que porque pensara que se referían a él.
—¿Eres Jared? —preguntó un hombre desde la puerta de la zapatería.
—Sí —afirmó observando al varón. Tendría más o menos su misma edad, unos veintisiete
o veintiocho años. Era un tipo enorme, con un delantal azul que le cubría parte del torso y
acababa un poco por encima de sus rodillas.
—Soy Darío, el zapatero remendón del barrio —se presentó bromeando—. Dolores me ha
dicho que podrías estar interesado en algún trabajillo.
—Sí, claro. ¿Qué necesitas?
—Los cristales del escaparate están asquerosos —informó
Darío señalándolos con el dedo—. Normalmente los limpio yo, pero ahora con la crisis la
gente prefiere arreglar los viejos zapatos en vez de comprar unos nuevos, lo que me viene
estupendamente pero no me deja tiempo libre para hacer nada más. Así que ¿cuánto me
pedirías por los cristales?
Jared observó el escaparate, era inmenso. Entornó los ojos, pensativo, calibrando sus
opciones. Podía pedirle cierta cantidad de dinero a cambio de su trabajo, pero ni remotamente
conseguiría el suficiente para comprar lo que realmente necesitaba.
—Unas deportivas nuevas —se aventuró a solicitar. Prefería eso antes que el dinero que
pudiera ganar.
—Hecho —asintió el zapatero tendiéndole la mano—. ¿Cuándo puedes empezar?
—¿Tienes herramientas para limpiar los cristales? —preguntó Jared quitándose la
chaqueta.
Desde que un par de meses atrás comenzara a ayudar a Sonia con los recados de la
tintorería, su vida había dado un cambio radical. Ya no dormía en los cajeros automáticos o al
aire libre, sino que lo hacía en una cama, en la habitación de la pensión más cutre de todo
Madrid y con la compañía de otras cuatro personas que, como él, andaban bastante escasos
de «efectivo», por decirlo de manera suave.
Sabía que esta afortunada situación no iba a durar eternamente, que llegaría el momento
en que Sonia y las demás personas para las que hacía recados dejarían de necesitar sus
servicios y él volvería a su antigua vida. Pero mientras tanto, pensaba aprovechar la coyuntura
y dormir siempre que pudiera entre sábanas gastadas pero limpias y mantas agujereadas pero
cálidas. La pensión no era el Waldorf Astoria, pero al menos estaba protegido por las noches y
la cama no era tan dura como el suelo. Aunque también era cierto que cuando dormía en el
suelo no se le clavaban los muelles del colchón. Pero bueno, prefería unos cuantos moratones
por culpa de ese pequeño inconveniente a despertarse sobresaltado con una patada
en los riñones propinada por el macarra de turno, cosa que ya le había ocurrido en alguna
ocasión.
Dio un paso atrás y revisó con atención su «obra». Entornó disgustado los ojos al
encontrar una pequeña mancha gris en la parte baja del escaparate. Se agachó y procedió a
eliminarla con entusiasmo. Limpiar cristales quizá no fuera la tarea más importante del mundo,
pero se había comprometido a dejarlos impecables, y él se tomaba muy en serio sus
responsabilidades. Se irguió y repasó su trabajo. Sonrió satisfecho al comprobar que las lunas
de la zapatería brillaban impolutas.
Se asomó a la puerta y llamó con un gesto a su esporádico jefe. El zapatero asintió
satisfecho ante el trabajo realizado y le entregó unas deportivas nuevas.
Minutos después Jared caminaba contento con su nueva posesión en los pies; de hecho,
parecía un niño con zapatos nuevos. Se dirigió hacía la mercería sin dejar de pensar en cómo
había cambiado su vida gracias a las dos mujeres que la regentaban.
No era solo que ganara, hora a hora y con mucho esfuerzo, el dinero suficiente para dormir
seguro y alimentarse un par de veces al día, aunque fuera a base de bocadillos. Era más que
eso. Mucho más. Por primera vez en mucho tiempo se sentía útil, necesario.
Cada mañana al despertar, le parecía que el sol brillaba con más fuerza, que la gente era
más amable y los sonidos de la urbe más melódicos. Quizá fuera porque estaba más seguro de
sí mismo, o porque comenzaba a ver la vida a través de los ojos de una muchacha risueña,
algo terca a veces, con muy mal genio y un corazón de oro. O porque sin haberlo imaginado
siquiera, se encontró inmerso en la vida del barrio.
La primera semana solo había recogido las alfombras, pero con el transcurrir de los días,
tal y como había vaticinado Sonia, la gente le fue conociendo, tomando confianza y haciéndole
encargos, sobre todo las personas mayores.
Al principio fueron trabajillos que le eran transmitidos a través de Dolores. La anciana
parecía tener contacto con toda la gente de su edad que residía en la barriada. Recados
como llevar
algunas barras de pan a dos o tres vecinas de un mismo portal, o recoger una bolsa del
colmado y subirla a un cuarto piso sin ascensor. Tareas sencillas por las que sacaba alguna
propinilla. Hasta que de repente, un día, sin esperarlo o intuirlo, entró en la onda de «radio
barrio».
Una vecina le dijo a otra que la de más allá conocía a un chico dispuesto a hacer recados
a cambio de poco dinero... y le empezaron a llover los encargos.
Una sonrisa soñadora acudió a su cara al recordar aquel día, no tan lejano.
Acababa de subir un paquete con material para labores de ganchillo a un tercer piso —sin
ascensor— para una clienta de Dolores. La mujer le dio una pequeña propina y acto seguido le
comentó que, en el portal de al lado, una amiga suya necesitaba un buen mozo que estuviera
dispuesto a limpiarle los altillos de la cocina.
Jared no sabía si era un buen mozo, de hecho lo dudaba. Tampoco entendía a qué se
refería exactamente con «los altillos». Aun así, no tenía nada mejor que hacer y acudió a ver
si podía echar una mano.
Echó las dos.
Los altillos resultaron ser la parte de arriba de los muebles de la cocina y su trabajo
consistió en subirse a una escalera, pringarse el pelo y los brazos de grasa y dejarlo todo bien
limpio. Y ya que estaba puesto en faena, la buena señora imaginó que no le importaría pasar
un poco el trapo a los cercos de las puertas. A cambio, Jared consiguió unos pocos euros, un
plato rebosante de la fabada más rica que había comido en su vida y mucha información para
Román.
Ese fue el pistoletazo de salida; desde entonces, cada día recorría el barrio, en algunas
ocasiones cargado con alfombras y, en otras, simplemente paseando frente a los portales a la
espera de que, con un poco de suerte, alguno de los porteros tuviera un recado para darle. Y
debía reconocer que la suerte no le dio la espalda. Degustó, entre otras exquisiteces, la paella
más deliciosa, las lentejas más sabrosas y las pechugas de pollo mejor empanadas del mundo.
Amén de las pequeñas propinas que
siempre acompañaban a cada manjar y que le permitían, junto con lo que ganaba con
Sonia, pagar su apestosa habitación de la pensión.
¿Qué más podía pedirle a la vida?
Que una preciosa muchacha de ojos pardos y cabello castaño le mirara con algo más que
un sincero cariño. Pero eso no podría siquiera soñarlo hasta que él fuera... normal. Hasta que
tuviera un trabajo normal, una casa normal, una vida normal. Hasta entonces, no tendría nada
que ofrecer y, por tanto, nada podría pedir ni desear.
—¡Muchacho! Estás en Babia —escuchó que decía la voz de Román seguida de un
sonoro ladrido de Scooby.
—Hola, Román —le saludó Jared dándose la vuelta para quedar frente a la peluquería.
—¡Qué hola ni que ocho cuartos! Vamos, vamos, entra... —Miró a un lado y otro de la calle
—. Te invito a un café —dijo un poco más alto para luego susurrar—. ¿Tienes algo para mí?
—¿Cómo dices? —contestó Jared con una sonrisa de oreja a oreja.
Había tomado especial cariño al viejo cascarrabias y su perezoso perro. Cada mañana
desayunaba con ellos y los ponía al día de todos los sucesos acaecidos en el barrio. Casi
podía asegurar que eran los momentos más divertidos de todo el día.
—No te hagas el tonto —siseó cerrando la puerta y colocando el cartel de cerrado—. Te
he visto entrar en la zapatería. Cuenta, cuenta. ¿Es verdad que la hermana de Darío se va a
casar con el zagal ese que la dejó preñada en las Américas?
—Pues...
Una hora después un divertido Jared se asomó a la entrada de la mercería. Hablar con
Román era como hacerlo con un agente del FBI, no había información que se le resistiese.
—Hola, Jared —le saludó Nuria desde detrás del mostrador.
Jared inclinó la cabeza a modo de saludo y recorrió la tienda con la mirada.
—Dolores no está, se ha ido con unas amigas a pasar una tarde de chicas —le informó la
joven al ver su mirada interrogante. Jared asintió—. No ha dejado ningún aviso para ti, así que
imagino que tienes lo que queda de tarde libre.
Jared metió las manos en los bolsillos y se miró las deportivas nuevas. Incapaz de decir
nada y sintiéndose idiota por no hacerlo. Nunca había sido un gran conversador,
comportamiento que se había agravado con su estancia en la calle. Le costaba tomar
confianza con las personas, abrirse a ellas. Pero poco a poco iba superando esa traba que
tanto aborrecía de su carácter. Ahora podía mantener conversaciones más o menos
coherentes con Dolores y Sonia. Román era harina de otro costal. El anciano era capaz de
hacer hablar a un mudo, por lo que cuando estaba con él practicaba —quisiera o no— el difícil
arte del diálogo. Y Anny, en fin, con ella no hacía falta decir nada, no dejaba tiempo suficiente
como para abrir la boca. Pero, ah... Nuria. No era capaz de dirigirle más de dos o tres palabras
seguidas. No porque no quisiera hablar con ella; todo lo contrario, deseaba con toda su alma
fascinarla con una conversación inteligente y casual. Pero era imposible. En cuanto estaba
ante ella, se sentía tan embriagado al escuchar su hermosa voz que se perdía en la
profundidad de su hechicera mirada, y era incapaz de concentrarse para formar una frase más
o menos coherente. Por tanto, prefería callar.
Con el resto de las personas del barrio se mantenía en un reflexivo silencio que, aunque le
molestaba porque le hacía sentirse torpe, le permitía hacer su trabajo sin tener que esforzarse
por lograr una conversación fluida.
Y esto que a Jared le resultaba tan incómodo, para el resto de las personas era una de
sus mayores virtudes. Hombres y mujeres se sentían impelidos a llenar los silencios de la
conversación, porque, aunque el muchacho no emitiera sonidos, preguntaba con la mirada,
asentía con el rostro y hablaba con todo su cuerpo.
Ancianas hurañas que echaban a bastonazos a cualquiera que se acercase a ellas
llamaban al joven para las tareas más imprevisibles con el simple propósito de compartir un
café con
una persona cariñosa y agradable que las escuchara. Hombres severos y de ademanes
bruscos se sentaban en sus cómodos butacones y, mientras el joven limpiaba los cristales de
las ventanas, le iban desgranando lo pérfidas que eran sus nueras con ellos. Y sin que Jared
dijera una sola palabra, acababan convenciéndose de que quizá no fueran tan malvadas, que,
quizá, si ellos pusieran un poco de su parte las cosas irían mejor.
Jared tenía la paciencia de escuchar con atención cada palabra que se mencionara en su
presencia, de reflejar cada duda del interlocutor en su mirada, de asimilar cada pena y hacerla
más llevadera. Y todo esto utilizando únicamente su mirada, sus manos y sus gestos.
En presencia de Nuria, no era su mirada o sus manos las que hablaban por él. Lo hacía su
corazón y este le hablaba directamente al de la muchacha, burlándose de las palabras que
jamás podrían alcanzar a expresar lo que él sentía al estar con ella.
Jared arqueó las cejas, se encogió de hombros, bajó de nuevo la mirada a sus pies y pensó
desesperado algo que decir, cualquier cosa que le permitiera quedarse un rato más con ella
para saborear su presencia.
—¡Vaya! —exclamó de pronto Nuria rompiendo el incómodo silencio—. ¿Deportivas
nuevas? —preguntó saliendo de detrás del mostrador para acercarse a él.
—Sí —respondió con una enorme sonrisa satisfecha en los labios.
—¡Guau! Son preciosas. Estás que lo tiras, eh. ¿Dónde las has conseguido? —preguntó
Nuria usando a propósito ese término. Intuía que Jared no podía permitirse comprar casi nada,
y unas deportivas nuevas eran en ese momento un capricho prescindible—. Me encantan.
—He limpiado los cristales a Darío —respondió Jared. ¡Mierda!, pensó un segundo
después. ¿No podría haber construido la frase un poco mejor? No, claro que no. De donde no
hay, no se puede sacar, y las neuronas de su estúpido cerebro brillaban por su ausencia.
—¡Genial! ¿Qué más has conseguido? —indagó curiosa.
Jared volvió a mirar su nuevo calzado y se encogió de hombros.
—¡No! ¿Has limpiado el enorme ventanal de la zapatería y solo te ha pagado con las
deportivas? ¡Argh! ¡Como le pille le voy a arrancar las orejas y se las voy a hacer comer a la
plancha! ¡Será rata! —bufó Nuria apoyando las manos en las caderas.
—Son unas buenas deportivas
—No lo pongo en duda, pero el escaparate de la zapatería es enorme y te tiene que
haber costado mucho trabajo limpiarlo.
Jared se encogió de hombros, apoyó el talón del pie izquierdo y levantó la punta para
observar mejor su nuevo y flamante calzado.
—Son cómodas y tienen cámara de aire —informó él. Lo cierto es que estaba plenamente
satisfecho con el pago obtenido.
Nuria resopló al ver que él no entraba en razón. Salió de detrás del mostrador y entró en la
trastienda.
Jared la siguió. La encontró haciendo equilibrios sobre la punta de los pies, intentando
colocar una caja de hilos en lo alto de la estantería. Sin mediar palabra se colocó tras ella, le
cogió la caja de las manos y la ubicó en su sitio. Ella se dio la vuelta con una preciosa sonrisa
en los labios que casi le paró el corazón.
—Lo que intento hacerte entender, cabeza de chorlito —Jared sonrió al escuchar el
apelativo—, es que no puedes ir por ahí regalando tu trabajo —le aconsejó Nuria mientras se
agachaba para coger otro paquete.
Jared se adelantó, levantó la caja y miró a la mujer interrogante.
—Ves, a esto es a lo que me refiero —le indicó señalando sus manos ocupadas—. Eres
demasiado amable.
—Me gusta ser amable —afirmó él sonriendo.
Nuria observó sus labios distendidos y afables y pensó que el joven tenía la sonrisa más
hermosa del mundo.
—Oh, Jared, me desarmas —suspiró—. Eres la mejor persona que he conocido nunca.
Pero no es bueno para ti. La gente
te ve tan servicial, que se aprovecha. Cualquier otra persona le habría cobrado a Darío un
buen pico por limpiarle el escaparate, y tú solo le pides algo que él consigue a precio de coste.
—Si las hubiera comprado me habrían costado más de lo que habría conseguido por
hacer el trabajo —le explicó él.
—Pero a Darío le han costado menos de lo que valen en realidad —rebatió Nuria.
—¿Y qué? Así los dos ganamos. Él se ahorra un poco de dinero y yo consigo unas
deportivas a cambio de un trabajo por el que hubiera cobrado menos de lo que necesitaría
para comprarlas.
Nuria le miró parpadeando. La verdad era que no había pensado en eso. Frunció los labios,
incómoda por no llevar la razón.
—En fin, no vale la pena discutir contigo —se negó a dar su brazo a torcer.
Jared no pudo evitarlo, estalló en alegres carcajadas al ver su frente arrugada y sus ojos
entornados. A su chica no le gustaba nada no tener la razón.
—Como se te caiga la caja me voy a enfadar —le avisó mirando fijamente el paquete que
él aún tenía entre las manos.
El joven intentó disimular su sonrisa y lo colocó en su sitio, luego cogió los pocos que
quedaban esparcidos por el suelo y terminó de disponerlos en sus correspondientes
estanterías. Mientras tanto, Nuria se ocupó de barrer el suelo de la tienda y recoger los pocos
objetos que había descolocados. Cuando terminó cerró la puerta con llave y se dirigió al
mostrador para abrir la caja registradora y contar la escasa recaudación del día.
Jared se situó frente a la puerta, de espaldas a la muchacha. Sus hombros no eran muy
anchos, ni sus brazos musculosos, pero en su rostro sereno se podía leer la determinación de
protegerla en caso de que algún desaprensivo osara molestarla.
Nuria levantó la vista de las monedas y billetes y observó al hombre. Su cabello moreno se
rizaba sobre el cuello de la camisa, su espalda se mantenía recta y erguida, sus piernas
separadas. Algo había cambiado en él desde la primera vez que lo viera. Ya no parecía
asustado ni miraba a su alrededor desconfiado.
Incluso se reía de vez en cuando, pero en ocasiones, sobre todo cuando estaban los dos
solos, su mirada se enturbiaba, como si de repente recordara algo que le hacía entristecer.
Cuando eso sucedía, lo único que ella deseaba era borrar esa melancolía besando sus labios,
acariciándole, mimándole. Pero no podía hacer eso. Estaba segura de que si lo hiciera él se
avergonzaría poniéndose rojo como un tomate y comenzaría a mirar al suelo y carraspear.
Cuando terminó de contar todo el dinero, lo metió en un sobre que se escondió en el
sujetador, tal y como su abuela le había enseñado, y acto seguido apagó todas las luces de la
tienda menos el cartel que iluminaba el escaparate. En ese momento Jared abrió la puerta del
comercio, esperó a que ella saliera y cerrara con llave y tiró de las rejas hasta cerrarlas. Luego
se volvió hacia su amiga, sonrió acalorado y ahuecó el brazo para que ella se asiera a su codo,
como si fuera un caballero de brillante armadura.
Nuria alzó la mirada al cielo, resopló y colocó la palma de la mano sobre su antebrazo. Era
una de las pocas oportunidades que tenía para tocarle, no pensaba desperdiciarla.
Jared inspiró profundamente cuando los dedos de la joven tocaron su piel. Eran finos y
largos, de pianista. Observó arrobado sus pulidas uñas pintadas de rosa suave y deseó
lamerlas, descender despacio hasta los nudillos y acariciar el interior de su muñeca con la
lengua. Carraspeó aturdido al comprobar que su entrepierna se estremecía con un ramalazo
de placer. No era posible. A él ya no le funcionaba «eso»... ¿o sí?
—¿No llevas chaqueta? —preguntó Nuria interrumpiendo sus pensamientos.
Jared se mordió los labios dándose cuenta en ese momento de que, efectivamente,
estaba en mangas de camisa, en camiseta para ser más exactos.
—La dejé en la peluquería —informó disgustado.
No solo había olvidado la chaqueta, también la mochila en la que transportaba todas sus
pertenencias. Con las prisas por ir a la mercería y verla, escucharla, sentirla e inhalar su aroma,
se había olvidado hasta de su vida.
—¡Qué despistado eres! —exclamó ella divertida, sin darse cuenta del gesto asustado del
hombre—. No pasa nada, mañana cuando vayas a desayunar, e informar a Román —comentó
como de pasada arqueando las cejas—, la recoges.
Jared asintió mirando al suelo cabizbajo, sus hombros se encorvaron y sus manos se
escondieron en los bolsillos del pantalón. Esa noche tendría que buscarse un cajero
automático o algún sitio similar para dormir. El dinero que había conseguido ese día estaba
bien oculto en la mochila, y la dueña de la pensión no fiaba.
—Si quieres podemos pasar por la peluquería a ver si todavía está abierta —le propuso
Nuria al ver su reacción.
Jared negó con la cabeza, sabía a ciencia cierta que Román ya se había ido. Él mismo le
había ayudado a cerrar.
—Oh, vaya... —dijo Nuria comprendiendo su gesto e intuyendo por qué Jared necesitaba
su mochila—. ¿Te hace falta...? —Hizo una pausa sin saber cómo decirle lo que quería sin que
él se sintiera ofendido—. ¿Necesitas...?
—No —negó el hombre con rotundidad.
Él no pedía dinero. A nadie. No lo había hecho cuando estaba a punto de morirse de
hambre y no lo iba a hacer ahora. Había dormido hasta hacía poco más de dos meses en la
calle, no le pasaría nada por volver a hacerlo.
—Bueno, pues entonces vamos; no perdamos más tiempo —dijo Nuria tirando del brazo
del muchacho.
Lo entendía perfectamente. En el poco tiempo que hacía que le conocía se había dado
cuenta de que Jared no solo era buena persona, sino que además tenía un sentido del honor
algo anticuado y un orgullo casi inquebrantable.
No aceptaba nada de nadie si antes no había dado algo a cambio.
Le miró de refilón, recordando el primer día que entró en su tienda. Esa fue la única vez
que le vio aceptar algo a cambio de nada, y fue comida. Y a la semana siguiente regresó, quizá
para pagar su deuda con trabajo, o puede que simplemente fuera en busca de otro plato de
comida. Pero había vuelto y ella había tenido el privilegio de poder asomarse a su mente, ver la
amabilidad
y el cariño con los que se comportaba, la dignidad de sus principios, el esfuerzo y empeño
que ponía en cada trabajo.
Era un buen hombre.
Un hombre de moral intachable.
Conocerle era lo mejor que le había pasado en la vida, y el muy idiota no se daba cuenta
de ello, pensó enfurruñada.
Se aferró más fuerte a su brazo. La tarde estaba cayendo y el viento nocturno
comenzaba a levantarse lanzando ráfagas de aire fresco sobre ambos. Ella iba abrigada bajo
su rebeca de punto, pero él no, pensó acurrucándose contra su costado, intentando
transmitirle un poco de calor. Se detuvo de repente, consciente de que la noche sería fría, y de
que su acompañante, muy probablemente, tendría que dormir al raso, abrigado con una
camiseta de manga corta.
Jared posó su mano sobre la de Nuria, que descansaba apoyada en su antebrazo.
Presionó un poco los dedos y la observó atentamente. La joven se había detenido de repente,
y lo miraba fijamente, asustada. Jared se puso en tensión y miró a su alrededor buscando el
origen de la amenaza, pero no vio nada raro.
—¿Qué pasa? —susurró preocupado. Y luego quiso darse de cabezazos contra la farola
más cercana por la frase tan cortante y estúpida que había salido de sus labios.
—Mmm... acabo de recordar que ayer robaron en mi portal —mintió Nuria.
Jared se volvió hacia ella con los ojos muy abiertos y posó las manos sobre sus hombros,
preocupado.
—Un idiota se coló por la noche e intentó... —se detuvo pensativa.
No podía contarle nada muy llamativo, porque entonces Jared, que de tonto no tenía un
pelo, se extrañaría de no haberse enterado por Román, y se lo preguntaría al día siguiente
durante el desayuno. Y si el peluquero no estaba enterado de un robo en el barrio —cosa fácil,
ya que no había ocurrido—, haría lo imposible por enterarse, y como era mentira lo descubriría
y ella quedaría como una embustera, cosa que no era su intención. ¡Dios que jaleo!
Jared deslizó los dedos por las mejillas de la muchacha, dándole su apoyo en silencio,
instándola a seguir hablando.
—Pues eso, el muy asqueroso se coló en el edificio, subió hasta la azotea y desde allí bajó
con una cuerda hasta... —inventó a toda prisa— la terraza del sexto, y se coló dentro. Robó un
par de joyas sin apenas valor y luego se largó, pero fue tan inútil que se tropezó en el último
escalón del portal y despertó al portero. Este salió de su casa al oír el escándalo y el imbécil del
ladrón se asustó al verlo y escapó corriendo olvidando la bolsa con las joyas en mitad del
descansillo.
Jared asintió sin dejar de acariciar las mejillas de la muchacha y frunció el ceño en un
intento por entender la maraña de frases que ella había dicho, extrañado de que Román no se
lo hubiera contado esa misma tarde. Su amigo jamás se guardaba ninguna noticia para sí. Al
contrario, las lanzaba a los cuatro vientos.
—La cuestión es que no lo sabe nadie —susurró Nuria al ver su mirada interrogante—. Los
dueños del piso no quieren que se sepa en el barrio, porque... —entornó los ojos buscando una
explicación plausible— porque... ¡les da vergüenza! Eso es. Piensan que la gente creerá que
son tontos por no darse cuenta de que les estaban robando.
Jared entornó los ojos extrañado. Si no querían que nadie lo supiera, ¿cómo se había
enterado ella?
—Lo cierto —se apresuró a explicar Nuria al verle dudar; casi podía leer en su rostro los
pensamientos que circulaban por su mente— es que el portero se lo contó a mi abuela y ella a
mí. Y se supone que yo no debía decir nada a nadie —insinuó mirándole.
Él asintió y dio un paso atrás. Nuria decidió seguir mintiendo un poco más al dejar de sentir
su caricia sobre la cara.
—Pero yo me llevé un susto tremendo —afirmó.
Jared arqueó una ceja, incrédulo. No conseguía imaginarse a Nuria asustada. Más bien, se
la imaginaba saliendo de casa con una sartén en la mano y amenazando al torpe ladrón.
—¡En serio! —exclamó—. No hago más que pensar en que alguien va a entrar en mi casa
por la ventana.
—Eso no es posible —afirmó él poniéndose a su lado y comenzando a caminar de nuevo
—. Vives en un bajo con rejas en las ventanas —le recordó sonriendo, sin darse cuenta de que
había formulado la frase de manera correcta y con la extensión adecuada.
—Puede haber alguien esperándome en el portal —expuso—. ¿Quién te dice que no me
han estado vigilando? Los ladrones actúan así, ¿sabes? Espían a la víctima, aprenden sus
hábitos y luego la atacan. No es difícil averiguar que cierro cada día a la misma hora y que
regreso a casa con la recaudación del día. —Aunque en el remoto caso de que alguien
intentara robarle la miseria que ganaba cada jornada, ya se encargaría ella de darle una buena
patada en las «joyas de la familia». Pero claro, eso no podía decirlo delante de Jared; se
suponía que era una chica dulce y cariñosa, no una mala bestia, como la llamaba en broma su
abuela.
—Estás conmigo —afirmó Jared mirando alrededor de nuevo en estado de alerta,
dispuesto a espantar a cualquiera que intentara atacarla.
—Pero tú me dejas en el portal y te vas. Si hay alguien esperando dentro para robarme...
—Dejó la frase en el aire y se aferró a la mano de Jared con fingido terror.
Jared se quedó petrificado sin saber qué hacer.
Nuria bufó para sus adentros. Su caballero de la brillante armadura era más cortado que
una camiseta de Freddy Krueger. Le miró resuelta y pasó la mano por la cintura del hombre,
luego se acurrucó contra él y simuló un escalofrío nada convincente.
—¿Por qué no me acompañas hasta la puerta de casa? —preguntó con la mirada
asustada menos inocente del mundo.
Jared asintió con la cabeza sin dudar.
Nuria sonrió radiante.
Él intuyó que acababa de caer en una trampa, pero no consiguió imaginar de cuál se
trataba.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 6
¿Hay mayor regalo para el corazón que anhela que
el ser correspondido por la persona anhelada?
Pasearon cogidos de la mano por las calles del barrio, Nuria acurrucada contra él,
sonriendo complacida por el hecho de que su precipitado y alocado plan hubiera resultado ser
tan sencillo de llevar a cabo.
Jared por su parte caminaba como en una nube. No le molestaba la fresca brisa de la
noche; todo lo contrario, la agradecía. Enfriaba su piel, que en esos momentos estaba a punto
de entrar en combustión. Su amiga estaba pegada a él y su cuerpo era tan dulce y suave que
parecía estar hecho de algodón de azúcar. Volvió la cabeza hacia ella, intentando aparentar
que lo hacía por casualidad, no por necesidad. Rozó con sutileza su preciosa melena castaña
con la barbilla e inhaló con disimulo su aroma. Olía a limón y azahar, y mandaba detalles de la
personalidad de su dueña directamente al cerebro del hombre. Divertida, osada, impetuosa,
gruñona... leal, firme, responsable. Entornó los párpados, y dejó que la esencia fluyera por sus
venas y, un momento después, sin ser consciente de ello, bajó la cabeza hasta que su nariz se
posó sobre el cabello de la muchacha, incapaz de resistirse a su embrujo. Cerró los ojos
extasiado al sentir la suavidad sedosa sobre su piel. Una risita divertida lo sacó de su
aturdimiento. Deslizó la mirada hacia el rostro de su amiga y vio una sonrisa pícara en su
semblante.
—¿Te gusta mi colonia? —le preguntó con los ojos brillantes.
Jared asintió, notando cómo el rubor coloreaba sus mejillas al ser pillado in fraganti.
—A partir de ahora, siempre que esté contigo usaré este perfume —afirmó risueña. Jared
parpadeó confuso—. Merece la pena pagar la millonada que cuesta solo por ver la expresión
de tu cara cuando lo hueles —sentenció con ojos chispeantes.
Jared carraspeó incómodo, sin saber qué decir. Maldijo para sus adentros por ser tan...
transparente. Esperaba que Nuria no se enfadara con él por haberse atrevido a hacer aquello.
—¿Sabes que tienes una facilidad increíble para ponerte colorado? —comentó divertida.
Jared frunció el ceño y asintió. Sí que la tenía, pero solo ante ella—. Y ¿sabes que me encanta
cuando te pones rojo como un tomate? —afirmó soltando una musical carcajada.
Jared rio con ella y, sin pararse a pensarlo, rodeó la estrecha y femenina cintura con una
de sus manos y la acercó a él para a continuación depositar un casto y dulce beso en su
rostro, en el preciso lugar donde la mandíbula se juntaba con la oreja.
Nuria le miró sorprendida; era la primera vez que él tomaba la iniciativa, aunque fuera en
algo tan inocente como aquello.
El joven pestañeó aturdido y soltó inmediatamente su agarre, avergonzado por su
comportamiento tan atrevido. Nuria era su amiga, nada más. Los anhelos que él albergaba en
su corazón debían permanecer ocultos. Si ella llegara a imaginar lo mucho que deseaba estar
a su lado cada segundo del día, acariciar su cuerpo y besar sus labios, huiría asustada... o,
mejor dicho, le golpearía en la cabeza con un bate de béisbol —su chica jamás huía ante
nada, más bien atacaba—. Nuria nunca le permitiría acercarse a ella de esa manera. No
mientras él siguiera siendo un pobre vagabundo sin un trabajo decente con que ganarse la
vida y un lugar adecuado al que poder llamar casa. Y aunque ella se lo permitiera, él tampoco
osaría siquiera intentar ser algo más que un
buen amigo. La respetaba y quería demasiado como para introducirla, más todavía, en su
desahuciada vida. Ella merecía algo mejor que un inútil sin techo.
Nuria entornó los ojos al ver que él se distanciaba de ella, y no solo físicamente. No sabía
exactamente qué pensamientos asediaban la cabeza de su amigo, pero estaba segura de que
no eran buenos y que tenían mucho que ver con su situación actual. Bufó, enfadada con él por
ser tan idiota de pensar que ella podría rechazarle por no tener trabajo o casa. Ella no era tan
superficial.
—¡Oh, vamos, no seas tonto! —exclamó irritada un segundo antes de posar sus delicadas
manos sobre las mejillas del joven.
Jared se quedó paralizado ante el suave e inesperado contacto, y Nuria, que nunca
desaprovechaba una oportunidad, se lanzó de cabeza a por lo que quería. Se puso de
puntillas sin soltar los pómulos del hombre y acercó sus labios lentamente a los de él.
Cuando ella posó su boca sobre la de él, Jared no supo qué hacer exactamente: salir
corriendo asustado, derretirse entre sus manos extasiado o aullar a la luna agradecido.
Nuria tomó la decisión por él. Lamió con suavidad la comisura de sus labios hasta que él
los entreabrió. Penetró con su lengua la boca del hombre, tentó el cielo del paladar, recorrió sus
dientes y acarició el interior de sus mejillas.
Un gruñido gutural surgió de la garganta masculina en el momento en que su cerebro por
fin reaccionó a la vorágine de sensaciones, obligando al hombre a reaccionar.
Jared respondió, al principio con tímidos pero certeros envites de su lengua, que se fueron
volviendo más feroces con cada roce de la de su amiga. Se frotó con énfasis contra el húmedo
órgano, succionándolo y mordisqueándolo, presa de un dulce frenesí que no tuvo fuerzas de
ignorar. Ancló los dedos a la cintura femenina y tiró de ella, pegando los perfectos y henchidos
pechos a su duro torso.
Nuria respondió a su ataque inclinando la cabeza para permitirle un mejor acceso al
interior de su boca.
Él se volvió loco. Literalmente.
Paladeó vehemente su sabor. Absorbió su lengua sin dejar de inhalar profundamente,
intentando anegar sus fosas nasales con el aroma fresco que emanaba de su mujer. Incapaz
de contenerse, deslizó sus callosas manos bajo la ropa femenina y recorrió su espalda
desnuda con dedos ávidos, apretándola contra él, friccionando su abultada erección contra el
vientre de la joven.
Ella respondió aferrándose a sus hombros y presionando más todavía sus pezones
erectos contra el torso del hombre, rozándolos con fuerza contra él.
Jared sintió el borde del sujetador contra sus dedos y recorrió la prenda hasta llegar a las
copas colmadas por los gloriosos senos. Acarició con los nudillos la sedosa piel que asomaba
sobre la tela y gimió arrebatado. Era tan suave, tan dulce y delicada. Introdujo las yemas bajo el
encaje y tocó el cielo. Los pezones de la muchacha se irguieron y fruncieron ante el leve roce.
Todo el cuerpo de Jared ardió. Su pene se engrosó y abultó aún más bajo los pantalones, su
piel se erizó, sus sentidos sobreexcitados lanzaron escalofríos a cada una de sus
terminaciones nerviosas.
Nuria jadeó con fuerza al sentir el tentador contacto sobre sus pechos, y se pegó más a
él, deseando que dejara de ser tan caballeroso y se los apretara y friccionara con más fuerza.
Su sexo se encendía con cada caricia, empapando la tela del tanga, preparándose para algo
más. Apretó con fuerza los muslos, intentando calmar el anhelo de su clítoris y arqueó la
espalda, juntando su sensible pubis al pene erecto que se ocultaba bajo los pantalones del
hombre. Se frotó contra él, jadeando y deseando más, mucho más.
Una carcajada inesperada rompió el sensual momento. Jared levantó la cabeza alerta
ante el sonido. Miró a su alrededor y encontró a los instigadores de tan malvada interrupción.
Una pareja de adolescentes caminaba hacia ellos por la acera. Iban cogidos de la mano, y
hablaban y reían casi a gritos, inmersos en su propio mundo. Ni siquiera se habían percatado
de su presencia, pero el momento se había roto. Jared
comprendió, con pasmosa claridad, dónde estaban: en mitad de la calle, íntimamente
abrazado a la mujer por la que moriría gustoso, afrentándola con sus caricias insolentes bajo
las terrazas de todos los vecinos de la barriada. Dio un paso hacia atrás, jadeando
avergonzado. Se había comportado como un verdadero salvaje sin escrúpulos, como la escoria
que era. Llevaba tanto tiempo deseando fundirse con ella, sentir su piel contra la suya, que
cuando le besó fue incapaz de contener a la bestia que llevaba en su interior. Y ahora pagaría
por ello.
—Lo siento —se excusó sin encontrar palabras para explicarle lo arrepentido que estaba
de su insultante comportamiento.
—¡No! No se te ocurra disculparte por lo que ha pasado —replicó ella volviendo a posar
sus finas manos sobre las mejillas del hombre—. Ha sido precioso. Yo lo deseaba más que
nada en el mundo. No te atrevas a arrepentirte porque si lo haces te perseguiré hasta el fin del
mundo y te romperé la cabeza con un bate de béisbol —sentenció dándole un sutil beso en la
comisura de los labios—. ¿De acuerdo?
Jared asintió en silencio, incrédulo ante la reacción de Nuria.
—Bien, ahora solo hace falta... mmm. —Entornó los ojos pensativa y un segundo después
recorrió con los pulgares los labios del hombre, haciéndolos distenderse y sonreír—. Mucho
mejor así, eres arrebatadoramente seductor cuando sonríes —aseveró con picardía.
Jared rio, sonrojado ante el piropo.
Nuria sonrió con picardía y llevó disimuladamente una mano a sus pechos para colocar
bien el sobre del dinero dentro del sujetador. Él abrió los ojos al darse cuenta de por qué ella
estaba haciendo eso. Un suave tirón de deseo recorrió su pene al recordar dónde habían
estado sus dedos hacía escasos instantes.
—Listo. Y ahora, si me lleva usted hasta la seguridad de mi casa, le estaré eternamente
agradecida —bromeó pasando el brazo por la cintura de su amigo.
Jared asintió complacido, deslizó sus dedos por la espalda femenina hasta llegar a la
cadera y la miró interrogante. Ella arqueó las cejas y frunció los labios en un beso etéreo. Los
dedos del hombre se anclaron posesivos en su cintura.
Y así abrazados continuaron camino hacia el hogar de Nuria. Indiferentes a todo lo que no
fueran sus cuerpos, sus caricias disimuladas bajo la ropa y la sonrisa satisfecha en sus labios.
Capítulo 7
Hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la palabra
pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida.
Pocas flechas se lanzan hoy en día, pero demasiadas
palabras se pronuncian sin pensar y demasiadas
oportunidades se pierden por falta de valor.
—¿Por qué no entras un rato? —le preguntó Nuria frente a la puerta de su piso, con las
llaves en la mano.
—No me parece adecuado —respondió él mirando a su alrededor. No creía que a Dolores
le hiciera mucha gracia que se metiera en su casa. Al fin y al cabo, por mucho que ella le
hubiera ayudado, él no dejaba de ser un sin techo.
—¿Por qué, por el amor de Dios, no te parece adecuado? —inquirió Nuria frunciendo el
ceño al observar la mirada inquieta de Jared.
—No estaría bien.
—¡No digas chorradas!
Jared dio un paso atrás negando con la cabeza y Nuria decidió que tendría que tomar al
toro por los cuernos. ¡Otra vez!
—¿Y si hay alguien en casa? —preguntó parpadeando con un gesto que quería parecer
de estar asustada.
Jared inclinó la cabeza a un lado y entrecerró los párpados, pensativo.
—Cualquiera puede haberse colado dentro; ni mi abuela ni yo hemos estado en todo el
santo día y la cerradura es una birria, se puede forzar con una radiografía sin ningún problema
—explicó impaciente. ¡Por todos los santos del cielo!
Jared era el único hombre en el mundo capaz de rechazar la sugerente invitación de una
mujer—. ¡Oh! Está bien, lárgate; no hace falta que me acompañes; ya entro yo solita, pero allá
tú y tu conciencia si me pasa algo —replicó, dejando la amenaza en el aire, e insertó la llave en
la cerradura.
Abrió la puerta con rapidez, olvidándose de fingir reparo o miedo, y se adentró en la casa
con fuertes pisadas. ¡Hombres! ¿No querían protegerlas y cuidarlas? Pues, entonces, ¿por
qué no lo hacían cuando más se les necesitaba? Escuchó la alegre carcajada de Jared tras
ella, se dio la vuelta enfurruñada para cantarle las cuarenta y se encontró pegada a él. Estaba
más cerca de lo que había pensado.
Jared la sujetó por los brazos y depositó un tierno beso en su frente.
—No te creo —susurró.
—¿Qué es lo que no crees? —preguntó cruzándose de brazos con gesto insolente.
—Que hayan intentado robar en el edificio.
—Pues mira tú por dónde, va a ser que no —se sinceró ella.
Jared enarcó una ceja, se estiró todo lo alto que era y metió las manos en los bolsillos del
pantalón, esperando.
—De acuerdo, está bien. Mi abuela se ha ido con las amigas, cuando acabe el mercadillo
irá al bingo, y llegará bastante tarde. Y, sinceramente, no me apetece estar sola en casa.
¿Estás contento?
Jared asintió satisfecho.
—Anda, pasa y ponte cómodo —dijo señalándole el salón con un gesto, a la vez que se
adentraba en el estrecho pasillo que llevaba a las habitaciones—. Ahora vuelvo.
Nuria entró en su cuarto, se quitó apresuradamente la ropa y abrió de par en par las
puertas del armario.
—¿Qué me pongo? —preguntó indecisa al aire.
No era una cuestión sencilla. Necesitaba algo lo suficientemente sugerente para que el
vergonzoso y dubitativo hombre que la esperaba en el salón se volviera loco al verla. Pero no
tanto como para que averiguara sus intenciones y
saliera corriendo asustado. Algo informal que le hiciera sentir cómodo y a que la vez le
tentara dejando intuir sus encantos. Aunque estos fueran más bien escasos, pensó irritada
mirando sus pechos. ¡Ojala tuviera las tetas de Anny!, deseó para sus adentros. Con ese par
de aldabas seguro que Jared caía rendido a sus pies. Pero de donde no hay no se puede
sacar, y ella tenía que aprovechar lo que la naturaleza le había dado de la mejor manera
posible.
Decidida a no dejarse vencer por el desaliento se vistió con rapidez y se dirigió al cuarto de
baño dispuesta a usar todas sus armas de mujer.
Jared por su parte paseaba intranquilo por el salón. Le resultaba muy extraño estar ahí,
sintiéndose como en casa. El salón estaba decorado de manera sencilla pero agradable. Un
mural de cerezo ocupaba una de las paredes; en la otra había un ventanal enorme que, de
haber sido un piso más alto, conduciría a la terraza. Un sofá rinconero de cinco plazas
ocupaba otra pared y, en la que quedaba libre, estaba situada la puerta. A su lado había una
vitrina de cristal desde el suelo hasta el techo, y colocadas con cuidado sobre las baldas había
unas cuantas fotografías en blanco y negro enmarcadas en aluminio blanco. Se acercó a ellas
curioso. En una de ellas, una niña pequeña, vestida con un diminuto biquini, paseaba con un
cubo y una pala en las manos por la playa. En otra, esa misma niña, un poco más mayor, quizá
con cinco o seis años, posaba feliz con un birrete de cartón en la cabeza y una enorme sonrisa
mellada. Jared no pudo evitar sonreír al ver que le faltaban los cuatro dientes delanteros.
Continuó su recorrido con la mirada. Dos adolescentes sentadas en la noria del parque de
atracciones le saludaron desde el marco. Se acercó a observarlas detenidamente. Eran Nuria y
Anny. Más allá, las encontró tumbadas en lo que parecía ser una hamaca de piscina, riendo
divertidas ante la cámara.
—Mi abuela tiene alma de fotógrafa —comentó Nuria tras él.
Jared se dio la vuelta sorprendido y un jadeo involuntario escapó de sus labios.
Nuria estaba frente a él, vestida con un amplio pantalón de lino color crudo que
comenzaba muy por debajo de sus caderas y acababa en sus preciosos pies descalzos. Se
cubría el pecho, por decirlo de alguna manera, con un reducido top de algodón rosa palo que
apenas dejaba nada a la imaginación. De hecho, Jared pudo comprobar de primera mano que
no llevaba sujetador. Sus pezones erguidos así lo indicaban. Se había dejado el pelo suelto y
alborotado, con varios mechones estratégicamente colocados para que le enmarcaran el
rostro. Era la tentación hecha mujer. Y estaba al alcance de su mano. Dio un paso atrás, luego
otro.
—Esta es de cuando empecé a andar —comenzó a explicar ella, a la vez que se
apresuraba a tomarle del brazo para impedir su huida—. Y aquí estoy en la graduación de la
escuela infantil... —continuó describiendo cada imagen.
—Solo sales tú en las fotografías —indicó él, olvidándose por completo del peligro que
corría allí con ella.
—No, también Anny.
—Pero no hay ningún adulto.
—Era mi abuela quien hacía las fotos, por tanto no podía salir en ellas —comentó fijando
su mirada en él—. Pero si lo que quieres saber es por qué no estoy con mis padres en ellas... En
fin, a mi padre no llegué a conocerlo, dejó embarazada a mi madre y se largó en cuanto se
enteró, y mi madre murió cuando cumplí dos años...
—Lo siento —dijo él posando una mano sobre la mejilla de la muchacha, intentando
consolarla.
—Yo no. En cuanto nací mi madre me dejó a cargo de mi abuela y desapareció. Años
después nos enteramos de que había muerto por una sobredosis. Jamás la he echado de
menos —aseveró decidida.
—Ella se lo perdió —afirmó Jared—. Yo hubiera dado mi vida por conocerte cuando eras
un bebé y haber sido tu amigo desde pequeño.
Nuria rio con ganas por la tremenda cursilería. O al menos lo hizo hasta que se dio cuenta
de que Jared hablaba totalmente en serio.
—Anda, vamos, tengo tanta hambre que me comería un elefante —dijo tomándole de la
mano y llevándolo hasta la cocina—. Este es nuestro rincón favorito —comentó al entrar—. Mi
abuela hornea galletas y bizcochos ahí mismo —dijo señalando el trozo de encimera situado
sobre el horno— mientras yo me siento aquí a esperar para probarlos —indicó la pequeña
mesa y los taburetes que había en un rincón de la cocina.
—¿No la ayudas? —preguntó Jared extrañado. Nieta y abuela se compenetraban a la
perfección en la mercería. Nuria trabajaba como la que más. Era raro que no ayudara a Dolores
en la cocina.
—¿Ayudar a mi abuela a hacer sus pastas? ¡Tú estás loco! Si me atreviera a meter un
solo dedo en la masa, me lo aplastaría con el cucharón de madera —rio guasona—. Te
aseguro que no es la primera vez que lo hace.
Jared sonrió divertido imaginando a las dos mujeres en la cocina, una con el delantal
puesto y amenazando a la otra por probar la comida anticipadamente.
—Siéntate, te voy a preparar una cena digna de un rey —declaró Nuria dándose la vuelta
y abriendo la nevera.
Jared dio gracias al cielo por haber podido comer bien durante ese último mes, y sobre
todo por las comidas caseras con las que día sí, día no llenaban su estómago las ancianas a
las que ayudaba en las tareas de la casa. Si no hubiera sido por eso, en ese momento estaría
de rodillas en el suelo, babeando. La nevera de Dolores estaba repleta de exquisiteces. Fruta,
leche, filetes de ternera y pollo, tomates, lechugas, flanes y natillas caseras, medio queso de
cabra, una barra de salchichón, una tartera con comida ya preparada, latas de refresco. Todo
lo que había soñado durante los días en que su cuerpo se doblaba por la mitad debido al dolor
de su estómago vacío.
Nuria cogió los filetes de pollo, un par de tomates, endibias, cebollas, aceitunas y queso
feta. Sazonó la carne, la aderezó con especias y la preparó a la plancha mientras se ocupaba
de crear la ensalada más deliciosa que Jared había visto en mucho tiempo. No es que fuera
una ensalada digna de reyes;
era simplemente que las manos de Nuria habían tocado las verduras y, solo con eso, a él
se le hizo la boca agua.
—¿Te importa ir poniendo la mesa? —le preguntó sin volver la cabeza—. El mantel está
en el segundo cajón, los cubiertos en el primero, y los platos y los vasos en el armario sobre el
fregadero.
Jared se levantó de un salto, dispuesto a ser útil de una buena vez. Había estado tan
ensimismado observándola que había olvidado preguntar si podía ayudarla en algo. Ojalá
Nuria no pensara que él era un troglodita machista que no cooperaba en las tareas de la casa.
Colocó la mesa con absoluta precisión y se entretuvo en hacer cisnes con las servilletas
de papel. Cuando hubo acabado situó uno sobre cada plato.
—¡Vaya! Son preciosos, eres un verdadero manitas —comentó Nuria guiñándole un ojo.
Jared se encogió de hombros quitándole importancia a la extraordinaria manualidad. Al fin
y al cabo no eran complicados de hacer, no tenían tanto mérito.
—No hagas eso, Jared —le regañó ella.
—¿El qué? —preguntó él confuso.
—Encogerte de hombros restándote importancia. Eres una persona muy especial, y sabes
hacer cosas maravillosas —afirmó poniendo la comida sobre la mesa—. No dejes que nadie te
diga lo contrario, ni siquiera tú mismo —dijo acercándose a él y besándole con suavidad en los
labios. Luego se sentó y cruzó las manos bajo la barbilla, esperando.
Jared asintió y comenzó a servir las viandas, seleccionando, sin dudar, los mejores
pedazos para Nuria.
Comieron en silencio, pendientes el uno del otro, reflexionando sobre lo que había ocurrido
entre ellos apenas media hora antes.
Jared estaba determinado a no volver a comportarse como una bestia salvaje, a
respetarla y honrarla como se merecía. Estaba firmemente decidido a cortejarla como era
debido. Pero para eso, primero tendría que conseguir un trabajo más o menos estable y un
lugar donde alojarse que
fuera suyo, alquilado, pero suyo, y que no compartiera con nadie más. Si lograba cumplir
esas condiciones, pediría permiso a Dolores para ser algo más que un amigo para su nieta.
Bajo ningún concepto quería decepcionar a la anciana que tanto había confiado en él.
Nuria, por su parte, estaba decidida a conquistar al vergonzoso y honorable joven. Era un
hombre maravilloso, pero un poco antiguo y con la autoestima por los suelos.
La joven se lamió los labios, pensando una y otra vez en el beso que habían compartido
en plena calle, añorando sus caricias y temblando por dentro de la necesidad de repetir la
escena e ir un poco más allá. Pero no en ese momento ni en ese lugar. Jamás haría eso en
casa de su abuela. Por consiguiente, había llegado la hora de buscar algún pisito de alquiler
que no fuera muy caro y comenzar a vivir sola. Al fin y al cabo ya no era una niña. De hecho,
ninguno de los dos eran niños, sino dos adultos, y no deberían avergonzarse por sentir lo que
sentían. Ella necesitaba sus caricias y sus besos. Y los necesitaba ya.
Quería que él dejara de hacer el tonto y se lanzara, que la besara y abrazara con toda la
pasión de que era capaz. Lo quería a su lado, cada momento del día. Quería que su sonrisa
sesgada fuera solo para ella, que sus ojos profundos y sabios la miraran solo a ella. Y si eso
significaba que era una mujer posesiva, perfecto. Sabía lo que quería, y quería a Jared en su
vida.
Cuando acabaron de cenar Nuria le instó a que se quedara un rato más, y Jared, remiso a
abandonar la agradable y adorada presencia de la muchacha, aceptó encantado.
Nuria tenía una idea muy clara en mente, pretendía robarle algún que otro beso y
entretenerle hasta que llegara Dolores. Estaba segura de que, en cuanto su abuela regresara
y ella le contara que Jared no disponía de dinero para pagar la pensión, su abuela se
impondría a los estúpidos escrúpulos del hombre y le obligaría a quedarse a dormir.
Jared, por su parte, se había intentado convencer de que no sería buena idea dejar sola a
Nuria. Pretendía esperar,
muy respetuosamente eso sí, a que Dolores volviera y, en el momento en que la anciana
pisara la casa, le explicaría los motivos de su estancia allí a esas horas, le pediría que
perdonara su atrevimiento y se marcharía rogando para sus adentros no haberla
decepcionado.
No se cumplió ninguno de sus planes.
Se sentaron en silencio en el sofá del salón, se miraron y, simplemente, no supieron qué
decir. Nuria pensó en encender el televisor, pero sinceramente no quería que ningún ruido
molesto procedente de la serie de turno les distrajera. Así que se acomodó de lado y observó
a Jared. Él estaba sentado muy recto, examinando los cuadros de la vitrina, y de vez en
cuando su mirada cambiaba de rumbo y se dirigía al único retrato que había sobre el mueble.
Nuria sonrió, se levantó y fue a por él.
—Son mis abuelos cuando eran jóvenes —le explicó tendiéndole el retrato y volviendo a
sentarse de lado, frente a él.
—Dolores era muy guapa.
—Sí. Era y es la mujer más hermosa del mundo.
—Tu abuelo parecía un señor muy serio.
—Uf, ni te lo imaginas. Era muy formal y circunspecto y siempre estaba dando órdenes. Lo
malo es que el pobre esperaba que las cumpliéramos al pie de la letra, y nosotras jamás le
hacíamos caso —comentó divertida—. Sus rasgos afilados, sus espesas cejas y el impecable
mostacho le daban apariencia de severidad, pero en realidad era un pedazo de pan. Y yo
hacía con él lo que me daba la gana —afirmó soñadora.
—Le querías mucho.
—Fue el mejor abuelo del mundo.
Jared asintió pensativo. Su mirada se clavó en el retrato, y sus dedos dibujaron con
lentitud el contorno de la pareja fotografiada, deteniéndose una y otra vez en los rasgos de las
caras y las manos unidas.
—¿Echas de menos a tus padres? —susurró Nuria acercándose a él.
Jared dio un respingo ante la pregunta; él jamás le había hablado a nadie de sus padres,
pero Nuria parecía conocer
cada uno de sus pensamientos. Desvió la mirada al suelo a la vez que negaba con la
cabeza.
—¿Dónde están? —preguntó ella posando una mano sobre el brazo del hombre.
Él se encogió de hombros.
—¿Hace mucho que no los ves?
El joven la miró con los ojos entrecerrados y la cabeza inclinada a un lado, reflexivo.
—Oh, vamos, no soy idiota. Si tuvieras alguna relación con tu familia no habrías acabado...
—En la calle —finalizó Jared la frase por ella.
—No iba a decir eso —replicó acariciando el antebrazo del joven—. Si tu familia hubiera
estado a tu lado no hubieras acabado solo, sin ningún apoyo, perdido entre las calles de
Madrid.
—No. No tengo familia.
Nuria fijó su mirada en la de su amigo y esperó. Cuando Jared hacía eso, siempre le daba
resultado; quizás a ella también se lo diera.
—Me crié en una residencia para menores en situación de desamparo. No tengo ni idea de
quiénes son mis padres. Creo que me dejaron en la puerta de alguna iglesia o algo por el estilo
—explicó encogiéndose de hombros y restándole importancia.
—No sabes cuánto lo siento —dijo Nuria acurrucándose contra su pecho.
—¿Por qué? Era un buen sitio. Me dieron estudios, me alimentaron y vistieron. Tenía
buenos amigos y un techo sobre mi cabeza y, durante varios veranos, distintas familias de
acogida me llevaban a sus casas. Disfrutaba muchísimo durante ese tiempo, lo malo era
cuando tenía que separarme de ellos. Era horrible —confesó abrazándola—. Recuerdo con
claridad lo mucho que anhelaba quedarme con esas personas, pero no era posible.
—¿Por qué? —susurró Nuria. Jared se encogió de hombros.
—No lo sé. Nadie nos explicaba nada. Cuando cumplí
trece años me negué a ser acogido de nuevo. Así que en verano me mandaban a
campamentos donde me lo pasaba genial —declaró sonriendo— e íbamos al río, a la
montaña... Una vez incluso fuimos a la playa. Fue mágico. Cuando cumplí los diecisiete
conseguí un trabajo de ayudante de albañil, alquilé una habitación junto con otros compañeros
y abandoné el centro el mismo día que cumplí la mayoría de edad.
—Desde entonces has estado buscándote la vida.
—Sí. Al principio no fue nada complicado. El boom inmobiliario, ya sabes. Pero hace tres o
cuatro años el trabajo comenzó a flojear y todo se hizo más difícil. Conseguí algunos trabajos
sin asegurar y muy mal pagados. Agoté el paro y aquí estoy. —Volvió a encogerse de
hombros.
—A mi lado —susurró ella acercándose lentamente a él y besándole en la boca.
Jared dejó caer sus párpados y le devolvió el beso. Fue un ósculo lento, cariñoso, casi
inocente. Los labios se encontraron y jugaron, aprendiendo cada línea y recodo del contrario.
Pero no pasaron de ahí. Jared tragó saliva e intentó alejarse de la suavidad tentadora de la
mujer, pero ella no se lo permitió.
Nuria pasó una de sus piernas sobre los muslos del hombre, se montó a horcajadas sobre
él y volvió a besarle, en esta ocasión con menos dulzura y más pasión. Deslizó la lengua sobre
la comisura de su boca, presionando hasta que él le permitió la entrada. Recorrió el húmedo y
cálido interior hasta que él reaccionó succionándola y lamiéndola con igual fruición.
Jared enterró los dedos en la cintura de la muchacha e intentó apartarla con delicadeza.
Lo que estaban haciendo no estaba bien. Se encontraban en casa de Dolores, en su comedor,
sobre su sofá. Le estaban faltando el respeto, y él era muy consciente de ello, pero no pudo
separarse de Nuria. En vez de alejarla, tiró de ella pegándola más a él. Un beso más, pensó,
solo uno más y luego pararé.
Pero no paró.
Se perdió en las sinuosas formas de la muchacha, olvidó
hasta su nombre cuando ella comenzó a moverse contra él. Creyó morir cuando sintió sus
finas manos posarse sobre su pecho por encima de la camiseta y comenzar a trazar finas
líneas de pasión con las uñas. Jadeó extasiado y no pudo evitar arquear la pelvis, y presionar
su tremenda erección contra el pubis envuelto en lino de su princesa.
Nuria respondió arrugando en sus puños la molesta camiseta y subiéndosela con rapidez
hasta quitársela. Le recorrió con los labios la mandíbula, mordisqueó con sutileza la nuez de
Adán y lamió lentamente sus estilizados pectorales hasta llegar a las pequeñas tetillas
cubiertas de vello. Jugueteó con los dientes sobre ellas, haciéndole gemir de placer. Trazó con
la lengua un húmedo sendero hasta su ombligo; se internó en él, presionando y succionando, y
volvió a subir con deliberada lentitud hasta su clavícula.
Jared echó hacia atrás la cabeza, mostrándole deliberadamente la extensión de su cuello,
rindiéndose a sus caricias.
Nuria no desaprovechó la oportunidad de decorar su piel con sensuales chupetones.
Jared negó con la cabeza, perdido por completo en el placer que ella le proporcionaba. Sus
manos continuaban ancladas a la cintura femenina, anhelando recorrer la delicada piel de su
espalda, acariciar los perfectos pechos, solazarse con los fruncidos pezones. Pero con el poco
raciocinio que aún le quedaba, mantenía un férreo control sobre ellas, impidiéndose a sí mismo
llevar a cabo sus más ansiados deseos. Gimió frustrado cuando los labios de la muchacha se
apartaron de su piel. ¡Aún no! Quiso gritar. Un beso, solo otro más, por favor. Abrió los ojos,
desconcertado al sentir el cuerpo de Nuria separarse del de él. Un jadeo desesperado escapó
de su garganta ante la visión paradisíaca que se mostraba ante sus ojos.
Nuria estaba erguida, sentada a horcajadas sobre sus muslos, mirándole seductora
mientras se quitaba muy despacio el top que cubría sus increíbles pechos. Todos los
músculos del hombre se tensaron cuando los preciosos globos gemelos fueron asomando
poco a poco bajo la tela. Su pene saltó impaciente
contra sus pantalones, todo el vello de su cuerpo se erizó, cada una de sus terminaciones
nerviosas estalló.
Nuria terminó de quitarse la molesta prenda, la tiró indolente con un giro de muñeca y lo
miró desafiante. Jared tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados en una fina línea
mientras las aletas de la nariz se expandían y contraían con rapidez debido a su respiración
agitada. Sonrió felina y se acercó con parsimonia hasta que sus pezones quedaron a la altura
de la boca del hombre.
—No deberíamos... —susurró él entre jadeos—. Tu abuela...
Nuria entornó los ojos, irritada. Se estaba cansando de tanta caballerosidad arcaica.
—Como quieras —siseó comenzando a levantarse del regazo del hombre.
—¡No! —exclamó él—. Un beso, solo uno más... —suplicó, más para sí mismo que para
ella.
Deslizó sus callosas manos por la espalda femenina, pidiéndole en silencio que volviera a
acercarse a él. Ella se lo concedió. Se aproximó casi asustado a su divino busto y lamió con la
punta de la lengua uno de los pezones. Cerró los ojos deslumbrado al sentir su sabor, abrió los
labios hasta abarcar en ellos la areola y succionó con ternura. Paladeó el gusto exquisito de su
piel. Inspiró profundamente, en un intento por reunir la fuerza de voluntad necesaria para
alejarse de ella. Pero no llegó siquiera a intentarlo.
Nuria le asió el cabello con sus delicados puños, instándole a darse un festín con sus
pechos a la vez que comenzó a balancearse sobre su erección.
Jared perdió el poco control que apenas acababa de recuperar y se lanzó con deleite
sobre la piel expuesta. Sus manos abandonaron su anclaje en la cintura y recorrieron ávidas las
formas femeninas. Siguieron la línea de la columna vertebral, acariciaron los hombros, rozaron
con sutileza las axilas y se posaron sobre sus pechos. Los tentó, amasó y sopesó embriagado
por su sedoso tacto. Sus labios buscaron los de la mujer y la besó con dedicación absoluta
mientras ella
recorría a su vez los contornos del torso masculino, para después jugar sobre la delgada
flecha de vello que descendía hasta la cinturilla de los pantalones, y colarse bajo estos.
Jared se olvidó de respirar cuando los suaves dedos femeninos rozaron la expectante piel
de su glande, y gimió con fuerza cuando continuaron bajando, acariciando cada vena que se
marcaba en el tallo de su pene hasta quedar por fin posados sobre los testículos tensos. Elevó
las caderas, vehemente, cuando ella frotó la palma contra su polla impaciente y emitió un
rugido descarnado cuando la acogió en la mano y comenzó a masturbarlo.
Incapaz de permanecer inmóvil, apresó uno de los exquisitos pezones y lo succionó con
fuerza mientras se dedicaba a acariciar y pellizcar el otro con suavidad. Cuando ella aumentó
la rapidez de su mano, Jared deslizó las propias hasta tocar el vientre liso y tentador de su
amiga; rozó la cinturilla del pantalón de lino y se detuvo, estupefacto por su osadía.
Abrió los ojos asustado por haberse atrevido a tocar su cálida piel e intentó retirarse.
Sin dejar de masturbarle, Nuria le miró a los ojos decidida; llevó la mano que tenía libre
hasta la de Jared y aferró su muñeca, obligándole a deslizarse hasta donde tanto necesitaba.
Jared creyó morir al sentir en las yemas el tacto sedoso del monte de Venus de su amada.
Su corazón latió acelerado y sus labios se abrieron en un gemido silencioso, pero no continuó
bajando.
Nuria gruñó su frustración, le empujó el brazo exigiéndole más y él obedeció agradecido.
Sus dedos resbalaron indecisos hasta tocar el fino vello que apenas se intuía en el pubis; tragó
saliva, atónito, al sentir la humedad que impregnaba el sexo de la muchacha para él. Solo para
él. Dejó que el dedo corazón se internara en los pliegues femeninos, rozó con cuidado el terso
clítoris y la sintió estremecerse. Volvió a tocarlo, esta vez con mayor énfasis. Ella jadeó y
aceleró el ritmo con que le masturbaba el pene, haciéndole llorar lágrimas de semen. Jared dejó
de pensar y penetró con el índice la vagina a la vez que frotaba con el pulgar el tenso y
erguido botón.
Nuria se inclinó contra el hombre y comenzó a balancearse sobre la mano que hacía
estragos en su sexo, a la vez que sus dedos recorrían veloces la verga a punto de explotar.
Jared introdujo índice y corazón en el interior de su mujer sin dejar de friccionarla con el
pulgar. La sintió temblar contra la palma de su mano, escuchó el grito dulce y ahogado que
brotó de su garganta cuando su vagina le oprimió los dedos. Y sin poder esperar un segundo
más, echó la cabeza hacia atrás y rugió su propia culminación cuando el impetuoso esperma
abandonó su glande y cayó sobre la piel de su abdomen.
Nuria se desplomó desmadejada sobre el cuerpo lánguido de su amado. Su frente
apoyada en la de él, sus labios a un suspiro de los de él.
Jared cerró los ojos y la besó, pensando que ese era el momento más maravilloso y
especial que había vivido en toda su vida. La abrazó con fuerza, manteniéndola pegada a él,
temiendo perder su contacto, su calor. Si al día siguiente moría, lo haría satisfecho de haber
podido compartir ese instante con la mujer que amaba por encima de todas las cosas.
Inspiró profundamente y continuó abrazado a ella con los ojos cerrados, temeroso de
abrirlos y descubrir que lo que había pasado entre ellos había sido solo un sueño.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —escucharon la voz de Dolores en la entrada del salón.
¿Hay mayor regalo para el corazón que anhela que
el ser correspondido por la persona anhelada?
Pasearon cogidos de la mano por las calles del barrio, Nuria acurrucada contra él,
sonriendo complacida por el hecho de que su precipitado y alocado plan hubiera resultado ser
tan sencillo de llevar a cabo.
Jared por su parte caminaba como en una nube. No le molestaba la fresca brisa de la
noche; todo lo contrario, la agradecía. Enfriaba su piel, que en esos momentos estaba a punto
de entrar en combustión. Su amiga estaba pegada a él y su cuerpo era tan dulce y suave que
parecía estar hecho de algodón de azúcar. Volvió la cabeza hacia ella, intentando aparentar
que lo hacía por casualidad, no por necesidad. Rozó con sutileza su preciosa melena castaña
con la barbilla e inhaló con disimulo su aroma. Olía a limón y azahar, y mandaba detalles de la
personalidad de su dueña directamente al cerebro del hombre. Divertida, osada, impetuosa,
gruñona... leal, firme, responsable. Entornó los párpados, y dejó que la esencia fluyera por sus
venas y, un momento después, sin ser consciente de ello, bajó la cabeza hasta que su nariz se
posó sobre el cabello de la muchacha, incapaz de resistirse a su embrujo. Cerró los ojos
extasiado al sentir la suavidad sedosa sobre su piel. Una risita divertida lo sacó de su
aturdimiento. Deslizó la mirada hacia el rostro de su amiga y vio una sonrisa pícara en su
semblante.
—¿Te gusta mi colonia? —le preguntó con los ojos brillantes.
Jared asintió, notando cómo el rubor coloreaba sus mejillas al ser pillado in fraganti.
—A partir de ahora, siempre que esté contigo usaré este perfume —afirmó risueña. Jared
parpadeó confuso—. Merece la pena pagar la millonada que cuesta solo por ver la expresión
de tu cara cuando lo hueles —sentenció con ojos chispeantes.
Jared carraspeó incómodo, sin saber qué decir. Maldijo para sus adentros por ser tan...
transparente. Esperaba que Nuria no se enfadara con él por haberse atrevido a hacer aquello.
—¿Sabes que tienes una facilidad increíble para ponerte colorado? —comentó divertida.
Jared frunció el ceño y asintió. Sí que la tenía, pero solo ante ella—. Y ¿sabes que me encanta
cuando te pones rojo como un tomate? —afirmó soltando una musical carcajada.
Jared rio con ella y, sin pararse a pensarlo, rodeó la estrecha y femenina cintura con una
de sus manos y la acercó a él para a continuación depositar un casto y dulce beso en su
rostro, en el preciso lugar donde la mandíbula se juntaba con la oreja.
Nuria le miró sorprendida; era la primera vez que él tomaba la iniciativa, aunque fuera en
algo tan inocente como aquello.
El joven pestañeó aturdido y soltó inmediatamente su agarre, avergonzado por su
comportamiento tan atrevido. Nuria era su amiga, nada más. Los anhelos que él albergaba en
su corazón debían permanecer ocultos. Si ella llegara a imaginar lo mucho que deseaba estar
a su lado cada segundo del día, acariciar su cuerpo y besar sus labios, huiría asustada... o,
mejor dicho, le golpearía en la cabeza con un bate de béisbol —su chica jamás huía ante
nada, más bien atacaba—. Nuria nunca le permitiría acercarse a ella de esa manera. No
mientras él siguiera siendo un pobre vagabundo sin un trabajo decente con que ganarse la
vida y un lugar adecuado al que poder llamar casa. Y aunque ella se lo permitiera, él tampoco
osaría siquiera intentar ser algo más que un
buen amigo. La respetaba y quería demasiado como para introducirla, más todavía, en su
desahuciada vida. Ella merecía algo mejor que un inútil sin techo.
Nuria entornó los ojos al ver que él se distanciaba de ella, y no solo físicamente. No sabía
exactamente qué pensamientos asediaban la cabeza de su amigo, pero estaba segura de que
no eran buenos y que tenían mucho que ver con su situación actual. Bufó, enfadada con él por
ser tan idiota de pensar que ella podría rechazarle por no tener trabajo o casa. Ella no era tan
superficial.
—¡Oh, vamos, no seas tonto! —exclamó irritada un segundo antes de posar sus delicadas
manos sobre las mejillas del joven.
Jared se quedó paralizado ante el suave e inesperado contacto, y Nuria, que nunca
desaprovechaba una oportunidad, se lanzó de cabeza a por lo que quería. Se puso de
puntillas sin soltar los pómulos del hombre y acercó sus labios lentamente a los de él.
Cuando ella posó su boca sobre la de él, Jared no supo qué hacer exactamente: salir
corriendo asustado, derretirse entre sus manos extasiado o aullar a la luna agradecido.
Nuria tomó la decisión por él. Lamió con suavidad la comisura de sus labios hasta que él
los entreabrió. Penetró con su lengua la boca del hombre, tentó el cielo del paladar, recorrió sus
dientes y acarició el interior de sus mejillas.
Un gruñido gutural surgió de la garganta masculina en el momento en que su cerebro por
fin reaccionó a la vorágine de sensaciones, obligando al hombre a reaccionar.
Jared respondió, al principio con tímidos pero certeros envites de su lengua, que se fueron
volviendo más feroces con cada roce de la de su amiga. Se frotó con énfasis contra el húmedo
órgano, succionándolo y mordisqueándolo, presa de un dulce frenesí que no tuvo fuerzas de
ignorar. Ancló los dedos a la cintura femenina y tiró de ella, pegando los perfectos y henchidos
pechos a su duro torso.
Nuria respondió a su ataque inclinando la cabeza para permitirle un mejor acceso al
interior de su boca.
Él se volvió loco. Literalmente.
Paladeó vehemente su sabor. Absorbió su lengua sin dejar de inhalar profundamente,
intentando anegar sus fosas nasales con el aroma fresco que emanaba de su mujer. Incapaz
de contenerse, deslizó sus callosas manos bajo la ropa femenina y recorrió su espalda
desnuda con dedos ávidos, apretándola contra él, friccionando su abultada erección contra el
vientre de la joven.
Ella respondió aferrándose a sus hombros y presionando más todavía sus pezones
erectos contra el torso del hombre, rozándolos con fuerza contra él.
Jared sintió el borde del sujetador contra sus dedos y recorrió la prenda hasta llegar a las
copas colmadas por los gloriosos senos. Acarició con los nudillos la sedosa piel que asomaba
sobre la tela y gimió arrebatado. Era tan suave, tan dulce y delicada. Introdujo las yemas bajo el
encaje y tocó el cielo. Los pezones de la muchacha se irguieron y fruncieron ante el leve roce.
Todo el cuerpo de Jared ardió. Su pene se engrosó y abultó aún más bajo los pantalones, su
piel se erizó, sus sentidos sobreexcitados lanzaron escalofríos a cada una de sus
terminaciones nerviosas.
Nuria jadeó con fuerza al sentir el tentador contacto sobre sus pechos, y se pegó más a
él, deseando que dejara de ser tan caballeroso y se los apretara y friccionara con más fuerza.
Su sexo se encendía con cada caricia, empapando la tela del tanga, preparándose para algo
más. Apretó con fuerza los muslos, intentando calmar el anhelo de su clítoris y arqueó la
espalda, juntando su sensible pubis al pene erecto que se ocultaba bajo los pantalones del
hombre. Se frotó contra él, jadeando y deseando más, mucho más.
Una carcajada inesperada rompió el sensual momento. Jared levantó la cabeza alerta
ante el sonido. Miró a su alrededor y encontró a los instigadores de tan malvada interrupción.
Una pareja de adolescentes caminaba hacia ellos por la acera. Iban cogidos de la mano, y
hablaban y reían casi a gritos, inmersos en su propio mundo. Ni siquiera se habían percatado
de su presencia, pero el momento se había roto. Jared
comprendió, con pasmosa claridad, dónde estaban: en mitad de la calle, íntimamente
abrazado a la mujer por la que moriría gustoso, afrentándola con sus caricias insolentes bajo
las terrazas de todos los vecinos de la barriada. Dio un paso hacia atrás, jadeando
avergonzado. Se había comportado como un verdadero salvaje sin escrúpulos, como la escoria
que era. Llevaba tanto tiempo deseando fundirse con ella, sentir su piel contra la suya, que
cuando le besó fue incapaz de contener a la bestia que llevaba en su interior. Y ahora pagaría
por ello.
—Lo siento —se excusó sin encontrar palabras para explicarle lo arrepentido que estaba
de su insultante comportamiento.
—¡No! No se te ocurra disculparte por lo que ha pasado —replicó ella volviendo a posar
sus finas manos sobre las mejillas del hombre—. Ha sido precioso. Yo lo deseaba más que
nada en el mundo. No te atrevas a arrepentirte porque si lo haces te perseguiré hasta el fin del
mundo y te romperé la cabeza con un bate de béisbol —sentenció dándole un sutil beso en la
comisura de los labios—. ¿De acuerdo?
Jared asintió en silencio, incrédulo ante la reacción de Nuria.
—Bien, ahora solo hace falta... mmm. —Entornó los ojos pensativa y un segundo después
recorrió con los pulgares los labios del hombre, haciéndolos distenderse y sonreír—. Mucho
mejor así, eres arrebatadoramente seductor cuando sonríes —aseveró con picardía.
Jared rio, sonrojado ante el piropo.
Nuria sonrió con picardía y llevó disimuladamente una mano a sus pechos para colocar
bien el sobre del dinero dentro del sujetador. Él abrió los ojos al darse cuenta de por qué ella
estaba haciendo eso. Un suave tirón de deseo recorrió su pene al recordar dónde habían
estado sus dedos hacía escasos instantes.
—Listo. Y ahora, si me lleva usted hasta la seguridad de mi casa, le estaré eternamente
agradecida —bromeó pasando el brazo por la cintura de su amigo.
Jared asintió complacido, deslizó sus dedos por la espalda femenina hasta llegar a la
cadera y la miró interrogante. Ella arqueó las cejas y frunció los labios en un beso etéreo. Los
dedos del hombre se anclaron posesivos en su cintura.
Y así abrazados continuaron camino hacia el hogar de Nuria. Indiferentes a todo lo que no
fueran sus cuerpos, sus caricias disimuladas bajo la ropa y la sonrisa satisfecha en sus labios.
Capítulo 7
Hay tres cosas que nunca vuelven atrás: la palabra
pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida.
Pocas flechas se lanzan hoy en día, pero demasiadas
palabras se pronuncian sin pensar y demasiadas
oportunidades se pierden por falta de valor.
—¿Por qué no entras un rato? —le preguntó Nuria frente a la puerta de su piso, con las
llaves en la mano.
—No me parece adecuado —respondió él mirando a su alrededor. No creía que a Dolores
le hiciera mucha gracia que se metiera en su casa. Al fin y al cabo, por mucho que ella le
hubiera ayudado, él no dejaba de ser un sin techo.
—¿Por qué, por el amor de Dios, no te parece adecuado? —inquirió Nuria frunciendo el
ceño al observar la mirada inquieta de Jared.
—No estaría bien.
—¡No digas chorradas!
Jared dio un paso atrás negando con la cabeza y Nuria decidió que tendría que tomar al
toro por los cuernos. ¡Otra vez!
—¿Y si hay alguien en casa? —preguntó parpadeando con un gesto que quería parecer
de estar asustada.
Jared inclinó la cabeza a un lado y entrecerró los párpados, pensativo.
—Cualquiera puede haberse colado dentro; ni mi abuela ni yo hemos estado en todo el
santo día y la cerradura es una birria, se puede forzar con una radiografía sin ningún problema
—explicó impaciente. ¡Por todos los santos del cielo!
Jared era el único hombre en el mundo capaz de rechazar la sugerente invitación de una
mujer—. ¡Oh! Está bien, lárgate; no hace falta que me acompañes; ya entro yo solita, pero allá
tú y tu conciencia si me pasa algo —replicó, dejando la amenaza en el aire, e insertó la llave en
la cerradura.
Abrió la puerta con rapidez, olvidándose de fingir reparo o miedo, y se adentró en la casa
con fuertes pisadas. ¡Hombres! ¿No querían protegerlas y cuidarlas? Pues, entonces, ¿por
qué no lo hacían cuando más se les necesitaba? Escuchó la alegre carcajada de Jared tras
ella, se dio la vuelta enfurruñada para cantarle las cuarenta y se encontró pegada a él. Estaba
más cerca de lo que había pensado.
Jared la sujetó por los brazos y depositó un tierno beso en su frente.
—No te creo —susurró.
—¿Qué es lo que no crees? —preguntó cruzándose de brazos con gesto insolente.
—Que hayan intentado robar en el edificio.
—Pues mira tú por dónde, va a ser que no —se sinceró ella.
Jared enarcó una ceja, se estiró todo lo alto que era y metió las manos en los bolsillos del
pantalón, esperando.
—De acuerdo, está bien. Mi abuela se ha ido con las amigas, cuando acabe el mercadillo
irá al bingo, y llegará bastante tarde. Y, sinceramente, no me apetece estar sola en casa.
¿Estás contento?
Jared asintió satisfecho.
—Anda, pasa y ponte cómodo —dijo señalándole el salón con un gesto, a la vez que se
adentraba en el estrecho pasillo que llevaba a las habitaciones—. Ahora vuelvo.
Nuria entró en su cuarto, se quitó apresuradamente la ropa y abrió de par en par las
puertas del armario.
—¿Qué me pongo? —preguntó indecisa al aire.
No era una cuestión sencilla. Necesitaba algo lo suficientemente sugerente para que el
vergonzoso y dubitativo hombre que la esperaba en el salón se volviera loco al verla. Pero no
tanto como para que averiguara sus intenciones y
saliera corriendo asustado. Algo informal que le hiciera sentir cómodo y a que la vez le
tentara dejando intuir sus encantos. Aunque estos fueran más bien escasos, pensó irritada
mirando sus pechos. ¡Ojala tuviera las tetas de Anny!, deseó para sus adentros. Con ese par
de aldabas seguro que Jared caía rendido a sus pies. Pero de donde no hay no se puede
sacar, y ella tenía que aprovechar lo que la naturaleza le había dado de la mejor manera
posible.
Decidida a no dejarse vencer por el desaliento se vistió con rapidez y se dirigió al cuarto de
baño dispuesta a usar todas sus armas de mujer.
Jared por su parte paseaba intranquilo por el salón. Le resultaba muy extraño estar ahí,
sintiéndose como en casa. El salón estaba decorado de manera sencilla pero agradable. Un
mural de cerezo ocupaba una de las paredes; en la otra había un ventanal enorme que, de
haber sido un piso más alto, conduciría a la terraza. Un sofá rinconero de cinco plazas
ocupaba otra pared y, en la que quedaba libre, estaba situada la puerta. A su lado había una
vitrina de cristal desde el suelo hasta el techo, y colocadas con cuidado sobre las baldas había
unas cuantas fotografías en blanco y negro enmarcadas en aluminio blanco. Se acercó a ellas
curioso. En una de ellas, una niña pequeña, vestida con un diminuto biquini, paseaba con un
cubo y una pala en las manos por la playa. En otra, esa misma niña, un poco más mayor, quizá
con cinco o seis años, posaba feliz con un birrete de cartón en la cabeza y una enorme sonrisa
mellada. Jared no pudo evitar sonreír al ver que le faltaban los cuatro dientes delanteros.
Continuó su recorrido con la mirada. Dos adolescentes sentadas en la noria del parque de
atracciones le saludaron desde el marco. Se acercó a observarlas detenidamente. Eran Nuria y
Anny. Más allá, las encontró tumbadas en lo que parecía ser una hamaca de piscina, riendo
divertidas ante la cámara.
—Mi abuela tiene alma de fotógrafa —comentó Nuria tras él.
Jared se dio la vuelta sorprendido y un jadeo involuntario escapó de sus labios.
Nuria estaba frente a él, vestida con un amplio pantalón de lino color crudo que
comenzaba muy por debajo de sus caderas y acababa en sus preciosos pies descalzos. Se
cubría el pecho, por decirlo de alguna manera, con un reducido top de algodón rosa palo que
apenas dejaba nada a la imaginación. De hecho, Jared pudo comprobar de primera mano que
no llevaba sujetador. Sus pezones erguidos así lo indicaban. Se había dejado el pelo suelto y
alborotado, con varios mechones estratégicamente colocados para que le enmarcaran el
rostro. Era la tentación hecha mujer. Y estaba al alcance de su mano. Dio un paso atrás, luego
otro.
—Esta es de cuando empecé a andar —comenzó a explicar ella, a la vez que se
apresuraba a tomarle del brazo para impedir su huida—. Y aquí estoy en la graduación de la
escuela infantil... —continuó describiendo cada imagen.
—Solo sales tú en las fotografías —indicó él, olvidándose por completo del peligro que
corría allí con ella.
—No, también Anny.
—Pero no hay ningún adulto.
—Era mi abuela quien hacía las fotos, por tanto no podía salir en ellas —comentó fijando
su mirada en él—. Pero si lo que quieres saber es por qué no estoy con mis padres en ellas... En
fin, a mi padre no llegué a conocerlo, dejó embarazada a mi madre y se largó en cuanto se
enteró, y mi madre murió cuando cumplí dos años...
—Lo siento —dijo él posando una mano sobre la mejilla de la muchacha, intentando
consolarla.
—Yo no. En cuanto nací mi madre me dejó a cargo de mi abuela y desapareció. Años
después nos enteramos de que había muerto por una sobredosis. Jamás la he echado de
menos —aseveró decidida.
—Ella se lo perdió —afirmó Jared—. Yo hubiera dado mi vida por conocerte cuando eras
un bebé y haber sido tu amigo desde pequeño.
Nuria rio con ganas por la tremenda cursilería. O al menos lo hizo hasta que se dio cuenta
de que Jared hablaba totalmente en serio.
—Anda, vamos, tengo tanta hambre que me comería un elefante —dijo tomándole de la
mano y llevándolo hasta la cocina—. Este es nuestro rincón favorito —comentó al entrar—. Mi
abuela hornea galletas y bizcochos ahí mismo —dijo señalando el trozo de encimera situado
sobre el horno— mientras yo me siento aquí a esperar para probarlos —indicó la pequeña
mesa y los taburetes que había en un rincón de la cocina.
—¿No la ayudas? —preguntó Jared extrañado. Nieta y abuela se compenetraban a la
perfección en la mercería. Nuria trabajaba como la que más. Era raro que no ayudara a Dolores
en la cocina.
—¿Ayudar a mi abuela a hacer sus pastas? ¡Tú estás loco! Si me atreviera a meter un
solo dedo en la masa, me lo aplastaría con el cucharón de madera —rio guasona—. Te
aseguro que no es la primera vez que lo hace.
Jared sonrió divertido imaginando a las dos mujeres en la cocina, una con el delantal
puesto y amenazando a la otra por probar la comida anticipadamente.
—Siéntate, te voy a preparar una cena digna de un rey —declaró Nuria dándose la vuelta
y abriendo la nevera.
Jared dio gracias al cielo por haber podido comer bien durante ese último mes, y sobre
todo por las comidas caseras con las que día sí, día no llenaban su estómago las ancianas a
las que ayudaba en las tareas de la casa. Si no hubiera sido por eso, en ese momento estaría
de rodillas en el suelo, babeando. La nevera de Dolores estaba repleta de exquisiteces. Fruta,
leche, filetes de ternera y pollo, tomates, lechugas, flanes y natillas caseras, medio queso de
cabra, una barra de salchichón, una tartera con comida ya preparada, latas de refresco. Todo
lo que había soñado durante los días en que su cuerpo se doblaba por la mitad debido al dolor
de su estómago vacío.
Nuria cogió los filetes de pollo, un par de tomates, endibias, cebollas, aceitunas y queso
feta. Sazonó la carne, la aderezó con especias y la preparó a la plancha mientras se ocupaba
de crear la ensalada más deliciosa que Jared había visto en mucho tiempo. No es que fuera
una ensalada digna de reyes;
era simplemente que las manos de Nuria habían tocado las verduras y, solo con eso, a él
se le hizo la boca agua.
—¿Te importa ir poniendo la mesa? —le preguntó sin volver la cabeza—. El mantel está
en el segundo cajón, los cubiertos en el primero, y los platos y los vasos en el armario sobre el
fregadero.
Jared se levantó de un salto, dispuesto a ser útil de una buena vez. Había estado tan
ensimismado observándola que había olvidado preguntar si podía ayudarla en algo. Ojalá
Nuria no pensara que él era un troglodita machista que no cooperaba en las tareas de la casa.
Colocó la mesa con absoluta precisión y se entretuvo en hacer cisnes con las servilletas
de papel. Cuando hubo acabado situó uno sobre cada plato.
—¡Vaya! Son preciosos, eres un verdadero manitas —comentó Nuria guiñándole un ojo.
Jared se encogió de hombros quitándole importancia a la extraordinaria manualidad. Al fin
y al cabo no eran complicados de hacer, no tenían tanto mérito.
—No hagas eso, Jared —le regañó ella.
—¿El qué? —preguntó él confuso.
—Encogerte de hombros restándote importancia. Eres una persona muy especial, y sabes
hacer cosas maravillosas —afirmó poniendo la comida sobre la mesa—. No dejes que nadie te
diga lo contrario, ni siquiera tú mismo —dijo acercándose a él y besándole con suavidad en los
labios. Luego se sentó y cruzó las manos bajo la barbilla, esperando.
Jared asintió y comenzó a servir las viandas, seleccionando, sin dudar, los mejores
pedazos para Nuria.
Comieron en silencio, pendientes el uno del otro, reflexionando sobre lo que había ocurrido
entre ellos apenas media hora antes.
Jared estaba determinado a no volver a comportarse como una bestia salvaje, a
respetarla y honrarla como se merecía. Estaba firmemente decidido a cortejarla como era
debido. Pero para eso, primero tendría que conseguir un trabajo más o menos estable y un
lugar donde alojarse que
fuera suyo, alquilado, pero suyo, y que no compartiera con nadie más. Si lograba cumplir
esas condiciones, pediría permiso a Dolores para ser algo más que un amigo para su nieta.
Bajo ningún concepto quería decepcionar a la anciana que tanto había confiado en él.
Nuria, por su parte, estaba decidida a conquistar al vergonzoso y honorable joven. Era un
hombre maravilloso, pero un poco antiguo y con la autoestima por los suelos.
La joven se lamió los labios, pensando una y otra vez en el beso que habían compartido
en plena calle, añorando sus caricias y temblando por dentro de la necesidad de repetir la
escena e ir un poco más allá. Pero no en ese momento ni en ese lugar. Jamás haría eso en
casa de su abuela. Por consiguiente, había llegado la hora de buscar algún pisito de alquiler
que no fuera muy caro y comenzar a vivir sola. Al fin y al cabo ya no era una niña. De hecho,
ninguno de los dos eran niños, sino dos adultos, y no deberían avergonzarse por sentir lo que
sentían. Ella necesitaba sus caricias y sus besos. Y los necesitaba ya.
Quería que él dejara de hacer el tonto y se lanzara, que la besara y abrazara con toda la
pasión de que era capaz. Lo quería a su lado, cada momento del día. Quería que su sonrisa
sesgada fuera solo para ella, que sus ojos profundos y sabios la miraran solo a ella. Y si eso
significaba que era una mujer posesiva, perfecto. Sabía lo que quería, y quería a Jared en su
vida.
Cuando acabaron de cenar Nuria le instó a que se quedara un rato más, y Jared, remiso a
abandonar la agradable y adorada presencia de la muchacha, aceptó encantado.
Nuria tenía una idea muy clara en mente, pretendía robarle algún que otro beso y
entretenerle hasta que llegara Dolores. Estaba segura de que, en cuanto su abuela regresara
y ella le contara que Jared no disponía de dinero para pagar la pensión, su abuela se
impondría a los estúpidos escrúpulos del hombre y le obligaría a quedarse a dormir.
Jared, por su parte, se había intentado convencer de que no sería buena idea dejar sola a
Nuria. Pretendía esperar,
muy respetuosamente eso sí, a que Dolores volviera y, en el momento en que la anciana
pisara la casa, le explicaría los motivos de su estancia allí a esas horas, le pediría que
perdonara su atrevimiento y se marcharía rogando para sus adentros no haberla
decepcionado.
No se cumplió ninguno de sus planes.
Se sentaron en silencio en el sofá del salón, se miraron y, simplemente, no supieron qué
decir. Nuria pensó en encender el televisor, pero sinceramente no quería que ningún ruido
molesto procedente de la serie de turno les distrajera. Así que se acomodó de lado y observó
a Jared. Él estaba sentado muy recto, examinando los cuadros de la vitrina, y de vez en
cuando su mirada cambiaba de rumbo y se dirigía al único retrato que había sobre el mueble.
Nuria sonrió, se levantó y fue a por él.
—Son mis abuelos cuando eran jóvenes —le explicó tendiéndole el retrato y volviendo a
sentarse de lado, frente a él.
—Dolores era muy guapa.
—Sí. Era y es la mujer más hermosa del mundo.
—Tu abuelo parecía un señor muy serio.
—Uf, ni te lo imaginas. Era muy formal y circunspecto y siempre estaba dando órdenes. Lo
malo es que el pobre esperaba que las cumpliéramos al pie de la letra, y nosotras jamás le
hacíamos caso —comentó divertida—. Sus rasgos afilados, sus espesas cejas y el impecable
mostacho le daban apariencia de severidad, pero en realidad era un pedazo de pan. Y yo
hacía con él lo que me daba la gana —afirmó soñadora.
—Le querías mucho.
—Fue el mejor abuelo del mundo.
Jared asintió pensativo. Su mirada se clavó en el retrato, y sus dedos dibujaron con
lentitud el contorno de la pareja fotografiada, deteniéndose una y otra vez en los rasgos de las
caras y las manos unidas.
—¿Echas de menos a tus padres? —susurró Nuria acercándose a él.
Jared dio un respingo ante la pregunta; él jamás le había hablado a nadie de sus padres,
pero Nuria parecía conocer
cada uno de sus pensamientos. Desvió la mirada al suelo a la vez que negaba con la
cabeza.
—¿Dónde están? —preguntó ella posando una mano sobre el brazo del hombre.
Él se encogió de hombros.
—¿Hace mucho que no los ves?
El joven la miró con los ojos entrecerrados y la cabeza inclinada a un lado, reflexivo.
—Oh, vamos, no soy idiota. Si tuvieras alguna relación con tu familia no habrías acabado...
—En la calle —finalizó Jared la frase por ella.
—No iba a decir eso —replicó acariciando el antebrazo del joven—. Si tu familia hubiera
estado a tu lado no hubieras acabado solo, sin ningún apoyo, perdido entre las calles de
Madrid.
—No. No tengo familia.
Nuria fijó su mirada en la de su amigo y esperó. Cuando Jared hacía eso, siempre le daba
resultado; quizás a ella también se lo diera.
—Me crié en una residencia para menores en situación de desamparo. No tengo ni idea de
quiénes son mis padres. Creo que me dejaron en la puerta de alguna iglesia o algo por el estilo
—explicó encogiéndose de hombros y restándole importancia.
—No sabes cuánto lo siento —dijo Nuria acurrucándose contra su pecho.
—¿Por qué? Era un buen sitio. Me dieron estudios, me alimentaron y vistieron. Tenía
buenos amigos y un techo sobre mi cabeza y, durante varios veranos, distintas familias de
acogida me llevaban a sus casas. Disfrutaba muchísimo durante ese tiempo, lo malo era
cuando tenía que separarme de ellos. Era horrible —confesó abrazándola—. Recuerdo con
claridad lo mucho que anhelaba quedarme con esas personas, pero no era posible.
—¿Por qué? —susurró Nuria. Jared se encogió de hombros.
—No lo sé. Nadie nos explicaba nada. Cuando cumplí
trece años me negué a ser acogido de nuevo. Así que en verano me mandaban a
campamentos donde me lo pasaba genial —declaró sonriendo— e íbamos al río, a la
montaña... Una vez incluso fuimos a la playa. Fue mágico. Cuando cumplí los diecisiete
conseguí un trabajo de ayudante de albañil, alquilé una habitación junto con otros compañeros
y abandoné el centro el mismo día que cumplí la mayoría de edad.
—Desde entonces has estado buscándote la vida.
—Sí. Al principio no fue nada complicado. El boom inmobiliario, ya sabes. Pero hace tres o
cuatro años el trabajo comenzó a flojear y todo se hizo más difícil. Conseguí algunos trabajos
sin asegurar y muy mal pagados. Agoté el paro y aquí estoy. —Volvió a encogerse de
hombros.
—A mi lado —susurró ella acercándose lentamente a él y besándole en la boca.
Jared dejó caer sus párpados y le devolvió el beso. Fue un ósculo lento, cariñoso, casi
inocente. Los labios se encontraron y jugaron, aprendiendo cada línea y recodo del contrario.
Pero no pasaron de ahí. Jared tragó saliva e intentó alejarse de la suavidad tentadora de la
mujer, pero ella no se lo permitió.
Nuria pasó una de sus piernas sobre los muslos del hombre, se montó a horcajadas sobre
él y volvió a besarle, en esta ocasión con menos dulzura y más pasión. Deslizó la lengua sobre
la comisura de su boca, presionando hasta que él le permitió la entrada. Recorrió el húmedo y
cálido interior hasta que él reaccionó succionándola y lamiéndola con igual fruición.
Jared enterró los dedos en la cintura de la muchacha e intentó apartarla con delicadeza.
Lo que estaban haciendo no estaba bien. Se encontraban en casa de Dolores, en su comedor,
sobre su sofá. Le estaban faltando el respeto, y él era muy consciente de ello, pero no pudo
separarse de Nuria. En vez de alejarla, tiró de ella pegándola más a él. Un beso más, pensó,
solo uno más y luego pararé.
Pero no paró.
Se perdió en las sinuosas formas de la muchacha, olvidó
hasta su nombre cuando ella comenzó a moverse contra él. Creyó morir cuando sintió sus
finas manos posarse sobre su pecho por encima de la camiseta y comenzar a trazar finas
líneas de pasión con las uñas. Jadeó extasiado y no pudo evitar arquear la pelvis, y presionar
su tremenda erección contra el pubis envuelto en lino de su princesa.
Nuria respondió arrugando en sus puños la molesta camiseta y subiéndosela con rapidez
hasta quitársela. Le recorrió con los labios la mandíbula, mordisqueó con sutileza la nuez de
Adán y lamió lentamente sus estilizados pectorales hasta llegar a las pequeñas tetillas
cubiertas de vello. Jugueteó con los dientes sobre ellas, haciéndole gemir de placer. Trazó con
la lengua un húmedo sendero hasta su ombligo; se internó en él, presionando y succionando, y
volvió a subir con deliberada lentitud hasta su clavícula.
Jared echó hacia atrás la cabeza, mostrándole deliberadamente la extensión de su cuello,
rindiéndose a sus caricias.
Nuria no desaprovechó la oportunidad de decorar su piel con sensuales chupetones.
Jared negó con la cabeza, perdido por completo en el placer que ella le proporcionaba. Sus
manos continuaban ancladas a la cintura femenina, anhelando recorrer la delicada piel de su
espalda, acariciar los perfectos pechos, solazarse con los fruncidos pezones. Pero con el poco
raciocinio que aún le quedaba, mantenía un férreo control sobre ellas, impidiéndose a sí mismo
llevar a cabo sus más ansiados deseos. Gimió frustrado cuando los labios de la muchacha se
apartaron de su piel. ¡Aún no! Quiso gritar. Un beso, solo otro más, por favor. Abrió los ojos,
desconcertado al sentir el cuerpo de Nuria separarse del de él. Un jadeo desesperado escapó
de su garganta ante la visión paradisíaca que se mostraba ante sus ojos.
Nuria estaba erguida, sentada a horcajadas sobre sus muslos, mirándole seductora
mientras se quitaba muy despacio el top que cubría sus increíbles pechos. Todos los
músculos del hombre se tensaron cuando los preciosos globos gemelos fueron asomando
poco a poco bajo la tela. Su pene saltó impaciente
contra sus pantalones, todo el vello de su cuerpo se erizó, cada una de sus terminaciones
nerviosas estalló.
Nuria terminó de quitarse la molesta prenda, la tiró indolente con un giro de muñeca y lo
miró desafiante. Jared tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados en una fina línea
mientras las aletas de la nariz se expandían y contraían con rapidez debido a su respiración
agitada. Sonrió felina y se acercó con parsimonia hasta que sus pezones quedaron a la altura
de la boca del hombre.
—No deberíamos... —susurró él entre jadeos—. Tu abuela...
Nuria entornó los ojos, irritada. Se estaba cansando de tanta caballerosidad arcaica.
—Como quieras —siseó comenzando a levantarse del regazo del hombre.
—¡No! —exclamó él—. Un beso, solo uno más... —suplicó, más para sí mismo que para
ella.
Deslizó sus callosas manos por la espalda femenina, pidiéndole en silencio que volviera a
acercarse a él. Ella se lo concedió. Se aproximó casi asustado a su divino busto y lamió con la
punta de la lengua uno de los pezones. Cerró los ojos deslumbrado al sentir su sabor, abrió los
labios hasta abarcar en ellos la areola y succionó con ternura. Paladeó el gusto exquisito de su
piel. Inspiró profundamente, en un intento por reunir la fuerza de voluntad necesaria para
alejarse de ella. Pero no llegó siquiera a intentarlo.
Nuria le asió el cabello con sus delicados puños, instándole a darse un festín con sus
pechos a la vez que comenzó a balancearse sobre su erección.
Jared perdió el poco control que apenas acababa de recuperar y se lanzó con deleite
sobre la piel expuesta. Sus manos abandonaron su anclaje en la cintura y recorrieron ávidas las
formas femeninas. Siguieron la línea de la columna vertebral, acariciaron los hombros, rozaron
con sutileza las axilas y se posaron sobre sus pechos. Los tentó, amasó y sopesó embriagado
por su sedoso tacto. Sus labios buscaron los de la mujer y la besó con dedicación absoluta
mientras ella
recorría a su vez los contornos del torso masculino, para después jugar sobre la delgada
flecha de vello que descendía hasta la cinturilla de los pantalones, y colarse bajo estos.
Jared se olvidó de respirar cuando los suaves dedos femeninos rozaron la expectante piel
de su glande, y gimió con fuerza cuando continuaron bajando, acariciando cada vena que se
marcaba en el tallo de su pene hasta quedar por fin posados sobre los testículos tensos. Elevó
las caderas, vehemente, cuando ella frotó la palma contra su polla impaciente y emitió un
rugido descarnado cuando la acogió en la mano y comenzó a masturbarlo.
Incapaz de permanecer inmóvil, apresó uno de los exquisitos pezones y lo succionó con
fuerza mientras se dedicaba a acariciar y pellizcar el otro con suavidad. Cuando ella aumentó
la rapidez de su mano, Jared deslizó las propias hasta tocar el vientre liso y tentador de su
amiga; rozó la cinturilla del pantalón de lino y se detuvo, estupefacto por su osadía.
Abrió los ojos asustado por haberse atrevido a tocar su cálida piel e intentó retirarse.
Sin dejar de masturbarle, Nuria le miró a los ojos decidida; llevó la mano que tenía libre
hasta la de Jared y aferró su muñeca, obligándole a deslizarse hasta donde tanto necesitaba.
Jared creyó morir al sentir en las yemas el tacto sedoso del monte de Venus de su amada.
Su corazón latió acelerado y sus labios se abrieron en un gemido silencioso, pero no continuó
bajando.
Nuria gruñó su frustración, le empujó el brazo exigiéndole más y él obedeció agradecido.
Sus dedos resbalaron indecisos hasta tocar el fino vello que apenas se intuía en el pubis; tragó
saliva, atónito, al sentir la humedad que impregnaba el sexo de la muchacha para él. Solo para
él. Dejó que el dedo corazón se internara en los pliegues femeninos, rozó con cuidado el terso
clítoris y la sintió estremecerse. Volvió a tocarlo, esta vez con mayor énfasis. Ella jadeó y
aceleró el ritmo con que le masturbaba el pene, haciéndole llorar lágrimas de semen. Jared dejó
de pensar y penetró con el índice la vagina a la vez que frotaba con el pulgar el tenso y
erguido botón.
Nuria se inclinó contra el hombre y comenzó a balancearse sobre la mano que hacía
estragos en su sexo, a la vez que sus dedos recorrían veloces la verga a punto de explotar.
Jared introdujo índice y corazón en el interior de su mujer sin dejar de friccionarla con el
pulgar. La sintió temblar contra la palma de su mano, escuchó el grito dulce y ahogado que
brotó de su garganta cuando su vagina le oprimió los dedos. Y sin poder esperar un segundo
más, echó la cabeza hacia atrás y rugió su propia culminación cuando el impetuoso esperma
abandonó su glande y cayó sobre la piel de su abdomen.
Nuria se desplomó desmadejada sobre el cuerpo lánguido de su amado. Su frente
apoyada en la de él, sus labios a un suspiro de los de él.
Jared cerró los ojos y la besó, pensando que ese era el momento más maravilloso y
especial que había vivido en toda su vida. La abrazó con fuerza, manteniéndola pegada a él,
temiendo perder su contacto, su calor. Si al día siguiente moría, lo haría satisfecho de haber
podido compartir ese instante con la mujer que amaba por encima de todas las cosas.
Inspiró profundamente y continuó abrazado a ella con los ojos cerrados, temeroso de
abrirlos y descubrir que lo que había pasado entre ellos había sido solo un sueño.
—¡¿Qué está pasando aquí?! —escucharon la voz de Dolores en la entrada del salón.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 8
Dicen que cuando se cierra una puerta se abre una ventana.
A veces la ventana que queda abierta conduce al precipicio más
profundo, al abismo más oscuro.
Saltar por esa ventana es la opción más aterradora. Pero
tras el salto, en algunas ocasiones, la oscuridad se convierte
puente se tratara, a la consecución de tus deseos.
Nuria movió la cabeza, atónita, al escuchar la voz de su abuela. Dolores estaba inmóvil en
la puerta del salón. De una de sus manos colgaba el top que ella, tan indolentemente, había
tirado.
Jared parpadeó aturdido al ver a la anciana frente a él, mirándole como si fuera la escoria
que él sabía que realmente era. Había tocado de manera indecente a su nieta, en su propia
casa. Había acariciado su cuerpo con lascivia, sin importarle la grave falta de respeto que
estaba cometiendo contra la persona que más había hecho por él en los últimos años.
Gratuitamente, sin pedir nada a cambio, ayudándole a recuperar su vida y su dignidad perdida
con cariño, afecto y apoyo. Y él se lo pagaba así. Como la basura que era. Como el ser
depravado en que se había convertido.
Buscó a tientas su camiseta para intentar cubrir con ella la desnudez de Nuria, pero no
hizo falta; Dolores lanzó con abrumadora precisión el top arrugado sobre el sofá, al lado de su
nieta, y se dio la vuelta.
—Cuando acabéis de vestiros venid a la cocina, quiero hablar con los dos —ordenó sin
mirarlos.
Nuria se mordió los labios, compungida, y comenzó a vestirse en silencio.
Jared se puso la camiseta, ocultó como pudo la mancha que se marcaba en sus
pantalones y se dirigió a la cocina sin esperar a Nuria.
—Dolores, lo siento —dijo fijando su mirada en los ojos de la anciana—; ha sido culpa mía.
No sé cómo... se me fue de las manos.
—No digas chorradas, Jared. Por supuesto que no es culpa tuya, yo te incité, ¿recuerdas?
—refutó Nuria entrando con paso decidido y mirando a su abuela sin parpadear.
—No. Ha sido culpa mía, no supe contenerme —rechazó él—. Estoy francamente
arrepentido, sé que lo que he hecho no tiene perdón, me he comportado como un salvaje...
—¡Eh, para el carro! —exclamó Nuria clavando un dedo en el pecho de Jared—. No hemos
hecho nada de lo que debamos arrepentirnos. Y como se te ocurra siquiera pensar en eso, te
juro que te arranco la cabeza y la cuelgo del cuadro en la pared —amenazó irritada. Bastante
tenía con bregar con su abuela, como para encima consentir que la autoestima y el respeto
que Jared comenzaba a sentir hacia sí mismo cayeran por los suelos.
—Pues yo creo que sí que tenéis mucho de lo que arrepentiros, jovencita —la regañó
Dolores severa.
—¡Abuela! Ya somos mayorcitos.
—¡Pero esta es mi casa, y yo no os he dado permiso para hacer... «eso»! —gritó enfadada
Dolores.
—¡Vamos, abuela, no ha pasado absolutamente nada!
—¿¡Me tomas por tonta!? ¡Te has creído que no tengo ojos en la cara! ¿O acaso has
pensado que soy tan idiota como para hacer la vista gorda? Te conozco, has pensando que
como apreciaba sinceramente a Jared no me enfadaría, pues estás muy equivocada. Y tú,
jovencito —dijo mirando al hombre—, sal de mi vista ahora mismo, antes de que haga algo de
lo que pueda arrepentirme.
Jared asintió con la cabeza. Un nudo se había instalado en
su estómago al apreciar el uso del pretérito al referirse a su cariño por él. Abrió la boca
para intentar disculparse de nuevo.
—¡Fuera de mi casa! —gritó la anciana al ver su ademán.
El hombre encorvó la espalda, agachó la cabeza y dándose media vuelta abandonó la
cocina.
—¡Abuela! —gritó Nuria indignada—. ¡Jared! —le llamó siguiéndole hasta la puerta—, no le
hagas caso; ahora está muy enfadada, pero mañana se le habrá pasado y lo hablaremos con
tranquilidad.
—No, Nuria; tu abuela tiene razón, soy escoria. No debería haberme aprovechado de ti.
—Oh, por favor, no digas tonterías —rechazó ella.
—¡Nuria, ven aquí ahora mismo! —escucharon el alarido indignado de Dolores desde la
cocina.
—¡Ahora voy! —exclamó la interpelada para luego mirar a Jared a los ojos—. Quédate a
mi lado. No te vayas. Prométemelo.
Jared desvió la mirada, incapaz de obedecerla.
—Jared, por favor —suplicó ella tomándole de las mejillas y obligándole a mirarla—. Puedo
solucionarlo. Mi abuela y yo cuando discutimos nos alteramos mucho, pero se nos pasa
rápidamente y luego somos capaces de comportarnos como seres humanos —bromeó
apesadumbrada al ver los ojos afligidos del hombre—. Prométeme que no te marcharás.
Jared asintió con la cabeza en el mismo instante en que Dolores volvió a llamar a su nieta.
Nuria se dio media vuelta guiñándole un ojo y desapareció en la cocina.
Él esperó hasta escuchar los murmullos indignados de ambas mujeres, claro indicativo de
que estarían tan ocupadas discutiendo que no oirían el chasquido de la puerta al cerrarse.
Miró a su alrededor una última vez, inspiró con fuerza para grabar el aroma de Nuria en su
alma, abrió despacio la puerta y, como el cobarde mentiroso que era, huyó incumpliendo su
promesa. Bajó con rapidez los escalones
que daban al portal, salió a la calle y dejó que el aire frío de la noche calmara su ardiente
piel.
Había metido la pata hasta el fondo.
Había corrompido la confianza que la anciana depositara tan inocentemente en él y, no
contento con eso, había abusado del afecto de Nuria, la mujer que amaba, aprovechándose de
ella vilmente, como la bazofia que era.
Tan arrepentido que apenas podía respirar, caminó dando tumbos por las tétricas calles.
Debería buscar un lugar donde dormir, pensó, pero a la vez supo con diáfana claridad que no lo
haría. Esa noche sería incapaz de cerrar los ojos, consciente de que, en el momento en que lo
hiciera, evocaría el tacto exquisito de la piel de Nuria, sus curvas suaves y voluptuosas, su
sabor dulce y excitante. Recordaría anhelante el placer que ella le prodigara, el cariño salvaje
que había sentido hacia la mujer más maravillosa del mundo y la dulce agonía del éxtasis
entre sus manos.
Cerró los ojos para evitar que la humedad que sentía en ellos fluyera hasta sus mejillas. El
rostro decepcionado de Dolores se dibujó en el interior de sus párpados. Sus palabras
desencantadas, su gesto desdeñoso y la certeza ineludible de saber que le había hecho daño
asolaron su mente.
Negó bruscamente con la cabeza. No, no podría dormir en paz esa noche, ni ninguna otra.
Caminaría sin rumbo fijo hasta agotar su cuerpo y su mente, y al amanecer acudiría a la
peluquería a recoger su mochila. Se mordió los labios, avergonzado al pensar que
probablemente Román estaría al tanto de lo ocurrido cuando le viera a la mañana siguiente.
Dolores y él eran grandes amigos, seguramente ella le llamaría para desahogarse y ponerle
sobre aviso sobre la escoria mentirosa que habían adoptado como amigo. Se imaginó al
anciano volviendo el rostro para no tener que sufrir la ignominia de mirarle a la cara; vio a
Scooby sentarse de espaldas a él, aborreciéndole como solo un perro puede hacerlo. Estuvo
tentado de no volver a por la mochila, pero se negó en rotundo. Podía ser una basura, un ser
deleznable, pero no era un cobarde. Iría, recogería sus cosas y pediría disculpas a Román por
haberle decepcionado;
luego acudiría a la tintorería y haría lo mismo con Sonia y con Anny. Era lo mínimo que se
merecían.
Metió las manos en los bolsillos del pantalón en un intento de entrar en calor y parpadeó
sorprendido al sentir el tacto del frío metal contra las yemas de sus dedos. Tenía una moneda
de dos euros. Entornó los ojos intentando recordar cuándo y cómo la había conseguido, pero
fue incapaz de ver otra cosa que el rostro decepcionado de Dolores. Sacudió la cabeza y
observó la moneda, con ella podría pagarse un café que le templara la mente. Buscó una
cafetería abierta y, cuando la encontró, se dirigió a ella con pasos indecisos.
—Me parece increíble, en serio. No entiendo a la juventud de hoy en día. No hacen más
que quejarse porque no tienen trabajo y cuando les pones uno delante de las narices se echan
para atrás asustados —comentaba irritado un hombre a otro, ambos acomodados en sendos
taburetes frente a la barra de la cafetería.
—Ha sido culpa tuya, tenías que haber sabido que la gente de la capital no está hecha
para el trabajo duro. Deberías haber buscado donde siempre, en la costa norte, pero no, el
señorito quería pasarse por Madrid para estar con unos primos a los que hacía años que no
veía, y mira ahora. ¡A ver con qué cara nos presentamos ante el jefe sin lo que nos ha
encargado! —gruñó el otro hombre enfadado.
—Joder, ¡cómo iba yo a imaginar que fuera tan difícil encontrar a un puñetero pinche de
cocina!
—Tampoco es que lo hayas buscado mucho —se quejó el amigo.
—¿Para qué iba a buscarlo si mi prima me dejó bien clarito que tenía amigos que estarían
dispuestos a aceptar el trabajo?
—Pues ya has visto las ganas con que han aceptado —bufó el otro hombre dando un
trago a su jarra de cerveza.
Jared escuchó con atención la conversación, y poco a poco una idea fue tomando forma
en su mente. A veces las oportunidades
estaban en el sitio más inesperado, solo era cuestión de cogerlas con ambas manos y no
dejarlas escapar.
Terminó el café que se estaba tomando y se acercó hasta los dos hombres con un nudo
en la garganta. Tragó saliva y carraspeó.
—¿Qué quieres, chaval? ¿No ves que estamos ocupados? —le espetó uno de ellos, el
que parecía llevar la voz cantante.
Jared apretó los puños al escuchar cómo se dirigía a él y recorrió con la mirada al hombre;
no podía tener más de cuarenta años, doce o trece más que él.
—He escuchado la conversación que mantenéis.
—¿Y?
—Estoy buscando trabajo.
—¡Ja! ¿Qué te parece el zagal? ¿Crees que saldrá corriendo cuando le digamos la clase
de trabajo que es, o que esperará a escucharlo todo antes de escaparse como alma que lleva
el diablo? —preguntó irónico a su amigo. Lo cierto era que llevaban varios días buscando a
alguien, pero todo el mundo rechazaba su oferta antes de que les diera tiempo a exponerla por
completo.
—Prueba a ver, lo mismo hay suerte —contestó el otro hombre mirando fijamente al
muchacho—; no parece un blandengue.
—No lo soy —afirmó Jared con los dientes apretados.
—Vaya, tiene arrestos el chico. Bien, estamos buscando un pinche de cocina.
—Puedo hacerlo —aseveró Jared decidido.
—Oh, perfecto. Solo hay un problema, el trabajo consiste en una expedición científica en
el Ártico. Estaremos allí cinco meses ininterrumpidos, durante los cuales pasarás frío,
aburrimiento y soledad.
—Joder, no le asustes antes de tiempo —le interrumpió su compañero, frunciendo el ceño
por la brusquedad con que se dirigía al joven.
—¿Cinco meses?
—Hala, ya puedes largarte con viento fresco —le despidió el primer hombre.
—No. Puedo hacerlo —ratificó Jared apretando los puños contra sus muslos.
—¿Dejarás a tu familia y amigos durante tantos meses? No me lo creo.
—No tengo familia. —Desvió la mirada antes de continuar hablando. Estaba a punto de
decir que tampoco tenía amigos, pero no quería pensar eso, todavía no.
—Mmm... ¿Estarías dispuesto a tomar un avión esta misma noche? Nuestro vuelo sale
dentro de cuatro horas; si quieres venir, tienes que decidirte ya —explicó el más amable de los
dos.
—Necesito recoger mis cosas, y hasta mañana por la mañana no puedo.
—Te lo dije, se ha rajado —afirmó el hombre desagradable.
—No me he rajado. Necesito tiempo, nada más.
—¿Tienes el pasaporte en regla? —preguntó el tipo afable.
—No tengo pasaporte —contestó desanimado Jared.
—No pasa nada, estaremos unos días en Vigo antes de tomar el barco. Puedes
gestionarlo allí. Me imagino que tendrás el DNI en regla, ¿verdad?
—Sí —suspiró Jared aliviado, el DNI y la tarjeta sanitaria eran los únicos documentos que
siempre llevaba encima.
—¿Sabes algo de cocina? —inquirió el que parecía el jefe.
—No —confesó.
—¿Obedeces las órdenes sin quejarte? —preguntó el otro hombre a la vez que el tipo
desagradable bufaba burlón.
—Sí, siempre y cuando sean razonables —afirmó mirándole fijamente a los ojos.
—Que quieres que te diga, Mario; me gusta el chaval, tiene agallas —comentó el tipo
simpático al antipático.
—¿Tienes antecedentes penales? —preguntó con mirada acerada Mario, el más gruñón
de los dos hombres.
—No.
—¿Seguro?
—Compruébalo si quieres —le retó Jared.
—Tienes razón, Carlos; los tiene bien puestos —sonrió Mario—. Si quieres el puesto, es
tuyo. Pero debes decidirte ahora mismo.
—Lo quiero. Pero necesito tiempo hasta mañana para recoger mis cosas.
—No hay tiempo; o lo tomas ahora, o nos buscamos a otro tipo —dijo Mario. Carlos le dio
un ligero codazo. No tenían más días para buscar a nadie. El chaval era un regalo del cielo.
—No tengo más ropa que la que llevo puesta.
—Ya la comprarás cuando lleguemos al destino. No te preocupes por tonterías —
presionó Mario. No iban a retrasarse por culpa del zagal.
—No tengo dinero para comprarla —confesó Jared con los dientes apretados.
Los dos hombres se miraron entornando los ojos, cavilando.
—Mañana llegaremos a la base en el Instituto Oceanográfico de Vigo y estaremos allí un
par de días antes de embarcar. Si es verdad que no tienes antecedentes penales, podrás
hacerte un pasaporte de urgencia —tarda menos de dos horas— y, en cuanto lo tengas,
firmarás el contrato y podrás pedir un anticipo sobre el primer sueldo. Con eso podrás comprar
algo de ropa. De todos modos, en alta mar no te hará falta mucha ropa. La expedición
suministra los uniformes, indumentaria térmica y prendas de abrigo —le aclaró Mario.
—Lo más necesario es la ropa interior térmica y los pijamas —explicó amablemente Carlos
—. Para el tiempo que tengas libre con un par de vaqueros y jerséis será suficiente. Quizás un
buen anorak para no llevar el oficial de la expedición cuando arribemos a puerto; es de un rojo
rabioso —bromeó—, pero tampoco es necesario si no quieres.
—¿Bajaremos a tierra? —preguntó Jared extrañado. Había entendido que no se
moverían del barco.
—Pasaremos algunas semanas en distintas bases, lo justo para recoger muestras y
aprovisionarnos si falta algo. ¿Estás interesado o no?
—Sí —afirmó sin pensarlo dos veces.
—Bien, voy a llamar a Clara a ver si puede conseguir un billete en nuestro vuelo para el
muchacho —informó Mario abriendo el móvil.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Carlos al darse cuenta de que no tenía ni idea del
nombre del chaval.
—Jared —dijo este tendiéndole la mano.
—Carlos Aguirre, primer cocinero del barco. Mario Zamora es el jefe de partida, nuestro
superior —comentó señalando al hombre que hablaba por teléfono—. Y tú serás el pinche,
marmitón, friegaplatos... y todo lo que se tercie. Quiero que te quede esto muy clarito: nuestra
función principal es estar en la cocina y hacer las comidas, pero los científicos más de una vez
tirarán de nosotros para cualquier encargo, ya sea vigilar una masa de krill en el océano,
colocar un taladro en mitad de un glaciar o medir el desplazamiento de un témpano a la deriva.
Son unos tipos listos los oceanógrafos estos, pero a veces son algo torpes y necesitan manos
ágiles que les ayuden. Puedes hacer dos cosas: ignorarles o ayudarles. Tú sabrás lo que te
conviene. Pero ten por seguro que siempre hay recompensa por el trabajo realizado.
—Hecho. Había plazas de sobra —confirmó Mario cerrando el teléfono y mirando al
hombre que les había venido como anillo al dedo—. ¿Te ha explicado Carlos las condiciones?
—Más o menos.
—¿Estás conforme?
—Sí.
—Bien, pues pongámonos en marcha.
—¿Puedo ir un momento al aseo? —necesitaba urgentemente lavarse la cara con agua
fría y templar los nervios. Sus manos temblaban incontenibles dentro de los bolsillos, no podía
acompañarlos en ese estado.
—Por supuesto. Estaremos fuera.
Los dos hombres esperaron a que Jared desapareciera en los servicios para volver a
hablar mientras esperaban a que el camarero les trajera la cuenta de las bebidas.
Comprobaron
satisfechos que el muchacho había pagado su café, y que no era un caradura.
—¿Qué te parece? —preguntó Carlos.
—Me da la impresión de que está acostumbrado a la soledad. No dará problemas en ese
sentido.
—La nariz me dice que es un tipo honrado y trabajador —comentó Carlos tocándose el
mencionado apéndice.
—Y seguro de sí mismo.
—También.
—¿Te ha preguntado por el sueldo o las vacaciones?
—No.
—Está desesperado por conseguir trabajo, y hará lo necesario para obtenerlo y
conservarlo —aseveró Mario.
—No lo dudes.
—Se llevará una grata sorpresa cuando vea su sueldo en el contrato —afirmó Mario
sonriendo.
Dicen que cuando se cierra una puerta se abre una ventana.
A veces la ventana que queda abierta conduce al precipicio más
profundo, al abismo más oscuro.
Saltar por esa ventana es la opción más aterradora. Pero
tras el salto, en algunas ocasiones, la oscuridad se convierte
puente se tratara, a la consecución de tus deseos.
Nuria movió la cabeza, atónita, al escuchar la voz de su abuela. Dolores estaba inmóvil en
la puerta del salón. De una de sus manos colgaba el top que ella, tan indolentemente, había
tirado.
Jared parpadeó aturdido al ver a la anciana frente a él, mirándole como si fuera la escoria
que él sabía que realmente era. Había tocado de manera indecente a su nieta, en su propia
casa. Había acariciado su cuerpo con lascivia, sin importarle la grave falta de respeto que
estaba cometiendo contra la persona que más había hecho por él en los últimos años.
Gratuitamente, sin pedir nada a cambio, ayudándole a recuperar su vida y su dignidad perdida
con cariño, afecto y apoyo. Y él se lo pagaba así. Como la basura que era. Como el ser
depravado en que se había convertido.
Buscó a tientas su camiseta para intentar cubrir con ella la desnudez de Nuria, pero no
hizo falta; Dolores lanzó con abrumadora precisión el top arrugado sobre el sofá, al lado de su
nieta, y se dio la vuelta.
—Cuando acabéis de vestiros venid a la cocina, quiero hablar con los dos —ordenó sin
mirarlos.
Nuria se mordió los labios, compungida, y comenzó a vestirse en silencio.
Jared se puso la camiseta, ocultó como pudo la mancha que se marcaba en sus
pantalones y se dirigió a la cocina sin esperar a Nuria.
—Dolores, lo siento —dijo fijando su mirada en los ojos de la anciana—; ha sido culpa mía.
No sé cómo... se me fue de las manos.
—No digas chorradas, Jared. Por supuesto que no es culpa tuya, yo te incité, ¿recuerdas?
—refutó Nuria entrando con paso decidido y mirando a su abuela sin parpadear.
—No. Ha sido culpa mía, no supe contenerme —rechazó él—. Estoy francamente
arrepentido, sé que lo que he hecho no tiene perdón, me he comportado como un salvaje...
—¡Eh, para el carro! —exclamó Nuria clavando un dedo en el pecho de Jared—. No hemos
hecho nada de lo que debamos arrepentirnos. Y como se te ocurra siquiera pensar en eso, te
juro que te arranco la cabeza y la cuelgo del cuadro en la pared —amenazó irritada. Bastante
tenía con bregar con su abuela, como para encima consentir que la autoestima y el respeto
que Jared comenzaba a sentir hacia sí mismo cayeran por los suelos.
—Pues yo creo que sí que tenéis mucho de lo que arrepentiros, jovencita —la regañó
Dolores severa.
—¡Abuela! Ya somos mayorcitos.
—¡Pero esta es mi casa, y yo no os he dado permiso para hacer... «eso»! —gritó enfadada
Dolores.
—¡Vamos, abuela, no ha pasado absolutamente nada!
—¿¡Me tomas por tonta!? ¡Te has creído que no tengo ojos en la cara! ¿O acaso has
pensado que soy tan idiota como para hacer la vista gorda? Te conozco, has pensando que
como apreciaba sinceramente a Jared no me enfadaría, pues estás muy equivocada. Y tú,
jovencito —dijo mirando al hombre—, sal de mi vista ahora mismo, antes de que haga algo de
lo que pueda arrepentirme.
Jared asintió con la cabeza. Un nudo se había instalado en
su estómago al apreciar el uso del pretérito al referirse a su cariño por él. Abrió la boca
para intentar disculparse de nuevo.
—¡Fuera de mi casa! —gritó la anciana al ver su ademán.
El hombre encorvó la espalda, agachó la cabeza y dándose media vuelta abandonó la
cocina.
—¡Abuela! —gritó Nuria indignada—. ¡Jared! —le llamó siguiéndole hasta la puerta—, no le
hagas caso; ahora está muy enfadada, pero mañana se le habrá pasado y lo hablaremos con
tranquilidad.
—No, Nuria; tu abuela tiene razón, soy escoria. No debería haberme aprovechado de ti.
—Oh, por favor, no digas tonterías —rechazó ella.
—¡Nuria, ven aquí ahora mismo! —escucharon el alarido indignado de Dolores desde la
cocina.
—¡Ahora voy! —exclamó la interpelada para luego mirar a Jared a los ojos—. Quédate a
mi lado. No te vayas. Prométemelo.
Jared desvió la mirada, incapaz de obedecerla.
—Jared, por favor —suplicó ella tomándole de las mejillas y obligándole a mirarla—. Puedo
solucionarlo. Mi abuela y yo cuando discutimos nos alteramos mucho, pero se nos pasa
rápidamente y luego somos capaces de comportarnos como seres humanos —bromeó
apesadumbrada al ver los ojos afligidos del hombre—. Prométeme que no te marcharás.
Jared asintió con la cabeza en el mismo instante en que Dolores volvió a llamar a su nieta.
Nuria se dio media vuelta guiñándole un ojo y desapareció en la cocina.
Él esperó hasta escuchar los murmullos indignados de ambas mujeres, claro indicativo de
que estarían tan ocupadas discutiendo que no oirían el chasquido de la puerta al cerrarse.
Miró a su alrededor una última vez, inspiró con fuerza para grabar el aroma de Nuria en su
alma, abrió despacio la puerta y, como el cobarde mentiroso que era, huyó incumpliendo su
promesa. Bajó con rapidez los escalones
que daban al portal, salió a la calle y dejó que el aire frío de la noche calmara su ardiente
piel.
Había metido la pata hasta el fondo.
Había corrompido la confianza que la anciana depositara tan inocentemente en él y, no
contento con eso, había abusado del afecto de Nuria, la mujer que amaba, aprovechándose de
ella vilmente, como la bazofia que era.
Tan arrepentido que apenas podía respirar, caminó dando tumbos por las tétricas calles.
Debería buscar un lugar donde dormir, pensó, pero a la vez supo con diáfana claridad que no lo
haría. Esa noche sería incapaz de cerrar los ojos, consciente de que, en el momento en que lo
hiciera, evocaría el tacto exquisito de la piel de Nuria, sus curvas suaves y voluptuosas, su
sabor dulce y excitante. Recordaría anhelante el placer que ella le prodigara, el cariño salvaje
que había sentido hacia la mujer más maravillosa del mundo y la dulce agonía del éxtasis
entre sus manos.
Cerró los ojos para evitar que la humedad que sentía en ellos fluyera hasta sus mejillas. El
rostro decepcionado de Dolores se dibujó en el interior de sus párpados. Sus palabras
desencantadas, su gesto desdeñoso y la certeza ineludible de saber que le había hecho daño
asolaron su mente.
Negó bruscamente con la cabeza. No, no podría dormir en paz esa noche, ni ninguna otra.
Caminaría sin rumbo fijo hasta agotar su cuerpo y su mente, y al amanecer acudiría a la
peluquería a recoger su mochila. Se mordió los labios, avergonzado al pensar que
probablemente Román estaría al tanto de lo ocurrido cuando le viera a la mañana siguiente.
Dolores y él eran grandes amigos, seguramente ella le llamaría para desahogarse y ponerle
sobre aviso sobre la escoria mentirosa que habían adoptado como amigo. Se imaginó al
anciano volviendo el rostro para no tener que sufrir la ignominia de mirarle a la cara; vio a
Scooby sentarse de espaldas a él, aborreciéndole como solo un perro puede hacerlo. Estuvo
tentado de no volver a por la mochila, pero se negó en rotundo. Podía ser una basura, un ser
deleznable, pero no era un cobarde. Iría, recogería sus cosas y pediría disculpas a Román por
haberle decepcionado;
luego acudiría a la tintorería y haría lo mismo con Sonia y con Anny. Era lo mínimo que se
merecían.
Metió las manos en los bolsillos del pantalón en un intento de entrar en calor y parpadeó
sorprendido al sentir el tacto del frío metal contra las yemas de sus dedos. Tenía una moneda
de dos euros. Entornó los ojos intentando recordar cuándo y cómo la había conseguido, pero
fue incapaz de ver otra cosa que el rostro decepcionado de Dolores. Sacudió la cabeza y
observó la moneda, con ella podría pagarse un café que le templara la mente. Buscó una
cafetería abierta y, cuando la encontró, se dirigió a ella con pasos indecisos.
—Me parece increíble, en serio. No entiendo a la juventud de hoy en día. No hacen más
que quejarse porque no tienen trabajo y cuando les pones uno delante de las narices se echan
para atrás asustados —comentaba irritado un hombre a otro, ambos acomodados en sendos
taburetes frente a la barra de la cafetería.
—Ha sido culpa tuya, tenías que haber sabido que la gente de la capital no está hecha
para el trabajo duro. Deberías haber buscado donde siempre, en la costa norte, pero no, el
señorito quería pasarse por Madrid para estar con unos primos a los que hacía años que no
veía, y mira ahora. ¡A ver con qué cara nos presentamos ante el jefe sin lo que nos ha
encargado! —gruñó el otro hombre enfadado.
—Joder, ¡cómo iba yo a imaginar que fuera tan difícil encontrar a un puñetero pinche de
cocina!
—Tampoco es que lo hayas buscado mucho —se quejó el amigo.
—¿Para qué iba a buscarlo si mi prima me dejó bien clarito que tenía amigos que estarían
dispuestos a aceptar el trabajo?
—Pues ya has visto las ganas con que han aceptado —bufó el otro hombre dando un
trago a su jarra de cerveza.
Jared escuchó con atención la conversación, y poco a poco una idea fue tomando forma
en su mente. A veces las oportunidades
estaban en el sitio más inesperado, solo era cuestión de cogerlas con ambas manos y no
dejarlas escapar.
Terminó el café que se estaba tomando y se acercó hasta los dos hombres con un nudo
en la garganta. Tragó saliva y carraspeó.
—¿Qué quieres, chaval? ¿No ves que estamos ocupados? —le espetó uno de ellos, el
que parecía llevar la voz cantante.
Jared apretó los puños al escuchar cómo se dirigía a él y recorrió con la mirada al hombre;
no podía tener más de cuarenta años, doce o trece más que él.
—He escuchado la conversación que mantenéis.
—¿Y?
—Estoy buscando trabajo.
—¡Ja! ¿Qué te parece el zagal? ¿Crees que saldrá corriendo cuando le digamos la clase
de trabajo que es, o que esperará a escucharlo todo antes de escaparse como alma que lleva
el diablo? —preguntó irónico a su amigo. Lo cierto era que llevaban varios días buscando a
alguien, pero todo el mundo rechazaba su oferta antes de que les diera tiempo a exponerla por
completo.
—Prueba a ver, lo mismo hay suerte —contestó el otro hombre mirando fijamente al
muchacho—; no parece un blandengue.
—No lo soy —afirmó Jared con los dientes apretados.
—Vaya, tiene arrestos el chico. Bien, estamos buscando un pinche de cocina.
—Puedo hacerlo —aseveró Jared decidido.
—Oh, perfecto. Solo hay un problema, el trabajo consiste en una expedición científica en
el Ártico. Estaremos allí cinco meses ininterrumpidos, durante los cuales pasarás frío,
aburrimiento y soledad.
—Joder, no le asustes antes de tiempo —le interrumpió su compañero, frunciendo el ceño
por la brusquedad con que se dirigía al joven.
—¿Cinco meses?
—Hala, ya puedes largarte con viento fresco —le despidió el primer hombre.
—No. Puedo hacerlo —ratificó Jared apretando los puños contra sus muslos.
—¿Dejarás a tu familia y amigos durante tantos meses? No me lo creo.
—No tengo familia. —Desvió la mirada antes de continuar hablando. Estaba a punto de
decir que tampoco tenía amigos, pero no quería pensar eso, todavía no.
—Mmm... ¿Estarías dispuesto a tomar un avión esta misma noche? Nuestro vuelo sale
dentro de cuatro horas; si quieres venir, tienes que decidirte ya —explicó el más amable de los
dos.
—Necesito recoger mis cosas, y hasta mañana por la mañana no puedo.
—Te lo dije, se ha rajado —afirmó el hombre desagradable.
—No me he rajado. Necesito tiempo, nada más.
—¿Tienes el pasaporte en regla? —preguntó el tipo afable.
—No tengo pasaporte —contestó desanimado Jared.
—No pasa nada, estaremos unos días en Vigo antes de tomar el barco. Puedes
gestionarlo allí. Me imagino que tendrás el DNI en regla, ¿verdad?
—Sí —suspiró Jared aliviado, el DNI y la tarjeta sanitaria eran los únicos documentos que
siempre llevaba encima.
—¿Sabes algo de cocina? —inquirió el que parecía el jefe.
—No —confesó.
—¿Obedeces las órdenes sin quejarte? —preguntó el otro hombre a la vez que el tipo
desagradable bufaba burlón.
—Sí, siempre y cuando sean razonables —afirmó mirándole fijamente a los ojos.
—Que quieres que te diga, Mario; me gusta el chaval, tiene agallas —comentó el tipo
simpático al antipático.
—¿Tienes antecedentes penales? —preguntó con mirada acerada Mario, el más gruñón
de los dos hombres.
—No.
—¿Seguro?
—Compruébalo si quieres —le retó Jared.
—Tienes razón, Carlos; los tiene bien puestos —sonrió Mario—. Si quieres el puesto, es
tuyo. Pero debes decidirte ahora mismo.
—Lo quiero. Pero necesito tiempo hasta mañana para recoger mis cosas.
—No hay tiempo; o lo tomas ahora, o nos buscamos a otro tipo —dijo Mario. Carlos le dio
un ligero codazo. No tenían más días para buscar a nadie. El chaval era un regalo del cielo.
—No tengo más ropa que la que llevo puesta.
—Ya la comprarás cuando lleguemos al destino. No te preocupes por tonterías —
presionó Mario. No iban a retrasarse por culpa del zagal.
—No tengo dinero para comprarla —confesó Jared con los dientes apretados.
Los dos hombres se miraron entornando los ojos, cavilando.
—Mañana llegaremos a la base en el Instituto Oceanográfico de Vigo y estaremos allí un
par de días antes de embarcar. Si es verdad que no tienes antecedentes penales, podrás
hacerte un pasaporte de urgencia —tarda menos de dos horas— y, en cuanto lo tengas,
firmarás el contrato y podrás pedir un anticipo sobre el primer sueldo. Con eso podrás comprar
algo de ropa. De todos modos, en alta mar no te hará falta mucha ropa. La expedición
suministra los uniformes, indumentaria térmica y prendas de abrigo —le aclaró Mario.
—Lo más necesario es la ropa interior térmica y los pijamas —explicó amablemente Carlos
—. Para el tiempo que tengas libre con un par de vaqueros y jerséis será suficiente. Quizás un
buen anorak para no llevar el oficial de la expedición cuando arribemos a puerto; es de un rojo
rabioso —bromeó—, pero tampoco es necesario si no quieres.
—¿Bajaremos a tierra? —preguntó Jared extrañado. Había entendido que no se
moverían del barco.
—Pasaremos algunas semanas en distintas bases, lo justo para recoger muestras y
aprovisionarnos si falta algo. ¿Estás interesado o no?
—Sí —afirmó sin pensarlo dos veces.
—Bien, voy a llamar a Clara a ver si puede conseguir un billete en nuestro vuelo para el
muchacho —informó Mario abriendo el móvil.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Carlos al darse cuenta de que no tenía ni idea del
nombre del chaval.
—Jared —dijo este tendiéndole la mano.
—Carlos Aguirre, primer cocinero del barco. Mario Zamora es el jefe de partida, nuestro
superior —comentó señalando al hombre que hablaba por teléfono—. Y tú serás el pinche,
marmitón, friegaplatos... y todo lo que se tercie. Quiero que te quede esto muy clarito: nuestra
función principal es estar en la cocina y hacer las comidas, pero los científicos más de una vez
tirarán de nosotros para cualquier encargo, ya sea vigilar una masa de krill en el océano,
colocar un taladro en mitad de un glaciar o medir el desplazamiento de un témpano a la deriva.
Son unos tipos listos los oceanógrafos estos, pero a veces son algo torpes y necesitan manos
ágiles que les ayuden. Puedes hacer dos cosas: ignorarles o ayudarles. Tú sabrás lo que te
conviene. Pero ten por seguro que siempre hay recompensa por el trabajo realizado.
—Hecho. Había plazas de sobra —confirmó Mario cerrando el teléfono y mirando al
hombre que les había venido como anillo al dedo—. ¿Te ha explicado Carlos las condiciones?
—Más o menos.
—¿Estás conforme?
—Sí.
—Bien, pues pongámonos en marcha.
—¿Puedo ir un momento al aseo? —necesitaba urgentemente lavarse la cara con agua
fría y templar los nervios. Sus manos temblaban incontenibles dentro de los bolsillos, no podía
acompañarlos en ese estado.
—Por supuesto. Estaremos fuera.
Los dos hombres esperaron a que Jared desapareciera en los servicios para volver a
hablar mientras esperaban a que el camarero les trajera la cuenta de las bebidas.
Comprobaron
satisfechos que el muchacho había pagado su café, y que no era un caradura.
—¿Qué te parece? —preguntó Carlos.
—Me da la impresión de que está acostumbrado a la soledad. No dará problemas en ese
sentido.
—La nariz me dice que es un tipo honrado y trabajador —comentó Carlos tocándose el
mencionado apéndice.
—Y seguro de sí mismo.
—También.
—¿Te ha preguntado por el sueldo o las vacaciones?
—No.
—Está desesperado por conseguir trabajo, y hará lo necesario para obtenerlo y
conservarlo —aseveró Mario.
—No lo dudes.
—Se llevará una grata sorpresa cuando vea su sueldo en el contrato —afirmó Mario
sonriendo.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 9
Ninguna discusión dura eternamente. La ira no es
indestructible; una sola palabra puede eliminar
hasta el más profundo enfado.
Acababan de abrir la mercería cuando Scooby entró como un huracán por la puerta.
—¡Quieto, chucho! —ordenó Dolores cuando el gran danés hizo intención de poner sus
enormes patas delanteras sobre ella.
—¡Scooby, aquí! —lo llamó Nuria divertida.
Su abuela y Scooby no se llevaban exactamente bien. La mascota pensaba que la
anciana era un ser encantador y delicioso al que había que lamer y relamer, y la abuela
pensaba que el perro era un chucho pulgoso y baboso al que era mejor tener lo más lejos
posible.
—¿Qué haces por aquí, grandullón? —le preguntó Nuria extrañada, sin dejar de rascarle
por detrás de las orejas. El perro no solía alejarse mucho de la peluquería.
Scooby se dio la vuelta hacia la puerta y lanzó un ladrido largo y agudo seguido de varios
más cortos y roncos. Un segundo después Román entró en la tienda. Tenía la respiración
acelerada, como si hubiera corrido. Una de sus manos portaba una arrugada servilleta de
papel.—
¿Qué ha pasado? —preguntó sin apenas resuello.
—¿Qué ha pasado de qué? —respondió Dolores a la pregunta acercándole una silla y un
vaso de agua—. Anda, siéntate y bebe, viejo tonto, que te va a dar algo.
—Jared... ¿Qué ha pasado, habéis discutido?
—¿Ya te ha ido con el cuento? Pues sí que se ha dado prisa —bufó la anciana—. Pillé a
los dos tortolitos en el salón de mi casa haciendo manitas —explicó enfadada.
—¡Abuela!
—¡Ni abuela ni leches! —replicó Dolores iniciando de nuevo la discusión que había
quedado pospuesta hacía pocas horas por la necesidad de dormir.
—Te expliqué que no había pasado nada.
—¡Y yo te contesté que de idiota no tengo ni un pelo!
—Vamos, vamos... tranquilizaos las dos —medió Román entre ambas—. Explicadme qué
ha pasado —solicitó atento. Le daba en la nariz que la solución a la nota que tenía en la mano
estaba íntimamente unida a la discusión de las dos mujeres.
—Ya te lo he explicado —le dijo Dolores al peluquero a regañadientes—. Llegué a casa
ayer por la noche, después de pasar una agradable tarde con mis amigas, y me encontré a la
parejita muy acaramelada en mi sofá.
—¿Acaramelada? —susurró Román, encajando esa información en su cerebro.
—¡Fueron solo un par de besos! —exclamó la muchacha poniendo los ojos en blanco.
Estaba francamente harta de la estúpida discusión—. Jared se dejó la mochila con todo su
dinero en la peluquería, así que lo convencí para que subiera a casa a cenar y una cosa dio
paso a la otra. ¡Al fin y al cabo no somos niños!
—¡Pues os comportabais como si lo fuerais! Jamás he sentido tanta vergüenza ajena. Mi
nieta comportándose como una gata en celo en mitad del salón.
—En mitad del salón... —masticó Román el importante dato.
—¡Abuela!
—Lo que no sé es cómo pudiste convencer al muchacho... con lo serio y comedido que es
—siseó Dolores pensativa.
Con el transcurrir de las horas, la hoguera abrasadora en la que se cocía su enfado había
dado paso a unas ascuas todavía
candentes. Poco a poco esas brasas se iban enfriando, permitiéndole pensar y, sobre
todo, razonar qué cantidad de culpa en lo sucedido tenía cada uno de los tortolitos. Y cada
vez tenía menos dudas. La instigadora no podía ser otra que su querida, impulsiva e
irresponsable nieta.
—Mujer, tiran más dos tetas que dos carretas —apuntó el peluquero.
—¡Román, ya basta! ¿Por qué no os vais los dos un rato a la porra? —exclamó Nuria
enfadada—. Convencí a Jared para que subiera a casa, pensando que la abuela le persuadiría
para quedarse a dormir, y, en lugar de eso, lo echó a la calle como si fuera un perro sarnoso —
le explicó con los ojos sospechosamente brillantes—. ¡Sí, metí la pata hasta el fondo! No
debería haber dejado que las cosas fueran a mayores. No pensé en lo que estaba haciendo.
¿Era eso lo que querías escuchar? —preguntó mirando a su abuela sin parpadear.
—Sí, eso es lo que quiero, que reconozcas tus errores —afirmó Dolores cruzándose de
brazos y alzando la barbilla, todavía rumiando su enfado.
—¡Lo siento! Sí, te falté el respeto y me porté fatal, pero no era necesario que lo echaras
como si fuera un delincuente. —Una lágrima se deslizó lentamente por los pómulos
sonrosados de Nuria cuando pronunció esta palabra—. Él no tuvo la culpa de nada; me
conoces de sobra, sabes cómo soy y cómo es Jared.
—¡Ay, señor...! —masculló Román releyendo la nota que tenía entre las manos.
Dolores asintió; sabía de sobra cómo era su nieta, visceral e impetuosa, igual que lo era
ella también.
—Quizá se me fue un poco la mano —concedió Dolores. Su enfado se había evaporado
súbitamente, apagado por el dolor que mostraba su nieta—, pero tienes que comprenderlo,
cielo; encontraros de aquella manera me sorprendió mucho. Lo último que esperaba encontrar
en casa después de una tarde de amigas era a vosotros dos... abrazados.
—Abuela. —Nuria se acercó a la anciana—. No hago más que pensar en que habrá
pasado la noche a la intemperie, con
una camiseta de manga corta como único abrigo —dijo Nuria llevándose una mano a la
boca para intentar silenciar los sollozos que pugnaban por escapar de sus labios.
—No te preocupes por él, cariño —la consoló abrazándola—. No creo que sea la primera
vez que duerme en... —Hizo una pausa sin querer decir lo evidente.
La noche anterior, no se había parado a reflexionar por qué estaba Jared en su casa a
esas horas, y había obrado en consecuencia a la justa indignación que sentía, sin pensar en
nada más. Pero ahora se arrepentía al imaginarse al muchacho pasando frío dentro de un
cajero automático, o peor todavía, sobre un banco del parque.
—Seguro que ha encontrado algún lugar donde dormir —aseveró Dolores deseando creer
sus propias palabras.
—Bueno, bueno. Creo que en eso puedo ayudaros —comentó Román con gesto serio.
—¿Has visto a Jared esta mañana, ha desayunado contigo? —preguntó Nuria
esperanzada. Sabía que desayunaban juntos con frecuencia y, además, Jared tenía que
recoger la mochila, recordó feliz—. ¿Qué te ha dicho? ¿Dónde ha dormido? ¿Está muy
abatido? Ya sabes cómo es, se lo toma todo muy a pecho.
—No, preciosa, no lo he visto, pero me ha dejado un mensaje.
—¿Un mensaje? —inquirió Dolores confusa.
—Encontré esta nota al abrir la peluquería... —explicó tendiéndole la servilleta arrugada
que tenía en la mano a Dolores—. Estaba encajada entre las rejas. Por eso he venido
corriendo en cuanto os he visto abrir.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Dolores cuando acabó de leerla—. ¿Qué ha hecho? Tonto,
tonto y mil veces tonto.
—Abuela, déjame leerla. —Nuria le quitó la nota de las manos y comenzó a leerla con
impaciencia.
Eran unas pocas líneas trazadas con mano vacilante, con algunas tachaduras y una
brevísima despedida.
—¡No! No puede ser. Él no haría una cosa así. No se iría sin decírmelo. Sin despedirse de
mí.
—Cariño —se acercó Dolores a su nieta—, se ha despedido.
—No, no lo ha hecho. Esto no es una despedida, es una estúpida servilleta de papel con
cuatro garabatos —exclamó dolida—. Y ni siquiera estaba en nuestra tienda.
—Cielo —intervino Román—, vuestras rejas no tienen huecos. No habría podido encajar la
nota, hubiera salido volando.
—¡Eso no es excusa! ¡Le dije que no se fuera de casa! ¡Me aseguró que se quedaría
conmigo, que esperaría hasta que calmara a la abuela! Me lo prometió y en cuanto me di la
vuelta se fue. ¡Y ahora huye y me vuelve a mentir! ¡Se cree que soy idiota! —gritó arrugando la
nota y tirándola al suelo con rabia a la vez que se daba la vuelta y entraba corriendo en la
trastienda.
Los dos ancianos fueron testigos del tremendo portazo que dio y de los sollozos
ahogados que siguieron a este. Ambos se miraron aturdidos y luego dirigieron la mirada a la
servilleta arrugada tirada en el suelo de la tienda.
Román, he encontrado un trabajo, pero para conseguirlo tengo que irme ahora
mismo, si no lo hago, lo perderé. Por favor, dile a Dolores que siento muchísimo lo que
ha pasado, fue por mi culpa... no tenía intención de dile que estoy muy arrepentido.
Cuéntale a Sonia por qué me he tenido que ir y discúlpame ante ella por faltar a mi
palabra. A Nuria dile que no estoy huyendo y que siento haberle mentido. No puedo
ser el hombre que ella merece pero voy a solucionarlo. Voy a intentar ser mejor
persona...
Dile que la quiero.
Capítulo 10
No hay mayor agonía que sentir cómo la esperanza
juega con tu corazón, día a día, palabra a palabra.
—Buenos días, Dolores, Nuria. ¿Qué tal la mañana? —saludó el cartero asomándose a la
puerta de la mercería.
—Buenos días, Antonio. Si son facturas lo que traes, ya puedes ir dándote la vuelta —
bromeó la anciana acercándose al hombre para recibir las cartas.
—Pues no, hoy tienes una postal, y debe de ser de algún cliente que compartís varios
comercios de esta calle, porque he entregado dos más de la misma provincia —comentó
divertido tendiéndosela y regresando a su trabajo.
—¿Una postal? —preguntó Nuria—. ¿Desde dónde la mandan?
—De Pontevedra.
—Déjame verla. —No esperó a que su abuela se la diera, directamente se la quitó de las
manos. Tenía un presentimiento.
—Es de Jared —comentó al poco—. Está en Vigo —informó dejando la misiva sobre el
mostrador—. Parece que le van bien las cosas. ¡Ojalá no vuelva nunca! —exclamó enfadada
entrando en la trastienda y dando un tremendo portazo.
Dolores se acercó y tomó la postal. Era tan escueta como poco informativa.
5 de mayo de 2010
Queridas amigas:
Espero que leáis esto, pero si no lo hacéis lo entenderé.
Siento haberme marchado tan repentinamente, dejándolo todo por aclarar, pero
me surgió una oportunidad que no pude desaprovechar. He conseguido un trabajo
en una expedición oceanográfica promovida por el ICES. Ahora estoy en Vigo, pero
partiré mañana. Estaré fuera algunos meses. No sé si podré escribiros en ese tiempo.
Por favor, perdonadme.
Os quiere,
JARED
—¡Nur, Dolores! —gritó Román desde la puerta en el mismo momento en que Dolores,
asombrada, releía el breve mensaje por tercera vez.
La anciana dejó la postal de nuevo sobre el mostrador y observó a su amigo. Estaba
sonrojado y lucía una enorme sonrisa en los labios.
—¿A que no sabes qué? Acabo de recibir noticias de Jared ¿Vosotras también? —Román
estaba alegre, emocionado incluso.
—Román, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Anny entrando en la tienda—. No me lo digas,
has recibido noticias de Jared.
—¿Tú también? —dijo el peluquero mirando a la joven. Esta asintió—. ¿Dónde está
Nuria? —inquirió extrañado al no verla.
—Estaba haciéndome un café —contestó la interpelada saliendo de la trastienda, tenía
los ojos rojos y la cara pálida. De hecho, desde que Jared había desaparecido hacía poco más
de una semana, había perdido algo de peso, y también su sonrisa espontánea.
—Nur, ¿no me has oído? Hemos recibido noticias de Jared, nos ha mandado una carta
desde Vigo, va a ser cocinilla en el barco de un tal Ices —explicó apresurado el anciano.
—¿Cocinilla? —inquirió Dolores divertida por el término.
—Sí, mira, lo pone aquí —dijo mostrándoles una postal con unas pocas frases escritas a
mano—. Dice que le ha salido
curro de pinche de cocina en una exploración geográfica.
—Expedición oceanográfica —le corrigió Nuria.
—¡Tú también has recibido una carta! —exclamó entusiasmado—. Es maravilloso, ¿no
crees? Ahora ya sabemos dónde está y que se encuentra sano y salvo.
—No estarás diciendo en serio que te crees ese montón de mentiras —replicó Anny
acercándose a su amiga. Nuria negó con énfasis, ella tampoco se creía nada de lo escrito.
—¿Por qué piensas que son mentiras? —preguntó Dolores tomando el mensaje de
Román y leyéndolo rápidamente—. Cuenta más o menos lo mismo que en la nuestra —
confirmó a las jóvenes—, y añade que trabajará en las cocinas y que estará unos cuatro
meses fuera. Poco más.
—¿No os dais cuenta de que eso no puede ser cierto? —intervino Nuria por primera vez
desde que había salido de la trastienda—. Cuando huyó de casa no tenía un solo euro en los
bolsillos, y ahora está en Vigo. ¿Cómo ha llegado, haciendo dedo? —preguntó irónica, Anny
asintió—. Oh, espera, se me ocurre algo mejor: bajó desde el cielo su ángel de la guarda y le
proporcionó dinero, trabajo y ropa. ¡Ni que fuera ceniciento!
—No sé cómo habrá llegado hasta Galicia, pero lo que está claro es que la postal está
sellada en Vigo, por lo menos la mía —comentó Román—. Quién sabe, cosas más raras se han
visto —argumentó al ver cómo Nuria fruncía el ceño y apretaba los labios—. Lo mismo se
encontró con alguien que le ofreció trabajo y decidió acompañarlo.
—Claro, es lo más lógico del mundo —replicó Anny haciendo frente común con su amiga
—. Estando en Madrid se le acerca un tipo y le pide que le acompañe a la otra punta de
España para hacer de cocinero en su barco. ¿Cómo no se me había ocurrido esa explicación?
—Negó con la cabeza—. No sé qué tendrá en mente, pero no me trago ese cuento.
—Nuria, no deberías... —comenzó a decir Dolores ignorando el comentario de Anny.
—No, abuela, tú no lo conoces. Tiene metido en la cabeza que es... —Cerró los ojos
apesadumbrada a la vez que se
mordía los labios—. No lo entenderíais, Jared piensa que no es... —Hizo de nuevo una
pausa sin saber bien cómo explicarse—. Tiene un sentido del honor arcaico, y una bajísima
opinión de sí mismo. Cree que la gente le juzga por lo que tiene, no por lo que es. Él piensa que
no es el hombre que yo me merezco. Estoy segura de que estará en la calle, sin dinero ni ropa,
buscando... no sé, un trabajo, algo con que demostrar al mundo que es mejor persona de lo que
él mismo imagina que es.
—Es idiota —gruñó Anny.
—Lo entendemos, cariño. Lo conocemos bien —afirmó Dolores dando un codazo a la
amiga de su nieta para hacerla callar.
Anny era una chica maravillosa, a no ser que estuviera enfadada; entonces se convertía
en una verdadera arpía incapaz de razonar.
—Y si algo no es, es tonto —aseveró Román—. Seguro que está mejor de lo que tú crees.
Es un hombre de recursos ilimitados, ya lo viste. Tanto le da repartir alfombras, que limpiar
cocinas, que hacer alguna chapuza.
—No me puedo quitar de la cabeza que ha desaparecido por mi culpa. Si yo no hubiera...
—susurró Nuria.
—¡No digas chorradas! —exclamó su amiga, indignada. Nuria llevaba una semana
entristecida, llorando, sintiéndose culpable y preguntando a todo el mundo si habían visto al
tipejo. No pensaba consentirlo ni un segundo más—. Si tú no te hubieras lanzado sobre él, si
Dolores no hubiera llegado cuando llegó... Bah, tonterías —se burló de los lamentos de sus
amigas sin dejar de mirar a la anciana. Sabía de sobra que Dolores también se sentía culpable
en cierto modo y estaba francamente harta de que esas dos mujeres, a las que tanto quería,
lo estuvieran pasando mal por culpa de la ineptitud de un hombre—. Las cosas son como son y
punto. No hay que darle más vueltas. Jared es mayorcito, podía haber mantenido el pajarito
guardadito en vez de haberse dejado... querer.
—¡Anny! —gritó Nuria colorada como un tomate.
—¡Qué! Tengo razón y lo sabes. Dos no se lían si uno no
quiere. Y eso no es lo importante; a lo hecho, pecho. Tenía que haberse comportado
como un hombre y dar el callo, en vez de salir corriendo y esconderse como el cobarde que es.
Así que nada de compadecerle. Lo que le pase, se lo ha buscado él solito.
—Pero, Anny... —murmuró Nuria asombrada al ver a su amiga tan enfadada. Desde que
Jared había empezado a trabajar en la tintorería Anny le había ido cogiendo cariño, igual que
el resto de los vecinos del barrio. No entendía este repentino cambio de actitud.
—No. Basta ya de tanta preocupación. Te apuesto lo que quieras a que en menos de una
semana tenemos noticias suyas.
Acertó a medias en su predicción.
Sí tuvieron noticias suyas.
Dos meses después.
La postal llegó cuando ya no la esperaban. Cuando se habían hecho a la idea de que no
volverían a verle. Cuando Nuria por fin estaba dejando de llorar a escondidas en su habitación
cada noche.
Llegó una luminosa mañana de julio, cuando el ardiente calor obligaba a buscar cobijo bajo
la sombra de los árboles y dos mujeres, sentadas en sus sillas tras el mostrador de la mercería,
hacían cálculos para saber si podrían cerrar todo el mes de agosto, o solo quince días.
La postal era de hecho una fotografía. En ella se veía una playa de hielo y al fondo, en
mitad del océano y rodeado de glaciares imponentes y afilados, se alzaba un gran barco con la
cubierta ocupada por una grúa y extraños aparatos. En el reverso de la foto, escrito en letras
muy pequeñas y juntas, como queriendo aprovechar todo el espacio, había un breve texto.
20 de julio de 2010
Queridas amigas:
No sé si recibiréis esta carta ni, si en caso de hacerlo, la leeréis.
Sé que estaréis furiosas conmigo y no os faltará razón para
ello. Pensaréis que estoy ocultándome y, en cierto modo, así es. Estoy en el
buque Ramón de Margalef, en una expedición oceanográfica promovida por el ICES.
Soy el pinche de cocina, pero mi trabajo realmente consiste en obedecer órdenes.
Ahora mismo estoy en una base en Svalbard, a medio camino del Ártico. No sé
cuánto tiempo estaré aquí, ni cuándo podré volver a mandaros noticias.
El barco que se ve en la imagen es en el que trabajo, y es más grande de lo que
parece. Estoy aprendiendo mucho con mis compañeros y, sobre todo, estoy
pensando en qué quiero hacer con mi vida a partir de ahora.
El océano es enorme y la soledad infinita.
Os echo mucho de menos,
JARED
—¿Qué narices es el ICES ese? —preguntó Anny cuando acabó de leerla por tercera vez.
Nuria había salido corriendo a buscar a su amiga en cuanto la recibió. Y ahora las dos
estaban elucubrando sobre lo que había escrito Jared.
—No tengo ni idea —respondió Nuria—, pero pienso averiguarlo.
—¿Cómo?
—Con «san Google, que todo lo encuentra» —aseveró Nuria—. Abuela, salgo un
momento; ahora mismo vuelvo.
Corrió durante todo el trayecto a su casa, con Anny a la zaga; llegó a su habitación casi
sin respiración, encendió su obsoleto ordenador y esperó impaciente a que este tuviera a bien
comenzar a funcionar.
—¡Ya lo tengo! —exclamó tras unos minutos de búsqueda—. ICES son las siglas de:
International Council for the Exploration of the Sea.
—¿Y eso qué gaitas es? —preguntó su amiga.
—El consejo internacional para la exploración del mar —tradujo Nur.
—¿Tienen alguna expedición en marcha? —inquirió Anny interesada.
—¡Uf!, muchas. Espera, voy a buscar las que tengan salida desde el puerto de Vigo —
comentó tecleando rápidamente—. ¡Oh Dios! El 7 de mayo partió el buque Ramón Margalef
para un estudio del Instituto Oceanográfico de Vigo, promovido en parte por el ICES.
—¡La leche! Si al final va a resultar que nos estaba diciendo la verdad. Mira a ver si dicen
algo más.
La siguiente carta tardó en llegar más de dos meses, justo cuando Nuria ya comenzaba a
pensar que no volvería a saber de él.
Dos meses de buscar todos los días en Internet cada noticia sobre la expedición, aunque,
desgraciadamente, apenas encontró un par de anotaciones. Tampoco se mencionó en los
telediarios ni en los periódicos. Nuria no podía entender cómo era posible que siendo una
investigación tan importante no apareciera en los medios de comunicación.
Asumía con total coherencia que, aunque para ella Jared fuera lo más importante de su
vida, para el resto del mundo, él, como persona anónima, ni siquiera existía. Pero lo que la
colmaba de apesadumbrado estupor era el olvido, ignorante y peligroso para el planeta en que
vivían, con que los periódicos y telediarios obviaban la expedición. Comprobó indignada que los
datos que pudieran aportar los investigadores sobre las consecuencias del cambio climático en
el océano Ártico tenían muchísima menos importancia para la gente que la cantidad de goles
marcados en un partido de fútbol. El calentamiento de los océanos les traía al pairo, aunque
estuviese anunciando la muerte, lenta y dolorosa, del planeta.
Cuando el cartero llegó a su puerta el 20 de septiembre, con una enorme sonrisa en los
labios y las pobladas cejas arqueándose con fuerza, Nuria supo que acababa de recibir noticias
de Jared. Le arrancó la postal de las manos y corrió a esconderse en la trastienda.
Necesitaba saborear en soledad cada una de las palabras escritas por su amado.
Se aseguró de que la puerta estuviera cerrada con llave y devoró con la mirada la postal.
Era, al igual que la vez anterior, una fotografía, pero en esta ocasión no de un paisaje, sino de
una persona.
La observó atentamente, con el corazón a punto de escapársele por la garganta.
Era él.
Jared.
Se encontraba en mitad de un desierto helado, tan brillante, que la luz se reflejaba sobre
el suelo que pisaba. No había nada más que esa blancura infinita; ni mar ni personas ni
animales, solo hielo y más hielo, pero a él parecía no importarle.
Estaba de pie y sonreía a la cámara o al menos eso imaginaba ella, porque apenas se le
veía la cara. Llevaba un anorak de un rojo rabioso que destacaba como un faro en el gélido
paisaje que le rodeaba, y el gorro de la prenda le cubría la cabeza hasta casi taparle los ojos.
Pero Nuria podía ver perfectamente sus pómulos afilados y su sonrisa confiada. Era él, estaba
segura. Estuvo observando y acariciando con las yemas de los dedos la imagen hasta que se
la grabó en la mente, y después, casi temblando, le dio la vuelta y leyó el reverso. Estaba
sellada en Nueva Âlesund, Noruega.
—¿Noruega? Por Dios, Jared, ¿Dónde estás ahora? ¿Por qué no vuelves a mí? —musitó
antes de comenzar a leer.
14 de septiembre de 2010
Cuando te llegue esta postal ya estaré de regreso a España. Si todo sale según
los planes previstos, a finales de mes arribaremos a Bergen y desde allí regresaremos
a Vigo.
El verano ártico se acaba y nuestro trabajo de investigación alrededor de
Svalbard también. Día a día el clima se va haciendo más severo, apenas podemos
detener el barco durante unas horas para recoger muestras, pues en cuanto lo
hacemos el casco se cubre de hielo ante nuestros asombrados ojos. Caminar sobre
los glaciares es casi imposible, la fuerza del viento nos arrastra sin
que podamos evitarlo, pero lo que más impone es el ruido. Escuchar el sonido del
hielo moverse; cómo se estira y se rompe cerca de donde estoy, ese rugido
penetrante e intenso me hace pensar en el fin del mundo.
Cuento los días que me quedan para volver a casa, para verte...
JARED
—Dos semanas, tres a lo sumo... —murmuró Nuria besando la fotografía, mientras
calculaba el tiempo que faltaba para verle.
Se secó las lágrimas que habían brotado de sus ojos al leer la carta y salió de la trastienda
llamando a Dolores a gritos.
—¡Abuela! ¡Quince días! ¡Volverá a mí dentro de quince días!
Pero los días pasaron y él no regresó.
Septiembre dio paso a octubre y Nuria pasaba cada hora del día asomada a la puerta de
la tienda, esperándole.
Llegó el día de la festividad del Pilar y transcurrió sin que él volviera.
Cada mañana se levantaba resplandeciente, segura de que ese sería el gran día. Se
arreglaba con cuidado, cepillaba su cabello hasta hacerlo brillar, pintaba sus labios, sonreía al
espejo y bajaba corriendo las escaleras del portal para ir a la mercería. Y cada tarde volvía a
casa despacio, arrastrando los pies y con la tristeza dibujada en su rostro.
Cuando por fin llegó el momento, no fue como ella esperaba. No hubo fanfarrias ni fuegos
artificiales. No le pudo abrazar ni besar. No pudo ver su rostro ni escuchar su voz.
—Buenos días, Nuria. ¿Está tu abuela? —saludó dubitativo el cartero entrando en la
tienda mucho antes de su hora habitual.
—Aquí estoy, ¿ha pasado algo? —preguntó Dolores saliendo extrañada de la trastienda.
El cartero nunca llegaba tan pronto, ni mucho menos preguntaba por ella.
—Eh... no, claro que no —respondió dudoso centrando
su mirada en la anciana—. Solo quería comprobar que Nuria no estaba sola.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nuria levantándose asustada al escuchar las palabras
del hombre. Tenía un mal presentimiento.
—Esta mañana ha llegado esto para ti, de Bergen, Noruega —explicó el empleado de
correos entregándole un sobre enorme y mirando de refilón a la anciana. Esta abrió asustada
los ojos y se acercó presurosa a su nieta—. He pensado que sería importante y por eso he
cambiado mi ruta. Espero que no sea nada grave.
Nuria no pudo evitar que un jadeo escapara de sus labios al tocar el sobre. Este era
pesado y voluminoso. Estaba sellado el día 5 de octubre. Lo abrió con dedos temblorosos. En
su interior encontró una nota escrita a mano y un cuaderno. Leyó la nota con rapidez y, al
terminar, cerró los ojos y respiró aliviada.
—Nuria, hija, ¿que ha pasado? —preguntó su abuela preocupada. El cartero también
esperaba noticias.
—Jared no puede regresar aún.
—¿Le ha pasado algo?
—No. Está bien —dijo tendiéndole la nota—. Voy a casa un momento —declaró saliendo
de la tienda con el cuaderno apretado contra el pecho.
29 de septiembre de 2010
Sé que te prometí que estaría en casa por estas fechas, pero el jefe de la
expedición decidió en el último momento continuar un poco más, y no he encontrado
manera de avisarte hasta ahora mismo. De hecho, ha sido gracias a que hoy ha
sucedido algo inesperado que puedo mandarte esto. Mi barco se ha cruzado con otro
que regresaba a puerto tras concluir sus trabajos. Enrique ha aprovechado para
intercambiar datos sobre los seguimientos, y mientras tanto mis compañeros y yo
hemos hablado con los otros marineros y estos se han comprometido a enviar
nuestras cartas en cuanto recalen en Bergen.
Llevo desde que han subido a cubierta dándole vueltas a la cabeza sin saber
exactamente qué decirte. Al final he decidido que voy a ser valiente por primera vez
en cinco meses. Voy a mandarte el diario que he escrito durante el tiempo que llevo
aquí. Por favor, no rompas estas páginas sin leerlas. En ellas está mi alma.
No sé a ciencia cierta cuándo regresaré a casa, Enrique quiere seguir un poco
más, pero el resto de los investigadores no lo ven del todo claro.
Te echo de menos, muero por verte, por sentirte junto a mí, por tocarte.
JARED 9
Ninguna discusión dura eternamente. La ira no es
indestructible; una sola palabra puede eliminar
hasta el más profundo enfado.
Acababan de abrir la mercería cuando Scooby entró como un huracán por la puerta.
—¡Quieto, chucho! —ordenó Dolores cuando el gran danés hizo intención de poner sus
enormes patas delanteras sobre ella.
—¡Scooby, aquí! —lo llamó Nuria divertida.
Su abuela y Scooby no se llevaban exactamente bien. La mascota pensaba que la
anciana era un ser encantador y delicioso al que había que lamer y relamer, y la abuela
pensaba que el perro era un chucho pulgoso y baboso al que era mejor tener lo más lejos
posible.
—¿Qué haces por aquí, grandullón? —le preguntó Nuria extrañada, sin dejar de rascarle
por detrás de las orejas. El perro no solía alejarse mucho de la peluquería.
Scooby se dio la vuelta hacia la puerta y lanzó un ladrido largo y agudo seguido de varios
más cortos y roncos. Un segundo después Román entró en la tienda. Tenía la respiración
acelerada, como si hubiera corrido. Una de sus manos portaba una arrugada servilleta de
papel.—
¿Qué ha pasado? —preguntó sin apenas resuello.
—¿Qué ha pasado de qué? —respondió Dolores a la pregunta acercándole una silla y un
vaso de agua—. Anda, siéntate y bebe, viejo tonto, que te va a dar algo.
—Jared... ¿Qué ha pasado, habéis discutido?
—¿Ya te ha ido con el cuento? Pues sí que se ha dado prisa —bufó la anciana—. Pillé a
los dos tortolitos en el salón de mi casa haciendo manitas —explicó enfadada.
—¡Abuela!
—¡Ni abuela ni leches! —replicó Dolores iniciando de nuevo la discusión que había
quedado pospuesta hacía pocas horas por la necesidad de dormir.
—Te expliqué que no había pasado nada.
—¡Y yo te contesté que de idiota no tengo ni un pelo!
—Vamos, vamos... tranquilizaos las dos —medió Román entre ambas—. Explicadme qué
ha pasado —solicitó atento. Le daba en la nariz que la solución a la nota que tenía en la mano
estaba íntimamente unida a la discusión de las dos mujeres.
—Ya te lo he explicado —le dijo Dolores al peluquero a regañadientes—. Llegué a casa
ayer por la noche, después de pasar una agradable tarde con mis amigas, y me encontré a la
parejita muy acaramelada en mi sofá.
—¿Acaramelada? —susurró Román, encajando esa información en su cerebro.
—¡Fueron solo un par de besos! —exclamó la muchacha poniendo los ojos en blanco.
Estaba francamente harta de la estúpida discusión—. Jared se dejó la mochila con todo su
dinero en la peluquería, así que lo convencí para que subiera a casa a cenar y una cosa dio
paso a la otra. ¡Al fin y al cabo no somos niños!
—¡Pues os comportabais como si lo fuerais! Jamás he sentido tanta vergüenza ajena. Mi
nieta comportándose como una gata en celo en mitad del salón.
—En mitad del salón... —masticó Román el importante dato.
—¡Abuela!
—Lo que no sé es cómo pudiste convencer al muchacho... con lo serio y comedido que es
—siseó Dolores pensativa.
Con el transcurrir de las horas, la hoguera abrasadora en la que se cocía su enfado había
dado paso a unas ascuas todavía
candentes. Poco a poco esas brasas se iban enfriando, permitiéndole pensar y, sobre
todo, razonar qué cantidad de culpa en lo sucedido tenía cada uno de los tortolitos. Y cada
vez tenía menos dudas. La instigadora no podía ser otra que su querida, impulsiva e
irresponsable nieta.
—Mujer, tiran más dos tetas que dos carretas —apuntó el peluquero.
—¡Román, ya basta! ¿Por qué no os vais los dos un rato a la porra? —exclamó Nuria
enfadada—. Convencí a Jared para que subiera a casa, pensando que la abuela le persuadiría
para quedarse a dormir, y, en lugar de eso, lo echó a la calle como si fuera un perro sarnoso —
le explicó con los ojos sospechosamente brillantes—. ¡Sí, metí la pata hasta el fondo! No
debería haber dejado que las cosas fueran a mayores. No pensé en lo que estaba haciendo.
¿Era eso lo que querías escuchar? —preguntó mirando a su abuela sin parpadear.
—Sí, eso es lo que quiero, que reconozcas tus errores —afirmó Dolores cruzándose de
brazos y alzando la barbilla, todavía rumiando su enfado.
—¡Lo siento! Sí, te falté el respeto y me porté fatal, pero no era necesario que lo echaras
como si fuera un delincuente. —Una lágrima se deslizó lentamente por los pómulos
sonrosados de Nuria cuando pronunció esta palabra—. Él no tuvo la culpa de nada; me
conoces de sobra, sabes cómo soy y cómo es Jared.
—¡Ay, señor...! —masculló Román releyendo la nota que tenía entre las manos.
Dolores asintió; sabía de sobra cómo era su nieta, visceral e impetuosa, igual que lo era
ella también.
—Quizá se me fue un poco la mano —concedió Dolores. Su enfado se había evaporado
súbitamente, apagado por el dolor que mostraba su nieta—, pero tienes que comprenderlo,
cielo; encontraros de aquella manera me sorprendió mucho. Lo último que esperaba encontrar
en casa después de una tarde de amigas era a vosotros dos... abrazados.
—Abuela. —Nuria se acercó a la anciana—. No hago más que pensar en que habrá
pasado la noche a la intemperie, con
una camiseta de manga corta como único abrigo —dijo Nuria llevándose una mano a la
boca para intentar silenciar los sollozos que pugnaban por escapar de sus labios.
—No te preocupes por él, cariño —la consoló abrazándola—. No creo que sea la primera
vez que duerme en... —Hizo una pausa sin querer decir lo evidente.
La noche anterior, no se había parado a reflexionar por qué estaba Jared en su casa a
esas horas, y había obrado en consecuencia a la justa indignación que sentía, sin pensar en
nada más. Pero ahora se arrepentía al imaginarse al muchacho pasando frío dentro de un
cajero automático, o peor todavía, sobre un banco del parque.
—Seguro que ha encontrado algún lugar donde dormir —aseveró Dolores deseando creer
sus propias palabras.
—Bueno, bueno. Creo que en eso puedo ayudaros —comentó Román con gesto serio.
—¿Has visto a Jared esta mañana, ha desayunado contigo? —preguntó Nuria
esperanzada. Sabía que desayunaban juntos con frecuencia y, además, Jared tenía que
recoger la mochila, recordó feliz—. ¿Qué te ha dicho? ¿Dónde ha dormido? ¿Está muy
abatido? Ya sabes cómo es, se lo toma todo muy a pecho.
—No, preciosa, no lo he visto, pero me ha dejado un mensaje.
—¿Un mensaje? —inquirió Dolores confusa.
—Encontré esta nota al abrir la peluquería... —explicó tendiéndole la servilleta arrugada
que tenía en la mano a Dolores—. Estaba encajada entre las rejas. Por eso he venido
corriendo en cuanto os he visto abrir.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Dolores cuando acabó de leerla—. ¿Qué ha hecho? Tonto,
tonto y mil veces tonto.
—Abuela, déjame leerla. —Nuria le quitó la nota de las manos y comenzó a leerla con
impaciencia.
Eran unas pocas líneas trazadas con mano vacilante, con algunas tachaduras y una
brevísima despedida.
—¡No! No puede ser. Él no haría una cosa así. No se iría sin decírmelo. Sin despedirse de
mí.
—Cariño —se acercó Dolores a su nieta—, se ha despedido.
—No, no lo ha hecho. Esto no es una despedida, es una estúpida servilleta de papel con
cuatro garabatos —exclamó dolida—. Y ni siquiera estaba en nuestra tienda.
—Cielo —intervino Román—, vuestras rejas no tienen huecos. No habría podido encajar la
nota, hubiera salido volando.
—¡Eso no es excusa! ¡Le dije que no se fuera de casa! ¡Me aseguró que se quedaría
conmigo, que esperaría hasta que calmara a la abuela! Me lo prometió y en cuanto me di la
vuelta se fue. ¡Y ahora huye y me vuelve a mentir! ¡Se cree que soy idiota! —gritó arrugando la
nota y tirándola al suelo con rabia a la vez que se daba la vuelta y entraba corriendo en la
trastienda.
Los dos ancianos fueron testigos del tremendo portazo que dio y de los sollozos
ahogados que siguieron a este. Ambos se miraron aturdidos y luego dirigieron la mirada a la
servilleta arrugada tirada en el suelo de la tienda.
Román, he encontrado un trabajo, pero para conseguirlo tengo que irme ahora
mismo, si no lo hago, lo perderé. Por favor, dile a Dolores que siento muchísimo lo que
ha pasado, fue por mi culpa... no tenía intención de dile que estoy muy arrepentido.
Cuéntale a Sonia por qué me he tenido que ir y discúlpame ante ella por faltar a mi
palabra. A Nuria dile que no estoy huyendo y que siento haberle mentido. No puedo
ser el hombre que ella merece pero voy a solucionarlo. Voy a intentar ser mejor
persona...
Dile que la quiero.
Capítulo 10
No hay mayor agonía que sentir cómo la esperanza
juega con tu corazón, día a día, palabra a palabra.
—Buenos días, Dolores, Nuria. ¿Qué tal la mañana? —saludó el cartero asomándose a la
puerta de la mercería.
—Buenos días, Antonio. Si son facturas lo que traes, ya puedes ir dándote la vuelta —
bromeó la anciana acercándose al hombre para recibir las cartas.
—Pues no, hoy tienes una postal, y debe de ser de algún cliente que compartís varios
comercios de esta calle, porque he entregado dos más de la misma provincia —comentó
divertido tendiéndosela y regresando a su trabajo.
—¿Una postal? —preguntó Nuria—. ¿Desde dónde la mandan?
—De Pontevedra.
—Déjame verla. —No esperó a que su abuela se la diera, directamente se la quitó de las
manos. Tenía un presentimiento.
—Es de Jared —comentó al poco—. Está en Vigo —informó dejando la misiva sobre el
mostrador—. Parece que le van bien las cosas. ¡Ojalá no vuelva nunca! —exclamó enfadada
entrando en la trastienda y dando un tremendo portazo.
Dolores se acercó y tomó la postal. Era tan escueta como poco informativa.
5 de mayo de 2010
Queridas amigas:
Espero que leáis esto, pero si no lo hacéis lo entenderé.
Siento haberme marchado tan repentinamente, dejándolo todo por aclarar, pero
me surgió una oportunidad que no pude desaprovechar. He conseguido un trabajo
en una expedición oceanográfica promovida por el ICES. Ahora estoy en Vigo, pero
partiré mañana. Estaré fuera algunos meses. No sé si podré escribiros en ese tiempo.
Por favor, perdonadme.
Os quiere,
JARED
—¡Nur, Dolores! —gritó Román desde la puerta en el mismo momento en que Dolores,
asombrada, releía el breve mensaje por tercera vez.
La anciana dejó la postal de nuevo sobre el mostrador y observó a su amigo. Estaba
sonrojado y lucía una enorme sonrisa en los labios.
—¿A que no sabes qué? Acabo de recibir noticias de Jared ¿Vosotras también? —Román
estaba alegre, emocionado incluso.
—Román, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Anny entrando en la tienda—. No me lo digas,
has recibido noticias de Jared.
—¿Tú también? —dijo el peluquero mirando a la joven. Esta asintió—. ¿Dónde está
Nuria? —inquirió extrañado al no verla.
—Estaba haciéndome un café —contestó la interpelada saliendo de la trastienda, tenía
los ojos rojos y la cara pálida. De hecho, desde que Jared había desaparecido hacía poco más
de una semana, había perdido algo de peso, y también su sonrisa espontánea.
—Nur, ¿no me has oído? Hemos recibido noticias de Jared, nos ha mandado una carta
desde Vigo, va a ser cocinilla en el barco de un tal Ices —explicó apresurado el anciano.
—¿Cocinilla? —inquirió Dolores divertida por el término.
—Sí, mira, lo pone aquí —dijo mostrándoles una postal con unas pocas frases escritas a
mano—. Dice que le ha salido
curro de pinche de cocina en una exploración geográfica.
—Expedición oceanográfica —le corrigió Nuria.
—¡Tú también has recibido una carta! —exclamó entusiasmado—. Es maravilloso, ¿no
crees? Ahora ya sabemos dónde está y que se encuentra sano y salvo.
—No estarás diciendo en serio que te crees ese montón de mentiras —replicó Anny
acercándose a su amiga. Nuria negó con énfasis, ella tampoco se creía nada de lo escrito.
—¿Por qué piensas que son mentiras? —preguntó Dolores tomando el mensaje de
Román y leyéndolo rápidamente—. Cuenta más o menos lo mismo que en la nuestra —
confirmó a las jóvenes—, y añade que trabajará en las cocinas y que estará unos cuatro
meses fuera. Poco más.
—¿No os dais cuenta de que eso no puede ser cierto? —intervino Nuria por primera vez
desde que había salido de la trastienda—. Cuando huyó de casa no tenía un solo euro en los
bolsillos, y ahora está en Vigo. ¿Cómo ha llegado, haciendo dedo? —preguntó irónica, Anny
asintió—. Oh, espera, se me ocurre algo mejor: bajó desde el cielo su ángel de la guarda y le
proporcionó dinero, trabajo y ropa. ¡Ni que fuera ceniciento!
—No sé cómo habrá llegado hasta Galicia, pero lo que está claro es que la postal está
sellada en Vigo, por lo menos la mía —comentó Román—. Quién sabe, cosas más raras se han
visto —argumentó al ver cómo Nuria fruncía el ceño y apretaba los labios—. Lo mismo se
encontró con alguien que le ofreció trabajo y decidió acompañarlo.
—Claro, es lo más lógico del mundo —replicó Anny haciendo frente común con su amiga
—. Estando en Madrid se le acerca un tipo y le pide que le acompañe a la otra punta de
España para hacer de cocinero en su barco. ¿Cómo no se me había ocurrido esa explicación?
—Negó con la cabeza—. No sé qué tendrá en mente, pero no me trago ese cuento.
—Nuria, no deberías... —comenzó a decir Dolores ignorando el comentario de Anny.
—No, abuela, tú no lo conoces. Tiene metido en la cabeza que es... —Cerró los ojos
apesadumbrada a la vez que se
mordía los labios—. No lo entenderíais, Jared piensa que no es... —Hizo de nuevo una
pausa sin saber bien cómo explicarse—. Tiene un sentido del honor arcaico, y una bajísima
opinión de sí mismo. Cree que la gente le juzga por lo que tiene, no por lo que es. Él piensa que
no es el hombre que yo me merezco. Estoy segura de que estará en la calle, sin dinero ni ropa,
buscando... no sé, un trabajo, algo con que demostrar al mundo que es mejor persona de lo que
él mismo imagina que es.
—Es idiota —gruñó Anny.
—Lo entendemos, cariño. Lo conocemos bien —afirmó Dolores dando un codazo a la
amiga de su nieta para hacerla callar.
Anny era una chica maravillosa, a no ser que estuviera enfadada; entonces se convertía
en una verdadera arpía incapaz de razonar.
—Y si algo no es, es tonto —aseveró Román—. Seguro que está mejor de lo que tú crees.
Es un hombre de recursos ilimitados, ya lo viste. Tanto le da repartir alfombras, que limpiar
cocinas, que hacer alguna chapuza.
—No me puedo quitar de la cabeza que ha desaparecido por mi culpa. Si yo no hubiera...
—susurró Nuria.
—¡No digas chorradas! —exclamó su amiga, indignada. Nuria llevaba una semana
entristecida, llorando, sintiéndose culpable y preguntando a todo el mundo si habían visto al
tipejo. No pensaba consentirlo ni un segundo más—. Si tú no te hubieras lanzado sobre él, si
Dolores no hubiera llegado cuando llegó... Bah, tonterías —se burló de los lamentos de sus
amigas sin dejar de mirar a la anciana. Sabía de sobra que Dolores también se sentía culpable
en cierto modo y estaba francamente harta de que esas dos mujeres, a las que tanto quería,
lo estuvieran pasando mal por culpa de la ineptitud de un hombre—. Las cosas son como son y
punto. No hay que darle más vueltas. Jared es mayorcito, podía haber mantenido el pajarito
guardadito en vez de haberse dejado... querer.
—¡Anny! —gritó Nuria colorada como un tomate.
—¡Qué! Tengo razón y lo sabes. Dos no se lían si uno no
quiere. Y eso no es lo importante; a lo hecho, pecho. Tenía que haberse comportado
como un hombre y dar el callo, en vez de salir corriendo y esconderse como el cobarde que es.
Así que nada de compadecerle. Lo que le pase, se lo ha buscado él solito.
—Pero, Anny... —murmuró Nuria asombrada al ver a su amiga tan enfadada. Desde que
Jared había empezado a trabajar en la tintorería Anny le había ido cogiendo cariño, igual que
el resto de los vecinos del barrio. No entendía este repentino cambio de actitud.
—No. Basta ya de tanta preocupación. Te apuesto lo que quieras a que en menos de una
semana tenemos noticias suyas.
Acertó a medias en su predicción.
Sí tuvieron noticias suyas.
Dos meses después.
La postal llegó cuando ya no la esperaban. Cuando se habían hecho a la idea de que no
volverían a verle. Cuando Nuria por fin estaba dejando de llorar a escondidas en su habitación
cada noche.
Llegó una luminosa mañana de julio, cuando el ardiente calor obligaba a buscar cobijo bajo
la sombra de los árboles y dos mujeres, sentadas en sus sillas tras el mostrador de la mercería,
hacían cálculos para saber si podrían cerrar todo el mes de agosto, o solo quince días.
La postal era de hecho una fotografía. En ella se veía una playa de hielo y al fondo, en
mitad del océano y rodeado de glaciares imponentes y afilados, se alzaba un gran barco con la
cubierta ocupada por una grúa y extraños aparatos. En el reverso de la foto, escrito en letras
muy pequeñas y juntas, como queriendo aprovechar todo el espacio, había un breve texto.
20 de julio de 2010
Queridas amigas:
No sé si recibiréis esta carta ni, si en caso de hacerlo, la leeréis.
Sé que estaréis furiosas conmigo y no os faltará razón para
ello. Pensaréis que estoy ocultándome y, en cierto modo, así es. Estoy en el
buque Ramón de Margalef, en una expedición oceanográfica promovida por el ICES.
Soy el pinche de cocina, pero mi trabajo realmente consiste en obedecer órdenes.
Ahora mismo estoy en una base en Svalbard, a medio camino del Ártico. No sé
cuánto tiempo estaré aquí, ni cuándo podré volver a mandaros noticias.
El barco que se ve en la imagen es en el que trabajo, y es más grande de lo que
parece. Estoy aprendiendo mucho con mis compañeros y, sobre todo, estoy
pensando en qué quiero hacer con mi vida a partir de ahora.
El océano es enorme y la soledad infinita.
Os echo mucho de menos,
JARED
—¿Qué narices es el ICES ese? —preguntó Anny cuando acabó de leerla por tercera vez.
Nuria había salido corriendo a buscar a su amiga en cuanto la recibió. Y ahora las dos
estaban elucubrando sobre lo que había escrito Jared.
—No tengo ni idea —respondió Nuria—, pero pienso averiguarlo.
—¿Cómo?
—Con «san Google, que todo lo encuentra» —aseveró Nuria—. Abuela, salgo un
momento; ahora mismo vuelvo.
Corrió durante todo el trayecto a su casa, con Anny a la zaga; llegó a su habitación casi
sin respiración, encendió su obsoleto ordenador y esperó impaciente a que este tuviera a bien
comenzar a funcionar.
—¡Ya lo tengo! —exclamó tras unos minutos de búsqueda—. ICES son las siglas de:
International Council for the Exploration of the Sea.
—¿Y eso qué gaitas es? —preguntó su amiga.
—El consejo internacional para la exploración del mar —tradujo Nur.
—¿Tienen alguna expedición en marcha? —inquirió Anny interesada.
—¡Uf!, muchas. Espera, voy a buscar las que tengan salida desde el puerto de Vigo —
comentó tecleando rápidamente—. ¡Oh Dios! El 7 de mayo partió el buque Ramón Margalef
para un estudio del Instituto Oceanográfico de Vigo, promovido en parte por el ICES.
—¡La leche! Si al final va a resultar que nos estaba diciendo la verdad. Mira a ver si dicen
algo más.
La siguiente carta tardó en llegar más de dos meses, justo cuando Nuria ya comenzaba a
pensar que no volvería a saber de él.
Dos meses de buscar todos los días en Internet cada noticia sobre la expedición, aunque,
desgraciadamente, apenas encontró un par de anotaciones. Tampoco se mencionó en los
telediarios ni en los periódicos. Nuria no podía entender cómo era posible que siendo una
investigación tan importante no apareciera en los medios de comunicación.
Asumía con total coherencia que, aunque para ella Jared fuera lo más importante de su
vida, para el resto del mundo, él, como persona anónima, ni siquiera existía. Pero lo que la
colmaba de apesadumbrado estupor era el olvido, ignorante y peligroso para el planeta en que
vivían, con que los periódicos y telediarios obviaban la expedición. Comprobó indignada que los
datos que pudieran aportar los investigadores sobre las consecuencias del cambio climático en
el océano Ártico tenían muchísima menos importancia para la gente que la cantidad de goles
marcados en un partido de fútbol. El calentamiento de los océanos les traía al pairo, aunque
estuviese anunciando la muerte, lenta y dolorosa, del planeta.
Cuando el cartero llegó a su puerta el 20 de septiembre, con una enorme sonrisa en los
labios y las pobladas cejas arqueándose con fuerza, Nuria supo que acababa de recibir noticias
de Jared. Le arrancó la postal de las manos y corrió a esconderse en la trastienda.
Necesitaba saborear en soledad cada una de las palabras escritas por su amado.
Se aseguró de que la puerta estuviera cerrada con llave y devoró con la mirada la postal.
Era, al igual que la vez anterior, una fotografía, pero en esta ocasión no de un paisaje, sino de
una persona.
La observó atentamente, con el corazón a punto de escapársele por la garganta.
Era él.
Jared.
Se encontraba en mitad de un desierto helado, tan brillante, que la luz se reflejaba sobre
el suelo que pisaba. No había nada más que esa blancura infinita; ni mar ni personas ni
animales, solo hielo y más hielo, pero a él parecía no importarle.
Estaba de pie y sonreía a la cámara o al menos eso imaginaba ella, porque apenas se le
veía la cara. Llevaba un anorak de un rojo rabioso que destacaba como un faro en el gélido
paisaje que le rodeaba, y el gorro de la prenda le cubría la cabeza hasta casi taparle los ojos.
Pero Nuria podía ver perfectamente sus pómulos afilados y su sonrisa confiada. Era él, estaba
segura. Estuvo observando y acariciando con las yemas de los dedos la imagen hasta que se
la grabó en la mente, y después, casi temblando, le dio la vuelta y leyó el reverso. Estaba
sellada en Nueva Âlesund, Noruega.
—¿Noruega? Por Dios, Jared, ¿Dónde estás ahora? ¿Por qué no vuelves a mí? —musitó
antes de comenzar a leer.
14 de septiembre de 2010
Cuando te llegue esta postal ya estaré de regreso a España. Si todo sale según
los planes previstos, a finales de mes arribaremos a Bergen y desde allí regresaremos
a Vigo.
El verano ártico se acaba y nuestro trabajo de investigación alrededor de
Svalbard también. Día a día el clima se va haciendo más severo, apenas podemos
detener el barco durante unas horas para recoger muestras, pues en cuanto lo
hacemos el casco se cubre de hielo ante nuestros asombrados ojos. Caminar sobre
los glaciares es casi imposible, la fuerza del viento nos arrastra sin
que podamos evitarlo, pero lo que más impone es el ruido. Escuchar el sonido del
hielo moverse; cómo se estira y se rompe cerca de donde estoy, ese rugido
penetrante e intenso me hace pensar en el fin del mundo.
Cuento los días que me quedan para volver a casa, para verte...
JARED
—Dos semanas, tres a lo sumo... —murmuró Nuria besando la fotografía, mientras
calculaba el tiempo que faltaba para verle.
Se secó las lágrimas que habían brotado de sus ojos al leer la carta y salió de la trastienda
llamando a Dolores a gritos.
—¡Abuela! ¡Quince días! ¡Volverá a mí dentro de quince días!
Pero los días pasaron y él no regresó.
Septiembre dio paso a octubre y Nuria pasaba cada hora del día asomada a la puerta de
la tienda, esperándole.
Llegó el día de la festividad del Pilar y transcurrió sin que él volviera.
Cada mañana se levantaba resplandeciente, segura de que ese sería el gran día. Se
arreglaba con cuidado, cepillaba su cabello hasta hacerlo brillar, pintaba sus labios, sonreía al
espejo y bajaba corriendo las escaleras del portal para ir a la mercería. Y cada tarde volvía a
casa despacio, arrastrando los pies y con la tristeza dibujada en su rostro.
Cuando por fin llegó el momento, no fue como ella esperaba. No hubo fanfarrias ni fuegos
artificiales. No le pudo abrazar ni besar. No pudo ver su rostro ni escuchar su voz.
—Buenos días, Nuria. ¿Está tu abuela? —saludó dubitativo el cartero entrando en la
tienda mucho antes de su hora habitual.
—Aquí estoy, ¿ha pasado algo? —preguntó Dolores saliendo extrañada de la trastienda.
El cartero nunca llegaba tan pronto, ni mucho menos preguntaba por ella.
—Eh... no, claro que no —respondió dudoso centrando
su mirada en la anciana—. Solo quería comprobar que Nuria no estaba sola.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nuria levantándose asustada al escuchar las palabras
del hombre. Tenía un mal presentimiento.
—Esta mañana ha llegado esto para ti, de Bergen, Noruega —explicó el empleado de
correos entregándole un sobre enorme y mirando de refilón a la anciana. Esta abrió asustada
los ojos y se acercó presurosa a su nieta—. He pensado que sería importante y por eso he
cambiado mi ruta. Espero que no sea nada grave.
Nuria no pudo evitar que un jadeo escapara de sus labios al tocar el sobre. Este era
pesado y voluminoso. Estaba sellado el día 5 de octubre. Lo abrió con dedos temblorosos. En
su interior encontró una nota escrita a mano y un cuaderno. Leyó la nota con rapidez y, al
terminar, cerró los ojos y respiró aliviada.
—Nuria, hija, ¿que ha pasado? —preguntó su abuela preocupada. El cartero también
esperaba noticias.
—Jared no puede regresar aún.
—¿Le ha pasado algo?
—No. Está bien —dijo tendiéndole la nota—. Voy a casa un momento —declaró saliendo
de la tienda con el cuaderno apretado contra el pecho.
29 de septiembre de 2010
Sé que te prometí que estaría en casa por estas fechas, pero el jefe de la
expedición decidió en el último momento continuar un poco más, y no he encontrado
manera de avisarte hasta ahora mismo. De hecho, ha sido gracias a que hoy ha
sucedido algo inesperado que puedo mandarte esto. Mi barco se ha cruzado con otro
que regresaba a puerto tras concluir sus trabajos. Enrique ha aprovechado para
intercambiar datos sobre los seguimientos, y mientras tanto mis compañeros y yo
hemos hablado con los otros marineros y estos se han comprometido a enviar
nuestras cartas en cuanto recalen en Bergen.
Llevo desde que han subido a cubierta dándole vueltas a la cabeza sin saber
exactamente qué decirte. Al final he decidido que voy a ser valiente por primera vez
en cinco meses. Voy a mandarte el diario que he escrito durante el tiempo que llevo
aquí. Por favor, no rompas estas páginas sin leerlas. En ellas está mi alma.
No sé a ciencia cierta cuándo regresaré a casa, Enrique quiere seguir un poco
más, pero el resto de los investigadores no lo ven del todo claro.
Te echo de menos, muero por verte, por sentirte junto a mí, por tocarte.
JARED 9
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 11
¿Pide recompensa el ojo por ver?
EPICTETO
Todo hombre se hace a sí mismo. Cada segundo de su vida, cada
suceso que le acontece, cada decisión que toma y
cada palabra que pronuncia, se mezclan y fusionan
hasta convertirse en los sentimientos y principios
que llenan el ánfora intangible que contiene
su personalidad. De cada persona depende
llenarlo de miel... o de hiel.
Nadie puede pedir recompensas ni explicaciones por lo
que es, ya que es él quien se ha creado a sí mismo.
Cuando Nuria entró en su casa, se dirigió con rapidez a su habitación, cerró la puerta con
llave, se tumbó sobre la cama sin molestarse en quitarse los zapatos y acarició con dedos
impacientes el cuaderno.
Era una libreta normal y corriente con tapas rojas de cartón. Estaban muy ajadas, como si
Jared hubiera tocado constantemente la cubierta. Los bordes estaban doblados y el alambre
en forma de canutillo que mantenía unidas las hojas estaba retorcido en uno de los extremos,
como si en un momento dado se hubiera salido de su sitio y él hubiera intentado colocarlo. En
una de las esquinas había una pequeña mancha, parecía de humedad. Tenía la forma de una
lágrima que hubiera sido limpiada con las yemas de los dedos.
Nuria acercó el usado cuaderno hasta su rostro y besó con
dulzura la mancha. Quizá fuera una gota de alguna bebida, o una mancha de tomate, pero
todo su ser le decía que era una parte del alma de Jared que había sido derramada sin su
consentimiento.
Acarició con los pómulos las suaves tapas, e inhaló profundamente, intentando captar el
aroma de su amigo. Mar, viento, soledad.
Quizá no lo oliera realmente, pero su cerebro se llenó con el sabor de la sal, el frío del
viento, la tristeza de la soledad.
Se alejó lentamente del inesperado tesoro, inspiró con fuerza para intentar sosegar su
alborotado corazón, y lo abrió.
Las palabras saltaron directamente de las hojas cuadriculadas hasta su corazón.
15 de mayo de 2010
Empiezo esta carta y no sé si me atreveré a arrancar la página del cuaderno y
mandártela algún día. Quizá lo haga si logro convertirme en alguien digno de ti...
Solo el tiempo lo dirá.
Imagino que no querrás saber nada de mí y, antes de que te sientas tentada de
romper estas hojas, quiero que sepas que no soy un cobarde. No he huido, aunque
pueda parecerlo.
La última vez que nos vimos toqué el paraíso con las manos.
Toda mi vida he estado buscándote y, cuando por fin te encontré, supe que no
podía permanecer a tu lado.
Siempre he sabido que no soy nada, que no tengo nada. No puedo ni quiero
pensar en acercarme a ti si no tengo un futuro que ofrecerte. Esa última noche fui
consciente de ello.
Necesito encontrar algo con lo que ofrendarte como te mereces. Necesito ser un
hombre del que puedas sentirte orgullosa.
Abandoné la casa de tu abuela decidido a hacer lo que fuera necesario para
merecerte. Y sucedió algo inesperado e increíble, conocí a dos hombres que me
ofrecieron un trabajo.
—Idiota, estúpido... —susurró Nuria en el silencio de su habitación, tendida sobre la cama,
abrazando el cuaderno mientras amargas lágrimas de añoranza se derramaban sobre sus
mejillas—. Nunca me importó nada más que tú. Eres todo
lo que deseaba. Ni dinero ni casa ni trabajo. Solo tú —musitó limpiándose las lágrimas
para continuar leyendo.
7 de junio de 2010
Desde que embarqué no he vuelto a tocar tierra. Sigo escribiéndote cada día
que tengo un segundo libre, pero dudo de que alguna vez logre reunir el valor para
mandarte lo que escribo.
Te añoro con tanta fuerza que a veces creo que la vasta soledad del mar se
burla de mí trayéndome tu voz sobre la espuma de las olas. Siento tu presencia en
cada soplo de viento y me doy la vuelta buscándote, aun sabiendo que no estás aquí,
conmigo.
Me estoy volviendo loco pensando en ti, y lo único que puedo hacer es depositar
estos pensamientos sobre el frío papel.
17 de junio de 2010
Navegamos siguiendo la corriente marina del Atlántico norte. Estamos
investigando la evolución de la comunidad biológica. Los científicos que dirigen esta
expedición quieren comprobar hasta qué punto resulta sensible al cambio climático.
Por lo que les oigo quejarse, imagino que es peor de lo que pensaban. Aún no
hemos pisado tierra, y a veces creo que no lo haremos jamás.
No hay nada a nuestro alrededor excepto agua, hielo y ballenas. Esta soledad
abrumadora me hace darme cuenta de lo tonto que fui, de lo equivocados que eran
mis pensamientos y prioridades. Nada es más importante que estar contigo, nada es
más necesario que sentir tu presencia junto a mí. Aunque no tenga qué ofrecerte,
aunque no merezca tu cariño.
Te echo tanto de menos que duele.
1 de julio de 2010
Hoy es un día importante.
He dejado de ser pinche de cocina y me he convertido en el ayudante personal
de Enrique Ramos. Es uno de los investigadores principales, un tipo muy listo y
emprendedor, al que por desgracia para él (y suerte para mí) el frío extremo le causa
bastantes problemas: se le agrieta la piel, sobre todo la de las manos y el rostro, y le
salen unos eccemas que no le dejan vivir, siempre según él, claro. Así que
me ha pedido que le ayude a recolectar las muestras del agua. No es un trabajo
complicado, solo tengo que vigilar que la grúa saque sin golpear (demasiado) las
boyas que colocaron en invierno. Parece ser que lo hago bastante bien, ya que me
ha desterrado de la cocina y ahora me paso varias horas al día en la cubierta del
barco. Me gusta el cambio. Creo que es un trabajo importante, aunque me temo que no
es mi habilidad para recoger muestras lo que me ha hecho obtener el puesto de
ayudante de Enrique, sino, más bien, que cuando está conmigo deja de ser un
hombre taciturno y se convierte en un gran orador y me expone teorías científicas
que, si te soy sincero, no comprendo. Pero a él le da igual. Dice que conmigo se le
aclara la mente y que mi presencia le insta a ampliar sus ideas y así él mismo las
entiende mejor. Imagino que él sabrá de lo que habla, porque yo no me entero de
nada.Poco a poco me estoy convirtiendo en alguien necesario en esta expedición.
Daría lo que fuera por que pudieras verme ahora mismo, estoy seguro de que te
sentirías orgullosa de mí.
12 de julio de 2010
Hemos arribado a la base de Hornsund en Svalbard. Es un archipiélago de islas
que está a medio camino entre Noruega y el Polo Norte. Vamos a navegar
recorriendo su costa para recabar información de las distintas plataformas de estudio.
Es un paraje agreste y frío, incluso ahora en verano.
A veces, veo a lo lejos los enormes cruceros que surcan el mar de Groenlandia,
llenos de turistas helados y ansiosos por fotografiar el fiordo que da nombre a esta
base. Y pienso que soy un privilegiado por estar aquí. Sé que nunca en toda mi vida
volveré a observar paisajes tan bellos como los que ahora cautivan mis ojos.
Siempre había pensado que el Ártico era un lugar deshabitado, alejado de todo
rastro de vida. No podía estar más equivocado. Aún no hemos llegado al Polo Norte
geográfico, pero, por lo que veo aquí, me puedo hacer una idea de lo que me voy a
encontrar.
Las islas están habitadas por animales tan hermosos que duele mirarlos,
sabiendo, como sé, que algunos de ellos han sido masacrados hasta casi el
exterminio, y que otros servirán de diversión para cazadores insensibles.
He visto zorros de pelaje tan blanco que se confunden con la nieve. He visto
focas barbudas, con cabezas diminutas para su gran tamaño y enormes mostachos,
cuidar con gran cariño a sus crías, pequeños peluches vivientes de mirada inocente y
ojos cautivadores. He visto morsas enormes de aterradores colmillos tomando el sol
plácidamente sobre el hielo, y pequeñas gaviotas de alas tricolores volando en un
cielo asombrosamente azul. Pensar que toda esta belleza perecerá por nuestras
manos si no hacemos nada por evitarlo me llena de pesar.
Daría mi vida por que pudieras ver lo que yo veo.
A mi lado, junto a mí, cogidos de la mano.
15 de julio de 2010
No te puedes ni imaginar el frío que hace aquí. Está todo cubierto de hielo, y eso
que es verano. No quiero ni imaginarme cómo será el invierno.
Paso casi todo el tiempo al aire libre, recogiendo muestras y aprendiendo a usar
el Slocum Glider. Es un robot amarillo cargado de sensores que se hunde en el mar
hasta unos cien metros de profundidad. Mide los niveles de salinidad, temperatura y
la cota de penetración de los rayos solares. Enrique compara los datos recogidos el
año pasado con los que sacamos ahora y... Sean cuales sean los de este año, no
deben de ser muy buenos. Enrique está muy enfadado con el mundo, argumenta que
no dejaremos nada vivo para las futuras generaciones.
Por las noches sueño contigo, y pienso en si algún día volveré a verte. Si tendré
la posibilidad de crear una nueva generación de preciosas niñas de melena castaña
y ojos profundos como los tuyos.
¿Me seguirás queriendo cuando regrese o te habrás olvidado de mí?
¿Me sigues recordando en estos momentos?
¿Sueñas conmigo como yo lo hago contigo, cada noche, cada día, cada
segundo que pasa?
Sé que son esperanzas vanas. Hace más de dos meses que no sabes nada de
mí. Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de que existo. Pero cada vez que ese
pensamiento se asoma a mi mente, quiero morir.
Soy un egoísta que no quiere que le olvides, aunque tu felicidad dependa de
ello.
Todavía no soy el hombre que quiero llegar a ser, el que te mereces... Pero poco
a poco lo conseguiré.
Aunque me deje la vida en ello.
Lo juro.
17 de julio de 2010
Hoy ha llegado a la base un barco que regresará a Noruega en pocos días. Todo
el mundo está como loco preparando cartas para sus familias, escribiendo folios y
folios sobre lo que hemos vivido hasta la fecha. Todos menos yo.
No me atrevo a mandarte lo que he escrito.
No puedo evitar imaginar que, si te llega un sobre con mi nombre, ni siquiera te
molestarás en abrirlo. Pero tampoco puedo dejar de desear comunicarme contigo,
aunque sea con una carta de la que nunca obtendré respuesta. No sé qué hacer.
Tengo apenas dos días para pensarlo.
19 de julio de 2010
Mañana se marchará el buque con las cartas de los miembros de la expedición.
He decidido escribirte una postal, más bien una fotografía que Mario ha tomado del
barco.
Llámame cobarde, o mejor aún, iluso. Pero pienso que, al mandarte esta postal,
si quieres saber al menos quién la remite, tendrás que leer el reverso.
Soy feliz pensando que tus dedos van a acariciar las palabras que he escrito. Te
imagino leyéndome, pensando en mí y todo mi cuerpo se tensa anhelante por sentir
tu tacto, tu aroma, tu risa alegre, tu mirada acariciante.
Te quiero. Por favor, no me olvides.
2 de agosto de 2010
Los días son eternos, el sol no se pone nunca.
A veces Enrique y yo nos olvidamos de comer. Es difícil llevar un horario cuando
nunca amanece ni anochece. Paso las noches en blanco, mirando en el horizonte los
matices anaranjados que indican
la llegada de la noche, aunque el sol continúe brillando inclemente en el cielo.
Observo los tonos rosados reflejarse sobre el mar y recuerdo cada momento que
pasamos juntos. Cada atardecer que viví a tu lado.
Me duele pensar en ti, saber que no puedo tocarte, verte, escucharte.
Anhelo con toda mi alma sentir tu presencia a mi lado.
21 de agosto de 2010
Mañana cambiamos de rumbo, Enrique quiere seguir la corriente circumpolar
ártica para recoger más muestras de krill y filoplancton.
No te puedes ni imaginar la de seres que viven en un vaso de agua cristalina a
un grado bajo cero. Desde que Enrique me enseñó a mirar por el microscopio, no he
vuelto a poder beber agua sin antes pensar que me estoy tragando miles de bichitos
casi transparentes con antenas y patitas diminutas.
¿Dónde estás ahora?
Te imagino de vacaciones en la playa, nadando en el mar, y pienso que las olas
que te acarician son las mismas que tocan el hielo sobre el que camino cada día. Sé
que es una locura, pero no puedo evitar agacharme junto a la orilla, quitarme los
guantes y rozar con las yemas el gélido mar. Mis dedos se entumecen, comienzan a
cosquillearme y sé que si continúan sumergidos unos segundos más acabaran
congelándose, pero no quiero sacarlos. Imagino que son tus labios los que los
acarician, y tu lengua la que los humedece y aunque el frío penetra en mi cuerpo es
ardiente calor lo que siento.
Estar tan lejos de ti es lo más difícil y estúpido que he hecho en mi vida.
Espero que puedas perdonarme por ello.
10 de septiembre de 2010
No serías capaz de reconocerme si me vieras.
El trabajo al aire libre me ha quemado la cara, no demasiado, no te asustes. Ya
no soy el tipo pálido y debilucho de antaño. Tengo la nariz y las mejillas tan rojas y
cortadas que parece que se me van a
abrir de un momento a otro. ¿Sabías que el hielo refleja el ochenta por ciento de
los rayos del sol? No me da tiempo a ponerme moreno cuando empiezo a pelarme y
vuelvo a quemarme.
¿Ya ha llegado el otoño a España? Aquí está comenzando el invierno.
Seguimos en alta mar, pero Enrique me ha avisado de que pronto regresaremos a
casa. Quizá nos veamos antes de lo esperado.
Recalaremos en Nueva Âlesund dentro de un par de días y por fin podré volver a
tener contacto con el resto del mundo. He estado pensando en mandarte estos folios,
pero no me atrevo. Creo que volveré a enviarte una postal. Necesito saber que vas a
leerla, y la única manera que se me ocurre de estar seguro es esa.
Desearía poder hablar contigo, recibir noticias tuyas, pero no tengo manera de
comunicarme excepto por carta y, aun en el supuesto de que me respondieras, no me
quedo en las bases el tiempo necesario para recibirlas.
Fui un idiota al irme. Echo de menos tus caricias, tu sonrisa, tus gestos, tu mal
genio. Pero era necesario. Cuando regrese te sentirás orgullosa del hombre en que
me he convertido.
Imagino que estarás enfadada por mi silencio y no querrás saber nada de mí. Y
aunque pensar eso me hace morir un poco cada día, estoy firmemente decidido a
reconquistar tu cariño. Estos meses de soledad me han enseñado a ser paciente y
perseverante.
No podrás librarte de mí.
17 de septiembre de 2010
Han surgido imprevistos.
No regresaré a primeros de octubre como esperaba.
Los ciclos biológicos del krill se han alterado debido al cambio climático, por lo
que Enrique quiere posponer nuestro regreso hasta que los haya estudiado en
profundidad.
Los demás miembros del equipo de investigación no están seguros de que sea
conveniente continuar navegando más allá de finales de este mes. El invierno es
muy duro en el Ártico, ni nosotros ni el barco estamos debidamente preparados ni
aprovisionados para resistirlo y así se lo han hecho saber el capitán y los oficiales de
puente. Pero Enrique está empeñado en continuar y él es quien manda,
así que nos tocará quedarnos aquí hasta que las ranas críen pelo.
No puedo llegar a expresar con palabras la consternación que siento en estos
momentos. La absoluta decepción e indignación que recorren mis venas con cada
latido de mi corazón.
Es muy duro albergar la esperanza de volver a España, a casa, a ti, durante dos
semanas, y que de buenas a primeras, y sin anestesia, corten de raíz ese anhelo
imposible de olvidar.
Estoy frustrado, enfadado, rabioso... Desesperado.
Estoy horadando un camino de ira con cada paso que doy en cubierta, tengo
ganas de dar patadas al maldito robot amarillo y sus asquerosos sensores. Desearía
lanzar cada trasto de este barco al mar para así quedarnos sin material con el que
realizar los estudios y poder volver.
Apenas puedo controlar mi mal genio ante Enrique. Sé que el trabajo que él
hace es importante, imprescindible incluso. Pero te echo tanto de menos que creo
que me volveré loco si no ponemos pronto rumbo a España.
20 de septiembre de 2010
Necesito controlar mi rabia. No puedo continuar así.
Hace seis meses la diosa Fortuna me brindó una oportunidad única al ponerme
sobre la cubierta de este barco. Desde entonces he trabajado duro, me he dejado la
piel en cada labor que he efectuado, he realizado trabajos que me han agotado hasta
casi desfallecer, he pasado un miedo aterrador caminando casi a ciegas sobre
glaciares inestables, he recogido muestras a escasos metros de los osos polares,
temiendo a cada segundo que pasaba convertirme en un sabroso aperitivo para
ellos. Pero todo esfuerzo da su fruto. Soy la persona en este barco en la que más se
apoya Enrique, en la que más confía. Y estoy a punto de tirar este privilegio por la
borda por culpa de la frustración que me carcome.
Últimamente no hago más que discutir con él, me dejo llevar por la ira y digo
palabras que ni siquiera siento.
Necesito reordenar mis pensamientos, relajarme, y aprender de nuevo a esperar.
Pero es duro, muy duro.
Estaba tan seguro de que te vería antes de acabar septiembre, que con cada día
que pasa me siento morir.
Es horrible sentir sobre la piel el paso del tiempo cuando la incertidumbre del
regreso anhelado ni siquiera se perfila.
27 de septiembre de 2010
El destino se sigue burlando de mí.
Necesito verte, tanto como respirar.
A veces creo que Enrique dará su brazo a torcer y nuestro regreso será
inminente. Otras, sin embargo, se muestra obstinado en continuar, y nuestras
esperanzas de cambiar de rumbo se esfuman, de la misma manera que se
desvanecen en el mar las estelas que dejan las ballenas al sumergirse bajo las olas.
He pasado esta última semana agonizando lentamente cada segundo,
anhelando hasta morir la llegada del día que te veré de nuevo. Y cada día que pasa
parece más incierto el retorno. No sé si podré soportarlo.
Espérame, no me olvides.
Nuria pasó la página, pero ya no había nada más escrito, ninguna indicación sobre qué
podría haber pasado, excepto la nota que llegó junto al cuaderno. Ninguna noticia de cuándo
volvería.
Volvió a leer todas y cada una de las anotaciones. Sonrió al ver como poco a poco había
ido cambiando la escritura de su amigo, haciéndose más firme en cada trazo, más certera en
cada frase. Mostrándole un hombre más seguro de sí mismo. Un hombre que le declaraba su
amor en cada palabra escrita.
Fue a la cocina y descolgó el calendario de la pared, marcó cada fecha escrita en el
cuaderno e intentó recordar qué había hecho ella ese día en concreto. Comparó sus vivencias
y se mordió los labios al percatarse de que Jared estaba viviendo una experiencia única. Una
experiencia que, posiblemente, le habría cambiado. Pensó no por primera vez cuándo volvería
a verle, si regresaría pronto o no.
La última anotación en el diario la había asustado. Lo imaginaba capeando tremendos
temporales, encerrado en una jaula de hielo, aislado y afligido, solo en mitad de la nada sin
poder volver a casa, a sus brazos, junto a ella.
Sus dedos temblaron sujetando aún las páginas.
Cerró los ojos y lo vio ante ella tal y como lo había visto la primera vez, con los pantalones
raídos, el pelo revuelto, la barba de varias semanas, y retorciendo el andrajoso gorro negro
entre sus finos dedos. Obligó a su mente a dar un paso adelante en el tiempo, a recordar la
última vez que lo tuvo frente a ella.
Estaba sentado en el sofá de su casa. Tenía el torso desnudo, ella misma se había
ocupado de deshacerse de la camiseta. Sus párpados entornados no podían ocultar el brillo
de sus ojos. Respiraba con agitación, todo su cuerpo temblaba debido al orgasmo que ella le
había proporcionado. Era el hombre más hermoso del mundo. Seguía estando muy delgado;
las costillas todavía se le marcaban bajo la piel, pero ya no tenía los pómulos tan afilados ni su
estómago era tan cóncavo. La mirada perdida que mostraban sus ojos el día que lo conoció
había dado paso a una mirada risueña que acompañaba a una sonrisa mágica.
Nuria abrió los ojos y buscó en el cajón de su mesilla la última imagen que tenía de él.
Aquella que le mandó estando ya en el barco, esa fotografía que se había aprendido de
memoria a fuerza de mirarla una y otra vez. Recorrió con las yemas de los dedos por enésima
vez el rostro amado, e intentó imaginar cómo sería en esos momentos.
¿Habría cambiado mucho?
¿Seguiría tan delgado?
¿Su piel estaría tostada por el sol, o seguiría quemándose y pelándose? Sonrió al pensar
esto último.
Guardó la fotografía junto al cuaderno y se mordió los labios.
No sabía cuándo lo volvería a ver, pero una cosa tenía clara: cuando regresara, lo primero
que haría sería hacerle pagar por cada una de las lágrimas que había derramado por él. Lo
segundo, comerle a besos; y lo tercero, cortarle las piernas para que no volviera a escaparse de
su lado.
¿Pide recompensa el ojo por ver?
EPICTETO
Todo hombre se hace a sí mismo. Cada segundo de su vida, cada
suceso que le acontece, cada decisión que toma y
cada palabra que pronuncia, se mezclan y fusionan
hasta convertirse en los sentimientos y principios
que llenan el ánfora intangible que contiene
su personalidad. De cada persona depende
llenarlo de miel... o de hiel.
Nadie puede pedir recompensas ni explicaciones por lo
que es, ya que es él quien se ha creado a sí mismo.
Cuando Nuria entró en su casa, se dirigió con rapidez a su habitación, cerró la puerta con
llave, se tumbó sobre la cama sin molestarse en quitarse los zapatos y acarició con dedos
impacientes el cuaderno.
Era una libreta normal y corriente con tapas rojas de cartón. Estaban muy ajadas, como si
Jared hubiera tocado constantemente la cubierta. Los bordes estaban doblados y el alambre
en forma de canutillo que mantenía unidas las hojas estaba retorcido en uno de los extremos,
como si en un momento dado se hubiera salido de su sitio y él hubiera intentado colocarlo. En
una de las esquinas había una pequeña mancha, parecía de humedad. Tenía la forma de una
lágrima que hubiera sido limpiada con las yemas de los dedos.
Nuria acercó el usado cuaderno hasta su rostro y besó con
dulzura la mancha. Quizá fuera una gota de alguna bebida, o una mancha de tomate, pero
todo su ser le decía que era una parte del alma de Jared que había sido derramada sin su
consentimiento.
Acarició con los pómulos las suaves tapas, e inhaló profundamente, intentando captar el
aroma de su amigo. Mar, viento, soledad.
Quizá no lo oliera realmente, pero su cerebro se llenó con el sabor de la sal, el frío del
viento, la tristeza de la soledad.
Se alejó lentamente del inesperado tesoro, inspiró con fuerza para intentar sosegar su
alborotado corazón, y lo abrió.
Las palabras saltaron directamente de las hojas cuadriculadas hasta su corazón.
15 de mayo de 2010
Empiezo esta carta y no sé si me atreveré a arrancar la página del cuaderno y
mandártela algún día. Quizá lo haga si logro convertirme en alguien digno de ti...
Solo el tiempo lo dirá.
Imagino que no querrás saber nada de mí y, antes de que te sientas tentada de
romper estas hojas, quiero que sepas que no soy un cobarde. No he huido, aunque
pueda parecerlo.
La última vez que nos vimos toqué el paraíso con las manos.
Toda mi vida he estado buscándote y, cuando por fin te encontré, supe que no
podía permanecer a tu lado.
Siempre he sabido que no soy nada, que no tengo nada. No puedo ni quiero
pensar en acercarme a ti si no tengo un futuro que ofrecerte. Esa última noche fui
consciente de ello.
Necesito encontrar algo con lo que ofrendarte como te mereces. Necesito ser un
hombre del que puedas sentirte orgullosa.
Abandoné la casa de tu abuela decidido a hacer lo que fuera necesario para
merecerte. Y sucedió algo inesperado e increíble, conocí a dos hombres que me
ofrecieron un trabajo.
—Idiota, estúpido... —susurró Nuria en el silencio de su habitación, tendida sobre la cama,
abrazando el cuaderno mientras amargas lágrimas de añoranza se derramaban sobre sus
mejillas—. Nunca me importó nada más que tú. Eres todo
lo que deseaba. Ni dinero ni casa ni trabajo. Solo tú —musitó limpiándose las lágrimas
para continuar leyendo.
7 de junio de 2010
Desde que embarqué no he vuelto a tocar tierra. Sigo escribiéndote cada día
que tengo un segundo libre, pero dudo de que alguna vez logre reunir el valor para
mandarte lo que escribo.
Te añoro con tanta fuerza que a veces creo que la vasta soledad del mar se
burla de mí trayéndome tu voz sobre la espuma de las olas. Siento tu presencia en
cada soplo de viento y me doy la vuelta buscándote, aun sabiendo que no estás aquí,
conmigo.
Me estoy volviendo loco pensando en ti, y lo único que puedo hacer es depositar
estos pensamientos sobre el frío papel.
17 de junio de 2010
Navegamos siguiendo la corriente marina del Atlántico norte. Estamos
investigando la evolución de la comunidad biológica. Los científicos que dirigen esta
expedición quieren comprobar hasta qué punto resulta sensible al cambio climático.
Por lo que les oigo quejarse, imagino que es peor de lo que pensaban. Aún no
hemos pisado tierra, y a veces creo que no lo haremos jamás.
No hay nada a nuestro alrededor excepto agua, hielo y ballenas. Esta soledad
abrumadora me hace darme cuenta de lo tonto que fui, de lo equivocados que eran
mis pensamientos y prioridades. Nada es más importante que estar contigo, nada es
más necesario que sentir tu presencia junto a mí. Aunque no tenga qué ofrecerte,
aunque no merezca tu cariño.
Te echo tanto de menos que duele.
1 de julio de 2010
Hoy es un día importante.
He dejado de ser pinche de cocina y me he convertido en el ayudante personal
de Enrique Ramos. Es uno de los investigadores principales, un tipo muy listo y
emprendedor, al que por desgracia para él (y suerte para mí) el frío extremo le causa
bastantes problemas: se le agrieta la piel, sobre todo la de las manos y el rostro, y le
salen unos eccemas que no le dejan vivir, siempre según él, claro. Así que
me ha pedido que le ayude a recolectar las muestras del agua. No es un trabajo
complicado, solo tengo que vigilar que la grúa saque sin golpear (demasiado) las
boyas que colocaron en invierno. Parece ser que lo hago bastante bien, ya que me
ha desterrado de la cocina y ahora me paso varias horas al día en la cubierta del
barco. Me gusta el cambio. Creo que es un trabajo importante, aunque me temo que no
es mi habilidad para recoger muestras lo que me ha hecho obtener el puesto de
ayudante de Enrique, sino, más bien, que cuando está conmigo deja de ser un
hombre taciturno y se convierte en un gran orador y me expone teorías científicas
que, si te soy sincero, no comprendo. Pero a él le da igual. Dice que conmigo se le
aclara la mente y que mi presencia le insta a ampliar sus ideas y así él mismo las
entiende mejor. Imagino que él sabrá de lo que habla, porque yo no me entero de
nada.Poco a poco me estoy convirtiendo en alguien necesario en esta expedición.
Daría lo que fuera por que pudieras verme ahora mismo, estoy seguro de que te
sentirías orgullosa de mí.
12 de julio de 2010
Hemos arribado a la base de Hornsund en Svalbard. Es un archipiélago de islas
que está a medio camino entre Noruega y el Polo Norte. Vamos a navegar
recorriendo su costa para recabar información de las distintas plataformas de estudio.
Es un paraje agreste y frío, incluso ahora en verano.
A veces, veo a lo lejos los enormes cruceros que surcan el mar de Groenlandia,
llenos de turistas helados y ansiosos por fotografiar el fiordo que da nombre a esta
base. Y pienso que soy un privilegiado por estar aquí. Sé que nunca en toda mi vida
volveré a observar paisajes tan bellos como los que ahora cautivan mis ojos.
Siempre había pensado que el Ártico era un lugar deshabitado, alejado de todo
rastro de vida. No podía estar más equivocado. Aún no hemos llegado al Polo Norte
geográfico, pero, por lo que veo aquí, me puedo hacer una idea de lo que me voy a
encontrar.
Las islas están habitadas por animales tan hermosos que duele mirarlos,
sabiendo, como sé, que algunos de ellos han sido masacrados hasta casi el
exterminio, y que otros servirán de diversión para cazadores insensibles.
He visto zorros de pelaje tan blanco que se confunden con la nieve. He visto
focas barbudas, con cabezas diminutas para su gran tamaño y enormes mostachos,
cuidar con gran cariño a sus crías, pequeños peluches vivientes de mirada inocente y
ojos cautivadores. He visto morsas enormes de aterradores colmillos tomando el sol
plácidamente sobre el hielo, y pequeñas gaviotas de alas tricolores volando en un
cielo asombrosamente azul. Pensar que toda esta belleza perecerá por nuestras
manos si no hacemos nada por evitarlo me llena de pesar.
Daría mi vida por que pudieras ver lo que yo veo.
A mi lado, junto a mí, cogidos de la mano.
15 de julio de 2010
No te puedes ni imaginar el frío que hace aquí. Está todo cubierto de hielo, y eso
que es verano. No quiero ni imaginarme cómo será el invierno.
Paso casi todo el tiempo al aire libre, recogiendo muestras y aprendiendo a usar
el Slocum Glider. Es un robot amarillo cargado de sensores que se hunde en el mar
hasta unos cien metros de profundidad. Mide los niveles de salinidad, temperatura y
la cota de penetración de los rayos solares. Enrique compara los datos recogidos el
año pasado con los que sacamos ahora y... Sean cuales sean los de este año, no
deben de ser muy buenos. Enrique está muy enfadado con el mundo, argumenta que
no dejaremos nada vivo para las futuras generaciones.
Por las noches sueño contigo, y pienso en si algún día volveré a verte. Si tendré
la posibilidad de crear una nueva generación de preciosas niñas de melena castaña
y ojos profundos como los tuyos.
¿Me seguirás queriendo cuando regrese o te habrás olvidado de mí?
¿Me sigues recordando en estos momentos?
¿Sueñas conmigo como yo lo hago contigo, cada noche, cada día, cada
segundo que pasa?
Sé que son esperanzas vanas. Hace más de dos meses que no sabes nada de
mí. Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de que existo. Pero cada vez que ese
pensamiento se asoma a mi mente, quiero morir.
Soy un egoísta que no quiere que le olvides, aunque tu felicidad dependa de
ello.
Todavía no soy el hombre que quiero llegar a ser, el que te mereces... Pero poco
a poco lo conseguiré.
Aunque me deje la vida en ello.
Lo juro.
17 de julio de 2010
Hoy ha llegado a la base un barco que regresará a Noruega en pocos días. Todo
el mundo está como loco preparando cartas para sus familias, escribiendo folios y
folios sobre lo que hemos vivido hasta la fecha. Todos menos yo.
No me atrevo a mandarte lo que he escrito.
No puedo evitar imaginar que, si te llega un sobre con mi nombre, ni siquiera te
molestarás en abrirlo. Pero tampoco puedo dejar de desear comunicarme contigo,
aunque sea con una carta de la que nunca obtendré respuesta. No sé qué hacer.
Tengo apenas dos días para pensarlo.
19 de julio de 2010
Mañana se marchará el buque con las cartas de los miembros de la expedición.
He decidido escribirte una postal, más bien una fotografía que Mario ha tomado del
barco.
Llámame cobarde, o mejor aún, iluso. Pero pienso que, al mandarte esta postal,
si quieres saber al menos quién la remite, tendrás que leer el reverso.
Soy feliz pensando que tus dedos van a acariciar las palabras que he escrito. Te
imagino leyéndome, pensando en mí y todo mi cuerpo se tensa anhelante por sentir
tu tacto, tu aroma, tu risa alegre, tu mirada acariciante.
Te quiero. Por favor, no me olvides.
2 de agosto de 2010
Los días son eternos, el sol no se pone nunca.
A veces Enrique y yo nos olvidamos de comer. Es difícil llevar un horario cuando
nunca amanece ni anochece. Paso las noches en blanco, mirando en el horizonte los
matices anaranjados que indican
la llegada de la noche, aunque el sol continúe brillando inclemente en el cielo.
Observo los tonos rosados reflejarse sobre el mar y recuerdo cada momento que
pasamos juntos. Cada atardecer que viví a tu lado.
Me duele pensar en ti, saber que no puedo tocarte, verte, escucharte.
Anhelo con toda mi alma sentir tu presencia a mi lado.
21 de agosto de 2010
Mañana cambiamos de rumbo, Enrique quiere seguir la corriente circumpolar
ártica para recoger más muestras de krill y filoplancton.
No te puedes ni imaginar la de seres que viven en un vaso de agua cristalina a
un grado bajo cero. Desde que Enrique me enseñó a mirar por el microscopio, no he
vuelto a poder beber agua sin antes pensar que me estoy tragando miles de bichitos
casi transparentes con antenas y patitas diminutas.
¿Dónde estás ahora?
Te imagino de vacaciones en la playa, nadando en el mar, y pienso que las olas
que te acarician son las mismas que tocan el hielo sobre el que camino cada día. Sé
que es una locura, pero no puedo evitar agacharme junto a la orilla, quitarme los
guantes y rozar con las yemas el gélido mar. Mis dedos se entumecen, comienzan a
cosquillearme y sé que si continúan sumergidos unos segundos más acabaran
congelándose, pero no quiero sacarlos. Imagino que son tus labios los que los
acarician, y tu lengua la que los humedece y aunque el frío penetra en mi cuerpo es
ardiente calor lo que siento.
Estar tan lejos de ti es lo más difícil y estúpido que he hecho en mi vida.
Espero que puedas perdonarme por ello.
10 de septiembre de 2010
No serías capaz de reconocerme si me vieras.
El trabajo al aire libre me ha quemado la cara, no demasiado, no te asustes. Ya
no soy el tipo pálido y debilucho de antaño. Tengo la nariz y las mejillas tan rojas y
cortadas que parece que se me van a
abrir de un momento a otro. ¿Sabías que el hielo refleja el ochenta por ciento de
los rayos del sol? No me da tiempo a ponerme moreno cuando empiezo a pelarme y
vuelvo a quemarme.
¿Ya ha llegado el otoño a España? Aquí está comenzando el invierno.
Seguimos en alta mar, pero Enrique me ha avisado de que pronto regresaremos a
casa. Quizá nos veamos antes de lo esperado.
Recalaremos en Nueva Âlesund dentro de un par de días y por fin podré volver a
tener contacto con el resto del mundo. He estado pensando en mandarte estos folios,
pero no me atrevo. Creo que volveré a enviarte una postal. Necesito saber que vas a
leerla, y la única manera que se me ocurre de estar seguro es esa.
Desearía poder hablar contigo, recibir noticias tuyas, pero no tengo manera de
comunicarme excepto por carta y, aun en el supuesto de que me respondieras, no me
quedo en las bases el tiempo necesario para recibirlas.
Fui un idiota al irme. Echo de menos tus caricias, tu sonrisa, tus gestos, tu mal
genio. Pero era necesario. Cuando regrese te sentirás orgullosa del hombre en que
me he convertido.
Imagino que estarás enfadada por mi silencio y no querrás saber nada de mí. Y
aunque pensar eso me hace morir un poco cada día, estoy firmemente decidido a
reconquistar tu cariño. Estos meses de soledad me han enseñado a ser paciente y
perseverante.
No podrás librarte de mí.
17 de septiembre de 2010
Han surgido imprevistos.
No regresaré a primeros de octubre como esperaba.
Los ciclos biológicos del krill se han alterado debido al cambio climático, por lo
que Enrique quiere posponer nuestro regreso hasta que los haya estudiado en
profundidad.
Los demás miembros del equipo de investigación no están seguros de que sea
conveniente continuar navegando más allá de finales de este mes. El invierno es
muy duro en el Ártico, ni nosotros ni el barco estamos debidamente preparados ni
aprovisionados para resistirlo y así se lo han hecho saber el capitán y los oficiales de
puente. Pero Enrique está empeñado en continuar y él es quien manda,
así que nos tocará quedarnos aquí hasta que las ranas críen pelo.
No puedo llegar a expresar con palabras la consternación que siento en estos
momentos. La absoluta decepción e indignación que recorren mis venas con cada
latido de mi corazón.
Es muy duro albergar la esperanza de volver a España, a casa, a ti, durante dos
semanas, y que de buenas a primeras, y sin anestesia, corten de raíz ese anhelo
imposible de olvidar.
Estoy frustrado, enfadado, rabioso... Desesperado.
Estoy horadando un camino de ira con cada paso que doy en cubierta, tengo
ganas de dar patadas al maldito robot amarillo y sus asquerosos sensores. Desearía
lanzar cada trasto de este barco al mar para así quedarnos sin material con el que
realizar los estudios y poder volver.
Apenas puedo controlar mi mal genio ante Enrique. Sé que el trabajo que él
hace es importante, imprescindible incluso. Pero te echo tanto de menos que creo
que me volveré loco si no ponemos pronto rumbo a España.
20 de septiembre de 2010
Necesito controlar mi rabia. No puedo continuar así.
Hace seis meses la diosa Fortuna me brindó una oportunidad única al ponerme
sobre la cubierta de este barco. Desde entonces he trabajado duro, me he dejado la
piel en cada labor que he efectuado, he realizado trabajos que me han agotado hasta
casi desfallecer, he pasado un miedo aterrador caminando casi a ciegas sobre
glaciares inestables, he recogido muestras a escasos metros de los osos polares,
temiendo a cada segundo que pasaba convertirme en un sabroso aperitivo para
ellos. Pero todo esfuerzo da su fruto. Soy la persona en este barco en la que más se
apoya Enrique, en la que más confía. Y estoy a punto de tirar este privilegio por la
borda por culpa de la frustración que me carcome.
Últimamente no hago más que discutir con él, me dejo llevar por la ira y digo
palabras que ni siquiera siento.
Necesito reordenar mis pensamientos, relajarme, y aprender de nuevo a esperar.
Pero es duro, muy duro.
Estaba tan seguro de que te vería antes de acabar septiembre, que con cada día
que pasa me siento morir.
Es horrible sentir sobre la piel el paso del tiempo cuando la incertidumbre del
regreso anhelado ni siquiera se perfila.
27 de septiembre de 2010
El destino se sigue burlando de mí.
Necesito verte, tanto como respirar.
A veces creo que Enrique dará su brazo a torcer y nuestro regreso será
inminente. Otras, sin embargo, se muestra obstinado en continuar, y nuestras
esperanzas de cambiar de rumbo se esfuman, de la misma manera que se
desvanecen en el mar las estelas que dejan las ballenas al sumergirse bajo las olas.
He pasado esta última semana agonizando lentamente cada segundo,
anhelando hasta morir la llegada del día que te veré de nuevo. Y cada día que pasa
parece más incierto el retorno. No sé si podré soportarlo.
Espérame, no me olvides.
Nuria pasó la página, pero ya no había nada más escrito, ninguna indicación sobre qué
podría haber pasado, excepto la nota que llegó junto al cuaderno. Ninguna noticia de cuándo
volvería.
Volvió a leer todas y cada una de las anotaciones. Sonrió al ver como poco a poco había
ido cambiando la escritura de su amigo, haciéndose más firme en cada trazo, más certera en
cada frase. Mostrándole un hombre más seguro de sí mismo. Un hombre que le declaraba su
amor en cada palabra escrita.
Fue a la cocina y descolgó el calendario de la pared, marcó cada fecha escrita en el
cuaderno e intentó recordar qué había hecho ella ese día en concreto. Comparó sus vivencias
y se mordió los labios al percatarse de que Jared estaba viviendo una experiencia única. Una
experiencia que, posiblemente, le habría cambiado. Pensó no por primera vez cuándo volvería
a verle, si regresaría pronto o no.
La última anotación en el diario la había asustado. Lo imaginaba capeando tremendos
temporales, encerrado en una jaula de hielo, aislado y afligido, solo en mitad de la nada sin
poder volver a casa, a sus brazos, junto a ella.
Sus dedos temblaron sujetando aún las páginas.
Cerró los ojos y lo vio ante ella tal y como lo había visto la primera vez, con los pantalones
raídos, el pelo revuelto, la barba de varias semanas, y retorciendo el andrajoso gorro negro
entre sus finos dedos. Obligó a su mente a dar un paso adelante en el tiempo, a recordar la
última vez que lo tuvo frente a ella.
Estaba sentado en el sofá de su casa. Tenía el torso desnudo, ella misma se había
ocupado de deshacerse de la camiseta. Sus párpados entornados no podían ocultar el brillo
de sus ojos. Respiraba con agitación, todo su cuerpo temblaba debido al orgasmo que ella le
había proporcionado. Era el hombre más hermoso del mundo. Seguía estando muy delgado;
las costillas todavía se le marcaban bajo la piel, pero ya no tenía los pómulos tan afilados ni su
estómago era tan cóncavo. La mirada perdida que mostraban sus ojos el día que lo conoció
había dado paso a una mirada risueña que acompañaba a una sonrisa mágica.
Nuria abrió los ojos y buscó en el cajón de su mesilla la última imagen que tenía de él.
Aquella que le mandó estando ya en el barco, esa fotografía que se había aprendido de
memoria a fuerza de mirarla una y otra vez. Recorrió con las yemas de los dedos por enésima
vez el rostro amado, e intentó imaginar cómo sería en esos momentos.
¿Habría cambiado mucho?
¿Seguiría tan delgado?
¿Su piel estaría tostada por el sol, o seguiría quemándose y pelándose? Sonrió al pensar
esto último.
Guardó la fotografía junto al cuaderno y se mordió los labios.
No sabía cuándo lo volvería a ver, pero una cosa tenía clara: cuando regresara, lo primero
que haría sería hacerle pagar por cada una de las lágrimas que había derramado por él. Lo
segundo, comerle a besos; y lo tercero, cortarle las piernas para que no volviera a escaparse de
su lado.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 12
Dicen que quien espera desespera.
Pero solo quien espera tiene la oportunidad
de ver hecho realidad lo que tanto anhela.
Era la víspera del día de la Inmaculada Concepción. No había apenas trabajo y Nuria y su
abuela ocupaban sus manos y sus mentes en sendas labores de punto de cruz. Estaban
sentadas en silencio, tras el mostrador, con los ojos fijos en las puntadas lentas y cadenciosas
que acompañaban sus pensamientos. Únicamente la corriente de aire frío que se coló por la
puerta al ser abierta las alertó de que acababa de entrar un cliente.
Uno muy silencioso.
—Buenos días —saludó Nuria con educación dejando la labor en un cajón y levantándose
para atenderle.
—Hola, Nur —la acarició una voz conocida.
Dolores se levantó de un salto de su silla mientras Nuria miraba al hombre paralizada.
Jared estaba ante ella, erguido en la entrada de la tienda, con un enorme petate
fuertemente aferrado en una de sus manos, mientras mantenía la otra cerrada en un puño y
pegada al costado. La miraba como si no supiera si acercarse a ella y devorarla, o dar media
vuelta y salir corriendo.
Nuria se acercó despacio hasta él, observándolo con los ojos entrecerrados, intentando
dilucidar si era un sueño o si él estaba allí en realidad, con ella.
Su amigo había cambiado mucho, muchísimo. Su rostro lucía moreno excepto alrededor
de los ojos, donde la piel estaba
pálida, como si hubiera estado todo el día abrasándose bajo el sol con unas enormes
gafas de nieve puestas. En la comisura de sus labios y el perfil de sus ojos se marcaban
arrugas que antes no estaban, su cuello era más grueso y sus hombros eran más anchos, o
quizá fuera la postura segura y erguida que había adoptado. Los pantalones vaqueros se
ajustaban a sus piernas, marcando músculos que antes no tenía. Observó sus fuertes manos,
percatándose de que sus dedos finos y delgados ahora eran morenos y callosos. Se fijó en los
cortes que decoraban la piel del dorso, los nudillos agrietados por el frío y las yemas
oscurecidas, casi amoratadas.
Jared mantuvo la mirada fija sobre la muchacha. Estaba más delgada, pero su rostro
seguía siendo igual de hermoso que hacía medio año, cuando él, como un estúpido, se alejó
de ella. Sus ojos pardos eran igual de profundos y luminosos, sus labios igual de gruesos y
sensuales. Todo su cuerpo clamó ante la necesidad de tocarla, de sentirla contra su piel. Alzó
la mano lentamente, temiendo angustiado que ella rechazara su caricia.
Nuria reaccionó por fin.
Le dio un fuerte manotazo, impidiendo que la tocara.
Jared cerró los ojos, herido. Había imaginado que ella lo rechazaría, pero en el fondo de su
corazón esperaba que lo hubiera perdonado. Ya veía que no era así.
—¡No te atrevas a tocarme! —siseó Nuria enfadada. Tras ella, Dolores permaneció inmóvil,
no queriendo interrumpir aquel reencuentro.
Jared dio un paso atrás, resuelto a escuchar y aceptar sus recriminaciones, e igualmente
decidido a conquistarla de nuevo si era preciso. Esta vez no pensaba huir ni mucho menos
cejar en su empeño. Seis meses de soledad eran mucho tiempo para pensar y él tenía sus
sentimientos muy claros.
—Ah, no. ¡Ni se te ocurra volver a marcharte! —exclamó Nuria entendiendo mal su gesto
—. Si sales por esa puerta te juro que te seguiré y te cortaré las piernas —amenazó—. Vas a
escuchar todo lo que tengo que decirte aunque para ello tenga que atarte a la silla —le
advirtió furiosa.
Jared asintió con la cabeza, esperando y anhelando los gritos que sabía vendrían a
continuación. Necesitaba escuchar su voz y le daba lo mismo si era para gritarle enfadada o
susurrarle enamorada.
Pero no fue solo su voz lo que escuchó.
—¡Estúpido! ¡Idiota! —exclamó Nuria marcando cada palabra con un sonoro bofetón—.
¡Mentiroso! ¡Cobarde! —gritó con rabia posando las manos sobre sus recios hombros y
empujándole con fuerza—. ¿Cómo te atreves a presentarte tan tranquilo, como si no hubieras
estado fuera meses y meses? ¿Tienes la más remota idea del miedo que he pasado? ¿De las
cosas tan horribles que se me han pasado por la cabeza al ver que no regresabas, sin saber
nada de ti? ¿No podías haberme escrito más a menudo, haber llamado?
—No tenía manera de comunicarme contigo —se aventuró a explicarle Jared. Ella no pudo
resistirlo; le volvió a golpear en la cara, pero esta vez fue más una caricia que un guantazo.
—¡Y a mí qué narices me importa eso! ¡No es culpa mía si te largas como un imbécil al fin
del mundo! —replicó Nuria incapaz de razonar—. No podías haberte ido a... Bilbao, Londres,
Berlín... o incluso a China. ¡No! ¡El señor tenía que largarse lejos de la civilización y tener así la
excusa perfecta para no hablar conmigo! ¡Pues ahora me vas a escuchar te guste o no! —Él
agachó la cabeza sin saber qué decir—. Ah, no. No se te ocurra dejar de mirarme —ordenó ella
posando las palmas de las manos sobre los morenos pómulos del hombre—. ¡Si vuelves a
intentar alejarte de mí, te juro que...! —exclamó enfadada—. No vuelvas a hacerlo —susurró de
repente, fijando en él sus ojos brillantes—. No vuelvas a marcharte sin decir nada... no vuelvas
a dejarme sola —suplicó abrazándole y besándole impetuosa mientras las lágrimas que llevaba
conteniendo desde que lo viera de pie frente a ella comenzaban a fluir incontrolables por sus
mejillas.
Jared no pudo hacer otra cosa que corresponder a su beso y abrazarla como si le fuera la
vida en ello. Y así era.
Olvidó que estaban en un lugar público, que una anciana
los observaba atenta y sin perderse detalle, que llevaba puesta la misma ropa desde
hacía más de veinticuatro horas y que la incipiente barba podría arañar la suave piel de su
amada. Olvidó el miedo a perderla, el pesar de saber que la había herido con su huida, la
decisión de arrodillarse a sus pies y suplicarle perdón.
Lo olvidó todo, hasta que un fuerte carraspeo tras ellos les hizo separarse.
—Los jóvenes no aprenderéis nunca —fingió regañarles Dolores. Jared la miró entre
avergonzado y decidido, y ella a cambio le sonrió—. Puede que no sea tan guapa como mi
nieta, pero igualmente quiero mi beso —comentó riendo—. ¡Ven aquí de una vez y dame un
abrazo!
Jared se plantó en dos zancadas junto a Dolores y la envolvió en un abrazo de oso
levantándola del suelo y girando sobre sí mismo. Y en ese momento, se percató de que la
anciana en realidad era muy chiquitina; apenas pesaba cuarenta kilos y no le llegaba a los
hombros. Siempre la había visto como una mujer imponente y en realidad era un ángel
diminuto de mejillas sonrosadas y pelo blanco.
—¡Bájame, bruto, que me estoy mareando! —exclamó ella entre risas.
Jared obedeció al momento, depositándola sobre el suelo y dándole un cariñoso beso en
la frente. Luego se colocó junto a Nuria y tomó una de sus manos con la suya. Ella se soltó
cruzándose de brazos y mirándole enfadada.
—No te creas que se me ha pasado el enfado, aún tienes que pagar por todo lo que me
has hecho pasar —advirtió.
—Cuando quieras. Como quieras. Donde quieras —susurró él contra su oído asiéndole la
mano de nuevo. No había pasado los últimos seis meses perdido en el Ártico para volver a
cometer los mismos errores. A partir de ese instante todo lo que deseaba lo iba a obtener, y en
ese momento quería sentir la piel de Nuria tocando la suya.
Ella le miró sorprendida por su respuesta. Era la primera vez que él hacía algo así. Parecía
que no solo había cambiado físicamente durante su separación.
—¡Basta ya de ceños fruncidos! —exclamó Dolores mirando a su nieta—. Cuéntanos qué
has hecho durante todo este tiempo.
—Tengo una idea mejor. Es casi la hora de cerrar, vamos a buscar a Sonia, Anny y Román
y os invito a comer en el Soberano —propuso Jared con una enorme sonrisa en los labios.
—No hace falta, Jared —rechazó la anciana. El muchacho no se había pasado medio año
perdido de la mano de Dios para al regresar tirar el dinero como si le sobrase.
—Es un capricho que tengo —insistió apretando la mano de Nuria. Feliz de sentir su
contacto de nuevo.
—Si tiene antojo, déjale, mujer, que no se va a arruinar —comentó una voz acompañada
por un sonoro ladrido desde la puerta.
Jared se dio la vuelta, soltó una estentórea carcajada y abrazó impetuoso al peluquero
mientras su enorme perro ladraba eufórico a su alrededor.
—Bueno, bueno, guárdate las efusiones para tu novia que me vas a romper alguna
vértebra —se quejó Román sin soltar al joven.
—¡Dios! No sabes cuánto he echado de menos nuestros desayunos —comentó Jared
guiñándole un ojo—. ¡Me tienes que poner al día!
—Tú sí que nos tienes que poner al día a nosotros —replicó Román dándole un
coscorrón—. ¿Cuándo has llegado?
—Ayer a mediodía.
—¿Ayer? ¡Y no has venido a vernos hasta ahora mismo! —exclamó Nuria ofendida.
—A Vigo, llegué a Vigo a mediodía —se apresuró a explicar Jared asiéndole ambas manos
para besarle las muñecas—. En cuanto desembarqué busqué un vuelo a Madrid, pero desde
allí no salía ninguno; tuve que viajar en autobús hasta Santiago de Compostela y, una vez allí,
esperar hasta la madrugada para coger el primer avión con asientos libres. He llegado a
Barajas hace menos de dos horas.
—¡Madre mía, estarás agotado, chaval! —exclamó Román asombrado por la fortaleza de
la juventud.
—¡Jared! —exclamó estupefacta Anny desde la puerta—. ¿Cuándo has llegado? Me
acaba de decir el dueño de los frutos secos que Nuria se estaba besando con un hombre en la
mercería, ¡delante de Dolores! He venido a ver qué narices pasaba. Y resulta que ¡eres tú! No
me lo puedo creer —comentó eufórica.
—Ah, da gusto comprobar que radio barrio sigue funcionando a la perfección —dijo
orgulloso Román a la vez que el timbre del teléfono comenzaba a sonar—. A mí me ha avisado
la chica de la droguería —explicó.
Jared se acercó con intención de abrazar a Anny, pero esta recuperó su carácter huraño y
dio un paso hacia atrás mirándolo enfurruñada.
—Tú y yo tenemos que hablar —dijo apuntándolo con el dedo—. Me tienes que explicar
en qué narices estabas pensando cuando te largaste al Polo Norte a ver pingüinos.
—No hay pingüinos en el Polo Norte —replicó Jared divertido.
—¿Qué?
—Los pingüinos están en el Polo Sur, en el Ártico hay osos polares.
—Pero qué listo es mi niño. Vamos, para darle una buena patada en los cojones y esperar
a ver cómo lo analiza —le espetó Anny irónica acercándose a Nuria. ¿Desde cuándo Jared
decía más de dos palabras en una frase?
—Sí, Sonia. Es Jared, ha vuelto. Cierra la tintorería y vente con nosotros a comer al
Soberano —escucharon claramente la voz de Dolores hablando con su amiga por teléfono.
—Nur, ¿cómo estás tú? —Anny aprovechó que estaban todos pendientes de Dolores
para preguntar a su amiga en voz baja.
—Bien, creo que bien; bueno, no lo sé. Quiero llorar, pegarle, besarle, cortarle las piernas y
abrazarle. Todo a la vez —susurró Nuria a su amiga.
—Si me permitís opinar, prefiero los besos y abrazos antes que los daños físicos. Pero si
es necesario para que te sientas bien, me pongo a tu entera disposición. Aunque espero
sinceramente que eso de cortarme las piernas sea una amenaza vana y no un deseo real
—manifestó Jared interrumpiendo la conversación entre las dos amigas.
—¿Pero qué narices le ha pasado? ¡Si hasta es capaz de decir más de dos frases! —
exclamó Anny medio en broma, medio en serio. El Jared que ella conocía no se hubiera
atrevido a decir tantas palabras seguidas, mucho menos a interrumpir o escuchar una
conversación privada.
—Imagino que, después de pasar medio año escuchando hablar a científicos, algo se me
ha pegado —comentó Jared riendo con ganas.
—A ver que yo me aclare —dijo Sonia desde la entrada de la tienda. Estaba sofocada,
como si hubiera ido corriendo desde la tintorería—. ¿Me estás diciendo que Jared ha vuelto y
que Nuria lo ha besado? ¡Pero bueno! Primero tenías que haberle dado un buen par de
bofetadas por desaparecer tantos meses.
—Eso ha sido lo primero que ha hecho —afirmó Jared acercándose a ella y dándole un
efusivo beso en cada mejilla.
Luego dio un paso atrás y los miró a todos, grabándose sus rostros en la mente. Ellos eran
sus amigos, su familia.
Por fin estaba en casa.
Dicen que quien espera desespera.
Pero solo quien espera tiene la oportunidad
de ver hecho realidad lo que tanto anhela.
Era la víspera del día de la Inmaculada Concepción. No había apenas trabajo y Nuria y su
abuela ocupaban sus manos y sus mentes en sendas labores de punto de cruz. Estaban
sentadas en silencio, tras el mostrador, con los ojos fijos en las puntadas lentas y cadenciosas
que acompañaban sus pensamientos. Únicamente la corriente de aire frío que se coló por la
puerta al ser abierta las alertó de que acababa de entrar un cliente.
Uno muy silencioso.
—Buenos días —saludó Nuria con educación dejando la labor en un cajón y levantándose
para atenderle.
—Hola, Nur —la acarició una voz conocida.
Dolores se levantó de un salto de su silla mientras Nuria miraba al hombre paralizada.
Jared estaba ante ella, erguido en la entrada de la tienda, con un enorme petate
fuertemente aferrado en una de sus manos, mientras mantenía la otra cerrada en un puño y
pegada al costado. La miraba como si no supiera si acercarse a ella y devorarla, o dar media
vuelta y salir corriendo.
Nuria se acercó despacio hasta él, observándolo con los ojos entrecerrados, intentando
dilucidar si era un sueño o si él estaba allí en realidad, con ella.
Su amigo había cambiado mucho, muchísimo. Su rostro lucía moreno excepto alrededor
de los ojos, donde la piel estaba
pálida, como si hubiera estado todo el día abrasándose bajo el sol con unas enormes
gafas de nieve puestas. En la comisura de sus labios y el perfil de sus ojos se marcaban
arrugas que antes no estaban, su cuello era más grueso y sus hombros eran más anchos, o
quizá fuera la postura segura y erguida que había adoptado. Los pantalones vaqueros se
ajustaban a sus piernas, marcando músculos que antes no tenía. Observó sus fuertes manos,
percatándose de que sus dedos finos y delgados ahora eran morenos y callosos. Se fijó en los
cortes que decoraban la piel del dorso, los nudillos agrietados por el frío y las yemas
oscurecidas, casi amoratadas.
Jared mantuvo la mirada fija sobre la muchacha. Estaba más delgada, pero su rostro
seguía siendo igual de hermoso que hacía medio año, cuando él, como un estúpido, se alejó
de ella. Sus ojos pardos eran igual de profundos y luminosos, sus labios igual de gruesos y
sensuales. Todo su cuerpo clamó ante la necesidad de tocarla, de sentirla contra su piel. Alzó
la mano lentamente, temiendo angustiado que ella rechazara su caricia.
Nuria reaccionó por fin.
Le dio un fuerte manotazo, impidiendo que la tocara.
Jared cerró los ojos, herido. Había imaginado que ella lo rechazaría, pero en el fondo de su
corazón esperaba que lo hubiera perdonado. Ya veía que no era así.
—¡No te atrevas a tocarme! —siseó Nuria enfadada. Tras ella, Dolores permaneció inmóvil,
no queriendo interrumpir aquel reencuentro.
Jared dio un paso atrás, resuelto a escuchar y aceptar sus recriminaciones, e igualmente
decidido a conquistarla de nuevo si era preciso. Esta vez no pensaba huir ni mucho menos
cejar en su empeño. Seis meses de soledad eran mucho tiempo para pensar y él tenía sus
sentimientos muy claros.
—Ah, no. ¡Ni se te ocurra volver a marcharte! —exclamó Nuria entendiendo mal su gesto
—. Si sales por esa puerta te juro que te seguiré y te cortaré las piernas —amenazó—. Vas a
escuchar todo lo que tengo que decirte aunque para ello tenga que atarte a la silla —le
advirtió furiosa.
Jared asintió con la cabeza, esperando y anhelando los gritos que sabía vendrían a
continuación. Necesitaba escuchar su voz y le daba lo mismo si era para gritarle enfadada o
susurrarle enamorada.
Pero no fue solo su voz lo que escuchó.
—¡Estúpido! ¡Idiota! —exclamó Nuria marcando cada palabra con un sonoro bofetón—.
¡Mentiroso! ¡Cobarde! —gritó con rabia posando las manos sobre sus recios hombros y
empujándole con fuerza—. ¿Cómo te atreves a presentarte tan tranquilo, como si no hubieras
estado fuera meses y meses? ¿Tienes la más remota idea del miedo que he pasado? ¿De las
cosas tan horribles que se me han pasado por la cabeza al ver que no regresabas, sin saber
nada de ti? ¿No podías haberme escrito más a menudo, haber llamado?
—No tenía manera de comunicarme contigo —se aventuró a explicarle Jared. Ella no pudo
resistirlo; le volvió a golpear en la cara, pero esta vez fue más una caricia que un guantazo.
—¡Y a mí qué narices me importa eso! ¡No es culpa mía si te largas como un imbécil al fin
del mundo! —replicó Nuria incapaz de razonar—. No podías haberte ido a... Bilbao, Londres,
Berlín... o incluso a China. ¡No! ¡El señor tenía que largarse lejos de la civilización y tener así la
excusa perfecta para no hablar conmigo! ¡Pues ahora me vas a escuchar te guste o no! —Él
agachó la cabeza sin saber qué decir—. Ah, no. No se te ocurra dejar de mirarme —ordenó ella
posando las palmas de las manos sobre los morenos pómulos del hombre—. ¡Si vuelves a
intentar alejarte de mí, te juro que...! —exclamó enfadada—. No vuelvas a hacerlo —susurró de
repente, fijando en él sus ojos brillantes—. No vuelvas a marcharte sin decir nada... no vuelvas
a dejarme sola —suplicó abrazándole y besándole impetuosa mientras las lágrimas que llevaba
conteniendo desde que lo viera de pie frente a ella comenzaban a fluir incontrolables por sus
mejillas.
Jared no pudo hacer otra cosa que corresponder a su beso y abrazarla como si le fuera la
vida en ello. Y así era.
Olvidó que estaban en un lugar público, que una anciana
los observaba atenta y sin perderse detalle, que llevaba puesta la misma ropa desde
hacía más de veinticuatro horas y que la incipiente barba podría arañar la suave piel de su
amada. Olvidó el miedo a perderla, el pesar de saber que la había herido con su huida, la
decisión de arrodillarse a sus pies y suplicarle perdón.
Lo olvidó todo, hasta que un fuerte carraspeo tras ellos les hizo separarse.
—Los jóvenes no aprenderéis nunca —fingió regañarles Dolores. Jared la miró entre
avergonzado y decidido, y ella a cambio le sonrió—. Puede que no sea tan guapa como mi
nieta, pero igualmente quiero mi beso —comentó riendo—. ¡Ven aquí de una vez y dame un
abrazo!
Jared se plantó en dos zancadas junto a Dolores y la envolvió en un abrazo de oso
levantándola del suelo y girando sobre sí mismo. Y en ese momento, se percató de que la
anciana en realidad era muy chiquitina; apenas pesaba cuarenta kilos y no le llegaba a los
hombros. Siempre la había visto como una mujer imponente y en realidad era un ángel
diminuto de mejillas sonrosadas y pelo blanco.
—¡Bájame, bruto, que me estoy mareando! —exclamó ella entre risas.
Jared obedeció al momento, depositándola sobre el suelo y dándole un cariñoso beso en
la frente. Luego se colocó junto a Nuria y tomó una de sus manos con la suya. Ella se soltó
cruzándose de brazos y mirándole enfadada.
—No te creas que se me ha pasado el enfado, aún tienes que pagar por todo lo que me
has hecho pasar —advirtió.
—Cuando quieras. Como quieras. Donde quieras —susurró él contra su oído asiéndole la
mano de nuevo. No había pasado los últimos seis meses perdido en el Ártico para volver a
cometer los mismos errores. A partir de ese instante todo lo que deseaba lo iba a obtener, y en
ese momento quería sentir la piel de Nuria tocando la suya.
Ella le miró sorprendida por su respuesta. Era la primera vez que él hacía algo así. Parecía
que no solo había cambiado físicamente durante su separación.
—¡Basta ya de ceños fruncidos! —exclamó Dolores mirando a su nieta—. Cuéntanos qué
has hecho durante todo este tiempo.
—Tengo una idea mejor. Es casi la hora de cerrar, vamos a buscar a Sonia, Anny y Román
y os invito a comer en el Soberano —propuso Jared con una enorme sonrisa en los labios.
—No hace falta, Jared —rechazó la anciana. El muchacho no se había pasado medio año
perdido de la mano de Dios para al regresar tirar el dinero como si le sobrase.
—Es un capricho que tengo —insistió apretando la mano de Nuria. Feliz de sentir su
contacto de nuevo.
—Si tiene antojo, déjale, mujer, que no se va a arruinar —comentó una voz acompañada
por un sonoro ladrido desde la puerta.
Jared se dio la vuelta, soltó una estentórea carcajada y abrazó impetuoso al peluquero
mientras su enorme perro ladraba eufórico a su alrededor.
—Bueno, bueno, guárdate las efusiones para tu novia que me vas a romper alguna
vértebra —se quejó Román sin soltar al joven.
—¡Dios! No sabes cuánto he echado de menos nuestros desayunos —comentó Jared
guiñándole un ojo—. ¡Me tienes que poner al día!
—Tú sí que nos tienes que poner al día a nosotros —replicó Román dándole un
coscorrón—. ¿Cuándo has llegado?
—Ayer a mediodía.
—¿Ayer? ¡Y no has venido a vernos hasta ahora mismo! —exclamó Nuria ofendida.
—A Vigo, llegué a Vigo a mediodía —se apresuró a explicar Jared asiéndole ambas manos
para besarle las muñecas—. En cuanto desembarqué busqué un vuelo a Madrid, pero desde
allí no salía ninguno; tuve que viajar en autobús hasta Santiago de Compostela y, una vez allí,
esperar hasta la madrugada para coger el primer avión con asientos libres. He llegado a
Barajas hace menos de dos horas.
—¡Madre mía, estarás agotado, chaval! —exclamó Román asombrado por la fortaleza de
la juventud.
—¡Jared! —exclamó estupefacta Anny desde la puerta—. ¿Cuándo has llegado? Me
acaba de decir el dueño de los frutos secos que Nuria se estaba besando con un hombre en la
mercería, ¡delante de Dolores! He venido a ver qué narices pasaba. Y resulta que ¡eres tú! No
me lo puedo creer —comentó eufórica.
—Ah, da gusto comprobar que radio barrio sigue funcionando a la perfección —dijo
orgulloso Román a la vez que el timbre del teléfono comenzaba a sonar—. A mí me ha avisado
la chica de la droguería —explicó.
Jared se acercó con intención de abrazar a Anny, pero esta recuperó su carácter huraño y
dio un paso hacia atrás mirándolo enfurruñada.
—Tú y yo tenemos que hablar —dijo apuntándolo con el dedo—. Me tienes que explicar
en qué narices estabas pensando cuando te largaste al Polo Norte a ver pingüinos.
—No hay pingüinos en el Polo Norte —replicó Jared divertido.
—¿Qué?
—Los pingüinos están en el Polo Sur, en el Ártico hay osos polares.
—Pero qué listo es mi niño. Vamos, para darle una buena patada en los cojones y esperar
a ver cómo lo analiza —le espetó Anny irónica acercándose a Nuria. ¿Desde cuándo Jared
decía más de dos palabras en una frase?
—Sí, Sonia. Es Jared, ha vuelto. Cierra la tintorería y vente con nosotros a comer al
Soberano —escucharon claramente la voz de Dolores hablando con su amiga por teléfono.
—Nur, ¿cómo estás tú? —Anny aprovechó que estaban todos pendientes de Dolores
para preguntar a su amiga en voz baja.
—Bien, creo que bien; bueno, no lo sé. Quiero llorar, pegarle, besarle, cortarle las piernas y
abrazarle. Todo a la vez —susurró Nuria a su amiga.
—Si me permitís opinar, prefiero los besos y abrazos antes que los daños físicos. Pero si
es necesario para que te sientas bien, me pongo a tu entera disposición. Aunque espero
sinceramente que eso de cortarme las piernas sea una amenaza vana y no un deseo real
—manifestó Jared interrumpiendo la conversación entre las dos amigas.
—¿Pero qué narices le ha pasado? ¡Si hasta es capaz de decir más de dos frases! —
exclamó Anny medio en broma, medio en serio. El Jared que ella conocía no se hubiera
atrevido a decir tantas palabras seguidas, mucho menos a interrumpir o escuchar una
conversación privada.
—Imagino que, después de pasar medio año escuchando hablar a científicos, algo se me
ha pegado —comentó Jared riendo con ganas.
—A ver que yo me aclare —dijo Sonia desde la entrada de la tienda. Estaba sofocada,
como si hubiera ido corriendo desde la tintorería—. ¿Me estás diciendo que Jared ha vuelto y
que Nuria lo ha besado? ¡Pero bueno! Primero tenías que haberle dado un buen par de
bofetadas por desaparecer tantos meses.
—Eso ha sido lo primero que ha hecho —afirmó Jared acercándose a ella y dándole un
efusivo beso en cada mejilla.
Luego dio un paso atrás y los miró a todos, grabándose sus rostros en la mente. Ellos eran
sus amigos, su familia.
Por fin estaba en casa.
smile-is-free
quedate a mi lado
Capítulo 13
No hay nada más etéreo que la esperanza.
La esperanza nos otorga la capacidad de soñar, nos permite creer
que nuestras fantasías pueden llegar a realizarse,
y, cuando esto por fin sucede —si es que sucede—,
se esfuma dejándonos a solas con la cruda realidad.
Y es entonces cuando lo que más anhelamos se
convierte en verdad, cuando nos damos cuenta
de que, si queremos mantener el sueño vivo,
tenemos que agarrarlo con las dos manos y
no soltarlo nunca. Cueste lo que cueste.
Habían pasado tres horas desde el regreso de Jared.
Los seis amigos continuaban en el restaurante, sentados a una mesa ocupada por varias
tazas de café vacías y rodeados muy indiscretamente de la mayoría de los dueños de los
negocios del barrio, amén de algunas vecinas y vecinos que, por casualidades nada casuales
de la vida, habían decidido bajar al Soberano a tomar un café sazonado de buenas noticias.
Jared había sido interrogado hasta casi el agotamiento. Todas sus vivencias de los
últimos meses expuestas sobre el tapete y diseccionadas por las preguntas hábiles de Román,
las incisas de Dolores, las financieras de Sonia y las atrevidas e irónicas de Anny. Solo Nuria
había permanecido en silencio. Escuchando asombrada todo lo que él había experimentado,
las pruebas por las que había pasado, los cambios que se habían forjado en su carácter
antaño introvertido, taciturno e inseguro.
Ya no era el mismo, y a la vez sí lo era. No evitaba las conversaciones, ni se retraía ante
las preguntas. Manifestaba una
enorme seguridad en sí mismo y se mostraba orgulloso de todo lo que había hecho. Y de
la persona en que se había convertido. Por eso, Nuria se estaba dando cuenta de que, si antes
se había creído enamorada de él, lo que ahora sentía iba más allá del amor. Estaba cautivada,
embelesada y rendida a él. No deseaba otra cosa que compartir el resto de su vida con la
persona en que Jared se había convertido.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Sonia de repente, poniendo voz a los
pensamientos de todos los integrantes de la mesa (y de parte del restaurante, aunque
quisieran disimularlo).
—Buscar un hotel, ducharme y dormir un poco —contestó él divertido.
Lo cierto era que estaba agotado, pero no quería irse todavía. Alejarse de las personas
que tanto significaban en su vida, aunque fuera por unas pocas horas, se le antojaba más duro
que caminar sobre un glaciar en plena tormenta.
—No me refiero a eso, tonto —replicó la tintorera divertida—. ¿Qué vas a hacer con tu
vida ahora? ¿Tienes alguna perspectiva de trabajo?
—¿Necesitas ayuda con las alfombras? —preguntó Jared riéndose.
—¡Pero bueno! ¿Qué mosca le ha picado a este muchacho? ¿Te han dado lengua para
comer en el barco? Porque, si no, no me lo explico —respondió asombrada.
Todos asintieron, encantados con la nueva personalidad del muchacho. Todos menos
Román, que sabía perfectamente que no había cambiado tanto como pensaban los demás. Él
había tenido oportunidad de hablar ampliamente con el chico durante sus —eternos—
desayunos, y Jared, una vez hubo confiado en él, se había revelado un hombre extrovertido y
divertido, tal y como se mostraba ahora.
—Me han ofrecido un par de trabajos. Tengo que pensar detenidamente qué quiero hacer
exactamente y, cuando lo tenga claro, elegir —comentó Jared, serio de nuevo.
—¿Aquí en Madrid o fuera? —preguntó Dolores observándole con atención. El resto de
los comensales esperaron en silencio su respuesta.
—Bueno... —Jared apoyó los codos en la mesa, aferró su taza de café y centró su mirada
en el tibio y oscuro líquido. Cuando continuó hablando lo hizo en voz baja, ensimismado—.
Enrique Ramos, el investigador jefe de esta expedición, ha quedado muy contento con mi
trabajo. Me ha recomendado a algunos de sus colegas, y uno de ellos me ha ofrecido un
puesto de ayudante de cocina y chico para todo en la Campaña Oceanográfica Malaspina. —
Todos escucharon claramente el jadeo de Nuria. Jared no levantó la mirada de la taza y
continuó hablando—. Partiría a mediados de diciembre desde Cádiz, en el buque Hespérides, y
estaría fuera siete u ocho meses. Bajaríamos por el Atlántico a Ciudad del Cabo, Sidney y
Nueva Zelanda y desde allí atravesaríamos el Pacífico hasta Hawái, para luego cruzar el
Canal de Panamá, hacer escala en Cartagena de Indias y regresar a casa. Mi trabajo
consistiría, en principio, en ayudar en la cocina y en la cubierta en caso de ser necesario. Más o
menos lo que he hecho hasta ahora, pero a mayor escala y con un clima más agradable —
bromeó.
—¿Y el otro trabajo? —preguntó Nuria con voz ahogada. Jared levantó la cabeza y fijó su
mirada en ella—. Has dicho que te habían ofrecido otro trabajo. ¿Dónde? —Carraspeó para
aclararse la garganta, intentando de esta manera dar un poco de fuerza a su voz, pero sin
conseguirlo—. ¿Dónde trabajarías, también en un barco?
—No. La otra propuesta es aquí, en el Instituto Oceanográfico de Madrid, de pinche en la
cocina de la cafetería.
—Hum, no creo que sea fácil entrar ahí —comentó Sonia mordiéndose los labios. Que ella
supiera, en las instituciones públicas el proceso de selección era, cuanto menos, complicado.
—Enrique Ramos trabaja allí cuando no está en el mar. Ha sido él quien me ha ofrecido el
puesto —explicó Jared—. Dice que, si los altos cargos políticos pueden meter a dedo a los
inútiles de sus consejeros, él puede hacer lo mismo con quien le parezca —comentó risueño al
acordarse de la última conversación con su jefe—. De hecho está empeñado en que acepte
su oferta y me ha asegurado que no tardaré mucho en dejar la cocina y entrar a formar
parte de su servicio exclusivo. —Acarició el borde de la taza con las yemas de los dedos,
pensativo—. Creo que quiere tenerme cerca para poder llevarme a dar un paseo cuando le
apetezca y hablarme de sus teorías. —Se encogió de hombros divertido—. Está firmemente
convencido de que soy una especie de inspiración que le aclara la mente.
—¿Y de sueldo qué tal? —preguntó Sonia, que era comerciante hasta la médula.
—Bueno, en el Hespérides el sueldo sería mucho mayor que en Madrid. Pero es lógico, al
fin y al cabo, estaría lejos de España más de medio año, y eso se paga. Además, tampoco
tendría gastos de alojamiento ni comida.
—Bueno —dijo Dolores interrumpiendo la conversación al ver la cara pálida de su nieta—,
no sé vosotros, pero yo tengo un negocio que atender, y hace ya unos minutos que la tienda
debería estar abierta.
Como si de una orden se tratara, se levantaron todos a una, dispuestos a dar comienzo al
tramo final de su jornada.
Jared abrió su enorme macuto, sacó una cartera tan brillante que a ninguno les cupo la
menor duda de que era recién comprada y se acercó a la barra a pagar.
Ninguna de las personas que estaban en el restaurante habían visto, ni volverían a ver
jamás, a alguien abonar una cuenta con tanto orgullo y satisfacción reflejados en sus rasgos ni
con una sonrisa tan sincera y digna.
—Bueno, bueno, muchacho, vamos a la peluquería y te invito a un café —instó Román
dándole una palmada en la espalda.
—¿Otro? Me va a dar un telele como tome más cafeína —bromeó—. No, gracias. Voy a
ver si encuentro un hotel, dejo la mochila, me pego una buena ducha y duermo un rato. Estoy
que me caigo —manifestó Jared rechazando la invitación. Las profundas ojeras que lucía su
rostro eran el mudo testigo de que no mentía—. Mañana me paso a desayunar contigo y con
Scooby —propuso guiñándole un ojo. Román asintió satisfecho.
A la mañana siguiente le pondría al día con todas las novedades del barrio.
—Te acompaño —se ofreció Nuria interrumpiendo la conversación entre los dos hombres
—. Abuela, no me esperes despierta —susurró al oído de Dolores. La abuela abrió mucho los
ojos y la boca para oponerse, pero, al ver la mirada decidida de su nieta, optó por callarse. Al fin
y al cabo Nuria ya era mayorcita y sabía lo que quería. Y mucho se temía que estaba a punto
de tirarse al río de cabeza para conseguirlo.
Jared asintió en silencio al observar el intercambio de miradas entre nieta y abuela.
Deseaba con toda su alma estar con Nuria a solas, y Dolores parecía haber dado su
consentimiento. Cogió su petate, asió la mano de la muchacha y se despidió de sus amigos
con un gesto de cabeza. Una vez en la calle, llamó al primer taxi que pasó por su lado y le
indicó que le llevara al hotel más cercano.
—Tengo la firme intención de alquilar un piso durante el tiempo que esté en Madrid, pero
sinceramente hoy no me siento con fuerzas para ponerme a buscar —explicó.
Nuria asintió en silencio sin atreverse a mirarlo. El corazón le había dado un vuelco al
escuchar la última frase. Implicaba que no pensaba pasar mucho tiempo en la capital, con ella.
Que se marcharía de nuevo. Sintió ganas de llorar y, también de matarle.
Lenta, muy lentamente. Y con alevosía.
El trayecto al hotel fue muy corto y silencioso.
Jared había recuperado de golpe la timidez que lo caracterizaba cuando estaba con
Nuria, y ella estaba demasiado enfadada y disgustada como para hablar y actuar con
coherencia. Por tanto, ante los posibles daños físicos que podría infligirle si no conseguía
tranquilizarse, había optado por respirar profundamente, pensar las cosas con calma, y
mantener las manos fuertemente apretadas sobre el bolso. Solo por si todo lo anterior no
funcionaba.
—Bueno... —comenzó a hablar Jared sin saber bien qué
decir. Acababan de entrar en la habitación del hotel, estaban solos, con una enorme y
cómoda cama frente a ellos. Y su cuerpo estaba reaccionando como el de un hombre alejado
del amor de su vida durante demasiado tiempo—. Voy a... —Inspiró con fuerza. No sabía qué
intenciones tenía Nuria al acompañarlo, pero sí sabía las intenciones que tenía su cuerpo, y
no eran nada decentes—. Voy a darme una ducha, apesto. Llevo dos días de viaje con la
misma ropa, y me estoy dando asco a mí mismo —comentó agachándose para abrir el petate,
sacar una muda limpia y, de paso, disimular la erección que se marcaba descarada en sus
pantalones—. Ahora salgo, ponte cómoda —dijo ocultándose la ingle tras las prendas limpias.
Luego abrió mucho los ojos al darse cuenta de cómo había sonado la última frase—. No me
malinterpretes —avisó colorado como un tomate. Su cerebro le estaba jugando malas
pasadas.
—Tranquilo, no te malinterpretaré —replicó ella burlona.
Una vez bajo el chorro de agua caliente, Jared intentó ordenar sus caóticos
pensamientos. Sabía lo que quería, pero no sabía qué pasos dar para conseguirlo.
Quería a Nuria en su vida. Para siempre. Y el recibimiento que ella le había dado le hacía
pensar que el sentimiento era recíproco. Ahora estaba en la habitación, esperándole. ¿Qué
tendría en mente? ¿Hablar? ¿Discutir? ¿Amarle?
Los pensamientos de Jared volaban una y otra vez en esa dirección: Nuria desnuda en la
cama, haciendo el amor con él, besándole, acariciándole, dejándose acariciar y besar... Pero no,
no era posible; negaba una y otra vez con la cabeza, lanzando las gotas de agua que
impregnaban su cabello contra los blancos azulejos. Nuria estaría enfadada, querría
explicaciones, disculpas... No importaba. Si era necesario se postraría a sus pies y suplicaría
perdón, y después lamería cada centímetro de su femenino y voluptuoso cuerpo hasta llegar a
sus sensuales labios.
Cerró los ojos enfadado consigo mismo por no ser capaz de templar sus emociones. No
podía dejarse llevar por la lujuria. Tenía que convencerla de algo mucho más importante que
hacer el amor en esos momentos.
Observó disgustado su pene erecto y cerró el grifo del
agua caliente, dejando que solo el agua fría golpeara su cuerpo, esperando de esa
manera calmarse.
Lo consiguió.
Se apresuró a lavarse antes de congelarse bajo la ducha y salió casi temblando del
pequeño cubículo. Se envolvió con una toalla alrededor de la cintura y se miró al espejo para
peinarse. Un gemido escapó de sus labios: parecía un ogro. Se había olvidado por completo de
afeitarse desde que desembarcó y una rasposa barba de dos días cubría sus mejillas. No
podía pensar siquiera en besarla con ese aspecto. Sin pensar en lo que hacía, salió del baño
en busca de la espuma y la navaja de afeitar que solucionarían el problema.
Se quedó petrificado en mitad de la habitación.
Nuria estaba tumbada en la cama, descalza, vestida únicamente con los pantalones
vaqueros y el sujetador. Se levantó lentamente, se acercó con pasos felinos hasta quedar a
pocos centímetros de él y le miró a los ojos, decidida.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Afeitarme —respondió Jared incapaz de pensar. Toda su sangre se encontraba
concentrada en su pene, dejando el cerebro sin riego ni raciocinio.
—No te hagas el tonto —le regañó ella.
Jared tosió para aclararse la garganta, y de paso obtener algo de tiempo para pensar a
qué se podía referir con la pregunta. Miró hacia abajo pensativo; su pene se alzaba audaz,
levantando la pequeña toalla e intentando escapar para tocar a la mujer que se mantenía
erguida frente a él. Parpadeó y miró al frente, intentando, con escaso éxito, disimular que no
pasaba nada en la zona media de su cuerpo.
—¿Cuál de los dos trabajos vas a aceptar? —cuestionó de nuevo ella ampliando su
pregunta.
—Depende de ti —afirmó él observando con atención la reacción de la mujer—. Te quiero.
—Soltó a bocajarro—. Deseo pasar el resto de mi vida junto a ti. Y nada va a impedirlo —
sentenció con absoluta seguridad.
Un gemido involuntario escapó de los labios entrecerrados de Nuria.
Jared tragó saliva con dificultad, tenía un enorme nudo en la garganta. Quizá se había
precipitado al decírselo. ¡Diablos! ¿Cómo podía haberse declarado con esas pintas? Ni
siquiera estaba vestido. ¿Qué pensaría Nuria de él? Sacudió la cabeza y apretó los labios. Lo
hecho hecho estaba. No iba a dar marcha atrás. Ni loco.
Nuria se merecía la verdad. Su futuro dependía de que él fuera firme y expresara con
claridad lo que quería. Y lo que estaba dispuesto a hacer para conseguirlo.
—He pensado mucho en las opciones que tengo —dijo mirándola fijamente a los ojos—. Si
acepto embarcarme, estaremos separados un tiempo, pero, cuando vuelva, habré conseguido
dinero suficiente para pagar la entrada de un piso modesto y, si me salen las cosas como
pienso, probablemente me propongan participar en más expediciones. Si es así, conseguiría
ahorrar más dinero para nosotros, pero, solo con pensar que estaré alejado de ti otra vez, la
sangre se me hiela en las venas y mi corazón se detiene. Por otro lado —comentó alzando las
manos y acariciándole las mejillas—, si acepto el trabajo en Madrid, ganaré mucho menos, nos
costará más esfuerzo y tiempo comprar un piso, pero estaré contigo. Podré verte, acariciarte,
besarte y permanecer a tu lado todos los días. Todos mis instintos me gritan que me quede
aquí... pero tú tienes la última palabra —sentenció—. Eso sí, decidas lo que decidas, volveré a
por ti —advirtió con mirada férrea.
—Quédate a mi lado —susurró Nuria pegándose a él, deslizando las manos sobre su
cuerpo hasta tocar la toalla y arrancársela de las caderas, a la vez que juntaba sus labios con
los de Jared en un beso apasionado.
Jared se olvidó de todo y se hundió en su ardiente boca. Su lengua recorrió los contornos
de sus labios, se adentró entre ellos, acarició los dientes, presionó el paladar y se enzarzó en
una lucha con la de Nuria, en la que no habría ganadores ni vencidos.
Entre besos, abrazos y caricias recorrieron los metros que les distanciaban de la cama,
tropezaron con ella y acabaron cayendo desmadejados sobre el colchón. Nuria se rio divertida,
pero Jared recuperó parte de su sentido común. Se arrodilló ante ella e hizo amago de
levantarse. Nuria se lo impidió aferrando con la mano la parte del cuerpo masculino que estaba
en total desacuerdo con la idea de dejarla sola en la cama.
Jared gimió al sentir sus dedos presionar el tallo de su pene, y su cabeza cayó sin fuerzas
hacia delante. Agarró las sábanas entre sus puños y luchó por recuperar la sensatez de nuevo.
—Debo... afeitarme —susurró sin ningún atisbo de voluntad.
—No digas tonterías —replicó ella deslizando las yemas de los dedos sobre la erección
para acabar deteniéndose sobre el glande y presionar la abertura por la que emergían cálidas
lágrimas de semen.
—Te rasparé con la barba —avisó con los ojos cerrados, ahíto de placer al sentir que ella
hundía la nariz en su cuello y le besaba la clavícula.
—No me importa —declaró Nuria envolviendo el pene erecto con ambas manos y
comenzando a masturbarle con rapidez.
Jared exhaló un áspero gruñido, le aferró las muñecas con sus fuertes dedos y empujó su
cuerpo contra el de Nuria, tumbándola de espaldas sobre el colchón y sujetándole las manos
por encima de la cabeza. Introdujo una de sus rodillas entre las piernas femeninas, abriéndolas,
y se colocó entre ellas. Deslizó las manos por los brazos de la joven hasta llegar a las tiras del
sujetador, las bajó lentamente y siguió su recorrido hasta llegar a las copas. Dejó resbalar los
dedos bajo el encaje, acariciando con los nudillos la sedosa piel de los senos, rozando los
pezones, obligándolos a erguirse más todavía ante su contacto.
—Cada noche de estos seis meses he soñado contigo. Tumbado en mi litera me dormía
arrullado por tu recuerdo —susurró sin dejar de acariciarla—. Cada vez que cerraba los ojos te
veía ante mí. Semidesnuda, como la última vez que nos vimos. Cada vez que respiraba sentía
tus manos sobre mí, y las mías sobre ti. Los sueños eran tan vívidos que dolían. Me
despertaba jadeante en mitad de la claridad absurda de las noches
del Ártico. Abría los ojos y tú no estabas —afirmó presionando su erección contra la zona
más sensible del cuerpo de la muchacha—. Sentía en cada trozo de mi piel tus caricias,
notaba tus dedos sobre mí, recorriendo mi cuerpo como aquella última vez. Y no podía hacer
nada. Nada. Me dolía hasta respirar de tanto como te deseaba. Y no podía tenerte. Ni siquiera
podía aliviarme yo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Nuria entre gemidos.
Entendía cómo se había sentido él, porque ella se había sentido igual, pero al contrario
que Jared, ella sí había encontrado un pobre consuelo con sus propias manos. Había
imaginado que él haría lo mismo.
—En mi camarote dormían otros cinco hombres —respondió Jared con voz ronca—. Y
todos tenían un oído muy fino —comentó frunciendo el ceño. En más de una ocasión sus
compañeros se habían burlado unos de otros por los ruidos nocturnos que se escuchaban en
el camarote—. No me hacía especial ilusión convertirme en el blanco de sus bromas —afirmó
con una sonrisa en los labios—. Por lo tanto solo podía soñar e imaginar cada una de las cosas
que te haría cuando por fin te tuviera a mi lado. ¿Quieres saber cuáles eran?
Nuria asintió con un jadeo, e intentó envolver las caderas del hombre con sus piernas, pero
este se apartó de ella apoyándose sobre los codos. La observó con una sonrisa ladina en los
labios y agachó la cabeza hasta posar los labios sobre sus voluptuosos pechos. Mordisqueó
los pezones por encima de la tela hasta que la escuchó gemir. Unió su pene erecto y dolorido a
la ingle cubierta por los vaqueros de la mujer y se balanceó contra ella. Nuria alzó las caderas,
pegándose más a él mientras hundía los delicados dedos entre su cabello alborotado y tiraba
de él hacia su pecho.
Jared ignoró los tirones que le instaban a dedicarse exclusivamente a los erguidos y
sonrojados pezones y bajó lentamente por el vientre de la mujer, deleitándose con su blancura
y lamiendo cada peca hasta llegar al tentador ombligo. Jugó con él, pintó su contorno con la
lengua y acabó hundiéndola en él.
Nuria volvió a jadear, y tiró del cabello que aún mantenía aferrado entre los dedos a la vez
que arqueaba la espalda e intentaba dirigir sus caricias hacia abajo, a su pubis.
Jared aceptó la sugerencia. Descendió con lentitud hasta la cinturilla de los pantalones y
desabrochó los botones con deliberada calma.
Nuria exhaló un gruñido frustrado que se convirtió en un gemido de pasión cuando él ancló
los dedos a los vaqueros y comenzó a quitárselos lentamente junto con el tanga. Separó las
nalgas de la cama para facilitarle la labor y él la recompensó con un volátil beso sobre el monte
de Venus, para a continuación seguir deshaciéndose de las molestas prendas con demasiada
tranquilidad para las acuciantes necesidades de la mujer.
—Jared, por favor, date prisa —susurró entre gemidos.
—Hace meses que sueño con tenerte así, bajo mi cuerpo, entre mis brazos. He imaginado
cada noche cómo sería besar tu piel, sentir tu sabor en mi paladar. No pienso darme prisa —
afirmó quitándole por fin los pantalones.
Se arrodilló entre sus muslos y la observó como si quisiera grabarse su imagen en la
mente. Y así era.
La respiración acelerada de la muchacha hacía subir y bajar sus pechos a un ritmo
trepidante, sus jadeos entrecortados mantenían sus labios abiertos, mientras que sus
preciosos párpados luchaban por no cerrarse ante el ataque a sus sentidos.
Jared bajó la cabeza hasta posar sus labios sobre el pubis sedoso, lo besó con ternura y
continuó descendiendo hasta llegar al sexo húmedo y dispuesto. Se frotó contra él con la
mejilla, suavemente, impregnando en su piel la esencia femenina a la vez que inhalaba con
avidez el aroma único y especial de la mujer a la que amaba más que a su vida. Dibujó con las
yemas los labios vaginales hasta encontrar el lugar donde el placer se colapsaba, separó con
los pulgares los pliegues que lo ocultaban y sopló.
Nuria exhaló un gemido agónico, a la vez que alzaba las caderas, instándole a que volviera
a hacerlo.
Él deslizó los labios sobre la piel sedosa hasta llegar al clítoris, lo besó con delicadeza y
comenzó a acariciarlo con la lengua en lentas pasadas, desde el borde hasta el perineo,
deteniéndose para presionar con insoportable levedad sobre la entrada de la vagina.
Nuria abrió más las piernas y arqueó la espalda a la vez que sus labios dejaban escapar
quejidos suplicantes que él ignoró. La lamió sin pausa, absorto por completo en su sabor, hasta
que la sintió temblar. En ese momento posó su boca sobre el clítoris anhelante y succionó con
fruición a la vez que introducía un dedo en el interior de la mujer.
Nuria gritó cuando el demoledor orgasmo fluyó poderoso por todo su cuerpo.
Jared libó de su vagina hasta quedar saciado, ahíto de placer.
Entonces y solo entonces, se colocó completamente sobre ella y penetró con su
impaciente pene el paraíso. Nuria le envolvió las caderas con las piernas a la vez que sus
manos se abrazaban a su nuca, obligándole a unirse por completo a ella.
Jared se abandonó a las sensaciones, entró en ella una y otra vez, veloz e impetuoso,
incapaz de medir la fuerza de sus embestidas. Gritó extasiado cuando el placer estalló
barriendo cada una de sus terminaciones nerviosas. Se derramó en la ardiente vagina y esta
en respuesta tembló y comprimió su pene con la fuerza de un nuevo orgasmo.
Apenas tuvo fuerzas para dejarse caer a un lado y liberarla de su peso. La abrazó con los
últimos retazos de lucidez mientras luchaba por no dejarse llevar por el cansancio acumulado.
Mas no lo consiguió. Su cuerpo, relajado y satisfecho tras tantos meses de agonía, se
abandonó al sueño.
Epílogo
Jared miró a su alrededor, confuso. Estaba de nuevo sobre la playa de hielo, pero no sentía el
frío devorando su cuerpo sino un violento calor que apenas le dejaba respirar. Caminó hasta la
orilla del iceberg y se tumbó en el borde. Las olas de agua salada lamieron sus piernas con
tórridas caricias.
Qué extraño, pensó desconcertado al sentir un tenue roce recorriendo sus muslos. Se
incorporó apoyándose en los codos y bajó la mirada para observar aturdido a un diminuto
pingüino de poco más de un par de centímetros de altura caminar tambaleante sobre su piel.
Carraspeó perplejo y la pequeña ave le picó. Fue un picotazo ligero, casi un mordisco.
—¿Qué...? —Abrió los ojos sobresaltado por el etéreo dolor mezclado con placer que
sintió en la ingle.
—Buenas tardes, Bello Durmiente —le saludó la voz de Nuria.
Bajó la mirada asombrado. Ella estaba entre sus piernas, con la cabeza apoyada en su
cadera y la melena castaña dispersa entre las sábanas y sus muslos.
Era la imagen más erótica que había visto en toda su vida.
—¿Qué haces? —preguntó, atontado todavía por el sueño.
—Intento despertarte —contestó ella volviendo a morderle con cuidado, esta vez en la
base del pene.
Jared jadeó completamente excitado. Su pene se alzaba grueso e imponente, suplicando
anhelante un poco de atención.
—¿Qué hora es? —preguntó desorientado mirando a su alrededor. Las cortinas de las
ventanas estaban corridas y solo la moderna lámpara de la mesilla iluminaba la habitación.
—Casi las nueve de la noche, hora de cenar —apuntó Nuria—, y estoy hambrienta —
advirtió un segundo antes de posar su boca sobre el hinchado glande y comenzar a devorarlo.
Jared dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos, rendido ante el
placer que ella le proporcionaba.
Nuria deslizó los labios sobre el erecto pene, dibujó con su lengua cada vena marcada en
él, raspó suavemente con los dientes la sensible piel del frenillo y por último jugó sobre la
abertura de la uretra para a continuación alejarse de ella y acariciarla con la mejilla.
El hombre tembló ante el sutil contacto, su polla se engrosó y creció contra la piel
femenina. Ella acunó la erección en la palma de sus manos, la envolvió con sus dedos y
comenzó a masturbarle.
Jared aferró con fuerza la sábana entre sus puños cerrados; su respiración se tornó
jadeante y errática cuando sintió la húmeda boca de su amada posarse sobre sus testículos,
lamerlos y albergarlos en su interior. Gimió cuando ella comenzó a deslizar los labios por el tallo
de su pene hasta llegar a la corona. Gritó cuando le rozó con los dientes el glande y a
continuación lo introdujo en la boca hasta tocar el paladar. Arqueó las caderas intentando
penetrar más profundamente, y ella lo aceptó succionándolo con fuerza, comprimiéndolo en el
interior de sus mejillas.
Nuria se perdió en su sabor salado, en el tacto suave de la piel de su falo. Lo acogió hasta
que el glande tocó su garganta y... tragó sobre él.
Jared gruñó de placer, todo su cuerpo se tensó a punto de explotar, y en ese momento
ella se apartó de él.
—¡Dios! —jadeó el joven, conmocionado por la súbita retirada.
Nuria se colocó a horcajadas sobre él, sin permitir que entrara en ella y sonrió con picardía.
—Cuéntame todos tus sueños, y yo los haré realidad —le sugirió seductora.
Jared fijó su mirada en ella, dejó que asomaran a sus ojos todos sus sueños y anhelos, y
pidió lo único que deseaba en el mundo.
—Cásate conmigo.
Nuria parpadeó atónita ante su declaración. Esperaba que le pidiera que cabalgara sobre
él, o alguna otra propuesta de índole sexual, pero jamás, ni en sus más secretas fantasías,
había imaginado que el mayor deseo de Jared fuera casarse con ella.
—Cásate conmigo —volvió a repetir él dejándole bien claro cuál era su deseo. En su rostro
se leía voluntad, esperanza y amor. Un amor único e infinito por ella.
—Deseo concedido —susurró Nuria deslizándose por el cuerpo de Jared hasta que su
pene quedo firmemente encajado en ella.
FIN
No hay nada más etéreo que la esperanza.
La esperanza nos otorga la capacidad de soñar, nos permite creer
que nuestras fantasías pueden llegar a realizarse,
y, cuando esto por fin sucede —si es que sucede—,
se esfuma dejándonos a solas con la cruda realidad.
Y es entonces cuando lo que más anhelamos se
convierte en verdad, cuando nos damos cuenta
de que, si queremos mantener el sueño vivo,
tenemos que agarrarlo con las dos manos y
no soltarlo nunca. Cueste lo que cueste.
Habían pasado tres horas desde el regreso de Jared.
Los seis amigos continuaban en el restaurante, sentados a una mesa ocupada por varias
tazas de café vacías y rodeados muy indiscretamente de la mayoría de los dueños de los
negocios del barrio, amén de algunas vecinas y vecinos que, por casualidades nada casuales
de la vida, habían decidido bajar al Soberano a tomar un café sazonado de buenas noticias.
Jared había sido interrogado hasta casi el agotamiento. Todas sus vivencias de los
últimos meses expuestas sobre el tapete y diseccionadas por las preguntas hábiles de Román,
las incisas de Dolores, las financieras de Sonia y las atrevidas e irónicas de Anny. Solo Nuria
había permanecido en silencio. Escuchando asombrada todo lo que él había experimentado,
las pruebas por las que había pasado, los cambios que se habían forjado en su carácter
antaño introvertido, taciturno e inseguro.
Ya no era el mismo, y a la vez sí lo era. No evitaba las conversaciones, ni se retraía ante
las preguntas. Manifestaba una
enorme seguridad en sí mismo y se mostraba orgulloso de todo lo que había hecho. Y de
la persona en que se había convertido. Por eso, Nuria se estaba dando cuenta de que, si antes
se había creído enamorada de él, lo que ahora sentía iba más allá del amor. Estaba cautivada,
embelesada y rendida a él. No deseaba otra cosa que compartir el resto de su vida con la
persona en que Jared se había convertido.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Sonia de repente, poniendo voz a los
pensamientos de todos los integrantes de la mesa (y de parte del restaurante, aunque
quisieran disimularlo).
—Buscar un hotel, ducharme y dormir un poco —contestó él divertido.
Lo cierto era que estaba agotado, pero no quería irse todavía. Alejarse de las personas
que tanto significaban en su vida, aunque fuera por unas pocas horas, se le antojaba más duro
que caminar sobre un glaciar en plena tormenta.
—No me refiero a eso, tonto —replicó la tintorera divertida—. ¿Qué vas a hacer con tu
vida ahora? ¿Tienes alguna perspectiva de trabajo?
—¿Necesitas ayuda con las alfombras? —preguntó Jared riéndose.
—¡Pero bueno! ¿Qué mosca le ha picado a este muchacho? ¿Te han dado lengua para
comer en el barco? Porque, si no, no me lo explico —respondió asombrada.
Todos asintieron, encantados con la nueva personalidad del muchacho. Todos menos
Román, que sabía perfectamente que no había cambiado tanto como pensaban los demás. Él
había tenido oportunidad de hablar ampliamente con el chico durante sus —eternos—
desayunos, y Jared, una vez hubo confiado en él, se había revelado un hombre extrovertido y
divertido, tal y como se mostraba ahora.
—Me han ofrecido un par de trabajos. Tengo que pensar detenidamente qué quiero hacer
exactamente y, cuando lo tenga claro, elegir —comentó Jared, serio de nuevo.
—¿Aquí en Madrid o fuera? —preguntó Dolores observándole con atención. El resto de
los comensales esperaron en silencio su respuesta.
—Bueno... —Jared apoyó los codos en la mesa, aferró su taza de café y centró su mirada
en el tibio y oscuro líquido. Cuando continuó hablando lo hizo en voz baja, ensimismado—.
Enrique Ramos, el investigador jefe de esta expedición, ha quedado muy contento con mi
trabajo. Me ha recomendado a algunos de sus colegas, y uno de ellos me ha ofrecido un
puesto de ayudante de cocina y chico para todo en la Campaña Oceanográfica Malaspina. —
Todos escucharon claramente el jadeo de Nuria. Jared no levantó la mirada de la taza y
continuó hablando—. Partiría a mediados de diciembre desde Cádiz, en el buque Hespérides, y
estaría fuera siete u ocho meses. Bajaríamos por el Atlántico a Ciudad del Cabo, Sidney y
Nueva Zelanda y desde allí atravesaríamos el Pacífico hasta Hawái, para luego cruzar el
Canal de Panamá, hacer escala en Cartagena de Indias y regresar a casa. Mi trabajo
consistiría, en principio, en ayudar en la cocina y en la cubierta en caso de ser necesario. Más o
menos lo que he hecho hasta ahora, pero a mayor escala y con un clima más agradable —
bromeó.
—¿Y el otro trabajo? —preguntó Nuria con voz ahogada. Jared levantó la cabeza y fijó su
mirada en ella—. Has dicho que te habían ofrecido otro trabajo. ¿Dónde? —Carraspeó para
aclararse la garganta, intentando de esta manera dar un poco de fuerza a su voz, pero sin
conseguirlo—. ¿Dónde trabajarías, también en un barco?
—No. La otra propuesta es aquí, en el Instituto Oceanográfico de Madrid, de pinche en la
cocina de la cafetería.
—Hum, no creo que sea fácil entrar ahí —comentó Sonia mordiéndose los labios. Que ella
supiera, en las instituciones públicas el proceso de selección era, cuanto menos, complicado.
—Enrique Ramos trabaja allí cuando no está en el mar. Ha sido él quien me ha ofrecido el
puesto —explicó Jared—. Dice que, si los altos cargos políticos pueden meter a dedo a los
inútiles de sus consejeros, él puede hacer lo mismo con quien le parezca —comentó risueño al
acordarse de la última conversación con su jefe—. De hecho está empeñado en que acepte
su oferta y me ha asegurado que no tardaré mucho en dejar la cocina y entrar a formar
parte de su servicio exclusivo. —Acarició el borde de la taza con las yemas de los dedos,
pensativo—. Creo que quiere tenerme cerca para poder llevarme a dar un paseo cuando le
apetezca y hablarme de sus teorías. —Se encogió de hombros divertido—. Está firmemente
convencido de que soy una especie de inspiración que le aclara la mente.
—¿Y de sueldo qué tal? —preguntó Sonia, que era comerciante hasta la médula.
—Bueno, en el Hespérides el sueldo sería mucho mayor que en Madrid. Pero es lógico, al
fin y al cabo, estaría lejos de España más de medio año, y eso se paga. Además, tampoco
tendría gastos de alojamiento ni comida.
—Bueno —dijo Dolores interrumpiendo la conversación al ver la cara pálida de su nieta—,
no sé vosotros, pero yo tengo un negocio que atender, y hace ya unos minutos que la tienda
debería estar abierta.
Como si de una orden se tratara, se levantaron todos a una, dispuestos a dar comienzo al
tramo final de su jornada.
Jared abrió su enorme macuto, sacó una cartera tan brillante que a ninguno les cupo la
menor duda de que era recién comprada y se acercó a la barra a pagar.
Ninguna de las personas que estaban en el restaurante habían visto, ni volverían a ver
jamás, a alguien abonar una cuenta con tanto orgullo y satisfacción reflejados en sus rasgos ni
con una sonrisa tan sincera y digna.
—Bueno, bueno, muchacho, vamos a la peluquería y te invito a un café —instó Román
dándole una palmada en la espalda.
—¿Otro? Me va a dar un telele como tome más cafeína —bromeó—. No, gracias. Voy a
ver si encuentro un hotel, dejo la mochila, me pego una buena ducha y duermo un rato. Estoy
que me caigo —manifestó Jared rechazando la invitación. Las profundas ojeras que lucía su
rostro eran el mudo testigo de que no mentía—. Mañana me paso a desayunar contigo y con
Scooby —propuso guiñándole un ojo. Román asintió satisfecho.
A la mañana siguiente le pondría al día con todas las novedades del barrio.
—Te acompaño —se ofreció Nuria interrumpiendo la conversación entre los dos hombres
—. Abuela, no me esperes despierta —susurró al oído de Dolores. La abuela abrió mucho los
ojos y la boca para oponerse, pero, al ver la mirada decidida de su nieta, optó por callarse. Al fin
y al cabo Nuria ya era mayorcita y sabía lo que quería. Y mucho se temía que estaba a punto
de tirarse al río de cabeza para conseguirlo.
Jared asintió en silencio al observar el intercambio de miradas entre nieta y abuela.
Deseaba con toda su alma estar con Nuria a solas, y Dolores parecía haber dado su
consentimiento. Cogió su petate, asió la mano de la muchacha y se despidió de sus amigos
con un gesto de cabeza. Una vez en la calle, llamó al primer taxi que pasó por su lado y le
indicó que le llevara al hotel más cercano.
—Tengo la firme intención de alquilar un piso durante el tiempo que esté en Madrid, pero
sinceramente hoy no me siento con fuerzas para ponerme a buscar —explicó.
Nuria asintió en silencio sin atreverse a mirarlo. El corazón le había dado un vuelco al
escuchar la última frase. Implicaba que no pensaba pasar mucho tiempo en la capital, con ella.
Que se marcharía de nuevo. Sintió ganas de llorar y, también de matarle.
Lenta, muy lentamente. Y con alevosía.
El trayecto al hotel fue muy corto y silencioso.
Jared había recuperado de golpe la timidez que lo caracterizaba cuando estaba con
Nuria, y ella estaba demasiado enfadada y disgustada como para hablar y actuar con
coherencia. Por tanto, ante los posibles daños físicos que podría infligirle si no conseguía
tranquilizarse, había optado por respirar profundamente, pensar las cosas con calma, y
mantener las manos fuertemente apretadas sobre el bolso. Solo por si todo lo anterior no
funcionaba.
—Bueno... —comenzó a hablar Jared sin saber bien qué
decir. Acababan de entrar en la habitación del hotel, estaban solos, con una enorme y
cómoda cama frente a ellos. Y su cuerpo estaba reaccionando como el de un hombre alejado
del amor de su vida durante demasiado tiempo—. Voy a... —Inspiró con fuerza. No sabía qué
intenciones tenía Nuria al acompañarlo, pero sí sabía las intenciones que tenía su cuerpo, y
no eran nada decentes—. Voy a darme una ducha, apesto. Llevo dos días de viaje con la
misma ropa, y me estoy dando asco a mí mismo —comentó agachándose para abrir el petate,
sacar una muda limpia y, de paso, disimular la erección que se marcaba descarada en sus
pantalones—. Ahora salgo, ponte cómoda —dijo ocultándose la ingle tras las prendas limpias.
Luego abrió mucho los ojos al darse cuenta de cómo había sonado la última frase—. No me
malinterpretes —avisó colorado como un tomate. Su cerebro le estaba jugando malas
pasadas.
—Tranquilo, no te malinterpretaré —replicó ella burlona.
Una vez bajo el chorro de agua caliente, Jared intentó ordenar sus caóticos
pensamientos. Sabía lo que quería, pero no sabía qué pasos dar para conseguirlo.
Quería a Nuria en su vida. Para siempre. Y el recibimiento que ella le había dado le hacía
pensar que el sentimiento era recíproco. Ahora estaba en la habitación, esperándole. ¿Qué
tendría en mente? ¿Hablar? ¿Discutir? ¿Amarle?
Los pensamientos de Jared volaban una y otra vez en esa dirección: Nuria desnuda en la
cama, haciendo el amor con él, besándole, acariciándole, dejándose acariciar y besar... Pero no,
no era posible; negaba una y otra vez con la cabeza, lanzando las gotas de agua que
impregnaban su cabello contra los blancos azulejos. Nuria estaría enfadada, querría
explicaciones, disculpas... No importaba. Si era necesario se postraría a sus pies y suplicaría
perdón, y después lamería cada centímetro de su femenino y voluptuoso cuerpo hasta llegar a
sus sensuales labios.
Cerró los ojos enfadado consigo mismo por no ser capaz de templar sus emociones. No
podía dejarse llevar por la lujuria. Tenía que convencerla de algo mucho más importante que
hacer el amor en esos momentos.
Observó disgustado su pene erecto y cerró el grifo del
agua caliente, dejando que solo el agua fría golpeara su cuerpo, esperando de esa
manera calmarse.
Lo consiguió.
Se apresuró a lavarse antes de congelarse bajo la ducha y salió casi temblando del
pequeño cubículo. Se envolvió con una toalla alrededor de la cintura y se miró al espejo para
peinarse. Un gemido escapó de sus labios: parecía un ogro. Se había olvidado por completo de
afeitarse desde que desembarcó y una rasposa barba de dos días cubría sus mejillas. No
podía pensar siquiera en besarla con ese aspecto. Sin pensar en lo que hacía, salió del baño
en busca de la espuma y la navaja de afeitar que solucionarían el problema.
Se quedó petrificado en mitad de la habitación.
Nuria estaba tumbada en la cama, descalza, vestida únicamente con los pantalones
vaqueros y el sujetador. Se levantó lentamente, se acercó con pasos felinos hasta quedar a
pocos centímetros de él y le miró a los ojos, decidida.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Afeitarme —respondió Jared incapaz de pensar. Toda su sangre se encontraba
concentrada en su pene, dejando el cerebro sin riego ni raciocinio.
—No te hagas el tonto —le regañó ella.
Jared tosió para aclararse la garganta, y de paso obtener algo de tiempo para pensar a
qué se podía referir con la pregunta. Miró hacia abajo pensativo; su pene se alzaba audaz,
levantando la pequeña toalla e intentando escapar para tocar a la mujer que se mantenía
erguida frente a él. Parpadeó y miró al frente, intentando, con escaso éxito, disimular que no
pasaba nada en la zona media de su cuerpo.
—¿Cuál de los dos trabajos vas a aceptar? —cuestionó de nuevo ella ampliando su
pregunta.
—Depende de ti —afirmó él observando con atención la reacción de la mujer—. Te quiero.
—Soltó a bocajarro—. Deseo pasar el resto de mi vida junto a ti. Y nada va a impedirlo —
sentenció con absoluta seguridad.
Un gemido involuntario escapó de los labios entrecerrados de Nuria.
Jared tragó saliva con dificultad, tenía un enorme nudo en la garganta. Quizá se había
precipitado al decírselo. ¡Diablos! ¿Cómo podía haberse declarado con esas pintas? Ni
siquiera estaba vestido. ¿Qué pensaría Nuria de él? Sacudió la cabeza y apretó los labios. Lo
hecho hecho estaba. No iba a dar marcha atrás. Ni loco.
Nuria se merecía la verdad. Su futuro dependía de que él fuera firme y expresara con
claridad lo que quería. Y lo que estaba dispuesto a hacer para conseguirlo.
—He pensado mucho en las opciones que tengo —dijo mirándola fijamente a los ojos—. Si
acepto embarcarme, estaremos separados un tiempo, pero, cuando vuelva, habré conseguido
dinero suficiente para pagar la entrada de un piso modesto y, si me salen las cosas como
pienso, probablemente me propongan participar en más expediciones. Si es así, conseguiría
ahorrar más dinero para nosotros, pero, solo con pensar que estaré alejado de ti otra vez, la
sangre se me hiela en las venas y mi corazón se detiene. Por otro lado —comentó alzando las
manos y acariciándole las mejillas—, si acepto el trabajo en Madrid, ganaré mucho menos, nos
costará más esfuerzo y tiempo comprar un piso, pero estaré contigo. Podré verte, acariciarte,
besarte y permanecer a tu lado todos los días. Todos mis instintos me gritan que me quede
aquí... pero tú tienes la última palabra —sentenció—. Eso sí, decidas lo que decidas, volveré a
por ti —advirtió con mirada férrea.
—Quédate a mi lado —susurró Nuria pegándose a él, deslizando las manos sobre su
cuerpo hasta tocar la toalla y arrancársela de las caderas, a la vez que juntaba sus labios con
los de Jared en un beso apasionado.
Jared se olvidó de todo y se hundió en su ardiente boca. Su lengua recorrió los contornos
de sus labios, se adentró entre ellos, acarició los dientes, presionó el paladar y se enzarzó en
una lucha con la de Nuria, en la que no habría ganadores ni vencidos.
Entre besos, abrazos y caricias recorrieron los metros que les distanciaban de la cama,
tropezaron con ella y acabaron cayendo desmadejados sobre el colchón. Nuria se rio divertida,
pero Jared recuperó parte de su sentido común. Se arrodilló ante ella e hizo amago de
levantarse. Nuria se lo impidió aferrando con la mano la parte del cuerpo masculino que estaba
en total desacuerdo con la idea de dejarla sola en la cama.
Jared gimió al sentir sus dedos presionar el tallo de su pene, y su cabeza cayó sin fuerzas
hacia delante. Agarró las sábanas entre sus puños y luchó por recuperar la sensatez de nuevo.
—Debo... afeitarme —susurró sin ningún atisbo de voluntad.
—No digas tonterías —replicó ella deslizando las yemas de los dedos sobre la erección
para acabar deteniéndose sobre el glande y presionar la abertura por la que emergían cálidas
lágrimas de semen.
—Te rasparé con la barba —avisó con los ojos cerrados, ahíto de placer al sentir que ella
hundía la nariz en su cuello y le besaba la clavícula.
—No me importa —declaró Nuria envolviendo el pene erecto con ambas manos y
comenzando a masturbarle con rapidez.
Jared exhaló un áspero gruñido, le aferró las muñecas con sus fuertes dedos y empujó su
cuerpo contra el de Nuria, tumbándola de espaldas sobre el colchón y sujetándole las manos
por encima de la cabeza. Introdujo una de sus rodillas entre las piernas femeninas, abriéndolas,
y se colocó entre ellas. Deslizó las manos por los brazos de la joven hasta llegar a las tiras del
sujetador, las bajó lentamente y siguió su recorrido hasta llegar a las copas. Dejó resbalar los
dedos bajo el encaje, acariciando con los nudillos la sedosa piel de los senos, rozando los
pezones, obligándolos a erguirse más todavía ante su contacto.
—Cada noche de estos seis meses he soñado contigo. Tumbado en mi litera me dormía
arrullado por tu recuerdo —susurró sin dejar de acariciarla—. Cada vez que cerraba los ojos te
veía ante mí. Semidesnuda, como la última vez que nos vimos. Cada vez que respiraba sentía
tus manos sobre mí, y las mías sobre ti. Los sueños eran tan vívidos que dolían. Me
despertaba jadeante en mitad de la claridad absurda de las noches
del Ártico. Abría los ojos y tú no estabas —afirmó presionando su erección contra la zona
más sensible del cuerpo de la muchacha—. Sentía en cada trozo de mi piel tus caricias,
notaba tus dedos sobre mí, recorriendo mi cuerpo como aquella última vez. Y no podía hacer
nada. Nada. Me dolía hasta respirar de tanto como te deseaba. Y no podía tenerte. Ni siquiera
podía aliviarme yo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Nuria entre gemidos.
Entendía cómo se había sentido él, porque ella se había sentido igual, pero al contrario
que Jared, ella sí había encontrado un pobre consuelo con sus propias manos. Había
imaginado que él haría lo mismo.
—En mi camarote dormían otros cinco hombres —respondió Jared con voz ronca—. Y
todos tenían un oído muy fino —comentó frunciendo el ceño. En más de una ocasión sus
compañeros se habían burlado unos de otros por los ruidos nocturnos que se escuchaban en
el camarote—. No me hacía especial ilusión convertirme en el blanco de sus bromas —afirmó
con una sonrisa en los labios—. Por lo tanto solo podía soñar e imaginar cada una de las cosas
que te haría cuando por fin te tuviera a mi lado. ¿Quieres saber cuáles eran?
Nuria asintió con un jadeo, e intentó envolver las caderas del hombre con sus piernas, pero
este se apartó de ella apoyándose sobre los codos. La observó con una sonrisa ladina en los
labios y agachó la cabeza hasta posar los labios sobre sus voluptuosos pechos. Mordisqueó
los pezones por encima de la tela hasta que la escuchó gemir. Unió su pene erecto y dolorido a
la ingle cubierta por los vaqueros de la mujer y se balanceó contra ella. Nuria alzó las caderas,
pegándose más a él mientras hundía los delicados dedos entre su cabello alborotado y tiraba
de él hacia su pecho.
Jared ignoró los tirones que le instaban a dedicarse exclusivamente a los erguidos y
sonrojados pezones y bajó lentamente por el vientre de la mujer, deleitándose con su blancura
y lamiendo cada peca hasta llegar al tentador ombligo. Jugó con él, pintó su contorno con la
lengua y acabó hundiéndola en él.
Nuria volvió a jadear, y tiró del cabello que aún mantenía aferrado entre los dedos a la vez
que arqueaba la espalda e intentaba dirigir sus caricias hacia abajo, a su pubis.
Jared aceptó la sugerencia. Descendió con lentitud hasta la cinturilla de los pantalones y
desabrochó los botones con deliberada calma.
Nuria exhaló un gruñido frustrado que se convirtió en un gemido de pasión cuando él ancló
los dedos a los vaqueros y comenzó a quitárselos lentamente junto con el tanga. Separó las
nalgas de la cama para facilitarle la labor y él la recompensó con un volátil beso sobre el monte
de Venus, para a continuación seguir deshaciéndose de las molestas prendas con demasiada
tranquilidad para las acuciantes necesidades de la mujer.
—Jared, por favor, date prisa —susurró entre gemidos.
—Hace meses que sueño con tenerte así, bajo mi cuerpo, entre mis brazos. He imaginado
cada noche cómo sería besar tu piel, sentir tu sabor en mi paladar. No pienso darme prisa —
afirmó quitándole por fin los pantalones.
Se arrodilló entre sus muslos y la observó como si quisiera grabarse su imagen en la
mente. Y así era.
La respiración acelerada de la muchacha hacía subir y bajar sus pechos a un ritmo
trepidante, sus jadeos entrecortados mantenían sus labios abiertos, mientras que sus
preciosos párpados luchaban por no cerrarse ante el ataque a sus sentidos.
Jared bajó la cabeza hasta posar sus labios sobre el pubis sedoso, lo besó con ternura y
continuó descendiendo hasta llegar al sexo húmedo y dispuesto. Se frotó contra él con la
mejilla, suavemente, impregnando en su piel la esencia femenina a la vez que inhalaba con
avidez el aroma único y especial de la mujer a la que amaba más que a su vida. Dibujó con las
yemas los labios vaginales hasta encontrar el lugar donde el placer se colapsaba, separó con
los pulgares los pliegues que lo ocultaban y sopló.
Nuria exhaló un gemido agónico, a la vez que alzaba las caderas, instándole a que volviera
a hacerlo.
Él deslizó los labios sobre la piel sedosa hasta llegar al clítoris, lo besó con delicadeza y
comenzó a acariciarlo con la lengua en lentas pasadas, desde el borde hasta el perineo,
deteniéndose para presionar con insoportable levedad sobre la entrada de la vagina.
Nuria abrió más las piernas y arqueó la espalda a la vez que sus labios dejaban escapar
quejidos suplicantes que él ignoró. La lamió sin pausa, absorto por completo en su sabor, hasta
que la sintió temblar. En ese momento posó su boca sobre el clítoris anhelante y succionó con
fruición a la vez que introducía un dedo en el interior de la mujer.
Nuria gritó cuando el demoledor orgasmo fluyó poderoso por todo su cuerpo.
Jared libó de su vagina hasta quedar saciado, ahíto de placer.
Entonces y solo entonces, se colocó completamente sobre ella y penetró con su
impaciente pene el paraíso. Nuria le envolvió las caderas con las piernas a la vez que sus
manos se abrazaban a su nuca, obligándole a unirse por completo a ella.
Jared se abandonó a las sensaciones, entró en ella una y otra vez, veloz e impetuoso,
incapaz de medir la fuerza de sus embestidas. Gritó extasiado cuando el placer estalló
barriendo cada una de sus terminaciones nerviosas. Se derramó en la ardiente vagina y esta
en respuesta tembló y comprimió su pene con la fuerza de un nuevo orgasmo.
Apenas tuvo fuerzas para dejarse caer a un lado y liberarla de su peso. La abrazó con los
últimos retazos de lucidez mientras luchaba por no dejarse llevar por el cansancio acumulado.
Mas no lo consiguió. Su cuerpo, relajado y satisfecho tras tantos meses de agonía, se
abandonó al sueño.
Epílogo
Jared miró a su alrededor, confuso. Estaba de nuevo sobre la playa de hielo, pero no sentía el
frío devorando su cuerpo sino un violento calor que apenas le dejaba respirar. Caminó hasta la
orilla del iceberg y se tumbó en el borde. Las olas de agua salada lamieron sus piernas con
tórridas caricias.
Qué extraño, pensó desconcertado al sentir un tenue roce recorriendo sus muslos. Se
incorporó apoyándose en los codos y bajó la mirada para observar aturdido a un diminuto
pingüino de poco más de un par de centímetros de altura caminar tambaleante sobre su piel.
Carraspeó perplejo y la pequeña ave le picó. Fue un picotazo ligero, casi un mordisco.
—¿Qué...? —Abrió los ojos sobresaltado por el etéreo dolor mezclado con placer que
sintió en la ingle.
—Buenas tardes, Bello Durmiente —le saludó la voz de Nuria.
Bajó la mirada asombrado. Ella estaba entre sus piernas, con la cabeza apoyada en su
cadera y la melena castaña dispersa entre las sábanas y sus muslos.
Era la imagen más erótica que había visto en toda su vida.
—¿Qué haces? —preguntó, atontado todavía por el sueño.
—Intento despertarte —contestó ella volviendo a morderle con cuidado, esta vez en la
base del pene.
Jared jadeó completamente excitado. Su pene se alzaba grueso e imponente, suplicando
anhelante un poco de atención.
—¿Qué hora es? —preguntó desorientado mirando a su alrededor. Las cortinas de las
ventanas estaban corridas y solo la moderna lámpara de la mesilla iluminaba la habitación.
—Casi las nueve de la noche, hora de cenar —apuntó Nuria—, y estoy hambrienta —
advirtió un segundo antes de posar su boca sobre el hinchado glande y comenzar a devorarlo.
Jared dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos, rendido ante el
placer que ella le proporcionaba.
Nuria deslizó los labios sobre el erecto pene, dibujó con su lengua cada vena marcada en
él, raspó suavemente con los dientes la sensible piel del frenillo y por último jugó sobre la
abertura de la uretra para a continuación alejarse de ella y acariciarla con la mejilla.
El hombre tembló ante el sutil contacto, su polla se engrosó y creció contra la piel
femenina. Ella acunó la erección en la palma de sus manos, la envolvió con sus dedos y
comenzó a masturbarle.
Jared aferró con fuerza la sábana entre sus puños cerrados; su respiración se tornó
jadeante y errática cuando sintió la húmeda boca de su amada posarse sobre sus testículos,
lamerlos y albergarlos en su interior. Gimió cuando ella comenzó a deslizar los labios por el tallo
de su pene hasta llegar a la corona. Gritó cuando le rozó con los dientes el glande y a
continuación lo introdujo en la boca hasta tocar el paladar. Arqueó las caderas intentando
penetrar más profundamente, y ella lo aceptó succionándolo con fuerza, comprimiéndolo en el
interior de sus mejillas.
Nuria se perdió en su sabor salado, en el tacto suave de la piel de su falo. Lo acogió hasta
que el glande tocó su garganta y... tragó sobre él.
Jared gruñó de placer, todo su cuerpo se tensó a punto de explotar, y en ese momento
ella se apartó de él.
—¡Dios! —jadeó el joven, conmocionado por la súbita retirada.
Nuria se colocó a horcajadas sobre él, sin permitir que entrara en ella y sonrió con picardía.
—Cuéntame todos tus sueños, y yo los haré realidad —le sugirió seductora.
Jared fijó su mirada en ella, dejó que asomaran a sus ojos todos sus sueños y anhelos, y
pidió lo único que deseaba en el mundo.
—Cásate conmigo.
Nuria parpadeó atónita ante su declaración. Esperaba que le pidiera que cabalgara sobre
él, o alguna otra propuesta de índole sexual, pero jamás, ni en sus más secretas fantasías,
había imaginado que el mayor deseo de Jared fuera casarse con ella.
—Cásate conmigo —volvió a repetir él dejándole bien claro cuál era su deseo. En su rostro
se leía voluntad, esperanza y amor. Un amor único e infinito por ella.
—Deseo concedido —susurró Nuria deslizándose por el cuerpo de Jared hasta que su
pene quedo firmemente encajado en ella.
FIN
smile-is-free
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