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Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 16
A veces es necesario chocar con los obstáculos que encontramos en el camino en lugar de intentar esquivarlos. Con el amor sucede lo mismo.
Del capítulo titulado:
«La filosofía del romance»
Del capítulo titulado:
«La filosofía del romance»
Tengo entendido que Robert se marchó muy temprano.
Rebecca alzó la vista de pronto, sin saber cómo interpretar el comentario de Loretta Newman, si es que había que interpretarlo de algún modo. Puede que la mujer solo quisiera charlar.
—No me diga. —Rebecca cogió un trozo de tostada y le dio un mordisquito.
—Al amanecer. Hace un día horrible para viajar, ¿verdad?
La señora Newman echó un vistazo a las manchas de humedad que había en la ventana. Era una mañana melancólica y gris, pero al menos coincidía con el final y no con el principio de la reunión. Cuando Rebecca se levantó y bajó a desayunar al enorme comedor, descubrió que Robert había sido fiel a su palabra, y se había marchado a Londres horas antes, pese a la llovizna que no cesaba de manar de un cielo brumoso.
—Al menos hemos disfrutado de mucho sol durante nuestra estancia.
Fue una observación banal. Rebecca confiaba en que la bonita viuda intentara entablar conversación sin más, pero el tema que había escogido la puso en guardia. Ellas eran las dos últimas invitadas que habían acudido a la colación matutina, y se sentaron con una relativa privacidad en un extremo de la mesa. Rebecca estaba casi segura de haber dormido apenas una hora, dudando si aquel beso turbador era algo que debía celebrar, o si tan solo estaba destinado a ser un recuerdo agridulce.
Loretta se acercó la mermelada.
—Bien, sí, el clima ha sido generoso. La compañía deliciosa, también. La duquesa ha realizado una labor admirable para ser alguien tan joven y nuevo en su posición. Al fin y al cabo se ha casado con un miembro de una familia muy ilustre. Estoy segura de que usted estará de acuerdo, ya que también aspira a formar parte de ella a través del matrimonio.
Rebecca, que esperaba cualquier cosa menos ese comentario tan franco, se comió una cucharada de huevos revueltos para disimular que se había quedado sin habla. Luego se dio unos toquecitos en los labios con la servilleta y murmuró:
—Lord Damien sería un buen marido.
—No. —La señora Newman meneó la cabeza y sonrió con malicia. —Sería un buen marido, en opinión de sus padres. Seamos francas. A usted quien la atrae es Robert.
Así que ya había una lista de personas que se habían dado cuenta de su interés por el menor de los Jonas. Su padre. Damien. Ahora la señora Newman. ¿Cuántos más? ________ no había dicho nada, pero la verdad es que estaba ocupada seduciendo a su duque.
—Estoy convencida de que usted lo comprenderá —repuso con tanta ecuanimidad como pudo, pese a estar ruborizada, —puesto que también le atrae.
—Veo que ahora hablamos de mujer a mujer.
—Eso parece.
Hubo una pausa mientras Loretta bebía un sorbo de té. Luego lo dejó a un lado con total parsimonia.
—No es usted tan simple como pensé en un principio, y ya que estamos siendo tan sinceras, le deseo suerte. Es verdad que en cuanto llegamos me di cuenta de que lord Robert podía ser un delicioso... pasatiempo, pero empecé a notar que sus intereses estaban en otra parte. Si desea saber mi opinión, por la forma cómo actúa yo creo que existe la esperanza de que usted triunfe y le conduzca al altar. Ahora, si me disculpa, creo que mi carruaje ya está preparado para mi partida.
Rebecca, bastante estupefacta, la vio marchar.
Necesitaba hablar con Damien. Se levantó a toda prisa y salió del comedor sin terminar de desayunar.
Lord Damien, según le dijo el protocolario mayordomo, estaba con el duque en su estudio.
El corazón se le cayó a los pies. Llamar a la puerta del estudio del duque de Rolthven y pedir hablar con su hermano sin más era inconcebible. Rebecca estaba segura de que ni siquiera ________ interrumpía a su marido cuando este se aislaba para trabajar. En cualquier caso, también era muy posible que Robert no hubiera dicho nada del beso. Puede que solo manifestara su disgusto por la heterodoxa treta de Damien para emparejarles, y nada más.
Así, ¿qué hacía ahora?
«... usted no es como...»
No, no lo era. Ella no se parecía en nada a las bellezas experimentadas que solía perseguir el notorio Robert Jonas. Pero él se sentía atraído hacia ella en cualquier caso. Lo suficiente para haberla besado de un modo que hubiera colmado las fantasías de cualquier jovencita. Rebecca recordaría hasta el momento de su muerte la caricia de esos labios cariñosos y tiernos en su boca. No había sido algo feroz ni pasional, ni algo arrebatador pensado para perturbarla, había sido perfecto. Y a menos de que ella fuera una tonta enamorada, y no estaba segura de no encajar en tal descripción, pensaba que para él también había sido algo distinto. Había cierta reverencia en el roce liviano de la mano de Robert en su cintura, y habría jurado que la emoción de su rostro también era genuina.
En resumen, pensaba que tal vez él estaba tan confundido como ella, y para un experimentado libertino, eso era decir mucho.
Rebecca irguió los hombros.
—¿Podría ver a la duquesa?
El majestuoso mayordomo de los Rolthven inclinó su cabeza cana.
—Me parece que está en el vestíbulo, despidiéndose de un invitado, milady.
Allí estaba, en efecto, descubrió Rebecca minutos después con el eco del tictac del reloj resonando en su alma. Cuando lord Emerson hizo una reverencia y abandonó la estancia, ella esperó a que el lacayo cerrara la puerta tras la salida del caballero, antes de decir con la misma premura que utilizaba cuando eran niñas:
—Bri, necesito un favor.
________ captó la urgencia del tono.
—Claro —contestó sin más, —lo que quieras. ¿Qué es?
Eso era jugársela de verdad, pero Rebecca ya se había olvidado de la prudencia.
—¿Te importaría hacerme el favor de entrar en el estudio e interrumpir al duque y a Damien? Yo no me atrevo a llamar a la puerta y pedírselo, pero la verdad es que necesito hablar con él.
Su amiga abrió la boca, sorprendida.
—Por supuesto que lo haré si es lo que quieres. ¿Con cuál de los dos necesitas hablar?
Rebecca reprimió una risita.
—Perdona, ya sé que digo tonterías, pero mis padres están a punto de bajar y nos iremos enseguida y, bueno, necesito ver a lord Damien un momento, si es posible.
________ vaciló un segundo, con la intención evidente de preguntar por qué, pero demostró ser una gran amiga y se limitó a asentir.
—Hay una salita que estará desierta a estas horas. La abuela de Nicholas solo la utiliza para contestar la correspondencia. ¿Te parece bien?
—Perfecto. Gracias.
Decir que estaba agradecida no bastaba para describir los sentimientos de Rebecca, porque en realidad nunca en su vida había estado tan nerviosa.
Tras toda esa introspección nocturna había llegado a unas conclusiones muy alarmantes.
La más firme de todas era que ella solo deseaba casarse por amor.
Y la segunda era que si ese beso de Robert iba a ser un incidente aislado en su vida, se sentiría desamparada para siempre.
Rebecca entró detrás del sirviente a quien ________ había ordenado que la guiara, y se vio en un espacio reducido y encantador, con una elegante mesa de escritorio bruñida, pegada a una ventana. El amarillo claro de las paredes contrastaba con la deprimente vista de los restos de lluvia en el vidrio exterior y los jardines encharcados. Se acercó hasta allí y miró afuera, preguntándose qué iba a pedir.
Cuando Damien entró pasados unos minutos, ella seguía allí, contemplando los setos y los arbustos repletos de rosas empapados.
—¿Se da cuenta de que si su madre se entera de que desea verme en privado antes de irse, empezará a planear nuestra boda? —En su pregunta había un deje de fina ironía.
Rebecca se dio la vuelta, con una sonrisa melancólica.
—De hecho estaba aquí preguntándome qué diantre quería decirle.
El entró en la salita, con esa media sonrisa que le favorecía tanto.
—Ah, en eso radica la maravilla de tratar con un experto en espionaje. Nosotros sabemos lo que piensan las personas antes que ellas.
Rebecca arqueó las cejas.
—¿Usted es un experto en espionaje? Creí que era una especie de consejero táctico o algo así.
—Yo tengo muchas facetas. —Le señaló una butaca. —Ahora, tome asiento y hablemos de qué hacer con el tozudo de mi hermano.
Decir que estaba agradecida no bastaba para describir los sentimientos de Rebecca, porque en realidad nunca en su vida había estado tan nerviosa.
Tras toda esa introspección nocturna había llegado a unas conclusiones muy alarmantes.
La más firme de todas era que ella solo deseaba casarse por amor.
Y la segunda era que si ese beso de Robert iba a ser un incidente aislado en su vida, se sentiría desamparada para siempre.
Ella se sentó, de todas formas tenía las piernas entumecidas. Damien se acomodó en un sofá tapizado con mariposas. Su flagrante masculinidad contrastaba con la feminidad de la decoración, y alzó una ceja con un gesto que ella ya conocía.
—Veamos —dijo con calma, —deduzco que las cosas fueron bastante bien anoche, visto el malhumor que Robert mostró después.
—¿Podría definir bien? —Rebecca se recogió la falda. —Él no está interesado en el matrimonio. Eso lo dejó muy claro.
—Mi querida señorita Marston, detesto decirle que hay muy pocos hombres que se levanten una mañana y decidan que lo que más desean en la vida es estar atados a una mujer para siempre. Diría incluso que los hombres como Robert, que no necesita un heredero, que ya posee una fortuna y a quien la mayoría de las mujeres consideran irresistible, son particularmente inmunes. En este momento de su vida, él hace lo que le place y cree que es feliz.
Ella sabía que todo eso era verdad, y en esencia, era lo que Robert le había expresado sin rodeos.
—¿Él es feliz? —preguntó, intentando ocultar el titubeo.
—Si yo opinara eso, ¿me habría colocado en la ridícula tesitura de empujar a una joven dama a través de la ventana de una biblioteca?
Tenía razón y ante la rotundidad de la respuesta, a ella se le escapó una carcajada, en parte de desesperación y en parte de regocijo.
—Supongo que no —admitió. —Incluso la señora Newman me dijo esta mañana que creía que el interés de Robert podía ser sincero.
—¿Ella lo sabía? Creo que no me sorprende, porque cualquiera se habría dado cuenta si hubiera estado atento. Entonces, una vez establecido que sus intenciones son sinceras, debemos trazar un plan.
—¿Un plan? —Rebecca sintió un espasmo en el estómago. —O como quiera llamarle. Si lo que pretendemos es que abandone sus recelos y vea lo que tiene delante. Odio tener a un bobo tozudo por hermano, eso deja en mal lugar el linaje familiar.
Era el cumplido más ambiguo de la historia, y aunque Rebecca había recibido de otros caballeros requiebros suficientes para toda una vida, nunca se había sentido tan conmovida.
—Gracias —musitó.
El hizo un gesto de aparente indiferencia con la mano, pero sus ojos oscuros brillaban perspicaces.
—No me dé las gracias todavía. Aún no tengo una estrategia preparada. Tendré que pensar en ello. Derrotar a los franceses supone un desafío, pero poner de rodillas a determinado soltero puede ser una tarea mucho más ardua. Creí que aquí me aburriría mortalmente durante mis días de permiso. Por fin, se presenta algo parecido a una misión.
Rebecca no pudo evitar una mueca.
—Robert dijo que compadecía a Bonaparte si debía enfrentarse con usted.
Damien no se inmutó.
—Más le vale. Imagine el peligro que acecha a mi hermano. Yo ya saboreo la victoria.
El beso había sido un error terrible, pero un error que no cambiaría por nada.
Y ese sentimiento era una estupidez inefable. Robert espoleó al caballo. La humedad le impregnaba el capote y el cabello y llenaba el aire de un olor a vegetación fértil. El otoño, frenado por los rayos del sol y las brisas balsámicas de los últimos días, por fin anunciaba su presencia.
Cuando llegó a Londres varias horas después estaba calado hasta los huesos, de mal humor y más inquieto de lo que lo había estado desde que murió su padre. Lo único que deseaba era un baño para quitarse de encima el frío otoñal, y olvidarse por completo del episodio.
Bueno, salvo de la conmovedora actuación de Rebecca al piano. Nadie que se considerara un músico de verdad borraría algo así de su memoria.
Y a ella tampoco podía olvidarla. Rebecca había señalado que ya no era una niña, pero tampoco era una mujer todavía. No, hasta que se entregara en matrimonio a algún afortunado bastardo que acariciaría su cuerpo delicioso, saborearía su boca dulce y experimentaría la pasión en sus brazos...
Si ese amargo malentendido con su padre no existiera, ¿consideraría la posibilidad de ser él ese hombre afortunado?
Quizá.
Darse cuenta de ello fue lo bastante aterrador como para mandarle directo al club en cuanto se puso ropa seca, perturbado por el recuerdo de sus cálidos labios entreabiertos, ingenuos e incitantes. ¿Desde cuándo las damiselas inexpertas emanaban un atractivo tan irresistible?
Llegó al club poco después de las nueve, pensando en una copa y una comida caliente. Pero enseguida tuvo claro que estaba demasiado impaciente para la charla, de modo que se marchó sin terminar de cenar, justo en medio de una conversación sobre las carreras de otoño, y dejando a varios amigos con la perplejidad reflejada en sus caras.
Explicaría su comportamiento errático en otro momento. O quizá no. Lo que tenía clarísimo es que no iba a mencionar el nombre de Rebecca Marston.
Demasiado nervioso para irse a casa y dormir las horas que tanto necesitaba después de una noche agitada, fue a parar a Curzon street. Como todavía era temprano, decidió visitar a un viejo amigo. Cuando llamó a la puerta y descubrió que sir John estaba en efecto en casa, Robert entregó una tarjeta con su nombre impreso. Le hicieron pasar a una salita privada atiborrada de todo tipo de rarezas, incluida la talla de un tótem procedente de una tribu de indios americanos, que John Traverston había traído de uno de sus viajes a las colonias. Formaba un conjunto armonioso y peculiar junto a la chimenea de mármol italiano, un tapiz antiguo en el que aparecía san Jorge y su dragón legendario, y otras piezas que uno no encontraría jamás en una típica casa londinense.
—¡Robert, muchacho! —Sir John, que aún no había cumplido los sesenta pero que tenía un rostro surcado de arrugas muy pronunciadas, producto del tiempo que había pasado al aire libre en el transcurso de sus viajes, se levantó de la maltrecha butaca donde había estado leyendo. Tenía un cabello abundante, entrecano y despeinado como de costumbre. Aún no se había cambiado para la cena, y vestía unos pantalones arrugados y una sencilla camisa blanca. Flotaba un penetrante olor a tabaco en el ambiente, y una pipa se consumía despacio en un cenicero sobre una mesita. —Qué agradable sorpresa. No te he visto desde hace meses. Ven a sentarte. ¿Una copa?
Robert seguía teniendo un ligero dolor de cabeza desde la noche anterior, y ya había cometido otras veces el error de probar el licor importado de sir John.
—Sí, pero por favor, que no sea ese brebaje repugnante, obra de unos monjes trastornados, que me diste la última vez.
John soltó una risotada.
—De hecho procede de un monasterio solitario en una zona remota de Portugal, y se considera un hallazgo. ¿Debo entender que no te impresionó mucho? Bien, en ese caso, ¿qué me dices de un aburrido vaso de un clarete vulgar?
—Eso me parece bien, gracias.
—Tienes un paladar muy corriente para ser un joven aventurero en determinados terrenos, pero en fin.
Su anfitrión se acercó a una mesa de bambú y escogió un vaso de una serie desparejada, que probablemente contenía alguna pieza única de Dios sabe dónde. Sir John, amigo de su padre de toda la vida, adoraba deambular por el mundo y volver de todas sus aventuras con una colección de tesoros peculiares, entre ellos ese brebaje endiablado.
Robert aceptó el vaso y se sentó. No estaba seguro de qué le había llevado en busca de sir John.
No, eso no era cierto. Necesitaba hablar con alguien. Alguien más viejo y mucho más sabio. Ahora Nicholas era el cabeza de familia, y Robert amaba y respetaba a su hermano en todos los sentidos, pero por muy duque que fuera, tres años de diferencia no le convertían en una figura paternal. John Traverston había formado parte de la vida de Robert desde que tenía uso de razón, como una especie de tío excéntrico. En ese momento representaba lo que había perdido la fatídica noche en que murió su padre. A Dios gracias, John estaba en Inglaterra en aquella época, y había proporcionado un afectuoso apoyo a una viuda conmocionada y a sus hijos jóvenes y desorientados.
Si Robert había necesitado alguna vez un consejo objetivo y sensato era ahora.
—¿Cómo fue el cumpleaños de Nicholas? —Preguntó John, cogiendo una botella de cristal opaco de color verde y vertiendo una sustancia marrón en su vaso. —Sentí no asistir, pero con franqueza, los festejos campestres son para los jóvenes. Uno de los privilegios de hacerse viejo es que uno puede negarse a ir a determinados actos. ¿Me imaginas representando charadas después de cenar?
Era una forma perfecta de introducir el tema, pero Robert seguía dudando. Ni siquiera estaba seguro de haber ido a hablar sobre la tentadora Rebecca.
—Fue bastante agradable —dijo en un tono neutral que resultó no ser muy efectivo.
—¿Ah? —Las cejas canosas de John se arquearon. Bebió un poco de líquido del vaso con evidente fruición, y Robert reprimió una mueca. Recordó que cuando le había servido aquel mejunje asqueroso, estuvo a punto de vomitar y escupir sobre la alfombra de un modo poco elegante.
—________ estuvo magnífica en su primera incursión real en su papel de anfitriona. La abuela la ayudó, y creo que disfrutó muchísimo. Mantuvo una actitud severa todo el tiempo, pero los ojos le brillaban de forma evidente.
—Tu abuela siempre ha sido una matriarca perfecta en todos los sentidos. Regia y cariñosa a la vez. Recuerdo que cuando tu padre y yo éramos pequeños era capaz de aterrorizarnos con la mirada, pero cuando hacíamos travesuras era la primera en defendernos. Incluso tu abuelo escuchaba sus consejos. Fueron un matrimonio feliz, lo cual resulta estimulante en una sociedad que suele dar más importancia al linaje y la riqueza que al afecto.
«Matrimonio.»
Esa palabra parecía perseguirle. Robert asintió y contempló su vaso.
—Sí, lo sé.
—Tus padres también fueron afortunados en ese sentido. El suyo fue un enlace concertado que floreció con el tiempo, pero eso no hace falta que te lo cuente.
Robert se revolvió en la butaca.
—Lo recuerdo. Nicholas y su esposa parecen compartir el mismo...
No supo cómo terminar la frase. No es que entre su hermano mayor y su bellísima esposa no hubiera aún algún malentendido, pero cuando estaban juntos el vínculo era innegable.
Ahí estaba el problema. Robert no sabía si deseaba ese tipo de compromiso. Comportaba una gran dosis de responsabilidad.
—¿El mismo? —le interrumpió, amable.
Silencio. Maldición.
—Ya me contarás por qué has venido a verme en realidad cuando te apetezca. No tengo ningún compromiso importante. —John bebió un sorbo de la infame bebida y siguió allí sentado, con una expresión bondadosa en su curtido semblante.
Oh, bien, demonios, se reprochó Robert con ironía, también podía soltarlo sin más.
—Hay alguien. Una joven.
—Eso, mi querido Robbie, no me sorprende. Contigo siempre hay una mujer.
—No —espetó Robert, —como ella, no.
—Ya entiendo. Siendo así disculpa la ironía. Dime, ¿qué sucede con esa joven?
—Es soltera.
—Ya veo. —John parecía divertirse bastante. —Algunas lo son.
Esto era una tontería. ¿Por qué pensaba siquiera en ello, en Rebecca Marston, cuyo padre le tiraría de la oreja en cuanto apareciese por la puerta, y después de que su madre se hubiera desmayado?
—Muy soltera —insistió, frotándose el mentón.
—No era consciente de que hubiera grados, pero continúa. Así que por ahí hay una jovencita muy soltera. ¿Por qué te trae ella a mi salita en una noche horrible como esta?
—No sé por qué estoy aquí.
—Ya. ¿Permites que yo aventure una suposición, entonces? Robert asintió con una carcajada sorda y John frunció el ceño.
—Yo diría que esta damita ha cautivado tu interés y tú, pese a tu empeño por ignorarlo, no puedes quitártela de la cabeza. De modo que al no existir la opción de que se trate de una conquista pasajera, en cuyo caso no estaríamos teniendo esta conversación, por primera vez en la vida te ves obligado a plantearte un compromiso, por muy aterrador que te haya parecido siempre.
Robert apretó los labios y dijo con más brusquedad de la pretendida:
—¿Aterrador? Perdona, pero me molesta que escojas esa palabra. Yo no me considero un cobarde.
—Robbie, muchacho, nuestros miedos no desaparecen cuando nos convertimos en hombres. —John examinó la punta gastada de su bota sin bruñir. —Nuestros sentimientos nos desafían durante toda la vida. Creo que la mayoría de la gente que te conoce es consciente de tu recelo ante un compromiso emocional. Eras joven cuando tu padre abandonó este mundo inesperadamente. Todas las miradas se centraron en Nicholas, debido a la pompa y a la responsabilidad que conlleva el título, y él sintió la necesidad de convertirse de repente en un pilar de responsabilidad, quizá en un grado innecesario para un hombre de veinte años. Damien, que a su vez se convirtió en el heredero directo del ducado, lo asumió dedicándose en cuerpo y alma a las intrigas de la guerra, en cuanto tuvo la oportunidad. Tú, por otro lado, decidiste enfocar tu vida hacia todos los placeres permitidos, ya fueran las mujeres, la bebida, o las partidas de dados.
Todos habéis seguido los caminos que escogisteis un poco demasiado bien, los tres.
La afirmación no era muy halagadora, pero era perspicaz. Robert estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Ah, sí?
—Tú viniste aquí para saber mi opinión, ¿verdad? —En los ojos de John había un destello burlón, pero benevolente al mismo tiempo. —¿Por qué no me dices quién es esa joven que por fin ha penetrado en tu corazón, inviolable hasta la fecha?
Dios santo, Robert se resistía. Pero le daba cada vez más miedo recordar durante el resto de su vida la caricia de esa boca abierta bajo sus labios, y el evidente poder de la suave brisa de su aliento.
«... no me casé por... usted...»
Deseaba más que nada en el mundo que no le hubiera dicho eso. De no ser así, tal vez podría darle la espalda sin más.
Pero era demasiado tarde. Él lo sabía, y más aún, ella sabía que él lo sabía.
—Rebecca Marston —confesó apesadumbrado, —la hija de sir Benedict Marston.
El viejo amigo de su padre apoyó la espalda con el vaso suspendido en la mano. Al cabo de un momento dijo en tono grave:
—Me parece que comprendo tu dilema. Conozco bastante bien a sir Benedict, y sé que no es un hombre muy flexible y que tiene mala opinión de ti.
—No creas que no me he dado cuenta —comentó Robert con cierta amargura. —Lo tengo casi todo en contra. Sea cierto o no, él me considera un tramposo despreciable, ya sabes que mi reputación dista de ser inmaculada, y aunque mis finanzas son sólidas, su hija tiene una dote que le permite escoger a quien le plazca. El no necesita mi dinero, yo no tengo más que un título de nobleza, y ni siquiera el apellido Jonas basta para mejorar la situación.
—¿Estás seguro? ¿Has hablado con sir Benedict?
—No. No tengo ganas de perder el tiempo. Créeme, nunca permitirá que me acerque a su virginal hija.
—Puede que sí y puede que no. Nicholas tiene una influencia considerable y sir Benedict es un hombre ambicioso.
—Dada mi reputación, no estoy seguro de que la buena cuna sirva para nada. —Robert se masajeó la sien. —Maldita sea, John, ni siquiera puedo culparle. Si ese cuento que él cree cierto lo fuera, yo no sería digno ni de rozar la mano de Rebecca. Aun así, no sé si lo soy. Nunca hasta ahora había calculado las consecuencias de tener cierta mala fama entre la gente.
—Nuestro pasado tiene la molesta costumbre de perseguirnos. Espera a tener mi edad. —John le miró con las cejas algo arqueadas. —Dime, ¿ella qué piensa?
—Rebecca no conoce toda la historia, pero es consciente de que su padre no me aprueba.
—Ah, entonces has hablado con la joven.
Un par de ojos aguamarina, un cabello sedoso como la luz de la luna a medianoche, unos labios arrebatadores, suaves, tiernos, y complacientes...
—Hemos hablado —replicó Robert, sin ganas de mencionar el beso. —Ella afirma que la temporada pasada no se casó debido... al absurdo enamoramiento que siente por mí.
Acababa de tartamudear. Robert Jonas no tartamudeaba.
—¿Es absurdo? —John alzó una ceja poblada. —Si es mutuo, quiero decir.
Robert le miró sombrío.
—Quizá sea solo deseo. Es muy bonita.
—Pero Robert, tú sabes muy bien lo que es el deseo. Si esa joven dama te atrae tanto, tal vez sea algo distinto.
—Uno no modifica toda su vida por una tal vez. —La verdad es que Robert era incapaz de seguir sentado un minuto más, de modo que se puso de pie. Se acercó al tótem y observó una de sus caras sonrientes. —¿Y si yo no soy capaz de ser fiel? Le haría daño y...
Al verle vacilar, John terminó la frase en su lugar.
—Y eso no podrías soportarlo. Eso ya dice mucho. Al menos tus sentimientos van en la dirección adecuada. ¿El sospecha el romance?
«Él» era sir Benedict. Robert pensó en el comentario de Loretta Newman y en la intromisión de Damien. La mirada torva que había recibido la noche que salió con ella a la terraza también era bastante clara.
—Yo diría que sí. Aunque ni siquiera sé si sospechaba que fuera un romance.
—Perdóname —intervino John con seriedad, aunque había cierta ironía en su voz, —pero creo que sí. Y yo, sin ir más lejos, llevo bastante tiempo esperando que llegara este momento.
Rebecca alzó la vista de pronto, sin saber cómo interpretar el comentario de Loretta Newman, si es que había que interpretarlo de algún modo. Puede que la mujer solo quisiera charlar.
—No me diga. —Rebecca cogió un trozo de tostada y le dio un mordisquito.
—Al amanecer. Hace un día horrible para viajar, ¿verdad?
La señora Newman echó un vistazo a las manchas de humedad que había en la ventana. Era una mañana melancólica y gris, pero al menos coincidía con el final y no con el principio de la reunión. Cuando Rebecca se levantó y bajó a desayunar al enorme comedor, descubrió que Robert había sido fiel a su palabra, y se había marchado a Londres horas antes, pese a la llovizna que no cesaba de manar de un cielo brumoso.
—Al menos hemos disfrutado de mucho sol durante nuestra estancia.
Fue una observación banal. Rebecca confiaba en que la bonita viuda intentara entablar conversación sin más, pero el tema que había escogido la puso en guardia. Ellas eran las dos últimas invitadas que habían acudido a la colación matutina, y se sentaron con una relativa privacidad en un extremo de la mesa. Rebecca estaba casi segura de haber dormido apenas una hora, dudando si aquel beso turbador era algo que debía celebrar, o si tan solo estaba destinado a ser un recuerdo agridulce.
Loretta se acercó la mermelada.
—Bien, sí, el clima ha sido generoso. La compañía deliciosa, también. La duquesa ha realizado una labor admirable para ser alguien tan joven y nuevo en su posición. Al fin y al cabo se ha casado con un miembro de una familia muy ilustre. Estoy segura de que usted estará de acuerdo, ya que también aspira a formar parte de ella a través del matrimonio.
Rebecca, que esperaba cualquier cosa menos ese comentario tan franco, se comió una cucharada de huevos revueltos para disimular que se había quedado sin habla. Luego se dio unos toquecitos en los labios con la servilleta y murmuró:
—Lord Damien sería un buen marido.
—No. —La señora Newman meneó la cabeza y sonrió con malicia. —Sería un buen marido, en opinión de sus padres. Seamos francas. A usted quien la atrae es Robert.
Así que ya había una lista de personas que se habían dado cuenta de su interés por el menor de los Jonas. Su padre. Damien. Ahora la señora Newman. ¿Cuántos más? ________ no había dicho nada, pero la verdad es que estaba ocupada seduciendo a su duque.
—Estoy convencida de que usted lo comprenderá —repuso con tanta ecuanimidad como pudo, pese a estar ruborizada, —puesto que también le atrae.
—Veo que ahora hablamos de mujer a mujer.
—Eso parece.
Hubo una pausa mientras Loretta bebía un sorbo de té. Luego lo dejó a un lado con total parsimonia.
—No es usted tan simple como pensé en un principio, y ya que estamos siendo tan sinceras, le deseo suerte. Es verdad que en cuanto llegamos me di cuenta de que lord Robert podía ser un delicioso... pasatiempo, pero empecé a notar que sus intereses estaban en otra parte. Si desea saber mi opinión, por la forma cómo actúa yo creo que existe la esperanza de que usted triunfe y le conduzca al altar. Ahora, si me disculpa, creo que mi carruaje ya está preparado para mi partida.
Rebecca, bastante estupefacta, la vio marchar.
Necesitaba hablar con Damien. Se levantó a toda prisa y salió del comedor sin terminar de desayunar.
Lord Damien, según le dijo el protocolario mayordomo, estaba con el duque en su estudio.
El corazón se le cayó a los pies. Llamar a la puerta del estudio del duque de Rolthven y pedir hablar con su hermano sin más era inconcebible. Rebecca estaba segura de que ni siquiera ________ interrumpía a su marido cuando este se aislaba para trabajar. En cualquier caso, también era muy posible que Robert no hubiera dicho nada del beso. Puede que solo manifestara su disgusto por la heterodoxa treta de Damien para emparejarles, y nada más.
Así, ¿qué hacía ahora?
«... usted no es como...»
No, no lo era. Ella no se parecía en nada a las bellezas experimentadas que solía perseguir el notorio Robert Jonas. Pero él se sentía atraído hacia ella en cualquier caso. Lo suficiente para haberla besado de un modo que hubiera colmado las fantasías de cualquier jovencita. Rebecca recordaría hasta el momento de su muerte la caricia de esos labios cariñosos y tiernos en su boca. No había sido algo feroz ni pasional, ni algo arrebatador pensado para perturbarla, había sido perfecto. Y a menos de que ella fuera una tonta enamorada, y no estaba segura de no encajar en tal descripción, pensaba que para él también había sido algo distinto. Había cierta reverencia en el roce liviano de la mano de Robert en su cintura, y habría jurado que la emoción de su rostro también era genuina.
En resumen, pensaba que tal vez él estaba tan confundido como ella, y para un experimentado libertino, eso era decir mucho.
Rebecca irguió los hombros.
—¿Podría ver a la duquesa?
El majestuoso mayordomo de los Rolthven inclinó su cabeza cana.
—Me parece que está en el vestíbulo, despidiéndose de un invitado, milady.
Allí estaba, en efecto, descubrió Rebecca minutos después con el eco del tictac del reloj resonando en su alma. Cuando lord Emerson hizo una reverencia y abandonó la estancia, ella esperó a que el lacayo cerrara la puerta tras la salida del caballero, antes de decir con la misma premura que utilizaba cuando eran niñas:
—Bri, necesito un favor.
________ captó la urgencia del tono.
—Claro —contestó sin más, —lo que quieras. ¿Qué es?
Eso era jugársela de verdad, pero Rebecca ya se había olvidado de la prudencia.
—¿Te importaría hacerme el favor de entrar en el estudio e interrumpir al duque y a Damien? Yo no me atrevo a llamar a la puerta y pedírselo, pero la verdad es que necesito hablar con él.
Su amiga abrió la boca, sorprendida.
—Por supuesto que lo haré si es lo que quieres. ¿Con cuál de los dos necesitas hablar?
Rebecca reprimió una risita.
—Perdona, ya sé que digo tonterías, pero mis padres están a punto de bajar y nos iremos enseguida y, bueno, necesito ver a lord Damien un momento, si es posible.
________ vaciló un segundo, con la intención evidente de preguntar por qué, pero demostró ser una gran amiga y se limitó a asentir.
—Hay una salita que estará desierta a estas horas. La abuela de Nicholas solo la utiliza para contestar la correspondencia. ¿Te parece bien?
—Perfecto. Gracias.
Decir que estaba agradecida no bastaba para describir los sentimientos de Rebecca, porque en realidad nunca en su vida había estado tan nerviosa.
Tras toda esa introspección nocturna había llegado a unas conclusiones muy alarmantes.
La más firme de todas era que ella solo deseaba casarse por amor.
Y la segunda era que si ese beso de Robert iba a ser un incidente aislado en su vida, se sentiría desamparada para siempre.
Rebecca entró detrás del sirviente a quien ________ había ordenado que la guiara, y se vio en un espacio reducido y encantador, con una elegante mesa de escritorio bruñida, pegada a una ventana. El amarillo claro de las paredes contrastaba con la deprimente vista de los restos de lluvia en el vidrio exterior y los jardines encharcados. Se acercó hasta allí y miró afuera, preguntándose qué iba a pedir.
Cuando Damien entró pasados unos minutos, ella seguía allí, contemplando los setos y los arbustos repletos de rosas empapados.
—¿Se da cuenta de que si su madre se entera de que desea verme en privado antes de irse, empezará a planear nuestra boda? —En su pregunta había un deje de fina ironía.
Rebecca se dio la vuelta, con una sonrisa melancólica.
—De hecho estaba aquí preguntándome qué diantre quería decirle.
El entró en la salita, con esa media sonrisa que le favorecía tanto.
—Ah, en eso radica la maravilla de tratar con un experto en espionaje. Nosotros sabemos lo que piensan las personas antes que ellas.
Rebecca arqueó las cejas.
—¿Usted es un experto en espionaje? Creí que era una especie de consejero táctico o algo así.
—Yo tengo muchas facetas. —Le señaló una butaca. —Ahora, tome asiento y hablemos de qué hacer con el tozudo de mi hermano.
Decir que estaba agradecida no bastaba para describir los sentimientos de Rebecca, porque en realidad nunca en su vida había estado tan nerviosa.
Tras toda esa introspección nocturna había llegado a unas conclusiones muy alarmantes.
La más firme de todas era que ella solo deseaba casarse por amor.
Y la segunda era que si ese beso de Robert iba a ser un incidente aislado en su vida, se sentiría desamparada para siempre.
Ella se sentó, de todas formas tenía las piernas entumecidas. Damien se acomodó en un sofá tapizado con mariposas. Su flagrante masculinidad contrastaba con la feminidad de la decoración, y alzó una ceja con un gesto que ella ya conocía.
—Veamos —dijo con calma, —deduzco que las cosas fueron bastante bien anoche, visto el malhumor que Robert mostró después.
—¿Podría definir bien? —Rebecca se recogió la falda. —Él no está interesado en el matrimonio. Eso lo dejó muy claro.
—Mi querida señorita Marston, detesto decirle que hay muy pocos hombres que se levanten una mañana y decidan que lo que más desean en la vida es estar atados a una mujer para siempre. Diría incluso que los hombres como Robert, que no necesita un heredero, que ya posee una fortuna y a quien la mayoría de las mujeres consideran irresistible, son particularmente inmunes. En este momento de su vida, él hace lo que le place y cree que es feliz.
Ella sabía que todo eso era verdad, y en esencia, era lo que Robert le había expresado sin rodeos.
—¿Él es feliz? —preguntó, intentando ocultar el titubeo.
—Si yo opinara eso, ¿me habría colocado en la ridícula tesitura de empujar a una joven dama a través de la ventana de una biblioteca?
Tenía razón y ante la rotundidad de la respuesta, a ella se le escapó una carcajada, en parte de desesperación y en parte de regocijo.
—Supongo que no —admitió. —Incluso la señora Newman me dijo esta mañana que creía que el interés de Robert podía ser sincero.
—¿Ella lo sabía? Creo que no me sorprende, porque cualquiera se habría dado cuenta si hubiera estado atento. Entonces, una vez establecido que sus intenciones son sinceras, debemos trazar un plan.
—¿Un plan? —Rebecca sintió un espasmo en el estómago. —O como quiera llamarle. Si lo que pretendemos es que abandone sus recelos y vea lo que tiene delante. Odio tener a un bobo tozudo por hermano, eso deja en mal lugar el linaje familiar.
Era el cumplido más ambiguo de la historia, y aunque Rebecca había recibido de otros caballeros requiebros suficientes para toda una vida, nunca se había sentido tan conmovida.
—Gracias —musitó.
El hizo un gesto de aparente indiferencia con la mano, pero sus ojos oscuros brillaban perspicaces.
—No me dé las gracias todavía. Aún no tengo una estrategia preparada. Tendré que pensar en ello. Derrotar a los franceses supone un desafío, pero poner de rodillas a determinado soltero puede ser una tarea mucho más ardua. Creí que aquí me aburriría mortalmente durante mis días de permiso. Por fin, se presenta algo parecido a una misión.
Rebecca no pudo evitar una mueca.
—Robert dijo que compadecía a Bonaparte si debía enfrentarse con usted.
Damien no se inmutó.
—Más le vale. Imagine el peligro que acecha a mi hermano. Yo ya saboreo la victoria.
El beso había sido un error terrible, pero un error que no cambiaría por nada.
Y ese sentimiento era una estupidez inefable. Robert espoleó al caballo. La humedad le impregnaba el capote y el cabello y llenaba el aire de un olor a vegetación fértil. El otoño, frenado por los rayos del sol y las brisas balsámicas de los últimos días, por fin anunciaba su presencia.
Cuando llegó a Londres varias horas después estaba calado hasta los huesos, de mal humor y más inquieto de lo que lo había estado desde que murió su padre. Lo único que deseaba era un baño para quitarse de encima el frío otoñal, y olvidarse por completo del episodio.
Bueno, salvo de la conmovedora actuación de Rebecca al piano. Nadie que se considerara un músico de verdad borraría algo así de su memoria.
Y a ella tampoco podía olvidarla. Rebecca había señalado que ya no era una niña, pero tampoco era una mujer todavía. No, hasta que se entregara en matrimonio a algún afortunado bastardo que acariciaría su cuerpo delicioso, saborearía su boca dulce y experimentaría la pasión en sus brazos...
Si ese amargo malentendido con su padre no existiera, ¿consideraría la posibilidad de ser él ese hombre afortunado?
Quizá.
Darse cuenta de ello fue lo bastante aterrador como para mandarle directo al club en cuanto se puso ropa seca, perturbado por el recuerdo de sus cálidos labios entreabiertos, ingenuos e incitantes. ¿Desde cuándo las damiselas inexpertas emanaban un atractivo tan irresistible?
Llegó al club poco después de las nueve, pensando en una copa y una comida caliente. Pero enseguida tuvo claro que estaba demasiado impaciente para la charla, de modo que se marchó sin terminar de cenar, justo en medio de una conversación sobre las carreras de otoño, y dejando a varios amigos con la perplejidad reflejada en sus caras.
Explicaría su comportamiento errático en otro momento. O quizá no. Lo que tenía clarísimo es que no iba a mencionar el nombre de Rebecca Marston.
Demasiado nervioso para irse a casa y dormir las horas que tanto necesitaba después de una noche agitada, fue a parar a Curzon street. Como todavía era temprano, decidió visitar a un viejo amigo. Cuando llamó a la puerta y descubrió que sir John estaba en efecto en casa, Robert entregó una tarjeta con su nombre impreso. Le hicieron pasar a una salita privada atiborrada de todo tipo de rarezas, incluida la talla de un tótem procedente de una tribu de indios americanos, que John Traverston había traído de uno de sus viajes a las colonias. Formaba un conjunto armonioso y peculiar junto a la chimenea de mármol italiano, un tapiz antiguo en el que aparecía san Jorge y su dragón legendario, y otras piezas que uno no encontraría jamás en una típica casa londinense.
—¡Robert, muchacho! —Sir John, que aún no había cumplido los sesenta pero que tenía un rostro surcado de arrugas muy pronunciadas, producto del tiempo que había pasado al aire libre en el transcurso de sus viajes, se levantó de la maltrecha butaca donde había estado leyendo. Tenía un cabello abundante, entrecano y despeinado como de costumbre. Aún no se había cambiado para la cena, y vestía unos pantalones arrugados y una sencilla camisa blanca. Flotaba un penetrante olor a tabaco en el ambiente, y una pipa se consumía despacio en un cenicero sobre una mesita. —Qué agradable sorpresa. No te he visto desde hace meses. Ven a sentarte. ¿Una copa?
Robert seguía teniendo un ligero dolor de cabeza desde la noche anterior, y ya había cometido otras veces el error de probar el licor importado de sir John.
—Sí, pero por favor, que no sea ese brebaje repugnante, obra de unos monjes trastornados, que me diste la última vez.
John soltó una risotada.
—De hecho procede de un monasterio solitario en una zona remota de Portugal, y se considera un hallazgo. ¿Debo entender que no te impresionó mucho? Bien, en ese caso, ¿qué me dices de un aburrido vaso de un clarete vulgar?
—Eso me parece bien, gracias.
—Tienes un paladar muy corriente para ser un joven aventurero en determinados terrenos, pero en fin.
Su anfitrión se acercó a una mesa de bambú y escogió un vaso de una serie desparejada, que probablemente contenía alguna pieza única de Dios sabe dónde. Sir John, amigo de su padre de toda la vida, adoraba deambular por el mundo y volver de todas sus aventuras con una colección de tesoros peculiares, entre ellos ese brebaje endiablado.
Robert aceptó el vaso y se sentó. No estaba seguro de qué le había llevado en busca de sir John.
No, eso no era cierto. Necesitaba hablar con alguien. Alguien más viejo y mucho más sabio. Ahora Nicholas era el cabeza de familia, y Robert amaba y respetaba a su hermano en todos los sentidos, pero por muy duque que fuera, tres años de diferencia no le convertían en una figura paternal. John Traverston había formado parte de la vida de Robert desde que tenía uso de razón, como una especie de tío excéntrico. En ese momento representaba lo que había perdido la fatídica noche en que murió su padre. A Dios gracias, John estaba en Inglaterra en aquella época, y había proporcionado un afectuoso apoyo a una viuda conmocionada y a sus hijos jóvenes y desorientados.
Si Robert había necesitado alguna vez un consejo objetivo y sensato era ahora.
—¿Cómo fue el cumpleaños de Nicholas? —Preguntó John, cogiendo una botella de cristal opaco de color verde y vertiendo una sustancia marrón en su vaso. —Sentí no asistir, pero con franqueza, los festejos campestres son para los jóvenes. Uno de los privilegios de hacerse viejo es que uno puede negarse a ir a determinados actos. ¿Me imaginas representando charadas después de cenar?
Era una forma perfecta de introducir el tema, pero Robert seguía dudando. Ni siquiera estaba seguro de haber ido a hablar sobre la tentadora Rebecca.
—Fue bastante agradable —dijo en un tono neutral que resultó no ser muy efectivo.
—¿Ah? —Las cejas canosas de John se arquearon. Bebió un poco de líquido del vaso con evidente fruición, y Robert reprimió una mueca. Recordó que cuando le había servido aquel mejunje asqueroso, estuvo a punto de vomitar y escupir sobre la alfombra de un modo poco elegante.
—________ estuvo magnífica en su primera incursión real en su papel de anfitriona. La abuela la ayudó, y creo que disfrutó muchísimo. Mantuvo una actitud severa todo el tiempo, pero los ojos le brillaban de forma evidente.
—Tu abuela siempre ha sido una matriarca perfecta en todos los sentidos. Regia y cariñosa a la vez. Recuerdo que cuando tu padre y yo éramos pequeños era capaz de aterrorizarnos con la mirada, pero cuando hacíamos travesuras era la primera en defendernos. Incluso tu abuelo escuchaba sus consejos. Fueron un matrimonio feliz, lo cual resulta estimulante en una sociedad que suele dar más importancia al linaje y la riqueza que al afecto.
«Matrimonio.»
Esa palabra parecía perseguirle. Robert asintió y contempló su vaso.
—Sí, lo sé.
—Tus padres también fueron afortunados en ese sentido. El suyo fue un enlace concertado que floreció con el tiempo, pero eso no hace falta que te lo cuente.
Robert se revolvió en la butaca.
—Lo recuerdo. Nicholas y su esposa parecen compartir el mismo...
No supo cómo terminar la frase. No es que entre su hermano mayor y su bellísima esposa no hubiera aún algún malentendido, pero cuando estaban juntos el vínculo era innegable.
Ahí estaba el problema. Robert no sabía si deseaba ese tipo de compromiso. Comportaba una gran dosis de responsabilidad.
—¿El mismo? —le interrumpió, amable.
Silencio. Maldición.
—Ya me contarás por qué has venido a verme en realidad cuando te apetezca. No tengo ningún compromiso importante. —John bebió un sorbo de la infame bebida y siguió allí sentado, con una expresión bondadosa en su curtido semblante.
Oh, bien, demonios, se reprochó Robert con ironía, también podía soltarlo sin más.
—Hay alguien. Una joven.
—Eso, mi querido Robbie, no me sorprende. Contigo siempre hay una mujer.
—No —espetó Robert, —como ella, no.
—Ya entiendo. Siendo así disculpa la ironía. Dime, ¿qué sucede con esa joven?
—Es soltera.
—Ya veo. —John parecía divertirse bastante. —Algunas lo son.
Esto era una tontería. ¿Por qué pensaba siquiera en ello, en Rebecca Marston, cuyo padre le tiraría de la oreja en cuanto apareciese por la puerta, y después de que su madre se hubiera desmayado?
—Muy soltera —insistió, frotándose el mentón.
—No era consciente de que hubiera grados, pero continúa. Así que por ahí hay una jovencita muy soltera. ¿Por qué te trae ella a mi salita en una noche horrible como esta?
—No sé por qué estoy aquí.
—Ya. ¿Permites que yo aventure una suposición, entonces? Robert asintió con una carcajada sorda y John frunció el ceño.
—Yo diría que esta damita ha cautivado tu interés y tú, pese a tu empeño por ignorarlo, no puedes quitártela de la cabeza. De modo que al no existir la opción de que se trate de una conquista pasajera, en cuyo caso no estaríamos teniendo esta conversación, por primera vez en la vida te ves obligado a plantearte un compromiso, por muy aterrador que te haya parecido siempre.
Robert apretó los labios y dijo con más brusquedad de la pretendida:
—¿Aterrador? Perdona, pero me molesta que escojas esa palabra. Yo no me considero un cobarde.
—Robbie, muchacho, nuestros miedos no desaparecen cuando nos convertimos en hombres. —John examinó la punta gastada de su bota sin bruñir. —Nuestros sentimientos nos desafían durante toda la vida. Creo que la mayoría de la gente que te conoce es consciente de tu recelo ante un compromiso emocional. Eras joven cuando tu padre abandonó este mundo inesperadamente. Todas las miradas se centraron en Nicholas, debido a la pompa y a la responsabilidad que conlleva el título, y él sintió la necesidad de convertirse de repente en un pilar de responsabilidad, quizá en un grado innecesario para un hombre de veinte años. Damien, que a su vez se convirtió en el heredero directo del ducado, lo asumió dedicándose en cuerpo y alma a las intrigas de la guerra, en cuanto tuvo la oportunidad. Tú, por otro lado, decidiste enfocar tu vida hacia todos los placeres permitidos, ya fueran las mujeres, la bebida, o las partidas de dados.
Todos habéis seguido los caminos que escogisteis un poco demasiado bien, los tres.
La afirmación no era muy halagadora, pero era perspicaz. Robert estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Ah, sí?
—Tú viniste aquí para saber mi opinión, ¿verdad? —En los ojos de John había un destello burlón, pero benevolente al mismo tiempo. —¿Por qué no me dices quién es esa joven que por fin ha penetrado en tu corazón, inviolable hasta la fecha?
Dios santo, Robert se resistía. Pero le daba cada vez más miedo recordar durante el resto de su vida la caricia de esa boca abierta bajo sus labios, y el evidente poder de la suave brisa de su aliento.
«... no me casé por... usted...»
Deseaba más que nada en el mundo que no le hubiera dicho eso. De no ser así, tal vez podría darle la espalda sin más.
Pero era demasiado tarde. Él lo sabía, y más aún, ella sabía que él lo sabía.
—Rebecca Marston —confesó apesadumbrado, —la hija de sir Benedict Marston.
El viejo amigo de su padre apoyó la espalda con el vaso suspendido en la mano. Al cabo de un momento dijo en tono grave:
—Me parece que comprendo tu dilema. Conozco bastante bien a sir Benedict, y sé que no es un hombre muy flexible y que tiene mala opinión de ti.
—No creas que no me he dado cuenta —comentó Robert con cierta amargura. —Lo tengo casi todo en contra. Sea cierto o no, él me considera un tramposo despreciable, ya sabes que mi reputación dista de ser inmaculada, y aunque mis finanzas son sólidas, su hija tiene una dote que le permite escoger a quien le plazca. El no necesita mi dinero, yo no tengo más que un título de nobleza, y ni siquiera el apellido Jonas basta para mejorar la situación.
—¿Estás seguro? ¿Has hablado con sir Benedict?
—No. No tengo ganas de perder el tiempo. Créeme, nunca permitirá que me acerque a su virginal hija.
—Puede que sí y puede que no. Nicholas tiene una influencia considerable y sir Benedict es un hombre ambicioso.
—Dada mi reputación, no estoy seguro de que la buena cuna sirva para nada. —Robert se masajeó la sien. —Maldita sea, John, ni siquiera puedo culparle. Si ese cuento que él cree cierto lo fuera, yo no sería digno ni de rozar la mano de Rebecca. Aun así, no sé si lo soy. Nunca hasta ahora había calculado las consecuencias de tener cierta mala fama entre la gente.
—Nuestro pasado tiene la molesta costumbre de perseguirnos. Espera a tener mi edad. —John le miró con las cejas algo arqueadas. —Dime, ¿ella qué piensa?
—Rebecca no conoce toda la historia, pero es consciente de que su padre no me aprueba.
—Ah, entonces has hablado con la joven.
Un par de ojos aguamarina, un cabello sedoso como la luz de la luna a medianoche, unos labios arrebatadores, suaves, tiernos, y complacientes...
—Hemos hablado —replicó Robert, sin ganas de mencionar el beso. —Ella afirma que la temporada pasada no se casó debido... al absurdo enamoramiento que siente por mí.
Acababa de tartamudear. Robert Jonas no tartamudeaba.
—¿Es absurdo? —John alzó una ceja poblada. —Si es mutuo, quiero decir.
Robert le miró sombrío.
—Quizá sea solo deseo. Es muy bonita.
—Pero Robert, tú sabes muy bien lo que es el deseo. Si esa joven dama te atrae tanto, tal vez sea algo distinto.
—Uno no modifica toda su vida por una tal vez. —La verdad es que Robert era incapaz de seguir sentado un minuto más, de modo que se puso de pie. Se acercó al tótem y observó una de sus caras sonrientes. —¿Y si yo no soy capaz de ser fiel? Le haría daño y...
Al verle vacilar, John terminó la frase en su lugar.
—Y eso no podrías soportarlo. Eso ya dice mucho. Al menos tus sentimientos van en la dirección adecuada. ¿El sospecha el romance?
«Él» era sir Benedict. Robert pensó en el comentario de Loretta Newman y en la intromisión de Damien. La mirada torva que había recibido la noche que salió con ella a la terraza también era bastante clara.
—Yo diría que sí. Aunque ni siquiera sé si sospechaba que fuera un romance.
—Perdóname —intervino John con seriedad, aunque había cierta ironía en su voz, —pero creo que sí. Y yo, sin ir más lejos, llevo bastante tiempo esperando que llegara este momento.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 17
El engaño puede adoptar muchas formas. Algunas veces, ocultar la verdad es una forma prudente de actuar. Pero eso también puede significar la muerte de un frágil vínculo de confianza. Si engañáis a vuestro amante, hacedlo con cuidado.
Del capítulo titulado:
«Lo que él debe saber»
Lea hizo un gesto vago.
—Si necesitamos algo más la llamaremos, señora Judson.
—Muy bien, madame. Excelencia. —La anciana hizo una reverencia con la cabeza y salió de la sala.
—Suele ir de aquí para allá dando órdenes a todo el mundo, como si la señora de la casa fuera ella y no yo. No es que me importe, porque es muy eficiente y los niños la adoran. Solo se acuerda de repente de que soy la hermana de una duquesa cuando tú vienes de visita —le explicó su hermana entre risas.
________ consiguió esbozar una sonrisa ausente.
—Tienes suerte de tenerla. Dime, ¿cómo están los niños?
Esa pregunta siempre provocaba una retahíla de descripciones sobre las diversas hazañas de sus sobrinas y su sobrino, pero ________ les quería mucho a todos, así que lo normal era que le encantara y le distrajera oírlas. Pero debía admitir que esta mañana en concreto estaba distraída.
—... y estaba debajo de la cama, nada menos... Bri, ¿me estás escuchando?
—Por supuesto —dijo de forma automática. Pero al ver la mirada de claro escepticismo de Lea, añadió con un suspiro: —quizá no con la atención que debiera. Perdona.
Estaban sentadas en la salita de invitados de la residencia de su hermana. Era un espacio acogedor, con butacas tapizadas de cretona y cojines bordados, y de las paredes colgaban varias acuarelas que su hermana había pintado recientemente. Lea dejó la taza de té a un lado.
—¿Pasa algo malo? Dijiste que la reunión campestre de Rolthven fue un éxito. Y por los comentarios de los periódicos parece que todo el mundo opina lo mismo. Me habría encantado que Henry y yo hubiéramos podido asistir.
—Fue bien. Me parece que los invitados disfrutaron mucho. Incluso Nicholas parecía relajado. —________ contempló la base de la taza con aire melancólico. —Al menos esa es la impresión que tuve. Estos días, en cambio, se está comportando de un modo bastante distinto.
Era cierto. Desde que habían vuelto había estado más absorto que nunca. A posteriori resultó un error haberle revelado sus verdaderos sentimientos. Nunca debía haberle dicho que le amaba. Esas sencillas palabras lo habían cambiado todo, aunque ________ habría jurado que en aquel momento Nicholas se había emocionado. La verdad es que le había dado un beso prolongado e intenso, y después le hizo el amor de una forma tierna y ardiente a la vez, pero puede que ella hubiera confundido el deseo físico con una respuesta emocional.
—Define distinto. —Lea frunció el ceño, preocupada. —Veo que esto te angustia mucho.
—Es difícil de describir. Está... distante.
—¿Más de lo normal?
________ reaccionó a eso con una sonrisa irónica. Sí, Nicholas solía presentar al mundo la imagen de un aristócrata privilegiado, nada complaciente, ni afable. Aunque ella sabía de primera mano que era muy capaz de ser ambas cosas.
—Sí. Sin duda más de lo habitual. A lo mejor solo se debe a que le obligué a pasar unos días en el campo y ahora está más ocupado que nunca, pero no ha...
Se detuvo, sin saber cómo seguir. Unas lágrimas imprevistas le inundaron los ojos y desvió la mirada hacia la ventana manchada por la lluvia.
—¿No ha...?
—Venido a mi cama —balbuceó entre sollozos reprimidos.
—Entiendo... —Lea parecía desconcertada, —y deduzco que no suele ser así.
—En absoluto. —________ parpadeó un par de veces, maldijo en su fuero interno esa reacción ante una sospecha a buen seguro infundada, y recobró la compostura. —¿Tú qué harías si Henry actuara así?
—Preguntárselo directamente, por supuesto. Pero mi Henry no es Rolthven, querida. Dudo que tu duque esté muy acostumbrado a que alguien cuestione sus actos, ni tan siquiera su esposa. —Lea pasó un dedo sobre el brazo de la butaca con expresión pensativa. —Puede que esto solo signifique que estás demasiado sensible. Los hombres tienen sus propios estados de ánimo y los matrimonios pasan por fases, como sucede en la naturaleza.
—O puede —señaló ________ exponiendo uno de sus mayores miedos, —que tenga una amante. Yo he hecho todo lo posible por evitarlo, pero...
Terminó la frase con un pequeño sollozo, y Lea la miró de frente con evidente curiosidad.
—¿Y qué has hecho?
—Eso no importa. —________ se levantó y depositó la taza de porcelana con sonora contundencia. Ella nunca era así, tan llorosa y emotiva sin razón. Hubiera jurado que los consejos de lady Rothburg habían surtido efecto. —Será mejor que termine mis recados.
Volver a la rutina debería haber sido justo lo que le convenía y sin embargo, mientras el carruaje subía traqueteando por la calle mojada, Nicholas se dio perfecta cuenta de que había perdido el control. De repente su vida ya no era ordenada.
Hacía una semana que ________ y él habían vuelto del campo, y aunque todos, incluido él, opinaban que la fiesta de su cumpleaños había sido un rotundo éxito, desde la erótica noche de su cumpleaños, las cosas en su matrimonio habían emprendido una clara espiral descendente.
Su bella esposa le escondía algo, y cuando pensaba en ello tenía la sensación de que hacía un tiempo que duraba.
Ella no lo haría, se dijo con firmeza, mientras se arrellanaba con desgana en el asiento del vehículo en marcha. ________ no era embustera, o al menos eso pensaba. Todo lo contrario, era cariñosa, inteligente, agradable y muy, muy hermosa.
Ese último detalle le causó cierta preocupación.
Eso era evidente para los demás hombres también. Ella llamaba la atención allí donde iba, y pese a que en su presencia, jamás había coqueteado en lo más mínimo, su joven esposa poseía cierta sensualidad inherente que era difícil ignorar.
Era detestable ser consciente de que cuando un hombre se casaba con una mujer tan atractiva como ________, podía estar condenado a soportar una repugnante e intensa sensación de celos. Nicholas no lo había considerado desde esa perspectiva hasta el presente, por la sencilla razón de que nunca se le había ocurrido que pudiera tener motivos para preocuparse.
El carruaje se detuvo en seco. Se apeó y se fijó en que el barrio no era ni sofisticado, ni ruinoso, sino que estaba repleto de negocios y viviendas respetables. El establecimiento que buscaba tenía un cartel recién pintado y además discreto. No ofrecía ninguna pista de la naturaleza del servicio que proporcionaba, y eso era exactamente lo que quería.
Entró en Hudson e hijos y el joven que estaba detrás del mostrador se puso de pie al instante y le hizo una reverencia.
—Excelencia. Mi padre le está esperando. Por aquí.
—Gracias —dijo, adusto.
Al cabo de unos minutos estaba sentado en un despachito atiborrado, frente a un hombre de cabello oscuro, mirada implacable y perilla. Nicholas carraspeó, preguntándose si habría algún ser humano más desgraciado que él en ese momento. Pero el señor Hudson se adelantó y dijo con una empatía sorprendente:
—Su nota era muy clara, excelencia. No es necesario que vuelva a explicarlo todo. Desea usted contratarnos para que sigamos a su esposa, ¿es correcto?
—Yo no deseo contratarles en absoluto, pero sí, en esencia es correcto.
—Puede estar seguro de nuestra competencia en asuntos de esta índole, y la confidencialidad está garantizada.
—Más vale que sea así. —Nicholas no solía utilizar su rango para intimidar, pero esto era importante para él. —Madame la duquesa no debe saberlo nunca. Si surgiera algo, yo lo resolvería en privado.
—Comprendo. —Hudson inclinó la cabeza. —Por favor, dese cuenta de que nosotros tenemos experiencia en este tipo de cosas.
—Yo no tengo la menor experiencia —dijo Nicholas, mientras miraba distraído el detallado mapa de Londres que había en la pared, —y para ser sincero, detesto contratarles.
—Muy pocas personas desean cruzar el umbral de nuestra oficina, excelencia.
—Imagino que eso es verdad. ¿Con qué frecuencia dispondré de sus informes?
—Tan a menudo como desee. Yo le sugiero una vez por semana, a menos que detectemos algo fuera de lo común. A menudo, si existe la aventura, la descubrimos de inmediato.
—De hecho, yo no he pensado ni por un segundo que mi esposa esté teniendo una aventura.
Hudson levantó las cejas como diciendo: ¿entonces por qué está usted aquí?
Al infierno con la dignidad.
—Pido a Dios por qué no la tenga. Mi secretario les enviará un cheque con sus honorarios —murmuró Nicholas.
—Necesitaría una descripción física y algunos detalles sobre su rutina diaria. ¿A qué dedica el tiempo?
—No sé con certeza cuáles son las ocupaciones cotidianas de la duquesa. El tipo de cosas que suele hacer una dama, imagino.
Era verdad. Ya que el sustento, no solo de su familia, sino también de muchas otras personas dependía de su prosperidad, Nicholas se dedicaba sobre todo a su trabajo. ________ iba a menudo de compras y a visitar a sus amigas, y también hacía obras de caridad en diversos orfanatos, para las cuales él le entregaba un dinero extra. Durante el día cada uno hacía su vida. Solo estaban un rato juntos por las tardes, y había muchas noches que él se iba al club. Era una situación muy habitual entre las parejas de su posición social.
No era de extrañar que tantos hombres y mujeres tuvieran la oportunidad de tener aventuras pasajeras.
—Entiendo. Eso nos ayudaría, pero no es imprescindible. Mi empleado averiguará enseguida las costumbres de su excelencia. —Hudson hizo un garabato en un pedazo de papel, con expresión profesional, inescrutable.
—Ni siquiera sé si tiene costumbres. —Nicholas defendió a su mujer aunque, técnicamente hablando, era él quien la acusaba. —No del tipo al que usted se refiere. Lo único que ocurre es que alguno de sus actos me ha sorprendido, eso es todo.
—¿Sorprendido? ¿En qué sentido?
Sí, sorprendido. Tenía que afrontar los hechos irrefutables. Metódico por naturaleza, Nicholas incluso se había sentado a anotar la lista de motivos por los que había empezado a inquietarse.
Todo había empezado con aquel endemoniado vestido provocativo que ________ lució en la ópera. Eso, constató Nicholas, marcó el principio del cambio en su comportamiento. Había ido adquiriendo mayor seguridad a una velocidad extraordinaria, y en el dormitorio hacía cosas que él nunca hubiera imaginado que le pasaran jamás por la cabeza a una dama joven como Dios manda. Diablos, le había atado a la cama y le había dado placer con la mano, y luego se puso a horcajadas sobre él y cabalgó sobre sus caderas como si supiera exactamente qué debía hacer.
Él, desde luego, antes nunca había hecho el amor en esa postura. Ni tampoco le sugirió que le tomara el miembro en la boca. Tampoco esa descocada ropa interior parecía la apropiada en una joven ingenua hasta ese momento y con una educación tan estricta. Solo el diablo sabía la tortura que suponía para Nicholas estar con ella en público, sabiendo que debajo del vestido llevaba esas piececitas de ropa, tan transparentes y tentadoras.
Los primeros meses de matrimonio ella se había comportado según lo previsto. Era tímida e insegura en la cama, y al día siguiente solía mostrarse un tanto avergonzada.
Nicholas tenía que afrontar que algo había cambiado desde entonces. Ahora su esposa hacía el amor como una cortesana, y estaba claro que no se lo había enseñado él.
Los hombres se fijaban en ella, la deseaban. Era preciosa y poseía cierta vitalidad que no pasaba desapercibida.
¿Era esa la razón por la que se negaba a decirle que estaba embarazada? Aún no había mencionado la posibilidad siquiera.
Tal vez el hijo no era suyo.
Dios del cielo, cómo le destrozaba pensar eso. No tenía nada que ver ni con su linaje familiar, ni con su maldito dinero, ni con el endiablado título. Imaginarla en brazos de otro hombre... no podía soportarlo. ¿Acaso ________ era capaz de declarar con tanta dulzura que le amaba y al mismo tiempo traicionarle?
No, en realidad no lo pensaba, pero, al mismo tiempo, necesitaba saberlo.
No obstante no tenía la menor intención de contarle todo eso al señor Hudson, de Investigaciones Hudson e hijos. No solo en aras de su propio orgullo, sino porque él jamás avergonzaría a ________ a sabiendas.
—Eso es privado —se limitó a decir, con la mirada firme.
Si el señor Hudson tenía la sensación de que Nicholas dificultaba su propia causa, era demasiado diplomático para decirlo.
—Por supuesto. Aunque una descripción nos sería útil, ya que sin duda ustedes viven en una residencia muy grande, y habrá gente entrando y saliendo a todas horas.
Describirla era fácil, pues conocía su cuerpo al milímetro, desde la punta de su centelleante cabellera hasta los pies.
—¿Le sirve esto? —Nicholas le entregó un retrato en miniatura, pintado recientemente. Solo por el hecho de desprenderse del medallón ya tenía la sensación de perder algo.
Hudson cogió el retrato de ________ y lo observó con atención.
—Mucho. Le felicito. La duquesa es encantadora. ¿Dígame, excelencia, sospecha usted de alguien en concreto? ¿Un amigo, un colega, un pariente? Es muy inusual que el culpable sea un desconocido.
Por un momento, Nicholas se sintió tan abatido que consideró la idea de levantarse y abandonar la investigación. Luego la desechó. Si su esposa era inocente, todo iría bien. Si no... Bien, en ese caso no estaba seguro de lo que haría, salvo que quedaría destrozado. En mil pedazos.
—No. —Se levantó, puso punto final a aquella dolorosa conversación y agradeció como nunca en su vida dar por terminada una cita.
Pronto lo sabría, pensó taciturno mientras volvía a subir en el carruaje.
Solo esperaba que conocer la verdad no le mandara directo al infierno.
—¿Te niegas a decírmelo? —________ miró a su cuñado con evidente reproche.
Por fin lo había acorralado en el pasillo que unía los aposentos de la familia en la enorme mansión de Mayfair, y eso le había costado bastante. Ahora sabía por qué lord Wellington le tenía en tanta estima. Damien era astuto. Era como si hubiera intuido que deseaba hablarle, y la evitaba con mucha habilidad.
—Mi querida ________, yo jamás te negaría nada.
Damien sonreía con aquel aire enigmático tan suyo, y ella tuvo la sensación de que si no hubiera estado literalmente atrapado, e incapaz de salir de sus habitaciones sin apartarla de un empujón, se habría alejado sin más, tras ese comentario tan ambiguo.
—Damien —le dijo con una entonación muy elocuente, —yo te aprecio mucho, pero si no me dices qué está pasando en esta casa soy capaz de recurrir a la violencia. La otra noche en la cena, Robert estuvo tan parco y tan distraído que creí que se atragantaría con la comida si le instaban a entablar una conversación civilizada. Nicholas también actúa de un modo extraño. Aquí yo soy la única mujer de la familia, y tengo la extraña sensación de que algo pasa si todos vosotros os mantenéis apartados de mí ex profeso.
Entonces volvió a pasar. Sin previo aviso, salvo un espasmo en el estómago, ________ tuvo una arcada tan fuerte que gimió y se tapó la boca con la mano, por temor a vomitar sobre las botas de su cuñado y mancharse ella también. Pero comprobó con cierto disgusto que él sacaba de inmediato un pañuelo y se lo ofrecía.
—Toma, usa esto y deja que vaya a buscar una palangana —le dijo.
Al cabo de pocos minutos ________ estaba medio echada en el sofá de la salita y Damien le daba un paño empapado en agua fría para la frente. El único aspecto positivo de todo ese embarazoso incidente era que, de hecho, había digerido el desayuno. Cuando recuperó el habla, dijo en un susurro:
—Perdona. Ha sido muy repentino.
Damien, que estaba a su lado en cuclillas, sonrió.
—Según tengo entendido, no es nada fuera de lo común. No soy médico, pero cuando uno está en el ejército adquiere cierta experiencia en estos menesteres. Siempre hay mujeres cerca de donde acampan los soldados, y las consecuencias suelen ser inevitables. Felicidades".
Ella le miró muy confundida.
—¿De qué diantre estás hablando?
Él frunció el ceño. Se quedó callado un momento, y luego dijo con amabilidad:
—¿Suele ocurrirte a menudo?
Últimamente muy a menudo, por desgracia, aunque la verdad es que no solía vomitar. Solo se mareaba de vez en cuando, y las últimas semanas había empezado a privarse de las salsas fuertes y los postres pesados hasta que se le pasara el malestar.
—A veces —le contestó; se incorporó y tragó saliva, —y luego se me pasa. Por favor, no se te ocurra contárselo a Nicholas. Se preocuparía, y seguro que estoy bien.
—Yo creo que estás perfectamente —corroboró Damien con una sonrisa. —Pero quizá deberías reflexionar sobre ciertas cosas. Puede que Nicholas actúe de forma extraña porque ya haya averiguado la causa de tu malestar.
—¿La causa? —Ella intentaba eliminar la sensación de sequedad que tenía en la boca, deseando con fruición esa taza de té ligero, que siempre le sentaba tan bien.
—Bueno, eres una mujer casada.
________ parpadeó, sin saber cómo contestar. Claro que estaba casada.
Damien maldijo en voz baja.
—Siempre me sorprende esa tendencia de la aristocracia inglesa de no informar a nuestras mujeres jóvenes sobre cuestiones prácticas. Llevo demasiado tiempo viviendo en un lugar donde la muerte es mucho más común que el milagro de la vida, así que seré franco. ________, ¿puedes estar embarazada?
¿Si estaba qué?
Se le escapó una leve exhalación. Damien quería decir que... Su cuñado se apoyó en los talones, con aire irónico.
—¿No se te había ocurrido?
Ella tardó un momento, pero luego meneó la cabeza y se lamió los labios resecos.
—Hasta ahora, no —confesó. —¿Eso provoca náuseas?
—En algunas mujeres sí, al principio. También duermen más, creo, porque gestar a otro ser humano requiere cierta energía, claro que el síntoma definitivo es que no tengas el período.
Él lo dijo con toda naturalidad, pero aun así ella se sonrojó. Fue un rubor muy evidente a juzgar por la reacción de Damien. La cara le ardía.
Se sintió como una tonta. Eso era peor que cuando su madre le dijo que soportara la noche de bodas sin quejarse. Le mortificaba que un joven soltero como Damien supiera más que ella sobre ese tema, y más grave aún era pensar que Nicholas también podía haberlo deducido.
¿Por qué su marido no le había dicho nada?
—Supongo que es posible —asintió aturdida.
—Yo apostaría a que se trata de eso —dijo Damien con una mueca. —Mi hermano mayor es un tanto reservado, pero sigue siendo un hombre. ¿Podría rogarte que tuvieras un varón y me liberaras de la abominable carga de ser el heredero del ducado? En España no me resulta mucha molestia, pero esta guerra no durará siempre. Detesto pensar que me vería obligado a posponer mi regreso a Inglaterra para evitar la insistente persecución de unas cuantas jovencitas ambiciosas.
—Tú nunca faltarías a tu deber con la Corona. —________ se incorporó un poco, aliviada al sentir que la náusea disminuía. —En cuanto a lo del heredero, haré todo lo que pueda.
Damien se puso de pie.
—Nicholas estará encantado.
—Como la mayoría de los hombres, supongo. —________ seguía molesta. Si su marido pensaba que podía estar embarazada, seguro que lo habría mencionado. Al pensar en ello, se dio cuenta de que tenía un retraso de varias semanas. Entonces recordó que se había encontrado mal cuando estuvieron en Rolthven, y las atenciones de su esposo adquirieron un nuevo significado.
Era como si la estuviera espiando.
Su cuñado insistió en acompañarla a las estancias ducales, y cuando Damien se fue ________ llamó a su doncella. En cuanto Molly acudió le preguntó sin darle importancia:
—¿El duque ha preguntado por mí últimamente?
La muchacha, que de pronto parecía incómoda, respondió con suavidad y deferencia:
—¿A qué se refiere, excelencia?
—Es solamente por curiosidad, no estoy disgustada, no se preocupe. ¿Le ha hecho alguna pregunta sobre mi estado de salud? —________ se sentó en el borde de la cama, intentando no entrelazar las manos con demasiada energía.
Molly torció el gesto y asintió con cierta vacilación.
—Cuando estábamos en Essex y un día usted se despertó más tarde, me preguntó si parecía más cansada de lo habitual, excelencia. En su estado es muy natural. Todos nosotros nos sentimos muy felices por los dos. Es una bendición.
¿Nosotros? Qué maravilla. Todos los habitantes de la casa estaban al tanto de su embarazo, menos ella. ________ se quedó abrumada, muda, hasta que acertó a decir:
—Gracias.
—¿Desea un té ligero? Le sentará bien. ________ consiguió asentir.
Cuando Molly se marchó, ella siguió sentada con las manos juntas en el regazo y el cerebro dándole vueltas al compás de unos arbitrarios espasmos del estómago.
¿De verdad iba a tener al hijo de Nicholas? Sintió un nudo en la garganta. Era feliz. ¿Por qué iba a llorar?
El no había acudido a ella desde que volvieron de Rolthven. ¿Era esta la razón? En los últimos días se había sentido muy sola y confusa a causa de ese comportamiento, y en parte había intentado hablar con Damien por ese motivo.
Eso tampoco había resultado un éxito. El hermano menor de Nicholas había esquivado con habilidad todas y cada una de sus preguntas, con una naturalidad y una sutileza de las que solo él era capaz. Al final fue ella quien acabó respondiendo a preguntas personales.
________, sentada en el borde de aquella cama enorme, se sintió triste y desamparada. Continuaba sin saber qué le pasaba a Robert, y aunque el ensimismamiento de Nicholas podía deberse a que supusiera que ella iba a dar a luz a su hijo, tenía la sensación de que esa no era excusa suficiente para su reciente actitud distante.
Era desgarrador admitir que no tenía ni la menor idea de cómo manejar este hecho.
Irguió la espalda, desechó la melancolía con decisión, se preguntó qué haría lady Rothburg y trató de recordar el texto del libro.
Por irritante que resulte el hombre común, sus actos suelen tener un motivo justificado. Algo con lo que nosotras no siempre estaremos de acuerdo, pero que para él es válido y justifica su comportamiento. Es necesario comportarse con discreción, pues a ningún hombre le gusta que una mujer se entrometa en su vida, pero saber qué le impulsa a actuar de una determinada manera solo os reportará ventajas.
Decir que la información es poder no es un cliché, es la pura verdad.
Tenía lógica. Primero lo primero: ________ necesitaba saber si de verdad estaba embarazada antes de enfrentarse a Nicholas por ese distanciamiento repentino.
El engaño puede adoptar muchas formas. Algunas veces, ocultar la verdad es una forma prudente de actuar. Pero eso también puede significar la muerte de un frágil vínculo de confianza. Si engañáis a vuestro amante, hacedlo con cuidado.
Del capítulo titulado:
«Lo que él debe saber»
Lea hizo un gesto vago.
—Si necesitamos algo más la llamaremos, señora Judson.
—Muy bien, madame. Excelencia. —La anciana hizo una reverencia con la cabeza y salió de la sala.
—Suele ir de aquí para allá dando órdenes a todo el mundo, como si la señora de la casa fuera ella y no yo. No es que me importe, porque es muy eficiente y los niños la adoran. Solo se acuerda de repente de que soy la hermana de una duquesa cuando tú vienes de visita —le explicó su hermana entre risas.
________ consiguió esbozar una sonrisa ausente.
—Tienes suerte de tenerla. Dime, ¿cómo están los niños?
Esa pregunta siempre provocaba una retahíla de descripciones sobre las diversas hazañas de sus sobrinas y su sobrino, pero ________ les quería mucho a todos, así que lo normal era que le encantara y le distrajera oírlas. Pero debía admitir que esta mañana en concreto estaba distraída.
—... y estaba debajo de la cama, nada menos... Bri, ¿me estás escuchando?
—Por supuesto —dijo de forma automática. Pero al ver la mirada de claro escepticismo de Lea, añadió con un suspiro: —quizá no con la atención que debiera. Perdona.
Estaban sentadas en la salita de invitados de la residencia de su hermana. Era un espacio acogedor, con butacas tapizadas de cretona y cojines bordados, y de las paredes colgaban varias acuarelas que su hermana había pintado recientemente. Lea dejó la taza de té a un lado.
—¿Pasa algo malo? Dijiste que la reunión campestre de Rolthven fue un éxito. Y por los comentarios de los periódicos parece que todo el mundo opina lo mismo. Me habría encantado que Henry y yo hubiéramos podido asistir.
—Fue bien. Me parece que los invitados disfrutaron mucho. Incluso Nicholas parecía relajado. —________ contempló la base de la taza con aire melancólico. —Al menos esa es la impresión que tuve. Estos días, en cambio, se está comportando de un modo bastante distinto.
Era cierto. Desde que habían vuelto había estado más absorto que nunca. A posteriori resultó un error haberle revelado sus verdaderos sentimientos. Nunca debía haberle dicho que le amaba. Esas sencillas palabras lo habían cambiado todo, aunque ________ habría jurado que en aquel momento Nicholas se había emocionado. La verdad es que le había dado un beso prolongado e intenso, y después le hizo el amor de una forma tierna y ardiente a la vez, pero puede que ella hubiera confundido el deseo físico con una respuesta emocional.
—Define distinto. —Lea frunció el ceño, preocupada. —Veo que esto te angustia mucho.
—Es difícil de describir. Está... distante.
—¿Más de lo normal?
________ reaccionó a eso con una sonrisa irónica. Sí, Nicholas solía presentar al mundo la imagen de un aristócrata privilegiado, nada complaciente, ni afable. Aunque ella sabía de primera mano que era muy capaz de ser ambas cosas.
—Sí. Sin duda más de lo habitual. A lo mejor solo se debe a que le obligué a pasar unos días en el campo y ahora está más ocupado que nunca, pero no ha...
Se detuvo, sin saber cómo seguir. Unas lágrimas imprevistas le inundaron los ojos y desvió la mirada hacia la ventana manchada por la lluvia.
—¿No ha...?
—Venido a mi cama —balbuceó entre sollozos reprimidos.
—Entiendo... —Lea parecía desconcertada, —y deduzco que no suele ser así.
—En absoluto. —________ parpadeó un par de veces, maldijo en su fuero interno esa reacción ante una sospecha a buen seguro infundada, y recobró la compostura. —¿Tú qué harías si Henry actuara así?
—Preguntárselo directamente, por supuesto. Pero mi Henry no es Rolthven, querida. Dudo que tu duque esté muy acostumbrado a que alguien cuestione sus actos, ni tan siquiera su esposa. —Lea pasó un dedo sobre el brazo de la butaca con expresión pensativa. —Puede que esto solo signifique que estás demasiado sensible. Los hombres tienen sus propios estados de ánimo y los matrimonios pasan por fases, como sucede en la naturaleza.
—O puede —señaló ________ exponiendo uno de sus mayores miedos, —que tenga una amante. Yo he hecho todo lo posible por evitarlo, pero...
Terminó la frase con un pequeño sollozo, y Lea la miró de frente con evidente curiosidad.
—¿Y qué has hecho?
—Eso no importa. —________ se levantó y depositó la taza de porcelana con sonora contundencia. Ella nunca era así, tan llorosa y emotiva sin razón. Hubiera jurado que los consejos de lady Rothburg habían surtido efecto. —Será mejor que termine mis recados.
Volver a la rutina debería haber sido justo lo que le convenía y sin embargo, mientras el carruaje subía traqueteando por la calle mojada, Nicholas se dio perfecta cuenta de que había perdido el control. De repente su vida ya no era ordenada.
Hacía una semana que ________ y él habían vuelto del campo, y aunque todos, incluido él, opinaban que la fiesta de su cumpleaños había sido un rotundo éxito, desde la erótica noche de su cumpleaños, las cosas en su matrimonio habían emprendido una clara espiral descendente.
Su bella esposa le escondía algo, y cuando pensaba en ello tenía la sensación de que hacía un tiempo que duraba.
Ella no lo haría, se dijo con firmeza, mientras se arrellanaba con desgana en el asiento del vehículo en marcha. ________ no era embustera, o al menos eso pensaba. Todo lo contrario, era cariñosa, inteligente, agradable y muy, muy hermosa.
Ese último detalle le causó cierta preocupación.
Eso era evidente para los demás hombres también. Ella llamaba la atención allí donde iba, y pese a que en su presencia, jamás había coqueteado en lo más mínimo, su joven esposa poseía cierta sensualidad inherente que era difícil ignorar.
Era detestable ser consciente de que cuando un hombre se casaba con una mujer tan atractiva como ________, podía estar condenado a soportar una repugnante e intensa sensación de celos. Nicholas no lo había considerado desde esa perspectiva hasta el presente, por la sencilla razón de que nunca se le había ocurrido que pudiera tener motivos para preocuparse.
El carruaje se detuvo en seco. Se apeó y se fijó en que el barrio no era ni sofisticado, ni ruinoso, sino que estaba repleto de negocios y viviendas respetables. El establecimiento que buscaba tenía un cartel recién pintado y además discreto. No ofrecía ninguna pista de la naturaleza del servicio que proporcionaba, y eso era exactamente lo que quería.
Entró en Hudson e hijos y el joven que estaba detrás del mostrador se puso de pie al instante y le hizo una reverencia.
—Excelencia. Mi padre le está esperando. Por aquí.
—Gracias —dijo, adusto.
Al cabo de unos minutos estaba sentado en un despachito atiborrado, frente a un hombre de cabello oscuro, mirada implacable y perilla. Nicholas carraspeó, preguntándose si habría algún ser humano más desgraciado que él en ese momento. Pero el señor Hudson se adelantó y dijo con una empatía sorprendente:
—Su nota era muy clara, excelencia. No es necesario que vuelva a explicarlo todo. Desea usted contratarnos para que sigamos a su esposa, ¿es correcto?
—Yo no deseo contratarles en absoluto, pero sí, en esencia es correcto.
—Puede estar seguro de nuestra competencia en asuntos de esta índole, y la confidencialidad está garantizada.
—Más vale que sea así. —Nicholas no solía utilizar su rango para intimidar, pero esto era importante para él. —Madame la duquesa no debe saberlo nunca. Si surgiera algo, yo lo resolvería en privado.
—Comprendo. —Hudson inclinó la cabeza. —Por favor, dese cuenta de que nosotros tenemos experiencia en este tipo de cosas.
—Yo no tengo la menor experiencia —dijo Nicholas, mientras miraba distraído el detallado mapa de Londres que había en la pared, —y para ser sincero, detesto contratarles.
—Muy pocas personas desean cruzar el umbral de nuestra oficina, excelencia.
—Imagino que eso es verdad. ¿Con qué frecuencia dispondré de sus informes?
—Tan a menudo como desee. Yo le sugiero una vez por semana, a menos que detectemos algo fuera de lo común. A menudo, si existe la aventura, la descubrimos de inmediato.
—De hecho, yo no he pensado ni por un segundo que mi esposa esté teniendo una aventura.
Hudson levantó las cejas como diciendo: ¿entonces por qué está usted aquí?
Al infierno con la dignidad.
—Pido a Dios por qué no la tenga. Mi secretario les enviará un cheque con sus honorarios —murmuró Nicholas.
—Necesitaría una descripción física y algunos detalles sobre su rutina diaria. ¿A qué dedica el tiempo?
—No sé con certeza cuáles son las ocupaciones cotidianas de la duquesa. El tipo de cosas que suele hacer una dama, imagino.
Era verdad. Ya que el sustento, no solo de su familia, sino también de muchas otras personas dependía de su prosperidad, Nicholas se dedicaba sobre todo a su trabajo. ________ iba a menudo de compras y a visitar a sus amigas, y también hacía obras de caridad en diversos orfanatos, para las cuales él le entregaba un dinero extra. Durante el día cada uno hacía su vida. Solo estaban un rato juntos por las tardes, y había muchas noches que él se iba al club. Era una situación muy habitual entre las parejas de su posición social.
No era de extrañar que tantos hombres y mujeres tuvieran la oportunidad de tener aventuras pasajeras.
—Entiendo. Eso nos ayudaría, pero no es imprescindible. Mi empleado averiguará enseguida las costumbres de su excelencia. —Hudson hizo un garabato en un pedazo de papel, con expresión profesional, inescrutable.
—Ni siquiera sé si tiene costumbres. —Nicholas defendió a su mujer aunque, técnicamente hablando, era él quien la acusaba. —No del tipo al que usted se refiere. Lo único que ocurre es que alguno de sus actos me ha sorprendido, eso es todo.
—¿Sorprendido? ¿En qué sentido?
Sí, sorprendido. Tenía que afrontar los hechos irrefutables. Metódico por naturaleza, Nicholas incluso se había sentado a anotar la lista de motivos por los que había empezado a inquietarse.
Todo había empezado con aquel endemoniado vestido provocativo que ________ lució en la ópera. Eso, constató Nicholas, marcó el principio del cambio en su comportamiento. Había ido adquiriendo mayor seguridad a una velocidad extraordinaria, y en el dormitorio hacía cosas que él nunca hubiera imaginado que le pasaran jamás por la cabeza a una dama joven como Dios manda. Diablos, le había atado a la cama y le había dado placer con la mano, y luego se puso a horcajadas sobre él y cabalgó sobre sus caderas como si supiera exactamente qué debía hacer.
Él, desde luego, antes nunca había hecho el amor en esa postura. Ni tampoco le sugirió que le tomara el miembro en la boca. Tampoco esa descocada ropa interior parecía la apropiada en una joven ingenua hasta ese momento y con una educación tan estricta. Solo el diablo sabía la tortura que suponía para Nicholas estar con ella en público, sabiendo que debajo del vestido llevaba esas piececitas de ropa, tan transparentes y tentadoras.
Los primeros meses de matrimonio ella se había comportado según lo previsto. Era tímida e insegura en la cama, y al día siguiente solía mostrarse un tanto avergonzada.
Nicholas tenía que afrontar que algo había cambiado desde entonces. Ahora su esposa hacía el amor como una cortesana, y estaba claro que no se lo había enseñado él.
Los hombres se fijaban en ella, la deseaban. Era preciosa y poseía cierta vitalidad que no pasaba desapercibida.
¿Era esa la razón por la que se negaba a decirle que estaba embarazada? Aún no había mencionado la posibilidad siquiera.
Tal vez el hijo no era suyo.
Dios del cielo, cómo le destrozaba pensar eso. No tenía nada que ver ni con su linaje familiar, ni con su maldito dinero, ni con el endiablado título. Imaginarla en brazos de otro hombre... no podía soportarlo. ¿Acaso ________ era capaz de declarar con tanta dulzura que le amaba y al mismo tiempo traicionarle?
No, en realidad no lo pensaba, pero, al mismo tiempo, necesitaba saberlo.
No obstante no tenía la menor intención de contarle todo eso al señor Hudson, de Investigaciones Hudson e hijos. No solo en aras de su propio orgullo, sino porque él jamás avergonzaría a ________ a sabiendas.
—Eso es privado —se limitó a decir, con la mirada firme.
Si el señor Hudson tenía la sensación de que Nicholas dificultaba su propia causa, era demasiado diplomático para decirlo.
—Por supuesto. Aunque una descripción nos sería útil, ya que sin duda ustedes viven en una residencia muy grande, y habrá gente entrando y saliendo a todas horas.
Describirla era fácil, pues conocía su cuerpo al milímetro, desde la punta de su centelleante cabellera hasta los pies.
—¿Le sirve esto? —Nicholas le entregó un retrato en miniatura, pintado recientemente. Solo por el hecho de desprenderse del medallón ya tenía la sensación de perder algo.
Hudson cogió el retrato de ________ y lo observó con atención.
—Mucho. Le felicito. La duquesa es encantadora. ¿Dígame, excelencia, sospecha usted de alguien en concreto? ¿Un amigo, un colega, un pariente? Es muy inusual que el culpable sea un desconocido.
Por un momento, Nicholas se sintió tan abatido que consideró la idea de levantarse y abandonar la investigación. Luego la desechó. Si su esposa era inocente, todo iría bien. Si no... Bien, en ese caso no estaba seguro de lo que haría, salvo que quedaría destrozado. En mil pedazos.
—No. —Se levantó, puso punto final a aquella dolorosa conversación y agradeció como nunca en su vida dar por terminada una cita.
Pronto lo sabría, pensó taciturno mientras volvía a subir en el carruaje.
Solo esperaba que conocer la verdad no le mandara directo al infierno.
—¿Te niegas a decírmelo? —________ miró a su cuñado con evidente reproche.
Por fin lo había acorralado en el pasillo que unía los aposentos de la familia en la enorme mansión de Mayfair, y eso le había costado bastante. Ahora sabía por qué lord Wellington le tenía en tanta estima. Damien era astuto. Era como si hubiera intuido que deseaba hablarle, y la evitaba con mucha habilidad.
—Mi querida ________, yo jamás te negaría nada.
Damien sonreía con aquel aire enigmático tan suyo, y ella tuvo la sensación de que si no hubiera estado literalmente atrapado, e incapaz de salir de sus habitaciones sin apartarla de un empujón, se habría alejado sin más, tras ese comentario tan ambiguo.
—Damien —le dijo con una entonación muy elocuente, —yo te aprecio mucho, pero si no me dices qué está pasando en esta casa soy capaz de recurrir a la violencia. La otra noche en la cena, Robert estuvo tan parco y tan distraído que creí que se atragantaría con la comida si le instaban a entablar una conversación civilizada. Nicholas también actúa de un modo extraño. Aquí yo soy la única mujer de la familia, y tengo la extraña sensación de que algo pasa si todos vosotros os mantenéis apartados de mí ex profeso.
Entonces volvió a pasar. Sin previo aviso, salvo un espasmo en el estómago, ________ tuvo una arcada tan fuerte que gimió y se tapó la boca con la mano, por temor a vomitar sobre las botas de su cuñado y mancharse ella también. Pero comprobó con cierto disgusto que él sacaba de inmediato un pañuelo y se lo ofrecía.
—Toma, usa esto y deja que vaya a buscar una palangana —le dijo.
Al cabo de pocos minutos ________ estaba medio echada en el sofá de la salita y Damien le daba un paño empapado en agua fría para la frente. El único aspecto positivo de todo ese embarazoso incidente era que, de hecho, había digerido el desayuno. Cuando recuperó el habla, dijo en un susurro:
—Perdona. Ha sido muy repentino.
Damien, que estaba a su lado en cuclillas, sonrió.
—Según tengo entendido, no es nada fuera de lo común. No soy médico, pero cuando uno está en el ejército adquiere cierta experiencia en estos menesteres. Siempre hay mujeres cerca de donde acampan los soldados, y las consecuencias suelen ser inevitables. Felicidades".
Ella le miró muy confundida.
—¿De qué diantre estás hablando?
Él frunció el ceño. Se quedó callado un momento, y luego dijo con amabilidad:
—¿Suele ocurrirte a menudo?
Últimamente muy a menudo, por desgracia, aunque la verdad es que no solía vomitar. Solo se mareaba de vez en cuando, y las últimas semanas había empezado a privarse de las salsas fuertes y los postres pesados hasta que se le pasara el malestar.
—A veces —le contestó; se incorporó y tragó saliva, —y luego se me pasa. Por favor, no se te ocurra contárselo a Nicholas. Se preocuparía, y seguro que estoy bien.
—Yo creo que estás perfectamente —corroboró Damien con una sonrisa. —Pero quizá deberías reflexionar sobre ciertas cosas. Puede que Nicholas actúe de forma extraña porque ya haya averiguado la causa de tu malestar.
—¿La causa? —Ella intentaba eliminar la sensación de sequedad que tenía en la boca, deseando con fruición esa taza de té ligero, que siempre le sentaba tan bien.
—Bueno, eres una mujer casada.
________ parpadeó, sin saber cómo contestar. Claro que estaba casada.
Damien maldijo en voz baja.
—Siempre me sorprende esa tendencia de la aristocracia inglesa de no informar a nuestras mujeres jóvenes sobre cuestiones prácticas. Llevo demasiado tiempo viviendo en un lugar donde la muerte es mucho más común que el milagro de la vida, así que seré franco. ________, ¿puedes estar embarazada?
¿Si estaba qué?
Se le escapó una leve exhalación. Damien quería decir que... Su cuñado se apoyó en los talones, con aire irónico.
—¿No se te había ocurrido?
Ella tardó un momento, pero luego meneó la cabeza y se lamió los labios resecos.
—Hasta ahora, no —confesó. —¿Eso provoca náuseas?
—En algunas mujeres sí, al principio. También duermen más, creo, porque gestar a otro ser humano requiere cierta energía, claro que el síntoma definitivo es que no tengas el período.
Él lo dijo con toda naturalidad, pero aun así ella se sonrojó. Fue un rubor muy evidente a juzgar por la reacción de Damien. La cara le ardía.
Se sintió como una tonta. Eso era peor que cuando su madre le dijo que soportara la noche de bodas sin quejarse. Le mortificaba que un joven soltero como Damien supiera más que ella sobre ese tema, y más grave aún era pensar que Nicholas también podía haberlo deducido.
¿Por qué su marido no le había dicho nada?
—Supongo que es posible —asintió aturdida.
—Yo apostaría a que se trata de eso —dijo Damien con una mueca. —Mi hermano mayor es un tanto reservado, pero sigue siendo un hombre. ¿Podría rogarte que tuvieras un varón y me liberaras de la abominable carga de ser el heredero del ducado? En España no me resulta mucha molestia, pero esta guerra no durará siempre. Detesto pensar que me vería obligado a posponer mi regreso a Inglaterra para evitar la insistente persecución de unas cuantas jovencitas ambiciosas.
—Tú nunca faltarías a tu deber con la Corona. —________ se incorporó un poco, aliviada al sentir que la náusea disminuía. —En cuanto a lo del heredero, haré todo lo que pueda.
Damien se puso de pie.
—Nicholas estará encantado.
—Como la mayoría de los hombres, supongo. —________ seguía molesta. Si su marido pensaba que podía estar embarazada, seguro que lo habría mencionado. Al pensar en ello, se dio cuenta de que tenía un retraso de varias semanas. Entonces recordó que se había encontrado mal cuando estuvieron en Rolthven, y las atenciones de su esposo adquirieron un nuevo significado.
Era como si la estuviera espiando.
Su cuñado insistió en acompañarla a las estancias ducales, y cuando Damien se fue ________ llamó a su doncella. En cuanto Molly acudió le preguntó sin darle importancia:
—¿El duque ha preguntado por mí últimamente?
La muchacha, que de pronto parecía incómoda, respondió con suavidad y deferencia:
—¿A qué se refiere, excelencia?
—Es solamente por curiosidad, no estoy disgustada, no se preocupe. ¿Le ha hecho alguna pregunta sobre mi estado de salud? —________ se sentó en el borde de la cama, intentando no entrelazar las manos con demasiada energía.
Molly torció el gesto y asintió con cierta vacilación.
—Cuando estábamos en Essex y un día usted se despertó más tarde, me preguntó si parecía más cansada de lo habitual, excelencia. En su estado es muy natural. Todos nosotros nos sentimos muy felices por los dos. Es una bendición.
¿Nosotros? Qué maravilla. Todos los habitantes de la casa estaban al tanto de su embarazo, menos ella. ________ se quedó abrumada, muda, hasta que acertó a decir:
—Gracias.
—¿Desea un té ligero? Le sentará bien. ________ consiguió asentir.
Cuando Molly se marchó, ella siguió sentada con las manos juntas en el regazo y el cerebro dándole vueltas al compás de unos arbitrarios espasmos del estómago.
¿De verdad iba a tener al hijo de Nicholas? Sintió un nudo en la garganta. Era feliz. ¿Por qué iba a llorar?
El no había acudido a ella desde que volvieron de Rolthven. ¿Era esta la razón? En los últimos días se había sentido muy sola y confusa a causa de ese comportamiento, y en parte había intentado hablar con Damien por ese motivo.
Eso tampoco había resultado un éxito. El hermano menor de Nicholas había esquivado con habilidad todas y cada una de sus preguntas, con una naturalidad y una sutileza de las que solo él era capaz. Al final fue ella quien acabó respondiendo a preguntas personales.
________, sentada en el borde de aquella cama enorme, se sintió triste y desamparada. Continuaba sin saber qué le pasaba a Robert, y aunque el ensimismamiento de Nicholas podía deberse a que supusiera que ella iba a dar a luz a su hijo, tenía la sensación de que esa no era excusa suficiente para su reciente actitud distante.
Era desgarrador admitir que no tenía ni la menor idea de cómo manejar este hecho.
Irguió la espalda, desechó la melancolía con decisión, se preguntó qué haría lady Rothburg y trató de recordar el texto del libro.
Por irritante que resulte el hombre común, sus actos suelen tener un motivo justificado. Algo con lo que nosotras no siempre estaremos de acuerdo, pero que para él es válido y justifica su comportamiento. Es necesario comportarse con discreción, pues a ningún hombre le gusta que una mujer se entrometa en su vida, pero saber qué le impulsa a actuar de una determinada manera solo os reportará ventajas.
Decir que la información es poder no es un cliché, es la pura verdad.
Tenía lógica. Primero lo primero: ________ necesitaba saber si de verdad estaba embarazada antes de enfrentarse a Nicholas por ese distanciamiento repentino.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 18
Cuando las cosas vayan mal en asuntos de amor, tal como sucede con demasiada frecuencia, limitaos a confiar en vuestros instintos. Sabréis qué hacer.
Del capítulo titulado
“El sol no brilla siempre”
Del capítulo titulado
“El sol no brilla siempre”
¿Te importaría decirme qué estás haciendo aquí? —Al reconocer la calle a través de las ventanas del carruaje, y esa elegante mansión a pocas manzanas de su residencia familiar, Robert se volvió hacia su hermano con expresión firme.
—Puede que le diera a entender a lady Marston que esta tarde vendría de visita —dijo Damien, empeñado en seguir con aquella maniobra evidente. —Además, debo hablar con sir Benedict. He recibido órdenes nuevas. Entraremos solo un momento, así que no pongas esa cara de susto.
—Esta táctica es muy poco original —señaló Robert con sorna. —Debería haberlo previsto cuando me preguntaste si quería acompañarte a Tattersalls. A veces olvido que tú nunca haces nada a las claras. Yo esperaré aquí junto al carruaje.
—¿Con este tiempo? —Damien atisbo por la ventana. —Estarás muy incómodo, en mi opinión.
Fuera hacía frío, humedad, era tan agradable como un calabozo antiguo, y caía una cortina de lluvia persistente. Robert se cruzó de brazos irritado y miró a Damien.
—Sobreviviré. No tardes, o le diré al cochero que nos marchemos sin ti.
—¿Cómo crees que se lo tomará Rebecca, si se entera de que prefieres tiritar por la humedad antes que verla a ella?
—Lo último que quiero hacer es animarla. Olvídalo.
Su hermano le obsequió con una de sus famosas miradas asesinas.
—¿Te das cuenta de que sus emociones también deben tenerse en cuenta, y no solo tu necesidad egoísta de ser indulgente contigo mismo y de perseguir tus intereses hedonistas sin censura? Una joven hermosa e inteligente de una buena familia siente una inclinación romántica hacia ti. Si dejas pasar esta oportunidad, voy a tener que dejar de pensar que eres inteligente.
La afirmación contenía tantas ofensas que Robert no sabía cuál de sus cáusticos contenidos rebatir primero. Abrió la boca para defenderse y luego la cerró de golpe.
—Yo envié unas flores hace un rato. Firmé la tarjeta solo con el apellido Jonas. Su madre pensará que vienen de mi parte. Rebecca confiará que vienen de la tuya.
—¿Es que estás loco de atar? —Le preguntó Robert con vehemencia. —No te metas en esto.
—Robert, desde que volvimos de Rolthven has estado tan tristón que apenas te conozco. Tienes un humor de perros. —Damien apoyó la espalda con expresión hermética. —No lo niegues. Todo el mundo se ha dado cuenta. ________ me persiguió el otro día para preguntármelo. Mira, hermano, tú no deseas un cambio así en tu vida, bien, pero a mí me parece que tu vida ya ha cambiado. ¿Dónde está el encantador y mujeriego Robert Jonas que se pasa la vida coqueteando, con total indiferencia, y se acuesta con una mujer distinta cada noche?
—Yo. No. Coqueteo —Robert espetó todas esas palabras con un énfasis singular.
—Ya no, es verdad. Doy por supuesto que últimamente no te has dedicado a ninguna de esas bellezas tan complacientes a las que solías perseguir.
—Si me acuesto con alguien o no, no es asunto tuyo —replicó Robert.
El problema era que Damien, maldito sea, había hecho una deducción astuta. No había buscado contacto alguno con ninguna mujer desde esa endemoniada celebración campestre.
No le había apetecido, y eso era una anomalía en su vida licenciosa.
—Eres mi hermano y tu felicidad me importa, me des permiso o no. —Damien se ajustó un guante y volvió la mirada hacia la casa. —Piénsalo de este modo: nos presentamos los dos juntos de visita a media tarde. La madre de Rebecca me considera un pretendiente apropiado, de modo que nuestra visita es bienvenida. Eso permite que tanto ella como sir Benedict acepten tu presencia en su salón. Considéralo un primer paso proverbial, si quieres.
—Tú ya conoces la historia —contestó Robert entre dientes. —Por Dios, hombre, si entro por esa puerta, es probable que me eche a patadas, y no quiero exponerme a una escena de ese tipo, y mucho menos a Rebecca.
—Dudo que suceda nada parecido —prosiguió Damien con la misma parsimonia. —También te sugiero que bailes al menos un vals con la señorita Marston, mañana por la noche en la fiesta de los Phillip. Limítate a tomártelo con calma y no permitas el menor cotilleo. Me parece que los Marston serán más complacientes de lo que crees, si piensan que tus intenciones son honorables. Al fin y al cabo, podían haberla obligado a casarse antes y no lo hicieron. En mi opinión eso significa que tienen en cuenta su opinión en este tema.
Robert seguía sopesando la afirmación inicial de Damien.
—¿Qué te hace pensar que sir Benedict no me echará a la calle escandalizado? —Miró con suspicacia a su hermano, preguntándose qué demonios debía haber estado tramando la semana anterior.
—Confía en mí.
—No es que no confíe...
—Robbie, el duque de Wellington se fía de mi palabra cuando están en juego las vidas de miles de soldados. ¿No crees que merezco cierta confianza de mi propio hermano?
Por lo visto no había otra respuesta posible a esa pregunta, salvo un ligero asentimiento, de modo que Robert se limitó a quedarse sentado e inclinó apenas la cabeza.
—Si —Damien levantó un dedo —tú demuestras ser un modelo de conducta decorosa a la hora de cortejar a su hija, y ella te acepta, creo que sus objeciones desaparecerán.
—Un modelo de conducta decorosa —repitió Robert, entre la ironía y la indignación. Tenía ganas de reír o de pegarle a algo. —Ah, eso suena fascinante. Aparte de que no sé muy bien cómo, tampoco estoy seguro de querer intentarlo siquiera.
—Pero tampoco estás seguro de no querer, lo cual ya es mucho. —Damien adoptó un aire de cierta petulancia y señaló la puerta. —¿Vamos?
Robert soltó un improperio, salió del carruaje y al cabo de unos minutos estaba sentado en la sala de visitas de los Marston, escuchando a medias la charla de la anfitriona. Intentaba dar las respuestas apropiadas, pero solo estaba pendiente de Rebecca.
El, que era capaz de olvidarse alegremente de cualquier mujer, ni siquiera podía apartar la mirada. ¿Qué diablos le estaba pasando?
Rebecca estaba deliciosa con ese vestido de seda rosa pálido, que realzaba su cabellera oscura y brillante y sus cautivadores ojos cobalto. Estaba sentada con porte gentil, pero obviamente tímido, en el borde mismo de la butaca, y cuando tras un intercambio breve, Damien se excusó para ir a hablar con su padre, abrió los ojos de par en par con discreción.
Robert constató con sarcasmo que aunque tuviera fama de ser un calavera libertino, capaz de arrastrar a una mujer a una situación comprometida, mantener una conversación educada con una matrona respetable y su inocente hija quedaba completamente al margen de sus capacidades. El único aspecto positivo era que ellas parecían tan fuera de lugar como él.
Consiguió responder a unas cuantas cuestiones con algunas banalidades, antes de plantear una él. Se dirigió a Rebecca.
—Tenía intención de preguntarle dónde aprendió esas piezas que interpretó tan bien cuando estábamos en Rolthven. Algunas las reconocí, por supuesto, pero no todas, y creo que mis favoritas eran las que no había oído nunca.
Por la razón que fuera, Rebecca enrojeció. Confundida. Y así, él pensó que por fin había introducido un tema que a ella le interesaba.
—Dígame, lord Robert —preguntó lady Marston con tono gélido, antes de que su hija pudiera contestar, —hablando de esa noche, ¿dónde aprendió a tocar el chelo de forma tan divina? No tenía ni idea de que tuviera usted tanto talento.
Las palabras eran corteses. El desdén manifiesto, no.
—Tanto mis hermanos como yo tuvimos profesores de música —dijo con deliberada vaguedad y sin apartar la vista de aquella joven tan nerviosa sentada al otro extremo de la sala.
—El chelo es uno de mis instrumentos preferidos. —Rebecca se alisó la falda con meticulosidad.
—Y el mío. También toco un poco el violín y la flauta, pero el chelo sigue siendo mi favorito —murmuró él con indiferencia.
—Su cuñada, la duquesa, es una joven encantadora, ¿no cree? Pasamos unos días deliciosos.
Otro cambio de tema evidente. Muy bien.
—No hay duda de que ________ es tan gentil como bella. Mi hermano es un hombre afortunado —sonrió a Rebecca. —Tengo entendido que son ustedes amigas desde niñas.
—De pequeñas eran inseparables —le informó lady Marston, interfiriendo en la respuesta de su hija. —Eran algo traviesas las dos, pero todo eso pasó. Como la mayoría de las jovencitas bien educadas, han dejado atrás toda tendencia a la incorrección. Mire lo bien que se ha casado ________. Su hermano es la personificación del decoro. Un auténtico caballero, no solo de nombre, sino de hecho. También lord Damien tiene una reputación impecable.
En otras circunstancias le habría divertido quedar al margen de forma tan obvia de la lista de varones respetables de su familia. Pero no se divertía en lo más mínimo.
La implicación era muy clara. Cualquier relación con él era de lo más inapropiado para una joven de buena familia. El que fuera cierto no mejoraba las cosas. Robert no tenía ni la menor idea de cómo defenderse, y lo peor de todo era que lady Marston parecía saberlo.
Al final lo dejó correr.
—Mis hermanos son dos buenas personas, aunque puede que yo no sea objetivo —confiaba parecer inocente.
—Ellos también tienen muy buena opinión de usted —comentó Rebecca después de silenciar a su madre con la mirada.
—Eso espero. —Robert le agradeció con una sonrisa que interviniera en su defensa.
—Sí, bueno, los miembros de una familia no suelen ver los fallos de sus parientes, ¿verdad? —Lady Marston le miró mordaz, y aquel comentario tan directo provocó que Rebecca hiciera un ruidito, como una especie de leve gemido de consternación.
No es que Robert se hubiera hecho muchas ilusiones respecto a aquella visita, pero no esperaba tanta brusquedad.
—Sí, pero también es verdad que suelen conocerse entre sí mejor que nadie. A menudo la opinión que tiene la gente sobre el carácter de alguien y la realidad son cosas bastante distintas —señaló Robert con tranquilidad.
—Eso es cierto —corroboró Rebecca de inmediato. Tal vez demasiado.
—Quizá en algunos casos. —Lady Marston no parecía demasiado afectada por el comentario de Robert. —Pero los rumores siempre tienen algo de cierto.
Robert dominó el impulso de mirar hacia la puerta. ¿Dónde diantre estaba Damien?
Rebecca estaba tan cerca que solo podía pensar en la suave curvatura de su boca y en qué había sentido cuando la tuvo junto a los labios, en sus manos sujetándole con delicadeza, en la fragancia de su cabello, y maldita sea, ella le miraba de una forma que indicaba que también lo recordaba.
Y era bastante evidente que eso, a su madre, no le había pasado por alto.
La falta de mundo de Rebecca era desconcertante y atrayente al mismo tiempo. Algunas de las damas con las que él solía relacionarse seguían coqueteando ante las narices de sus maridos. Demonios, él mismo había flirteado con ellas ante las narices de esos maridos. Otras eran viudas experimentadas, o mantenidas, como la notoria lady Rothburg, que había escrito un manual de instrucciones sobre ardides para recuperar al marido o alguna tontería similar. Robert no frecuentaba burdeles, ni mantenía una amante fija, pero nunca le faltaba compañía femenina cuando la deseaba.
La seducción era un arte. Él lo había estudiado, había perfeccionado la técnica, y todo eso no le favorecía en absoluto cuando estaba sentado allí, en la atmósfera rígida del salón de una dama joven e ingenua, que se merecía todas las cortesías, todas las palabras floridas y los gestos románticos de un cortejo formal.
Damien tenía razón, lo más probable era que él fuera capaz de seducir a Rebecca. Recordó su oferta de un encuentro clandestino en Rolthven, pero había dejado pasar esa oportunidad y, seguramente, nunca volvería a verla a solas. Aparte de que estaba en contra de la idea. Acceder a visitarla en la salita de sus padres era una cosa, pero comprometer a la hija de sir Benedict Marston significaba un paseo hasta la catedral, todos esos adornos y... no sabía por qué demonios le pasaban estas cosas por la cabeza.
Vio con gran alivio que su hermano regresaba por fin. Ambos se excusaron y se fueron, y en cuanto estuvieron otra vez instalados en el carruaje, dijo con sequedad:
—Odio criticar tu destreza legendaria, pero ha sido un completo desastre.
—¿Y eso? —A Damien, arrellanado en el asiento de enfrente, no pareció impresionarle tal afirmación. —¿Estás perdiendo clase? ¿Ya no está interesada la bella Rebecca? Habría jurado que después de aquel beso tan tierno...
—¿Nos estuviste observando? —interrumpió Robert sin saber por qué le irritaba tanto.
—A propósito no, tonto antipático. Yo estaba fuera, en la oscuridad, y vosotros en una habitación iluminada. Incluso a través de las cortinas era obvio lo que estaba pasando. Por no hablar de la cara de Rebecca cuando se reunió conmigo después, y la acompañé a la casa. Ese destello soñador es inconfundible.
—Estás haciendo lo posible para que me sienta culpable por ello. —Robert cambió de postura, mostrando su incomodidad. —No lo conseguirás.
—Ya lo he conseguido. Por Dios, Robert, ¿por qué eres tan obtuso? Todas las demás se limitan a caer en tus brazos solo con mover el meñique, pero esta vez has de esforzarte para conseguir lo que quieres. No veo por qué es tan terrible. La bella damisela ya está rendida. Lo único que has de hacer es convencer a sus padres de que tus intenciones son honorables.
—¿Ah, solo eso? —Preguntó Robert con ironía. —Los sutiles y velados comentarios de lady Marston sobre mi falta de carácter constituyen un cierto problema. Lo ha dejado tan claro como si hubiera dicho en voz alta que me considera un sinvergüenza, indigno de cortejar a su hija.
—¿Y? Te costará cierto esfuerzo. ¿Acaso la dulce Rebecca no lo vale?
—Para ti es muy fácil dar consejos porque no estás en mi lugar. —Robert vaciló, dividido entre el resentimiento y algo distinto. Algo que en realidad no quería analizar a fondo. Al fin dijo: —Mira, Damien, lo que ella cree desear y lo que yo soy puede que no sea lo mismo. Tienes cierta razón. El crápula Robert Jonas gusta a las mujeres. Pero mi verdadero yo no les interesa. Yo amo la música. Disfruto con las veladas tranquilas en casa. Adoro a mi abuela, y visito a los amigos de mi padre por la simple razón de que les aprecio. Es muy posible que Rebecca vea solo la cara que presento en sociedad. No sé si me enorgullezco de ese Robert Jonas, pero a las mujeres les gusta.
—¿Así que te preocupa que ella esté enamorada del libertino y no del hombre auténtico?
No estaba seguro de sus sentimientos ante tal circunstancia. Nunca antes había tenido que analizar sus emociones, ni sopesar la posibilidad de un compromiso.
—No lo sé.
—Oh, por favor, confía en ella. Es capaz de distinguir el hombre que toca el chelo como un poeta que recrea sus versos, del calavera que solo de vez en cuando muestra una chispa de sensibilidad.
Esa afirmación hacía que todo pareciera muy sencillo, cuando no lo era en absoluto. Robert arqueó una ceja con aire cínico. —¿Una chispa?
—He dicho que de vez en cuando «muestra una chispa» —matizó Damien, inmune ante esa reacción tan brusca. —La verdad es que de nosotros tres tú eres el más sensible. Nicholas halla consuelo en su trabajo, yo lo obtengo en la guerra y las intrigas, y tú lo buscabas en los brazos de mujeres bellas. No pretendo ser un filósofo, pero tú, al menos, fomentabas el placer y el contacto humano. Venga, hermano, por favor, explícame por qué es imposible que caigas rendido de amor por una joven con tu misma sensibilidad, y goces solo en sus brazos. Es obvio que no te satisface ir de cama en cama.
—¿Qué te hace pensar que no estoy satisfecho? —Robert se dio cuenta de que había alzado la voz, y rectificó: —No tengo interés en cambiar de vida.
—¿Y qué hay de los hijos? Yo siempre he pensado que serías un padre magnífico. Tienes ese tipo de personalidad que a los niños les encanta. También disfrutas con el ejercicio físico, el preciso para retozar con tus hijos sobre la hierba o dar vueltas con tu hijita a cuestas. Con tu naturaleza sentimental...
—Por Dios santo, Damien, ¿quieres callar? —barboteó Robert, imaginándose de pronto una niñita risueña con tirabuzones negros y ojos del color de un mar tropical, en los brazos.
Nunca le había pasado nada parecido por la cabeza y, al pensar en ello, tuvo un ataque de pánico y emoción que le dejó paralizado.
—Me callaré si me contestas con sinceridad una pregunta.
Lo que fuera para que se callara de una vez. Cualquier cosa. Robert asintió con precipitación y desgana.
Damien se apoyó en la banqueta, con la mirada firme.
—¿Serías capaz de hacerle daño? Porque, créeme, si después de ese beso desapareces, lo harás.
Robert sintió el peso de la frustración en el pecho y espetó:
—Yo no tengo intención de hacer daño a nadie.
—Pues entonces, no lo hagas —replicó su hermano en voz baja.
El silencio era agobiante. Rebecca examinó la urna griega de la mesilla que tenía delante con decidida concentración, mientras notaba cómo se le humedecían las palmas de las manos. La mirada de su madre solo podía calificarse de férrea y suspicaz.
Al fin lady Marston rompió esa calma tensa y dijo en tono cortante:
—¿Puedo preguntar qué ha significado todo esto? Rebecca dirigió la vista al severo rostro de su madre.
—¿A qué te refieres?
—A mí misma me cuesta creerlo, pero me parece que Robert Jonas acaba de venir a visitarte. Por lo que sé te envió unos tulipanes maravillosos, que deben haberle costado una fortuna porque, ¿dónde diantre se encuentran tulipanes en esta época del año?
De hecho, Rebecca tenía la sospecha de que en realidad era Damien quien había hecho que le enviaran las flores. Ese era exactamente el tipo de gesto que imaginaba característico del hermano Jonas enigmático. Su deducción no estaba basada en las preciosas flores en sí, sino en la críptica tarjeta firmada con el apellido familiar. Parecía el tipo de cosa que haría Damien. Robert habría puesto su nombre.
—Lo dudo mucho —consiguió decir, con sinceridad.
—Vino a verte a ti.
—Vino con lord Damien. Pasaron un momento de camino a otro sitio, ¿recuerdas?
—Rebecca, que soy tu madre.
Un hecho que ella no necesitaba en absoluto que le recordara.
—No creí que eso se hubiera puesto en duda —contestó sin pensar, ya que recurrir al sarcasmo no solía ser buena idea.
Erguida y con las manos juntas en el regazo, su madre fijó la vista en el otro extremo de la sala.
—Yo estaba aquí sentada y vi cómo te miraba. Es más, vi cómo le mirabas tú a él.
Bien, quizá poder decir la verdad, por fin, fuera lo mejor.
—Ya llevo algún tiempo mirándole de ese modo —musitó.
Su madre no solía quedarse sin palabras muy a menudo.
Rebecca prosiguió con franqueza:
—No debes preocuparte, él no se fijó en mí hasta hace poco. Era como si yo fuera invisible, la verdad. Por muchos comentarios que hayas oído sobre Robert, seguro que convendrás conmigo que siempre evita a jovencitas como yo, que llevan la temible etiqueta de casaderas. No le interesa el compromiso.
Pero su aparición esa tarde tal vez significaba que lo estaba reconsiderando. Rebecca tenía las manos húmedas y sin duda había enrojecido. Robert Jonas había ido, se había sentado en su saloncito y había sido incapaz de comportarse con su desenvoltura y naturalidad habituales. ¿Seguro que eso era un progreso?
—¿Cuándo tuvisteis ocasión de tener una conversación tan personal? —Su madre se llevó las manos al cuello con un gesto teatral. —Sabía que nunca debía haber permitido que salieras a dar un paseo con él, por breve que fuera.
Rebecca no pensaba explicárselo.
—Dime —preguntó, —¿por qué Damien es perfectamente aceptable como marido y Robert no? Ambos son los hermanos menores de un duque, ambos disponen de considerables herencias, ambos son apuestos y bien educados, ambos...
—No son granujas mujeriegos —interrumpió su madre con la voz quebrada. —¿No me dirás en serio que deseas que permitamos que Robert Jonas te haga la corte?
—No hace falta que pronuncies su nombre como si fuera una especie de maldición —murmuró Rebecca, reprimiendo el impulso histérico de echarse a reír ante la expresión de incredulidad de su madre. —Ya que me lo preguntas, y aunque de hecho dudo que suceda, me gustaría no solo que lo permitierais, sino que lo favorecierais.
—¿Favorecerlo? Él es...
Rebecca arqueó las cejas y esperó con educación que su madre diera con las palabras adecuadas.
—Es... bueno... promiscuo es la única forma de describirle.
—Lo ha sido, o eso dicen —admitió Rebecca con una punzada de celos. —Pero no es menos cierto que muchos supuestos caballeros de la alta sociedad lo son. Madre, yo no soy tan ingenua. Casándome con cualquier caballero de mi clase social asumo el riesgo de que tenga una amante o una aventura —recordó la determinación de ________ en este asunto, y en el libro de lady Rohtburg. —Yo opino que toda mujer vive con esa preocupación cuando escoge un marido, por respetable que parezca. Pero por alguna razón, creo que cuando Robert se comprometa con una mujer y decida casarse, hará todo lo contrario. Algo en él que me dice que sería fiel.
—No le conoces lo suficiente como para juzgarle. —Había cierto temblor en la voz de su madre.
—¿No? Llevo un año enamorada de él. Si crees que no le he observado, aunque fuera desde lejos, que no le he sonsacado el más mínimo detalle a ________, que no he leído las columnas de cotilleos, y que en general no he escuchado toda conversación en la que se mencionara su nombre, te equivocas, madre.
—¡Rebecca!
—Es la verdad —repuso ella sin más.
Fue un alivio inmenso decir todo eso en voz alta. Ocultárselo a sus padres había sido una tortura, y rechazar propuestas matrimoniales había requerido dar ciertas explicaciones que no eran del todo veraces. Era mejor que todo estuviera claro.
Se hizo de nuevo un silencio, no tan denso, sino más contemplativo.
Su madre la examinó como si fuera la primera vez que la veía, y el gesto de indignación fue desapareciendo de su cara, al compás solemne del tictac del reloj de la repisa.
—Me parece que hablas en serio —dijo al fin.
Rebecca reprimió una carcajada, al detectar una sombra de horror en la expresión de su madre, que acababa de deducir las implicaciones de su propia frase.
—Sí.
—Cuando estuvimos en Rolthven, me pregunté un par de veces si querías saber la verdad, y cuando tocasteis juntos aquella noche...
—¿Sí? —interrumpió, intrigada por lo que su madre había dado a entender.
—Una no puede sentirse atraída por un hombre solo porque toque el violonchelo de maravilla —replicó con afectación. —Sabías que tú serías especialmente sensible a ese tipo de talento.
—Yo desconocía eso de Robert —le recordó Rebecca. —Y te acabo de decir que estoy enamorada de él desde hace un año.
—En efecto. —Su madre se masajeó la sien. —Y aún estoy asimilando las implicaciones de esta... esta...
—¿Catástrofe? —apuntó Rebecca con ironía.
—Yo no iba a decirlo de ese modo, pero bien, sí. Supongo que es acertado. ¿De verdad crees amar a ese joven apuesto e imprudente?
—¿Cuántas veces he de decirlo?
—Tu padre tiene algo contra él.
—Lo sé. —Rebecca observó por un momento sus manos unidas. —Pero he sido informada de que no me aclararán los detalles. Robert, por otro lado, dice que es inocente de cualquier acusación que haya contra él. Pero tampoco me contó el origen del desacuerdo.
—Por lo visto nosotras no debemos saberlo. Los hombres tienen la molesta costumbre de excluirnos de sus disputas personales.
Rebecca no esperaba en absoluto la menor solidaridad, de modo que ese comentario suscitó un parpadeo de sorpresa.
—Él no es el marqués de Highton —apuntó su madre con aire pensativo.
—No, no lo es. Pero si Robert me hubiera propuesto matrimonio como el marqués, me habría casado con él.
—¿Lo harías? Supongo que eso es prometedor. Y aunque no sea un marqués, es el hermano pequeño de un duque. No sería un mal enlace, a juzgar por lo que he visto esta tarde.
En ese momento fue Rebecca quien se quedó muda de perplejidad.
Su madre se irguió en la butaca.
—¿Qué te creías? ¿Que no tendría en cuenta tus sentimientos? Yo te quiero. Eres mi única hija. Quiero que te cases bien, pero el matrimonio por amor es algo especial. La verdad es que creo que si no hubiera visto a lord Robert hoy aquí, todo esto me disgustaría más. Pero lo cierto es que no se comportó como el pícaro seductor que yo esperaba. Parecía más bien un hombre en una situación poco habitual.
Esa descripción era acertada.
—Y lo cierto es que es incapaz de apartar la vista de ti. —Su madre se ajustó la falda con gesto lánguido y aire reflexivo. —Sabes, si le llevas al altar será el acontecimiento social de la década, en cierto modo.
Dar una campanada social era lo último que Rebecca tenía en mente, pero si eso inclinaba a su madre a aceptar la situación, por supuesto que no iba a discutir.
—No tengo ni idea de si tal cosa es posible. Damien parece pensar que sí, pero yo no lo sé. Robert no quiere casarse.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó, ya te lo he dicho.
—¿Robert Jonas habló contigo de sus sentimientos acerca del matrimonio?
Justo antes de besarla. Rebecca decidió no mencionar ese lapso de decoro. Bajó los ojos al suelo y observó las rosas sobre fondo beis de la alfombra.
—No quiere cambiar de vida.
—A los hombres suele pasarles. —Su madre alzó las cejas con un delicado énfasis propio de una dama. —Pero nosotras acostumbramos a saber mejor lo que quieren antes de que ellos se den cuenta. A menudo necesitan que les conduzcan por el camino correcto.
Aquello sonaba tan parecido al título de ese útil capítulo de lady Rothburg, que Rebecca giró la cara para disimular su expresión. Su madre sufriría un ataque de horror monumental si descubriera que compartía los sentimientos de una notoria cortesana.
No obstante, el consejo era el mismo. Qué interesante.
—El verdadero obstáculo es tu padre.
Rebecca, que ya conocía ese dato, hundió los hombros.
—Lo sé.
Una sonrisa peculiar apareció en el rostro de su madre. No expresaba malicia, más bien la insinuaba.
—Hagamos un pacto, querida. Si tú eres capaz de meter en vereda al pícaro lord Robert, yo me ocuparé de tu padre. No olvides que las mujeres suelen abordar los asuntos del corazón de una forma más sutil, pero que suele funcionar a la perfección.
Una segunda cita, casi palabra por la palabra, de Los consejos de lady Rothburg dejó a Rebecca sin palabras. El libro, que se había publicado hacía diez años, estaba prohibido. Pero antes de que el Parlamento lo considerara demasiado osado para el público, había alcanzado una cifra récord de ventas. ¿Seguro que su madre no había comprado nunca un ejemplar?
Imposible.
—Puede que le diera a entender a lady Marston que esta tarde vendría de visita —dijo Damien, empeñado en seguir con aquella maniobra evidente. —Además, debo hablar con sir Benedict. He recibido órdenes nuevas. Entraremos solo un momento, así que no pongas esa cara de susto.
—Esta táctica es muy poco original —señaló Robert con sorna. —Debería haberlo previsto cuando me preguntaste si quería acompañarte a Tattersalls. A veces olvido que tú nunca haces nada a las claras. Yo esperaré aquí junto al carruaje.
—¿Con este tiempo? —Damien atisbo por la ventana. —Estarás muy incómodo, en mi opinión.
Fuera hacía frío, humedad, era tan agradable como un calabozo antiguo, y caía una cortina de lluvia persistente. Robert se cruzó de brazos irritado y miró a Damien.
—Sobreviviré. No tardes, o le diré al cochero que nos marchemos sin ti.
—¿Cómo crees que se lo tomará Rebecca, si se entera de que prefieres tiritar por la humedad antes que verla a ella?
—Lo último que quiero hacer es animarla. Olvídalo.
Su hermano le obsequió con una de sus famosas miradas asesinas.
—¿Te das cuenta de que sus emociones también deben tenerse en cuenta, y no solo tu necesidad egoísta de ser indulgente contigo mismo y de perseguir tus intereses hedonistas sin censura? Una joven hermosa e inteligente de una buena familia siente una inclinación romántica hacia ti. Si dejas pasar esta oportunidad, voy a tener que dejar de pensar que eres inteligente.
La afirmación contenía tantas ofensas que Robert no sabía cuál de sus cáusticos contenidos rebatir primero. Abrió la boca para defenderse y luego la cerró de golpe.
—Yo envié unas flores hace un rato. Firmé la tarjeta solo con el apellido Jonas. Su madre pensará que vienen de mi parte. Rebecca confiará que vienen de la tuya.
—¿Es que estás loco de atar? —Le preguntó Robert con vehemencia. —No te metas en esto.
—Robert, desde que volvimos de Rolthven has estado tan tristón que apenas te conozco. Tienes un humor de perros. —Damien apoyó la espalda con expresión hermética. —No lo niegues. Todo el mundo se ha dado cuenta. ________ me persiguió el otro día para preguntármelo. Mira, hermano, tú no deseas un cambio así en tu vida, bien, pero a mí me parece que tu vida ya ha cambiado. ¿Dónde está el encantador y mujeriego Robert Jonas que se pasa la vida coqueteando, con total indiferencia, y se acuesta con una mujer distinta cada noche?
—Yo. No. Coqueteo —Robert espetó todas esas palabras con un énfasis singular.
—Ya no, es verdad. Doy por supuesto que últimamente no te has dedicado a ninguna de esas bellezas tan complacientes a las que solías perseguir.
—Si me acuesto con alguien o no, no es asunto tuyo —replicó Robert.
El problema era que Damien, maldito sea, había hecho una deducción astuta. No había buscado contacto alguno con ninguna mujer desde esa endemoniada celebración campestre.
No le había apetecido, y eso era una anomalía en su vida licenciosa.
—Eres mi hermano y tu felicidad me importa, me des permiso o no. —Damien se ajustó un guante y volvió la mirada hacia la casa. —Piénsalo de este modo: nos presentamos los dos juntos de visita a media tarde. La madre de Rebecca me considera un pretendiente apropiado, de modo que nuestra visita es bienvenida. Eso permite que tanto ella como sir Benedict acepten tu presencia en su salón. Considéralo un primer paso proverbial, si quieres.
—Tú ya conoces la historia —contestó Robert entre dientes. —Por Dios, hombre, si entro por esa puerta, es probable que me eche a patadas, y no quiero exponerme a una escena de ese tipo, y mucho menos a Rebecca.
—Dudo que suceda nada parecido —prosiguió Damien con la misma parsimonia. —También te sugiero que bailes al menos un vals con la señorita Marston, mañana por la noche en la fiesta de los Phillip. Limítate a tomártelo con calma y no permitas el menor cotilleo. Me parece que los Marston serán más complacientes de lo que crees, si piensan que tus intenciones son honorables. Al fin y al cabo, podían haberla obligado a casarse antes y no lo hicieron. En mi opinión eso significa que tienen en cuenta su opinión en este tema.
Robert seguía sopesando la afirmación inicial de Damien.
—¿Qué te hace pensar que sir Benedict no me echará a la calle escandalizado? —Miró con suspicacia a su hermano, preguntándose qué demonios debía haber estado tramando la semana anterior.
—Confía en mí.
—No es que no confíe...
—Robbie, el duque de Wellington se fía de mi palabra cuando están en juego las vidas de miles de soldados. ¿No crees que merezco cierta confianza de mi propio hermano?
Por lo visto no había otra respuesta posible a esa pregunta, salvo un ligero asentimiento, de modo que Robert se limitó a quedarse sentado e inclinó apenas la cabeza.
—Si —Damien levantó un dedo —tú demuestras ser un modelo de conducta decorosa a la hora de cortejar a su hija, y ella te acepta, creo que sus objeciones desaparecerán.
—Un modelo de conducta decorosa —repitió Robert, entre la ironía y la indignación. Tenía ganas de reír o de pegarle a algo. —Ah, eso suena fascinante. Aparte de que no sé muy bien cómo, tampoco estoy seguro de querer intentarlo siquiera.
—Pero tampoco estás seguro de no querer, lo cual ya es mucho. —Damien adoptó un aire de cierta petulancia y señaló la puerta. —¿Vamos?
Robert soltó un improperio, salió del carruaje y al cabo de unos minutos estaba sentado en la sala de visitas de los Marston, escuchando a medias la charla de la anfitriona. Intentaba dar las respuestas apropiadas, pero solo estaba pendiente de Rebecca.
El, que era capaz de olvidarse alegremente de cualquier mujer, ni siquiera podía apartar la mirada. ¿Qué diablos le estaba pasando?
Rebecca estaba deliciosa con ese vestido de seda rosa pálido, que realzaba su cabellera oscura y brillante y sus cautivadores ojos cobalto. Estaba sentada con porte gentil, pero obviamente tímido, en el borde mismo de la butaca, y cuando tras un intercambio breve, Damien se excusó para ir a hablar con su padre, abrió los ojos de par en par con discreción.
Robert constató con sarcasmo que aunque tuviera fama de ser un calavera libertino, capaz de arrastrar a una mujer a una situación comprometida, mantener una conversación educada con una matrona respetable y su inocente hija quedaba completamente al margen de sus capacidades. El único aspecto positivo era que ellas parecían tan fuera de lugar como él.
Consiguió responder a unas cuantas cuestiones con algunas banalidades, antes de plantear una él. Se dirigió a Rebecca.
—Tenía intención de preguntarle dónde aprendió esas piezas que interpretó tan bien cuando estábamos en Rolthven. Algunas las reconocí, por supuesto, pero no todas, y creo que mis favoritas eran las que no había oído nunca.
Por la razón que fuera, Rebecca enrojeció. Confundida. Y así, él pensó que por fin había introducido un tema que a ella le interesaba.
—Dígame, lord Robert —preguntó lady Marston con tono gélido, antes de que su hija pudiera contestar, —hablando de esa noche, ¿dónde aprendió a tocar el chelo de forma tan divina? No tenía ni idea de que tuviera usted tanto talento.
Las palabras eran corteses. El desdén manifiesto, no.
—Tanto mis hermanos como yo tuvimos profesores de música —dijo con deliberada vaguedad y sin apartar la vista de aquella joven tan nerviosa sentada al otro extremo de la sala.
—El chelo es uno de mis instrumentos preferidos. —Rebecca se alisó la falda con meticulosidad.
—Y el mío. También toco un poco el violín y la flauta, pero el chelo sigue siendo mi favorito —murmuró él con indiferencia.
—Su cuñada, la duquesa, es una joven encantadora, ¿no cree? Pasamos unos días deliciosos.
Otro cambio de tema evidente. Muy bien.
—No hay duda de que ________ es tan gentil como bella. Mi hermano es un hombre afortunado —sonrió a Rebecca. —Tengo entendido que son ustedes amigas desde niñas.
—De pequeñas eran inseparables —le informó lady Marston, interfiriendo en la respuesta de su hija. —Eran algo traviesas las dos, pero todo eso pasó. Como la mayoría de las jovencitas bien educadas, han dejado atrás toda tendencia a la incorrección. Mire lo bien que se ha casado ________. Su hermano es la personificación del decoro. Un auténtico caballero, no solo de nombre, sino de hecho. También lord Damien tiene una reputación impecable.
En otras circunstancias le habría divertido quedar al margen de forma tan obvia de la lista de varones respetables de su familia. Pero no se divertía en lo más mínimo.
La implicación era muy clara. Cualquier relación con él era de lo más inapropiado para una joven de buena familia. El que fuera cierto no mejoraba las cosas. Robert no tenía ni la menor idea de cómo defenderse, y lo peor de todo era que lady Marston parecía saberlo.
Al final lo dejó correr.
—Mis hermanos son dos buenas personas, aunque puede que yo no sea objetivo —confiaba parecer inocente.
—Ellos también tienen muy buena opinión de usted —comentó Rebecca después de silenciar a su madre con la mirada.
—Eso espero. —Robert le agradeció con una sonrisa que interviniera en su defensa.
—Sí, bueno, los miembros de una familia no suelen ver los fallos de sus parientes, ¿verdad? —Lady Marston le miró mordaz, y aquel comentario tan directo provocó que Rebecca hiciera un ruidito, como una especie de leve gemido de consternación.
No es que Robert se hubiera hecho muchas ilusiones respecto a aquella visita, pero no esperaba tanta brusquedad.
—Sí, pero también es verdad que suelen conocerse entre sí mejor que nadie. A menudo la opinión que tiene la gente sobre el carácter de alguien y la realidad son cosas bastante distintas —señaló Robert con tranquilidad.
—Eso es cierto —corroboró Rebecca de inmediato. Tal vez demasiado.
—Quizá en algunos casos. —Lady Marston no parecía demasiado afectada por el comentario de Robert. —Pero los rumores siempre tienen algo de cierto.
Robert dominó el impulso de mirar hacia la puerta. ¿Dónde diantre estaba Damien?
Rebecca estaba tan cerca que solo podía pensar en la suave curvatura de su boca y en qué había sentido cuando la tuvo junto a los labios, en sus manos sujetándole con delicadeza, en la fragancia de su cabello, y maldita sea, ella le miraba de una forma que indicaba que también lo recordaba.
Y era bastante evidente que eso, a su madre, no le había pasado por alto.
La falta de mundo de Rebecca era desconcertante y atrayente al mismo tiempo. Algunas de las damas con las que él solía relacionarse seguían coqueteando ante las narices de sus maridos. Demonios, él mismo había flirteado con ellas ante las narices de esos maridos. Otras eran viudas experimentadas, o mantenidas, como la notoria lady Rothburg, que había escrito un manual de instrucciones sobre ardides para recuperar al marido o alguna tontería similar. Robert no frecuentaba burdeles, ni mantenía una amante fija, pero nunca le faltaba compañía femenina cuando la deseaba.
La seducción era un arte. Él lo había estudiado, había perfeccionado la técnica, y todo eso no le favorecía en absoluto cuando estaba sentado allí, en la atmósfera rígida del salón de una dama joven e ingenua, que se merecía todas las cortesías, todas las palabras floridas y los gestos románticos de un cortejo formal.
Damien tenía razón, lo más probable era que él fuera capaz de seducir a Rebecca. Recordó su oferta de un encuentro clandestino en Rolthven, pero había dejado pasar esa oportunidad y, seguramente, nunca volvería a verla a solas. Aparte de que estaba en contra de la idea. Acceder a visitarla en la salita de sus padres era una cosa, pero comprometer a la hija de sir Benedict Marston significaba un paseo hasta la catedral, todos esos adornos y... no sabía por qué demonios le pasaban estas cosas por la cabeza.
Vio con gran alivio que su hermano regresaba por fin. Ambos se excusaron y se fueron, y en cuanto estuvieron otra vez instalados en el carruaje, dijo con sequedad:
—Odio criticar tu destreza legendaria, pero ha sido un completo desastre.
—¿Y eso? —A Damien, arrellanado en el asiento de enfrente, no pareció impresionarle tal afirmación. —¿Estás perdiendo clase? ¿Ya no está interesada la bella Rebecca? Habría jurado que después de aquel beso tan tierno...
—¿Nos estuviste observando? —interrumpió Robert sin saber por qué le irritaba tanto.
—A propósito no, tonto antipático. Yo estaba fuera, en la oscuridad, y vosotros en una habitación iluminada. Incluso a través de las cortinas era obvio lo que estaba pasando. Por no hablar de la cara de Rebecca cuando se reunió conmigo después, y la acompañé a la casa. Ese destello soñador es inconfundible.
—Estás haciendo lo posible para que me sienta culpable por ello. —Robert cambió de postura, mostrando su incomodidad. —No lo conseguirás.
—Ya lo he conseguido. Por Dios, Robert, ¿por qué eres tan obtuso? Todas las demás se limitan a caer en tus brazos solo con mover el meñique, pero esta vez has de esforzarte para conseguir lo que quieres. No veo por qué es tan terrible. La bella damisela ya está rendida. Lo único que has de hacer es convencer a sus padres de que tus intenciones son honorables.
—¿Ah, solo eso? —Preguntó Robert con ironía. —Los sutiles y velados comentarios de lady Marston sobre mi falta de carácter constituyen un cierto problema. Lo ha dejado tan claro como si hubiera dicho en voz alta que me considera un sinvergüenza, indigno de cortejar a su hija.
—¿Y? Te costará cierto esfuerzo. ¿Acaso la dulce Rebecca no lo vale?
—Para ti es muy fácil dar consejos porque no estás en mi lugar. —Robert vaciló, dividido entre el resentimiento y algo distinto. Algo que en realidad no quería analizar a fondo. Al fin dijo: —Mira, Damien, lo que ella cree desear y lo que yo soy puede que no sea lo mismo. Tienes cierta razón. El crápula Robert Jonas gusta a las mujeres. Pero mi verdadero yo no les interesa. Yo amo la música. Disfruto con las veladas tranquilas en casa. Adoro a mi abuela, y visito a los amigos de mi padre por la simple razón de que les aprecio. Es muy posible que Rebecca vea solo la cara que presento en sociedad. No sé si me enorgullezco de ese Robert Jonas, pero a las mujeres les gusta.
—¿Así que te preocupa que ella esté enamorada del libertino y no del hombre auténtico?
No estaba seguro de sus sentimientos ante tal circunstancia. Nunca antes había tenido que analizar sus emociones, ni sopesar la posibilidad de un compromiso.
—No lo sé.
—Oh, por favor, confía en ella. Es capaz de distinguir el hombre que toca el chelo como un poeta que recrea sus versos, del calavera que solo de vez en cuando muestra una chispa de sensibilidad.
Esa afirmación hacía que todo pareciera muy sencillo, cuando no lo era en absoluto. Robert arqueó una ceja con aire cínico. —¿Una chispa?
—He dicho que de vez en cuando «muestra una chispa» —matizó Damien, inmune ante esa reacción tan brusca. —La verdad es que de nosotros tres tú eres el más sensible. Nicholas halla consuelo en su trabajo, yo lo obtengo en la guerra y las intrigas, y tú lo buscabas en los brazos de mujeres bellas. No pretendo ser un filósofo, pero tú, al menos, fomentabas el placer y el contacto humano. Venga, hermano, por favor, explícame por qué es imposible que caigas rendido de amor por una joven con tu misma sensibilidad, y goces solo en sus brazos. Es obvio que no te satisface ir de cama en cama.
—¿Qué te hace pensar que no estoy satisfecho? —Robert se dio cuenta de que había alzado la voz, y rectificó: —No tengo interés en cambiar de vida.
—¿Y qué hay de los hijos? Yo siempre he pensado que serías un padre magnífico. Tienes ese tipo de personalidad que a los niños les encanta. También disfrutas con el ejercicio físico, el preciso para retozar con tus hijos sobre la hierba o dar vueltas con tu hijita a cuestas. Con tu naturaleza sentimental...
—Por Dios santo, Damien, ¿quieres callar? —barboteó Robert, imaginándose de pronto una niñita risueña con tirabuzones negros y ojos del color de un mar tropical, en los brazos.
Nunca le había pasado nada parecido por la cabeza y, al pensar en ello, tuvo un ataque de pánico y emoción que le dejó paralizado.
—Me callaré si me contestas con sinceridad una pregunta.
Lo que fuera para que se callara de una vez. Cualquier cosa. Robert asintió con precipitación y desgana.
Damien se apoyó en la banqueta, con la mirada firme.
—¿Serías capaz de hacerle daño? Porque, créeme, si después de ese beso desapareces, lo harás.
Robert sintió el peso de la frustración en el pecho y espetó:
—Yo no tengo intención de hacer daño a nadie.
—Pues entonces, no lo hagas —replicó su hermano en voz baja.
El silencio era agobiante. Rebecca examinó la urna griega de la mesilla que tenía delante con decidida concentración, mientras notaba cómo se le humedecían las palmas de las manos. La mirada de su madre solo podía calificarse de férrea y suspicaz.
Al fin lady Marston rompió esa calma tensa y dijo en tono cortante:
—¿Puedo preguntar qué ha significado todo esto? Rebecca dirigió la vista al severo rostro de su madre.
—¿A qué te refieres?
—A mí misma me cuesta creerlo, pero me parece que Robert Jonas acaba de venir a visitarte. Por lo que sé te envió unos tulipanes maravillosos, que deben haberle costado una fortuna porque, ¿dónde diantre se encuentran tulipanes en esta época del año?
De hecho, Rebecca tenía la sospecha de que en realidad era Damien quien había hecho que le enviaran las flores. Ese era exactamente el tipo de gesto que imaginaba característico del hermano Jonas enigmático. Su deducción no estaba basada en las preciosas flores en sí, sino en la críptica tarjeta firmada con el apellido familiar. Parecía el tipo de cosa que haría Damien. Robert habría puesto su nombre.
—Lo dudo mucho —consiguió decir, con sinceridad.
—Vino a verte a ti.
—Vino con lord Damien. Pasaron un momento de camino a otro sitio, ¿recuerdas?
—Rebecca, que soy tu madre.
Un hecho que ella no necesitaba en absoluto que le recordara.
—No creí que eso se hubiera puesto en duda —contestó sin pensar, ya que recurrir al sarcasmo no solía ser buena idea.
Erguida y con las manos juntas en el regazo, su madre fijó la vista en el otro extremo de la sala.
—Yo estaba aquí sentada y vi cómo te miraba. Es más, vi cómo le mirabas tú a él.
Bien, quizá poder decir la verdad, por fin, fuera lo mejor.
—Ya llevo algún tiempo mirándole de ese modo —musitó.
Su madre no solía quedarse sin palabras muy a menudo.
Rebecca prosiguió con franqueza:
—No debes preocuparte, él no se fijó en mí hasta hace poco. Era como si yo fuera invisible, la verdad. Por muchos comentarios que hayas oído sobre Robert, seguro que convendrás conmigo que siempre evita a jovencitas como yo, que llevan la temible etiqueta de casaderas. No le interesa el compromiso.
Pero su aparición esa tarde tal vez significaba que lo estaba reconsiderando. Rebecca tenía las manos húmedas y sin duda había enrojecido. Robert Jonas había ido, se había sentado en su saloncito y había sido incapaz de comportarse con su desenvoltura y naturalidad habituales. ¿Seguro que eso era un progreso?
—¿Cuándo tuvisteis ocasión de tener una conversación tan personal? —Su madre se llevó las manos al cuello con un gesto teatral. —Sabía que nunca debía haber permitido que salieras a dar un paseo con él, por breve que fuera.
Rebecca no pensaba explicárselo.
—Dime —preguntó, —¿por qué Damien es perfectamente aceptable como marido y Robert no? Ambos son los hermanos menores de un duque, ambos disponen de considerables herencias, ambos son apuestos y bien educados, ambos...
—No son granujas mujeriegos —interrumpió su madre con la voz quebrada. —¿No me dirás en serio que deseas que permitamos que Robert Jonas te haga la corte?
—No hace falta que pronuncies su nombre como si fuera una especie de maldición —murmuró Rebecca, reprimiendo el impulso histérico de echarse a reír ante la expresión de incredulidad de su madre. —Ya que me lo preguntas, y aunque de hecho dudo que suceda, me gustaría no solo que lo permitierais, sino que lo favorecierais.
—¿Favorecerlo? Él es...
Rebecca arqueó las cejas y esperó con educación que su madre diera con las palabras adecuadas.
—Es... bueno... promiscuo es la única forma de describirle.
—Lo ha sido, o eso dicen —admitió Rebecca con una punzada de celos. —Pero no es menos cierto que muchos supuestos caballeros de la alta sociedad lo son. Madre, yo no soy tan ingenua. Casándome con cualquier caballero de mi clase social asumo el riesgo de que tenga una amante o una aventura —recordó la determinación de ________ en este asunto, y en el libro de lady Rohtburg. —Yo opino que toda mujer vive con esa preocupación cuando escoge un marido, por respetable que parezca. Pero por alguna razón, creo que cuando Robert se comprometa con una mujer y decida casarse, hará todo lo contrario. Algo en él que me dice que sería fiel.
—No le conoces lo suficiente como para juzgarle. —Había cierto temblor en la voz de su madre.
—¿No? Llevo un año enamorada de él. Si crees que no le he observado, aunque fuera desde lejos, que no le he sonsacado el más mínimo detalle a ________, que no he leído las columnas de cotilleos, y que en general no he escuchado toda conversación en la que se mencionara su nombre, te equivocas, madre.
—¡Rebecca!
—Es la verdad —repuso ella sin más.
Fue un alivio inmenso decir todo eso en voz alta. Ocultárselo a sus padres había sido una tortura, y rechazar propuestas matrimoniales había requerido dar ciertas explicaciones que no eran del todo veraces. Era mejor que todo estuviera claro.
Se hizo de nuevo un silencio, no tan denso, sino más contemplativo.
Su madre la examinó como si fuera la primera vez que la veía, y el gesto de indignación fue desapareciendo de su cara, al compás solemne del tictac del reloj de la repisa.
—Me parece que hablas en serio —dijo al fin.
Rebecca reprimió una carcajada, al detectar una sombra de horror en la expresión de su madre, que acababa de deducir las implicaciones de su propia frase.
—Sí.
—Cuando estuvimos en Rolthven, me pregunté un par de veces si querías saber la verdad, y cuando tocasteis juntos aquella noche...
—¿Sí? —interrumpió, intrigada por lo que su madre había dado a entender.
—Una no puede sentirse atraída por un hombre solo porque toque el violonchelo de maravilla —replicó con afectación. —Sabías que tú serías especialmente sensible a ese tipo de talento.
—Yo desconocía eso de Robert —le recordó Rebecca. —Y te acabo de decir que estoy enamorada de él desde hace un año.
—En efecto. —Su madre se masajeó la sien. —Y aún estoy asimilando las implicaciones de esta... esta...
—¿Catástrofe? —apuntó Rebecca con ironía.
—Yo no iba a decirlo de ese modo, pero bien, sí. Supongo que es acertado. ¿De verdad crees amar a ese joven apuesto e imprudente?
—¿Cuántas veces he de decirlo?
—Tu padre tiene algo contra él.
—Lo sé. —Rebecca observó por un momento sus manos unidas. —Pero he sido informada de que no me aclararán los detalles. Robert, por otro lado, dice que es inocente de cualquier acusación que haya contra él. Pero tampoco me contó el origen del desacuerdo.
—Por lo visto nosotras no debemos saberlo. Los hombres tienen la molesta costumbre de excluirnos de sus disputas personales.
Rebecca no esperaba en absoluto la menor solidaridad, de modo que ese comentario suscitó un parpadeo de sorpresa.
—Él no es el marqués de Highton —apuntó su madre con aire pensativo.
—No, no lo es. Pero si Robert me hubiera propuesto matrimonio como el marqués, me habría casado con él.
—¿Lo harías? Supongo que eso es prometedor. Y aunque no sea un marqués, es el hermano pequeño de un duque. No sería un mal enlace, a juzgar por lo que he visto esta tarde.
En ese momento fue Rebecca quien se quedó muda de perplejidad.
Su madre se irguió en la butaca.
—¿Qué te creías? ¿Que no tendría en cuenta tus sentimientos? Yo te quiero. Eres mi única hija. Quiero que te cases bien, pero el matrimonio por amor es algo especial. La verdad es que creo que si no hubiera visto a lord Robert hoy aquí, todo esto me disgustaría más. Pero lo cierto es que no se comportó como el pícaro seductor que yo esperaba. Parecía más bien un hombre en una situación poco habitual.
Esa descripción era acertada.
—Y lo cierto es que es incapaz de apartar la vista de ti. —Su madre se ajustó la falda con gesto lánguido y aire reflexivo. —Sabes, si le llevas al altar será el acontecimiento social de la década, en cierto modo.
Dar una campanada social era lo último que Rebecca tenía en mente, pero si eso inclinaba a su madre a aceptar la situación, por supuesto que no iba a discutir.
—No tengo ni idea de si tal cosa es posible. Damien parece pensar que sí, pero yo no lo sé. Robert no quiere casarse.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó, ya te lo he dicho.
—¿Robert Jonas habló contigo de sus sentimientos acerca del matrimonio?
Justo antes de besarla. Rebecca decidió no mencionar ese lapso de decoro. Bajó los ojos al suelo y observó las rosas sobre fondo beis de la alfombra.
—No quiere cambiar de vida.
—A los hombres suele pasarles. —Su madre alzó las cejas con un delicado énfasis propio de una dama. —Pero nosotras acostumbramos a saber mejor lo que quieren antes de que ellos se den cuenta. A menudo necesitan que les conduzcan por el camino correcto.
Aquello sonaba tan parecido al título de ese útil capítulo de lady Rothburg, que Rebecca giró la cara para disimular su expresión. Su madre sufriría un ataque de horror monumental si descubriera que compartía los sentimientos de una notoria cortesana.
No obstante, el consejo era el mismo. Qué interesante.
—El verdadero obstáculo es tu padre.
Rebecca, que ya conocía ese dato, hundió los hombros.
—Lo sé.
Una sonrisa peculiar apareció en el rostro de su madre. No expresaba malicia, más bien la insinuaba.
—Hagamos un pacto, querida. Si tú eres capaz de meter en vereda al pícaro lord Robert, yo me ocuparé de tu padre. No olvides que las mujeres suelen abordar los asuntos del corazón de una forma más sutil, pero que suele funcionar a la perfección.
Una segunda cita, casi palabra por la palabra, de Los consejos de lady Rothburg dejó a Rebecca sin palabras. El libro, que se había publicado hacía diez años, estaba prohibido. Pero antes de que el Parlamento lo considerara demasiado osado para el público, había alcanzado una cifra récord de ventas. ¿Seguro que su madre no había comprado nunca un ejemplar?
Imposible.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 19
La duplicidad siempre tiene un coste.
Del capítulo titulado
«Lo que vuestros maridos os ocultan»
Del capítulo titulado
«Lo que vuestros maridos os ocultan»
Nicholas se sentía como un mentiroso. Un tramposo.
Si se equivocaba, la estaba insultando de la peor forma posible. ¿Infiel?, ¿________?
«Dios, por favor, haz que esté equivocado.»
Bebió un sorbo de vino y observó a su esposa en el otro extremo de la mesa. Estaba preciosa, como siempre. Pero había algo en ella que transmitía inquietud. Para empezar estaba más callada y parecía preocupada. No solía ser él quien iniciara la conversación, pero esa noche tuvo que esforzarse para llenar los silencios entre ambos.
¿Era acaso porque se sentía culpable?
Él era quien se sentía culpable, maldita sea, por contratar a un hombre para que siguiera todos sus pasos.
—Es muy agradable, ¿verdad? Estar los dos solos, para variar.
—Una velada tranquila en casa es una idea encantadora. —________ bebió un sorbo de vino. Su cabello centelleaba bajo la luz de las velas. —No solemos hacerlo lo bastante a menudo.
Lo que no hacían a menudo últimamente era el amor. Era culpa suya, porque no conseguía superar sus dudas; pero la deseaba. Rayos y centellas, la deseaba. Ese sacrificio había sido una auténtica tortura.
Esa tarde le habían entregado el primer informe. A pesar del nudo que tenía en la garganta, dijo:
—Dime, ¿qué has hecho hoy, querida?
«Por favor no me mientas. Por favor.»
—Recados sobre todo. La sombrerera y ese tipo de cosas. —Ella irguió los hombros con elegancia. —Fui a ver a Arabella de camino a casa.
—¿Ah?
Nicholas esperó.
—Sí.
Nada más. El sabía lo de la visita, por supuesto. Conocía al detalle todos sus movimientos. Por ejemplo, le habían informado de que un caballero solo se había presentado en la casa de Arabella Smythe veinte minutos después de que ________ entrara en el edificio. Sabía que las cortinas del salón delantero habían permanecido echadas. Y sabía que el caballero se quedó más de una hora, después de lo cual había salido de la casa, seguido al poco por ________. Hudson aún no conocía la identidad de ese misterioso desconocido, pero la estaba investigando. La descripción era un poco vaga, porque el empleado de Hudson estuvo vigilando desde el otro lado de la calle, pero el informe señalaba que el desconocido era ágil, como un joven.
Arabella era amiga de ________ desde hacía años. ¿Era posible que facilitara una cita discreta para su esposa y su amante? Nicholas se cuestionaba el incidente con una angustia interior, confiando en que no se reflejara en su rostro.
Lo único que fue capaz de hacer fue ensartar otro pedazo de cordero asado, masticarlo y tragárselo. La cocción era perfecta, pero le supo a serrín. Consiguió tragarlo con un sorbo de vino.
—Entiendo —murmuró. —¿Cómo está la condesa?
—Bien.
¿Otra respuesta escueta? Esperó que se explayara pero ella no lo hizo, y se limitó a servirse más patatas. Resultaría sospechoso que le preguntara si Arabella estaba acompañada cuando llegó. ¿Cómo podía saber él algo así si nadie se lo había contado? No dijo nada, pero el silencio fue de pesadilla.
¿Cuándo demonios iba a decirle que estaba embarazada?
Nicholas dejó a un lado el tenedor, incapaz de seguir fingiendo que tenía hambre.
Quizá debería preguntárselo sin más. Tal vez debería preguntarle también por qué, de repente, estaba a todas luces incómoda en su compañía.
—Deseo ir a visitar a mis padres. Creo que me marcharé mañana. —Su esposa habló en voz tan queda que apenas oyó sus palabras. Bajo la luz de las velas, sus pómulos quedaban ensombrecidos por sus largas pestañas.
—No. —La autoritaria respuesta surgió sin que Nicholas pudiera evitarlo.
________ le miró de frente, con evidente sobresalto.
—¿Cómo... cómo dices?
Nicholas necesitaba tenerla cerca, por si acaso estaba en lo cierto. ¿Y si su amante era alguien a quien conocía desde antes de casarse y ahora que había entregado su pureza a su marido y el engaño va no podía detectarse, ambos podían disfrutar con libertad de una aventura tórrida? ¿Y si era un amigo de la familia o un vecino quizá, y ella deseaba hablarle del hijo a él primero?
Nicholas se había torturado a sí mismo con docenas de teorías. Una voz interior, práctica y despiadada, le recordó que alguien le estaba enseñando a volverle loco en la cama. El no era su instructor, entonces ¿quién era?
Cuando se obligaba a analizar la situación bajo la fría luz de la lógica, no conseguía llegar a otra conclusión que no fuera un amante. No había duda de que ________ sabía a la perfección lo que estaba haciendo.
Bien, ya lo había dicho, así que más le valía dejar clara su postura.
—No, no te doy permiso para ir.
—¿Per... permiso? —espetó ________, y la servilleta de lino se le cayó de la mano al suelo.
—Lo necesitas y no te lo doy —pronunció con claridad cada palabra.
Se estaba comportando como un tirano mezquino, pero le daba igual. La falta de sueño y la intensa incertidumbre no propiciaban la cortesía.
—Nicholas —musitó ella, atónita y dolida, —¿por qué no te parece bien que visite a mis padres?
—Yo mismo te acompañaré cuando tenga tiempo.
—¿Tiempo? ¿Tú? Por Dios santo, ¿y cuándo será eso? Ellos viven en Devon, y eso está a varios días de camino. Para conseguir que fueras a Rolthven tuve que coaccionarte, y está muy cerca de Londres.
—No blasfemes en mi presencia, madame. —Ahora estaba reaccionando de forma exagerada, sin duda, pero llevaba semanas pensando de forma obsesiva en una posible infidelidad de su esposa, y eso le carcomía por dentro. Ella tenía toda la razón, pero él no estaba de humor para reconocerlo.
En las mejillas tersas de ________ aparecieron dos manchas de rubor.
—Nicholas, ¿qué diantre te pasa?
—A mí no me pasa nada.
—Sí, algo te pasa. —________ alzó la barbilla y sus ojos azul oscuro le miraron desafiantes. —¿O necesito permiso para llevarte la contraria?
Ella no debería haberle pinchado, no en su estado de ánimo actual. Nicholas se inclinó hacia delante, sosteniéndole la mirada.
—Más te vale recordar que necesitas mi permiso para casi todo lo que haces. El día que nos casamos juraste ser fiel y obedecerme. Y espero ambas cosas. Eres mi esposa y acatarás mis normas.
—¿Normas? —Ella emitió algo parecido a una carcajada histérica, pero pudo haber sido un sollozo.
Era probable que Nicholas no hubiera escogido la palabra adecuada, pero no estaba en su mejor momento.
La aparición de un lacayo para retirar los platos, seguido al instante de otro con los postres, puso fin a cualquier conversación posterior, lo cual debió ser lo más conveniente, por el momento. En cuanto los dos criados abandonaron la estancia, su esposa se puso en pie.
—Discúlpame, por favor.
—Siéntate. No tengo ganas de que el servicio comente que te marchaste en mitad de la cena.
Eso era verdad en cualquier caso. Los problemas con su esposa eran un asunto privado. Ya había sido bastante humillante manifestarle sus dudas a Hudson cuando lo contrató para que la siguiera.
________ se quedó inmóvil en la silla, con una mueca de rebeldía en sus dulces labios. Observó la textura de la mousse de chocolate del plato, como si alguien le hubiera puesto un áspid delante.
—Últimamente tengo problemas de estómago. ¿Obtendría la aprobación de su excelencia si decidiera no comer más, o debo tragármelo y cargar con las consecuencias, en caso de que no me siente bien?
Esa pregunta agria le recordó a Nicholas que ________ estaba embarazada. Fuera su hijo o no, su cuerpo estaba gestando un niño y él no era un ogro, aunque estuviera comportándose como tal. Inclinó la cabeza:
—Si no te apetece el postre, me parece bien. Pero te quedarás aquí hasta que yo termine.
Él tampoco tenía el estómago para eso, pero cierta parte oculta y perversa de sí mismo insistía para que hablara con claridad.
Ella le miró como si le hubiera brotado una segunda cabeza, e hizo un ademán de impotencia con la mano.
—De verdad que no comprendo tu mal humor de esta noche. Y no me refiero solo a la cena. Es como si yo hubiera hecho algo malo, y no sé el qué.
Nicholas no pudo evitarlo y dijo con delicadeza: —Tú no has hecho nada malo, ¿verdad, querida?
—¿Si he hecho algo malo? ¿Qué clase de pregunta es esta? —________ observó a su marido con evidente consternación.
Ese hombre de mirada fría que estaba frente a ella en la mesa, bebiendo vino de su copa con calma, pero examinándola como si hubiera cometido un crimen deleznable, era un desconocido. Es verdad que Nicholas no solía ser extravertido y cariñoso, pero esta noche tenía una actitud en verdad opaca.
¿Le hacía feliz la posibilidad de que estuviera embarazada? Damien le había asegurado que a su hermano mayor le entusiasmaría la noticia, y ella había dado por hecho que estaría encantado, ya que necesitaba un heredero, pero él no había dicho una palabra sobre el tema. Ni una maldita palabra. El hecho de que hubiera preguntado a su doncella sobre el asunto y no se lo hubiese mencionado a ella era inquietante. Nicholas quería hijos, ¿verdad?
Tal vez no, pensó con el corazón abatido. Puede que considerara su estado como algo poco delicado e inconveniente. Al fin y al cabo, pronto engordaría, se deformaría y no podría mostrarse en público sin que todo el mundo se diera cuenta de que estaba encinta. Algunos aristócratas no tenían la menor relación con sus hijos. Los dejaban en manos de niñeras e institutrices para que les educaran, relegados en zonas destinadas a los niños o en aulas de estudio, hasta que llegaba el momento en que o bien los enviaban al colegio, o las casaban con un varón que se las quitaba de encima.
Pero ella nunca había imaginado que Nicholas reaccionaría de ese modo. Máxime ahora que había confirmado sus sospechas y sabía que su embarazo era real. La idea de que él no compartiera su alegría la trastornaba en extremo. Y a causa del humor errático de su marido, dudaba en decírselo. Justo por la forma en la que Nicholas actuaba estos últimos días, le había pedido a Arabella que organizara que un médico la visitara de forma discreta en su casa, en lugar de acudir al de la familia. Si no estaba embarazada, ¿para qué causar más tensión entre ambos? Pero el doctor le había confirmado su estado y pronto tendría que decírselo a su marido.
Nicholas la miraba con aparente frialdad.
—Yo nunca he dicho que hayas hecho algo malo. Tú has sacado el tema.
Ella se limitó a devolverle la mirada, atónita.
Tal vez era algo infantil, pero ________ añoraba a su madre. Puede que esta no se hubiera lucido a la hora de instruirla sobre los detalles de lo que sucedería en su noche de bodas, pero adoraba a los niños y estaría feliz al enterarse de la noticia. ________ necesitaba eso, necesitaba hablar con alguien sobre cómo irían las cosas hasta que diera a luz, alguien que compartiera su alegría por su estado, alguien que la mimara y la aconsejara al mismo tiempo. Tanto Rebecca como Arabella eran maravillosas, pero ellas no habían tenido hijos y no podían ayudarla. Lea le había enviado un recado diciéndole que uno de sus hijos estaba enfermo, que suponía que toda la casa se contagiaría, y que ya le escribiría cuando lo hubieran superado. De modo que en este momento, no podía siquiera hablar con su hermana. Fuera como fuese, ahora mismo, hasta que se disiparan los nubarrones que acechaban su matrimonio, Devon le parecía el paraíso.
Nicholas acababa de negarle el permiso para ir. Es más, lo había dicho muy en serio. ________ no creía haberle oído nunca usar ese tono tan arrogante.
No era en absoluto propio de él. Nicholas era generoso y solícito, y caballeroso en todo momento. Pero estaba sentado allí, apuesto y sofisticado con un elegante traje de noche, aun para una cena casera. Su densa cabellera castaña brillaba bajo el parpadeo de la luz, sus largos dedos no dejaban de juguetear con el pie de la copa, y tenía todo el aspecto de un marido dictatorial.
Estaba más confusa que nunca.
El movía sus dedos elegantes de forma tensa y convulsiva y eso quería decir algo. Ese movimiento continuo no era habitual en su comportamiento y ________ dijo sin pensar:
—Damien me dijo que quizá podía estar embarazada, y tiene razón.
Su marido arqueó las cejas y sus ojos parecieron aún más fríos. Glaciales, más bien.
—¿Qué? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios lo supo Damien?
Eso era un error total, pensó ella con un espasmo interior. Y era probable que Nicholas compartiera su opinión, pues acababa de maldecir en su presencia por primera vez en la historia. ________ se tranquilizó e intentó utilizar un tono razonable.
—Lo supuso cuando hace un par de días vomité sobre sus zapatos. Por favor, no me digas que para ti es una sorpresa absoluta. Sé que le has preguntado a la doncella.
Se produjo otro de los varios centenares de silencios incómodos de la velada. Bien hecho, se dijo cáustica. Pronunciar la palabra vomitar durante la cena seguro que era una equivocación de la peor especie.
No era así como había pensado decírselo, en absoluto.
—He estado pensando que tal vez estabas embarazada —dijo. La cara de Nicholas parecía la de una estatua de granito. —E hice unas cuantas preguntas, sí.
—¿Por qué no me dijiste nada? —La ignorancia le dolía y la humillaba, y hubiera preferido con mucho que su marido le hubiese preguntado sobre la posibilidad de que estuviera encinta, en lugar de su cuñado.
—Esperaba que me lo dijeras tú.
Ante aquella respuesta acida, algo se desmoronó en el fuero interno de ________, que luchó contra el escozor de las lágrimas.
—Esto no te hace feliz.
—No seas absurda. Por supuesto que soy feliz. ¿Lo era? ________ sintió un inmenso alivio, pero no le creyó del todo. Nicholas parecía un hombre camino del patíbulo.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
¿Era posible que dos personas mantuvieran una conversación más vaga, y más cargada de emotividad al mismo tiempo?
Ella se consideraba la parte ofendida, pero tenía la impresión de que él también.
—Nicholas, me ha visitado un médico. Vamos a tener un hijo. ¿No deberíamos celebrarlo en lugar de discutir? —habló en voz baja y con un temblor evidente que le habría gustado disimular.
El cambió de cara un momento, y ella vio una sombra de vulnerabilidad que no era propia de un aristócrata altanero, ni de un lord privilegiado. No era más que un hombre, y uno confuso en ese momento, y ________ se dio cuenta de que por mucha inseguridad que sintiera ella por estar gestando una vida nueva, tal vez el peso de esa responsabilidad desconocida afectaba a Nicholas del mismo modo. El siempre parecía muy fuerte, como si no necesitara consejo, así que ella asumía que controlaba sus emociones en todo momento.
Seguía con los dedos apoyados en la copa de vino, y cuando habló lo hizo con voz cansada.
—Creo que debo pedirte disculpas. Esta noche me he comportado como un bárbaro.
La miró con sus ojos azul celeste y a ________ se le alteraron los latidos del corazón. Tenía la impresión de que nunca, jamás, la había mirado con un aire de súplica tan conmovedor.
La verdad es que se había comportado como un bárbaro y ella seguía sin saber por qué.
Pero eso no importaba. Le amaba. Iba a dar a luz a su hijo.
—Te he extrañado tanto —dijo en voz baja. —Más de lo que imaginas. Sigo sin estar segura de por qué estamos discutiendo, pero lo que sí sé es que no puedo soportar otra noche de soledad.
—Estoy de acuerdo. —El tenía la voz ronca. Se puso de pie, dejó a un lado la servilleta y le tendió la mano. No fue un gesto imperioso, sino una señal de paz. —Subamos.
La necesitaba con tanta desesperación que le asustaba.
Mientras subían la escalera, Nicholas apoyó una mano en la parte baja de la espalda de su esposa, confiando en que ella no notara la intensidad de su anhelo. Ni notara el ligero temblor de sus dedos, ni oyera la creciente cadencia de su respiración.
—Mi alcoba —dijo lacónico. Era una postura posesiva, provocada por sus emociones volátiles. Su lecho, su dormitorio y su cuerpo la reclamaban...
Su bella esposa, su hijo. Como debía ser.
________ se limitó a asentir, con su fascinante fragancia y la promesa de una piel suave y cálida, y un cabello sedoso y perfumado. Nicholas le abrió la puerta, entró tras ella, y en cuanto cerró la tomó en brazos. Contuvo un sobresaltado jadeo y poseyó su boca con labios violentos y posesivos. Había algo primitivo en la fuerza de la emoción que le dominaba, algo fuera de su control, junto a la conciencia de que si lo combatía, podía perder algo extraordinario en su vida. Si había una cosa que él hacía bien, era dominar sus emociones.
No así cuando estaba con ________. Ante su deliciosa esposa se sentía embrujado, cautivado, y totalmente perplejo. Justo cuando creía entenderla, descubría que volvía a estar equivocado. Esta velada era un ejemplo perfecto. Tan solo unos minutos antes, se había mostrado autoritario de un modo imperdonable, y aun así ella se pegaba a su cuerpo, temblando y devolviéndole los besos con un fervor comparable a su salvaje ansiedad. Debería estar furiosa con él. Se lo merecía.
«Y si es inocente...»
Sus manos se pelearon con el vestido, desabrocharon los botones y separaron la tela para descubrir la piel desnuda. Seguían con los labios unidos y ella metió las manos bajo su chaqueta para descansarlas sobre su torso. Cuando ________ apoyó la palma de su mano menuda sobre su corazón, Nicholas, convencido de que notaba sus latidos descontrolados, le retiró con delicadeza el vestido de los hombros.
—Te he extrañado tanto... —susurró ella, junto a su boca.
Él sin duda la había extrañado, y la rigidez de su miembro le daba la razón. La reciente abstinencia auto-impuesta había sido más bien un intento de aclarar sus dudas, algo que no se creía capaz de hacer con imparcialidad si compartía el lecho con ella.
El problema era que no había obtenido más que la terrible certeza de que no podía vivir sin ella.
Nicholas se despojó de la camisa, se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias, y lo resolvió en un momento. Le pasó los dedos sobre las pantorrillas, por detrás de la rodilla y los deslizó sobre sus muslos y caderas. Parecía la de siempre, pensó, preguntándose cuándo notaría crecer esa vida nueva que él reivindicaría y a quien daría su apellido. Cualquier otra cosa estaba fuera de lugar y no había duda de que, pasara lo que pasase, había muchas posibilidades de que ese hijo fuera suyo. Besó aquel vientre todavía plano, con una leve presión de los labios.
—Oh, Nicholas —susurró ella, acariciándole el cabello.
—Métete en la cama —le ordenó mientras se levantaba, y la visión de su cuerpo desnudo, de un rosado acogedor bajo el parpadeo de la luz, le provocó una inmediata erección. Entonces se le ocurrió añadir: —No te cubras. Quiero mirar mientras me desnudo.
Ella le complació, subió a la enorme cama y se tumbó. Con sus deliciosos pechos visiblemente tensos y los pezones rosados, erectos. Mientras se desabrochaba la corbata, Nicholas les dedicó un análisis deliberado y ardoroso y notó que eran más grandes. El montículo de carne era más pleno y, aunque siempre habían tenido una forma seductora, bajo la piel traslúcida aparecían con mayor prominencia unas pequeñas venas azules. La evidencia del cambio convertía el embarazo en algo más real, más inmediato.
Para recuperar cierta apariencia de calma, Nicholas dedicó cierto tiempo a quitarse cada pieza de ropa con meticulosidad, obligando a su mente a olvidarse de todo, salvo del destello del deseo en los ojos de su esposa y del entusiasta abrazo con el que le acogió en el gran lecho.
Pero debía silenciar esos complicados y molestos pensamientos y concentrarse en las sensaciones carnales. Ella estaba allí con él, complaciente, cálida y tan endiabladamente bella...
—Bésame —dijo ________ con una exhalación. —Hazme el amor.
Eso le detuvo cuando ya inclinaba la cabeza para tomar su boca y ajustaba las caderas entre sus muslos separados.
Nicholas se sobresaltó al darse cuenta de que si hacía eso, estaría haciendo el amor. Ya no se trataba de deseo, ni de relaciones conyugales, ni de ninguna de esas otras razones primigenias que unían a hombres y mujeres desde tiempos inmemoriales.
«La amo.»
Si no fuera así, tal vez le irritaría la posibilidad de una traición, puede que sintiera cierta afrenta a su orgullo, incluso que deseara castigarla, pero nada de todo eso tenía demasiada importancia. La venganza era en lo último en lo que pensaba, al diablo con su orgullo, y en cuanto a la ira, tampoco era esa la palabra que definía lo que sentía.
Tenía miedo. De perderla. Oh, no en un sentido literal. El podía retenerla pasara lo que pasase, era su esposa, él era un duque y poseía poder e influencia, pero necesitaba más.
La necesitaba toda.
Estaba húmeda, con el cuerpo preparado para culminar su unión. Nicholas colocó el miembro, tanteó el recibimiento y notó esa resbaladiza disposición, la entrega voluntaria y las manos de ________ agarradas a sus nalgas, urgiéndole a poseerla sin palabras.
La noche de su cumpleaños, ella le había hecho el amor con cautivadora dulzura. Con besos delicados, con movimientos sutiles, con caricias sugestivas. Nicholas decidió hacer lo mismo y entró en ella con lentitud exquisita. Besándole las sienes, el perfil de la barbilla, el arco tentador del cuello. Cuando fueron uno, se impulsó hacia delante y consiguió que ________ emitiera un gritito de placer y levantara la pelvis para que él pudiese presionar en el punto justo.
Y ella respondió con un estremecimiento.
Nicholas mantuvo ese ritmo erótico altruista, medido, cuyo objetivo era darle placer a ________. Una leve pátina de sudor brotó en su frente cuando se echó hacia atrás, hasta que su esposa se arqueó con frenesí debajo de él y su grito de rendición resonó por todo el dormitorio. Luego él, intenso, preso del éxtasis, estalló dejando a ambos repletos y exhaustos.
Más tarde, tumbado en la oscuridad, Nicholas acunó a su esposa en los brazos. ________, junto a él, dormía cómoda y relajada. Su cuerpo desnudo era todo curvas femeninas y su respiración, un hálito tenue pegado a su cuello.
El la amaba, y no solo con su cuerpo.
Por Dios que la amaba.
Nicholas había previsto que el matrimonio fuera todo menos esto.
Le maravillaba que si ________ le había traicionado, le respondiera con tanto ardor, que sus cuerpos armonizaran con tal perfección. ¿Cómo podía mirarle con unos ojos tan inocentes, si era una Jezabel en realidad? ¿Cómo podía agarrarse a él y besarle con manifiesto abandono si anhelaba a otro?
No creía estar enamorado hasta el punto de dejarse engañar por una fachada, pero nunca había estado en una situación así. Lo cierto es que durante la cena, ella se había mostrado atónita ante su comportamiento, no culpable. Dolida, no cautelosa.
Si no hubieran discutido, ¿le habría dicho que estaba embarazada? Esa era la pregunta que seguía latente en algún lugar de su mente. Para resolver sus diferencias, ella le había llevado a la cama encantada. El hambre físico que sentía por ________ era una debilidad... ¿lo habría explotado ella para distraer su atención?
Dios, cómo odiaba esa lucha interior.
________ se movió y luego volvió a sumergirse en un sueño plácido. Nicholas jugueteó con un rizo dorado, disfrutando del tacto de seda entre los dedos.
Pese a que estaba derrotado de cansancio, tuvo la impresión de que, sin embargo, volvería a costarle dormir. Al menos había tenido el placer de tenerla en sus brazos, pensó atrayéndola más hacia sí. Era algo muy simple, pero ahora que había reconocido la profundidad de sus sentimientos, era algo importante.
Tan solo confiaba en que enamorarse de su esposa no fuera la peor equivocación de su vida.
Si se equivocaba, la estaba insultando de la peor forma posible. ¿Infiel?, ¿________?
«Dios, por favor, haz que esté equivocado.»
Bebió un sorbo de vino y observó a su esposa en el otro extremo de la mesa. Estaba preciosa, como siempre. Pero había algo en ella que transmitía inquietud. Para empezar estaba más callada y parecía preocupada. No solía ser él quien iniciara la conversación, pero esa noche tuvo que esforzarse para llenar los silencios entre ambos.
¿Era acaso porque se sentía culpable?
Él era quien se sentía culpable, maldita sea, por contratar a un hombre para que siguiera todos sus pasos.
—Es muy agradable, ¿verdad? Estar los dos solos, para variar.
—Una velada tranquila en casa es una idea encantadora. —________ bebió un sorbo de vino. Su cabello centelleaba bajo la luz de las velas. —No solemos hacerlo lo bastante a menudo.
Lo que no hacían a menudo últimamente era el amor. Era culpa suya, porque no conseguía superar sus dudas; pero la deseaba. Rayos y centellas, la deseaba. Ese sacrificio había sido una auténtica tortura.
Esa tarde le habían entregado el primer informe. A pesar del nudo que tenía en la garganta, dijo:
—Dime, ¿qué has hecho hoy, querida?
«Por favor no me mientas. Por favor.»
—Recados sobre todo. La sombrerera y ese tipo de cosas. —Ella irguió los hombros con elegancia. —Fui a ver a Arabella de camino a casa.
—¿Ah?
Nicholas esperó.
—Sí.
Nada más. El sabía lo de la visita, por supuesto. Conocía al detalle todos sus movimientos. Por ejemplo, le habían informado de que un caballero solo se había presentado en la casa de Arabella Smythe veinte minutos después de que ________ entrara en el edificio. Sabía que las cortinas del salón delantero habían permanecido echadas. Y sabía que el caballero se quedó más de una hora, después de lo cual había salido de la casa, seguido al poco por ________. Hudson aún no conocía la identidad de ese misterioso desconocido, pero la estaba investigando. La descripción era un poco vaga, porque el empleado de Hudson estuvo vigilando desde el otro lado de la calle, pero el informe señalaba que el desconocido era ágil, como un joven.
Arabella era amiga de ________ desde hacía años. ¿Era posible que facilitara una cita discreta para su esposa y su amante? Nicholas se cuestionaba el incidente con una angustia interior, confiando en que no se reflejara en su rostro.
Lo único que fue capaz de hacer fue ensartar otro pedazo de cordero asado, masticarlo y tragárselo. La cocción era perfecta, pero le supo a serrín. Consiguió tragarlo con un sorbo de vino.
—Entiendo —murmuró. —¿Cómo está la condesa?
—Bien.
¿Otra respuesta escueta? Esperó que se explayara pero ella no lo hizo, y se limitó a servirse más patatas. Resultaría sospechoso que le preguntara si Arabella estaba acompañada cuando llegó. ¿Cómo podía saber él algo así si nadie se lo había contado? No dijo nada, pero el silencio fue de pesadilla.
¿Cuándo demonios iba a decirle que estaba embarazada?
Nicholas dejó a un lado el tenedor, incapaz de seguir fingiendo que tenía hambre.
Quizá debería preguntárselo sin más. Tal vez debería preguntarle también por qué, de repente, estaba a todas luces incómoda en su compañía.
—Deseo ir a visitar a mis padres. Creo que me marcharé mañana. —Su esposa habló en voz tan queda que apenas oyó sus palabras. Bajo la luz de las velas, sus pómulos quedaban ensombrecidos por sus largas pestañas.
—No. —La autoritaria respuesta surgió sin que Nicholas pudiera evitarlo.
________ le miró de frente, con evidente sobresalto.
—¿Cómo... cómo dices?
Nicholas necesitaba tenerla cerca, por si acaso estaba en lo cierto. ¿Y si su amante era alguien a quien conocía desde antes de casarse y ahora que había entregado su pureza a su marido y el engaño va no podía detectarse, ambos podían disfrutar con libertad de una aventura tórrida? ¿Y si era un amigo de la familia o un vecino quizá, y ella deseaba hablarle del hijo a él primero?
Nicholas se había torturado a sí mismo con docenas de teorías. Una voz interior, práctica y despiadada, le recordó que alguien le estaba enseñando a volverle loco en la cama. El no era su instructor, entonces ¿quién era?
Cuando se obligaba a analizar la situación bajo la fría luz de la lógica, no conseguía llegar a otra conclusión que no fuera un amante. No había duda de que ________ sabía a la perfección lo que estaba haciendo.
Bien, ya lo había dicho, así que más le valía dejar clara su postura.
—No, no te doy permiso para ir.
—¿Per... permiso? —espetó ________, y la servilleta de lino se le cayó de la mano al suelo.
—Lo necesitas y no te lo doy —pronunció con claridad cada palabra.
Se estaba comportando como un tirano mezquino, pero le daba igual. La falta de sueño y la intensa incertidumbre no propiciaban la cortesía.
—Nicholas —musitó ella, atónita y dolida, —¿por qué no te parece bien que visite a mis padres?
—Yo mismo te acompañaré cuando tenga tiempo.
—¿Tiempo? ¿Tú? Por Dios santo, ¿y cuándo será eso? Ellos viven en Devon, y eso está a varios días de camino. Para conseguir que fueras a Rolthven tuve que coaccionarte, y está muy cerca de Londres.
—No blasfemes en mi presencia, madame. —Ahora estaba reaccionando de forma exagerada, sin duda, pero llevaba semanas pensando de forma obsesiva en una posible infidelidad de su esposa, y eso le carcomía por dentro. Ella tenía toda la razón, pero él no estaba de humor para reconocerlo.
En las mejillas tersas de ________ aparecieron dos manchas de rubor.
—Nicholas, ¿qué diantre te pasa?
—A mí no me pasa nada.
—Sí, algo te pasa. —________ alzó la barbilla y sus ojos azul oscuro le miraron desafiantes. —¿O necesito permiso para llevarte la contraria?
Ella no debería haberle pinchado, no en su estado de ánimo actual. Nicholas se inclinó hacia delante, sosteniéndole la mirada.
—Más te vale recordar que necesitas mi permiso para casi todo lo que haces. El día que nos casamos juraste ser fiel y obedecerme. Y espero ambas cosas. Eres mi esposa y acatarás mis normas.
—¿Normas? —Ella emitió algo parecido a una carcajada histérica, pero pudo haber sido un sollozo.
Era probable que Nicholas no hubiera escogido la palabra adecuada, pero no estaba en su mejor momento.
La aparición de un lacayo para retirar los platos, seguido al instante de otro con los postres, puso fin a cualquier conversación posterior, lo cual debió ser lo más conveniente, por el momento. En cuanto los dos criados abandonaron la estancia, su esposa se puso en pie.
—Discúlpame, por favor.
—Siéntate. No tengo ganas de que el servicio comente que te marchaste en mitad de la cena.
Eso era verdad en cualquier caso. Los problemas con su esposa eran un asunto privado. Ya había sido bastante humillante manifestarle sus dudas a Hudson cuando lo contrató para que la siguiera.
________ se quedó inmóvil en la silla, con una mueca de rebeldía en sus dulces labios. Observó la textura de la mousse de chocolate del plato, como si alguien le hubiera puesto un áspid delante.
—Últimamente tengo problemas de estómago. ¿Obtendría la aprobación de su excelencia si decidiera no comer más, o debo tragármelo y cargar con las consecuencias, en caso de que no me siente bien?
Esa pregunta agria le recordó a Nicholas que ________ estaba embarazada. Fuera su hijo o no, su cuerpo estaba gestando un niño y él no era un ogro, aunque estuviera comportándose como tal. Inclinó la cabeza:
—Si no te apetece el postre, me parece bien. Pero te quedarás aquí hasta que yo termine.
Él tampoco tenía el estómago para eso, pero cierta parte oculta y perversa de sí mismo insistía para que hablara con claridad.
Ella le miró como si le hubiera brotado una segunda cabeza, e hizo un ademán de impotencia con la mano.
—De verdad que no comprendo tu mal humor de esta noche. Y no me refiero solo a la cena. Es como si yo hubiera hecho algo malo, y no sé el qué.
Nicholas no pudo evitarlo y dijo con delicadeza: —Tú no has hecho nada malo, ¿verdad, querida?
—¿Si he hecho algo malo? ¿Qué clase de pregunta es esta? —________ observó a su marido con evidente consternación.
Ese hombre de mirada fría que estaba frente a ella en la mesa, bebiendo vino de su copa con calma, pero examinándola como si hubiera cometido un crimen deleznable, era un desconocido. Es verdad que Nicholas no solía ser extravertido y cariñoso, pero esta noche tenía una actitud en verdad opaca.
¿Le hacía feliz la posibilidad de que estuviera embarazada? Damien le había asegurado que a su hermano mayor le entusiasmaría la noticia, y ella había dado por hecho que estaría encantado, ya que necesitaba un heredero, pero él no había dicho una palabra sobre el tema. Ni una maldita palabra. El hecho de que hubiera preguntado a su doncella sobre el asunto y no se lo hubiese mencionado a ella era inquietante. Nicholas quería hijos, ¿verdad?
Tal vez no, pensó con el corazón abatido. Puede que considerara su estado como algo poco delicado e inconveniente. Al fin y al cabo, pronto engordaría, se deformaría y no podría mostrarse en público sin que todo el mundo se diera cuenta de que estaba encinta. Algunos aristócratas no tenían la menor relación con sus hijos. Los dejaban en manos de niñeras e institutrices para que les educaran, relegados en zonas destinadas a los niños o en aulas de estudio, hasta que llegaba el momento en que o bien los enviaban al colegio, o las casaban con un varón que se las quitaba de encima.
Pero ella nunca había imaginado que Nicholas reaccionaría de ese modo. Máxime ahora que había confirmado sus sospechas y sabía que su embarazo era real. La idea de que él no compartiera su alegría la trastornaba en extremo. Y a causa del humor errático de su marido, dudaba en decírselo. Justo por la forma en la que Nicholas actuaba estos últimos días, le había pedido a Arabella que organizara que un médico la visitara de forma discreta en su casa, en lugar de acudir al de la familia. Si no estaba embarazada, ¿para qué causar más tensión entre ambos? Pero el doctor le había confirmado su estado y pronto tendría que decírselo a su marido.
Nicholas la miraba con aparente frialdad.
—Yo nunca he dicho que hayas hecho algo malo. Tú has sacado el tema.
Ella se limitó a devolverle la mirada, atónita.
Tal vez era algo infantil, pero ________ añoraba a su madre. Puede que esta no se hubiera lucido a la hora de instruirla sobre los detalles de lo que sucedería en su noche de bodas, pero adoraba a los niños y estaría feliz al enterarse de la noticia. ________ necesitaba eso, necesitaba hablar con alguien sobre cómo irían las cosas hasta que diera a luz, alguien que compartiera su alegría por su estado, alguien que la mimara y la aconsejara al mismo tiempo. Tanto Rebecca como Arabella eran maravillosas, pero ellas no habían tenido hijos y no podían ayudarla. Lea le había enviado un recado diciéndole que uno de sus hijos estaba enfermo, que suponía que toda la casa se contagiaría, y que ya le escribiría cuando lo hubieran superado. De modo que en este momento, no podía siquiera hablar con su hermana. Fuera como fuese, ahora mismo, hasta que se disiparan los nubarrones que acechaban su matrimonio, Devon le parecía el paraíso.
Nicholas acababa de negarle el permiso para ir. Es más, lo había dicho muy en serio. ________ no creía haberle oído nunca usar ese tono tan arrogante.
No era en absoluto propio de él. Nicholas era generoso y solícito, y caballeroso en todo momento. Pero estaba sentado allí, apuesto y sofisticado con un elegante traje de noche, aun para una cena casera. Su densa cabellera castaña brillaba bajo el parpadeo de la luz, sus largos dedos no dejaban de juguetear con el pie de la copa, y tenía todo el aspecto de un marido dictatorial.
Estaba más confusa que nunca.
El movía sus dedos elegantes de forma tensa y convulsiva y eso quería decir algo. Ese movimiento continuo no era habitual en su comportamiento y ________ dijo sin pensar:
—Damien me dijo que quizá podía estar embarazada, y tiene razón.
Su marido arqueó las cejas y sus ojos parecieron aún más fríos. Glaciales, más bien.
—¿Qué? ¡Maldita sea! ¿Cómo demonios lo supo Damien?
Eso era un error total, pensó ella con un espasmo interior. Y era probable que Nicholas compartiera su opinión, pues acababa de maldecir en su presencia por primera vez en la historia. ________ se tranquilizó e intentó utilizar un tono razonable.
—Lo supuso cuando hace un par de días vomité sobre sus zapatos. Por favor, no me digas que para ti es una sorpresa absoluta. Sé que le has preguntado a la doncella.
Se produjo otro de los varios centenares de silencios incómodos de la velada. Bien hecho, se dijo cáustica. Pronunciar la palabra vomitar durante la cena seguro que era una equivocación de la peor especie.
No era así como había pensado decírselo, en absoluto.
—He estado pensando que tal vez estabas embarazada —dijo. La cara de Nicholas parecía la de una estatua de granito. —E hice unas cuantas preguntas, sí.
—¿Por qué no me dijiste nada? —La ignorancia le dolía y la humillaba, y hubiera preferido con mucho que su marido le hubiese preguntado sobre la posibilidad de que estuviera encinta, en lugar de su cuñado.
—Esperaba que me lo dijeras tú.
Ante aquella respuesta acida, algo se desmoronó en el fuero interno de ________, que luchó contra el escozor de las lágrimas.
—Esto no te hace feliz.
—No seas absurda. Por supuesto que soy feliz. ¿Lo era? ________ sintió un inmenso alivio, pero no le creyó del todo. Nicholas parecía un hombre camino del patíbulo.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
¿Era posible que dos personas mantuvieran una conversación más vaga, y más cargada de emotividad al mismo tiempo?
Ella se consideraba la parte ofendida, pero tenía la impresión de que él también.
—Nicholas, me ha visitado un médico. Vamos a tener un hijo. ¿No deberíamos celebrarlo en lugar de discutir? —habló en voz baja y con un temblor evidente que le habría gustado disimular.
El cambió de cara un momento, y ella vio una sombra de vulnerabilidad que no era propia de un aristócrata altanero, ni de un lord privilegiado. No era más que un hombre, y uno confuso en ese momento, y ________ se dio cuenta de que por mucha inseguridad que sintiera ella por estar gestando una vida nueva, tal vez el peso de esa responsabilidad desconocida afectaba a Nicholas del mismo modo. El siempre parecía muy fuerte, como si no necesitara consejo, así que ella asumía que controlaba sus emociones en todo momento.
Seguía con los dedos apoyados en la copa de vino, y cuando habló lo hizo con voz cansada.
—Creo que debo pedirte disculpas. Esta noche me he comportado como un bárbaro.
La miró con sus ojos azul celeste y a ________ se le alteraron los latidos del corazón. Tenía la impresión de que nunca, jamás, la había mirado con un aire de súplica tan conmovedor.
La verdad es que se había comportado como un bárbaro y ella seguía sin saber por qué.
Pero eso no importaba. Le amaba. Iba a dar a luz a su hijo.
—Te he extrañado tanto —dijo en voz baja. —Más de lo que imaginas. Sigo sin estar segura de por qué estamos discutiendo, pero lo que sí sé es que no puedo soportar otra noche de soledad.
—Estoy de acuerdo. —El tenía la voz ronca. Se puso de pie, dejó a un lado la servilleta y le tendió la mano. No fue un gesto imperioso, sino una señal de paz. —Subamos.
La necesitaba con tanta desesperación que le asustaba.
Mientras subían la escalera, Nicholas apoyó una mano en la parte baja de la espalda de su esposa, confiando en que ella no notara la intensidad de su anhelo. Ni notara el ligero temblor de sus dedos, ni oyera la creciente cadencia de su respiración.
—Mi alcoba —dijo lacónico. Era una postura posesiva, provocada por sus emociones volátiles. Su lecho, su dormitorio y su cuerpo la reclamaban...
Su bella esposa, su hijo. Como debía ser.
________ se limitó a asentir, con su fascinante fragancia y la promesa de una piel suave y cálida, y un cabello sedoso y perfumado. Nicholas le abrió la puerta, entró tras ella, y en cuanto cerró la tomó en brazos. Contuvo un sobresaltado jadeo y poseyó su boca con labios violentos y posesivos. Había algo primitivo en la fuerza de la emoción que le dominaba, algo fuera de su control, junto a la conciencia de que si lo combatía, podía perder algo extraordinario en su vida. Si había una cosa que él hacía bien, era dominar sus emociones.
No así cuando estaba con ________. Ante su deliciosa esposa se sentía embrujado, cautivado, y totalmente perplejo. Justo cuando creía entenderla, descubría que volvía a estar equivocado. Esta velada era un ejemplo perfecto. Tan solo unos minutos antes, se había mostrado autoritario de un modo imperdonable, y aun así ella se pegaba a su cuerpo, temblando y devolviéndole los besos con un fervor comparable a su salvaje ansiedad. Debería estar furiosa con él. Se lo merecía.
«Y si es inocente...»
Sus manos se pelearon con el vestido, desabrocharon los botones y separaron la tela para descubrir la piel desnuda. Seguían con los labios unidos y ella metió las manos bajo su chaqueta para descansarlas sobre su torso. Cuando ________ apoyó la palma de su mano menuda sobre su corazón, Nicholas, convencido de que notaba sus latidos descontrolados, le retiró con delicadeza el vestido de los hombros.
—Te he extrañado tanto... —susurró ella, junto a su boca.
Él sin duda la había extrañado, y la rigidez de su miembro le daba la razón. La reciente abstinencia auto-impuesta había sido más bien un intento de aclarar sus dudas, algo que no se creía capaz de hacer con imparcialidad si compartía el lecho con ella.
El problema era que no había obtenido más que la terrible certeza de que no podía vivir sin ella.
Nicholas se despojó de la camisa, se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias, y lo resolvió en un momento. Le pasó los dedos sobre las pantorrillas, por detrás de la rodilla y los deslizó sobre sus muslos y caderas. Parecía la de siempre, pensó, preguntándose cuándo notaría crecer esa vida nueva que él reivindicaría y a quien daría su apellido. Cualquier otra cosa estaba fuera de lugar y no había duda de que, pasara lo que pasase, había muchas posibilidades de que ese hijo fuera suyo. Besó aquel vientre todavía plano, con una leve presión de los labios.
—Oh, Nicholas —susurró ella, acariciándole el cabello.
—Métete en la cama —le ordenó mientras se levantaba, y la visión de su cuerpo desnudo, de un rosado acogedor bajo el parpadeo de la luz, le provocó una inmediata erección. Entonces se le ocurrió añadir: —No te cubras. Quiero mirar mientras me desnudo.
Ella le complació, subió a la enorme cama y se tumbó. Con sus deliciosos pechos visiblemente tensos y los pezones rosados, erectos. Mientras se desabrochaba la corbata, Nicholas les dedicó un análisis deliberado y ardoroso y notó que eran más grandes. El montículo de carne era más pleno y, aunque siempre habían tenido una forma seductora, bajo la piel traslúcida aparecían con mayor prominencia unas pequeñas venas azules. La evidencia del cambio convertía el embarazo en algo más real, más inmediato.
Para recuperar cierta apariencia de calma, Nicholas dedicó cierto tiempo a quitarse cada pieza de ropa con meticulosidad, obligando a su mente a olvidarse de todo, salvo del destello del deseo en los ojos de su esposa y del entusiasta abrazo con el que le acogió en el gran lecho.
Pero debía silenciar esos complicados y molestos pensamientos y concentrarse en las sensaciones carnales. Ella estaba allí con él, complaciente, cálida y tan endiabladamente bella...
—Bésame —dijo ________ con una exhalación. —Hazme el amor.
Eso le detuvo cuando ya inclinaba la cabeza para tomar su boca y ajustaba las caderas entre sus muslos separados.
Nicholas se sobresaltó al darse cuenta de que si hacía eso, estaría haciendo el amor. Ya no se trataba de deseo, ni de relaciones conyugales, ni de ninguna de esas otras razones primigenias que unían a hombres y mujeres desde tiempos inmemoriales.
«La amo.»
Si no fuera así, tal vez le irritaría la posibilidad de una traición, puede que sintiera cierta afrenta a su orgullo, incluso que deseara castigarla, pero nada de todo eso tenía demasiada importancia. La venganza era en lo último en lo que pensaba, al diablo con su orgullo, y en cuanto a la ira, tampoco era esa la palabra que definía lo que sentía.
Tenía miedo. De perderla. Oh, no en un sentido literal. El podía retenerla pasara lo que pasase, era su esposa, él era un duque y poseía poder e influencia, pero necesitaba más.
La necesitaba toda.
Estaba húmeda, con el cuerpo preparado para culminar su unión. Nicholas colocó el miembro, tanteó el recibimiento y notó esa resbaladiza disposición, la entrega voluntaria y las manos de ________ agarradas a sus nalgas, urgiéndole a poseerla sin palabras.
La noche de su cumpleaños, ella le había hecho el amor con cautivadora dulzura. Con besos delicados, con movimientos sutiles, con caricias sugestivas. Nicholas decidió hacer lo mismo y entró en ella con lentitud exquisita. Besándole las sienes, el perfil de la barbilla, el arco tentador del cuello. Cuando fueron uno, se impulsó hacia delante y consiguió que ________ emitiera un gritito de placer y levantara la pelvis para que él pudiese presionar en el punto justo.
Y ella respondió con un estremecimiento.
Nicholas mantuvo ese ritmo erótico altruista, medido, cuyo objetivo era darle placer a ________. Una leve pátina de sudor brotó en su frente cuando se echó hacia atrás, hasta que su esposa se arqueó con frenesí debajo de él y su grito de rendición resonó por todo el dormitorio. Luego él, intenso, preso del éxtasis, estalló dejando a ambos repletos y exhaustos.
Más tarde, tumbado en la oscuridad, Nicholas acunó a su esposa en los brazos. ________, junto a él, dormía cómoda y relajada. Su cuerpo desnudo era todo curvas femeninas y su respiración, un hálito tenue pegado a su cuello.
El la amaba, y no solo con su cuerpo.
Por Dios que la amaba.
Nicholas había previsto que el matrimonio fuera todo menos esto.
Le maravillaba que si ________ le había traicionado, le respondiera con tanto ardor, que sus cuerpos armonizaran con tal perfección. ¿Cómo podía mirarle con unos ojos tan inocentes, si era una Jezabel en realidad? ¿Cómo podía agarrarse a él y besarle con manifiesto abandono si anhelaba a otro?
No creía estar enamorado hasta el punto de dejarse engañar por una fachada, pero nunca había estado en una situación así. Lo cierto es que durante la cena, ella se había mostrado atónita ante su comportamiento, no culpable. Dolida, no cautelosa.
Si no hubieran discutido, ¿le habría dicho que estaba embarazada? Esa era la pregunta que seguía latente en algún lugar de su mente. Para resolver sus diferencias, ella le había llevado a la cama encantada. El hambre físico que sentía por ________ era una debilidad... ¿lo habría explotado ella para distraer su atención?
Dios, cómo odiaba esa lucha interior.
________ se movió y luego volvió a sumergirse en un sueño plácido. Nicholas jugueteó con un rizo dorado, disfrutando del tacto de seda entre los dedos.
Pese a que estaba derrotado de cansancio, tuvo la impresión de que, sin embargo, volvería a costarle dormir. Al menos había tenido el placer de tenerla en sus brazos, pensó atrayéndola más hacia sí. Era algo muy simple, pero ahora que había reconocido la profundidad de sus sentimientos, era algo importante.
Tan solo confiaba en que enamorarse de su esposa no fuera la peor equivocación de su vida.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 20
No subestiméis a los hombres cuando se trate de intrigas sociales. Declaran que a las mujeres les interesa de un modo excesivo la vida de los demás, pero también a ellos les interesa, y pueden ser muy observadores y muy capaces de entrometerse. Confiad en mí en ese tema.
Del capítulo titulado
«Rumores, chismes e insinuaciones, y cómo pueden favoreceros»
Del capítulo titulado
«Rumores, chismes e insinuaciones, y cómo pueden favoreceros»
Robert no había seguido el consejo de Damien de bailar con Rebecca. Tocarla, aunque fuera de un modo aceptado en sociedad, era una idea peligrosa.
De manera que en lugar de eso, había perdido del todo la sensatez y había bailado con su madre.
—Adoro esta melodía nueva, ¿usted no, milord? —Lady Marston le sonreía con amabilidad, como si no fuera consciente de que ver al notorio Robert Jonas bailando con una mujer casada de mediana edad había provocado las habladurías de más de uno. No es que Robert no se lo hubiera pedido a alguna viuda venerable en alguna ocasión, si la cortesía lo exigía, pero la mayoría eran parientes más o menos lejanas, o la anfitriona de la fiesta. Lady Marston no era nada de eso.
Le había costado un esfuerzo considerable, pues tuvo que sortear a una hilera de matronas que solían apostarse juntas formando una masa compacta, para poder hablar y cotillear, mientras seguían con un ojo puesto en sus hijas, sobrinas o pupilas. Cuando Robert se acercó, más de una interrumpió su charla, y cuando se inclinó ante la mano de lady Marston y le pidió un baile, todas se quedaron literalmente boquiabiertas.
La perplejidad del momento era evidente. Y sin embargo allí estaba él.
—Es agradable, supongo, pero no tan admirable como la música que escuchamos en Rolthven —admitió mientras la hacía girar con elegancia.
—Sí —fue una respuesta imparcial. —Ha mencionado usted varías veces que disfrutó con la interpretación de Rebecca.
—Ella tiene tanto talento como belleza, lo cual es una auténtica alabanza.
Lady Marston le miró con la boca torcida.
—Conozco el interés que mi hija siente por usted, y estoy segura de que usted, que tiene tanta experiencia y tanto mundo, también es consciente de ello.
Robert intentaba no analizar los motivos por los que estaba bailando con lady Marston, pero suponía que tanteaba el resultado de su visita del otro día. Aún no estaba seguro de si la diabólica intromisión de Damien había sido útil o la peor ocurrencia del mundo, pero no había hecho más que pensar en ello. Su actual estado de inquietud le impedía dormir y no conseguía concentrarse ni en las tareas más mundanas.
¿Y si podía cortejarla?
—Yo me siento tan halagado como perdido —reconoció de mala gana, —y estoy seguro de que usted, milady, tiene el suficiente mundo para comprender por qué.
—Con mi hija, no dispone usted de sus posibilidades habituales —añadió ella con sequedad, —y eso es tanto una observación como una advertencia, milord.
—¿Es que tengo posibilidades? —Preguntó él sin rodeos. —Eso me he estado preguntando.
—Dependerá de lo decidido que esté, imagino. Cuando vino el otro día y me di cuenta de que no se trataba de la visita casual que su hermano pretendía, admito que me sorprendió.
Y el escaso nivel de entusiasmo fue notable, aunque él era demasiado educado para mencionarlo.
En aquel momento se paró la música. Robert no tenía otra alternativa más que soltarle la mano y hacer una reverencia. Ella, por su parte, le obsequió con una delicada inclinación de cabeza y le miró a los ojos.
—Yo creo que lo que pase a partir de ahora depende de usted. Sopese su grado de interés y si es lo bastante sincero yo, en aras de la felicidad de mi hija, le ayudaré con Benedict.
Se dio la vuelta y se alejó, dejándole con lo que probablemente era una expresión de perplejidad enorme. Robert, consciente de que estaba rodeado de miradas ávidas, recuperó la compostura y salió de la pista.
«Sopese su grado de interés.»
Se fue a una de las salas de juego y se sentó a una de las mesas, pero era obvio que estaba distraído, y cuando ganó la última mano, el caballero que estaba a su lado le dio un pequeño codazo para que recogiera sus ganancias. Maldita sea, pensó mientras se levantaba de la mesa y se despedía, más valía que afrontara su incapacidad para concentrarse en otra cosa. Le costaba creerlo, pero había llegado a imaginar cómo sería recorrer el pasillo de su casa, oyendo al fondo el sonido de un piano que alguien tocaba con arte.
El resultado de toda esa melancólica introspección parecía ineludible.
Puede que no quisiera cortejar a nadie, tal vez no deseaba casarse, pero no podía quitarse a Rebecca Marston de la cabeza, sencillamente. La deseaba, deseaba saborear de nuevo sus labios, deseaba sentirla en sus brazos, cálida y acogedora; pero no era eso lo único que deseaba.
Balbuceó una excusa y se marchó sin más a un lugar que no le recordara a esa mujer que le tenía tan ofuscado.
Quince minutos después Robert se apeó de su carruaje, constató la deslumbrante iluminación de la casa que tenía delante, y sonrió a otro de los visitantes.
—Palmer. ¿Cómo está?
Lord Palmer, claramente algo bebido, se acercaba por la acera con paso vacilante.
—La mar de bien, Jonas. Gracias. ¿Una fiesta impresionante, eh? Tengo entendido que Betty ha enviado a algunas de sus mejores chicas.
Robert intentó un gesto poco comprometedor. Por desgracia, ahora que ya estaba allí, lo cierto es que no estaba interesado en un grupo de mujeres de vida alegre.
—Suena divertido.
Necesitaba desesperadamente alguna diversión.
—Bien, no hay nada como las apuestas y las mujeres para entretener a un hombre, ¿verdad? —Palmer le dio un codazo torpe en las costillas mientras subían los escalones. —Sé que usted estará de acuerdo.
Quizá solía estar de acuerdo. La única razón por la que había elegido abandonar el baile y asistir a esta fiesta en particular, era porque este era el único sitio donde creía imposible encontrarse con Rebecca. Si se iba a casa y se pasaba el resto de la noche a solas con sus pensamientos, se volvería loco. Una velada de alocada disipación parecía ser justo lo que necesitaba. Ya había asistido muchas veces a fiestas de solteros como esta, y siempre implicaban champán a raudales, mujeres complacientes y mimosas contratadas a tal efecto, y pasatiempos subidos de tono.
—Sí—murmuró y cruzó antes que lord Palmer el umbral de la puerta, que un lacayo con librea mantenía abierta.
Pasó la hora siguiente sumido en un tedio atroz, fingiendo que lo pasaba bien, cuando no era cierto en absoluto.
Era un problema del demonio. No quería ir a casa y sentarse a darle vueltas al asunto. No podía acudir a los lugares donde solía divertirse, y aún menos ver a Rebecca. Tampoco quería estar allí, eso era evidente.
La voz de alguien borracho gritó que habían llegado las chicas, y un murmullo de expectación invadió la sala.
Robert decidió que en su actual estado de inquietud, lo mejor sería que se marchara ahora. La verdad es que no estaba de humor para contemplar a mujeres medio desnudas, colgadas de un grupo de idiotas bebidos. ¿Cómo pudo haber creído en el pasado que divertirse era eso? Le pidió el capote a un lacayo, y reprimió las ganas de dar golpecitos con los pies mientras esperaba.
Tal como estaba previsto, las puertas se abrieron y una masa de jóvenes risueñas entró en la casa. Betty Benson llevaba el burdel más refinado de Londres, y sus empleadas siempre iban limpias, estaban sanas y solían ser preciosas, o agraciadas al menos. Este grupo no era una excepción. Había rubias, morenas y al menos dos pelirrojas impresionantes. Cruzaron el umbral y de inmediato les ofrecieron champán. El bullicio de la fiesta subió de nivel, mientras los hombres empezaban a elegir pareja para la velada. Mientras esperaba el abrigo, Robert observó el proceso con una mirada de recelo. Todos los varones presentes eran solteros, salvo alguna excepción; las chicas recibirían buen trato y buena paga, y en cualquier caso, ¿desde cuándo había adoptado él la moral de un obispo, diablos?
De repente, mientras cogía la prenda que le entregó un criado, se quedó paralizado, sin creer lo que veían sus ojos. El atuendo de la última chica que cruzó la entrada no era provocativo en absoluto. Llevaba una capa azul oscuro que cubría con recato su vestido y la cabellera morena recogida con distinción, de tal modo que Robert sintió el deseo de quitarle los alfileres del pelo para sentir esa cascada cálida entre sus dedos.
¿Qué demonios estaba haciendo Rebecca allí?
¿Y por qué había llegado con una bandada de prostitutas?
Se quedó inmóvil, aterrado. ¿A qué demonios estaba jugando?
En cuanto pudo volver a mover los músculos, cogió el abrigo, atravesó a toda prisa el vestíbulo y la sujetó del brazo con más fuerza de la pretendida.
—Ya me lo explicará más tarde. De momento voy a sacarla de aquí. Le juro que si se resiste, me la cargo al hombro y me la llevo como si fuera un saco de patatas.
Rebecca reprimió un gemido. La mano de Robert le sujetó el brazo tan fuerte que casi le hizo daño y más que conducirla por los escalones de la puerta principal, la arrastró de nuevo al frío de la noche.
Su expresión al verla llegar era algo que no olvidaría en la vida.
Estaba horrorizado. Su atractivo rostro tenía impresa una mueca de perplejidad y consternación inconfundible, y no muy halagadora, teniendo en cuenta los problemas que ella había tenido que sortear para llegar hasta allí.
¿Por qué?
¿Por qué había llegado sola? Bueno, no sola exactamente. Un carruaje se había detenido justo antes de que el coche que había alquilado llegara frente a la mansión espectacularmente iluminada, y se habían apeado unas cuantas jovencitas. Rebecca, que se había estado preguntando cómo entraría sin invitación, las había seguido hasta el interior sin problemas.
—Milord... —empezó a decir.
El la interrumpió sin miramientos.
—No tengo ni idea de por qué está usted aquí, pero no diga ni una palabra hasta que estemos lejos y a salvo, y póngase la capucha, por Dios.
Rebecca había asumido desde el principio que corría el riesgo de que la censuraran y de disgustar a sus padres, cuando se escabulló del baile y fue en su busca. De no haber sentido una necesidad desesperada de hablar con él, no lo hubiera hecho.
Robert prácticamente la empujó al interior del carruaje, subió de un salto, dio un golpe seco en el techo, y se alejaron traqueteando. Cuando la miró de frente en aquel reducido espacio, sus cejas se habían convertido en una línea tensa.
—¿Le importaría limitarse a decirme qué estaba haciendo en la reunión de Houseman? Sé muy bien que no estaba invitada. ¿No estaba a salvo con sus padres en el Tallers? —masculló entre dientes.
Rebecca abrió la boca para replicar, pero él la interrumpió.
—La estuve observando durante toda la velada. —Sus ojos azules brillaban. —Creo que ha bailado con todos los caballeros presentes.
—Usted no me lo pidió —dijo ella en voz baja.
—Claro que no.
«Claro que no.» Esas tres palabras le dolieron y Rebecca levantó la barbilla.
Pero había bailado con su madre. Seguro que eso significaba algo. Ese simple acto le había dado el valor de seguirle.
Robert continuó, anticipándose a cualquier cosa que ella hubiera podido decir, aunque no estaba segura de cómo responderle.
—Respecto a su aparición de hace unos minutos, y por si acaso no se dio cuenta, las demás damas presentes proceden de un ambiente un tanto distinto al suyo. Recemos porque nadie la haya visto.
Eso era verdad, Rebecca no había reconocido a ninguna, pero llevaban vestidos suntuosos y... Oh. No.
Cayó en la cuenta.
—Sí. —El interpretó con acierto la expresión de horror y el gemido involuntario.
—Eso es justo a lo que me refiero. Ellas se ganan la vida de una determinada manera y por eso las contrataron, en fin, no es necesario que diga nada más. Rebecca, ¿por qué estaba usted allí?
Ella juntó los dedos sobre el regazo con tanta fuerza que se hizo daño.
—Oí a unos caballeros hablando de esta fiesta. Mencionaron su nombre como uno de los invitados y dijeron que era probable que se dirigiera allí cuando se marchó tan de repente. No me di cuenta de que... —titubeó.
Robert mantenía la mandíbula rígida, como una estatua de mármol.
—Tengo mucho interés en hablar con usted —añadió Rebecca. Era una excusa pobre, y así se lo pareció incluso a ella.
—¿Tanto como para arriesgarse a manchar su reputación sin remedio? —le preguntó en tono ácido. Meneó la cabeza, se dio la vuelta, y durante un momento fijó la vista en un costado del vehículo. —Esto —dijo con moderado énfasis —es un desastre.
Rebecca tenía mucho miedo de que tuviera razón, pero irguió la columna.
—Yo solo sabía que había una fiesta a la que mis padres no tenían intención de ir, y pensé que si conseguía colarme, tal vez tendría por fin la oportunidad de hablar con usted. No tenía ni idea...
—¿Ellos dónde creen que está? —intervino Robert, rayando la descortesía.
Rebecca, que empezaba a tener una idea clara de lo que podía haberle costado su imprudente ocurrencia, sintió un ligero vahído.
—Fingí que iba a otro baile con Arabella y su marido.
—En otras palabras, engañó a sus padres.
Bueno sí, pensó ella entonces. Aunque en su momento se había escudado creyendo que era una mentira necesaria.
Robert dijo una palabra que Rebecca no había oído nunca por lo bajo, aunque no lo suficiente para evitar que ella se preguntara qué significaba, pero le pareció que no era el momento de preguntarlo.
—No creo que nadie viera que me escabullí y paré un coche —replicó a la defensiva. —Arabella lo sabe, por supuesto, pero nadie más.
El volvió a mirarla a la cara.
—¿Y si la vio alguien más?
A ella no se le ocurrió nada que decir.
—Me echarán la culpa a mí. —Robert se pasó la mano por la cara. —Sus padres me culparán a mí. Y Dios sabe que el mundo entero les creerá.
—¿Cómo iba a saber yo que esto era una... una...? —No era capaz de encontrar la palabra adecuada para describir la fiesta a la que había estado a punto de asistir.
Robert se hundió un poco más en el asiento con una mueca de ironía.
—¿Una reunión de varones depravados y condescendientes? ¿No se preguntó por qué ni usted ni sus padres estaban invitados, querida? Sus nombres aparecen en las listas de las anfitrionas más distinguidas de Londres. Por otro lado, cuando un proscrito como Gerald Houseman da una fiesta, no es más que una excusa para que los hombres nos reunamos y nos comportemos con mucha menos educación de lo que acostumbramos cuando hay damas presentes.
—¿Por eso estaba usted ahí? ¿Para poder comportarse sin educación?
—Creo que esa fue la idea original —se detuvo y luego añadió con sequedad: —pero estaba a punto de irme, tal como comprobó usted.
—¿Y por qué?
La mano que Robert apoyaba en la rodilla se tensó de forma convulsa.
—Al final descubrí que no estaba de humor.
—Damien me dijo que ahora pasa usted mucho tiempo en casa.
—¿Hay algún problema en eso? En contra de la creencia general de que me paso casi todas las noches deambulando por Londres, lo cierto es que suelo quedarme en casa muy a menudo. En cualquier caso mis actividades no importan, ya que no es mi reputación la que está en peligro, sino la suya. Tendremos que planear una forma discreta para que vuelva a casa sana y salva.
Considerando todos los problemas en los que se había metido, y el posible desastre que la amenazaba, Rebecca no estaba dispuesta a permitir que Robert se limitara a acompañarla de vuelta, sin decir al menos aquello por lo que había arriesgado tanto.
—Puesto que el mal ya está hecho y que a estas alturas invertir un poco más de tiempo es irrelevante, ¿podría usted pedirle a su cochero que dé un pequeño rodeo para que podamos hablar de esto?
Él apretó un músculo de la mandíbula.
—Mi experiencia me dice que conversar demasiado con una mujer nunca es buena idea. Y aunque odio preguntárselo, ¿podría definir «esto»?
Ella vaciló. Sabía que las siguientes palabras podían modificar su futuro. Inspiró con fuerza.
—Nosotros.
Robert masculló de nuevo una palabra desconocida, y su cuerpo grácil se irguió sobre en el asiento opuesto.
—Rebecca...
—¿No podemos negociar?
—¿Negociar? —La miró de frente con los ojos entornados. —¿Cómo?
Ella se tragó el nudo de nervios que tenía en la garganta, y aún con el corazón desbocado, prosiguió confiando aparentar serenidad:
—Por favor, comprenda que yo soy totalmente distinta a usted.
Por primera vez desde que la había descubierto entrando en aquel vestíbulo, apareció un destello del encanto habitual y desenfadado de Robert.
—Por desgracia lo he notado, señorita Marston.
Ante ese comentario frívolo, ella se echó a reír con una mezcla de tensión y alivio reparador.
—Me refiero a que entiendo que no siente deseos de renunciar a su libertad. Bien. Como alguien que no tiene libertad para pronunciarse, creo comprender por qué valora usted ese activo. Tal vez podemos conseguir que las cosas resulten satisfactorias para ambos. Hacer un trato, si quiere. Lo único que pido es que me dé una oportunidad.
Él no se movió.
¿De verdad iba a hacer eso? ¿Decir algo tan escandaloso basándose en un libro escrito por una perdida? ¿Arriesgar su felicidad por el consejo de una prostituta?
Sí, lo haría. Porque aunque Damien estuviera haciendo todo lo posible para ayudarla, no tardaría en volver a España y además, este era un problema de mujeres y necesitaba un toque femenino.
Incluso su propia madre lo había dicho: «Nosotras sabemos lo que quieren mejor que ellos mismos».
Rebecca había leído ese libro malicioso de principio a fin, y decir que contenía revelaciones instructivas era quedarse corta. Oh, sí, le había escandalizado bastante la franqueza de las descripciones, pero también la había fascinado, y esa reacción le había hecho pensar que tal vez ella era justo la mujer apropiada para Robert Jonas.
Lo que de verdad deseaba era hacer todas esas cosas prohibidas con él.
Así que continuó. Le pareció imposible. Le pareció increíble, pero lo hizo.
—¿Se casará conmigo?
El abrió la boca con evidente asombro. La expresión de perplejidad de su cara le habría parecido cómica, pero Rebecca sentía unos nervios terribles y tenía la impresión de que este era el momento más importante de su vida.
—Si nos casamos —continuó, notando que le temblaba la voz, —y no le satisfago de todas las formas posibles, considérese libre para vivir la vida que vivía antes. Si empieza a sentirse incómodo porque no soy capaz de retenerle, por mi parte no pondré la menor objeción a su falta de interés. —Se quedó callada y le obsequió con una estudiada sonrisa antes de añadir en un susurro: —No obstante, para no abandonar el espíritu deportivo que preside todo este asunto, debo advertirle que tengo la expresa intención de colmar todas sus necesidades.
Robert tenía la impresión de que su cara reflejaba su incredulidad. Desde los diecisiete años, nadie le había hecho una proposición con tanta franqueza. Elsa era una actriz doce años mayor que él, y sus intenciones eran estrictamente lascivas. Un bochornoso verano fue a buscarle después de una representación a la que Robert había asistido, acompañado de su familia, nada menos, y le susurró al oído todo lo que deseaba hacer con él. Ella adoraba a los jóvenes apuestos, según le explicó con su voz ronca característica y una sonrisa indulgente de manifiesta sensualidad.
En aquella época, él sentía mucha curiosidad sexual y se sintió halagado. Por supuesto, se las arregló para encontrar los aposentos de la dama. Aquella primera aventura había marcado el principio de su notoriedad, y a lo largo de los años le habían ofrecido favores sexuales de formas muy distintas, muchas mujeres distintas.
Esto era algo completamente diferente.
Quizá estaba alucinando. Tal vez una jovencita muy inocente se había limitado a decirle, en términos muy claros, que deseaba atraer su interés sexual y que de algún modo, aun considerando su inexperiencia, tenía la esperanza de conservarlo.
Si se casaba con ella.
Robert cerró la boca y se esforzó en pensar algo remotamente inteligente para usarlo como respuesta. No se le ocurrió nada.
Dios del cielo, nunca había estado tan intrigado. Lo más probable era que ella ni siquiera fuese consciente de lo que prometía, pero la idea de ser su maestro era de lo más tentadora.
Robert tenía la certeza de que no sería capaz de apartar la vista de ella, ni bajo pena de muerte. ¿De verdad Rebecca le había propuesto matrimonio?
Sus luminosos ojos de un tono azul verdoso le observaban desde el otro extremo del reducido espacio, mientras circulaban por la calle. Se había sobresaltado tanto al verla cruzar el umbral de la fiesta, que no le había dado ninguna indicación al cochero, de manera que aunque Rebecca no lo supiera, esa petición de disponer de más tiempo que le había hecho estaba garantizada. George esperaría a que le indicaran que les llevara a una dirección determinada. Sin duda había visto a una dama joven subir al carruaje con él.
Esa era otra cuestión. Con capa o sin ella, alguien podía reconocerla. Robert le había dicho la pura verdad antes. Si se corría la voz de que la habían visto en un acto como la fiesta de Houseman, habría un escándalo enorme.
Tal vez tendría que casarse con ella.
«Tal vez deseo casarme con ella.»
¿Lo deseaba? Tal como Damien hubiera señalado, sin duda, Robert no estaba seguro de no querer casarse con ella, y tenía la aterradora certeza de que no quería casarse con ninguna otra.
—Su padre no lo aprobará —soltó de repente.
«Si no le satisfago de todas las formas posibles...»
—Puede que sí. A mi madre le gusta usted. No es que esté a favor de nuestro matrimonio de forma expresa, pero tampoco se opone. Creo que la intriga de la situación le atrae. —Rebecca arqueó una ceja. —La verdad es que bailar con ella fue una maniobra genial.
—Yo no intentaba ser genial —musitó él, —solo...
Ella esperó, por lo visto le interesaba su respuesta.
Él no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Por qué había bailado con lady Marston? Al fin se decidió a replicar:
—Rebecca, no tiene usted por qué ser tan altruista. Es bella, es una heredera, tiene talento. Ambos sabemos que todos los solteros de Londres están a sus pies.
—Bien, pues eso debe de incluirle a usted. Mis padres insisten en que escoja marido pronto. Yo le escojo a usted. ¿Puedo asumir que acepta mi oferta?
—No es tan sencillo, ni mucho menos.
—Dígame por qué. Usted es soltero, ¿verdad? —Su sonrisa era cándida y tentadora. —A menos que tenga una esposa secreta que nadie conoce.
Maldita fuera, sabía que estaba ganando. No, peor aún, sabía que había ganado.
Había llegado el momento de que él recuperara el control de la situación.
Al menos Robert tuvo la satisfacción de provocarle un gemido de sorpresa cuando de pronto cubrió la escasa distancia que les separaba, le enlazó la cintura, la colocó sobre su regazo y le rozó la sien con los labios.
—¿Por qué me hace esto?
—Yo me he hecho muchas veces esa misma pregunta, pensando en el efecto que provoca usted en mí. —Su carcajada tenía un matiz vacilante. —Me temo que no hay una explicación fácil.
Los labios de Robert viajaron a lo largo de la curva satinada de su mejilla, como aquella primera vez en el jardín. Le mordisqueó la comisura de la boca recreando el momento en que la abrazó contra el seto, cuando ella huía de lord Watts.
—De acuerdo, acepto sus términos si usted acepta los míos.
Ella le echó los brazos al cuello.
—Dudo que vaya a objetar nada de lo que diga.
Robert sonreía con deliberada malicia.
—Si yo no la satisfago de todos los modos posibles, considérese libre de buscar consuelo en otra parte, pero se lo advierto, tengo la intención de conservar su interés.
Ella se le pegó al cuerpo, temblando.
Entonces él la besó. No con la moderación de aquella primera vez, sino con un beso de amante, apasionado, intenso y prolongado. Fue una promesa y un juramento mudos. Robert tomó, pero también dio, y dejó que ella notara su anhelo, pero también su contención.
De hecho, cuando por fin él alzó la cara y levantó un milímetro la boca, no tenía ni idea de en qué lugar de Londres estaban, pero tras tomar aquella monumental decisión, descubrió en su interior un lugar maravilloso cuya existencia nunca había sospechado siquiera.
—Debemos casarnos pronto —le susurró junto a los labios.
—¿Para salvar mi reputación por si alguien me vio esta noche? —La risa de Rebecca entre sus brazos fue como una leve exhalación, dulce, exuberante, cálida.
—Porque yo no puedo esperar mucho. Quizá se haya dado cuenta. —Se movió para que ella notara su erección en la curva de la cadera.
—Oh.
El rió ante la incertidumbre implícita en esa exclamación, feliz de haber recuperado la iniciativa. —Tengo cierta reputación, ya sabe.
Entonces ella cambió las tornas. Deslizó la mano por el hombro de Robert, bajó por encima de su chaqueta, la posó en la parte superior del muslo y entonces le acarició. Por encima de los pantalones, pero él retuvo el aliento con un sonoro jadeo, mientras ella presionaba la palma contra la superficie de su miembro rígido.
—¿Por qué esperar? —Dijo de un modo que solo podía describirse como un murmullo seductor. —Estamos prometidos y acabamos de acordar una boda rápida.
El se quedó estupefacto. Por la sugerencia, pero también por la osadía con la que le presionaba con la mano. Era un acto bastante aventurado en una doncella inocente.
—Jesús, no diga eso. —Robert se movió, pero ella se reclinó sobre él, de modo que sintió el peso exquisito de sus senos y le atravesó una punzada de deseo. —No necesito que me tiente, créame.
—Su casa está cerca de aquí. —Rebecca bajó las pestañas. —Lléveme allí. Mis padres no me esperan hasta dentro de unas horas.
«Lléveme...»
No debía. Hacía solo un momento que había aceptado unirse a las filas de los hombres casados respetables que honran a sus esposas con las promesas debidas.
—Rebecca... no. Puedo esperar.
—¿Y si yo no puedo? —Parecía sin aliento. —No olvide que llevo un año soñando con esto. Desde la primera vez que le vi. Le deseo. —Le tiró de la corbata con su mano grácil y la desató. —Di a entender que tal vez me quedaría con Arabella. Lo he hecho otras veces. Tenemos toda la noche. Mis padres no se asustarán si no vuelvo a casa.
Rebecca no tenía ni idea de qué estaba diciendo, de qué estaba ofreciendo. Robert le sujetó la muñeca.
—Sigue siendo muy posible que su padre se niegue, y si me comporto de modo deshonroso...
—¿Tiene usted intención de contárselo? Yo no.
Soltó la mano y volvió a besarle, inexperta pero curiosa. Barrió su boca con una caricia indecisa de la lengua, y le arrancó un gemido. Mantuvo las manos siempre ocupadas; le quitó la corbata y se dedicó a los cierres de la parte superior de la camisa. Coló una mano tímida y fría, y apoyó la palma sobre su torso desnudo y ardiente.
Desconcertado, excitado e indeciso, Robert interrumpió el beso apasionado, intentando ser fiel a su honor.
—He de llevarla a casa de sus padres.
—No se preocupe por mi padre. Me casaré con usted de todos modos, con o sin su permiso. Seguramente se negará a pagar su parte del acuerdo matrimonial...
—Me importa un comino su dinero —interrumpió Robert al instante. —Ni siquiera que nos dé su bendición. La quiero a usted.
Lo prudente era volver a acomodar a Rebecca en el asiento de enfrente, y la colocó de nuevo a esa pequeña distancia, pero no solucionó nada. Estaba un poco despeinada y tan deliciosa, con su boca rosada y las mejillas ruborizadas. Sus ojos de aguamarina centelleaban.
—Por favor.
Su decisión flaqueó ante aquella simple palabra. El atractivo de Rebecca era tan poderoso que Robert tuvo que convertir las manos en puños para no volver a tocarla. Maldijo para sí y golpeó con rudeza el techo para avisar al cochero.
De manera que en lugar de eso, había perdido del todo la sensatez y había bailado con su madre.
—Adoro esta melodía nueva, ¿usted no, milord? —Lady Marston le sonreía con amabilidad, como si no fuera consciente de que ver al notorio Robert Jonas bailando con una mujer casada de mediana edad había provocado las habladurías de más de uno. No es que Robert no se lo hubiera pedido a alguna viuda venerable en alguna ocasión, si la cortesía lo exigía, pero la mayoría eran parientes más o menos lejanas, o la anfitriona de la fiesta. Lady Marston no era nada de eso.
Le había costado un esfuerzo considerable, pues tuvo que sortear a una hilera de matronas que solían apostarse juntas formando una masa compacta, para poder hablar y cotillear, mientras seguían con un ojo puesto en sus hijas, sobrinas o pupilas. Cuando Robert se acercó, más de una interrumpió su charla, y cuando se inclinó ante la mano de lady Marston y le pidió un baile, todas se quedaron literalmente boquiabiertas.
La perplejidad del momento era evidente. Y sin embargo allí estaba él.
—Es agradable, supongo, pero no tan admirable como la música que escuchamos en Rolthven —admitió mientras la hacía girar con elegancia.
—Sí —fue una respuesta imparcial. —Ha mencionado usted varías veces que disfrutó con la interpretación de Rebecca.
—Ella tiene tanto talento como belleza, lo cual es una auténtica alabanza.
Lady Marston le miró con la boca torcida.
—Conozco el interés que mi hija siente por usted, y estoy segura de que usted, que tiene tanta experiencia y tanto mundo, también es consciente de ello.
Robert intentaba no analizar los motivos por los que estaba bailando con lady Marston, pero suponía que tanteaba el resultado de su visita del otro día. Aún no estaba seguro de si la diabólica intromisión de Damien había sido útil o la peor ocurrencia del mundo, pero no había hecho más que pensar en ello. Su actual estado de inquietud le impedía dormir y no conseguía concentrarse ni en las tareas más mundanas.
¿Y si podía cortejarla?
—Yo me siento tan halagado como perdido —reconoció de mala gana, —y estoy seguro de que usted, milady, tiene el suficiente mundo para comprender por qué.
—Con mi hija, no dispone usted de sus posibilidades habituales —añadió ella con sequedad, —y eso es tanto una observación como una advertencia, milord.
—¿Es que tengo posibilidades? —Preguntó él sin rodeos. —Eso me he estado preguntando.
—Dependerá de lo decidido que esté, imagino. Cuando vino el otro día y me di cuenta de que no se trataba de la visita casual que su hermano pretendía, admito que me sorprendió.
Y el escaso nivel de entusiasmo fue notable, aunque él era demasiado educado para mencionarlo.
En aquel momento se paró la música. Robert no tenía otra alternativa más que soltarle la mano y hacer una reverencia. Ella, por su parte, le obsequió con una delicada inclinación de cabeza y le miró a los ojos.
—Yo creo que lo que pase a partir de ahora depende de usted. Sopese su grado de interés y si es lo bastante sincero yo, en aras de la felicidad de mi hija, le ayudaré con Benedict.
Se dio la vuelta y se alejó, dejándole con lo que probablemente era una expresión de perplejidad enorme. Robert, consciente de que estaba rodeado de miradas ávidas, recuperó la compostura y salió de la pista.
«Sopese su grado de interés.»
Se fue a una de las salas de juego y se sentó a una de las mesas, pero era obvio que estaba distraído, y cuando ganó la última mano, el caballero que estaba a su lado le dio un pequeño codazo para que recogiera sus ganancias. Maldita sea, pensó mientras se levantaba de la mesa y se despedía, más valía que afrontara su incapacidad para concentrarse en otra cosa. Le costaba creerlo, pero había llegado a imaginar cómo sería recorrer el pasillo de su casa, oyendo al fondo el sonido de un piano que alguien tocaba con arte.
El resultado de toda esa melancólica introspección parecía ineludible.
Puede que no quisiera cortejar a nadie, tal vez no deseaba casarse, pero no podía quitarse a Rebecca Marston de la cabeza, sencillamente. La deseaba, deseaba saborear de nuevo sus labios, deseaba sentirla en sus brazos, cálida y acogedora; pero no era eso lo único que deseaba.
Balbuceó una excusa y se marchó sin más a un lugar que no le recordara a esa mujer que le tenía tan ofuscado.
Quince minutos después Robert se apeó de su carruaje, constató la deslumbrante iluminación de la casa que tenía delante, y sonrió a otro de los visitantes.
—Palmer. ¿Cómo está?
Lord Palmer, claramente algo bebido, se acercaba por la acera con paso vacilante.
—La mar de bien, Jonas. Gracias. ¿Una fiesta impresionante, eh? Tengo entendido que Betty ha enviado a algunas de sus mejores chicas.
Robert intentó un gesto poco comprometedor. Por desgracia, ahora que ya estaba allí, lo cierto es que no estaba interesado en un grupo de mujeres de vida alegre.
—Suena divertido.
Necesitaba desesperadamente alguna diversión.
—Bien, no hay nada como las apuestas y las mujeres para entretener a un hombre, ¿verdad? —Palmer le dio un codazo torpe en las costillas mientras subían los escalones. —Sé que usted estará de acuerdo.
Quizá solía estar de acuerdo. La única razón por la que había elegido abandonar el baile y asistir a esta fiesta en particular, era porque este era el único sitio donde creía imposible encontrarse con Rebecca. Si se iba a casa y se pasaba el resto de la noche a solas con sus pensamientos, se volvería loco. Una velada de alocada disipación parecía ser justo lo que necesitaba. Ya había asistido muchas veces a fiestas de solteros como esta, y siempre implicaban champán a raudales, mujeres complacientes y mimosas contratadas a tal efecto, y pasatiempos subidos de tono.
—Sí—murmuró y cruzó antes que lord Palmer el umbral de la puerta, que un lacayo con librea mantenía abierta.
Pasó la hora siguiente sumido en un tedio atroz, fingiendo que lo pasaba bien, cuando no era cierto en absoluto.
Era un problema del demonio. No quería ir a casa y sentarse a darle vueltas al asunto. No podía acudir a los lugares donde solía divertirse, y aún menos ver a Rebecca. Tampoco quería estar allí, eso era evidente.
La voz de alguien borracho gritó que habían llegado las chicas, y un murmullo de expectación invadió la sala.
Robert decidió que en su actual estado de inquietud, lo mejor sería que se marchara ahora. La verdad es que no estaba de humor para contemplar a mujeres medio desnudas, colgadas de un grupo de idiotas bebidos. ¿Cómo pudo haber creído en el pasado que divertirse era eso? Le pidió el capote a un lacayo, y reprimió las ganas de dar golpecitos con los pies mientras esperaba.
Tal como estaba previsto, las puertas se abrieron y una masa de jóvenes risueñas entró en la casa. Betty Benson llevaba el burdel más refinado de Londres, y sus empleadas siempre iban limpias, estaban sanas y solían ser preciosas, o agraciadas al menos. Este grupo no era una excepción. Había rubias, morenas y al menos dos pelirrojas impresionantes. Cruzaron el umbral y de inmediato les ofrecieron champán. El bullicio de la fiesta subió de nivel, mientras los hombres empezaban a elegir pareja para la velada. Mientras esperaba el abrigo, Robert observó el proceso con una mirada de recelo. Todos los varones presentes eran solteros, salvo alguna excepción; las chicas recibirían buen trato y buena paga, y en cualquier caso, ¿desde cuándo había adoptado él la moral de un obispo, diablos?
De repente, mientras cogía la prenda que le entregó un criado, se quedó paralizado, sin creer lo que veían sus ojos. El atuendo de la última chica que cruzó la entrada no era provocativo en absoluto. Llevaba una capa azul oscuro que cubría con recato su vestido y la cabellera morena recogida con distinción, de tal modo que Robert sintió el deseo de quitarle los alfileres del pelo para sentir esa cascada cálida entre sus dedos.
¿Qué demonios estaba haciendo Rebecca allí?
¿Y por qué había llegado con una bandada de prostitutas?
Se quedó inmóvil, aterrado. ¿A qué demonios estaba jugando?
En cuanto pudo volver a mover los músculos, cogió el abrigo, atravesó a toda prisa el vestíbulo y la sujetó del brazo con más fuerza de la pretendida.
—Ya me lo explicará más tarde. De momento voy a sacarla de aquí. Le juro que si se resiste, me la cargo al hombro y me la llevo como si fuera un saco de patatas.
Rebecca reprimió un gemido. La mano de Robert le sujetó el brazo tan fuerte que casi le hizo daño y más que conducirla por los escalones de la puerta principal, la arrastró de nuevo al frío de la noche.
Su expresión al verla llegar era algo que no olvidaría en la vida.
Estaba horrorizado. Su atractivo rostro tenía impresa una mueca de perplejidad y consternación inconfundible, y no muy halagadora, teniendo en cuenta los problemas que ella había tenido que sortear para llegar hasta allí.
¿Por qué?
¿Por qué había llegado sola? Bueno, no sola exactamente. Un carruaje se había detenido justo antes de que el coche que había alquilado llegara frente a la mansión espectacularmente iluminada, y se habían apeado unas cuantas jovencitas. Rebecca, que se había estado preguntando cómo entraría sin invitación, las había seguido hasta el interior sin problemas.
—Milord... —empezó a decir.
El la interrumpió sin miramientos.
—No tengo ni idea de por qué está usted aquí, pero no diga ni una palabra hasta que estemos lejos y a salvo, y póngase la capucha, por Dios.
Rebecca había asumido desde el principio que corría el riesgo de que la censuraran y de disgustar a sus padres, cuando se escabulló del baile y fue en su busca. De no haber sentido una necesidad desesperada de hablar con él, no lo hubiera hecho.
Robert prácticamente la empujó al interior del carruaje, subió de un salto, dio un golpe seco en el techo, y se alejaron traqueteando. Cuando la miró de frente en aquel reducido espacio, sus cejas se habían convertido en una línea tensa.
—¿Le importaría limitarse a decirme qué estaba haciendo en la reunión de Houseman? Sé muy bien que no estaba invitada. ¿No estaba a salvo con sus padres en el Tallers? —masculló entre dientes.
Rebecca abrió la boca para replicar, pero él la interrumpió.
—La estuve observando durante toda la velada. —Sus ojos azules brillaban. —Creo que ha bailado con todos los caballeros presentes.
—Usted no me lo pidió —dijo ella en voz baja.
—Claro que no.
«Claro que no.» Esas tres palabras le dolieron y Rebecca levantó la barbilla.
Pero había bailado con su madre. Seguro que eso significaba algo. Ese simple acto le había dado el valor de seguirle.
Robert continuó, anticipándose a cualquier cosa que ella hubiera podido decir, aunque no estaba segura de cómo responderle.
—Respecto a su aparición de hace unos minutos, y por si acaso no se dio cuenta, las demás damas presentes proceden de un ambiente un tanto distinto al suyo. Recemos porque nadie la haya visto.
Eso era verdad, Rebecca no había reconocido a ninguna, pero llevaban vestidos suntuosos y... Oh. No.
Cayó en la cuenta.
—Sí. —El interpretó con acierto la expresión de horror y el gemido involuntario.
—Eso es justo a lo que me refiero. Ellas se ganan la vida de una determinada manera y por eso las contrataron, en fin, no es necesario que diga nada más. Rebecca, ¿por qué estaba usted allí?
Ella juntó los dedos sobre el regazo con tanta fuerza que se hizo daño.
—Oí a unos caballeros hablando de esta fiesta. Mencionaron su nombre como uno de los invitados y dijeron que era probable que se dirigiera allí cuando se marchó tan de repente. No me di cuenta de que... —titubeó.
Robert mantenía la mandíbula rígida, como una estatua de mármol.
—Tengo mucho interés en hablar con usted —añadió Rebecca. Era una excusa pobre, y así se lo pareció incluso a ella.
—¿Tanto como para arriesgarse a manchar su reputación sin remedio? —le preguntó en tono ácido. Meneó la cabeza, se dio la vuelta, y durante un momento fijó la vista en un costado del vehículo. —Esto —dijo con moderado énfasis —es un desastre.
Rebecca tenía mucho miedo de que tuviera razón, pero irguió la columna.
—Yo solo sabía que había una fiesta a la que mis padres no tenían intención de ir, y pensé que si conseguía colarme, tal vez tendría por fin la oportunidad de hablar con usted. No tenía ni idea...
—¿Ellos dónde creen que está? —intervino Robert, rayando la descortesía.
Rebecca, que empezaba a tener una idea clara de lo que podía haberle costado su imprudente ocurrencia, sintió un ligero vahído.
—Fingí que iba a otro baile con Arabella y su marido.
—En otras palabras, engañó a sus padres.
Bueno sí, pensó ella entonces. Aunque en su momento se había escudado creyendo que era una mentira necesaria.
Robert dijo una palabra que Rebecca no había oído nunca por lo bajo, aunque no lo suficiente para evitar que ella se preguntara qué significaba, pero le pareció que no era el momento de preguntarlo.
—No creo que nadie viera que me escabullí y paré un coche —replicó a la defensiva. —Arabella lo sabe, por supuesto, pero nadie más.
El volvió a mirarla a la cara.
—¿Y si la vio alguien más?
A ella no se le ocurrió nada que decir.
—Me echarán la culpa a mí. —Robert se pasó la mano por la cara. —Sus padres me culparán a mí. Y Dios sabe que el mundo entero les creerá.
—¿Cómo iba a saber yo que esto era una... una...? —No era capaz de encontrar la palabra adecuada para describir la fiesta a la que había estado a punto de asistir.
Robert se hundió un poco más en el asiento con una mueca de ironía.
—¿Una reunión de varones depravados y condescendientes? ¿No se preguntó por qué ni usted ni sus padres estaban invitados, querida? Sus nombres aparecen en las listas de las anfitrionas más distinguidas de Londres. Por otro lado, cuando un proscrito como Gerald Houseman da una fiesta, no es más que una excusa para que los hombres nos reunamos y nos comportemos con mucha menos educación de lo que acostumbramos cuando hay damas presentes.
—¿Por eso estaba usted ahí? ¿Para poder comportarse sin educación?
—Creo que esa fue la idea original —se detuvo y luego añadió con sequedad: —pero estaba a punto de irme, tal como comprobó usted.
—¿Y por qué?
La mano que Robert apoyaba en la rodilla se tensó de forma convulsa.
—Al final descubrí que no estaba de humor.
—Damien me dijo que ahora pasa usted mucho tiempo en casa.
—¿Hay algún problema en eso? En contra de la creencia general de que me paso casi todas las noches deambulando por Londres, lo cierto es que suelo quedarme en casa muy a menudo. En cualquier caso mis actividades no importan, ya que no es mi reputación la que está en peligro, sino la suya. Tendremos que planear una forma discreta para que vuelva a casa sana y salva.
Considerando todos los problemas en los que se había metido, y el posible desastre que la amenazaba, Rebecca no estaba dispuesta a permitir que Robert se limitara a acompañarla de vuelta, sin decir al menos aquello por lo que había arriesgado tanto.
—Puesto que el mal ya está hecho y que a estas alturas invertir un poco más de tiempo es irrelevante, ¿podría usted pedirle a su cochero que dé un pequeño rodeo para que podamos hablar de esto?
Él apretó un músculo de la mandíbula.
—Mi experiencia me dice que conversar demasiado con una mujer nunca es buena idea. Y aunque odio preguntárselo, ¿podría definir «esto»?
Ella vaciló. Sabía que las siguientes palabras podían modificar su futuro. Inspiró con fuerza.
—Nosotros.
Robert masculló de nuevo una palabra desconocida, y su cuerpo grácil se irguió sobre en el asiento opuesto.
—Rebecca...
—¿No podemos negociar?
—¿Negociar? —La miró de frente con los ojos entornados. —¿Cómo?
Ella se tragó el nudo de nervios que tenía en la garganta, y aún con el corazón desbocado, prosiguió confiando aparentar serenidad:
—Por favor, comprenda que yo soy totalmente distinta a usted.
Por primera vez desde que la había descubierto entrando en aquel vestíbulo, apareció un destello del encanto habitual y desenfadado de Robert.
—Por desgracia lo he notado, señorita Marston.
Ante ese comentario frívolo, ella se echó a reír con una mezcla de tensión y alivio reparador.
—Me refiero a que entiendo que no siente deseos de renunciar a su libertad. Bien. Como alguien que no tiene libertad para pronunciarse, creo comprender por qué valora usted ese activo. Tal vez podemos conseguir que las cosas resulten satisfactorias para ambos. Hacer un trato, si quiere. Lo único que pido es que me dé una oportunidad.
Él no se movió.
¿De verdad iba a hacer eso? ¿Decir algo tan escandaloso basándose en un libro escrito por una perdida? ¿Arriesgar su felicidad por el consejo de una prostituta?
Sí, lo haría. Porque aunque Damien estuviera haciendo todo lo posible para ayudarla, no tardaría en volver a España y además, este era un problema de mujeres y necesitaba un toque femenino.
Incluso su propia madre lo había dicho: «Nosotras sabemos lo que quieren mejor que ellos mismos».
Rebecca había leído ese libro malicioso de principio a fin, y decir que contenía revelaciones instructivas era quedarse corta. Oh, sí, le había escandalizado bastante la franqueza de las descripciones, pero también la había fascinado, y esa reacción le había hecho pensar que tal vez ella era justo la mujer apropiada para Robert Jonas.
Lo que de verdad deseaba era hacer todas esas cosas prohibidas con él.
Así que continuó. Le pareció imposible. Le pareció increíble, pero lo hizo.
—¿Se casará conmigo?
El abrió la boca con evidente asombro. La expresión de perplejidad de su cara le habría parecido cómica, pero Rebecca sentía unos nervios terribles y tenía la impresión de que este era el momento más importante de su vida.
—Si nos casamos —continuó, notando que le temblaba la voz, —y no le satisfago de todas las formas posibles, considérese libre para vivir la vida que vivía antes. Si empieza a sentirse incómodo porque no soy capaz de retenerle, por mi parte no pondré la menor objeción a su falta de interés. —Se quedó callada y le obsequió con una estudiada sonrisa antes de añadir en un susurro: —No obstante, para no abandonar el espíritu deportivo que preside todo este asunto, debo advertirle que tengo la expresa intención de colmar todas sus necesidades.
Robert tenía la impresión de que su cara reflejaba su incredulidad. Desde los diecisiete años, nadie le había hecho una proposición con tanta franqueza. Elsa era una actriz doce años mayor que él, y sus intenciones eran estrictamente lascivas. Un bochornoso verano fue a buscarle después de una representación a la que Robert había asistido, acompañado de su familia, nada menos, y le susurró al oído todo lo que deseaba hacer con él. Ella adoraba a los jóvenes apuestos, según le explicó con su voz ronca característica y una sonrisa indulgente de manifiesta sensualidad.
En aquella época, él sentía mucha curiosidad sexual y se sintió halagado. Por supuesto, se las arregló para encontrar los aposentos de la dama. Aquella primera aventura había marcado el principio de su notoriedad, y a lo largo de los años le habían ofrecido favores sexuales de formas muy distintas, muchas mujeres distintas.
Esto era algo completamente diferente.
Quizá estaba alucinando. Tal vez una jovencita muy inocente se había limitado a decirle, en términos muy claros, que deseaba atraer su interés sexual y que de algún modo, aun considerando su inexperiencia, tenía la esperanza de conservarlo.
Si se casaba con ella.
Robert cerró la boca y se esforzó en pensar algo remotamente inteligente para usarlo como respuesta. No se le ocurrió nada.
Dios del cielo, nunca había estado tan intrigado. Lo más probable era que ella ni siquiera fuese consciente de lo que prometía, pero la idea de ser su maestro era de lo más tentadora.
Robert tenía la certeza de que no sería capaz de apartar la vista de ella, ni bajo pena de muerte. ¿De verdad Rebecca le había propuesto matrimonio?
Sus luminosos ojos de un tono azul verdoso le observaban desde el otro extremo del reducido espacio, mientras circulaban por la calle. Se había sobresaltado tanto al verla cruzar el umbral de la fiesta, que no le había dado ninguna indicación al cochero, de manera que aunque Rebecca no lo supiera, esa petición de disponer de más tiempo que le había hecho estaba garantizada. George esperaría a que le indicaran que les llevara a una dirección determinada. Sin duda había visto a una dama joven subir al carruaje con él.
Esa era otra cuestión. Con capa o sin ella, alguien podía reconocerla. Robert le había dicho la pura verdad antes. Si se corría la voz de que la habían visto en un acto como la fiesta de Houseman, habría un escándalo enorme.
Tal vez tendría que casarse con ella.
«Tal vez deseo casarme con ella.»
¿Lo deseaba? Tal como Damien hubiera señalado, sin duda, Robert no estaba seguro de no querer casarse con ella, y tenía la aterradora certeza de que no quería casarse con ninguna otra.
—Su padre no lo aprobará —soltó de repente.
«Si no le satisfago de todas las formas posibles...»
—Puede que sí. A mi madre le gusta usted. No es que esté a favor de nuestro matrimonio de forma expresa, pero tampoco se opone. Creo que la intriga de la situación le atrae. —Rebecca arqueó una ceja. —La verdad es que bailar con ella fue una maniobra genial.
—Yo no intentaba ser genial —musitó él, —solo...
Ella esperó, por lo visto le interesaba su respuesta.
Él no tenía ni idea de lo que quería decir. ¿Por qué había bailado con lady Marston? Al fin se decidió a replicar:
—Rebecca, no tiene usted por qué ser tan altruista. Es bella, es una heredera, tiene talento. Ambos sabemos que todos los solteros de Londres están a sus pies.
—Bien, pues eso debe de incluirle a usted. Mis padres insisten en que escoja marido pronto. Yo le escojo a usted. ¿Puedo asumir que acepta mi oferta?
—No es tan sencillo, ni mucho menos.
—Dígame por qué. Usted es soltero, ¿verdad? —Su sonrisa era cándida y tentadora. —A menos que tenga una esposa secreta que nadie conoce.
Maldita fuera, sabía que estaba ganando. No, peor aún, sabía que había ganado.
Había llegado el momento de que él recuperara el control de la situación.
Al menos Robert tuvo la satisfacción de provocarle un gemido de sorpresa cuando de pronto cubrió la escasa distancia que les separaba, le enlazó la cintura, la colocó sobre su regazo y le rozó la sien con los labios.
—¿Por qué me hace esto?
—Yo me he hecho muchas veces esa misma pregunta, pensando en el efecto que provoca usted en mí. —Su carcajada tenía un matiz vacilante. —Me temo que no hay una explicación fácil.
Los labios de Robert viajaron a lo largo de la curva satinada de su mejilla, como aquella primera vez en el jardín. Le mordisqueó la comisura de la boca recreando el momento en que la abrazó contra el seto, cuando ella huía de lord Watts.
—De acuerdo, acepto sus términos si usted acepta los míos.
Ella le echó los brazos al cuello.
—Dudo que vaya a objetar nada de lo que diga.
Robert sonreía con deliberada malicia.
—Si yo no la satisfago de todos los modos posibles, considérese libre de buscar consuelo en otra parte, pero se lo advierto, tengo la intención de conservar su interés.
Ella se le pegó al cuerpo, temblando.
Entonces él la besó. No con la moderación de aquella primera vez, sino con un beso de amante, apasionado, intenso y prolongado. Fue una promesa y un juramento mudos. Robert tomó, pero también dio, y dejó que ella notara su anhelo, pero también su contención.
De hecho, cuando por fin él alzó la cara y levantó un milímetro la boca, no tenía ni idea de en qué lugar de Londres estaban, pero tras tomar aquella monumental decisión, descubrió en su interior un lugar maravilloso cuya existencia nunca había sospechado siquiera.
—Debemos casarnos pronto —le susurró junto a los labios.
—¿Para salvar mi reputación por si alguien me vio esta noche? —La risa de Rebecca entre sus brazos fue como una leve exhalación, dulce, exuberante, cálida.
—Porque yo no puedo esperar mucho. Quizá se haya dado cuenta. —Se movió para que ella notara su erección en la curva de la cadera.
—Oh.
El rió ante la incertidumbre implícita en esa exclamación, feliz de haber recuperado la iniciativa. —Tengo cierta reputación, ya sabe.
Entonces ella cambió las tornas. Deslizó la mano por el hombro de Robert, bajó por encima de su chaqueta, la posó en la parte superior del muslo y entonces le acarició. Por encima de los pantalones, pero él retuvo el aliento con un sonoro jadeo, mientras ella presionaba la palma contra la superficie de su miembro rígido.
—¿Por qué esperar? —Dijo de un modo que solo podía describirse como un murmullo seductor. —Estamos prometidos y acabamos de acordar una boda rápida.
El se quedó estupefacto. Por la sugerencia, pero también por la osadía con la que le presionaba con la mano. Era un acto bastante aventurado en una doncella inocente.
—Jesús, no diga eso. —Robert se movió, pero ella se reclinó sobre él, de modo que sintió el peso exquisito de sus senos y le atravesó una punzada de deseo. —No necesito que me tiente, créame.
—Su casa está cerca de aquí. —Rebecca bajó las pestañas. —Lléveme allí. Mis padres no me esperan hasta dentro de unas horas.
«Lléveme...»
No debía. Hacía solo un momento que había aceptado unirse a las filas de los hombres casados respetables que honran a sus esposas con las promesas debidas.
—Rebecca... no. Puedo esperar.
—¿Y si yo no puedo? —Parecía sin aliento. —No olvide que llevo un año soñando con esto. Desde la primera vez que le vi. Le deseo. —Le tiró de la corbata con su mano grácil y la desató. —Di a entender que tal vez me quedaría con Arabella. Lo he hecho otras veces. Tenemos toda la noche. Mis padres no se asustarán si no vuelvo a casa.
Rebecca no tenía ni idea de qué estaba diciendo, de qué estaba ofreciendo. Robert le sujetó la muñeca.
—Sigue siendo muy posible que su padre se niegue, y si me comporto de modo deshonroso...
—¿Tiene usted intención de contárselo? Yo no.
Soltó la mano y volvió a besarle, inexperta pero curiosa. Barrió su boca con una caricia indecisa de la lengua, y le arrancó un gemido. Mantuvo las manos siempre ocupadas; le quitó la corbata y se dedicó a los cierres de la parte superior de la camisa. Coló una mano tímida y fría, y apoyó la palma sobre su torso desnudo y ardiente.
Desconcertado, excitado e indeciso, Robert interrumpió el beso apasionado, intentando ser fiel a su honor.
—He de llevarla a casa de sus padres.
—No se preocupe por mi padre. Me casaré con usted de todos modos, con o sin su permiso. Seguramente se negará a pagar su parte del acuerdo matrimonial...
—Me importa un comino su dinero —interrumpió Robert al instante. —Ni siquiera que nos dé su bendición. La quiero a usted.
Lo prudente era volver a acomodar a Rebecca en el asiento de enfrente, y la colocó de nuevo a esa pequeña distancia, pero no solucionó nada. Estaba un poco despeinada y tan deliciosa, con su boca rosada y las mejillas ruborizadas. Sus ojos de aguamarina centelleaban.
—Por favor.
Su decisión flaqueó ante aquella simple palabra. El atractivo de Rebecca era tan poderoso que Robert tuvo que convertir las manos en puños para no volver a tocarla. Maldijo para sí y golpeó con rudeza el techo para avisar al cochero.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 21
La sociedad ha establecido una serie de normas para regir el comportamiento de los caballeros y las damas. Pero en el dormitorio, solamente somos hombres y mujeres. Yo os recomiendo que, en lugar de las normas, sigáis vuestros instintos.
Del capítulo titulado
«¿Es escandaloso? Y si lo es, ¿debe preocuparos?»
Del capítulo titulado
«¿Es escandaloso? Y si lo es, ¿debe preocuparos?»
Lady R era un auténtico genio. Rebecca notó que los dedos de su prometido le enlazaban la cintura para apearla del vehículo, y sintió un nudo en el estómago ante la provocativa ansiedad que había en sus ojos. El la guió por los escalones que conducían a su residencia, sin decir palabra. Su prometido.
Robert Jonas, nada menos.
—Tengo poco personal de servicio. El mismo abrió la puerta. —Y en cualquier caso, son discretos.
Y tenían que serlo, pensó Rebecca con involuntaria ironía, para servir a un conquistador con una mala fama de tal calibre. Comprobó sorprendida que la idea ya no le afectaba, porque mientras viviera recordaría ese instante en el interior del carruaje, en que él se acercó y la tomó en sus brazos.
En aquel momento parecía indefenso.
—Estarán acostumbrados a que traiga mujeres aquí. —Cogió la mano que él le tendía.
Robert meneó la cabeza y la miró de frente con sus ojos azules.
—Ninguna como usted. Nunca.
Rebecca suponía que eso era verdad. No vírgenes complacientes y desvergonzadas que le habían casi desnudado en el interior de su coche, después de proponerle matrimonio con todo descaro, por no hablar de la escandalosa promesa de toda una vida de plenitud sexual. Rebecca se habría sentido muy avergonzada por sus propios actos, si no fuera porque habían funcionado a la perfección. ¿Cuál habría sido su reacción si hubiera expuesto su propuesta en términos de amor romántico, diciéndole cómo deseaba tener a su hijo en brazos y que había soñado tan a menudo con verle sonreír sentada frente a él en la mesa del desayuno, con experimentar el ardor de la pasión en su lecho? No estaba segura.
«Para los hombres el amor significa vulnerabilidad. Cuando un hombre se siente atraído emocionalmente por una mujer, ella ejerce una enorme influencia en su vida. Debéis entender que eso asusta a la mayoría, lo admitan o no. Por supuesto, el grado varía de un hombre a otro. Ellos adoran la pasión, pero pasan de puntillas y con mucho cuidado alrededor del amor. Es un regalo maravilloso que un hombre os dé ambas cosas.»
Su dormitorio estaba en el segundo piso y ella tuvo la visión fugaz de un lecho inmenso con cabezales de seda oscura, un armario en un rincón, y un par de botas junto a una butaca de madera tallada, antes de que él la sujetara por los hombros y la mirara a los ojos.
—¿Está segura? No ha tenido tiempo de prepararse, ni de hablar con su madre o lo que sea que hagan las novias. Rebecca, faltaría a la verdad si dijera que no deseo llevarla a la cama, pero también es cierto que no deseo perjudicarla.
Uno de los criados había dejado una lámpara encendida esperándole, y la luz creaba un reflejo dorado en su cabello castaño. Ella alargó la mano y le acarició el mentón. Sus dedos, a la vez curiosos y delicados, notaron apenas la barba que se insinuaba bajo un nítido afeitado.
—Estoy preparada y no necesito hablar con mi madre.
El arqueó las cejas, pero deslizó las manos sobre los hombros de Rebecca, con una caricia leve, experta.
—¿Ah, sí? Me intriga saber de qué modo.
—Enséñeme —susurró Rebecca en un tono evasivo, mientras le apartaba la chaqueta de los hombros, para poder terminar de desabrocharle la camisa. —Quiero que me enseñe todas las perversas maravillas que pueden suceder entre un hombre y una mujer. Quiero verle, sentirle.
Cuando le sacó la camisa de los pantalones, Robert la ayudó y se la quitó. Tenía el torso prieto, la musculatura bien definida, y unos hombros anchos, impresionantes.
—No creo que tengamos tiempo de lecciones sobre todas esas travesuras hasta dentro de una hora, más o menos —murmuró él. Solo llevaba botas y pantalones, y había un visible bulto en la parte delantera de estos últimos. —Pero haré todo lo que pueda. Ahora, si no le importa, preferiría no ser el único que va desnudo. Dé una vuelta, querida, y déjeme ver si mis fantasías le hacen justicia.
No es que a Robert no le hubieran seducido nunca, pero lo cierto es que nunca le había seducido una ingenua inocente. Primero, Rebecca le había propuesto matrimonio... y él había aceptado..., y ahora de un modo un tanto tosco pero de lo más excitante, había conseguido quitarse casi toda la ropa con un entusiasmo que no se parecía en nada a la imagen que él tenía de las vírgenes asustadas.
Por lo visto tendría que modificar sus ideas, al menos en lo referido a su futura esposa.
Esposa.
Eso era algo que tendría que digerir más tarde. Ahora mismo la pulsación que sentía entre las piernas impedía cualquier pensamiento racional.
Le desató el vestido con la facilidad de la práctica, lo retiró de sus hombros tersos, dejó caer al suelo la tela de color limón y la muselina se derrumbó con un leve murmullo sobre la seda suave y cálida. Bajo la recatada camisola de encaje, sus senos rotundos destacaban de un modo que Robert sintió una descarga de sangre a través de las venas mientras retiraba los alfileres que confinaban el cabello de Rebecca con dedos impacientes y los dejaba a un lado sin fijarse.
Cayó una cascada de seda oscura que cubrió el grácil perfil de la columna vertebral de Rebecca. Robert se inclinó hacia delante e inhaló su delicada fragancia. Le cubrió los senos con las manos, permaneció inmóvil detrás de ella y la atrajo de espaldas hacia sí.
—Por lo que he visto hasta ahora —musitó con una voz sugestiva, teñida de anhelo erótico, mientras admiraba la curva superior de sus pechos, —es usted más de lo que imaginaba. Pero he de verlo todo.
—Yo no estaría aquí si no lo deseara todo. —Rebecca se recostó con placer contra su pecho y refugió las nalgas entre sus caderas, con provocativa dulzura. —Confío en usted.
Robert, que jugueteaba con aquella acogedora melena entre los dedos, se detuvo en seco, y se preguntó si alguien le había dicho eso alguna vez. «Confío en usted.» Debía ser cierto. Rebecca había puesto su futuro en sus manos. Se sintió humilde y en aquel momento crucial, la idea del matrimonio se convirtió en algo distinto. Alejado de la egoísta reticencia que tenía antes a que coartara su libertad y a que su vida cambiara de modo irrevocable.
—Puede confiar en mí —le aseguró a su futura esposa con una voz que expresaba una sinceridad inesperada. —Todo lo que desee entregarme está a salvo.
—Eso lo he sabido desde el principio, de un modo u otro.
Debía estar diciendo la verdad, o no estaría allí, en sus brazos, medio desnuda. Si entregaba su virginidad, no habría vuelta atrás.
No habría vuelta atrás para ninguno de los dos.
Robert la rodeó con sus brazos y le desató despacio el lazo del corpiño. Se abrió la tela, se intensificó la sombra que había entre sus senos, y la prenda se deslizó hacia abajo, dejando expuesta su carne pálida y opulenta, tensa y firme, y el elegante coral de sus pezones. El dirigió la vista hacia abajo, al delicado retazo de vello púbico en medio de sus muslos esbeltos, esos rizos oscuros que llamaban a sus dedos.
Y a su boca, aunque tal vez era mejor no ser tan travieso la primera vez, al margen de lo que ella dijera. Sería gentil, se prometió a sí mismo. Su miembro protestaba contra el confinamiento de sus pantalones con tanta fiereza que, para no acelerar las cosas, Robert tuvo que apretar los dientes y echar mano de toda su galantería...
—Deprisa —dijo Rebecca echando la cabeza hacia atrás para apoyarla en su hombro, —tóqueme. Haga algo. Estoy... no sé.
Esa petición hizo que la temperatura de la sangre, previamente alterada, le aumentara, y Robert se preguntó por un segundo si el entusiasmo de Rebecca era resultado de la innegable química que había entre ellos, o de una sensualidad innata. Decidió que si la suerte le sonreía, serían ambas cosas, y la levantó en brazos.
—No se preocupe, la tocaré. —Su voz no tenía nada del tono despreocupado que acostumbraba a usar en la cama. El solía provocar, seducir, jugar con la coquetería y el deseo. Esto era distinto. —Voy a tocarla con tal pasión que no lo olvidará nunca, jamás olvidará esta noche.
La tumbó en la cama. Admiró con los ojos cada detalle de aquellas piernas largas, la curva sensual de esas caderas femeninas, la plenitud de esos senos cautivadores. Ese cabello denso y brillante derramado por todas partes, y el contraste del negro contra las sábanas blancas, que evocaba las obras maestras de pintores clásicos, cuando la belleza femenina era objeto de reverencia y estudio.
Y esos ojos, con unas pestañas tan largas y un color tan inusual, reminiscencia del mar bajo el sol del verano. Robert lo contempló todo mientras se sentaba para quitarse las botas, y luego se levantó para desabrocharse los pantalones. Rebecca observó su erección sin ambages y abrió sus maleables labios... ¿sorprendida? ¿Admirada? ¿Temerosa?
—Es enorme —dijo con la mirada absorta.
Robert reaccionó con una discreta carcajada y se reunió con ella en la cama. Le acarició la cadera desnuda y dijo:
—Pero querida, la verdad es que no puede compararme con nadie, ¿no cree?
—No, pero...
La besó intentando sofocar ese primer destello de recelo virginal. Se acercó lo bastante como para rozarle la cadera con el miembro erecto, pero no más, justo para que se habituara a su excitación y a sus intenciones. Trazó con reverencia la refinada silueta de la columna vertebral, exploró la depresión de la cintura y el arco de la caja torácica, hasta acoger uno de los senos perfectos con una mano, que aceptó aquel peso cálido y rebosante. Ante aquella caricia íntima, ella se estremeció.
—Perfecta —dijo Robert. Sus labios le recorrieron la mejilla hasta la oreja y susurró: —Es usted perfecta. Diseñada para mí. ¿Cuántos hombres habrán soñado con estar así, con usted?
Esa conjetura era tan impropia de él, que al oír la pregunta que acababa de hacer, Robert se quedó atónito. Comprendió con sorpresa que estaba celoso de esas fantasías desconocidas; como durante la velada, cuando la había visto bailar con pretendientes potenciales con desasosiego y melancolía.
—Lo siento, pero ahora no puedo pensar en nadie más. Estamos nosotros dos solos en el mundo. —Rebecca volvió la cabeza y le besó el hombro, mientras él acariciaba un seno exquisito.
Tenía razón. Los hombres que la habían deseado en el pasado habían desaparecido. Ellos habían perdido y él había ganado.
—No. No hay nadie más que tú y yo —dijo él en voz baja.
Con aquella frase breve, tan cargada de sentido, todas las amantes de su pasado disoluto también se desvanecieron para siempre.
—Estoy preparada —musitó ella, —cuando tú lo estés.
Él estaba más que preparado, y aquella ingenua declaración le hizo sonreír. Dudaba que Rebecca estuviera lista todavía, y pese a la complaciente aquiescencia y a la receptividad que había mostrado hasta entonces, tenía el propósito de hacer que aquel momento no fuera el desenlace, sino el principio.
—Lo estarás —murmuró, e inclinó la cabeza con una mueca pecaminosa, —pronto.
Cuando él tomó entre sus labios un pezón tenso y firme, y ella suspiró estremecida, se sintió recompensado.
—Robert —gimió. Su nombre fue una mera exhalación, cargada de significado.
Él se dedicó a la seducción, al exquisito placer que pretendía darle, a la magia de ese momento único para ambos. Salvo en el plano físico, solía mostrarse distante con sus conquistas, pero la mujer que estaba en sus brazos no pertenecía a esa categoría.
Robert se movió y ella le respondió con ardor. Él buscó la cumbre erecta de sus senos, mientras sus dedos descubrían la húmeda firmeza entre sus piernas. Cada vez que chupaba, cada vez que la acariciaba, Rebecca se revolvía inquieta, y su cuerpo flexible era la encarnación de la tentación. Para Robert, sentir el roce de su piel era algo abrumador que aniquilaba su supuesta mundología.
Saboreó con cuidado y provocó sus senos exuberantes, y entretanto movió la mano despacio, en círculo, sobre los pliegues separados de aquella hendidura empapada. Ella se agarró a sus hombros y gimió, con mucha menos timidez de la que él esperaba, y separó las piernas para permitirle el acceso. Una delicada fragancia emanó de su piel, y esa esencia más primaria de fémina en celo inflamó los sentidos de Robert, que ya estaba ardiendo.
—Dime si te gusta —suplicó, ejerciendo la presión justa con profunda satisfacción, al notar la humedad y la yema henchida bajo los dedos.
Rebecca se arqueó, sus pezones excitados le acariciaron el torso.
—Siento... oh... yo...
Era la respuesta incoherente precisa que él buscaba, y supo que ella estaba cerca del clímax, tanto porque se intensificó el color de su encantador rostro, como por el frenesí con el que le agarraba. Robert se lamió el labio inferior, deslizándose con una sensualidad deliberada.
—Espera, creo que estás llegando al momento decisivo, querida.
Cuando llegó, un grito de sorpresa y placer surgió de la garganta de Rebecca, cuyo grácil cuerpo se estremeció con visibles temblores. Robert contempló cómo bajaba los párpados, sin saber si él también alcanzaría el cénit en aquel momento, solo por la felicidad de ser quien le había proporcionado la primera muestra del éxtasis del orgasmo.
Y no había hecho más que empezar.
Ella quería un tutor perverso. Iban a ser una pareja ideal, pues como instructor él ciertamente poseía esa cualidad. Robert se deslizó entre las piernas que Rebecca mantenía separadas y se colocó de modo que apenas rozaba la pequeña abertura con el miembro. Sonreía relajado, pese a que su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un violín, esperando que ella se recuperara lo bastante para abrir los ojos. Apoyado en los codos sobre su cuerpo tembloroso, la vio levantar los párpados.
—Ahora estás preparada —dijo sucinto.
—Ha sido... —Rebecca se calló y entonces dijo entre risas entrecortadas: —No he terminado una frase desde que nos desnudamos, ¿verdad?
—Buena señal. —Robert se movió para tantear la capacidad del sendero que ella le ofrecía y empezó a penetrar en su cuerpo con una presión leve. —La forma más placentera del mundo de dejar sin palabras a una mujer.
Ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y abrió enormemente los ojos.
—Así. —Robert se inclinó hacia abajo, le levantó la pierna, se la dobló a la altura de la rodilla y le puso el pie sobre la cama. —Cuanto más abierta estés, más fácil será.
Con halagadora prestancia, Rebecca se movió para hacer lo mismo con la otra pierna, separó los muslos del todo para que él entrara, y le sostuvo la mirada con conmovedora emoción y una sonrisa agradable que no expresaba el menor temor.
«Confío en usted.»
Robert nunca había estado tan atento, tan medido, tan consumido por la lujuria. Tanto que creyó que ardería mientras poseía aquel cuerpo. Cuando rompió la barrera de la virginidad y vio el pestañeo de dolor, le besó la frente, la punta de la nariz y luego bebió de sus labios con sorbos suaves y cariñosos para tranquilizarla y calmarla.
—Mejorará —murmuró. —Lo juro. Mejorará, mucho.
—No soy una flor delicada —respondió ella con sorprendente ironía, aligerando la presión sobre sus hombros. —Y el hecho de que te ame no significa que no desee que hagas honor a tu reputación, lord Robert. Enséñame la razón de tu virtuosismo legendario.
«Te amo.»
—Lo dices con tanta naturalidad... —murmuró Robert como respuesta. Su miembro anhelante le urgía a moverse, pero la emoción le mantenía inmóvil y gruñó: —Rebecca, yo...
Tal vez fue la intuición femenina, pero ella supo exactamente lo que debía decir.
—Enséñame —suplicó en voz baja.
Y cuando él lo hizo, cuando se movió en su interior con lentas embestidas hasta que ella empezó a jadear, luego a gemir y finalmente a gritar, su propio placer se agudizó a causa del desinhibido disfrute de Rebecca, hasta que la primera ráfaga de tensión rodeó su miembro invasor, y todo su cuerpo explotó en un rapto de pasión en el que se precipitó hasta perderse.
En los brazos de Rebecca, en su cuerpo seductor, en su alma.
Robert Jonas, nada menos.
—Tengo poco personal de servicio. El mismo abrió la puerta. —Y en cualquier caso, son discretos.
Y tenían que serlo, pensó Rebecca con involuntaria ironía, para servir a un conquistador con una mala fama de tal calibre. Comprobó sorprendida que la idea ya no le afectaba, porque mientras viviera recordaría ese instante en el interior del carruaje, en que él se acercó y la tomó en sus brazos.
En aquel momento parecía indefenso.
—Estarán acostumbrados a que traiga mujeres aquí. —Cogió la mano que él le tendía.
Robert meneó la cabeza y la miró de frente con sus ojos azules.
—Ninguna como usted. Nunca.
Rebecca suponía que eso era verdad. No vírgenes complacientes y desvergonzadas que le habían casi desnudado en el interior de su coche, después de proponerle matrimonio con todo descaro, por no hablar de la escandalosa promesa de toda una vida de plenitud sexual. Rebecca se habría sentido muy avergonzada por sus propios actos, si no fuera porque habían funcionado a la perfección. ¿Cuál habría sido su reacción si hubiera expuesto su propuesta en términos de amor romántico, diciéndole cómo deseaba tener a su hijo en brazos y que había soñado tan a menudo con verle sonreír sentada frente a él en la mesa del desayuno, con experimentar el ardor de la pasión en su lecho? No estaba segura.
«Para los hombres el amor significa vulnerabilidad. Cuando un hombre se siente atraído emocionalmente por una mujer, ella ejerce una enorme influencia en su vida. Debéis entender que eso asusta a la mayoría, lo admitan o no. Por supuesto, el grado varía de un hombre a otro. Ellos adoran la pasión, pero pasan de puntillas y con mucho cuidado alrededor del amor. Es un regalo maravilloso que un hombre os dé ambas cosas.»
Su dormitorio estaba en el segundo piso y ella tuvo la visión fugaz de un lecho inmenso con cabezales de seda oscura, un armario en un rincón, y un par de botas junto a una butaca de madera tallada, antes de que él la sujetara por los hombros y la mirara a los ojos.
—¿Está segura? No ha tenido tiempo de prepararse, ni de hablar con su madre o lo que sea que hagan las novias. Rebecca, faltaría a la verdad si dijera que no deseo llevarla a la cama, pero también es cierto que no deseo perjudicarla.
Uno de los criados había dejado una lámpara encendida esperándole, y la luz creaba un reflejo dorado en su cabello castaño. Ella alargó la mano y le acarició el mentón. Sus dedos, a la vez curiosos y delicados, notaron apenas la barba que se insinuaba bajo un nítido afeitado.
—Estoy preparada y no necesito hablar con mi madre.
El arqueó las cejas, pero deslizó las manos sobre los hombros de Rebecca, con una caricia leve, experta.
—¿Ah, sí? Me intriga saber de qué modo.
—Enséñeme —susurró Rebecca en un tono evasivo, mientras le apartaba la chaqueta de los hombros, para poder terminar de desabrocharle la camisa. —Quiero que me enseñe todas las perversas maravillas que pueden suceder entre un hombre y una mujer. Quiero verle, sentirle.
Cuando le sacó la camisa de los pantalones, Robert la ayudó y se la quitó. Tenía el torso prieto, la musculatura bien definida, y unos hombros anchos, impresionantes.
—No creo que tengamos tiempo de lecciones sobre todas esas travesuras hasta dentro de una hora, más o menos —murmuró él. Solo llevaba botas y pantalones, y había un visible bulto en la parte delantera de estos últimos. —Pero haré todo lo que pueda. Ahora, si no le importa, preferiría no ser el único que va desnudo. Dé una vuelta, querida, y déjeme ver si mis fantasías le hacen justicia.
No es que a Robert no le hubieran seducido nunca, pero lo cierto es que nunca le había seducido una ingenua inocente. Primero, Rebecca le había propuesto matrimonio... y él había aceptado..., y ahora de un modo un tanto tosco pero de lo más excitante, había conseguido quitarse casi toda la ropa con un entusiasmo que no se parecía en nada a la imagen que él tenía de las vírgenes asustadas.
Por lo visto tendría que modificar sus ideas, al menos en lo referido a su futura esposa.
Esposa.
Eso era algo que tendría que digerir más tarde. Ahora mismo la pulsación que sentía entre las piernas impedía cualquier pensamiento racional.
Le desató el vestido con la facilidad de la práctica, lo retiró de sus hombros tersos, dejó caer al suelo la tela de color limón y la muselina se derrumbó con un leve murmullo sobre la seda suave y cálida. Bajo la recatada camisola de encaje, sus senos rotundos destacaban de un modo que Robert sintió una descarga de sangre a través de las venas mientras retiraba los alfileres que confinaban el cabello de Rebecca con dedos impacientes y los dejaba a un lado sin fijarse.
Cayó una cascada de seda oscura que cubrió el grácil perfil de la columna vertebral de Rebecca. Robert se inclinó hacia delante e inhaló su delicada fragancia. Le cubrió los senos con las manos, permaneció inmóvil detrás de ella y la atrajo de espaldas hacia sí.
—Por lo que he visto hasta ahora —musitó con una voz sugestiva, teñida de anhelo erótico, mientras admiraba la curva superior de sus pechos, —es usted más de lo que imaginaba. Pero he de verlo todo.
—Yo no estaría aquí si no lo deseara todo. —Rebecca se recostó con placer contra su pecho y refugió las nalgas entre sus caderas, con provocativa dulzura. —Confío en usted.
Robert, que jugueteaba con aquella acogedora melena entre los dedos, se detuvo en seco, y se preguntó si alguien le había dicho eso alguna vez. «Confío en usted.» Debía ser cierto. Rebecca había puesto su futuro en sus manos. Se sintió humilde y en aquel momento crucial, la idea del matrimonio se convirtió en algo distinto. Alejado de la egoísta reticencia que tenía antes a que coartara su libertad y a que su vida cambiara de modo irrevocable.
—Puede confiar en mí —le aseguró a su futura esposa con una voz que expresaba una sinceridad inesperada. —Todo lo que desee entregarme está a salvo.
—Eso lo he sabido desde el principio, de un modo u otro.
Debía estar diciendo la verdad, o no estaría allí, en sus brazos, medio desnuda. Si entregaba su virginidad, no habría vuelta atrás.
No habría vuelta atrás para ninguno de los dos.
Robert la rodeó con sus brazos y le desató despacio el lazo del corpiño. Se abrió la tela, se intensificó la sombra que había entre sus senos, y la prenda se deslizó hacia abajo, dejando expuesta su carne pálida y opulenta, tensa y firme, y el elegante coral de sus pezones. El dirigió la vista hacia abajo, al delicado retazo de vello púbico en medio de sus muslos esbeltos, esos rizos oscuros que llamaban a sus dedos.
Y a su boca, aunque tal vez era mejor no ser tan travieso la primera vez, al margen de lo que ella dijera. Sería gentil, se prometió a sí mismo. Su miembro protestaba contra el confinamiento de sus pantalones con tanta fiereza que, para no acelerar las cosas, Robert tuvo que apretar los dientes y echar mano de toda su galantería...
—Deprisa —dijo Rebecca echando la cabeza hacia atrás para apoyarla en su hombro, —tóqueme. Haga algo. Estoy... no sé.
Esa petición hizo que la temperatura de la sangre, previamente alterada, le aumentara, y Robert se preguntó por un segundo si el entusiasmo de Rebecca era resultado de la innegable química que había entre ellos, o de una sensualidad innata. Decidió que si la suerte le sonreía, serían ambas cosas, y la levantó en brazos.
—No se preocupe, la tocaré. —Su voz no tenía nada del tono despreocupado que acostumbraba a usar en la cama. El solía provocar, seducir, jugar con la coquetería y el deseo. Esto era distinto. —Voy a tocarla con tal pasión que no lo olvidará nunca, jamás olvidará esta noche.
La tumbó en la cama. Admiró con los ojos cada detalle de aquellas piernas largas, la curva sensual de esas caderas femeninas, la plenitud de esos senos cautivadores. Ese cabello denso y brillante derramado por todas partes, y el contraste del negro contra las sábanas blancas, que evocaba las obras maestras de pintores clásicos, cuando la belleza femenina era objeto de reverencia y estudio.
Y esos ojos, con unas pestañas tan largas y un color tan inusual, reminiscencia del mar bajo el sol del verano. Robert lo contempló todo mientras se sentaba para quitarse las botas, y luego se levantó para desabrocharse los pantalones. Rebecca observó su erección sin ambages y abrió sus maleables labios... ¿sorprendida? ¿Admirada? ¿Temerosa?
—Es enorme —dijo con la mirada absorta.
Robert reaccionó con una discreta carcajada y se reunió con ella en la cama. Le acarició la cadera desnuda y dijo:
—Pero querida, la verdad es que no puede compararme con nadie, ¿no cree?
—No, pero...
La besó intentando sofocar ese primer destello de recelo virginal. Se acercó lo bastante como para rozarle la cadera con el miembro erecto, pero no más, justo para que se habituara a su excitación y a sus intenciones. Trazó con reverencia la refinada silueta de la columna vertebral, exploró la depresión de la cintura y el arco de la caja torácica, hasta acoger uno de los senos perfectos con una mano, que aceptó aquel peso cálido y rebosante. Ante aquella caricia íntima, ella se estremeció.
—Perfecta —dijo Robert. Sus labios le recorrieron la mejilla hasta la oreja y susurró: —Es usted perfecta. Diseñada para mí. ¿Cuántos hombres habrán soñado con estar así, con usted?
Esa conjetura era tan impropia de él, que al oír la pregunta que acababa de hacer, Robert se quedó atónito. Comprendió con sorpresa que estaba celoso de esas fantasías desconocidas; como durante la velada, cuando la había visto bailar con pretendientes potenciales con desasosiego y melancolía.
—Lo siento, pero ahora no puedo pensar en nadie más. Estamos nosotros dos solos en el mundo. —Rebecca volvió la cabeza y le besó el hombro, mientras él acariciaba un seno exquisito.
Tenía razón. Los hombres que la habían deseado en el pasado habían desaparecido. Ellos habían perdido y él había ganado.
—No. No hay nadie más que tú y yo —dijo él en voz baja.
Con aquella frase breve, tan cargada de sentido, todas las amantes de su pasado disoluto también se desvanecieron para siempre.
—Estoy preparada —musitó ella, —cuando tú lo estés.
Él estaba más que preparado, y aquella ingenua declaración le hizo sonreír. Dudaba que Rebecca estuviera lista todavía, y pese a la complaciente aquiescencia y a la receptividad que había mostrado hasta entonces, tenía el propósito de hacer que aquel momento no fuera el desenlace, sino el principio.
—Lo estarás —murmuró, e inclinó la cabeza con una mueca pecaminosa, —pronto.
Cuando él tomó entre sus labios un pezón tenso y firme, y ella suspiró estremecida, se sintió recompensado.
—Robert —gimió. Su nombre fue una mera exhalación, cargada de significado.
Él se dedicó a la seducción, al exquisito placer que pretendía darle, a la magia de ese momento único para ambos. Salvo en el plano físico, solía mostrarse distante con sus conquistas, pero la mujer que estaba en sus brazos no pertenecía a esa categoría.
Robert se movió y ella le respondió con ardor. Él buscó la cumbre erecta de sus senos, mientras sus dedos descubrían la húmeda firmeza entre sus piernas. Cada vez que chupaba, cada vez que la acariciaba, Rebecca se revolvía inquieta, y su cuerpo flexible era la encarnación de la tentación. Para Robert, sentir el roce de su piel era algo abrumador que aniquilaba su supuesta mundología.
Saboreó con cuidado y provocó sus senos exuberantes, y entretanto movió la mano despacio, en círculo, sobre los pliegues separados de aquella hendidura empapada. Ella se agarró a sus hombros y gimió, con mucha menos timidez de la que él esperaba, y separó las piernas para permitirle el acceso. Una delicada fragancia emanó de su piel, y esa esencia más primaria de fémina en celo inflamó los sentidos de Robert, que ya estaba ardiendo.
—Dime si te gusta —suplicó, ejerciendo la presión justa con profunda satisfacción, al notar la humedad y la yema henchida bajo los dedos.
Rebecca se arqueó, sus pezones excitados le acariciaron el torso.
—Siento... oh... yo...
Era la respuesta incoherente precisa que él buscaba, y supo que ella estaba cerca del clímax, tanto porque se intensificó el color de su encantador rostro, como por el frenesí con el que le agarraba. Robert se lamió el labio inferior, deslizándose con una sensualidad deliberada.
—Espera, creo que estás llegando al momento decisivo, querida.
Cuando llegó, un grito de sorpresa y placer surgió de la garganta de Rebecca, cuyo grácil cuerpo se estremeció con visibles temblores. Robert contempló cómo bajaba los párpados, sin saber si él también alcanzaría el cénit en aquel momento, solo por la felicidad de ser quien le había proporcionado la primera muestra del éxtasis del orgasmo.
Y no había hecho más que empezar.
Ella quería un tutor perverso. Iban a ser una pareja ideal, pues como instructor él ciertamente poseía esa cualidad. Robert se deslizó entre las piernas que Rebecca mantenía separadas y se colocó de modo que apenas rozaba la pequeña abertura con el miembro. Sonreía relajado, pese a que su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un violín, esperando que ella se recuperara lo bastante para abrir los ojos. Apoyado en los codos sobre su cuerpo tembloroso, la vio levantar los párpados.
—Ahora estás preparada —dijo sucinto.
—Ha sido... —Rebecca se calló y entonces dijo entre risas entrecortadas: —No he terminado una frase desde que nos desnudamos, ¿verdad?
—Buena señal. —Robert se movió para tantear la capacidad del sendero que ella le ofrecía y empezó a penetrar en su cuerpo con una presión leve. —La forma más placentera del mundo de dejar sin palabras a una mujer.
Ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y abrió enormemente los ojos.
—Así. —Robert se inclinó hacia abajo, le levantó la pierna, se la dobló a la altura de la rodilla y le puso el pie sobre la cama. —Cuanto más abierta estés, más fácil será.
Con halagadora prestancia, Rebecca se movió para hacer lo mismo con la otra pierna, separó los muslos del todo para que él entrara, y le sostuvo la mirada con conmovedora emoción y una sonrisa agradable que no expresaba el menor temor.
«Confío en usted.»
Robert nunca había estado tan atento, tan medido, tan consumido por la lujuria. Tanto que creyó que ardería mientras poseía aquel cuerpo. Cuando rompió la barrera de la virginidad y vio el pestañeo de dolor, le besó la frente, la punta de la nariz y luego bebió de sus labios con sorbos suaves y cariñosos para tranquilizarla y calmarla.
—Mejorará —murmuró. —Lo juro. Mejorará, mucho.
—No soy una flor delicada —respondió ella con sorprendente ironía, aligerando la presión sobre sus hombros. —Y el hecho de que te ame no significa que no desee que hagas honor a tu reputación, lord Robert. Enséñame la razón de tu virtuosismo legendario.
«Te amo.»
—Lo dices con tanta naturalidad... —murmuró Robert como respuesta. Su miembro anhelante le urgía a moverse, pero la emoción le mantenía inmóvil y gruñó: —Rebecca, yo...
Tal vez fue la intuición femenina, pero ella supo exactamente lo que debía decir.
—Enséñame —suplicó en voz baja.
Y cuando él lo hizo, cuando se movió en su interior con lentas embestidas hasta que ella empezó a jadear, luego a gemir y finalmente a gritar, su propio placer se agudizó a causa del desinhibido disfrute de Rebecca, hasta que la primera ráfaga de tensión rodeó su miembro invasor, y todo su cuerpo explotó en un rapto de pasión en el que se precipitó hasta perderse.
En los brazos de Rebecca, en su cuerpo seductor, en su alma.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 22
Los malentendidos son inevitables. Cuando menos lo esperéis, saldrán a la luz y os confundirán a ambos. La forma como os enfrentéis a la aparición de cada uno de ellos os dará la medida de vuestro afecto mutuo.
Del capítulo titulado
«El arte de la discusión»
Del capítulo titulado
«El arte de la discusión»
Ahí estaba él otra vez. Parecía increíble, pero la estaban siguiendo.
En efecto, la silueta merodeaba por el umbral de la tienda de tabaco, al otro lado de la calle. ________, muy irritada y molesta, entornó los ojos y se preguntó si debía informar a las autoridades. Al fin y al cabo, su marido era un hombre rico, y debía estar alerta por si alguien quería secuestrarla.
Era el tercer día consecutivo que le veía, y cada vez estaba más convencida de que ese extraño hombrecito con una gorra de cuadros marrón la estaba siguiendo. La primera vez que le vio fue cuando olvidó el monedero en el carruaje; volvió a salir corriendo y con las prisas, a punto estuvo de tropezar con él. En aquel momento no le dio importancia, pero al día siguiente había vuelto a verle.
Y allí estaba de nuevo al otro día, aunque iba vestido de otra forma. Cuando ________ le localizó por tercera vez, su curiosidad se convirtió en alarma.
Volvió a entrar en la tienda y le preguntó a la esposa del sombrerero, una mujer corpulenta que trabajaba en la parte delantera del establecimiento, si había una salida por atrás que pudiera utilizar. La tendera se mostró sorprendida, pero le mostró la puerta trasera y aceptó unas monedas a cambio de enviar a un dependiente a la calle, al cabo de una hora más o menos, para decirle al cochero de la duquesa que regresara a casa con el vehículo. En la expresión de la mujer, ________ leyó que los caprichos de los nobles y los poderosos debían aceptarse con resignación, y salió a hurtadillas al callejón que había detrás de la tienda, libre gracias a su estratagema.
No estaba segura de que la treta fuera necesaria, pero estaba embarazada y la vida del hijo que llevaba en sus entrañas, más y más real a medida que pasaba el tiempo, era lo más importante del mundo. Lo prudente era ser cuidadosa.
Hacía un día muy agradable, quizá un poco frío, y en lo alto del cielo azul celeste había apenas una leve pátina de nubes. Cuando ya se había adentrado bastante en el callejón, sorteando montones de imprecisos desperdicios, ________ se coló por la puerta trasera de una tienda de tabaco, pidió disculpas al sobresaltado propietario y salió de nuevo a la calle.
Arabella vivía cerca, junto a St. James y ya que hacía buen tiempo, era agradable dar un paseo hasta el domicilio de los Bonham. Al llegar se enteró con alivio de que lady Bonham estaba en casa. Al cabo de unos minutos la condujeron a una salita privada en el primer piso, y su amiga se puso de pie para recibirla.
—Bri, qué contenta estoy de que hayas venido. ________ forzó una sonrisa.
—Siento aparecer de repente, pero me pareció conveniente.
—¿Conveniente? —Arabella le señaló una butaca y frunció el ceño. —Qué palabra tan curiosa.
________ se sentó. Aunque ya se había acostumbrado a los mareos, de vez en cuando tenía náuseas.
—¿Podrías pedir que me trajeran una taza de té ligero?
—Por supuesto. —Arabella llamó con el tirador. —¿Es el niño? Por Dios, de pronto te has puesto pálida. ¿Necesitas tumbarte?
—Un poco de té me sentará bien —le aseguró ________. Cuando llegó la infusión se la bebió con ganas, luego esperó que las náuseas remitieran y dijo con una sonrisa algo llorosa: —Es que estoy un poco disgustada. Menos mal que estás en casa.
Durante el paseo había tenido una sospecha muy desagradable, y necesitaba hablar con alguien.
Arabella parecía preocupada.
—¿Cuál es el problema? Esto no es propio de ti en absoluto.
—Ni siquiera sé por dónde empezar. Ni si debo empezar.
Aquello provocó que su amiga pestañeara.
—Por favor, elige un modo. Estás dando rodeos.
—No es lo que pretendo, pero por lo visto así es mi vida últimamente. —________ dio otro sorbo y se sintió lo bastante tonificada como para dejar la taza a un lado. —Le he dicho a Nicholas que vamos a tener un hijo.
Arabella hizo un gesto de aprobación.
—Imagino la dicha de tu marido.
—Era de esperar que se mostrara dichoso.
La condesa de Bonham frunció el ceño.
—¿Qué significa eso? ¿Es feliz, verdad?
—Eso dice. —________ se volvió a mirar una de las ventanas con parteluz y reprimió el llanto. —El dice que sí. Pero yo no estoy segura. Me trata de un modo distinto. Y ahora esto.
—¿Qué quieres decir con «esto»? —preguntó Arabella, al cabo de un momento.
—Me están siguiendo. Al menos eso creo. Un hombrecito espantoso con una gorra marrón. Le he visto de vez en cuando, y aunque es verdad que las coincidencias ocurren en la vida, no creo que esto lo sea.
—No lo entiendo.
________ meneó la cabeza.
—Yo tampoco lo entiendo, pero sí te digo que no me sorprendería que Nicholas tuviera algo que ver, considerando lo malhumorado que está estos días. Me ha hecho unas preguntas muy extrañas, y se comporta como si estuviera encantado con el niño, y al mismo tiempo no lo estuviese. Ah, no lo estoy describiendo bien, pero baste con decir que no sé qué hacer con todo esto. ¿Por qué me haría seguir mi marido?
Arabella abrió la boca para contestar, pero se quedó así un momento y la cerró de golpe. Luego se ruborizó, desvió la mirada e irguió los hombros.
________ observó dicho proceso con interés. Seguía con el estómago revuelto, provocado por su torbellino interior.
—¿Qué? —Preguntó con la franqueza y la familiaridad de una vieja amiga. —Si sabes algo, dímelo, por favor.
—Yo no sé nada, y supongo que no me sorprende que no se te haya ocurrido a ti, porque tampoco se me ocurrió a mí, pero tal vez podemos aventurar una conjetura. —Arabella se dio la vuelta, con expresión decidida. —Rebecca me prestó el libro cuando lo terminó, ¿sabes?
________ asintió. No era necesario aclarar a qué se refería con «el libro». Los consejos de lady Rothburg.
El libro.
—Sigo sin creer que las tres lo hayamos leído. Nuestras madres se morirían del susto. Pero... yo... ay, querida, no hay una forma delicada de decirlo, yo...
—Bella, te adoro, pero por favor dilo de una vez antes de que grite.
—Hice eso del capítulo diez.
«Capítulo diez.» ________ hizo memoria, recordó a qué se refería su amiga y apenas fue capaz de reprimir un gemido. Ella no se había atrevido con el capítulo diez, de modo que comprendió perfectamente el sonrojo.
—Ya entiendo.
Arabella intervino de inmediato: —No fue tan desagradable como parecía y...
—Si no me dices de una vez por qué crees que esto tiene que ver con mi situación, me volveré loca. —________ notó que le chirriaban los dientes. El malestar que sentía en el estómago no la ayudaba precisamente.
—Andrew exigió saber de dónde había sacado la idea. Le gustó y no le gustó a la vez, no sé si me entiendes. —Arabella apoyó la espalda con gesto decidido, pese al rubor de sus mejillas.
—No, me temo que no.
—No te preocupes, tu nombre no salió a relucir en ningún momento, pero al final tuve que confesar que había leído el libro, porque mi marido no se habría olvidado del asunto. Se tranquilizó tanto que ni siquiera se enfadó.
—¿Se tranquilizó? —________ no entendía la lógica. —¿Por qué?
—Su primera reacción fue creer que quizá otro hombre me había sugerido la idea.
________ se quedó sin palabras.
Arabella volvió a mirarla, comprensiva.
—Creo que mi expresión se parecía a la tuya en este momento. No conseguía entender que hubiera llegado a esa conclusión. Quiero decir que, ¿cómo podía Andrew pensar eso? Su respuesta fue que no podía imaginar ni por un momento que yo hubiera soñado siquiera con hacer algo tan escandaloso por mí misma. El problema es que tenía razón. No lo hubiera hecho. Yo ni siquiera sabía que las mujeres hacían cosas así. De no ser por el libro, no se me habría ocurrido. Puede que si te siguen y Nicholas es el responsable, haya llegado a la misma conclusión que Andrew.
Dios del cielo. Nicholas no podía creer que ella tenía una aventura, ¿o sí? ________ permaneció inmóvil en su butaca, dando vueltas a la cabeza, recordando las últimas semanas.
Cuando puso en práctica los consejos del capítulo dos, él le había preguntado de dónde había sacado esa ocurrencia, pero ella esquivó la pregunta. Al contrario que Andrew, Nicholas no era dado a insistir, y había dejado correr el asunto.
Después... oh, por todos los santos, ella le había atado a la cama el día de su cumpleaños y ahora que lo pensaba, fue a partir de entonces cuando todo cambió.
«Tú no has hecho nada malo, querida. ¿Verdad?»
En aquel momento, a ________ le había sorprendido la vulnerabilidad que había en su mirada, ¿había una acusación, también?
Cuando se apartó de la mejilla un rizo de pelo suelto, la mano le tembló como una hoja a merced del viento. La dejó caer sobre el regazo y dijo con una voz irreconocible:
—Ahora que lo pienso, puede que tengas razón. Ay, Bella, ¿es que los hombres están completamente locos?
—Yo suelo pensar que sí—respondió con franqueza su amiga. —¿Qué vas a hacer ahora?
—Supongo que el asesinato sigue siendo un crimen en Inglaterra —masculló.
—Por desgracia, sí —contestó Arabella con cierta ironía. —Por bobo que sea el augusto duque, darle su merecido supondría un castigo muy duro.
—Sigue pareciéndome tentador.
—Me lo imagino. Yo me ofendí tanto como tú ahora. Bueno, quizá algo menos. Andrew no llegó al extremo de hacer que me siguieran.
Su marido había hecho que la siguieran. Era algo inconcebible.
________ se irguió en la butaca y miró a su amiga.
—Yo creo que Nicholas está a punto de descubrir que, a diferencia de él, a mí no me desagrada discutir asuntos que puedan ser incómodos. Si aún tienes el libro, te agradecería que me lo devolvieras, por favor.
—Está escondido en mi cuarto. Voy a buscarlo.
Arabella se levantó con elegancia y salió de la salita. Al cabo de unos minutos volvió con el volumen encuadernado en piel. Se lo entregó con un destello en sus ojos oscuros.
—¿Qué vas a hacer?
________ se levantó, más indignada que en toda su vida. —Enseñarle a mi exasperante esposo una lección sobre las ventajas de la honestidad.
La puerta del estudio se abrió de golpe y con tanta fuerza que golpeó en el panel de la pared de enfrente. Sin llamar, sin pedir permiso para entrar. Desprevenido ante tal intromisión, Nicholas levantó la vista, sobresaltado. Su secretario, que parecía un espantapájaros desgarbado, saltó tan de repente que derribó la silla. Nicholas, que se puso de pie con educación y algo más despacio, captó el arrebato de ira en las mejillas de su esposa en cuanto entró en la habitación con una expresión que auguraba un desastre inminente.
—Buenas tardes, querida —dijo con tanta delicadeza como pudo.
—Aquí tienes. —Ella avanzó directa al escritorio y dejó caer un libro sobre el montón de correspondencia que él había estado revisando.
«¿Qué demonios pasa ahora?»
________ llevaba un vestido en tonos melocotón. Era un atuendo discreto y distinguido, aunque se ajustaba a sus cautivadoras curvas de forma sugerente. En sus preciosos ojos azules había un fulgor de indignación evidente. Al darse cuenta de que fuera cual fuese el problema no le favorecía demasiado, Nicholas carraspeó y dijo con brusquedad:
—Mills, ya puede marcharse. Y por favor, cierre la puerta al salir.
El joven obedeció con una premura casi cómica, y Nicholas en cuanto oyó que cerraba la puerta, dijo en un tono frío:
—Es bastante evidente que estás enfadada conmigo por algo, pero ya sabes que me desagradan las manifestaciones emocionales delante del servicio, ________.
—A ti siempre te desagradan las manifestaciones emocionales, excelencia —le hizo saber su bella esposa con sarcasmo, —pero creo que podré reformarte. Supongo que ese fue mi error, porque lo único que recibí por mis considerables esfuerzos fue tu desconfianza.
Desconfianza. A Nicholas se le hizo la luz y maldijo en silencio a Hudson e hijos por no cumplir con su parte del trato de ser invisibles.
Ese era el mencionado desastre.
—¿Reformarme? —La miró a los ojos y vio con asombro el brillo de las lágrimas.
________ apoyó la mano encima del escritorio y se inclinó un poco hacia delante, con evidente furia.
—¿Contrataste a alguien para que me siguiera, Nicholas? ¿Pensaste en serio que yo podía estar teniendo una aventura con otro hombre?
El sintió una oleada de alivio, pues ella estaba sinceramente ofendida. La idea de que ________ estuviera adquiriendo sabiduría sexual a pasos agigantados en el lecho de otro le estaba volviendo loco de celos cada día que pasaba. Ahora le tocaba a él sonrojarse un poco, y notó de repente que le apretaba la corbata.
—Quizá deberíamos sentarnos y hablar de esto con calma.
—No. —Aquella boca tan acogedora se había convertido en una línea recta. ________ movió la cabeza con tozudez. —Yo no estoy calmada ni mucho menos, y me niego a fingir lo contrario. Yo no soy como tú, y estoy a favor de que los demás sepan que tengo sentimientos.
Dolido ante el tono crítico que había implícito en su voz, Nicholas dijo con aire formal:
—Lamento desilusionarte, ________, pero yo siempre he sido reservado. Lo sabías antes de aceptar mi propuesta de matrimonio.
—Tú, señor, eres más que reservado, eres estirado.
—¿Estirado? —Nicholas arqueó una ceja despacio. La acusación tenía un tono tan mordaz, que fue como si le hubiera abofeteado. —Ya veo.
Y se lo merecía, lo cual era aún peor. En parte casi deseaba que ella se hubiera dado la satisfacción de darle un bofetón.
—Sí, pero estabas mejorando. Gracias a esto. —________ señaló el libro que había entre los papeles desperdigados.
¿De qué diantre estaba hablando?
Por primera vez, Nicholas miró hacia abajo y leyó el título, grabado en letras escarlata sobre la cubierta de piel.
—Dios bendito —masculló. —¿De dónde diablos has sacado esto?
—¿Acaso importa de dónde lo saqué? Lo que importa es que ha sido muy instructivo.
El consiguió reprimirse, y no le señaló a su maravillosa esposa que ninguna dama de buena cuna debía leer el libro de una perdida, que durante una época se ganó la vida vendiendo sus favores sexuales, y luego tuvo el descaro de publicar detalles sobre sus hazañas. En lugar de eso, acogió la afirmación de ________ con incómoda perspicacia.
—¿Por qué pensaste que necesitabas estar tan informada? —consiguió mantener el tono conciliador con enorme control.
—Porque no tenía la intención de acabar como la esposa de lord Braden, y encontrarme contigo en la ópera del brazo de tu amante.
—________, yo no tengo una amante —dijo con un matiz de alivio y exasperación.
—Eso es bueno saberlo. —El labio inferior le temblaba un poco y emitió un sonoro suspiro. —Pero ¿qué pasara en el futuro? Tú me has comentado a menudo la falta de fidelidad en los matrimonios aristocráticos, y yo no soy sorda y he oído las habladurías. No quiero que jamás vayas en busca de otra mujer porque yo te parezca aburrida.
Tenía un aire de sinceridad adorable. Nicholas reprimió el impulso repentino de tomarla entre sus brazos y demostrarle de la forma más física posible que no corría peligro de que él deseara a ninguna otra. No obstante, tenía la impresión de que sus atenciones no serían recibidas con entusiasmo desenfrenado en ese momento. Primero tenía que reparar el daño.
Carraspeó.
—Valoro ese sentimiento sobre la fidelidad, porque yo mismo me he estado volviendo loco, preguntándome dónde demonios habías aprendido esas técnicas tan osadas. Perdóname por haber albergado dudas, pero era lógico pensar que alguien te estaba enseñando, y no era yo.
Ella bajó los párpados y entornó los ojos.
—No, tú no. Claro que no. Durante los primeros meses tú ni siquiera me quitabas el camisón cuando hacíamos el amor, Nicholas.
Eso era verdad, y un hecho que a él le torturaba en cierta medida, sobre todo viniendo de una mujer joven, que se había propuesto mejorar sus relaciones sexuales.
Maldición, era su esposa. El había intentado solo ser educado y no herir su sensibilidad.
—Estaba intentando ser un caballero. —Se puso a la defensiva, porque ese sacrificio lo había hecho por ella. Aunque lo que hizo y lo que había querido hacer eran dos cosas totalmente distintas.
—Lady Rothburg dice que en la cama no hay damas ni caballeros.
—¿Eso dice? —Nicholas desplazó la cadera y la apoyó en la superficie que tenía al lado, cruzó los brazos y miró de frente a su díscola esposa recordando los episodios de placer inconmensurable que había disfrutado en los últimos tiempos, cuando ella seguía los consejos del infame libro. —Deduzco que si intentaste que las cosas cambiaran fue porque quien te parecía aburrido era yo.
Silencio. Sin negativas. Eso sí que era halagador.
El rubor subió por el cuello estilizado de ________ y tiñó sus mejillas. Se quedó de pie al otro lado de la mesa.
—Aburrido no, porque disfruté siempre que me acariciaste. Pero faltaba algo. Lo que sucedía entre nosotros en la cama era placentero, pero no excitante.
Nicholas se sintió como un idiota. Ella tenía toda la razón.
—¿Entiendo que deseabas pasión?
—Solo contigo, Nicholas, porque te amo. Pero, sí, supongo que me parece más excitante cuando pierdes algo de ese control formidable y demuestras lo mucho que me deseas. —Le miraba con total sinceridad y él no pudo evitar sentirse humillado.
Avergonzado de sí mismo en muchos sentidos, y al mismo tiempo humillado. Pero ¿cómo iba a saber que ella tenía una copia de ese libro escandaloso?
—________...
—Por el momento —anunció ella como si lo dijera muy en serio, —no pienso dirigirte la palabra.
Entonces se dio la vuelta y salió con el mismo ímpetu con el que había entrado. Pero antes de eso, él vio el rastro húmedo de una lágrima que le bajaba por la mejilla, y que ella apartó con furia con la mano en un gesto revelador.
Si había algo peor que ser un asno, era ser un asno insensible, pensó taciturno.
Tenía que desagraviarla, y lo cierto es que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y aunque estaba sinceramente enfadado consigo mismo por hacer daño a su esposa con sus sospechas, una parte de sí saltaba de alegría.
________ era suya en exclusiva. El niño que gestaba en su útero era un símbolo de su amor mutuo, y pese a que había cometido un grave error, nunca en toda su vida había sentido tanta euforia al saberse equivocado.
Intrigado, cogió el infame libro y examinó las letras doradas de la cubierta. Tal vez se merecía al menos una ojeada, puesto que ________ lo había utilizado para seducirle, y lo había hecho con tanta eficacia. Quizá lady Rothburg también podía enseñarle algo a él.
En efecto, la silueta merodeaba por el umbral de la tienda de tabaco, al otro lado de la calle. ________, muy irritada y molesta, entornó los ojos y se preguntó si debía informar a las autoridades. Al fin y al cabo, su marido era un hombre rico, y debía estar alerta por si alguien quería secuestrarla.
Era el tercer día consecutivo que le veía, y cada vez estaba más convencida de que ese extraño hombrecito con una gorra de cuadros marrón la estaba siguiendo. La primera vez que le vio fue cuando olvidó el monedero en el carruaje; volvió a salir corriendo y con las prisas, a punto estuvo de tropezar con él. En aquel momento no le dio importancia, pero al día siguiente había vuelto a verle.
Y allí estaba de nuevo al otro día, aunque iba vestido de otra forma. Cuando ________ le localizó por tercera vez, su curiosidad se convirtió en alarma.
Volvió a entrar en la tienda y le preguntó a la esposa del sombrerero, una mujer corpulenta que trabajaba en la parte delantera del establecimiento, si había una salida por atrás que pudiera utilizar. La tendera se mostró sorprendida, pero le mostró la puerta trasera y aceptó unas monedas a cambio de enviar a un dependiente a la calle, al cabo de una hora más o menos, para decirle al cochero de la duquesa que regresara a casa con el vehículo. En la expresión de la mujer, ________ leyó que los caprichos de los nobles y los poderosos debían aceptarse con resignación, y salió a hurtadillas al callejón que había detrás de la tienda, libre gracias a su estratagema.
No estaba segura de que la treta fuera necesaria, pero estaba embarazada y la vida del hijo que llevaba en sus entrañas, más y más real a medida que pasaba el tiempo, era lo más importante del mundo. Lo prudente era ser cuidadosa.
Hacía un día muy agradable, quizá un poco frío, y en lo alto del cielo azul celeste había apenas una leve pátina de nubes. Cuando ya se había adentrado bastante en el callejón, sorteando montones de imprecisos desperdicios, ________ se coló por la puerta trasera de una tienda de tabaco, pidió disculpas al sobresaltado propietario y salió de nuevo a la calle.
Arabella vivía cerca, junto a St. James y ya que hacía buen tiempo, era agradable dar un paseo hasta el domicilio de los Bonham. Al llegar se enteró con alivio de que lady Bonham estaba en casa. Al cabo de unos minutos la condujeron a una salita privada en el primer piso, y su amiga se puso de pie para recibirla.
—Bri, qué contenta estoy de que hayas venido. ________ forzó una sonrisa.
—Siento aparecer de repente, pero me pareció conveniente.
—¿Conveniente? —Arabella le señaló una butaca y frunció el ceño. —Qué palabra tan curiosa.
________ se sentó. Aunque ya se había acostumbrado a los mareos, de vez en cuando tenía náuseas.
—¿Podrías pedir que me trajeran una taza de té ligero?
—Por supuesto. —Arabella llamó con el tirador. —¿Es el niño? Por Dios, de pronto te has puesto pálida. ¿Necesitas tumbarte?
—Un poco de té me sentará bien —le aseguró ________. Cuando llegó la infusión se la bebió con ganas, luego esperó que las náuseas remitieran y dijo con una sonrisa algo llorosa: —Es que estoy un poco disgustada. Menos mal que estás en casa.
Durante el paseo había tenido una sospecha muy desagradable, y necesitaba hablar con alguien.
Arabella parecía preocupada.
—¿Cuál es el problema? Esto no es propio de ti en absoluto.
—Ni siquiera sé por dónde empezar. Ni si debo empezar.
Aquello provocó que su amiga pestañeara.
—Por favor, elige un modo. Estás dando rodeos.
—No es lo que pretendo, pero por lo visto así es mi vida últimamente. —________ dio otro sorbo y se sintió lo bastante tonificada como para dejar la taza a un lado. —Le he dicho a Nicholas que vamos a tener un hijo.
Arabella hizo un gesto de aprobación.
—Imagino la dicha de tu marido.
—Era de esperar que se mostrara dichoso.
La condesa de Bonham frunció el ceño.
—¿Qué significa eso? ¿Es feliz, verdad?
—Eso dice. —________ se volvió a mirar una de las ventanas con parteluz y reprimió el llanto. —El dice que sí. Pero yo no estoy segura. Me trata de un modo distinto. Y ahora esto.
—¿Qué quieres decir con «esto»? —preguntó Arabella, al cabo de un momento.
—Me están siguiendo. Al menos eso creo. Un hombrecito espantoso con una gorra marrón. Le he visto de vez en cuando, y aunque es verdad que las coincidencias ocurren en la vida, no creo que esto lo sea.
—No lo entiendo.
________ meneó la cabeza.
—Yo tampoco lo entiendo, pero sí te digo que no me sorprendería que Nicholas tuviera algo que ver, considerando lo malhumorado que está estos días. Me ha hecho unas preguntas muy extrañas, y se comporta como si estuviera encantado con el niño, y al mismo tiempo no lo estuviese. Ah, no lo estoy describiendo bien, pero baste con decir que no sé qué hacer con todo esto. ¿Por qué me haría seguir mi marido?
Arabella abrió la boca para contestar, pero se quedó así un momento y la cerró de golpe. Luego se ruborizó, desvió la mirada e irguió los hombros.
________ observó dicho proceso con interés. Seguía con el estómago revuelto, provocado por su torbellino interior.
—¿Qué? —Preguntó con la franqueza y la familiaridad de una vieja amiga. —Si sabes algo, dímelo, por favor.
—Yo no sé nada, y supongo que no me sorprende que no se te haya ocurrido a ti, porque tampoco se me ocurrió a mí, pero tal vez podemos aventurar una conjetura. —Arabella se dio la vuelta, con expresión decidida. —Rebecca me prestó el libro cuando lo terminó, ¿sabes?
________ asintió. No era necesario aclarar a qué se refería con «el libro». Los consejos de lady Rothburg.
El libro.
—Sigo sin creer que las tres lo hayamos leído. Nuestras madres se morirían del susto. Pero... yo... ay, querida, no hay una forma delicada de decirlo, yo...
—Bella, te adoro, pero por favor dilo de una vez antes de que grite.
—Hice eso del capítulo diez.
«Capítulo diez.» ________ hizo memoria, recordó a qué se refería su amiga y apenas fue capaz de reprimir un gemido. Ella no se había atrevido con el capítulo diez, de modo que comprendió perfectamente el sonrojo.
—Ya entiendo.
Arabella intervino de inmediato: —No fue tan desagradable como parecía y...
—Si no me dices de una vez por qué crees que esto tiene que ver con mi situación, me volveré loca. —________ notó que le chirriaban los dientes. El malestar que sentía en el estómago no la ayudaba precisamente.
—Andrew exigió saber de dónde había sacado la idea. Le gustó y no le gustó a la vez, no sé si me entiendes. —Arabella apoyó la espalda con gesto decidido, pese al rubor de sus mejillas.
—No, me temo que no.
—No te preocupes, tu nombre no salió a relucir en ningún momento, pero al final tuve que confesar que había leído el libro, porque mi marido no se habría olvidado del asunto. Se tranquilizó tanto que ni siquiera se enfadó.
—¿Se tranquilizó? —________ no entendía la lógica. —¿Por qué?
—Su primera reacción fue creer que quizá otro hombre me había sugerido la idea.
________ se quedó sin palabras.
Arabella volvió a mirarla, comprensiva.
—Creo que mi expresión se parecía a la tuya en este momento. No conseguía entender que hubiera llegado a esa conclusión. Quiero decir que, ¿cómo podía Andrew pensar eso? Su respuesta fue que no podía imaginar ni por un momento que yo hubiera soñado siquiera con hacer algo tan escandaloso por mí misma. El problema es que tenía razón. No lo hubiera hecho. Yo ni siquiera sabía que las mujeres hacían cosas así. De no ser por el libro, no se me habría ocurrido. Puede que si te siguen y Nicholas es el responsable, haya llegado a la misma conclusión que Andrew.
Dios del cielo. Nicholas no podía creer que ella tenía una aventura, ¿o sí? ________ permaneció inmóvil en su butaca, dando vueltas a la cabeza, recordando las últimas semanas.
Cuando puso en práctica los consejos del capítulo dos, él le había preguntado de dónde había sacado esa ocurrencia, pero ella esquivó la pregunta. Al contrario que Andrew, Nicholas no era dado a insistir, y había dejado correr el asunto.
Después... oh, por todos los santos, ella le había atado a la cama el día de su cumpleaños y ahora que lo pensaba, fue a partir de entonces cuando todo cambió.
«Tú no has hecho nada malo, querida. ¿Verdad?»
En aquel momento, a ________ le había sorprendido la vulnerabilidad que había en su mirada, ¿había una acusación, también?
Cuando se apartó de la mejilla un rizo de pelo suelto, la mano le tembló como una hoja a merced del viento. La dejó caer sobre el regazo y dijo con una voz irreconocible:
—Ahora que lo pienso, puede que tengas razón. Ay, Bella, ¿es que los hombres están completamente locos?
—Yo suelo pensar que sí—respondió con franqueza su amiga. —¿Qué vas a hacer ahora?
—Supongo que el asesinato sigue siendo un crimen en Inglaterra —masculló.
—Por desgracia, sí —contestó Arabella con cierta ironía. —Por bobo que sea el augusto duque, darle su merecido supondría un castigo muy duro.
—Sigue pareciéndome tentador.
—Me lo imagino. Yo me ofendí tanto como tú ahora. Bueno, quizá algo menos. Andrew no llegó al extremo de hacer que me siguieran.
Su marido había hecho que la siguieran. Era algo inconcebible.
________ se irguió en la butaca y miró a su amiga.
—Yo creo que Nicholas está a punto de descubrir que, a diferencia de él, a mí no me desagrada discutir asuntos que puedan ser incómodos. Si aún tienes el libro, te agradecería que me lo devolvieras, por favor.
—Está escondido en mi cuarto. Voy a buscarlo.
Arabella se levantó con elegancia y salió de la salita. Al cabo de unos minutos volvió con el volumen encuadernado en piel. Se lo entregó con un destello en sus ojos oscuros.
—¿Qué vas a hacer?
________ se levantó, más indignada que en toda su vida. —Enseñarle a mi exasperante esposo una lección sobre las ventajas de la honestidad.
La puerta del estudio se abrió de golpe y con tanta fuerza que golpeó en el panel de la pared de enfrente. Sin llamar, sin pedir permiso para entrar. Desprevenido ante tal intromisión, Nicholas levantó la vista, sobresaltado. Su secretario, que parecía un espantapájaros desgarbado, saltó tan de repente que derribó la silla. Nicholas, que se puso de pie con educación y algo más despacio, captó el arrebato de ira en las mejillas de su esposa en cuanto entró en la habitación con una expresión que auguraba un desastre inminente.
—Buenas tardes, querida —dijo con tanta delicadeza como pudo.
—Aquí tienes. —Ella avanzó directa al escritorio y dejó caer un libro sobre el montón de correspondencia que él había estado revisando.
«¿Qué demonios pasa ahora?»
________ llevaba un vestido en tonos melocotón. Era un atuendo discreto y distinguido, aunque se ajustaba a sus cautivadoras curvas de forma sugerente. En sus preciosos ojos azules había un fulgor de indignación evidente. Al darse cuenta de que fuera cual fuese el problema no le favorecía demasiado, Nicholas carraspeó y dijo con brusquedad:
—Mills, ya puede marcharse. Y por favor, cierre la puerta al salir.
El joven obedeció con una premura casi cómica, y Nicholas en cuanto oyó que cerraba la puerta, dijo en un tono frío:
—Es bastante evidente que estás enfadada conmigo por algo, pero ya sabes que me desagradan las manifestaciones emocionales delante del servicio, ________.
—A ti siempre te desagradan las manifestaciones emocionales, excelencia —le hizo saber su bella esposa con sarcasmo, —pero creo que podré reformarte. Supongo que ese fue mi error, porque lo único que recibí por mis considerables esfuerzos fue tu desconfianza.
Desconfianza. A Nicholas se le hizo la luz y maldijo en silencio a Hudson e hijos por no cumplir con su parte del trato de ser invisibles.
Ese era el mencionado desastre.
—¿Reformarme? —La miró a los ojos y vio con asombro el brillo de las lágrimas.
________ apoyó la mano encima del escritorio y se inclinó un poco hacia delante, con evidente furia.
—¿Contrataste a alguien para que me siguiera, Nicholas? ¿Pensaste en serio que yo podía estar teniendo una aventura con otro hombre?
El sintió una oleada de alivio, pues ella estaba sinceramente ofendida. La idea de que ________ estuviera adquiriendo sabiduría sexual a pasos agigantados en el lecho de otro le estaba volviendo loco de celos cada día que pasaba. Ahora le tocaba a él sonrojarse un poco, y notó de repente que le apretaba la corbata.
—Quizá deberíamos sentarnos y hablar de esto con calma.
—No. —Aquella boca tan acogedora se había convertido en una línea recta. ________ movió la cabeza con tozudez. —Yo no estoy calmada ni mucho menos, y me niego a fingir lo contrario. Yo no soy como tú, y estoy a favor de que los demás sepan que tengo sentimientos.
Dolido ante el tono crítico que había implícito en su voz, Nicholas dijo con aire formal:
—Lamento desilusionarte, ________, pero yo siempre he sido reservado. Lo sabías antes de aceptar mi propuesta de matrimonio.
—Tú, señor, eres más que reservado, eres estirado.
—¿Estirado? —Nicholas arqueó una ceja despacio. La acusación tenía un tono tan mordaz, que fue como si le hubiera abofeteado. —Ya veo.
Y se lo merecía, lo cual era aún peor. En parte casi deseaba que ella se hubiera dado la satisfacción de darle un bofetón.
—Sí, pero estabas mejorando. Gracias a esto. —________ señaló el libro que había entre los papeles desperdigados.
¿De qué diantre estaba hablando?
Por primera vez, Nicholas miró hacia abajo y leyó el título, grabado en letras escarlata sobre la cubierta de piel.
—Dios bendito —masculló. —¿De dónde diablos has sacado esto?
—¿Acaso importa de dónde lo saqué? Lo que importa es que ha sido muy instructivo.
El consiguió reprimirse, y no le señaló a su maravillosa esposa que ninguna dama de buena cuna debía leer el libro de una perdida, que durante una época se ganó la vida vendiendo sus favores sexuales, y luego tuvo el descaro de publicar detalles sobre sus hazañas. En lugar de eso, acogió la afirmación de ________ con incómoda perspicacia.
—¿Por qué pensaste que necesitabas estar tan informada? —consiguió mantener el tono conciliador con enorme control.
—Porque no tenía la intención de acabar como la esposa de lord Braden, y encontrarme contigo en la ópera del brazo de tu amante.
—________, yo no tengo una amante —dijo con un matiz de alivio y exasperación.
—Eso es bueno saberlo. —El labio inferior le temblaba un poco y emitió un sonoro suspiro. —Pero ¿qué pasara en el futuro? Tú me has comentado a menudo la falta de fidelidad en los matrimonios aristocráticos, y yo no soy sorda y he oído las habladurías. No quiero que jamás vayas en busca de otra mujer porque yo te parezca aburrida.
Tenía un aire de sinceridad adorable. Nicholas reprimió el impulso repentino de tomarla entre sus brazos y demostrarle de la forma más física posible que no corría peligro de que él deseara a ninguna otra. No obstante, tenía la impresión de que sus atenciones no serían recibidas con entusiasmo desenfrenado en ese momento. Primero tenía que reparar el daño.
Carraspeó.
—Valoro ese sentimiento sobre la fidelidad, porque yo mismo me he estado volviendo loco, preguntándome dónde demonios habías aprendido esas técnicas tan osadas. Perdóname por haber albergado dudas, pero era lógico pensar que alguien te estaba enseñando, y no era yo.
Ella bajó los párpados y entornó los ojos.
—No, tú no. Claro que no. Durante los primeros meses tú ni siquiera me quitabas el camisón cuando hacíamos el amor, Nicholas.
Eso era verdad, y un hecho que a él le torturaba en cierta medida, sobre todo viniendo de una mujer joven, que se había propuesto mejorar sus relaciones sexuales.
Maldición, era su esposa. El había intentado solo ser educado y no herir su sensibilidad.
—Estaba intentando ser un caballero. —Se puso a la defensiva, porque ese sacrificio lo había hecho por ella. Aunque lo que hizo y lo que había querido hacer eran dos cosas totalmente distintas.
—Lady Rothburg dice que en la cama no hay damas ni caballeros.
—¿Eso dice? —Nicholas desplazó la cadera y la apoyó en la superficie que tenía al lado, cruzó los brazos y miró de frente a su díscola esposa recordando los episodios de placer inconmensurable que había disfrutado en los últimos tiempos, cuando ella seguía los consejos del infame libro. —Deduzco que si intentaste que las cosas cambiaran fue porque quien te parecía aburrido era yo.
Silencio. Sin negativas. Eso sí que era halagador.
El rubor subió por el cuello estilizado de ________ y tiñó sus mejillas. Se quedó de pie al otro lado de la mesa.
—Aburrido no, porque disfruté siempre que me acariciaste. Pero faltaba algo. Lo que sucedía entre nosotros en la cama era placentero, pero no excitante.
Nicholas se sintió como un idiota. Ella tenía toda la razón.
—¿Entiendo que deseabas pasión?
—Solo contigo, Nicholas, porque te amo. Pero, sí, supongo que me parece más excitante cuando pierdes algo de ese control formidable y demuestras lo mucho que me deseas. —Le miraba con total sinceridad y él no pudo evitar sentirse humillado.
Avergonzado de sí mismo en muchos sentidos, y al mismo tiempo humillado. Pero ¿cómo iba a saber que ella tenía una copia de ese libro escandaloso?
—________...
—Por el momento —anunció ella como si lo dijera muy en serio, —no pienso dirigirte la palabra.
Entonces se dio la vuelta y salió con el mismo ímpetu con el que había entrado. Pero antes de eso, él vio el rastro húmedo de una lágrima que le bajaba por la mejilla, y que ella apartó con furia con la mano en un gesto revelador.
Si había algo peor que ser un asno, era ser un asno insensible, pensó taciturno.
Tenía que desagraviarla, y lo cierto es que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y aunque estaba sinceramente enfadado consigo mismo por hacer daño a su esposa con sus sospechas, una parte de sí saltaba de alegría.
________ era suya en exclusiva. El niño que gestaba en su útero era un símbolo de su amor mutuo, y pese a que había cometido un grave error, nunca en toda su vida había sentido tanta euforia al saberse equivocado.
Intrigado, cogió el infame libro y examinó las letras doradas de la cubierta. Tal vez se merecía al menos una ojeada, puesto que ________ lo había utilizado para seducirle, y lo había hecho con tanta eficacia. Quizá lady Rothburg también podía enseñarle algo a él.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 23
La vida está llena de sorpresas, y el amor es el misterio más desconcertante de todas ellas.
Del capítulo titulado
«Conservad lo que tenéis»
Del capítulo titulado
«Conservad lo que tenéis»
Era el único modo posible de actuar. Robert ya había saltado al abismo aceptando la proposición de Rebecca y haciéndole el amor de una forma salvaje y muy satisfactoria, de manera que lo mínimo que su hermano podía hacer era acompañarle, y proporcionarle cierta respetabilidad y apoyo cuando abordara a su padre. Ella había manifestado que se casaría con él en cualquier caso, y ahora era imprescindible que lo hiciera, pero era mejor para todo el mundo que sir Benedict aprobara el enlace.
—Si no te importa —dijo por segunda vez, ya que Nicholas no le había contestado. —Si tengo alguna posibilidad de convencer a sir Benedict para que me permita casarme con su hija, es a través de ti.
Nicholas, reclinado en la butaca de su escritorio atiborrado de correspondencia, seguía callado.
—¿Te importaría decir algo, maldita sea? —masculló Robert.
—Me parece que me he quedado mudo hasta la eternidad —contestó su hermano, mirándole sin dar crédito. —¿De verdad me estás pidiendo que te acompañe a pedir la mano de una joven?
—Sí —confirmó Roben, y aunque le costó cierto esfuerzo, añadió, —por favor.
—Deseas casarte.
—No, claro que no. —Robert no pudo evitar un tono mordaz y se levantó otra vez. Tenía ganas de pasearse. —No seas estúpido.
Nicholas arqueó una ceja.
—Intento no serlo, pero mi esposa te dirá que no siempre lo consigo.
Robert no pudo evitarlo y se echó a reír. Hacía mucho tiempo que no veía muestras de sentido del humor en su hermano.
—Si no lo deseas, ¿por qué estás pensando en casarte con la señorita Marston?
—Lo único que quería decir es que no me he sentado a pensar que quería casarme. De hecho me he estado resistiendo como un jabato, pero ha ganado ella, y para mi sorpresa la derrota no ha sido tan dolorosa como imaginaba.
La derrota, si usaba el término para definir esas horas de ternura en sus brazos, había sido un triunfo.
—No te pediría este favor si no fuera importante, Nicholas —añadió Robert en voz baja.
—El matrimonio suele ser importante, si se me permite ser simplista sobre algo que no es simple en absoluto. —Nicholas juntó la punta de los dedos de ambas manos. —Por supuesto que iré contigo. ¿Acaso lo dudabas?
—Queremos una licencia especial.
Nicholas levantó las cejas.
—¿La necesitáis?
Ese era el problema. La gente pensaría que había seducido a Rebecca si se casaban enseguida. El hecho de que la seducción hubiera sucedido al revés era irrelevante. Eso solo era asunto de ellos dos, pero Robert odiaba la idea de que su esposa fuera protagonista de cotilleos maliciosos.
Y puede que estuviera embarazada de su hijo.
—¿He dicho yo que la necesitáramos? —Replicó con impaciencia. —La queremos. Tanto ella como yo.
Habían pasado varios días desde la aparición de Rebecca en la fiesta, acompañada de un grupo de mujeres de mala vida, y no había habido ningún comentario, lo cual era un alivio. Pero aun sin el posible escándalo, no quería tardar en convertirla en su esposa.
Era curioso, pero una vez hubo aceptado la idea, la incorporó a su vida. Quería a Rebecca en su lecho, en su hogar, pero sobre todo, en su vida.
—Obtengamos primero el permiso de sir Benedict antes de hablar de una licencia especial, ¿te parece? —Dijo Nicholas con ironía. —Yo, que te quiero, me imaginé lo peor. No es necesario que levantemos sus sospechas en un principio.
¿Nicholas, el estirado y abstraído Nicholas, acababa de decir que le quería, sin inmutarse? Robert, paralizado de asombro, miró a su hermano al otro lado de la mesa. Al cabo de un momento, consiguió decir con el mismo aplomo:
—De acuerdo.
—Iremos esta tarde. Le diré a Mills que mande a alguien para asegurarse de que nos esté esperando. Mientras tanto, vuelve a sentarte. Necesito tu consejo.
Robert se sentó. De hecho, lo necesitaba.
Su hermano mayor no pareció notar su cara de estupefacción. Miró los montones de papeles que había en su mesa y luego levantó la vista.
—No quiero sermones, ¿está claro?
—Casi nadie los quiere —acertó a decir. —Aún no he conocido a nadie que pida uno por favor. Pero ¿por qué demonios iba yo a sermonearte?
—Yo, en concreto, no quiero ninguno.
Estaba muy claro. Robert reprimió la risa.
—Comprendido.
—________ está furiosa conmigo.
Ah, o sea que esto era sobre la encantadora esposa de su hermano. No le sorprendió en lo más mínimo. Ella era el centro de su vida, lo admitiera o no. Robert arqueó una ceja.
—Ya que recurres a mi consejo, ¿se me permite preguntar por qué?
—Contraté a un hombre para que la siguiera y ________ se enteró no sé cómo.
Robert casi nunca había visto a Nicholas tan incómodo. Tardó un minuto en asimilar la información. Estaba desconcertado.
—¿Por qué?
—Porque ese bastardo inepto metió la pata, es evidente.
—No, me refiero a por qué contrataste a alguien para seguir a ________.
—Porque pensaba... me preguntaba si tal vez... oh, Dios. —Nicholas se mesó los cabellos y dijo con pesar: —Me preocupaba que me fuera infiel. Resulta que me equivoqué, pero ella no está dispuesta a perdonarme. Llevamos dos días sin hablarnos apenas.
—¿Infiel? —Robert puso los ojos en blanco, sin saber cómo reaccionar. —¿________? ¿Por qué diantre pensaste tal cosa?
—Es obvio que disponía de ciertas pruebas convincentes, de lo contrario no hubiera llegado tan lejos —replicó Nicholas entre dientes. —Ha resultado ser un malentendido de proporciones gigantescas, pero yo sigo diciendo que no es raro que llegara a dichas conclusiones. Al margen de esto, necesito encontrar el modo de reconciliarme con ella. Solicité una audiencia para poder disculparme formalmente, pero ella se negó. Para serte franco, me sorprende que no me haya abandonado y se haya marchado sin mi permiso a Devon, con sus padres.
A Robert no le pasó por alto el deje de tristeza que tenía el tono de Nicholas. Aunque estaba perplejo de que su hermano, que solía sopesarlo todo de un modo concienzudo, cercano a la obsesión, hubiera cometido un error tan grave. Estaba claro que no era tan agudo cuando se trataba de sentimientos íntimos.
A ________ nunca le hubiera pasado por la cabeza ser infiel. Robert estaba tan convencido de eso como de que el sol saldría al día siguiente. Ella amaba a su hermano con pasión, casi con tanta pasión como él la amaba a ella, constató.
—No se ha marchado —se aventuró a suponer, —porque aunque le has hecho daño y has ofendido su integridad, y lo que es peor, has demostrado que desconocías la profundidad de sus sentimientos, te ama lo bastante como para quedarse. Apostaría que por mucho que tú desees esforzarte para arreglar las cosas entre vosotros, ella lo desea aún más. Esa es tu baza.
En la cara de Nicholas brilló una chispa de alivio.
—¿Tú crees?
—Lo cual no significa que no tengas que arrastrarte, Nick. Y en mi opinión, ser un duque insigne no sirve para aprender a arrastrarse.
Su hermano gruñó por lo bajo. Era difícil decir si asentía o hacía todo lo contrario.
—Creo que estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario. No deseo que ella sea infeliz a mi lado, pero por encima de todo no deseo que sea infeliz. No tengo ni idea de cómo solucionar esta situación.
—A mí se me ocurren unas cuantas. —Robert notó que empezaba a sonreír. Tenía práctica en apaciguar a mujeres soliviantadas, y la verdad es que lo hacía bastante bien.
—Excelente —dijo Nicholas. —Tú ayúdame, y yo haré todo lo posible para asegurarme de que sir Benedict no te retuerza el cuello en cuanto le comuniques que deseas casarte con su hija lo más pronto posible.
Estaban arriba, en el estudio de su padre.
Robert, su padre y el duque de Rolthven.
Rebecca, sentada en la sala de música, jugueteaba con las teclas del pianoforte. Al menos había dejado de andar de acá para allá. Eso la había dejado exhausta y habría jurado que había desgastado una parte de la alfombra.
No podía creer que estuviera sucediendo al fin. Era como un sueño. Robert Jonas había ido a pedir formalmente su mano. Robert.
El, un notorio calavera, un pícaro escandaloso, un libertino de primer orden. Cuando la otra noche —cuando había salido a hurtadillas del baile y había estado a punto de provocar una catástrofe, con su inoportuna aparición en un acto donde por lo visto, las jóvenes decentes no eran bienvenidas, —le había sugerido que estaba dispuesta a considerar la posibilidad de hacer un alto en su residencia antes de que la acompañara a casa, él se había negado, insistiendo en que podía esperar.
Algo impropio de un libertino. Ella le amaba todavía más por eso. Y más aún por dejarse convencer de lo contrario.
Era justo lo que le había dicho a su madre. Robert tenía el brillo superficial de un seductor fascinante de actitud despreocupada, pero ella había experimentado las cualidades del hombre que había debajo. Había sido tierno, ardiente, y aunque cuando estuvo en sus brazos ella le había pedido que fuera osado, en lugar de eso Robert le había dado ternura y un placer exquisito. Rebecca sabía que iba a ser un marido perfecto.
Ahora, y siempre que su padre opinara lo mismo, podía acabar siendo la mujer más feliz de Inglaterra.
Pero eso distaba de ser un hecho. Rebecca había rechazado mucho mejores partidos, caballeros con fortunas más cuantiosas, y mejor posicionados en la élite de la sociedad como el marqués de Highton. Ninguno de ellos tenía una reputación tan dudosa como la de Robert.
Incapaz de soportarlo más y ansiosa por tranquilizar su ánimo, Rebecca cogió la primera partitura que encontró y empezó a tocar. Era una pieza inacabada en la que había estado trabajando semanas antes de tropezar con el hombre de sus sueños, cuando intentaba escapar de lord Watts. Desde aquel momento decisivo no había hecho ningún progreso.
Sus manos se pararon en seco cuando la puerta se abrió.
No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que Robert apoyó un codo en el instrumento.
—Muy bonito. ¿Tuyo? —murmuró.
Ella captó la sombra de una sonrisa en el trazo perfecto de sus labios, y le invadió la euforia.
—¿Mío? ¿Te importaría explicarte?
Se refería a algo mucho más importante que el cuarteto inacabado.
Él asintió despacio. El tono dorado de su cabello castaño y sus intensos ojos azules le daban un atractivo increíble.
—Tuyo.
¿Había aceptado realmente su padre?
—Lo sospeché desde el principio. —Robert sonrió como solo él podía hacerlo, levantando la comisura de la boca de una forma fascinante. —Me preguntaba si la música que interpretaste en Rolthven la habías compuesto tú.
—Componer música es una actividad impropia de una dama. —En el interior de su pecho, su corazón había iniciado un contundente staccato.
—Me gusta cuando haces cosas impropias de una dama. —La voz de Robert tenía un matiz seductor. —De hecho, recuerdo que la otra noche creo que me prometiste que tu comportamiento sería impropio en general. Espero que cumplas ese juramento, igual que todos los que nos hagamos mutuamente.
Rebecca se acordó del libro y de sus desvergonzados consejos y se ruborizó.
—Ya que sigues aquí, deduzco que mi padre... —musitó.
—¿Accedió? —Preguntó él con ironía al ver que ella se quedaba sin palabras. —Debo admitir que al principio, no. Pero entre tu madre, que mantuvo su palabra e intercedió, sir John, que era amigo de mi padre y también lo es del tuyo, y otra serie de factores atenuantes como el comportamiento de Bennie durante todos estos años, sir Benedict ha decidido de mala gana que, después de todo, tal vez yo no soy tan canalla.
Después de que hicieran el amor, Robert le había contado por fin por qué su padre tenía tan mala opinión de él. Rebecca se había puesto a su favor, furiosa ante la debilidad de su primo por acusar a alguien que lo único que hizo fue intentar ayudarle.
—Me alegra que sepa la verdad.
—Nicholas también ha hecho una intervención increíble en el momento justo. —Robert sonreía. —Fue él quien señaló las ventajas de una boda rápida, en caso de que se me ocurriera tentarte a cometer una imprudencia. No lo dijo así, pero lo que mi hermano mayor quería decir era que, dada mi reputación y a menos de que tu padre te encerrara bajo llave, ¿cómo podía estar seguro de que no se produjera un escándalo en el futuro? En lugar de prevenir cualquier catástrofe, ¿por qué no una boda?
—Tú no me has tentado a hacer nada —protestó Rebecca. —Le conté la verdad a mi madre. Fue todo lo contrario. Fui yo quien te lo pidió.
Robert se limitó a arquear una ceja.
—No me importa que tu padre sepa si sus preocupaciones tienen base alguna. El sutil método de persuasión de Nicholas funcionó. —Sonrió. —Nadie como mi respetable hermano sabe lo que infunde terror en los corazones de las demás personas respetables.
Rodeó el piano y se sentó junto a ella en la banqueta. Presionó la tecla del do central con su largo dedo. La nota resonó en la sala. Rebecca era muy consciente del roce de aquel muslo prieto contra el suyo. El se dio la vuelta. Estaba tan cerca que ella distinguió el asombroso azul de sus ojos con intensa claridad.
—¿Estás segura —preguntó él en voz baja —de que lo que quieres es esto?
Rebecca se dio cuenta de que podría mirar en el interior de aquellos ojos magnéticos para siempre, y no vaciló.
—Sí.
El hizo una mueca.
—Yo no tengo práctica. Bien, no tengo práctica como marido, algo que quizá deberías tener en cuenta.
—Lo normal es no tenerla cuando uno se casa por primera vez—repuso ella.
Él olía de maravilla. Ella empezaba a conocer ese aroma varonil, tentador y picante. Quién iba a decir que un miembro de la especie masculina, a quien le gustaban los caballos y las habitaciones cargadas de humo del tabaco, pudiera oler tan bien.
Y como si entre ellos hubiera una sincronización mística, Robert se inclinó apenas hacia delante y dijo:
—Me gusta tu perfume. Aquella primera noche en el jardín, creo que fue eso lo que luego no pude olvidar de ti. Eso, y el extraordinario color de tus ojos.
Él iba a besarla. Ella deseaba con desesperación que la besara. Y que después la tumbara sobre la banqueta y la tomara otra vez, como la había tomado la otra noche.
—Intentaré llevar siempre este perfume en particular.
—Y tú cabello. —Robert bajó la cabeza, solo un poco. —Analicé el color mentalmente. Nunca había hecho algo así. Eso solo debería haberme alertado. Cuando un hombre hecho y derecho se sienta a filosofar sobre el color del cabello de una mujer es que sufre algún tipo de trastorno.
—Esto no es una enfermedad.
Él le acarició la barbilla.
—¿Seguro?
Rebecca no podía competir con él, pero la verdad es que no pretendía resistirse en ningún sentido, así que no importaba. Se pasó la lengua por los labios.
—¿De qué color es?
—¿El qué? —Robert parecía concentrado en su boca.
—Mi pelo.
Robert le acarició los labios con un beso. Por lo visto no le importaba que la puerta de la sala de música estuviera abierta.
—Ah, aún no estoy seguro. Tal vez tendré que estudiarlo durante los próximos cincuenta años, más o menos.
—Eso me parece delicioso —susurró ella. —¿Esto está ocurriendo de verdad?
Él se echó a reír. Fue un sonido cálido y quedo.
—Eso mismo me he estado preguntando yo.
—Si no te importa —dijo por segunda vez, ya que Nicholas no le había contestado. —Si tengo alguna posibilidad de convencer a sir Benedict para que me permita casarme con su hija, es a través de ti.
Nicholas, reclinado en la butaca de su escritorio atiborrado de correspondencia, seguía callado.
—¿Te importaría decir algo, maldita sea? —masculló Robert.
—Me parece que me he quedado mudo hasta la eternidad —contestó su hermano, mirándole sin dar crédito. —¿De verdad me estás pidiendo que te acompañe a pedir la mano de una joven?
—Sí —confirmó Roben, y aunque le costó cierto esfuerzo, añadió, —por favor.
—Deseas casarte.
—No, claro que no. —Robert no pudo evitar un tono mordaz y se levantó otra vez. Tenía ganas de pasearse. —No seas estúpido.
Nicholas arqueó una ceja.
—Intento no serlo, pero mi esposa te dirá que no siempre lo consigo.
Robert no pudo evitarlo y se echó a reír. Hacía mucho tiempo que no veía muestras de sentido del humor en su hermano.
—Si no lo deseas, ¿por qué estás pensando en casarte con la señorita Marston?
—Lo único que quería decir es que no me he sentado a pensar que quería casarme. De hecho me he estado resistiendo como un jabato, pero ha ganado ella, y para mi sorpresa la derrota no ha sido tan dolorosa como imaginaba.
La derrota, si usaba el término para definir esas horas de ternura en sus brazos, había sido un triunfo.
—No te pediría este favor si no fuera importante, Nicholas —añadió Robert en voz baja.
—El matrimonio suele ser importante, si se me permite ser simplista sobre algo que no es simple en absoluto. —Nicholas juntó la punta de los dedos de ambas manos. —Por supuesto que iré contigo. ¿Acaso lo dudabas?
—Queremos una licencia especial.
Nicholas levantó las cejas.
—¿La necesitáis?
Ese era el problema. La gente pensaría que había seducido a Rebecca si se casaban enseguida. El hecho de que la seducción hubiera sucedido al revés era irrelevante. Eso solo era asunto de ellos dos, pero Robert odiaba la idea de que su esposa fuera protagonista de cotilleos maliciosos.
Y puede que estuviera embarazada de su hijo.
—¿He dicho yo que la necesitáramos? —Replicó con impaciencia. —La queremos. Tanto ella como yo.
Habían pasado varios días desde la aparición de Rebecca en la fiesta, acompañada de un grupo de mujeres de mala vida, y no había habido ningún comentario, lo cual era un alivio. Pero aun sin el posible escándalo, no quería tardar en convertirla en su esposa.
Era curioso, pero una vez hubo aceptado la idea, la incorporó a su vida. Quería a Rebecca en su lecho, en su hogar, pero sobre todo, en su vida.
—Obtengamos primero el permiso de sir Benedict antes de hablar de una licencia especial, ¿te parece? —Dijo Nicholas con ironía. —Yo, que te quiero, me imaginé lo peor. No es necesario que levantemos sus sospechas en un principio.
¿Nicholas, el estirado y abstraído Nicholas, acababa de decir que le quería, sin inmutarse? Robert, paralizado de asombro, miró a su hermano al otro lado de la mesa. Al cabo de un momento, consiguió decir con el mismo aplomo:
—De acuerdo.
—Iremos esta tarde. Le diré a Mills que mande a alguien para asegurarse de que nos esté esperando. Mientras tanto, vuelve a sentarte. Necesito tu consejo.
Robert se sentó. De hecho, lo necesitaba.
Su hermano mayor no pareció notar su cara de estupefacción. Miró los montones de papeles que había en su mesa y luego levantó la vista.
—No quiero sermones, ¿está claro?
—Casi nadie los quiere —acertó a decir. —Aún no he conocido a nadie que pida uno por favor. Pero ¿por qué demonios iba yo a sermonearte?
—Yo, en concreto, no quiero ninguno.
Estaba muy claro. Robert reprimió la risa.
—Comprendido.
—________ está furiosa conmigo.
Ah, o sea que esto era sobre la encantadora esposa de su hermano. No le sorprendió en lo más mínimo. Ella era el centro de su vida, lo admitiera o no. Robert arqueó una ceja.
—Ya que recurres a mi consejo, ¿se me permite preguntar por qué?
—Contraté a un hombre para que la siguiera y ________ se enteró no sé cómo.
Robert casi nunca había visto a Nicholas tan incómodo. Tardó un minuto en asimilar la información. Estaba desconcertado.
—¿Por qué?
—Porque ese bastardo inepto metió la pata, es evidente.
—No, me refiero a por qué contrataste a alguien para seguir a ________.
—Porque pensaba... me preguntaba si tal vez... oh, Dios. —Nicholas se mesó los cabellos y dijo con pesar: —Me preocupaba que me fuera infiel. Resulta que me equivoqué, pero ella no está dispuesta a perdonarme. Llevamos dos días sin hablarnos apenas.
—¿Infiel? —Robert puso los ojos en blanco, sin saber cómo reaccionar. —¿________? ¿Por qué diantre pensaste tal cosa?
—Es obvio que disponía de ciertas pruebas convincentes, de lo contrario no hubiera llegado tan lejos —replicó Nicholas entre dientes. —Ha resultado ser un malentendido de proporciones gigantescas, pero yo sigo diciendo que no es raro que llegara a dichas conclusiones. Al margen de esto, necesito encontrar el modo de reconciliarme con ella. Solicité una audiencia para poder disculparme formalmente, pero ella se negó. Para serte franco, me sorprende que no me haya abandonado y se haya marchado sin mi permiso a Devon, con sus padres.
A Robert no le pasó por alto el deje de tristeza que tenía el tono de Nicholas. Aunque estaba perplejo de que su hermano, que solía sopesarlo todo de un modo concienzudo, cercano a la obsesión, hubiera cometido un error tan grave. Estaba claro que no era tan agudo cuando se trataba de sentimientos íntimos.
A ________ nunca le hubiera pasado por la cabeza ser infiel. Robert estaba tan convencido de eso como de que el sol saldría al día siguiente. Ella amaba a su hermano con pasión, casi con tanta pasión como él la amaba a ella, constató.
—No se ha marchado —se aventuró a suponer, —porque aunque le has hecho daño y has ofendido su integridad, y lo que es peor, has demostrado que desconocías la profundidad de sus sentimientos, te ama lo bastante como para quedarse. Apostaría que por mucho que tú desees esforzarte para arreglar las cosas entre vosotros, ella lo desea aún más. Esa es tu baza.
En la cara de Nicholas brilló una chispa de alivio.
—¿Tú crees?
—Lo cual no significa que no tengas que arrastrarte, Nick. Y en mi opinión, ser un duque insigne no sirve para aprender a arrastrarse.
Su hermano gruñó por lo bajo. Era difícil decir si asentía o hacía todo lo contrario.
—Creo que estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario. No deseo que ella sea infeliz a mi lado, pero por encima de todo no deseo que sea infeliz. No tengo ni idea de cómo solucionar esta situación.
—A mí se me ocurren unas cuantas. —Robert notó que empezaba a sonreír. Tenía práctica en apaciguar a mujeres soliviantadas, y la verdad es que lo hacía bastante bien.
—Excelente —dijo Nicholas. —Tú ayúdame, y yo haré todo lo posible para asegurarme de que sir Benedict no te retuerza el cuello en cuanto le comuniques que deseas casarte con su hija lo más pronto posible.
Estaban arriba, en el estudio de su padre.
Robert, su padre y el duque de Rolthven.
Rebecca, sentada en la sala de música, jugueteaba con las teclas del pianoforte. Al menos había dejado de andar de acá para allá. Eso la había dejado exhausta y habría jurado que había desgastado una parte de la alfombra.
No podía creer que estuviera sucediendo al fin. Era como un sueño. Robert Jonas había ido a pedir formalmente su mano. Robert.
El, un notorio calavera, un pícaro escandaloso, un libertino de primer orden. Cuando la otra noche —cuando había salido a hurtadillas del baile y había estado a punto de provocar una catástrofe, con su inoportuna aparición en un acto donde por lo visto, las jóvenes decentes no eran bienvenidas, —le había sugerido que estaba dispuesta a considerar la posibilidad de hacer un alto en su residencia antes de que la acompañara a casa, él se había negado, insistiendo en que podía esperar.
Algo impropio de un libertino. Ella le amaba todavía más por eso. Y más aún por dejarse convencer de lo contrario.
Era justo lo que le había dicho a su madre. Robert tenía el brillo superficial de un seductor fascinante de actitud despreocupada, pero ella había experimentado las cualidades del hombre que había debajo. Había sido tierno, ardiente, y aunque cuando estuvo en sus brazos ella le había pedido que fuera osado, en lugar de eso Robert le había dado ternura y un placer exquisito. Rebecca sabía que iba a ser un marido perfecto.
Ahora, y siempre que su padre opinara lo mismo, podía acabar siendo la mujer más feliz de Inglaterra.
Pero eso distaba de ser un hecho. Rebecca había rechazado mucho mejores partidos, caballeros con fortunas más cuantiosas, y mejor posicionados en la élite de la sociedad como el marqués de Highton. Ninguno de ellos tenía una reputación tan dudosa como la de Robert.
Incapaz de soportarlo más y ansiosa por tranquilizar su ánimo, Rebecca cogió la primera partitura que encontró y empezó a tocar. Era una pieza inacabada en la que había estado trabajando semanas antes de tropezar con el hombre de sus sueños, cuando intentaba escapar de lord Watts. Desde aquel momento decisivo no había hecho ningún progreso.
Sus manos se pararon en seco cuando la puerta se abrió.
No se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que Robert apoyó un codo en el instrumento.
—Muy bonito. ¿Tuyo? —murmuró.
Ella captó la sombra de una sonrisa en el trazo perfecto de sus labios, y le invadió la euforia.
—¿Mío? ¿Te importaría explicarte?
Se refería a algo mucho más importante que el cuarteto inacabado.
Él asintió despacio. El tono dorado de su cabello castaño y sus intensos ojos azules le daban un atractivo increíble.
—Tuyo.
¿Había aceptado realmente su padre?
—Lo sospeché desde el principio. —Robert sonrió como solo él podía hacerlo, levantando la comisura de la boca de una forma fascinante. —Me preguntaba si la música que interpretaste en Rolthven la habías compuesto tú.
—Componer música es una actividad impropia de una dama. —En el interior de su pecho, su corazón había iniciado un contundente staccato.
—Me gusta cuando haces cosas impropias de una dama. —La voz de Robert tenía un matiz seductor. —De hecho, recuerdo que la otra noche creo que me prometiste que tu comportamiento sería impropio en general. Espero que cumplas ese juramento, igual que todos los que nos hagamos mutuamente.
Rebecca se acordó del libro y de sus desvergonzados consejos y se ruborizó.
—Ya que sigues aquí, deduzco que mi padre... —musitó.
—¿Accedió? —Preguntó él con ironía al ver que ella se quedaba sin palabras. —Debo admitir que al principio, no. Pero entre tu madre, que mantuvo su palabra e intercedió, sir John, que era amigo de mi padre y también lo es del tuyo, y otra serie de factores atenuantes como el comportamiento de Bennie durante todos estos años, sir Benedict ha decidido de mala gana que, después de todo, tal vez yo no soy tan canalla.
Después de que hicieran el amor, Robert le había contado por fin por qué su padre tenía tan mala opinión de él. Rebecca se había puesto a su favor, furiosa ante la debilidad de su primo por acusar a alguien que lo único que hizo fue intentar ayudarle.
—Me alegra que sepa la verdad.
—Nicholas también ha hecho una intervención increíble en el momento justo. —Robert sonreía. —Fue él quien señaló las ventajas de una boda rápida, en caso de que se me ocurriera tentarte a cometer una imprudencia. No lo dijo así, pero lo que mi hermano mayor quería decir era que, dada mi reputación y a menos de que tu padre te encerrara bajo llave, ¿cómo podía estar seguro de que no se produjera un escándalo en el futuro? En lugar de prevenir cualquier catástrofe, ¿por qué no una boda?
—Tú no me has tentado a hacer nada —protestó Rebecca. —Le conté la verdad a mi madre. Fue todo lo contrario. Fui yo quien te lo pidió.
Robert se limitó a arquear una ceja.
—No me importa que tu padre sepa si sus preocupaciones tienen base alguna. El sutil método de persuasión de Nicholas funcionó. —Sonrió. —Nadie como mi respetable hermano sabe lo que infunde terror en los corazones de las demás personas respetables.
Rodeó el piano y se sentó junto a ella en la banqueta. Presionó la tecla del do central con su largo dedo. La nota resonó en la sala. Rebecca era muy consciente del roce de aquel muslo prieto contra el suyo. El se dio la vuelta. Estaba tan cerca que ella distinguió el asombroso azul de sus ojos con intensa claridad.
—¿Estás segura —preguntó él en voz baja —de que lo que quieres es esto?
Rebecca se dio cuenta de que podría mirar en el interior de aquellos ojos magnéticos para siempre, y no vaciló.
—Sí.
El hizo una mueca.
—Yo no tengo práctica. Bien, no tengo práctica como marido, algo que quizá deberías tener en cuenta.
—Lo normal es no tenerla cuando uno se casa por primera vez—repuso ella.
Él olía de maravilla. Ella empezaba a conocer ese aroma varonil, tentador y picante. Quién iba a decir que un miembro de la especie masculina, a quien le gustaban los caballos y las habitaciones cargadas de humo del tabaco, pudiera oler tan bien.
Y como si entre ellos hubiera una sincronización mística, Robert se inclinó apenas hacia delante y dijo:
—Me gusta tu perfume. Aquella primera noche en el jardín, creo que fue eso lo que luego no pude olvidar de ti. Eso, y el extraordinario color de tus ojos.
Él iba a besarla. Ella deseaba con desesperación que la besara. Y que después la tumbara sobre la banqueta y la tomara otra vez, como la había tomado la otra noche.
—Intentaré llevar siempre este perfume en particular.
—Y tú cabello. —Robert bajó la cabeza, solo un poco. —Analicé el color mentalmente. Nunca había hecho algo así. Eso solo debería haberme alertado. Cuando un hombre hecho y derecho se sienta a filosofar sobre el color del cabello de una mujer es que sufre algún tipo de trastorno.
—Esto no es una enfermedad.
Él le acarició la barbilla.
—¿Seguro?
Rebecca no podía competir con él, pero la verdad es que no pretendía resistirse en ningún sentido, así que no importaba. Se pasó la lengua por los labios.
—¿De qué color es?
—¿El qué? —Robert parecía concentrado en su boca.
—Mi pelo.
Robert le acarició los labios con un beso. Por lo visto no le importaba que la puerta de la sala de música estuviera abierta.
—Ah, aún no estoy seguro. Tal vez tendré que estudiarlo durante los próximos cincuenta años, más o menos.
—Eso me parece delicioso —susurró ella. —¿Esto está ocurriendo de verdad?
Él se echó a reír. Fue un sonido cálido y quedo.
—Eso mismo me he estado preguntando yo.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
CAPÍTULO 24
La auténtica prueba del amor de un hombre es su capacidad para pedir perdón cuando se ha equivocado. Si lo hace, sabréis si es sincero por la mirada que haya en sus ojos. No puedo describirla, pero lo sabréis, creedme. El amor tiene un brillo propio.
Del capítulo titulado
«Me quiere o no me quiere»
________ se detuvo en la puerta de su alcoba. Había alguien dentro, cosa que ya esperaba, pero lo que no se había imaginado era que el ocupante fuera su marido. Había un camisón extendido sobre su cama, y Nicholas estaba sentado en una de las butacas junto a la chimenea, con la mirada fija en ella, que permaneció de pie en el umbral. Sostenía una copa de coñac en la mano y parecía relajado, pero al ver la rigidez de sus hombros, ella comprendió que esa despreocupación era fingida.
—¿Vas a entrar? —le preguntó al ver que se quedaba allí quieta.
—No lo sé —admitió ________. Se preguntaba cuánto tiempo iba a seguir mostrándose ofendida. Era imperdonable que hubiera sospechado de ella. Absolutamente.
Pero le preocupaba pensar que ya le hubiera perdonado. Le extrañaba. Cuando la afrenta se convirtió en tristeza, quizá había comprendido un poco sus dudas, hasta cierto punto. Eso no le excusaba, pero ________ suponía que su propia inexperiencia también había sido parte del problema. Ella solo había querido complacer a su marido, algo que en aquel momento le había parecido sencillo.
Pero ahora, con ese distanciamiento que había entre ambos, no era sencillo en absoluto.
—Es tu dormitorio. Alguna vez tendrás que visitarlo —dijo él en tono afable. —¿No ibas a cambiarte para salir? Para hacerlo tendrás que entrar.
Esa había sido su intención al aceptar la invitación. Pues aunque su vida personal fuera un desastre, si toda la alta sociedad se enteraba empeoraría aún más las cosas.
—¿Dónde está mi doncella?
—Le he dicho que podía retirarse por esta noche.
Ante tal presunción a ella se le escapó un leve gemido.
—Supongo que puedo peinarme yo misma.
—O no peinarte.
—Nicholas...
—Cuando murió mi padre, me sentí perdido. —Sus palabras invadieron poco a poco la habitación. —No pretendo que esa tragedia suponga mi absolución, pero soy tu marido, y como tal solicito una oportunidad para explicar mis recientes actos. ¿Serías capaz de concederme eso?
El nunca hablaba de su padre. Y la palabra «solicito» implicaba una humildad muy elocuente. ________ entró en el cuarto, cerró la puerta y se sentó en el tocador frente a él, sin decir palabra.
Necesitaba eso que iba a suceder en aquel momento. Ambos lo necesitaban.
—Solo tenía veinte años —continuó con una débil sonrisa. —La edad que tú tienes ahora, así que tal vez puedas imaginártelo. A veces tengo la sensación de ser mucho más viejo. De repente todas esas personas dependían de mí. Mi padre era fuerte. Vigoroso. No había motivo para pensar que empezaría a toser un día y al poco se habría ido, literalmente. Yo seguí sin creérmelo hasta que mi madre se volvió hacia mí llorando, y me preguntó qué íbamos a hacer. Todos me estaban mirando, a mí, para que les guiara. Entonces fue cuando me di cuenta de que en realidad no lo sabía.
________ vio cómo su marido se esforzaba por revelar sus sentimientos y lo supo, supo que si Nicholas deseaba disculparse, esa era la mejor forma de todas. Tal vez si se hubiese deshecho en tópicos y hubiera intentado explicar sus actos, ella habría pensado que era una excusa para que ambos se olvidaran del incidente.
Pero esto, no. Esto le costaba.
Él desvió la mirada y ella habría jurado que detectó un ligero brillo en sus ojos.
—No sabía qué hacer. Siempre fui consciente de que probablemente sería duque algún día, pero ni mi padre ni yo imaginamos nunca que ocurriría de ese modo. Ah, sí, me habían formado, educado y aconsejado, pero nadie me dijo nunca que la maldita transición sería tan dolorosa. Ser un heredero es un concepto abstracto. Heredar es algo muy distinto.
—Querido —dijo ella con la voz tomada y sin el menor rastro de ira, ante la crudeza que vio en su expresión.
—No, déjame terminar. Te lo mereces. —Él tensó los músculos del cuello y tragó saliva. —Me parece que aquel día me sentí traicionado hasta cierto punto. Por él. Por morirse. Es una ridiculez, ¿verdad? Aunque era joven yo ya era un hombre. Pero simplemente no esperaba que sucediera tan pronto. Él debería estar vivo ahora. Tuve que dejar a un lado la tristeza, porque la verdad es que no había tiempo para eso. De manera que me sumergí en el papel de duque lo mejor que supe, y creo que tal vez olvidé algunas otras cosas importantes de la vida. Por suerte para mí, tú estás haciendo todo lo posible para recordármelas.
________ estaba paralizada. El Nicholas que ella conocía no hacía esto. No abría su alma.
—Así que, ¿podría pedir cierta indulgencia por tu parte ante mi estupidez? Yo suelo buscar la lógica en todo. Tus actos, por muy cautivadores y placenteros que me resultaran, me confundieron. —Su marido la miró desde la butaca con su estilizado cuerpo en tensión. —Lo cierto es que ni yo mismo soy capaz de perdonarme por haber pensado lo peor, aparte de que contigo siento una vulnerabilidad que no había experimentado desde hace mucho tiempo. Nueve años, de hecho. Súmalo a que esperamos un hijo y que tenía la sensación de que me estabas ocultando algo. Tuve esa misma sensación de estar abrumado. De modo que hice todo lo que pude para controlar la situación de la única forma que sabía. Soy un idiota, pero al menos soy un idiota que ama a su esposa hasta el punto de perder el juicio.
Antes ________ se había quedado inmóvil, pero ahora no podía moverse aunque quisiera.
—Debe ser así —continuó él con evidente esfuerzo, —de lo contrario no habría actuado de una forma tan irracional.
________ adoró todavía más a Nicholas por esa lógica tan suya, que surgía incluso cuando lo que estaba intentando era que su disculpa fuera de lo más efectiva.
Entonces la derrotó con la afirmación más convincente de todas.
—No me di cuenta de que eso me había pasado a mí. A nosotros.
________, sentada con aplomo en la banqueta frente al tocador, juntó las manos con calma y miró a su marido.
—¿No sabías que me amabas?
El era alto, guapo, poderoso, rico... todo lo que un hombre podía ambicionar. Sin embargo parecía perdido. Entonces se frotó la barbilla y dijo con la voz ronca:
—No me di cuenta. Y sí, ________. Dios, sí. Te amo.
Todo fue más fácil.
Decirle esas palabras a ________ no había sido el problema en realidad. Fue no admitir ante sí mismo que la amaba lo que se había interpuesto entre ellos. Ambos se querían. Esa era una revelación aún mayor.
Antes, ni siquiera había tenido la intención de decirle a Robert, de hermano a hermano, lo que sentía por él. Le salió sin más. En esta ocasión, Nicholas tenía la intención de decirle a ________ que la quería, pero no había previsto que su voz tuviera ese matiz ronco, ni la intensidad del momento.
Y ese niño que crecía dentro de ella... Nicholas no era capaz de expresar ante sí mismo hasta qué punto le conmovía el hecho de que fueran a tener un hijo.
Vio lágrimas en los ojos de su esposa y de nuevo era culpa suya. Pero al menos esta vez no era porque le hubiera hecho daño. La sonrisa trémula de sus labios le llenó de alivio. ________ se puso de pie y cruzó la habitación. Y, aunque él también debía levantarse por cortesía, se limitó a quedarse sentado y esperar, incapaz de moverse del sitio al ver la expresión de aquel rostro encantador.
Ella le quitó la copa de coñac de los dedos y la depositó en la repisa de la chimenea. Luego se sentó en su regazo y le acarició apenas la mejilla con la mano.
—Somos muy afortunados, ¿verdad?
Nicholas la miró a los ojos, mudo de emoción.
—Yo ya te había perdonado, sabes. No soy capaz de estar mucho tiempo enfadada contigo, por fastidiosamente torpe que seas a veces.
Su acogedora boca estaba a muy poca distancia, tentándole.
—No pienso discutir ni tu acusación, ni tu generosidad —dijo con emoción.
—Supongo que yo no soy inocente del todo. —Ella le dibujó con los dedos el perfil de la barbilla, fue más allá y le acarició los labios. —Mi intención era buena, pero a lo mejor no debí comprar el libro de lady Rothburg. Fue impropio.
—Mucho —confirmó él, aunque añadió, —pero esa mujer me parece muy brillante. No puedo decir que esté de acuerdo con todas las observaciones que hace sobre los hombres, pero en general creo que tiene bastante razón. Es muy perspicaz.
La mano de su esposa se detuvo en seco, y sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Lo leíste?
—En efecto. Palabra por palabra. Al fin y al cabo, tú lo dejaste en mi escritorio.
—Es muy poco convencional hacer algo así, Nicholas. —________ bajó los párpados un milímetro con ironía.
El recordó con una punzada de dolor contenido el comentario mordaz que ella había hecho cuando se encaró con él en el estudio.
—En el futuro me las arreglaré para ser más abierto de mente.
________ se inclinó hacia delante y le lamió el labio inferior. Fue tan solo un roce, delicado y lento, con la punta de la lengua, pero provocó un espasmo que recorrió el cuerpo de Nicholas.
—Dime, ¿cuál de sus consejos te gustó más? Como mujer siento curiosidad —murmuró ella.
—Definitivamente eres una mujer —masculló sujetándole las caderas y acomodándola en la posición adecuada en su regazo. Su creciente erección tensaba la parte delantera de sus pantalones. —¿Qué me has preguntado?
—Qué —le besó —te gustó —volvió a besarle —más.
—Tú. No importa lo que hagamos, lo mejor de todo eres tú, ________.
—¿Estás diciendo que puedo volver a atarte en la cama algún día, si me apetece? —sonreía, juguetona y provocativa.
Nicholas emitió un leve gemido cuando ella movió las delicadas nalgas contra su ingle dolorida. Recordaba muy bien ese episodio placentero, con todo lujo de detalles.
—Yo siempre estoy a tu servicio, madame.
—Eso suena prometedor. Entonces, ¿puedo quedarme el libro?
—Lo consagraré en una urna de cristal.
—Le sacó los alfileres del cabello y le frotó los labios contra el lóbulo de la oreja.
Una carcajada arrebolada le acarició la mejilla.
—Estoy segura de que lady Rothburg se sentiría halagada, pero no hace falta que llegues a ese extremo. No obstante, hay un favor que me gustaría pedirte.
El había movido la boca hacia el costado del grácil cuello de su esposa, y asintió con un sonido incoherente.
—A partir de ahora me gustaría que compartiéramos cama.
—Estamos a punto de hacerlo, créeme —juró Nicholas, excitado de modo evidente.
—No, bueno, sí, pero no me refiero a eso. No quiero solo acostarme contigo, sino a tu lado. En mi dormitorio o en el tuyo, no importa. Pero cuando hacemos el amor y tú te vas, me siento...
Nicholas la tenía entre sus brazos y notó que se había puesto tensa. Se echó atrás lo bastante como para poder verle la cara. Si algo había aprendido de los últimos días, era que uno de sus mayores puntos débiles era dedicarse a la tarea de intentar entender lo que sentían los demás.
Esto era importante para su esposa y ella era todo su mundo, así que le importaba a él.
—Sigue, por favor —le dijo en voz baja.
—Apartada de ti. No solo de un modo físico. —A ________ le temblaban los labios, muy poquito, pero lo suficiente. —Puede que te parezca ridículo porque tú siempre eres muy práctico. Pero yo deseo oír tu respiración al despertarme, notar tu calidez a mi lado, compartir algo más que la pasión.
El comprendía lo que significaba sentirse apartado. Estar distanciado de los demás por su rango, por su responsabilidad, pero sobre todo por los muros interiores que había construido para protegerse a sí mismo de las ataduras emocionales y el compromiso.
Trazó con el índice la curva de una de las cejas perfectas de ________ y sonrió.
—Estaré encantado de que duermas a mi lado todas las noches. Ves, ya está hecho. ¿Qué más puedo darte? Pídelo y lo obtendrás.
Ella meneó la cabeza.
—No se me ocurre qué más puede desear una mujer aparte de estar con el hombre al que ama y gestar a su hijo.
Era una mujer casada con uno de los hombres más ricos de Inglaterra, y tenía la sociedad a sus pies como duquesa. Su belleza era increíble y disponía de una vida de privilegios, pero solo deseaba el más simple de los regalos. Una de las cosas que él amaba de ________, y que captó desde el principio, era que nunca había pensado en su existencia ni en su matrimonio de forma calculadora. Si él hubiera sido un pastor de ovejas, ella le habría amado en igual medida.
Podía pedirle lo que quisiera y sabía que él tenía medios para proporcionárselo.
Pero lo que deseaba era dormir a su lado.
¿Cómo había encontrado Nicholas ese tesoro?
Probablemente no la merecía, pero podía esforzarse. Se puso de pie con ella en brazos.
—¿Nos quedamos en casa esta noche? Podemos cenar en nuestras habitaciones y disfrutar de la compañía mutua.
________ sonrió, lánguida y seductora.
—Suena maravilloso. ¿Recuerdas que lady Rothburg tiene todo un capítulo sobre que algunas mujeres son más apasionadas cuando están embarazadas? Creo que tiene razón.
Dios santo, eso esperaba. Nicholas ya había visto antes esa luz intensa en los ojos de su esposa, y solo con abrazarla ya tenía el cuerpo más que preparado y listo.
—Esa mujer es una erudita de primer orden —dijo entre dientes mientras llevaba a su mujer al dormitorio. Abrió la puerta con el hombro y fue hacia el lecho enorme. —Una experta brillante, y generosa por compartir su sabiduría con el mundo. Un dechado de virtudes.
A su esposa le sobrevino la risa.
—¿Acabas de llamar dechado de virtudes a una cortesana, a una mujer promiscua? ¿Tú, el duque de Rolthven, que jamás cometería una falta de etiqueta?
Nicholas la depositó sobre la cama y se inclinó sobre ella, mirándola a los ojos.
—Lo he hecho, en efecto.
Entonces empezó a desnudarla, intercalando besos cálidos y prolongados, y susurrando palabras maliciosas.
Y la respuesta desinhibida de ella demostró que tenía razón. Lady Rothburg era una mujer de una sabiduría excepcional.
La auténtica prueba del amor de un hombre es su capacidad para pedir perdón cuando se ha equivocado. Si lo hace, sabréis si es sincero por la mirada que haya en sus ojos. No puedo describirla, pero lo sabréis, creedme. El amor tiene un brillo propio.
Del capítulo titulado
«Me quiere o no me quiere»
________ se detuvo en la puerta de su alcoba. Había alguien dentro, cosa que ya esperaba, pero lo que no se había imaginado era que el ocupante fuera su marido. Había un camisón extendido sobre su cama, y Nicholas estaba sentado en una de las butacas junto a la chimenea, con la mirada fija en ella, que permaneció de pie en el umbral. Sostenía una copa de coñac en la mano y parecía relajado, pero al ver la rigidez de sus hombros, ella comprendió que esa despreocupación era fingida.
—¿Vas a entrar? —le preguntó al ver que se quedaba allí quieta.
—No lo sé —admitió ________. Se preguntaba cuánto tiempo iba a seguir mostrándose ofendida. Era imperdonable que hubiera sospechado de ella. Absolutamente.
Pero le preocupaba pensar que ya le hubiera perdonado. Le extrañaba. Cuando la afrenta se convirtió en tristeza, quizá había comprendido un poco sus dudas, hasta cierto punto. Eso no le excusaba, pero ________ suponía que su propia inexperiencia también había sido parte del problema. Ella solo había querido complacer a su marido, algo que en aquel momento le había parecido sencillo.
Pero ahora, con ese distanciamiento que había entre ambos, no era sencillo en absoluto.
—Es tu dormitorio. Alguna vez tendrás que visitarlo —dijo él en tono afable. —¿No ibas a cambiarte para salir? Para hacerlo tendrás que entrar.
Esa había sido su intención al aceptar la invitación. Pues aunque su vida personal fuera un desastre, si toda la alta sociedad se enteraba empeoraría aún más las cosas.
—¿Dónde está mi doncella?
—Le he dicho que podía retirarse por esta noche.
Ante tal presunción a ella se le escapó un leve gemido.
—Supongo que puedo peinarme yo misma.
—O no peinarte.
—Nicholas...
—Cuando murió mi padre, me sentí perdido. —Sus palabras invadieron poco a poco la habitación. —No pretendo que esa tragedia suponga mi absolución, pero soy tu marido, y como tal solicito una oportunidad para explicar mis recientes actos. ¿Serías capaz de concederme eso?
El nunca hablaba de su padre. Y la palabra «solicito» implicaba una humildad muy elocuente. ________ entró en el cuarto, cerró la puerta y se sentó en el tocador frente a él, sin decir palabra.
Necesitaba eso que iba a suceder en aquel momento. Ambos lo necesitaban.
—Solo tenía veinte años —continuó con una débil sonrisa. —La edad que tú tienes ahora, así que tal vez puedas imaginártelo. A veces tengo la sensación de ser mucho más viejo. De repente todas esas personas dependían de mí. Mi padre era fuerte. Vigoroso. No había motivo para pensar que empezaría a toser un día y al poco se habría ido, literalmente. Yo seguí sin creérmelo hasta que mi madre se volvió hacia mí llorando, y me preguntó qué íbamos a hacer. Todos me estaban mirando, a mí, para que les guiara. Entonces fue cuando me di cuenta de que en realidad no lo sabía.
________ vio cómo su marido se esforzaba por revelar sus sentimientos y lo supo, supo que si Nicholas deseaba disculparse, esa era la mejor forma de todas. Tal vez si se hubiese deshecho en tópicos y hubiera intentado explicar sus actos, ella habría pensado que era una excusa para que ambos se olvidaran del incidente.
Pero esto, no. Esto le costaba.
Él desvió la mirada y ella habría jurado que detectó un ligero brillo en sus ojos.
—No sabía qué hacer. Siempre fui consciente de que probablemente sería duque algún día, pero ni mi padre ni yo imaginamos nunca que ocurriría de ese modo. Ah, sí, me habían formado, educado y aconsejado, pero nadie me dijo nunca que la maldita transición sería tan dolorosa. Ser un heredero es un concepto abstracto. Heredar es algo muy distinto.
—Querido —dijo ella con la voz tomada y sin el menor rastro de ira, ante la crudeza que vio en su expresión.
—No, déjame terminar. Te lo mereces. —Él tensó los músculos del cuello y tragó saliva. —Me parece que aquel día me sentí traicionado hasta cierto punto. Por él. Por morirse. Es una ridiculez, ¿verdad? Aunque era joven yo ya era un hombre. Pero simplemente no esperaba que sucediera tan pronto. Él debería estar vivo ahora. Tuve que dejar a un lado la tristeza, porque la verdad es que no había tiempo para eso. De manera que me sumergí en el papel de duque lo mejor que supe, y creo que tal vez olvidé algunas otras cosas importantes de la vida. Por suerte para mí, tú estás haciendo todo lo posible para recordármelas.
________ estaba paralizada. El Nicholas que ella conocía no hacía esto. No abría su alma.
—Así que, ¿podría pedir cierta indulgencia por tu parte ante mi estupidez? Yo suelo buscar la lógica en todo. Tus actos, por muy cautivadores y placenteros que me resultaran, me confundieron. —Su marido la miró desde la butaca con su estilizado cuerpo en tensión. —Lo cierto es que ni yo mismo soy capaz de perdonarme por haber pensado lo peor, aparte de que contigo siento una vulnerabilidad que no había experimentado desde hace mucho tiempo. Nueve años, de hecho. Súmalo a que esperamos un hijo y que tenía la sensación de que me estabas ocultando algo. Tuve esa misma sensación de estar abrumado. De modo que hice todo lo que pude para controlar la situación de la única forma que sabía. Soy un idiota, pero al menos soy un idiota que ama a su esposa hasta el punto de perder el juicio.
Antes ________ se había quedado inmóvil, pero ahora no podía moverse aunque quisiera.
—Debe ser así —continuó él con evidente esfuerzo, —de lo contrario no habría actuado de una forma tan irracional.
________ adoró todavía más a Nicholas por esa lógica tan suya, que surgía incluso cuando lo que estaba intentando era que su disculpa fuera de lo más efectiva.
Entonces la derrotó con la afirmación más convincente de todas.
—No me di cuenta de que eso me había pasado a mí. A nosotros.
________, sentada con aplomo en la banqueta frente al tocador, juntó las manos con calma y miró a su marido.
—¿No sabías que me amabas?
El era alto, guapo, poderoso, rico... todo lo que un hombre podía ambicionar. Sin embargo parecía perdido. Entonces se frotó la barbilla y dijo con la voz ronca:
—No me di cuenta. Y sí, ________. Dios, sí. Te amo.
Todo fue más fácil.
Decirle esas palabras a ________ no había sido el problema en realidad. Fue no admitir ante sí mismo que la amaba lo que se había interpuesto entre ellos. Ambos se querían. Esa era una revelación aún mayor.
Antes, ni siquiera había tenido la intención de decirle a Robert, de hermano a hermano, lo que sentía por él. Le salió sin más. En esta ocasión, Nicholas tenía la intención de decirle a ________ que la quería, pero no había previsto que su voz tuviera ese matiz ronco, ni la intensidad del momento.
Y ese niño que crecía dentro de ella... Nicholas no era capaz de expresar ante sí mismo hasta qué punto le conmovía el hecho de que fueran a tener un hijo.
Vio lágrimas en los ojos de su esposa y de nuevo era culpa suya. Pero al menos esta vez no era porque le hubiera hecho daño. La sonrisa trémula de sus labios le llenó de alivio. ________ se puso de pie y cruzó la habitación. Y, aunque él también debía levantarse por cortesía, se limitó a quedarse sentado y esperar, incapaz de moverse del sitio al ver la expresión de aquel rostro encantador.
Ella le quitó la copa de coñac de los dedos y la depositó en la repisa de la chimenea. Luego se sentó en su regazo y le acarició apenas la mejilla con la mano.
—Somos muy afortunados, ¿verdad?
Nicholas la miró a los ojos, mudo de emoción.
—Yo ya te había perdonado, sabes. No soy capaz de estar mucho tiempo enfadada contigo, por fastidiosamente torpe que seas a veces.
Su acogedora boca estaba a muy poca distancia, tentándole.
—No pienso discutir ni tu acusación, ni tu generosidad —dijo con emoción.
—Supongo que yo no soy inocente del todo. —Ella le dibujó con los dedos el perfil de la barbilla, fue más allá y le acarició los labios. —Mi intención era buena, pero a lo mejor no debí comprar el libro de lady Rothburg. Fue impropio.
—Mucho —confirmó él, aunque añadió, —pero esa mujer me parece muy brillante. No puedo decir que esté de acuerdo con todas las observaciones que hace sobre los hombres, pero en general creo que tiene bastante razón. Es muy perspicaz.
La mano de su esposa se detuvo en seco, y sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Lo leíste?
—En efecto. Palabra por palabra. Al fin y al cabo, tú lo dejaste en mi escritorio.
—Es muy poco convencional hacer algo así, Nicholas. —________ bajó los párpados un milímetro con ironía.
El recordó con una punzada de dolor contenido el comentario mordaz que ella había hecho cuando se encaró con él en el estudio.
—En el futuro me las arreglaré para ser más abierto de mente.
________ se inclinó hacia delante y le lamió el labio inferior. Fue tan solo un roce, delicado y lento, con la punta de la lengua, pero provocó un espasmo que recorrió el cuerpo de Nicholas.
—Dime, ¿cuál de sus consejos te gustó más? Como mujer siento curiosidad —murmuró ella.
—Definitivamente eres una mujer —masculló sujetándole las caderas y acomodándola en la posición adecuada en su regazo. Su creciente erección tensaba la parte delantera de sus pantalones. —¿Qué me has preguntado?
—Qué —le besó —te gustó —volvió a besarle —más.
—Tú. No importa lo que hagamos, lo mejor de todo eres tú, ________.
—¿Estás diciendo que puedo volver a atarte en la cama algún día, si me apetece? —sonreía, juguetona y provocativa.
Nicholas emitió un leve gemido cuando ella movió las delicadas nalgas contra su ingle dolorida. Recordaba muy bien ese episodio placentero, con todo lujo de detalles.
—Yo siempre estoy a tu servicio, madame.
—Eso suena prometedor. Entonces, ¿puedo quedarme el libro?
—Lo consagraré en una urna de cristal.
—Le sacó los alfileres del cabello y le frotó los labios contra el lóbulo de la oreja.
Una carcajada arrebolada le acarició la mejilla.
—Estoy segura de que lady Rothburg se sentiría halagada, pero no hace falta que llegues a ese extremo. No obstante, hay un favor que me gustaría pedirte.
El había movido la boca hacia el costado del grácil cuello de su esposa, y asintió con un sonido incoherente.
—A partir de ahora me gustaría que compartiéramos cama.
—Estamos a punto de hacerlo, créeme —juró Nicholas, excitado de modo evidente.
—No, bueno, sí, pero no me refiero a eso. No quiero solo acostarme contigo, sino a tu lado. En mi dormitorio o en el tuyo, no importa. Pero cuando hacemos el amor y tú te vas, me siento...
Nicholas la tenía entre sus brazos y notó que se había puesto tensa. Se echó atrás lo bastante como para poder verle la cara. Si algo había aprendido de los últimos días, era que uno de sus mayores puntos débiles era dedicarse a la tarea de intentar entender lo que sentían los demás.
Esto era importante para su esposa y ella era todo su mundo, así que le importaba a él.
—Sigue, por favor —le dijo en voz baja.
—Apartada de ti. No solo de un modo físico. —A ________ le temblaban los labios, muy poquito, pero lo suficiente. —Puede que te parezca ridículo porque tú siempre eres muy práctico. Pero yo deseo oír tu respiración al despertarme, notar tu calidez a mi lado, compartir algo más que la pasión.
El comprendía lo que significaba sentirse apartado. Estar distanciado de los demás por su rango, por su responsabilidad, pero sobre todo por los muros interiores que había construido para protegerse a sí mismo de las ataduras emocionales y el compromiso.
Trazó con el índice la curva de una de las cejas perfectas de ________ y sonrió.
—Estaré encantado de que duermas a mi lado todas las noches. Ves, ya está hecho. ¿Qué más puedo darte? Pídelo y lo obtendrás.
Ella meneó la cabeza.
—No se me ocurre qué más puede desear una mujer aparte de estar con el hombre al que ama y gestar a su hijo.
Era una mujer casada con uno de los hombres más ricos de Inglaterra, y tenía la sociedad a sus pies como duquesa. Su belleza era increíble y disponía de una vida de privilegios, pero solo deseaba el más simple de los regalos. Una de las cosas que él amaba de ________, y que captó desde el principio, era que nunca había pensado en su existencia ni en su matrimonio de forma calculadora. Si él hubiera sido un pastor de ovejas, ella le habría amado en igual medida.
Podía pedirle lo que quisiera y sabía que él tenía medios para proporcionárselo.
Pero lo que deseaba era dormir a su lado.
¿Cómo había encontrado Nicholas ese tesoro?
Probablemente no la merecía, pero podía esforzarse. Se puso de pie con ella en brazos.
—¿Nos quedamos en casa esta noche? Podemos cenar en nuestras habitaciones y disfrutar de la compañía mutua.
________ sonrió, lánguida y seductora.
—Suena maravilloso. ¿Recuerdas que lady Rothburg tiene todo un capítulo sobre que algunas mujeres son más apasionadas cuando están embarazadas? Creo que tiene razón.
Dios santo, eso esperaba. Nicholas ya había visto antes esa luz intensa en los ojos de su esposa, y solo con abrazarla ya tenía el cuerpo más que preparado y listo.
—Esa mujer es una erudita de primer orden —dijo entre dientes mientras llevaba a su mujer al dormitorio. Abrió la puerta con el hombro y fue hacia el lecho enorme. —Una experta brillante, y generosa por compartir su sabiduría con el mundo. Un dechado de virtudes.
A su esposa le sobrevino la risa.
—¿Acabas de llamar dechado de virtudes a una cortesana, a una mujer promiscua? ¿Tú, el duque de Rolthven, que jamás cometería una falta de etiqueta?
Nicholas la depositó sobre la cama y se inclinó sobre ella, mirándola a los ojos.
—Lo he hecho, en efecto.
Entonces empezó a desnudarla, intercalando besos cálidos y prolongados, y susurrando palabras maliciosas.
Y la respuesta desinhibida de ella demostró que tenía razón. Lady Rothburg era una mujer de una sabiduría excepcional.
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
EPÍLOGO
EPÍLOGO DE…
Ahora sí, ya que la terminé de postear me encantaría que dejaran su comentario de que les gustó . Si querían matar a Nicholas, si querían matar a la rayis añlsdkfjg<33 Como mínimo porfavor. Para saber si a ustedes les gustó como a mi *-*
Damien Jonas estaba cómodamente apoyado en el respaldo de la butaca, con las piernas cruzadas a la altura del tobillo, y una botella de whisky justo al alcance de la mano. Su partida hacia España se había retrasado por diversos problemas burocráticos, lo cual era frustrante, aunque había otros asuntos que habían terminado de forma satisfactoria.
Su hermano menor se había casado. Y se había casado bien. Rebecca incluso estaba pendiente de una especie de estreno de sus composiciones musicales en un recital público inminente. Robert nunca había sido de los que respetan las convenciones al dedillo, y exhibir el talento extraordinario de su esposa era una audacia típica de él.
Nicholas también estaba más contento y más abierto que nunca, en opinión de Damien. La futura paternidad le sentaba bien a su hermano mayor, y lo cierto es que ________ estaba radiante de felicidad aunque se sintiera algo pesada. Se diría que estaba más bella que nunca, lo cual era decir mucho.
Damien dedicó una perezosa sonrisa a sus hermanos, sin molestarse en ocultar la carga de ironía.
—¿De modo que ambas lo leyeron?
—Y solo Dios sabe a quién más es capaz de prestarle el libro mi osada esposa. —Nicholas levantó una ceja. —Yo ya he dejado de intentar controlar siquiera lo que hace.
—Lo que quieres decir —intervino Robert con evidente malicia —es que se lo permites todo.
—Quizá. —Nicholas parecía indiferente, y a la vez relajado.
Relajado.
Nicholas.
Eso era una gran cosa.
—A mí el libro me parece bastante admirable —dijo Robert y bebió un sorbo del vaso. —Damien, cuando te cases, tal vez deberías pedirle a ________ que se lo preste a tu esposa. Te prometo que si se lo das a tu amada, no te arrepentirás. Digamos que lady Rothburg no tiene ningún problema en comentar al detalle ciertas cosas que un caballero no trataría con su esposa.
Si la mueca pecaminosa de su hermano significaba algo, eso debía ser verdad.
—Mañana regreso a España —señaló Damien. —Así que dudo que me esperen romances de ningún tipo en un futuro, pero lo tendré presente.
—Nunca se sabe —comentó Nicholas. —Si alguien me hubiera dicho que me esperaban a mí, yo habría protestado con vehemencia.
Qué gran verdad. ¿Quién hubiera predicho que su estricto hermano mayor se casaría con una encantadora aunque impulsiva joven, y que conseguiría convertirse en un hombre distinto al recto e irreprochable duque de Rolthven?
En el mismo sentido, ¿quién podía imaginar que Robbie se casaría con una jovencita respetable, y que le convencería de tocar el chelo en público, nada menos?
Sus secretos eran mucho más volátiles y privados.
Damien cogió el vaso y lo alzó.
—¿Brindamos por ella, pues? Por la sabia, aunque perversa, lady Rothburg.
Su hermano menor se había casado. Y se había casado bien. Rebecca incluso estaba pendiente de una especie de estreno de sus composiciones musicales en un recital público inminente. Robert nunca había sido de los que respetan las convenciones al dedillo, y exhibir el talento extraordinario de su esposa era una audacia típica de él.
Nicholas también estaba más contento y más abierto que nunca, en opinión de Damien. La futura paternidad le sentaba bien a su hermano mayor, y lo cierto es que ________ estaba radiante de felicidad aunque se sintiera algo pesada. Se diría que estaba más bella que nunca, lo cual era decir mucho.
Damien dedicó una perezosa sonrisa a sus hermanos, sin molestarse en ocultar la carga de ironía.
—¿De modo que ambas lo leyeron?
—Y solo Dios sabe a quién más es capaz de prestarle el libro mi osada esposa. —Nicholas levantó una ceja. —Yo ya he dejado de intentar controlar siquiera lo que hace.
—Lo que quieres decir —intervino Robert con evidente malicia —es que se lo permites todo.
—Quizá. —Nicholas parecía indiferente, y a la vez relajado.
Relajado.
Nicholas.
Eso era una gran cosa.
—A mí el libro me parece bastante admirable —dijo Robert y bebió un sorbo del vaso. —Damien, cuando te cases, tal vez deberías pedirle a ________ que se lo preste a tu esposa. Te prometo que si se lo das a tu amada, no te arrepentirás. Digamos que lady Rothburg no tiene ningún problema en comentar al detalle ciertas cosas que un caballero no trataría con su esposa.
Si la mueca pecaminosa de su hermano significaba algo, eso debía ser verdad.
—Mañana regreso a España —señaló Damien. —Así que dudo que me esperen romances de ningún tipo en un futuro, pero lo tendré presente.
—Nunca se sabe —comentó Nicholas. —Si alguien me hubiera dicho que me esperaban a mí, yo habría protestado con vehemencia.
Qué gran verdad. ¿Quién hubiera predicho que su estricto hermano mayor se casaría con una encantadora aunque impulsiva joven, y que conseguiría convertirse en un hombre distinto al recto e irreprochable duque de Rolthven?
En el mismo sentido, ¿quién podía imaginar que Robbie se casaría con una jovencita respetable, y que le convencería de tocar el chelo en público, nada menos?
Sus secretos eran mucho más volátiles y privados.
Damien cogió el vaso y lo alzó.
—¿Brindamos por ella, pues? Por la sabia, aunque perversa, lady Rothburg.
EPÍLOGO DE…
“Los consejos de lady Rothburg”
Para terminar, mis queridísimas lectoras, me gustaría decir que espero que mis consejos os hayan resultado valiosos, aunque solo sea en cierta medida. La fórmula perfecta para el amor romántico no existe, como es lógico. Pero si tuviera que limitarme a escribir un único consejo en lugar de un libro entero, creo que recordaría, tanto a hombres como a mujeres, que el éxito sexual y emocional de una pareja exige esfuerzo por ambas partes. Lo que sucede en la cama, o, si leéis el capítulo ocho, en otros lugares insólitos y perversos, es importante. Sí, porque eso es lo que nos atrae del otro en un principio. Pero por muy placentero que sea, la parte más importante de cualquier romance es el vínculo que creéis en vuestra vida en común.
Encontrar a la pareja ideal es esencial y conservarla es una tarea jubilosa.
Con cariño,
Lady Rothburg,
escrito durante el retiro posterior a su matrimonio,
un 19 de abril de 1802.
Para terminar, mis queridísimas lectoras, me gustaría decir que espero que mis consejos os hayan resultado valiosos, aunque solo sea en cierta medida. La fórmula perfecta para el amor romántico no existe, como es lógico. Pero si tuviera que limitarme a escribir un único consejo en lugar de un libro entero, creo que recordaría, tanto a hombres como a mujeres, que el éxito sexual y emocional de una pareja exige esfuerzo por ambas partes. Lo que sucede en la cama, o, si leéis el capítulo ocho, en otros lugares insólitos y perversos, es importante. Sí, porque eso es lo que nos atrae del otro en un principio. Pero por muy placentero que sea, la parte más importante de cualquier romance es el vínculo que creéis en vuestra vida en común.
Encontrar a la pareja ideal es esencial y conservarla es una tarea jubilosa.
Con cariño,
Lady Rothburg,
escrito durante el retiro posterior a su matrimonio,
un 19 de abril de 1802.
FIN
Ahora sí, ya que la terminé de postear me encantaría que dejaran su comentario de que les gustó . Si querían matar a Nicholas, si querían matar a la rayis añlsdkfjg<33 Como mínimo porfavor. Para saber si a ustedes les gustó como a mi *-*
ELF~
Re: Lecciones de Seducción{Nick & Tú} Adaptada.~TEMINADA~
New Reader
rAmé la novela, cuando leí el título en "Nuevos Temas" me pareció interesante y decidí entrar, y no me arrepiento para nada. Aunque, me ha quedado una duda. El libro de Lady Rothburg ¿existió o lo has inventado vos? Me encantaría que contestes a mi duda y sobre todas las cosas me pases más links de novelas tuyas que sean así de buenas. Tanto en la idea como en la escritura.
Pevensie
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