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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 17
______se sentía embriagada por el tabaco, el café y el dulce cariño que le habían manifesta¬do una condesa de mala reputación y su marginado hijo bastardo. Le dirigió a Beadles una de sus poco frecuentes sonrisas libre de artificio y fingimiento.
—Por favor, envía a Emma a mi habitación.
—El señor Petre está en su estudio, señora Petre. —Beadles miró fijamente por encima de su cabeza—. Me ha pedido que fuera usted a verle tan pronto llegara a casa.
La fría realidad reemplazó el calor que todavía per¬duraba tras el baño caliente. ______ permitió que Beadles cogiera su capa, su sombrero y sus guantes. Olían a vapor.
Aunque ya sabía que era ridículo, de repente sintió un miedo terrible. Agarró el bolso con fuerza entre sus dedos.
—No soy una cobarde —dijo suavemente, como a la defensiva.
—¿Disculpe?
—Gracias, Beadles. Dígale a Emma que subiré a vestirme enseguida. Necesito que planche mi vestido de fiesta rojo para esta noche.
—Como usted diga, madame.
Johnny estaba de pie junto a las puertas del estudio Su rostro despreocupado carecía de expresión. Parecía mayor... y menos que nunca tenía el aspecto de un lacayo Inclinándose, abrió la puerta para que ella entrara.
Aquel gesto debería haberla complacido: era evidente que sus habilidades como lacayo estaban mejorando. Pero sólo sintió un temor glacial, ilógico.
Entró en el estudio... y la sorpresa la dejó paralizada
Su padre estaba sentado ante la larga mesa de nogal que Edward usaba cuando algunos miembros del Parla¬mento venían a hablar. Su esposo y su madre se situaban a uno y otro lado. La expresión de sus rostros era idén¬tica.
La puerta se cerró a su espalda, irrevocablemente.
Una oscura nube parecía envolver el estudio. Tal vez fuera el crepúsculo cercano que no lograba mitigarse con la luz artificial; o quizás fuera el revestimiento de nogal que absorbía los últimos rayos de sol. Sólo una inmensa fuer¬za de voluntad evitó que ______ se diera la vuelta y sa¬liera corriendo.
—Siéntate, ______—ordenó secamente Andrew Walters.
Preparándose mentalmente, ______ cruzó la alfombra de color rojo oscuro y se sentó frente a su padre.
—Hola, padre. Edward. Madre.
Una taza de porcelana decorada con rosas estaba co¬locada delante de cada uno de ellos. Automáticamente ______ buscó el carrito del té en el estudio. La plata relucía en medio de la tenue luz.
Por supuesto. Su madre se habría encargado de ser¬vir, por lo que el carrito estaría lógicamente a su lado.
Rebecca no ofreció té a ______.
—Padre, hoy debes dar tu discurso. ¿Sucede algo malo? —preguntó, sabiendo qué era lo que estaba mal y con el temor anidando en su estómago. Por favor, que aque¬lla reunión no tratara sobre lo que se temía.
Los ojos de su padre reflejaban furia.
______ había visto desagrado en su rostro, tam¬bién condescendencia, pero jamás lo había visto contraído por la ira.
—Has bailado dos veces con un hombre que es una vergüenza para la sociedad. Has recibido a la madre del bas¬tardo en tu casa y ahora te burlas de las órdenes de tu es¬poso y pasas el día con la peor ramera de Inglaterra. ¿Acaso no tienes ni el más mínimo respeto a tu marido?
—Edward no me prohibió que visitara a la condesa Devington —replicó ______ con calma. Bajo la tapa de la mesa, sus manos se aferraban tan fuerte al bolso que una uña traspasó el forro de seda. Su padre jamás había sido tan grosero—. Todo lo que me dijo fue que yo no debía reci¬birla aquí, en su casa.
—No bailarás con ese bastardo ni hablarás con esa ramera nunca más. —La voz de su padre rebotó en los oscuros paneles de nogal—. ¿He sido lo suficientemen¬te claro?
______ observó con detenimiento los ojos color avellana de su padre, tan parecidos a los suyos, aunque no pudo descubrir nada de ella en él.
—Tengo treinta y tres años, padre. No me trataréis como si tuviera diecisiete. No he hecho nada malo.
Se concentró en los ojos castaños de su esposo, y no pudo apreciar allí nada de los dieciséis años que habían pa¬sado juntos.
—Tienes una amante, Edward. ¿Cuántas noches por semana, por mes, te acuestas con ella? ¿Por qué no se lo cuentas a mi padre? ¡Cómo te atreves a sentarte ahí cuando te comportas de una manera mucho más deshonrosa de lo que yo jamás me he comportado!
—Te he dicho que no tengo una amante.
La mirada de ______, despectiva por derecho pro¬pio, se dirigió a los tres.
—Y yo os digo que no he hecho nada malo. Pero no habéis organizado esta reunión sólo por eso, ¿no es así, padre?
— ¡______! —advirtió su madre intimidante.
______ ignoró a la madre que durante tanto tiem¬po había hecho lo mismo con ella.
—Mamá te dijo que yo quería el divorcio. De eso se trata ¿verdad, padre?
Andrew estaba sentado como si fuera una pálida es¬tatua de cabellos grises y caoba. Sólo sus ojos estaban vi¬vos. Centelleaban como brasas siniestras.
—El prestigio de un hombre viene avalado por su familia. Si no es capaz de mantenerla unida, nadie confiará en él para que pueda conservar su país unido.
La ira temeraria se sobrepuso al sentido común.
— ¿Significa eso que no usarás tu influencia como primer ministro para interceder por mí?
Andrew se inclinó hacia ______ con sus mandí¬bulas agarrotadas por la fuerza de su agitación.
— ¿Acaso eres sorda, mujer? —Cada palabra fue cui¬dadosa y perfectamente pronunciada, algo todavía más terrible ahora que no gritaba—. Edward será el próximo primer ministro de Inglaterra. Si no puede controlarte, to¬do nuestro trabajo habrá sido en vano. Será expulsado del Parlamento. Mi carrera desaparecerá. Prefiero verte muer¬ta antes que permitir que destruyas nuestras vidas.
Humo de hookah, pensó ______ incongruente¬mente, no carreras políticas. Imaginó a la condesa, sentada cómodamente con una toalla envuelta en su cabeza mien¬tras Joseph le ofrecía baklava. Y ahora aquí estaba la fa¬milia de ______...
Prefiero verte muerta resonó huecamente dentro de su cabeza.
El corazón de ______ se detuvo un instante. Un dolor ciego y agudo la doblegó.
Era imposible que hubiera dicho aquello. Era im¬posible que un padre amenazara con matar a su hija.
Andrew se inclinó hacia atrás en su silla, de nuevo apa¬reció el hombre afable y aristocrático que apoyaba causas pa¬ra ayudar a las viudas y niños huérfanos a causa de la guerra.
— ¿Responde eso a tu pregunta, hija?
*****
Joe se dio cuenta del instante preciso en que ______ entró en el salón del baile. Su cuerpo entero se cargó de electricidad. Giró con sus ojos observando, buscando...
Allí estaba, a sólo tres metros de él, parada justo ante la puerta, con un vestido de fiesta de raso rojo. A su lado, Edward Petre inclinaba la cabeza a un conocido o hacía una pequeña reverencia en dirección a otro.
Con los sentidos agudizados, su mirada se clavó en el brazo de Petre. La pequeña mano enguantada de ______ estaba colocada en la curva de su codo. Los dedos de Petre la sujetaban con firmeza. Como un gesto de afec¬to amoroso... o para retenerla físicamente.
La mirada de Joe se detuvo bruscamente en su rostro. Su piel estaba tan blanca como la tiza.
La había visto sólo unas horas después de que su es¬poso hubiese rechazado sus intentos por seducirlo. En¬tonces estaba pálida, pero ahora... parecía de hielo. La pe¬rra gélida que le había parecido al principio.
Joe recordó su risa en la sala de la condesa. Sus mejillas se habían sonrosado y sus ojos llenado de vida mientras probaba el hookah y el baklava. La mujer que contemplaba ahora estaba muerta.
¿Qué le había hecho aquel cretino?
El sentido común le dijo que esperara a que Petre se apartara de su lado... no tenía sentido un enfrentamiento cara a cara en un salón de baile repleto de gente. Pero el instinto de posesión masculino le dictó otra cosa... ______ era su mujer; no toleraría que otro hombre la tocara, que le hiciera daño.
Acortó la distancia que los separaba y se plantó con firmeza frente a ellos.
—Señora Petre.
El rostro de ______ no registró ninguna emoción ni cordialidad, ni sorpresa, como si él no fuera nadie. Su voz, cuando habló, era fría y educada. Sin vida.
—Lord Safyre.
Los dedos de Petre apretaron convulsivamente la mano que todavía retenía cautiva, como si la estuviera ame¬nazando. Sabía que Joseph la deseaba... lo mismo que Joseph sabía que Petre no la deseaba.
Joe era un par de centímetros más bajo y cua¬tro años menor que Petre. Observó fríamente al hombre mayor, conociendo sus debilidades, sopesando sus fuerzas.
—No he tenido el gusto de ser presentado a su es¬poso.
Petre le devolvió la mirada, con una mueca de desdén.
—No nos relacionamos con los de su calaña. De ahora en adelante, manténgase alejado de mi esposa.
Durante un eterno segundo Joe sintió como si hubiera escapado de su cuerpo. Podía ver a los tres juntos de pie como si estuvieran dialogando íntimamente. ______ con su cabello color caoba y su piel blanca, Edward con su pelo negro y bigote caído, y él mismo, con cabellos dorados y piel morena. En el interior del salón de baile, las parejas giraban en una mezcla de trajes de etiqueta negros y vestidos de colores brillantes, mientras que a su alrede¬dor hombres y mujeres paseaban o se agrupaban para char¬lar. Una risita se alzó sobre el sonido de los violines, que fue engullido por una gruesa carcajada al otro lado del sa¬lón. De repente, volvió súbitamente a su cuerpo y supo exactamente lo que debía hacer.
Los límites habían sido establecidos, las posiciones tomadas. Ya no había vuelta atrás.
—Por cierto, eso es algo que le corresponde deci¬dir a la señora Petre —murmuró lenta y provocadoramente.
—Yo soy su esposo; hará lo que le ordene —replicó Petre severo y triunfal.
El pulso de Joseph se aceleró; la esperanza corrió por sus venas. Durante un instante lamentó que ______ es¬tuviera atrapada entre el fuego cruzado. Pero luego sólo sintió la necesidad de expulsar a Edward Petre de su vida.
— ¿Es así? —Una sonrisa animal curvó sus labios—. Usted pertenece a una hermandad que se llama a sí mis¬ma los Uranianos, ¿verdad, Petre? Me pregunto, ¿conoce su esposa su interés por la poesía?
Una incredulidad atónita brilló en los ojos castaños de Edward y a ello siguió una intensa ira. Ambas ratifica¬ron su culpa.
—Déjela marchar —dijo Joseph suavemente.
Fingiendo que había entendido mal, Petre soltó la mano de ______. Una sonrisa sarcástica contrajo su rostro.
—Dile a Safyre que no deseas su compañía, ______.
La mirada de Joseph se volvió rápidamente a ______.
Sus claros ojos color avellana estaban fríos, sin ex¬presión. No pertenecían a la mujer que había nadado en un baño turco y fumado un hookah. No pertenecían a la Mujer que había sostenido un falo artificial entre sus manos y le había dicho que había intentado mirar bajo una "Hoja de piedra de una estatua masculina cuando tenía diecisiete años y estaba embarazada porque quería saber cómo había llegado a ese estado.
Un dolor agudo atravesó el pecho de Joseph, robándole el aliento. Aquel día la condesa le había dicho que se fuera, pero ella había querido que él se quedara. Habían compartido baklava. Y ahora ella iba a negarlo todo.
Sus labios exangües y pálidos temblaron, se endure¬cieron.
—Le ruego disculpe la descortesía de mi esposo, lord Safyre.
— ¡______! —escupió Edward.
—Es suficiente, Edward. No permitiré que me di¬gan lo que debo hacer. —Miró fijamente a la corbata de Joseph—. Hablaré y bailaré con quien me plazca.
El júbilo incendió el cuerpo de Joe como coñac caliente. Ella había elegido. Se diera cuenta o no, finalmente había tomado una decisión.
Extendió su mano, tan cerca que su aliento hacía mo¬ver su cabello.
—Baile conmigo.
Muéstrame que no tienes miedo a un jeque bastardo.
—Lo lamentarás si lo haces, ______.
Un escalofrío recorrió la columna de Joe. La ame¬naza en la voz de Petre era evidente.
— ¿Cómo lo lamentará, Petre? —Lentamente, bajó su mano y apartó la cabeza de ______. Los ojos turque¬sas se encontraron con los castaños—. ¿Lo lamentará tan¬to como usted? ¿Lo lamentará tanto como su amante?
Ahora comprobaría de qué pasta estaba hecho Edward Petre. ¿Desafiaría a Joseph? ¿Fingiría no saber de qué estaba hablando? ¿Sacrificaría a ______ para salvar su carrera?
— ¿Qué decide, Petre? —Joseph arrastró las pala¬bras peligrosamente. Su mensaje era claro. Guardaré tus secretos si me entregas a tu esposa.
Edward se alejó.
Joe sonrió tristemente.
— ¿Por qué ha hecho eso? —El rostro de ______ estaba aún más pálido que cuando había entrado en el salón.
— ¿Te arrepentirás de bailar conmigo, ______?
—Sí.
—Pero lo harás. —La satisfacción tiñó su voz.
—Sólo si me dice el significado de las palabras de Jo¬sefa cuando le entregó la bandeja.
Las pestañas de Joe velaron sus ojos.
—Dijo que tienes unos pechos magníficos, dignos de ser chupados por los hijos... y por un esposo.
El rosado oscuro coloreó sus mejillas.
—Mi esposo jamás me ha chupado los pechos.
—Hay una diferencia entre engendrar hijos y ser un esposo, taliba —le informó suavemente.
— ¿El jardín perfumado lo dice?
—Sí.
______ le ofreció su mano enguantada.
— ¿Bailamos?
La emoción le contrajo el pecho; el alivio, la nos¬talgia, el triunfo. Le ofreció su brazo, una concesión tardía al decoro, queriendo reparar los rumores que ya surgían sobre la confrontación entre el ministro de Economía y Hacienda y el Jeque Bastardo. Podía sentir las miradas, oír los murmullos.
Si Petre fuera un buen político, hubiera accedido gentilmente y se hubiera salvado a sí mismo y a su esposa de la vergüenza pública. En lugar de ello, la había abando¬nado a las malas lenguas despiadadamente
Quizás era mejor que fuera acostumbrándose a acep¬tar la notoriedad a partir de ahora. No importa lo que Joseph hiciera o dejara de hacer, todos hablarían. Sobre su condición de bastardo, su herencia árabe o sus bien cono¬cidos apetitos sexuales.
Sobre su mujer.
Al borde de la pista de baile tomó la mano derecha de ______ y rodeó su cintura, su corsé no estaba tan apre¬tado como el día del baile de beneficencia. Ella levantó la mano izquierda y la posó sobre sus hombros. Mentalmente contó uno, dos, tres, y la introdujo en el vals con un giro
Miró hacia el interior de su vestido, a la piel blanca que luchaba por salir. Y recordó las curvas suaves y rebo¬santes y los pezones grandes y duros que la bata de seda húmeda había dejado traslucir tan amorosamente cuando se sentó en la sala de la condesa.
—Es cierto que tienes unos pechos magníficos.
El temblor de sus labios contradijo su indiferencia.
— ¿Qué es un Uraniano, lord Safyre, y por qué mi esposo se alteró tanto cuando usted lo mencionó?
Joseph podía contarle... y ella sería libre. En cam¬bio, no quería hacerlo por temor a que ella le prefiriera a él porque un bastardo era más aceptable que un hombre co¬mo Edward Petre.
—Como te dije, es una hermandad de poetas menores.
— ¿Menores... en el sentido de... juveniles?
Ela'na, maldita sea, era inteligente. Pero no eran niñas jóvenes lo que le gustaba a Edward.
—Menores también significa de poca importancia.
Bajó la cabeza de modo que él pudo observar su ca¬bello caoba en lugar de sus ojos. Algunas sombras oscure¬cían sus mejillas.
—Su madre lo envió fuera del país cuando usted tenía doce años.
Joe se inclinó más para oírla; su mejilla rozó su cabeza, una tibia caricia sedosa.
—Sí.
— ¿Echaba de menos... Inglaterra?
Joe se dio cuenta de que ella estaba imaginando qué sucedería si enviara a sus propios hijos a un país lejano no. No se daba cuenta de que su dolor sería más grande que el de ellos.
—Durante poco más de un mes —dijo lacónico.
Levantó los párpados súbitamente y lo miró con evidente incredulidad.
— ¿Tan poco tiempo?
—Tienes dos hijos. Sabes cómo son los muchachos. Cuando mi padre me regaló un caballo, pude comprobar que el sol y la arena pueden ser bastante atractivos.
—Tiemblo sólo de pensar qué es lo que comprobó cuando le regaló su propio harén —dijo ácidamente con su sensibilidad de madre ofendida ante el amor voluble de un niño.
Joe rió suavemente, atrayéndola más cerca para que al hacerla girar pisara entre sus piernas. El cuerpo de ______ rozaba su entrepierna, el suave raso contra la du¬ra seda.
—Estaría encantado de mostrarte lo que pude ob¬servar.
— ¿Hay lirios en Arabia?
Sus dedos apretaron la estrecha mano femenina. Po¬día sentir los delicados huesos bajo la seda y la carne.
—Lirios rosados —murmuró roncamente, aspirando el aroma limpio y desprovisto de perfume de su cabello y su cuerpo—. Con suaves pétalos sedosos que se vuelven calientes y húmedos.
______ dejó de bailar bruscamente, con sus ojos bien abiertos, ávidos, deseando todo lo que Joe quería darle, todo lo que él anhelaba que una mujer pudiera darle.
—Ven conmigo a casa, taliba. Déjame mostrarte las maneras de amar.
Lo había estropeado todo.
La mano apoyada sobre su hombro se cerró com¬pulsivamente. La tentación que brillaba en sus ojos se eva¬poró.
Había hablado en exceso y demasiado pronto. Arrancando la mano de su hombro, dio un paso atrás le hizo una reverencia.
—El baile ha concluido, lord Safyre. Gracias. —Y le dio la espalda. Otra vez.
Joe se apoyó en la pared y la observó perderse entre la gente con irritación. El chismorreo ya había co¬menzado a difundirse. Los hombres llenaron su tarjeta de baile. Las acompañantes ponían a resguardo a sus protegi¬dos cuando ______ se acercaba a ellos.
Poco después de la medianoche una carcajada es¬truendosa se alzó en medio de la pista de baile. Joe se irguió. Sabía de quién era aquella risa y no permitiría que ______ fuera acosada por hombres como lord Hindvalle.
Otro punto en contra de Edward Petre.
Tenía el derecho y el privilegio de protegerla y no lo hacía; la protección de Joe pondría todavía más en evi¬dencia a ______ ante los de su clase.
Justo cuando Joe se estaba aproximando a ella, vio que el rostro de Hindvalle se ponía de color púrpura. El libertino de setenta años se dio la vuelta con brusquedad y se alejó con la espalda tan erguida como no lo había es¬tado en muchos años.
______ detuvo la mirada en el rostro oscuro y me¬lancólico de Joseph.
—Le he preguntado si era miembro de la herman¬dad de los Uranianos.
Una risa saludable irrumpió en su pecho y ahogó el murmullo circundante de la gente que chismorreaba, co¬queteaba, injuriaba y se quejaba.
—Lléveme a casa.
Joe la miró fijamente a los ojos con la risa ya ol¬vidada.
—A mi casa, lord Safyre. Edward no ha regresado. No tengo carruaje.
Sintió un latido en la sien derecha. Un latido idéntico vibró y palpitó entre sus piernas.
—Aquí, en este salón de baile, ______, no soy tu tutor. No seré tu tutor en el carruaje.
______ alzó la barbilla.
— ¿Me tocaría en contra de mi voluntad?
No sería en contra de su voluntad. Ambos lo sabían.
Joe calculó rápidamente cómo podían mar¬charse juntos sin llamar la atención. Ahora que sabía que pronto sería suya, sentía que debía proteger su reputa¬ción.
—Haré que me traigan mi carruaje. Un criado ven¬drá a buscarte. No hace falta que nos vean saliendo juntos.
La gratitud suavizó sus rasgos.
—Gracias.
El lacayo aceptó la generosa propina de Joe con el rostro imperturbable.
—Llamarás a la señora Petre cuando te lo diga. Lue¬go la acompañarás a mi carruaje. Si dices una palabra de es¬to, te castraré personalmente y te enviaré a Arabia, en don¬de los eunucos son vendidos como rameras.
El lacayo tenía una nuez grande, que subió y bajó con temor.
—Sí, milord.
Joe pagaba generosamente a sus criados, a cam¬bio, desempeñaban bien sus tareas. El carruaje llegó fren¬te a la residencia palaciega del marqués en menos de diez minutos.
—Ahora —le dijo al lacayo.
La neblina húmeda y maligna formaba una especie de manto, colándose dentro del carruaje. Joe apoyó la cabeza contra el tapizado de cuero y cerró sus ojos, in¬tentando controlar su cuerpo, sus deseos, sus necesidades. No se movió cuando la puerta se abrió. Y tampoco lo hizo cuando el coche se inclinó levemente y fue rodeado por la esencia de ______, su olor, el calor de su cuerpo. Apenas se hubo instalado frente a él con un murmullo de seda y el crujido del cuero, la puerta se cerró fuertemente y el carruaje comenzó a moverse.
—El jueves pasado me di un golpe contra una farola
Joe abrió los ojos y observó el oscuro perfil de su capa y su sombrero. Ella lo había tocado pero no había confiado en él.
—Te hiciste daño... y no me lo contaste.
—Mi orgullo sufrió más que mi cabeza. —Su voz, tan próxima en aquel espacio cerrado, sonaba lejana. El te¬nue brillo de la luz de un farol exterior iluminó al pasar su rostro durante un instante—. Pero sentí miedo aquella no¬che, porque sólo estábamos el cochero y yo y ninguno de los dos podía ver en la neblina. Podíamos habernos caído al Támesis y sólo pensaba en que me iba a morir y nunca sabría lo que es amar. ¿Puedo besarte?
Un rayo de calor se disparó dentro de su cuerpo. ¿Puedo besarte? resonó sobre el rechinar de las ruedas del carruaje.
—Quítate el sombrero.
La delgada silueta de su cabeza reemplazó la grue¬sa forma del sombrero. Los muelles crujieron; ella se co¬locó en el borde del asiento, rozando con sus rodillas las de él a través de sus capas.
Joe se inclinó hacia delante, y se puso tenso cuan¬do las manos enguantadas ahuecaron su cabello.
Ella se apartó bruscamente.
—______.
Al instante, sus manos habían vuelto sin los guantes, con la piel tibia, acariciando sus orejas, deslizándose ha¬cia sus mandíbulas. Él cerró los ojos notando una ola de dolor placentero. Había pasado tanto tiempo...
—Tu piel es diferente a la mía. Más dura. Más gruesa.
Joe contuvo una carcajada, abrió los ojos, deseando haber encendido las lámparas dentro del carruaje para poder ver su rostro mientras ella daba rienda suelta a su pasión
—Tú eres mujer; yo soy hombre.
Joe contuvo el aliento, esperando, esperando, y luego ella se aproximó más, con su aliento sobre los labios de él...
El carruaje saltó sobre un bache; los labios de ______ resbalaron por su barbilla.
—Discúlpame...
—No. No te detengas. —Si se echaba atrás, pondría sus manos sobre ella y la tomaría—. Espera. —Extendió sus brazos, aferrándose a las ventanas del carruaje—. Aho¬ra. De nuevo.
Con precaución, ella se inclinó hacia delante, acari¬ciándole con su aliento, rozándole con sus labios...
Una descarga eléctrica sacudió a Joe. Ciega y an¬siosamente, ladeó su cabeza abriendo su boca sobre la de ella, rozando sus labios, balanceándose con el carruaje, mo¬viéndose al compás de ______ mientras ella exploraba el húmedo roce de un beso, ferame, el primer beso que le da¬ba un hombre.
Aún no era suficiente.
Echándose hacia atrás ligeramente, con los labios de ella suaves y húmedos contra los suyos, él susurró tem¬blando:
—Abre tu boca. Lleva mi lengua a su interior.
______ aspiró el aire, su aliento. Enseguida, su lengua se introdujo dentro de ella. Un suspiro profundo subió desde su pecho. Ella se aferró a su cabeza como si quisiera atraerle a su boca, pero su lengua esquivaba nerviosamente el empuje de él.
Joe no permitiría que se echara atrás. Su lengua se movió en círculos, exploró, lamió hasta que ella imitó sus movimientos, girando, saboreándolo. Ela'na, la sentía caliente. La deseaba...
Joe lamió su paladar, escuchó la cadencia acelerada de su respiración. Un júbilo tan intenso que resultó doloroso estalló en su interior. Ella también lo deseaba, y aquello era casi tan poderoso como su propio arrebato.
—Dios mío... No lo sabía.
Las palabras vibraron dentro de su boca. Mordis¬queó su labio inferior y preguntó:
— ¿No sabías qué? —oyó cómo ella aspiraba su aliento.
—No sabía que los labios de un hombre eran tan sua¬ves. —La boca de ella se movió contra la de él, un roce suave y un tibio aliento acariciaban su piel como una pluma mien¬tras los dedos de ______ se enterraban en su cabello—. No sabía que un beso era tan... personal. Tan íntimo. ¿No es mejor si un hombre sostiene a una mujer cuando él la besa?
—No te tocaré contra tu voluntad. —Le sorprendió que las palmas de sus manos que presionaban contra las dos ventanas no rompieran el vidrio. Con determinación, su lengua se insinuó a través de sus labios, imitando el des¬lizamiento húmedo de la verga del hombre contra la vulva húmeda de la mujer, entrando y saliendo—. Si quieres que te toque, ______, me lo vas a tener que pedir.
Los dedos de ella se enredaron en su pelo.
— ¿Acaso no consideras que un beso... sea tocarse?
—Los labios besan; los dientes mordisquean; una lengua lame y saborea. Sólo las manos tocan. Ahuecan los pechos de una mujer, tibios y henchidos con el peso de su deseo; guían las caderas, suaves y redondas bajo la dureza de un hombre; aprietan las nalgas femeninas, estirándolas bien para que pueda gozar; acarician la vulva hasta que ella da rienda suelta a su pasión. Una lengua puede probar esa pasión, pero sólo a través del tacto los dedos de un hom¬bre pueden deslizarse dentro de su cuerpo y alcanzar don¬de está caliente, húmeda y ardiente de deseo. Tocar a una mujer la prepara para una penetración más profunda. Cuando me digas que te toque, ______, llegaré a lo más profundo de tu cuerpo.
Con los labios inclinados, endurecidos, tomó su boca, desatando la fuerza total de su deseo, y chupando la lengua de ella en su interior. ______ se puso tensa pe¬ro él se negó a dejarla ir, chupando sus labios, su lengua, hasta que ella gimió dentro de su boca y se aferró a su ca¬bello con ambas manos, atrayéndolo cada vez más y más cerca. Cuando dejó de besarla, ella tomó una bocanada de aire.
Joe puso su frente contra la de ella. Su piel gol¬peaba y chocaba con la suya de la misma forma que el ca¬rruaje golpeaba y chocaba con la calle empedrada. La voz de Joe tenía la rudeza del deseo.
—Pídeme que te toque, taliba.
La voz de ella era igualmente áspera.
— ¿Qué harías si lo hiciera?
—Desabrocharía tu vestido, tomaría tus pechos y chuparía tus pezones hasta que gritaras al alcanzar el or¬gasmo. Luego volvería a hacerlo hasta que volvieras a al¬canzarlo.
Se oyó el aliento atrapado en su garganta.
—Una mujer no alcanza el orgasmo a través de sus pechos.
Una sonrisa dolorida torció los labios de Joe, re¬cordando la confesión que le había hecho al principio. — ¿Y cómo lo sabes?
—Tengo dos hijos —murmuró sin aliento—. Mis pezones han sido chupados.
—No por un hombre, taliba.
— ¡No puedo hacerlo! —gritó de repente.
— ¡Sí puedes! —respondió él, sintiendo su dolor, sintiendo su propio dolor entre los dedos que aferraban su cabello. Viniste a mí para que te enseñara a darle placer a un hombre. Yo quiero ser ese hombre. Quiero que me dese¬es tanto que harías cualquier cosa para aprender a darme placer a mí. Pídeme que te toque, ______.
De repente, él se sintió liberado, y necesitó todo el control del que disponía para no lanzarse hacia ella. Había saboreado su boca; quería mucho, mucho más. Quería sa¬borear su placer, su grito de éxtasis.
—No sabes lo que me estás pidiendo.
Sí, lo sabía.
Bajando los brazos, él cerró sus ojos y respiró es¬tremeciéndose.
—Un beso, ______. Si no me dejas tocarte, dé¬jame que te bese los pechos. Déjame poner tus pezones dentro de mi boca y chuparlos como he hecho con tu len¬gua. Concédeme eso, taliba.
Un crujido se oyó por encima del rechinar de las rue¬das del carruaje.
Los ojos de Joe se abrieron de golpe.
______ se quitó la capa de los hombros.
—Sólo un beso. —Su voz temblaba de deseo.
Joe se pasó la lengua por los labios y miró la piel blanca que brillaba por encima del escote de su vestido, ne¬gro en la oscuridad, rojo a la luz del destello de algún farol de la calle.
—Sólo un beso —accedió agitadamente. Y rogó po¬der detenerse cuando llegara el momento.
Si la tomaba antes de que estuviera preparada, ella jamás le perdonaría... ni a sí misma.
—No puedo alcanzar los botones...
—Date la vuelta.
Más susurros. ______ se sentó en el borde del asiento y le mostró su espalda.
Con las manos temblorosas —los saltos del ca¬rruaje nada hacían para ayudarle— encontró los dimi¬nutos botones y los desabrochó uno por uno. Sentía un hormigueo en los dedos, que querían tocar algo más que la tela.
—Tengo que desatarte el corsé.
—Sí —escuchó su susurro por encima del tamborileo de su corazón.
Cintas... Agradeció tanto a Alá como a Dios los nueve años que había pasado en Inglaterra, aprendiendo lo suficiente sobre las prendas íntimas de las mujeres ingle¬sas. Rápida y eficazmente, la liberó.
______ se volvió, apretando el vestido contra su pecho.
—Dame tus pechos, taliba.
—No puedo.
—Ela'na, ______...
—Mi camisola...
Estirando la mano, pasó suavemente las tiras de su vestido por encima de sus hombros. Bajó el corsé y la ca¬misola quedó al descubierto, un cuadrado de tela blanca con un escote que descendía a través de la pálida curva de sus senos.
Con el aliento raspando en su garganta, lenta y cui¬dadosamente, deslizó sus dedos bajo el algodón. Un suave calor le quemó mientras alzaba, con delicadeza el pecho iz¬quierdo, liberándolo de la apretada camisola. Incapaz de resistirse, rozó la yema dura expuesta de su pezón.
______ lanzó un grito sofocado:
—Joseph...
El se detuvo. Ella jamás le había llamado por su nombre de pila, nunca le había llamado bastardo, animal, asqueroso árabe. Ella le había pedido disculpas por el des¬plante de su esposo. Tantas cosas por primera vez, para ella, para él.
—Todo irá bien —canturreó, levantando su pecho derecho para liberarlo con el mínimo contacto, más de lo que había prometido, pero sin abusar de su confianza—. Todo irá bien —murmuró otra vez, deslizándose hacia el suelo del carruaje, sobre sus rodillas, enterrando sus dedos en el asiento de cuero, a ambos lados de ella, para evitar tomar de lo que ella quería—. Todo irá bien —repitió, inclinándose hacia el calor de su cuerpo, los labios rozan¬do la suave piel aterciopelada. Los dedos de ______ se entrelazaron en el cabello de él y sujetaron su cabeza, aca¬riciando las puntas de sus orejas. Joe absorbió su calor; se deslizó sobre él como una ola hirviente. De pronto, el mundo entero se concentró en aquel momento y aquella mujer, y quería que ella compartiera ese milagro.
Quería otorgarle el don del sexo.
Acercó su boca hacia el pezón apretado y duro a cau¬sa de aquella genuina pasión y lo succionó intensamente. ______ lanzó un grito. Como respuesta, un gemido se alzó desde su pecho, mientras la lamía, la chupaba y se per¬día completamente en sus deseos y sus pasiones.
______ lo atrajo hacia sí, inclinándose hacia su ros¬tro, con su cuerpo arqueándose de deseo, balanceándose con el carruaje.
—Oh, Dios mío. Detente. Joseph. ¿Qué estás ha¬ciendo? Me siento... por favor. Detente. ¡Oh, Dios mío!
--Estamos a medio camino, taliba.
Buscó su pecho izquierdo, se detuvo un momento para lamer el duro pezón erecto dándole una rápida bien¬venida, y luego lo tomó en su boca, volviéndose parte de ella, con el corazón palpitando al ritmo de sus latidos y los pulmones expandiéndose y contrayéndose con la cadencia jadeante de su respiración. Lamió la diminuta hendidura por donde había salido la leche para sus hijos y la imagi¬nó dándole de mamar a un niño para después dejarle beber a él. Se imaginó bebiendo hasta que ella no pudiera dar más y no tuviera temor alguno a que no fuera suficiente.
—Joseph, por favor, debes ayudarme, no puedo... no...
El sollozo de ______ se ahogó en su garganta.
Joe hundió con delicadeza los dientes alrededor de la base de su pezón, dándole la extraordinaria sensación que necesitaba mientras continuaba lamiendo y chupando sin cesar. Podía sentir el arco de su cuerpo, oír ráfagas de aire soplando dentro de sus pulmones y ver detrás de sus párpados cómo crecía su orgasmo, se expandía, explo¬sionaba...
Soltó el pezón bruscamente y atrapó su grito de éx¬tasis dentro de su boca, hundiendo su lengua en la hu¬medad caliente de ella, tomando su placer y haciéndolo propio.
______ apartó súbitamente su boca de la de él, in¬tentando respirar. Su mejilla estaba húmeda.
Joe abrió los ojos... la áspera luz exterior p*@e¬tró por la ventana del coche. Su garganta se contrajo.
—No llores, taliba. Sólo ha sido un beso. —Lamió el rostro salado —. Sólo un beso.
—El coche se ha detenido.
Joe enterró su cara en su cuello, sabiendo lo que ella iba a hacer, esperando que tuviera fuerzas para ello. En¬tonces, suspirando, se apartó, sentándose frente a ella co¬mo si no hubiera compartido su primer orgasmo con él.
______ se retorció, liberando sus brazos de la pri¬sión del vestido, acomodando sus pechos otra vez dentro de la camisola, subiendo el corsé, el traje, envolviendo la capa a su alrededor.
—Divórciate de Edward Petre.
—No puedo.
Joe se armó de valor ante la determinación de su voz.
—Yo puedo darte amor, ______. ¿Qué puede dar¬te él?
—El puede darme a mis hijos.
—Tienes a tus hijos. ______ estiró la mano hacia la puerta.
—Debo irme.
No podía dejarla ir, no mientras su sabor siguiera en¬volviendo su lengua.
—Te deseo, ______.
—Y mi esposo no —le replicó de lleno—. Pero eso ya lo sabes, ¿no es cierto?
Sí, lo sabía.
— ¿Crees que quiero pasar el resto de mi vida con un hombre que no me desea? —Su grito apagado resonó en el interior del coche—. Me acabas de regalar un recuerdo que siempre atesoraré. Y ahora debo irme. Por favor, no me pi¬das que vuelva a bailar contigo, porque no puedo.
Abrió la puerta de un tirón y se cayó del carruaje.
Joe saltó para ayudarla.
______ se puso de pie rápidamente, sostuvo la ca¬pa con fuerza. La luz dorada de la lámpara de gas que se hallaba junto a la puerta de su casa danzaba sobre su cabello.
—Ya le he pedido el divorcio. No resulta conveniente ni para la carrera de mi esposo ni para la de mi padre. Ma'a e-salemma, lord Safyre.
Cerró la puerta del carruaje en su cara de un porta¬zo, dejándolo solo sin más compañía que su sombrero, sus guantes y el sabor y el olor persistente de su cuerpo.
Joe pensó que había subestimado a ______. Y que muy posiblemente había puesto en peligro algo más que su reputación.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 18
Johnny estaba sentado en una silla en el vestíbulo, completamente dormido. O Edward toda¬vía no había llegado a casa o había dejado al lacayo como centinela para averiguar la hora a la que ella regresaría del baile.
______ se limpió rápidamente las huellas de las lá¬grimas sobre sus mejillas. Bajo la capa, el vestido se le había caído de un hombro; las aflojadas cintas de su corsé cosqui¬lleaban en su espalda. Sus labios ardían, le dolían los pechos, y tendría que sentirse vulgar y manoseada, permitiéndole se¬mejantes libertades a un hombre que no era su esposo. Pero no era así. Se sentía... viva. Poderosa aunque subyugada. Como si hubiera recibido mucho, mucho más que un beso.
Cerró la puerta con sigilo y pasando de puntillas frente al lacayo, subió las escaleras, poniendo el pie sobre la crujiente madera delatora. No podía continuar con su matrimonio, habiendo experimentado la intimidad que un hombre y una mujer podían compartir.
No podía... pero debía.
______ abrió la puerta de su habitación con cuidado... y se quedó helada. Un hombre de cabellos negros con traje de gala estaba sentado en su escritorio. Estaba le¬yendo... ¿qué?
— ¿Qué estás haciendo, Edward?
El sonido distante del Big Ben sonó sobre los teja¬dos de Londres; le siguió un repique más cercano... el re¬loj de Westminster, que estaba un poco más cerca. Eran las dos.
Edward continuó examinado lo que estaba leyendo.
—Estoy reuniendo pruebas de tu adulterio, ______.
El corazón de ______ retumbó contra su corsé aflojado.
—Tú eres un uraniano, Edward. ¿Qué hace exacta¬mente un uraniano?
Tuvo la satisfacción de ver que su espalda se ponía rígida. Edward se giró en la silla.
—¿Acaso no te lo dijo tu amante?
______ cerró la puerta y se recostó contra ella.
—Joseph no es mi amante —replicó, dándose cuen¬ta demasiado tarde de que lo había llamado por su nombre.
Recorrió su cuerpo con ojos despectivos. ______ era agudamente consciente de su estado de desarreglo, de la cálida hinchazón de sus labios y sus pezones y del latido silencioso dentro de su vientre.
—Has recibido esta noche un ultimátum, ______.
Ella había esperado arrepentirse del baile con Joseph. Pero ahora que había llegado el momento, no po¬día. Todo lo que sentía era gratitud, por haberle mostrado el éxtasis del beso de un hombre. Lo único que lamentaba era no haberle pedido que la tocara hasta lo más profundo de su cuerpo para no volver a sentirse nunca más manci¬llada por su esposo.
— ¿Tú también me vas a amenazar con matarme, Edward?
La sombra se hizo más intensa en sus ojos oscuros.
—Sé cuánto quieres a tus hijos. No necesito amena¬zarte.
Un horror bilioso le congestionó la garganta.
— ¿Estás adviniéndome que podrías hacer daño a tus propios hijos?
—No hace falta.
—Pero lo harías.
Podía verlo en sus ojos. Por primera vez, ______ se sintió feliz de que Richard y Phillip estuvieran en el co¬legio, fuera de peligro.
—Haré lo que haga falta para llegar a ser primer ministro.
Desesperada, intentó desenmascararlo. Edward ha¬bía retrocedido cuando Joseph había amenazado con re¬velar su pertenencia a la hermandad de los Uranianos. No permitiría que hiciera daño a sus hijos.
— ¿Acaso tu querida es también una uraniana, Edward?
—Casualmente, mi amante pertenece a la hermandad.
______ tomó una bocanada de aire. El cabello de su nuca se erizó.
—Dijiste que no tenías una querida.
—No la tengo.
— ¿Existe una diferencia entre una querida y una amante?
Edward enrolló un fajo de papeles doblados.
—Haré un trato contigo, ______.
______ miró aquellos papeles que sostenía su ma¬rido en las manos y de repente se dio cuenta de lo que ha¬bía estado leyendo. Sus notas de El jardín perfumado. No había podido tirarlas a la basura.
— ¿Y cuál es ese trato?
—Te diré la diferencia entre amante y querida si me dices cómo pensaste que podías salir impune escabulléndote para ir a encontrarte con tu bastardo.
La traición galopó por sus venas... ¿cuál de los criados la había delatado? Pero fue sustituida por el temor.
¿Cómo podía saber que se encontraba con Joe... a no ser que hubiera contratado a alguien para seguirla?
Los ojos que la observaban en la reunión.
Edward había llamado al comisario, alegando que estaba preocupado por su tardanza, a pesar de que la ne¬blina podía retrasar a cualquiera. ¿Le había pagado a al¬guien para que la siguiera? ¿Y ese alguien había intentado asustarla... o matarla?
Maldita sea, no dejaría que la intimidara.
—No te volveré a pedir el divorcio, Edward. ¿Eso es lo que querías, no es verdad?
—______, quiero que seas la esposa perfecta. Una madre y anfitriona con una reputación impecable para que puedas ser una ventaja y no un obstáculo. Follar con el Jeque Bastardo no es un comportamiento aceptable en la esposa de un futuro primer ministro.
______ había escuchado aquella peculiar palabra, por supuesto. Era muy frecuente en las calles, como la pala¬bra pu*a. Pero jamás imaginó que se la oiría a su esposo.
—Tal vez, Edward, estás celoso porque tú no puedes.
Su boca se cerró con rapidez, deseando que las pa¬labras regresaran apenas las hubo pronunciado.
Edward soltó una ruidosa carcajada.
Era la primera vez que ______ lo oía reírse fuera de las risitas de compromiso. No había en aquella expre¬sión ni el encanto ni la vivacidad de un chiquillo como en la risa de Joseph.
—______, nada de lo que tú hagas puede darme celos.
No era posible que un hombre que había llamado ubres a sus pechos pudiera causar todavía más dolor. Pe¬ro se equivocaba.
—Tú antes no eras así, Edward.
—Ni tú, ______. —Se levantó, completamente relajado—. Tienes unas notas interesantes aquí. De hecho, bastante inmorales. Nada de lo que uno esperaría de una esposa y madre virtuosa.
______ se alejó de la puerta, ahora más furiosa que asustada. No permitiría que arruinara los recuerdos de las lecciones que ella y Joe habían compartido.
—Son mías. Devuélvemelas.
—Todo lo que tienes es mío, ______, incluyendo tu cuerpo. —Edward sonrió, disfrutando de su impotencia. ¿Cómo podía haber vivido todos estos años con él sabiendo el tipo de monstruo que era?—. Guardaré esto como prue¬ba de tu enfermedad.
______ retorció su capa en torno a su cuello to¬davía más.
— ¿Y qué tipo de enfermedad es ésa? —preguntó, sa¬biendo de antemano la respuesta.
—La ninfomanía, por supuesto. —Abrió la puerta que conectaba ambos aposentos, hizo una pausa—. Haré que tu doncella te traiga una taza de leche caliente. Las mujeres alteradas necesitan dormir.
______ luchó contra las náuseas.
La muerte. La reclusión. La separación de sus hijos.
Todo porque deseaba ser amada.
No necesitó preguntar quién era cuando un golpe suave sonó en su puerta. Emma venía a calmar sus ner¬vios alterados. Traía una pequeña bandeja de plata. El hu¬mo caliente salía de una única taza.
La doncella estaba completamente vestida, como si hubiera estado esperando a ______. Pero ella nunca le había exigido a Emma que estuviese despierta hasta que volviera. Si ______ no podía desnudarse sola, llamaba a Emma, que venía en bata y camisón.
Joe había dicho que sabría quién era la amante de Edward cuando estuviera preparada para ello. ¿Era Emma?
— ¿Tiene láudano la leche, Emma?
—Sí, señora.
Una esposa inconsciente era mucho más fácil de lle¬var a un manicomio que una que puede patalear, pelear y gritar.
—Puedes ponerla sobre la mesilla.
—El señor Petre me dijo que debía esperar hasta que usted se la tomara.
Sintiéndose extrañamente insensible por dentro, mientras por fuera su cuerpo todavía hormigueaba y ardía por los labios, la lengua y los dientes de Joseph, ______ cogió la taza, la apoyó en la mesita, abrió la ventana y tiró la leche hirviendo sobre los arbustos de rosas muertas que se encontraban debajo. Devolvió la taza a la doncella.
—Puedes decirle que no dejé ni una sola gota.
Emma miró fijamente durante largos segundos la ta¬za antes de cogerla de la mano de ______.
—Muy bien, señora —dijo, sin mirar a su ama a los ojos.
—Luego puedes irte a la cama. Esta noche ya no te necesitaré.
La boca de Emma se abrió para replicar y recor¬darle que el vestido de satén tenía botones en la espalda, que no sería capaz de desabrocharlos sola. Se tragó la ob¬jeción.
—Muy bien, madame.
______ escuchó atentamente, oyendo el suave golpe en la puerta de Edward, voces apagadas y luego el silencio absoluto. Esperaba que su esposo irrumpiera in¬tempestivamente en la habitación. No lo hizo. O le im¬portaba poco que ella apareciera inconsciente a la mañana siguiente, o Emma no la había delatado.
Una ola oscura de cansancio se apoderó de ella. Las sombras parpadearon sobre las paredes, el esqueleto de una mano aquí, una guadaña allá, la muerte y la decepción por todos lados. Bajó la llama de la lámpara de gas antes de quitarse la capa, el vestido de satén, el corsé aflojado. La par¬te de arriba de la camisola estaba húmeda por el sudor. Sus dedos entre el suave algodón sintieron la carne suave que se hinchaba por encima y el duro botón de sus pezones por debajo.
Jamás había imaginado que los pechos de una mujer podían ser tan sensibles. O que un hombre podía hacerle alcanzar un orgasmo con sólo chuparlos.
Joseph había dicho que el matrimonio era algo más que las palabras pronunciadas ante un altar. Ahora le creía.
¿Qué podía hacer?
No podía tolerar las amenazas de Edward sobre las vidas de sus hijos. Ni se quedaría sentada y le permitiría enviarla a un manicomio.
Las alternativas de una mujer...
Pero ella sólo tenía una alternativa. Y era dejar la ca¬sa de Edward, ahora, esa misma noche, mientras aún tu¬viera la libertad de hacerlo.
Tenía dinero. Tenía joyas.
No era una mujer cobarde.
______ sacó con fuerza una falda y un corpiño de terciopelo de su armario y se los puso. Sentada en un sofá ante la chimenea, esperó a que la luz bajo la puerta que se¬paraba los dos aposentos se apagara.
El montón de brasas emitía una sugerente tibieza. Le recordaban lo caliente que había estado la boca de Joseph. La suavidad de los lóbulos de sus orejas.
Los recuerdos la invadieron, ahogándola en sensa¬ciones, la fuerte contracción de su vientre cuando había acariciado el paladar de su boca, el dolor gozoso del mor¬disqueo en su pezón, y el juego húmedo y caliente de sus labios, su lengua, la oleada de humedad entre sus piernas cuando se había arqueado ciegamente en su boca, tomándolo más y más cerca hasta que su cuerpo se contrajo en un relámpago de luz blanca. Una suave paz la había inundado mientras Joe escondía su cabeza en la curva de su cuello, tan parecido a Richard...
Te deseo...
______ se dejó vencer por el sueño. No era su hi¬jo quien la perseguía.
—______...
Un murmullo femenino invadió sus sueños.
No quería oírlo, ni responder a él. Quería a Joseph, su voz ronca, la caricia de su lengua, la vibración de su gemido llenando su boca. Edward los miraba a los dos des¬de el otro lado del salón de baile mientras danzaban con los pechos de ella sobresaliendo de su vestido de satén; a su lado estaba el miembro del Parlamento que se había dirigido a él en la fiesta de Whitfield y el joven de cabello dorado del baile de beneficencia.
Mi amante es un uraniano.
Dijiste que no tenías una querida.
No la tengo.
Sin hacer caso a los ojos observadores, censurado¬res, ella enlazó sus dedos en el cabello de Joseph, suave como vellón de oro.
Cuando estés preparada para la verdad, descubrirás por ti misma quién es el amante de tu esposo.
—______...
La luz del sol acribilló sus ojos. Giró la cabeza sobre el respaldo del sofá para huir de ella. Oyó un soplo entre una y otra palpitación, como si alguien suspirara o apagara una vela. Luego ______ se olvidó de todo salvo de Joseph y la íntima unión de un hombre chupándole los pechos.
— ¡Señora Petre! ¡Señora Petre! ¡Debe despertarse! ¡Por fa¬vor, señora Petre!
La cama vibraba debajo de ______. No, no era la cama. Sus hombros. Alguien estaba sacudiéndola con vi¬gor. Alzó una muñeca sin fuerzas para detenerlo.
— ¡Señora Petre! ¡Por favor! ¡Despiértese!
Atontada, ______ abrió un ojo... y miró direc¬tamente a Emma. Su cabello caía desordenado sobre su rostro.
______ jamás había visto a Emma tan desaliñada.
—Cansada —susurró—. Vuelve. Bebida. Chocolate. Más tarde.
La idea del chocolate le provocó arcadas.
—No dejes que se vuelva a dormir. Le traeré un va¬so de agua. ¿Hay algún balde en el cuarto de baño?
La oscuridad aplastó a ______ más y más abajo. Olía ligeramente a rancio, como si... Se le ocurrió que Emma tenía dos voces, una femenina y otra masculina.
—Señora Petre. Beba. Señora Petre, abra los ojos y beba.
La voz masculina de Emma era muy autoritaria. Al¬go duro y frío se apretó contra sus labios, chocó contra sus dientes.
—Beba, señora Petre.
Agua. Helada.
De pronto, ______ se dio cuenta a qué olía la os¬curidad que había oprimido sus párpados. A gas. El agua tenía el mismo gusto que el olor a gas.
Todo lo que ______ había comido y bebido la no¬che anterior subió como un torrente a su garganta. Se do¬bló en dos y vomitó.
—Eso está muy bien, señora Petre. Échelo todo fue¬ra. Emma, sostenle el barreño. Sabía de dónde venía aquel olor. De la lámpara so¬bre su mesilla... que se había quedado encendida cuando se había dormido.
Recordaba la voz de una mujer y el soplido de un suspiro... y supo que alguien había apagado la llama de la lámpara mientras dormía.
Más cansada de lo que humanamente creía posible ______ se sentó en el sofá. El fuego se había apagado ha¬cía tiempo. Tenía frío y su cuello estaba entumecido por dormir sentada. Sus nalgas estaban duras, algo que sin du¬da era mejor que el dolor que habría sentido si se hubiera dejado puesto el polisón durante Dios sabe cuánto tiem¬po. Se limpió la boca con dedos temblorosos.
Emma se arrodilló en el suelo al lado del sofá. Sus redondos ojos castaños estaban velados. Johnny, el lacayo, se arrodilló junto a la criada.
______ cerró sus ojos.
—Apagaste la lámpara —acusó severamente a Emma, recordándolo todo, Edward robando sus notas y luego enviando a Emma con la leche con láudano.
—No, señora Petre. Jamás haría eso. ______ forzó sus párpados para que permane¬cieran abiertos. Los ojos de Emma decían la verdad. La verdad... y lo que había sucedido.
Estaba demasiado descompuesta para tener miedo, pero sabía que ninguno de los dos estados duraría mucho.
—Sabes quién lo hizo.
Emma no respondió. ______ no había esperado que lo hiciera. Edward pagaba a Emma su salario, aunque fuera la criada de ______. Como también pagaba a la se¬ñora Sheffield, la cocinera, y a la señora Bannock, el ama de llaves. Ambas mujeres habían sido contratadas al mis¬mo tiempo que la doncella.
Tiritó y se abrazó a su cuerpo. Los gélidos rayos de sol y el aire de febrero entraban a raudales por la ven¬tana abierta. Con razón tenía frío.
— ¿Dónde está el señor Petre?
—El señor, la señora Walters y él desayunaron juntos. Después se marcharon todos. La señora Walters quería despertarla, pero el señor Petre le dijo que la deja¬ra dormir.
Su esposo. Su padre. No importaba quién había in¬tentado asesinarla o qué criado había llevado a cabo la orden.
—Gracias, Emma. Ahora puedes irte.
— ¿Desea que llame al doctor?
¿Para que Edward pudiera acusarla de intento de suicidio?
Tal vez su intención no había sido matarla con gas. Una mujer ninfómana y con tendencias suicidas era una candidata ideal para el manicomio.
—No, no quiero ningún médico.
— ¿Le preparo un baño?
______ pensó en el baño turco de la condesa. Había dicho que Joseph también tenía uno.
—No. Nada.
No quería nada de aquella casa. Ni vestidos, ni joyas.
Emma se levantó sintiendo cómo le crujían las ro¬dillas. Johnny permaneció donde estaba.
—No puede quedarse aquí, señora Petre.
Un criado fiel.
—Sí, lo sé.
Cerró los ojos y apretó con fuerza la boca, conte¬niendo una arcada seca.
— ¿Tiene algún lugar adonde ir?
Un hotel. La condesa Devington.
Ven conmigo a casa, taliba.
—Sí.
— ¿Quiere que Emma le haga la maleta?
Estaba llamando por su nombre a la doncella. Tal vez Johnny no era tan fiel como había pensado.
La voz masculina sonaba vagamente familiar. Justo cuando ______ estaba a punto de identificarla, todos los músculos de su cuerpo se convulsionaron. Devolvió todo hasta que sintió como si estuviera vomitando su estómago en lugar de su contenido. Cada vez que pensaba que había terminado, olía el gas o lo sentía de nuevo en su lengua y las arcadas recomenzaban.
—No. —No quería llevarse nada con ella que hubie¬ra sido comprado con el dinero de Edward Petre—. Sólo quiero levantarme...
Sus piernas temblaban tanto que tuvo que apoyar¬se en el lacayo para no desplomarse de nuevo. Irguiéndose, caminó lentamente hasta el cuarto de baño. Se lavó los dientes y se enjuagó la boca, luego se apoyó pesadamente contra el lavabo con la frente presionada contra el frío es¬pejo que se encontraba en la parte superior.
Alguien había intentado matarla... y casi lo había lo¬grado.
¿Qué les diría a sus hijos? ¿Que su padre o su abue¬lo eran asesinos en potencia?
Cuando abrió la puerta, Johnny la esperaba fuera con su capa. Se balanceó ligeramente e intentó quedarse lo más quieta posible mientras él se la colocaba. Se tomaba demasiadas confianzas para ser un criado; le acomodó la capa abrigándole bien el cuello.
— ¿Quién ha sido, Johnny?
El lacayo se concentró en ajustar el sombrero negro sobre su cabeza. Su piel era oscura pero sin el tinte dorado que poseía la de Joe. Le ató las cintas del sombrero ba¬jo su barbilla como si fuera una niña.
—No lo sé, madame. —Dio un paso atrás y sacó el bolso de ella del interior de su chaqueta negra—. Sólo sé que no ha sido Emma.
— ¿Cómo lo sabes?
—Ella dijo que a usted no le importaría si ella se ca¬saba. Un criado no mata a un buen amo.
______ recordó el momento en el que le había he¬cho aquel comentario a Emma. Fue la tarde del día de su primera clase, el martes. También recordó la expresión del rostro de Emma cuando se ofreció a arreglarle el cabello, que debía colgar en una trenza pero que ______, des¬cuidada, lo había dejado en un rodete tras su visita a Joseph, y también cuando había buscado la capa húmeda por la neblina del amanecer londinense.
Tal vez Emma no hubiera intentado matarla, pero apostaría a que había sido la que había alertado a Edward acerca de sus escapadas matinales.
— ¿Cómo habéis hecho para llegar de una manera tan oportuna?
______ observó con interés distante el rojo apagado que se extendió por el rostro oscuro del lacayo.
—El cuarto de Emma está encima del suyo, madame. Estábamos... juntos... y yo olí el gas.
Juntos. Con razón el cabello de Emma estaba des¬peinado.
La parálisis que sentía por haber estado al borde de la muerte se quebró ante un estallido de dolor. Emma ha¬bía encontrado el amor... y había traicionado a ______ al buscarlo.
Casi hubiera preferido que Emma fuera la amante de Edward.
—No tengo duda de que el señor Petre le dará a Emma una estupenda recomendación. —Miró dentro de su bolso y buscó su monedero—. Por favor, perdóname, pe¬ro no me siento muy generosa. Adiós, Johnny, y te deseo la mejor de las suertes.
— ¿Adonde irá, madame?
______ puso rígida su espalda.
—Agradezco tu preocupación, pero realmente es un asunto que no te concierne.
— ¿Desea que le traiga el carruaje?
Habría sido Tommy, el caballerizo, o Will, el cochero los que le habían contado a Edward su visita a la conde¬sa. No quería que nadie en aquella casa supiera su paradero.
—No será necesario.
La puerta de la entrada estaba sin llave, como si los criados estuvieran ocupados a propósito en otra cosa para que pudiera escapar sin ser vista. El sol brillaba, apenas oscurecido por el humo del carbón. Después de caminar seis calles, divisó un coche de alquiler. Pasó de largo. Dos coches más la adelantaron hasta que detuvo uno.
— ¿Adonde, madame?
Enderezando los hombros, levantó la vista hacia el rostro prematuramente envejecido del cochero y le dijo dónde quería ir con palabras pausadas y precisas. Y rezó para no arrepentirse.
______ hurgó en su bolso; sus dedos hallaron dos chelines. Viajó todo el camino agarrada a las monedas. El olor nauseabundo de la muerte la perseguía.
Una voz dentro de su cabeza le advirtió que su vi¬da jamás volvería a ser la misma. Ella, jamás volvería a ser la misma.
Pero no necesitaba a su conciencia para saberlo.
El coche se detuvo en seco. Empujó la puerta y des¬cendió sobre la calle empedrada, endureciendo sus piernas para evitar que se desplomaran debajo de ella.
Miró a su alrededor. El paisaje londinense era casi irreconocible a plena luz del día. La residencia era de esti¬lo georgiano, de líneas puras, reflejando una época menos detallista que la era de la reina Victoria.
El corazón le dio un vuelco; el coche partió. De¬masiado tarde. Había tomado una decisión; ya no había vuelta atrás. Alzó la mano y agarró la aldaba de bronce con forma de cabeza de león. Al menos aquello tenía el mismo aspecto.
El mayordomo árabe que no era árabe sino europeo, vestido con turbante y blanca túnica suelta, abrió la puer¬ta. Al ver a ______ echó la cabeza hacia atrás.
—Ibn no está aquí.
______ sintió que había vuelto al punto de par¬tida.
—Entonces lo esperaré.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 19
Joe se despertó de golpe con todos los sentidos de su cuerpo en estado de alerta.
Muhamed estaba de pie a la entrada de su habitación. Su rostro estaba envuelto en sombras.
— ¿Qué sucede? —preguntó tenso.
—La mujer está aquí.
El aire subió como una ráfaga a los pulmones de Joe.
______... aquí. No vendría a plena luz del día a no ser que planeara quedarse. Especialmente después de pe¬dirle el divorcio a Edward Petre.
Cerró los ojos, saboreando la sensación de su pre¬sencia en su casa, la anticipación que crecía, el calor que se acumulaba... Joe echó atrás la colcha.
—Ibn...
El destello en sus ojos provocó que las palabras de reproche del hombre de Cornualles se detuvieran. Se ciño una bata de seda turquesa alrededor de la cintura.
— ¿Está en la biblioteca?
—Sí.
Joseph descendió las escaleras de dos en dos, des¬calzo, desnudo bajo la bata. Tal vez ella se sorprendiera pe¬ro era un espectáculo al que pronto se acostumbraría.
En silencio, abrió la puerta de la biblioteca, cerrán¬dola a su espalda. Se apoyó contra la madera de caoba y la observó.
______ estaba de pie mirando hacia fuera a través de las enormes ventanas acristaladas. Tuvo una sensación curiosa de deja vu. Era la misma posición en la que se ha¬bía encontrado la primera vez que había irrumpido en su casa, vestida de pies a cabeza de lana negra, rodeada a am¬bos lados por idénticas columnas de cortinas de seda ama¬rilla y un halo de neblina gris. Ahora su cabello centelleaba como fuego rojo a la luz del sol y un vestido de terciope¬lo gris se ajustaba a una espalda orgullosa y una cintura curvilínea antes de proyectarse hacia fuera en un polisón extrañamente plano.
Una sensación eléctrica estalló en el aire como mo¬tas de polvo a la luz del sol. ______ se dio la vuelta, si¬tuándose enfrente de él.
Joe fijó la mirada en la rítmica subida y bajada de sus pechos bajo el corpiño de terciopelo gris. La sangre se agolpó en su entrepierna al recordar su sabor y su suavidad. La noche anterior había sentido latir su corazón y había es¬cuchado una acelerada ráfaga de aire dentro de sus pulmones mientras la chupaba y la hacía alcanzar el placer de mujer.
Cerró los ojos, abrumado momentáneamente por una vulnerabilidad que no había sentido desde los trece años. ¿Lo hallaría digno? ¿O sentiría repugnancia por su tamaño, su grosor, la cruda realidad de hombre?
—Mi esposo ha intentado matarme.
Los párpados de Joe se abrieron de golpe. Detrás de ella un gorrión agitó las alas contra la ventana, bus¬cando una entrada imposible.
— ¿Cómo has dicho?
—O mi padre. —La voz de ______ sonaba ten¬sa, como alambre estirado—. Pudo haberlo arreglado. Ha¬ce dos días le comenté a mi madre que quería el divorcio y le pregunté si pediría a mi padre que intercediera por mí. Ayer, cuando llegué de visitar a la condesa, y a ti, me dijo que prefería verme muerta antes de que arruinara su carrera política y la de Edward.
Joe se apartó de la puerta, contemplándola. Es¬tiró la mano para agarrar sus hombros, haciéndola girar para que ambos fueran perfilados por los cálidos rayos del sol.
El rostro de ______ estaba pálido como la cera; sus hombros temblaban bajo sus dedos. Olía a gas... su ves¬tido, su cabello, su piel.
Muchos londinenses morían asfixiados por el gas. No habría habido preguntas si hubiera muerto, sólo condo¬lencias para sus afligidos esposo y padre.
Y ella podía haberlo evitado con una sola palabra.
Como también podía haberlo hecho él.
El temor, la furia y la culpa aumentaron en lugar de reemplazar el calor que recorría por su cuerpo.
— ¿Por qué no me hablaste de esto anoche?
______ lo miró con las pupilas dilatadas y los ojos oscurecidos en lugar de su color avellana.
—Edward me estaba esperando en mi aposento. Te¬nía los apuntes que tomé mientras leía El jardín perfumado. Dijo que conocía nuestros encuentros. Pensé que me iba a enviar a un manicomio. Por ninfomanía, dijo él. Le orde¬nó a mi criada que me trajera una taza de leche caliente a la que le había añadido láudano pero la tiré por la ventana. Supe entonces que tenía que dejarle. Me cambié de ropa y me senté en el sofá a esperar a que apagara la luz... tenemos una puerta que conecta nuestras habitaciones... pero luego me dormí y oí que alguien susurraba mi nombre. Estaba so¬ñando contigo y no quería despertarme, giré la cabeza y después escuché un ruido como si alguien estuviera soplando una vela. Cuando volví a despertar, me estaban sacudiendo y todo olía a gas. No pensé que mi padre hablara en serio cuando dijo que prefería verme muerta.
Los labios de ______ temblaban; las lágrimas brillaban en sus ojos, que habían recuperado el color avella¬na en lugar del negro horrorizado.
Joseph se había imaginado la existencia de un peligro potencial cuando ______ le había dicho algunas horas antes que había pedido el divorcio. Pero no esperaba que actuaran tan rápidamente. En especial después de dejar claro que conocía la vida secreta de Petre y no dudaría en ha¬cerla pública.
—Apesto a... gas. La condesa dijo que tienes un baño turco. ¿Puedo bañarme, por favor? Luego me gustaría besarte y tomarte entre mis manos, agitar y apretar tu miem¬bro viril hasta que se ponga erecto. Quiero besarlo y chu¬parlo como hiciste con mis pechos.
Joe aspiró el aire. La tercera lección. Recordaba palabra por palabra cómo le gustaba que lo poseyeran.
Sus dedos se apretaron alrededor de sus hombros antes de soltarla y dar un paso atrás, su corazón galopaba como si hubiera hecho correr a un semental a través de las arenas del desierto hacia el amanecer.
—No tienes que hacer eso, ______. Si todo lo que quieres es un baño, ahí terminará todo. Has venido a ver¬me porque necesitas ayuda. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. No exijo que sacrifiques tu virtud co¬mo pago.
—No estoy sacrificando mi virtud. Estoy intentando entender lo que está sucediendo. Anoche en tu carruaje ex¬perimenté algo... realmente maravilloso. He empujado a un hombre al asesinato. Necesito darte placer. Necesito saber que también puedo hacer sentir algo maravilloso a alguien.
Necesito darte placer resonó en los grandes venta¬nales. Joe lo expulsó en silencio de sus pensamientos. Pero no lo suficiente como para venir a mí con libertad, sin una amenaza de muerte.
Cerró los ojos ante la brutal desesperación de ella, luchando contra la amargura que se cernía sobre sí mismo. El sol quemaba el lado derecho de su cara pero su lado izquierdo estaba frío como el hielo.
______ le prometía más de lo que cualquier otra mujer le había ofrecido jamás. Los últimos nueve años le habían enseñado que podía esperar.
Abrió los ojos, bajo la cabeza y dirigió la mirada a sus labios.
— ¿Sabes lo que me estás pidiendo, ______?
Los labios de ______ se apretaron, como lo hicieron la primera mañana que él se lo había preguntado.
—Sí.
Y se volvió a mentir a sí misma.
Joe le extendió la mano.
—Entonces, ven.
______ cogió su mano de dedos fríos e inciertos.
Caminó descalzo por el pasillo revestido de caoba con incrustaciones de nácar, insensible a la áspera lana de la fría alfombra oriental bajo sus pies desnudos, consciente únicamente de la mano de ella, del calor de su piel, del ondear de sus faldas, y de la sangre palpitando en su miembro.
A cada paso, aumentaba su rabia. Contra Edward Petre. Por herir a ______. Contra Andrew Walters. Por amenazar la vida de su propia hija. Contra él mismo. Por que¬rer que ella despreciara a la sociedad a la que pertenecía y viniera a él sin más motivo que su propio deseo.
Llegó a una puerta que abrió de inmediato. Soltando la mano, buscó el interruptor. Una luz demasiado fuerte inundó el hueco de la escalera.
—Tiene electricidad. —La voz de ella resonó huecamente.
—Una reciente adquisición. Uno de estos días pien¬so reemplazar todos los artefactos de gas. La electricidad es menos peligrosa.
—Sí.
Joe hizo una mueca de dolor. ______ no ha¬bría sido casi asfixiada con gas si Petre hubiera invertido en electricidad. Daría órdenes para que instalaran los ca¬bles en el resto de su casa ese mismo mes.
Hizo un gesto para que descendiera por la escalera de caracol. Una vez abajo, no lo esperó para abrir la puer¬ta. Giró el picaporte ella misma y entró en el foso subterráneo que constituía la sala de baño.
Joe la siguió, guiado por el calor de su cuerpo y las baldosas heladas bajo sus pies desnudos. Tanteó la pa¬red para encontrar...
Una luz deslumbrante iluminó la estancia. Joe había puesto la instalación eléctrica para mayor comodidad y privacidad y no tener que depender de los criados para encender las lámparas de gas cuando quería nadar. Dio un paso hasta colocarse detrás de ella e intentó ver la sala como la podría estar viendo ella... la gran piscina coronada por una tenue nube de vapor, el suelo, una obra de arte de mosaicos con animales entrelazados, la negra chimenea de mármol vacía en el lejano rincón derecho, una peque¬ña bañera de porcelana pintada delicadamente en tonos amarillos, azules y rojos en la pared exterior.
Ahora le pertenecía a ella. Todo lo que él poseía era suyo.
No dejaría que volviera a marcharse.
—Hace más frío aquí que en la casa de tu madre.
Joe la condujo hacia la bañera de porcelana.
--Mi madre es perezosa. Prefiere relajarse en la piscina, mientras que yo prefiero nadar. Mantengo el agua caliente pero no tanto como en un baño común. Yo me ba¬ño aquí—se inclinó para poner el tapón a la bañera de por¬celana antes de girar los dos grifos de oro; agua caliente y fría salió a borbotones del chorro con forma de delfín— y luego nado.
Irguiéndose, desató el cinturón de seda que mantenía cerrada su bata.
______ fijó la mirada en el chorro de agua que caía en la bañera. Sus mejillas tenían un pálido rubor rosado.
Joe se despojó de la bata, dejando que se deslizara por su cuerpo hasta caer al suelo en una cascada.
El rubor sobre las mejillas de ______ se oscureció.
—Jamás he hecho esto.
El vapor los envolvió.
—Nadaste en casa de la condesa.
—Si, pero me desnudé detrás de un biombo.
—No tengo biombo.
— ¿Puedes darte la vuelta, por favor?
—No —dijo descaradamente.
No permitiría que se escondiera pudorosamente detrás de un biombo o de la falsa modestia. Era tanto su de¬seo de lo que ella le ofrecía que no aceptaría nada que no fuera la más pura sinceridad.
______ enderezó la columna y examinó la variedad de cepillos y jabones sobre el estante de mosaico sobre la bañera.
—He tenido dos hijos,
—Eso has dicho.
—Mi cuerpo no es... lo que era.
—______, quiero a la mujer que eres ahora, no a la niña que una vez, fuiste. Si quieres complacerme enton¬ces desnúdate para mí.
—Si no te gusta lo que ves, debes decírmelo. —Él hizo un esfuerzo para oírla por encima de la cascada rugiente. No te forzaría a hacer algo que no deseas.
Como lo había hecho con su esposo. Quizás algún día le contaría lo que Edward había hecho y dicho cuando ha¬bía intentado seducirlo.
De manera torpe, ______ se quitó el corpiño. Lle¬vaba la misma camisola que la noche anterior, el escote cua¬drado se abría sobre la curva de sus pechos.
La respiración de Joe se aceleró.
Desviando el rostro del lugar en el que el cuerpo de Joe mostraba perfectamente cómo era un hombre totalmente erecto, ______ miró a su alrededor buscan¬do un lugar para colgar el corpiño de terciopelo. Joe lo cogió con calma de su mano. Lo arrojó hacia la chimenea y esperó, el estruendo del agua que llenaba la bañera re¬sultaba atronador en medio del silencio.
Con la cabeza inclinada, desabrochó la cintura de su falda y dejó que cayera alrededor de sus pies. Desatando el polisón chato, también lo dejó caer con un golpe sordo aho¬gado por el terciopelo que cubría los azulejos.
El cuerpo de Joseph se contrajo, anticipando, te¬miendo. Ella había estado a punto de ser asesinada; sin du¬da debía de estar aún conmocionada. Tenía que evitar que diera aquel paso hasta que no se recuperara, porque una vez que se entregara a él no habría vuelta atrás. Ella había dicho la noche anterior que se arrepentiría de bailar con él. Pero no se detendría ante un rápido vals alrededor de la piscina. No se detendría hasta que hubiesen explorado por completo las cuarenta posturas del amor, más todas las va¬riantes que Joseph había aprendido en los últimos veinticinco años.
Una por una ______ desató las dos enaguas y el seguía sin detenerla. El blanco algodón cayó formando un bulto a sus pies.
Sin pensarlo, se estiró e hizo un fardo con la camiso¬la informe en sus manos. Sus nudillos descansaron sobre las costillas de ella; su piel estaba tensa bajo el tenue algodón.
—Levanta los brazos.
Joe deslizó la prenda por su cabeza y quedó pa¬ralizado con los brazos de ella todavía en el aire, atrapados por la camisola.
Magníficos, había dicho Josefa. Joe nunca había visto nada tan hermoso en su vida.
Sus pechos eran de un blanco cremoso, con pezones como capullos plegados de rosa, hinchados y sensibles por sus besos de la noche anterior. Tenía una cintura delgada que se ampliaba en caderas generosas, cubiertas sólo por los ajustados calzones de algodón.
El calor sexual enrojeció su cara; descendió hasta sus pies...
— ¡Ela’na! —Dio un tirón brusco a la camisola, ti¬rándola sin saber hacia dónde. Inclinándose, giró los gri¬fos de oro hasta cerrarlos.
La bañera se había desbordado. ______ estaba de píe como si no supiera qué hacer con sus manos mientras su ropa se empapaba de agua caliente.
Joe sí sabía que podía hacer con sus manos. Podía bombearlo, acariciarlo, chuparlo... Todo aquello que dijo que quería hacer pero que había planeado hacer a su esposo.
Joe se enderezó.
—Date la vuelta y mírame.
Lenta, muy lentamente, ella se giró.
Tenso, con el cuerpo duro como la hoja de piedra que alguna vez había intentado retirar de una estatua, Joe esperó su aprobación.
Pudo oír su profundo suspiro, pudo ver la dilatación de sus ojos.
—Tienes... vello púbico.
La observación le cogió momentáneamente por sorpresa... hasta que recordó que se había bañado con su madre. En apariencia, la condesa era más árabe de lo que hacía pensar a los demás.
—Mi mitad inglesa. No me inspira la fe musulmana. Cuando un hombre se quita el vello de ciertas partes del cuerpo es un asunto arriesgado.
La mirada de ______ era arrobada.
—Eres... más largo que el falo artificial,
—Sí.
—Y más grueso.
—Sí —apretó tos dientes, estirándose y ensanchándose casi hasta lo imposible.
—Tiene una cabeza rojo-púrpura, como una ciruela, sólo que más grande. ¿Estás seguro de que podré tomarte todo entero?
El cuerpo de Joe se flexionó involuntariamen¬te. Respiró temblando.
—Hay un lugar especial dentro de tu cuerpo, detrás de la boca de tu útero. Permite que un hombre encaje más profundamente dentro de una mujer. De otra manera po¬dría ser incapaz de entrar hasta el final. —La obligó a levantar la cabeza, atrapándola con su mirada—. Te puedo mostrar ese lugar.
En los ojos de ______ no había ni repulsión ni temor, sólo la curiosidad de una mujer y el deseo de ex¬perimentar la proximidad de la unión sexual.
— ¿Cómo?
—Quítate el resto de la ropa.
Las manos de ______ temblaron mientras intentaba desabrochar los dos botones de la cintura de sus cal¬zones de algodón. Joe se preguntó si sería consciente del compromiso que alcanzaría al entregarse a él. Y luego ya no se preguntó nada más, porque ella estaba de pie desnuda, salvo por las medias de color carne y los zapatos, que habían quedado ocultos bajo un montón de ropa húmeda.
Su vello era color caoba, como su cabello. Sus muslos eran voluptuosos. Las rodillas con hoyuelos acababan en delgados tobillos.
Se imaginó a sí mismo en medio de aquellos suaves muslos blancos e imaginó sus delgados tobillos cruzados alrededor de su cintura, tomándolo por completo, cada cen¬tímetro de él.
—Pon tu pie derecho sobre el borde de la bañera le ordenó ronco.
La modestia luchaba con la excitación en el interior de ______.
— ¿No debo... quitarme los zapatos y las medias?
Más tarde, pensó él. Pero pensándolo mejor, tal vez no. Las medias ajustadas a los muslos eran la fantasía se¬xual de todo hombre.
—Ahora no. Quiero mostrarte ese lugar especial dentro de tu cuerpo.
Los pechos le temblaron con la fuerza de su respi¬ración.
— ¿Acaso no hay una posición más digna que pue¬da asumir para que me muestres ese lugar?
Su pregunta era tan típica de ella que contuvo una sonrisa.
—______...
—Joseph... siento vergüenza—inclinó la barbilla, desafiándole a burlarse de ella—. Jamás he estado desnuda... así.
—Has dicho que querías darme placer—la retó bruscamente—. Que querías hacer sentir algo maravilloso a alguien.
El mentón de ______ se alzó todavía más.
—Lo he dicho y lo deseo.
—Entonces, déjame ser ese alguien. Pídeme que te toque, taliba. Levanta la pierna y abre tu cuerpo para que pueda entrar bien adentro y pídeme que te toque.
El pulso de ______ se aceleró en su garganta; un río de vapor se deslizó entre sus pechos. Se mantuvo aler¬ta durante un instante que pareció eterno antes de sacar torpemente su pie derecho del revoltijo de sus calzones, enaguas empapadas y falda de terciopelo. Alzó la pierna y apo¬yó uno de sus zapatos de tacón cuadrado sobre el borde de la bañera desbordada de agua.
El cuerpo de Joe se contrajo al ver el zapato de charol, se detuvo sobre el lazo de seda negro que se abro¬chaba encima de su estrecho pie, recorrió lentamente el lar¬go de su media color carne hasta el centro de sus muslos y los delicados labios internos que asomaban entre sus bu¬cles color caoba, rosados como sus pezones. Una gota de humedad perlada brilló en el interior de sus muslos.
Una aguda necesidad acribilló su entrepierna. Aque¬lla perla de humedad no era producto de la emoción.
—Por favor, tócame, Joseph. —Su voz temblaba. Con nerviosismo. Anhelante ante aquel juego desconoci¬do entre un hombre y una mujer—. Entra en mi cuerpo y muéstrame cómo puedes ser mío por completo.
Con el corazón golpeando contra sus costillas, Joe se acercó más todavía, hasta que sintió el calor de su cuer¬po al descubierto. Curvando su mano izquierda alrededor de la cadera derecha de ella para asentarla, rozó ligeramente su mata color caoba con su mano derecha, tocó la redondez de sus labios y la elasticidad de su secreción femenina.
______ agarró sus hombros, forjando un vínculo primordial, un hombre tocando a una mujer, una mujer tocando a un hombre.
Había pasión en los ojos de ella y estaba él, dos ca¬bezas rubias en miniatura, dos pares de ojos turquesas bastardos. Joe peinó el fleco húmedo de su vello púbico, con ligereza movió un dedo de adelante hacia atrás hasta que sus labios se abrieron y se enroscaron alrededor de él como una flor de invernadero.
— ¿Te tocó así él? —preguntó en una voz baja, aho¬gada, odiándose por hacerlo pero incapaz de evitarlo. Si Petre o su padre no hubieran intentado matarla todavía estaría con su esposo.
El deseo le nubló los ojos a ______. Hizo una cu¬ña con sus manos entre los cuerpos de ambos... iba a apar¬tarlo.
Joe tocó su entrada caliente, húmeda, con la pun¬ta de su dedo describiendo círculos alrededor del lugar que ella había ofrecido a Petre después de que Joe la había excitado.
— ¿Te tocó aquí él?
______ se quedó quieta, sintiendo la peligrosidad de su ánimo.
—Edward no me ha tocado... jamás. Vino a mi cama, me penetró con fuerza, después terminó y se fue. Y ni siquiera ha hecho eso en doce años y medio. Todo lo que quería era dejarme embarazada. Nadie me ha tocado jamás, Joseph. Nadie sino tú.
Joe cerró los ojos, evitando el dolor de ______, su propio dolor, mientras la punta de su dedo giraba y giraba alrededor de la caliente humedad de ella, ense¬ñándole a aceptar que él la tocara, preparándola para el momento en el cual algo mucho más grande lucharía por entrar.
—Pero lo habrías tomado en tu interior el sábado pasado. Usaste todo lo que yo te había enseñado que me excitaba para seducir a otro hombre.
—No. —Enroscó sus dedos en la mata de oscuro ca¬bello rubio que cubría su pecho—. Nunca podría haber he¬cho eso.
Joe abrió los ojos, luchando contra la ira, el dolor, necesitando perderse en el cuerpo de ella, necesitando que ella se perdiese en su cuerpo.
—Entonces relájate aquí abajo. —Presionó su dedo contra ella, pero sintió que sus músculos se contraían fuer¬temente, bloqueando la entrada—. Tómame en tu interior.
Recuerdos prohibidos, recuerdos no deseados revi¬vieron.
Deslizando su mano izquierda sobre la suave re¬dondez de su cadera, Joe estiró su mano hacia atrás y tomó sus nalgas en forma de corazón para que permane¬ciera quieta.
—Déjame ayudarte, taliba —déjame ayudarte a ha¬cerme olvidar—. Cuando te toque aquí... —deslizó su de¬do nuevamente hacia los pliegues húmedos de su carne y cuando encontró el capullo duro y pequeño cuyo único pro¬pósito es darle placer a una mujer lo acarició durante largos segundos— mantente abierta. Y cuando me deslice por aquí... —acompañó sus palabras con acciones, estimulando la abertura que estaba tensamente cerrada— empuja tus caderas hacia arriba para presionar tu clítoris contra la palma de mi mano. Ahora. Mi dedo está sobre tu clítoris. —Ella hizo fuerza contra la mano de él. No tardaría mucho en hacerla alcanzar el orgasmo, pero todavía no quería que sucediera—. Y ahora estoy deslizándome hacia abajo.
Instintivamente ______ embistió con sus caderas hacia arriba para retener el contacto, la entrada relajada, la guardia baja. El dedo de Joe se hundió profundamen¬te dentro de ella, estirándola donde no había sido estirada durante más de doce años.
______ se convulsionó alrededor de su dedo.
—Joseph, sácalo. No estoy pre...
Joe apagó su grito en su boca, metiendo su len¬gua para contrarrestar la pequeña invasión en sus otros la¬bios. Si ______ se hubiera resistido, si hubiera mostra¬do de alguna forma que no estaba verdaderamente preparada para la penetración, él habría salido. Pero ella no lo hizo.
Joe podía sentir todo el cuerpo de ella temblan¬do, no sólo de pasión. No estaba preparada para la reali¬dad de un hombre o la intensidad de su deseo. Pero pronto lo estaría.
Suavemente, lamió su paladar mientras sumergía su dedo aún más profundamente dentro de ella hasta que su avance fue frenado por una dureza interior, la boca de su úte¬ro. Joe levantó la cabeza y miró sus labios hinchados, sus pechos que temblaban con cada respiración, la blanca piel de su vientre, su mata color caoba, y la oscura línea de la mu¬ñeca de él mientras desaparecía entre las piernas de ella.
— ¿Te duele esto? —Con delicadeza, empujó el hoyo duro del cuello del útero.
______ luchó por mantener la calma.
—Me quema. Y siento... presión. No vine para esto. Quiero darte placer a ti.
Joe empujó otra vez.
—Shhh. Todavía no. Déjame mostrarte cómo to¬marme... Ésta es la abertura a tu vientre. Aquí es donde una mujer toma la semilla del hombre y más tarde se abre para darle a su hijo. Voy a meter otro dedo en tu interior.
El tejido sedoso de ella palpitaba alrededor de él. Las uñas de ______ se hundieron en sus hombros.
—Por favor...
Por favor, no le hagas daño. Por favor, dale placer.
Por favor, no me rechaces.
Bajó su cabeza en un suspiro de beso.
—Siempre tan elegante. No soy tu esposo, taliba. No quiero tus modales. Quiero que gimas, grites y me supliques que te penetre.
Sus uñas se clavaron todavía más.
—Las relaciones íntimas no son muy decorosas.
—No, el sexo no es muy decoroso—asintió. Y le me¬tió un segundo dedo. Bebió su grito, un sonido agudo y penetrante de placer y tensión insoportables.
Estaba tan estrecha. Joe no recordaba haber tocado jamás a una virgen que estuviera tan estrecha.
Penetraba su boca mientras penetraba su cuerpo; con vacilación, la lengua de ______ acarició la de Joe mientras las puntas de sus dedos acariciaban con firmeza la bo¬ca de su vientre. Presionando suave e inexorablemente, exploró la parte posterior de su v@$*%a, hurgando, empu¬jando más arriba, más hondo... forzando su entrada hasta que de repente el cuerpo de ella se abrió y los dedos de él fueron atrapados en el pliegue especial detrás del cuello del útero que permite que un hombre con un gran falo pueda penetrar unos centímetros más.
El aire caliente llenó la boca de Joe. El aliento de ______. La carne interna de ella apretó las puntas de sus dedos comprimiéndolos dolorosamente.
—Éste es el lugar especial, taliba. —Con delicadeza, empujó sus dos dedos moviéndolos de arriba a abajo, con cuidado para no quedar fuera del ajustado pliegue—. Cuan¬do entre y la presión o el dolor se vuelvan demasiado gran¬des porque te estoy penetrando demasiado profundamen¬te, no olvides inclinar tus caderas para que pueda deslizarme más allá del cuello del útero y pueda acceder a este lugar.
______ apretó los párpados. El vapor rociaba su cara, goteaba de la punta de su nariz.
—No sabía que un hombre podía penetrar a una mu¬jer tan profundamente.
Joe besó la gota de vapor para que desaparecie¬ra de su nariz.
—Esto son sólo dos dedos, taliba. Hay más. Mucho, mucho más.
Lenta, suavemente, salió, sintiendo el cuerpo de ella aferrarse a él como queriendo mantenerlo en su lugar es¬pecial, el lugar especial que pertenecía a ambos ahora, nadie la había penetrado jamás tan hondo como él, como él la iba a penetrar. Salió con suavidad de su v@$*%a, se deslizó hacia arriba, y encontró su pequeño capullo hinchado. Palpita¬ba frenéticamente bajo las puntas húmedas de sus dedos.
—Pídeme que te toque, taliba —murmuró espeso en su boca.
—Tócame, Joseph —le susurró ella a su vez con el aliento quemándole los labios.
— ¿Dónde? Dime dónde debo tocarte.
______ se aferró a sus hombros, esforzándose por estar más cerca de los suaves dedos de él.
—Ahí. Por favor. Ahí.
— ¿No quieres que te toque dentro?
Jadeó suavemente en la boca de él, con su cuerpo hundiéndose contra las puntas de sus dedos, que él hacía girar en círculos.
—Sí, por favor, tócame dentro... oh, ahí, sí, ¡no te de¬tengas!
—Inclina tus caderas.
Deliberadamente, oprimió su clítoris a través de los suaves bordes húmedos de sus labios mayores mientras la¬mía delicadamente la comisura de su boca. ______ in¬clinó sus caderas hacia delante, arqueándose en la palma de la mano de él para obtener la presión que necesitaba.
—Ahora pídeme que meta tres dedos en tu lugar es¬pecial.
—Tres...
Joe podía escuchar las palabras que no llegó a de¬cir, era demasiado, no podía aceptar un tercer dedo, casi no habían entrado dos.
—Dímelo, taliba.
______ se pasó la lengua por los labios, encon¬trando los de él.
—Por favor, mete tres dedos en mi lugar especial, só¬lo que por favor, por favor...
Un placer salvaje se apoderó de Joe. Inclinando su boca sobre la de ella, sorbió su lengua dentro de su boca... y metió con fuerza tres dedos dentro de su cuerpo, abierto para él en aquel momento de descuido, anticipando una caricia y no una invasión.
______ agarró su cabello y tiró de él para que com¬partiera su dolor a medida que ascendía hacia el cuello sepultado.
—Inclina tus caderas, ______. Tómame, taliba. Si no puedes tomar tres dedos ahora, jamás podrás recibir todo lo que tengo después.
Un pequeño sollozo llenó la boca de Joe, y en¬seguida ella inclinó sus caderas hacia delante y él encontró el lugar especial dentro de su cuerpo. Apretó las puntas de los dedos de Joe tan fuerte que no podría haberse reti¬rado aunque hubiese querido.
Joe hundió su cara en la curva de su cuello; el va¬por y el sudor chorreaban por su frente. Olía ligeramente a gas pero era más fuerte el olor a piel calida, húmeda y un deseo aún más caliente.
— ¿Por qué no viniste a casa conmigo anoche? —El apretado núcleo interior de ella palpitaba al ritmo de los la¬tidos de su corazón. El lúbrico deseo femenino salía de su cuerpo, formando un charco en su palma. Apretó sus de¬dos alrededor de una de sus nalgas, deliciosamente suave... ¿ Cómo podía haber pensado ella que lo estaba obligando a algo cuando todo lo que él quería era que ella viniera a él, para él, con él... y la acercó aún más, necesitando la reali¬dad de su sexo, la promesa de su cuerpo—.
— ¿Por qué te arriesgaste a morir en lugar de venir a mí?
La humedad dejó un rastro hasta su hombro, vapor, sudor, lágrimas. ______ frotó su mejilla contra él, sus pieles resbaladizas fundidas, por fuera, por dentro.
—Mis hijos. Edward amenazó con quitarme a mis hijos.
Salobres lágrimas quemaban los ojos de Joseph.
— ¿Habrías venido a mí anoche... si no hubiera ha¬bido nadie más?
—Sí.
Joe sintió que la palabra resonaba en todo su cuerpo, el movimiento de los labios de ella contra su hom¬bro, el oscuro calor de su aliento, el suave suspiro del so¬nido.
— ¿Sólo para esto? —Movió los dedos bien dentro de ella.
—No, por algo más.
— ¿Te unirías a un bastardo?
—Me uniría a ti.
Joe hundió su cara más profundamente dentro de su cuello, derritiéndose, sus dedos, los últimos nueve años de su vida, la rabia, los celos surgidos del temor. Él era un hombre. Para ella él era un hombre, y eso era más que suficiente.
—No permitiré que te quiten a tus hijos, taliba. Mien¬tras estemos juntos, estarás a salvo. Debes confiar en mí.
—Milord, tengo tres dedos tuyos en mi interior. —El remilgo áspero de su voz quedó arruinado por un temblor interno—. Debo confiar en ti, o no estaría aquí.
Él protegería aquella confianza. Sin importar el cos¬te. Tenía la información. Petre le había dado los medios.
—Deja que te bañe. Déjame que elimine los últimos restos de Edward Petre de tu piel.
— ¿Ahora?
El cuerpo de ella se había relajado alrededor de sus dedos; estaba casi lista.
—Ahora.
—Joseph, no me parece...
—Confía en mí, taliba.
—Pero necesito quitarme las medias y los zapatos...
—Cuando sea el momento, yo te los quitaré.
—Joseph, tengo miedo.
—No de esto, ______. No tengas miedo a esto.
Sus ojos color avellana parpadearon con incertidumbre.
— ¿Tiemblas con pasión, lord Safyre?
El recuerdo de las clases estaba presente; eran una parte de ella tanto como aquellos dedos de él que ahora forjaban parte de sí misma.
—Tiemblo de pasión, taliba. Por ti.
— ¿Me bañarás... cómo?
—Con mi lengua. Mientras mis dedos te mantienen abierta para mí.
Los músculos de ______ se contrajeron impulsi¬vamente.
—Una mujer también tiembla de pasión.
Una sonrisa triste torció los labios de Joe.
—Lo sé.
— ¿Qué pasa si me caigo?
Como respuesta, él se arrodilló sobre el mojado mon¬tón de ropa y aspiró su olor, lo saboreó, viéndola mientras lo abrazaba. La oscura piel de sus dedos desapareció den¬tro de un anillo rosado de carne. Gotas brillantes de deseo femenino chorreaban por su palma.
Un destello de media color carne doblándose hacia dentro atrajo su atención. Al mismo tiempo, los músculos de ______ se tensaron alrededor de la base de sus dedos.
La mano izquierda de Joe salió rápido, agarran¬do su muslo.
—Mantén tu pie sobre la bañera, taliba.
—Puedes verme.
—Y olerte. —Se acercó aún más—. Y probarte. —Acer¬có su nariz al húmedo vellón color caoba, la rozó con su lengua—. Y besarte.
Ella enredó sus dedos en el cabello de él.
—Me caeré.
Joe levantó la cabeza y se encontró con su mira¬da. Temor. Reconocimiento. Una necesidad que era al mis¬mo tiempo dolor y placer. Estaba todo allí en sus ojos co¬lor avellana.
—No dejaré que te caigas, taliba. Inclinándose hacia delante, chupó el capullo hin¬chado de su clítoris con sus labios, bañó los pliegues de su carne, suaves como un pétalo, con su lengua, exploró la dureza de su mano y la húmeda abertura caliente estirada hasta una delgadez extrema para tomar sus tres dedos. La lamió, lamió lo que había de ella en su mano, lamió hasta conocer cada matiz, cada pliegue, cada textura. Extendiendo sus dedos, lamió a través de los espacios y probó su esen¬cia misma. Joe siguió lamiendo hasta que todo lo que la sostenía era el pilar de sus dedos entre los muslos de ella y la mano de él agarrando sus nalgas.
De pronto, ______ le tiró tan bruscamente del cabello que su cabeza se inclinó hacia atrás.
—Te necesito, Joseph. Ahora. Por favor. Penétrame. Tú. No tus dedos. Por favor, no me dejes sola ahora.
La voz ronca de ella corría pareja a la necesidad de él.
—No tengo nada aquí para protegerte.
Al caer en la cuenta de lo que podía suceder, su ros¬tro se sonrojó. La idea del embarazo jamás se le había ocurrido.
______ soltó su cabello, apaciguó el pequeño dolor.
— ¿El jardín perfumado... no incluía medidas pre¬ventivas?
Joe inclinó la cabeza en la suavidad de su abdo¬men ligeramente redondeado y lo imaginó grande llevando a su hijo. Y se maldijo por la idea de que si la dejaba emba¬razada, ella le concedería la misma devoción que le había dado a Edward Petre.
—No son infalibles.
— ¿Y lo que tienes arriba, sí?
—No.
Forzándose a mirar hacia arriba, Joe observó sus labios hinchados, enrojecidos. Estaban apretados.
Aquella era la realidad de unirse a un bastardo. La ver¬güenza. La ruina social. Llevar el hijo de un jeque bastardo.
—Puedo darte esto, ______. —Agitó sus dedos dentro de ella; más humedad se derramó sobre su mano—. Pero no te puedo dar respetabilidad. Ni aunque quisiera.
— ¿Qué harías si yo... si nosotros... si yo me quedo embarazada?
—Te contemplaría amamantar a nuestro hijo. Y des¬pués tomaría la leche que nuestro hijo o hija hubiese dejado.
Los labios de ______ temblaron, se relajaron. Su v@$*%a se apretó, palpitó.
—Te deseo, Joseph. Ahora. Estoy cansada de dor¬mir sola. Quiero sentir tu cuerpo dentro del mío. Quiero saber lo que es dar y recibir placer.
Ahora estaba preparada.
—Entonces tendrás lo que deseas.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 20
______ se hallaba dilatada a mas no poder, con tres dedos en su interior, mientras miraba ha¬cia abajo a unos ojos tan intensamente turquesas que re¬sultaba doloroso verlos; al instante se sintió imposiblemente vacía y todo su mundo se puso patas arriba.
Se aferró a los hombros de Joseph, tensos y rígidos del esfuerzo de levantarla, asustada de que la dejara caer, pero deseando que sucediera.
¿No bastaba con haber visto cada defecto, cada es¬tría? ¿Tenía que saber también cuánto pesaba? ¿Debía continuar riéndose de ella y provocándola?
—Soy perfectamente capaz de caminar sola —protestó con rigidez.
—No lo serás —murmuró, rozando sus labios con los de ella. Su boca estaba caliente y húmeda de la esencia de ______.
Una flecha de calor recorrió su cuerpo al imaginar¬lo mirando cómo amamantaba... luego tomando leche de sus pechos.
— ¿Qué... qué tipo de medidas preventivas vas a usar?
Joe ladeó la cabeza, con sus ojos chispeando con su habitual intención burlona. Ella era agudamente cons¬ciente del brazo de él debajo de sus nalgas desnudas. Y la humedad que caía por su cuerpo invadido.
—Creo que champán.
— ¿Champán? —Le clavó la mirada en el mentón; estaba cubierto por una barba de color dorado oscuro de varios días, el mismo tono que el vello alrededor de su miembro viril—. ¿Los árabes tomaban champán... hace trescientos años?
—Probablemente. —Sus labios húmedos brillaban de ella.
Joe la había visto. Olido. Saboreado.
—Dudo mucho que emborracharse prevenga un em¬barazo.
Él sonrió, mostrándole sus blancos dientes.
—Lo que tenía en mente era una ducha de champán. Seguida de un almuerzo de champán.
______ intentó erradicar el recuerdo de su cabe¬za, fracasó.
—En mi ágape nupcial me permitieron beber una co¬pa de champán.
—Entonces hoy te tomarás toda la botella.
El lugar especial que Joseph había encontrado den¬tro de su cuerpo ardía y palpitaba ante la imagen erótica que sus palabras conjuraban. No era posible que quisiera...
Su mirada se dirigió a la de él, sólo separadas por un suspiro. El conocimiento carnal relucía en sus profundi¬dades. De ella. De sus necesidades.
—No estás haciendo esto porque te doy lástima, ¿verdad?
Los ojos de Joe se oscurecieron.
—______, un hombre no saborea el cuerpo de una mujer porque le dé lástima.
—Pero sería posible que lo hicieras para ser amable.
—Soy medio árabe. Los árabes no son amables.
—Eres medio inglés —insistió ella.
—Y ellos tampoco son amables —replicó áspero.
—Pero tú has conocido la amabilidad de la condesa.
—No confundas amabilidad con amor. —Su aliento estaba caliente pero el frío se instaló detrás de sus ojos—. He conocido el amor, pero llega un momento en la vida en que no importa ser árabe o inglés. No siempre podemos ser amables, especialmente con aquellos que amamos. ______ no había conocido ni la amabilidad ni el amor junto a su esposo. No permitiría que el temor des¬truyera la oportunidad de experimentar ambas cosas.
—Espero que el champán no esté helado. —La frialdad de sus ojos desapareció. La risa tronó en su pecho; agitó todo su cuerpo.
—Será una experiencia, taliba, para ambos.
Un latido palpitó en la base del cuello de Joe.
— ¿Jamás.... le has dado a nadie una ducha?
—No ha habido necesidad. Si prefieres, iremos arri¬ba a mi habitación. Allí tengo preservativos.
______ respiró hondo para tranquilizarse.
—No quiero que uses un preservativo. Quiero sen¬tir tu carne dentro de mi carne. Quiero sentirte eyacular en mi interior —por placer y no por deber—. Y luego quiero que me llenes de champán y bebas de mí.
La boca de Joe le quitó el aliento. ______ apre¬tó sus párpados y abrió su boca para él. Había una determinación dura y masculina en su beso, pero también había ternura. La lengua de Joe era una invasión que no ad¬mitía compromisos; imitaba los movimientos que sus de¬dos habían establecido antes.
Envolvió sus brazos alrededor de su cuello y lo atrajo más hacia sí, deseando la embestida de su lengua, la embestida de sus dedos, la embestida de su miembro viril. Ningún hombre la había deseado jamás. La virtud parecía ser una fría compensación. La muerte una más fría todavía.
Una dureza gélida impactó en sus nalgas desnudas. Instintivamente soltó la tibia columna del cuello para bus¬car el apoyo de... un lirio de cerámica. Joe la había po¬sado en el borde de la piscina.
Un chorro de agua estalló en el silencio; tibias gotas rociaron sus pechos.
La mirada de ______ trepó hacia arriba... Joe estaba de pie en la piscina. El vello rubio oscuro apuntaba hacia su abdomen y se enroscaba alrededor de la base de un p*@e largo y grueso. Su bulbosa corona color morado pasó rozando por la superficie del agua.
______ estaba a punto de hacer lo imperdonable. Iba a gozar del sexo con un hombre que no era su esposo. Un hombre a quien la sociedad llamaba el Jeque Bastar¬do. Un bastardo que podía darle un bastardo.
______ observó su longitud vigorosa. Podía ha¬cerle daño. Podía rechazarla. Podía probar de una vez por todas que había algo más en la unión de un hombre y una mujer que la frustración hueca y solitaria.
Como si supiera en qué estaba pensando, se aden¬tró en el agua hacia ella, cogiéndola de los tobillos. Ella siguió su mirada, observando los zapatos de charol ne¬gro y las medias color carne que apretaban sus muslos. Sin duda había algo bastante lascivo en una mujer vesti¬da así.
El duro calor que se aferraba a sus tobillos la arrastró por los azulejos de fría cerámica que los separaba.
—Acércate hacia delante, dobla tus rodillas, y pon los pies bien separados sobre el borde de la piscina.
______ alzó la cabeza bruscamente. Joe la ha¬bía visto cuando tenía una pierna levantada sobre la bañe¬ra, pero esto...
—Estaré... indecente.
—Estarás completamente abierta y totalmente acce¬sible. Lebeuss el djoureb, taliba. Sólo que yo estaré de pie en lugar de sentado. Y tú estarás abierta frente a mí... para poder frotar mi verga contra tu vulva... y golpear a la puerta de tu v@$*%a... hasta que estés tan húmeda... y tan dilatada... que me tragarás todo entero.
La nota.
Él la había recordado.
Ella tenía sus propios recuerdos. Él quería una mujer caliente, húmeda, voluptuosa, que no temiera a su sexuali¬dad ni se avergonzara de satisfacer sus necesidades.
— ¿Esto es parte de la unión?
Joe no fingió que había entendido mal.
—La lujuria es una parte de la unión, taliba. Pero la lujuria es fácil de satisfacer. No requiere que una mujer se abra tan completamente a un hombre, siendo vulnera¬ble a todas las caricias de él, a todos sus deseos.
Como él quería que ella se abriera para él.
Observando su rostro oscuramente decidido, ______ se arrimó hacia adelante, dobló sus rodillas y las apar¬tó bien para que él se deleitara.
El calor húmedo que subía del agua era una suave caricia. Sintió como si él pudiera ver dentro de su cuerpo, como si su carne se estuviera desplegando allí donde él la había penetrado con sus dedos. Joe colocó sus pies firmemente sobre el borde de los azulejos; ella se apoyó sobre sus talones.
—Sin arrepentimientos, ______.
Sus pechos vibraban con la fuerza de los latidos de su corazón; inhaló el aire tibio y vaporoso.
—Sin arrepentimientos, Joseph. No me he arrepentido de bailar contigo anoche. Sólo he sentido no haber hecho esto.
Los dedos de Joe se apretaron alrededor de sus tobillos; los apartó aún más.
—Recuéstate sobre tus manos.
______ no apartaba la mirada de su deseo... o del de ella.
—Quiero mirar. Quiero saberlo... todo.
Cada pequeña caricia que le habían negado en los últimos dieciséis años.
Joe bajó su mano y levantó el miembro erecto para que ella lo pudiera observar. La cabeza morada era mucho más grande que la del falo artificial.
Lenta y deliberadamente, Joe lo guió hacia el cuerpo expuesto de ella.
—Entonces, observa.
Un calor abrasador irrumpió en su v@$*%a.
Ella lanzó un grito sofocado. Él hizo lo mismo.
La electricidad había quemado su dedo cuando ella había tocado el labio de él. Esto... esto era como ser rasga¬da por un rayo.
La mirada de ______ subió veloz desde donde sus cuerpos se tocaban.
La mirada de Joe la estaba esperando.
—Tú... estás caliente.
Casi tan caliente como sus ojos turquesas.
—También lo estás tú, taliba. —Un calor abrasador la recorrió desde su v@$*%a, apartó los labios de sus labios mayores, la frotó de arriba abajo hasta que estuvo total¬mente abierta y su pasión mezclada con la de él—. Como seda caliente.
______ intentó regular su respiración, no lo logró.
—Puedo sentirte latiendo contra mí, como un di¬minuto latido de corazón. ¿Será así cuando estés dentro?
Los párpados de Joe se desplomaron; ella siguió su mirada. Los húmedos labios rosados estaban bien sepa¬rados por la morada y ensanchada corona. Incluso mientras ella observaba, se deslizó aún más abajo. La bulbosa protuberancia palpó su elástico calor, un beso de sexo, presionando pero sin entrar, haciéndola sentir los músculos en el cuerpo de él, esforzándose por entrar, mientras él sentía los músculos en el cuerpo de ella, esforzándose por ajustarse.
— ¿Me sientes palpitar ahora?
—Sí —Oh, Dios, Sí.
El pulso de él. El pulso de ella. ______ podía sentirlo todo. Verlo todo.
Joe se meció suavemente contra ella, con su hu¬medad lamiendo la punta de su p*@e mientras el agua le la¬mía los muslos, Como si fuese atraído por los pliegues y arru¬gas delicados de ______, se volvió a poner entre los labios de su vulva. Estirando la mano izquierda, los apartó aún más, mostrando el pequeño capullo duro de su clítoris. Giró a su alrededor la bulbosa protuberancia de su miembro en círcu¬los, la parte más sensible de él contra la más sensible de ella.
Un calor líquido brotó dentro de ______. Se es¬taba derritiendo. O él lo estaba. Ambos estaban húmedos y duros en ese lugar.
—Inclina tus caderas.
______ obedeció automáticamente, observando el milagro de un hombre y una mujer, los rizos color caoba de ella aplastados por la mano oscura de él mientras su otra mano guiaba el bulbo morado de su verga, más grande que una ciruela, más duro, más caliente... Se deslizó por la pen¬diente que él había creado, y luego hubo una presión que fue más que eso, seguida por una sensación de estallido in¬terno mientras el grueso bulbo de él quedó completamente alojado en su interior.
Su carne se ajustó frenéticamente alrededor de él, demasiado tarde. Quemaba. Ardía. Joe se sentía tan grande como un puño y ella no estaba preparada para aquella fusión.
Joe alzó los ojos desde el lugar en donde la había penetrado y se cruzó con la mirada de ______. Inten¬cionadamente, entró un centímetro más mientras el cuerpo de ella se esforzaba por acomodarlo.
— ¿Aún puedes sentirme palpitar?
—Sí. —Acompañaba el latido de su corazón. Apre¬tó sus dientes—. No creo que vayamos a encajar, Joseph.
—Encajaremos, taliba.
Sosteniendo todavía su mirada, salió lentamente de ella; estaba tan húmeda, podía escuchar y sentirlo cuando salió de dentro de ella, el cascabel; y él tenía razón... el idio¬ma inglés no hacía justicia a la realidad árabe. Ella ardía y palpitaba allí donde él la había penetrado. La hacía arder y palpitar aún más, frotando la caliente y estremecedora pasión de él contra el pequeño capullo duro que ella jamás había visto antes, sólo sentido, manteniéndolo expuesto al igual que su abertura.
______ sentía que se sumergía cada vez más en un mundo en donde sólo había un hombre y una mujer cuyos nombres eran Joseph y ______. ¿Cómo podía ser malo esto?
—Inclina tus caderas.
Las levantó involuntariamente para incrementar el contacto con su clítoris; allí; jamás imaginó que un hom¬bre podía ser tan suave y tan duro a la vez. Al mismo tiem¬po, Joe se deslizó a través de los brillantes labios rosa¬dos de su vulva y embistió, el deber de un hombre, el deseo de otro.
¿Por qué habría que matar a alguien... para ponerle freno a esto?
—Espera... hablame —ella jadeó como si él estu¬viera taponándole los pulmones—. Siento como si... me estuviera cayendo.
—Eso es bueno —canturreó él—. Así quiero que te sientas.
______ no quería ser la única que experimentara aquella increíble belleza. Aquel no era el motivo por el cual había ido, para satisfacer sus propias necesidades egoístas-
— ¿Pero y tú? Quiero que sientas lo que yo siento.
—Entonces, acéptame un poco más, taliba.
—Oh... —______ se asentó sobre los azulejos con el cuerpo estirado, ardiendo, atrayéndolo más profunda¬mente. Con desesperación intentó pensar en algo que vi¬niera en su auxilio—. ¿Qué significa Ibn?
—El hijo. —Lenta, lentamente, él salió de dentro de ella... Podía sentir que la carne se aflojaba a su paso. Él vol¬vió a los labios hinchados y al clítoris palpitante, ella po¬día ver su miembro palpitando, podía sentir el mismo pulso en él.
—Dime lo que soñaste.
—¿Qué...?
—Esta mañana has dicho que habías soñado conmi¬go. Inclina tus caderas.
Ahondó todavía más profundamente dentro de ella.
______ echó su cabeza atrás en una agonía de pla¬cer y fijó la mirada en el techo, en las ondas turquesas de agua reflejadas sobre la pintura de esmalte blanco.
—Soñé que chupabas mis pechos. Y que yo acuna¬ba tu cabeza contra mí mientras te daba el pecho.
— ¿Me diste leche?
—No. —El sonido que escapó de su boca era más un gemido que una palabra.
— ¿Te gustaría hacerlo? —Apenas reconocía la voz de él; estaba tensa y ronca.
—Sí. —Se dio cuenta vagamente de que incluso su voz parecía un reflejo de la de Joseph.
No era suficiente.
—Dime.
Joe se mantuvo quieto.
—¿Qué?
—Dime... cuan meritorio eres.
La carne que palpitaba dentro de ella se flexionó.
—Dos palmas de mi mano.
Veinticinco centímetros.
—Dime cuánto tienes en mi interior. Quiero saber¬lo todo. Quiero recordar cada detalle de esto.
Y quizás así pudiera olvidar las largas noches de so¬ledad acostada en una cama comprada por un hombre que jamás la había deseado. Todo gracias a un padre que era ca¬paz de matarla porque ella deseaba algo más.
—Una palma de mi mano, taliba.
Doce centímetros.
—Quiero más. Te quiero todo entero.
Joe le dio más.
— ¿Cuánto más ha sido eso? —jadeó ella.
—Dos centímetros. Ahora toma otro más.
Un centímetro más que le cortaba la respiración. Y luego...— ¡Oh, Dios! —Luchó para reafirmarse, para man¬tener el control de la situación.
—Mira. Míranos.
Con dificultad, ______ bajó su cabeza y clavó la mirada en donde estaban unidos. La mano que mantenía sus labios separados se movió hacia abajo y se colocó bajo su cadera para darle a ella una visión despejada. Una hu¬medad resbaladiza emanaba de su cuerpo alrededor del grueso tallo que lo penetraba. El vello púbico de ambos, dorado oscuro el de él, caoba el de ella, se encontraba pe¬ro no se mezclaba. Cinco centímetros más para llegar.
— ¿Sientes el pulso, ______?
—Sí, Joseph —palpitaba contra el cuello del útero, una presión caliente y brusca.
El aire salió como una ráfaga de sus pulmones. Él se estaba retirando del cuerpo de ella, llevándose el pulso. ______ sentía como si estuviera dividida en dos, como si el se estuviera llevando la mitad de su alma.
—Por favor, vuelve.
—Inmediatamente. —La asedió con el bulbo mo¬rado en forma de ciruela que brillaba con el deseo escurridizo de ella, girando y girando alrededor de su clítoris, presionando su v@$*%a, girando, presionando, gi¬rando.
— ¿Pensaste en esto cuando movías las caderas con¬tra el colchón?
______ había pensado muchas cosas aquella noche.
— ¿Pensé en qué?
— ¿Pensaste en que te acostarías conmigo?
Ella se mantuvo firme ante un espasmo de placer.
—No.
Su voz era la de una mujer que soportaba un insu¬frible dolor. O placer. ______ ya no sabía apreciar la diferencia.
—Pero querías hacerlo.
—Sí... ¡Oh, Dios mío!
—Inclina tus caderas —ordenó ronco, y luego se hundió dentro de ella mientras su cuerpo se abría y se lo tragaba hasta que su vello púbico color caoba se mezcló con el vello dorado. Sentía que se estaba cayendo y no ha¬bía nada que la sostuviera.
______ lo había tomado todo y nada en su vida la había preparado para aquella unión, esta fusión. Él era par¬te de ella, no había espacio para recuperar el aliento.
—«Grande como el brazo de una virgen... con una cabeza redonda... Mide el largo de una palma y media...» citó, medio llorando, medio riéndose.
Un aliento cálido rozó la parte de arriba de su cabeza.
—«Y ¡Oh! Me sentí como si lo hubiese puesto dentro de un brasero» —terminó el verso Joe.
______ sintió como si el brasero hubiese sido pues¬to dentro de ella.
—El jeque lo sabía entonces. Un hombre y una mu¬jer fueron hechos el uno para el otro, para estar así... juntos.
Joe también lo sabía.
______ arrancó la mirada de la visión indescripti¬blemente erótica de su abrazo íntimo. No pensaba que podría seguir sobreviviendo ni un segundo más.
—Mantente firme. —Él la tomó justo debajo de sus pechos —. Deja que te tome. Ahora... puedes usar ambas manos. Levántalas. Suéltate el cabello para mí.
Más consciente del cuerpo de él palpitando en su in¬terior que de sus propios latidos, levantó los brazos len¬tamente. ______ jamás pensó que podía haber un placer que superara la agonía, pero ahora lo sabía. Con cada hor¬quilla que se quitaba, su v@$*%a se contraía alrededor de él; con cada impacto de un prendedor contra un azulejo él la¬tía contra la parte posterior de su vientre.
El aliento le raspaba la garganta, o tal vez fuera el aliento de él el que oía. No sabía dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro.
—Ahora sacude el cabello.
Una suave red de flamígera seda roja cayó como una cascada sobre sus hombros, sus pechos, las manos de él. La carne de ______ ondulaba alrededor de la suya mientras el agua palmeaba suavemente los muslos de Joe. De re¬pente, sintió que no podía contenerse; se aferró a sus hom¬bros y gritó mientras su cuerpo entero se convulsionaba de placer. Y luego comenzó a caer de verdad.
Un gran peso presionó el cuerpo de ella hacia abajo, robándole el poco aliento que permanecía en sus pulmo¬nes. Joe se inclinó sobre ella, uniendo sus cuerpos por dentro y por fuera, de la entrepierna al pecho.
El sudor brillaba sobre su piel oscura; una capa se¬mejante cubría el cuerpo de ella. Podía sentir cómo los latidos del corazón de Joe golpeaban contra su pecho, palpitaban en el lugar especial detrás de su vientre. Las ca¬deras de él abrieron todavía más sus piernas ya estiradas mientras su carne interna se estremecía a su alrededor co¬mo resultado de su orgasmo.
______ cerró sus ojos para no ver la sobrecogedora intensidad de los suyos.
Humedad. Aliento. No había nada que no compar¬tieran en aquella posición.
¿Por qué alguien habría de querer matarla para evitar aquel vínculo íntimo entre un hombre y una mujer?
Labios húmedos y tibios rozaron el cabello de ______, su mejilla, sus ojos, su oreja derecha.
—No llores, taliba.
Era ridículo que estuviera llorando por la experien¬cia más maravillosa de su vida. Tampoco anoche le había sido posible contener las lágrimas cuando él le había chu¬pado los pechos.
______ volvió su rostro hacia la sedosidad de su propio cabello atrapado entre ambos y la mejilla áspera por su barba sin afeitar.
—No sabía que un hombre podía llenar a una mujer tan completamente. No sabía lo hermoso... pero lo que ha hecho Edward es tan horrible. No pude llorar esta maña¬na. No pude sentir... Ha sido simplemente tan... horrible.
Joe se movió; ella podía sentir el ligero movi¬miento repercutir en todo su ser. Dedos calientes y duros despejaron el cabello de su frente, de sus mejillas.
—No te preocupes, taliba. Confía en mí. No volverá a hacerte daño nunca más. Te lo prometo. No llores. Ja¬más dejaré que nadie te haga daño ni a ti ni a tus hijos. No llores, taliba.
La mano de Joe tembló contra la piel de ella. Con pasión. Por ella.
Él merecía algo más que sus lágrimas.
______ abrió sus ojos... y fijó su mirada en los su¬yos, a pocos centímetros de los de ella. La mirada de Joe era oscura, brutal, más negra que turquesa.
—Cuando hice los ejercicios contra el colchón, era en ti en quien pensaba, Joseph —murmuró ella.
Él permaneció quieto.
Ella todavía debía experimentar la fuerza total de su deseo. Y lo deseaba.
______ enhebró sus dedos por la gloriosa mele¬na de su cabello; era mucho más suave que el áspero ve¬llo corporal que cosquilleaba en sus pezones y raspaba su vientre.
—Tal vez soy una ninfómana. Puedo sentirte palpi¬tando contra mi vientre y todo lo que quiero es que estés en mi interior. ¿Puedes chuparme los pechos, por favor?
El cuerpo de Joe pareció henchirse aún más den¬tro de ella. Entre una respiración y otra él se enderezó, irguiéndola con él.
______ dio un manotazo contra los azulejos, pero la retuvo bien sujeta con los brazos arqueando su espalda de modo que su pecho sobresalía hacia delante.
—Alza tu pecho. Ponlo en mi boca.
La llamarada de fuego en sus ojos era inconfundible. Estaba a punto de recibir todo... y más... de lo que nunca había deseado de un hombre.
Con la mano temblando... estaba bien que una mujer temblara de pasión... ella alzó un pecho duro y pesado.
Una ubre.
¡No! Joe había dicho que eran magníficos.
Se inclinó sobre ella, el cabello sedosamente dorado rozando su mejilla, su hombro, el aliento caliente arras¬trándose hacia abajo, más abajo... hasta quedar sujeto a su pezón. Las caderas de ella se movieron en un espasmo ha¬cia delante cuando una corriente eléctrica pareció formar un arco desde su pecho a su vientre. Un sonido sordo bro¬tó de la garganta de Joe como si también lo sintiera, y luego comenzó a chuparla y a empujar su pelvis contra la de ella. Dok, el movimiento que hacía del hombre una maza.
Ella le dio el equivalente femenino, hez, balancean¬do sus caderas en lúbrico acompañamiento. Parecía imposible pero los movimientos combinados lo introdujeron más profundamente dentro del cuerpo de ella y todavía no era suficiente.
La mano derecha de ______ se levantó, intentó aferrarse a la cadera de él, a sus nalgas... necesitaba que él machacara además de presionar.
Joe se lo dio, primero retirándose y haciendo cor¬tas embestidas que se volvieron cada vez más largas y él te¬nía razón, había más, un mundo hasta ahora inexplorado de sensaciones y sonidos, el impacto de la carne, los gritos sofocados de la respiración entrecortada, el agua arremo¬linada, la succión húmeda del cuerpo de ella que se abría como una flor bajo los rayos del sol. El estallido de la bo¬ca de él cuando soltó su pezón.
—Acuéstate —ordenó ásperamente, enderezándose. —Espera...
Pero él no esperó. Enganchó las rodillas de ella por encima de sus brazos y ella cayó sin apoyo, nada para sos¬tenerse sino el impulso duro y sofocante de sus embestidas golpeándola. Un ruido sordo rebotó sobre el techo ondu¬lado; le siguió otro... los zapatos ya no estaban. Sus pies con las medias puestas, empujados hacia arriba, se movían y pa¬teaban con cada golpe del cuerpo de él contra el de ella.
______ jamás se había sentido tan abierta, jamás había pensado que el cuerpo de una mujer podía soportar tanto castigo y desear todavía más, demasiado, no lo sufi¬ciente, demasiado duro, no lo suficientemente duro, dema¬siado profundo, no lo suficientemente profundo. No podía respirar. Tenía que haber un final... una mujer no podía sobrevivir a un placer tan prolongado.
Cuando terminó, ______ creyó que no podría so¬brevivir a la culminación.
Lanzó un grito; todos los músculos de su cuerpo gritaron con ella, convulsionándose, contrayéndose. De manera vaga, oyó un grito ronco que le respondía:
— ¡Alá! ¡Dios!
Con el cuerpo resbaladizo de sudor y vapor ______ se mantuvo totalmente quieta, con los ojos ce¬rrados, el corazón latiendo, y sintió un chorro de líquido caliente en lo más profundo de su ser, el regalo del placer de Joseph.
El hogar.
Durante diecisiete años había vivido en casa de sus pa¬dres; durante dieciséis años había vivido en casa de Edward. Y jamás había experimentado esta bienvenida al hogar.
Abrió los ojos y miró fijamente la mirada turquesa. —Gracias.
El sudor colgaba como gotas de lluvia en su barba sin afeitar. Con una expresión indescifrable, la levantó con sus cuerpos todavía unidos, y envolvió sus piernas toda¬vía con las medias alrededor de su cintura. Girando, ca¬minó por la piscina hasta que el agua tibia hinchó sus me¬dias y lamió sus pechos. Formaba ondas alrededor de ellos mientras su v@$*%a ondulaba alrededor de su miembro con¬sumido.
—Puedo sentir tu semen. Está caliente. Joseph la hizo girar suavemente en círculos dentro del agua, sin responder, simplemente mirándola a los ojos.
— ¿Qué vamos a hacer? —susurró, repentinamente tímida, recordando los ecos de sus gritos en el momento de llegar al éxtasis.
Tal vez lo había decepcionado. Tal vez había malinterpretado su invitación de la noche anterior. Tal vez debía haber ido a un hotel.
Su expresión continuaba siendo enigmática.
— ¿Qué te gustaría hacer a ti?
A ella le gustaría estar con él, así, hasta que pasara la locura.
______ se concentró en el beso de las olas de en vez de en su impenetrable mirada.
—Mi doncella se acuesta con el nuevo lacayo y sin embargo estoy segura de que fue ella la que avisó a Edward de que salía de casa para encontrarme contigo. ¿No es irónico? Edward encontraba la felicidad, pero a mí no me permitiría el mismo privilegio. Creo que Edward contrató a alguien para atemorizarme cuando di el discurso para la asociación. Tengo miedo. Y no me gusta que me asusten.
Él continuó girando y girando en círculos con el agua acariciándola por fuera y su miembro acariciándola por dentro.
—Estás segura conmigo, taliba. ¿Cuándo estuviste en la reunión?
—El jueves por la noche. Te dije que me había gol¬peado con una farola en la neblina. Pero antes de eso, des¬pués de la reunión, el vigilante me confundió con una prostituta y amenazó con matarme. Cuando llegué a casa, Edward me estaba esperando con el comisario, como si es¬perara que yo hubiese tenido un accidente.
Joe bajó la cabeza al tiempo que la alzaba más en sus brazos. La carne tendió un puente a la carne... su frente junto a la de ella; la corona de su miembro viril golpean¬do contra el cuello de su útero.
— ¿Qué dijo el comisario?
Los brazos de ______ se apretaron involuntaria¬mente alrededor de su cuello. Era cada vez más difícil es¬tar atemorizada.
—Dijo que Edward había hecho bien en preocuparse por una esposa que arriesga su vida al no llevar acompañante y que luego se quedaba atrapada en la neblina.
Joe le apretó las nalgas; el movimiento rítmico empujaba y estiraba otras partes más vulnerables de su cuerpo- El agua se filtró en su v@$*%a dilatada.
— ¿Qué dijo Petre?
—El... —Ella apretó sus músculos con una sacudida intentando frenar la entrada de agua. El miembro de Joe aumentó de golpe, deteniendo eficazmente la filtración—. Quería que me vistiera para una cena. ¿Qué estás haciendo?
Una sonrisa torció sus labios.
—Estoy taponando un dique.
______ aspiró su aliento, oliendo su sudor, el su¬dor de ella, el húmedo calor de la piscina.
—Después de taponar el dique, ¿qué harás?
Su verga se alargó hasta que no tuvo dónde ir; incli¬nó las caderas de ella y diestramente embistió en el ajus¬tado espacio detrás del cuello uterino.
—Voy a pedir champán.
El aliento de ______ quedó atrapado en su gar¬ganta.
— ¿Y luego?
—Te voy a dar una ducha. Después voy a lamerte y abordar la modalidad número veintiuno, rekeud elair, montando el corcel. Y tú te colocarás sobre mis caderas y te mo¬verás de arriba abajo sobre mi kamera hasta que llegues al orgasmo una y otra vez.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 21
______ se despertó lenta y perezosamente.
Había músculos que no le dolían desde que había dado a luz a Phillip casi doce años antes, y sin embargo nunca se había sentido tan relajada en su vida. Una efer¬vescencia chispeante bullía dentro de su cuerpo.
Las sábanas estaban tibias, suaves como la seda. Res¬piró hondo, olió a almizcle, sudor, y...
Sus párpados se abrieron de golpe. Las sábanas eran suaves como la seda porque eran de seda. Su piel hormi¬gueaba porque había sido la copa de dos botellas de cham¬pán. Joe la había llenado con vino espumoso y luego la había estimulado con la botella hasta que ella le había ro¬gado que le diera su lengua, sus dedos, o su kamera, y no necesariamente en ese orden.
Un frío resquemor se abatió sobre el cuerpo de ______, trayendo el recuerdo del gas, su olor, su sabor. Su esposo había intentado matarla. El lugar al otro lado de la cama estaba vacío. Olía a ella, a él, a sus singulares olores entremezclados. Edward jamás había dejado su olor en sus sábanas.
Tenues rayos de sol se filtraron a través de las cortinas de seda roja. Lentamente, con cuidado, se sentó, sentía de verdad como si hubiera sido atravesada por el brazo de una virgen. Las sábanas de seda color vainilla y una colcha de satén rojo descendieron hasta su cintura.
Su cabello colgaba de su espalda en una mata enre¬dada. Joe se lo había envuelto alrededor de las manos y había acercado su rostro al de él cuando ella se subió so¬bre sus caderas y lo montó como un corcel. Se miró los pe¬chos. Sus pezones estaban oscuros e hinchados por los be¬sos, por la fricción de sus dedos y del vello espinoso que cubría el pecho de Joe.
Una ola caliente de recuerdos de placer inundó su cuerpo.
—Está despierta. —Saliendo de las sombras, entre un armario de caoba y un sillón tapizado de suave tercio¬pelo rojo, Muhamed abrió las cortinas de un tirón.
Con un grito sofocado, pestañeando ante la súbita irrupción de luz, ______ tiró de la colcha para taparse los pechos.
— ¿Qué quiere?
— ¿De usted, señora Petre? Nada. Soy un eunuco; no puedo hacer daño a una mujer. Tampoco ninguna pue¬de hacerme daño.
______ analizó al hombre que había tomado por árabe. Era más alto que Joe, pero aunque ella sabía que él y la condesa habían sido vendidos en Arabia juntos, no aparentaba los cincuenta y tantos años que debía tener. Su piel era color oliva, como la de Johnny, más morena que el dorado oscuro que Joe había heredado de su padre árabe.
La condesa había manifestado que el abuso que ha¬bía padecido Muhamed en Arabia lo había vuelto hostil hacia las mujeres. ______ no podía llegar a imaginar el dolor que había experimentado, ya fuera cuando había sido transformado en eunuco de joven o por el trauma emocional que provocaba ser hombre pero incapaz de amar a una mujer. Ella no podía guardarle rencor por su desplante.
—No me compadezca, señora Petre. No lo toleraré —ladró Muhamed. Sus ojos negros brillaban malévolos.
______ echó la espalda hacia atrás, dándose cuenta un poco tarde de que no llevaba nada puesto salvo la sá¬bana y la colcha. Y ninguno de los dos cubría sus hombros desnudos.
—No te compadezco, Muhamed. —El hombre que la miraba con odio le provocaba miedo, no piedad—. ¿Dónde está lord Safyre?
—Me ha dicho que debo cuidarla. El Ibn dijo que necesitaría un baño. Le espera al otro lado de la puerta. —Brevemente señaló con la cabeza en dirección a una puer¬ta en el extremo izquierdo de la habitación rectangular.
No era por donde ella y Joe habían salido del ba¬ño turco anoche.
—Gracias. Sí, me gustaría darme un baño, pero me han aconsejado que no me bañe sola. ¿Puede por favor en¬viar a Lucy para que me acompañe?
—Lo que le espera es un baño inglés, señora Petre. No necesita a Lucy. Yo he sido designado para asistirla.
______ se puso rígida, mientras luchaba contra una ola de calor encarnado.
—Le aseguro que estoy acostumbrada a bañarme so¬la, por lo que no necesita ayudarme.
—Son las instrucciones del Ibn.
Abrió los ojos con incredulidad. No era posible. Aferró la colcha más fuerte sobre sus pechos.
— ¿Para observar cómo me baño?
—Me han dicho que debo cuidarla—repitió sin emoción.
—Usted está tratando de intimidarme —decidió ______ con sagacidad—. No me quiere en esta casa.
Los ojos negros de Muhamed brillaron como único signo de vida en aquel inexpresivo rostro.
—No.
La condesa había dicho que Muhamed había cuidado de Joseph en Arabia como si hubiese sido el hijo que nunca pudo tener. ______ tampoco hubiera apreciado que una mujer chantajeara a uno de sus hijos.
—No le haré daño a lord Safyre, Muhamed. Nun¬ca quise hacerle daño.
—En Arabia usted sería lapidada. El Ibn se merece algo mejor que usted.
La vergüenza se tornó furia viva. No toleraría que la juzgaran. Ni le permitiría que menoscabara la belleza que había compartido con Joe.
—Esto no es Arabia. Mi padre ha amenazado con matarme y mi esposo con mandarme a un manicomio, y ayer uno de los dos intentó asfixiarme con gas, pero no lo logró. Después de todo eso, no logrará usted intimi¬darme. Además, es lord Safyre quien debe decidir lo que merece o no merece. Si desea observarme mientras me ba¬ño, entonces hágalo.
______ se movió hasta el extremo de la cama, aga¬rrando todavía el cubrecama sobre sus pechos. Sacó las pier¬nas de debajo de la sábana de seda y por encima del borde del colchón. Sus pies desnudos colgaban sobre la alfombra
Oriental. Los ojos color avellana se encontraron con los ojos negros.
Era Muhamed el que debía elegir ahora. ______ sólo esperó a que tuviera tan pocas ganas de ver su cuerpo como ella de mostrarlo, pero fuese cual fuese el resultado de aquella confrontación no se echaría atrás.
Respirando hondo, ______ se deslizó de la cama, arrastrando con ella la sábana de seda y la colcha de satén. Con otro suspiro aún más profundo, dejó caer la colcha. Muhamed se dio la vuelta con un remolino de al¬godón blanco.
—No salga de casa sin que yo la acompañe o el Ibn. Ésas son sus instrucciones. Lucy estará aquí exactamente dentro de veinte minutos para llevarla a desayunar.
La puerta del dormitorio se abrió y se cerró con el mismo silencio. El aire frío se arremolinó alrededor del cuerpo desnudo de ______.
¿Qué sucedía si el criado no se había retirado? ¿Qué sucedía si ahora estuviera parado y contemplando su des¬nudez?
¿En qué se estaba convirtiendo? Con las rodillas temblando, caminó lentamente has¬ta la puerta en donde la esperaba un baño inglés. Un vapor caliente, aromático, llenaba el cuarto, cubierto de mosai¬cos. La gran bañera de porcelana, situada dentro de un marco de caoba, estaba llena de agua y... flores de azahar. Una emoción aguda penetró en su pecho. Joe había recordado que ella no podía usar per¬fume y había puesto flores perfumadas en su lugar. Para ser trituradas debajo de sus pechos y entre sus muslos.
Una toalla colgaba a un lado de la bañera. Una variedad de jabones y champúes estaban a su disposición.
Se metió en la bañera y con cautela se sumergió. El agua estaba muy caliente. El encargado de llenarla debía haberlo hecho con agua hirviendo para dejarla enfriar na¬turalmente y que se mantuviera tibia durante más tiem¬po. La táctica había funcionado. A ______ le costó varios segundos adaptarse al calor.
Enjabonó un paño y se lo pasó por los pechos con cuidado. Y recordó las manos de Joe enjabonándolos después de que ella lo hubiera montado como un corcel, luego la había llevado a su dormitorio y le había mostra¬do una caja de preservativos estampada con el retrato de la Reina Victoria. Había sido extrañamente reconfortante pensar que la reina sin darse cuenta hacía respetable aquellos mismos actos que la señora Josephine Butler, de la Aso¬ciación Nacional de Damas, había menospreciado: si real¬mente permiten que los hombres pequen sin tener que sufrir por ello, sólo nos opondremos a ellos aún más.
La carne entre sus piernas estaba casi tan caliente co¬mo el agua del baño. Dejó el paño a un lado y frotó los pé¬talos sobre su piel, bajo sus pechos, sus brazos. Atrevién¬dose a hacer lo prohibido, queriendo saber los cambios que Joe había realizado dentro y fuera de su cuerpo, se arro¬dilló y tocó la delicada carne que él había estirado, acari¬ciado, besado y chupado y luego estirado todavía más. Se sentía dolorida, el orificio abierto, y dentro... Un golpe suave resonó dentro del baño.
— ¿Señora Petre?
______ quitó velozmente la mano de su cuerpo, con el corazón latiendo con fuerza. — ¿Sí?
—Soy Lucy, señora, le he traído su ropa. ¿Quiere que entre para ayudarla?
—Gracias, no es necesario. Estoy terminando. Pon la ropa sobre la cama, por favor. Enseguida salgo.
—Muy bien, señora.
Rápidamente, ______ se quitó los pétalos y se puso de pie dentro del agua con el rostro llameando de ca¬lor. Se estiró para coger la toalla, se secó con rapidez y des¬pués se la envolvió alrededor de su cuerpo. El cabello hú¬medo formaba una mata sobre sus hombros desnudos y su espalda.
Necesitaba ocuparse de sus dientes... Un cepillo de dientes estaba colocado sobre el ar¬mario del lavabo. A su lado había una lata de polvo de dien¬tes. Se cepilló vigorosamente y se enjuagó. Temiendo que la criada entrara en el baño, ya fuera bajo las órdenes del Ibn o de Muhamed, se sentó sobre el asiento de madera del inodoro e hizo sus necesidades. Un rollo de papel so¬bre la pared junto al inodoro no dejaba duda acerca de su función. La mayoría de los hogares ingleses ocultaba este tipo de papel en cajas.
Hizo una pausa con su mano sobre la puerta. Sin du¬da todo el personal sabía que el Jeque Bastardo y la seño¬ra Petre, la esposa del ministro de Economía y Hacienda, eran amantes.
Sin arrepentimientos, ______. Dispuesta, abrió la puerta del baño. Lucy estaba de pie al lado de la cama con dosel. Había estirado las sába¬nas. Una falda de lana y seda de color azul real con un corpiño a juego estaban extendidos sobre la colcha roja jun¬to a diferentes prendas de lencería. No pertenecían a ______.
Lucy sostuvo un par de calzones transparentes de seda con ribetes de satén azul y sonrió, como si fuera co¬mún atender a una mujer casada en la recámara de su amo. Sin duda lo era.
— ¿No son bonitos éstos?
De veras lo eran. ______ jamás había visto algo semejante. No ocultarían... absolutamente nada.
—Son para usted, señora.
______ no debería sentirse ofendida de que Joe le prestara la ropa de su amante anterior. Pero así era. —Prefiero mi propia ropa, Lucy.
—Milord dice que debe usar éstas, señora. No sé dónde están sus ropas.
El dormitorio de Joseph no tenía biombo para ves¬tirse. Plenamente consciente de sus pechos hinchados, ______ llevó los calzones, una camisola igualmente trans¬parente y un par de medias de seda negras al baño y le cerró la puerta con fuerza a Lucy en las narices. Cuando salió, cubierta aunque no tapada, encontró a Lucy sosteniendo lo que parecía un delantal con frunces.
—Es un polisón. Nunca he visto nada igual. Aquí están sus enaguas, señora.
______ se metió en dos enaguas finas y las ató con firmeza alrededor de su cintura. Lucy no parecía sorpren¬derse de que no hubiera corsé. Sin querer renunciar al poli¬són con frunces, lo ató sobre las tiras de las enaguas, luego metió la falda por la cabeza. Cuando terminó de vestirla, se detuvo a observarla.
—El azul real le sienta estupendamente, señora. Va muy bien con su cabello rojo. No soy una doncella, pero puedo peinarlo y arreglárselo.
______ forzó una sonrisa.
—Gracias, Lucy.
Le prendió el cabello húmedo con sus horquillas. Sin querer saber quién las había recogido o el chismo¬rreo que habían generado, deslizó los pies en los zapatos de charol negros, también suyos, y siguió a Lucy para de¬sayunar.
Joseph estaba sentado frente a una mesa redonda de roble en un elegante salón con paredes de vidrio por don¬de entraba el sol de media mañana. Su cabeza dorada es¬taba inclinada sobre un periódico. Tenía puesta una levita de mañana, muy inglés, y sin embargo ningún inglés ha¬ría las cosas que él le había hecho la noche anterior.
Cada caricia, cada palabra pronunciada entre ellos, acudió a su memoria. Se puso fría y luego caliente, temiendo atraer su atención para no ser ridiculizada, temiendo aún más que el tiempo que habían pasado juntos no hubiera si¬do más que una conquista fácil para él. Y ella había sido fá¬cil. No había guardado nada para sí.
De repente Joe alzó la cabeza. La miró fijamen¬te durante largo rato, como si él, también, recordara cada caricia, cada palabra. Una sonrisa lenta iluminó su rostro moreno.
—Sabab el kheer, taliba.
Los rayos de sol inundaron el cuerpo de ______.
—Sabab el kheer.
Dejando a un lado el periódico, Joe se puso de pie con elegancia y echó hacia atrás la silla de seda amari¬lla que estaba junto a la suya.
—En realidad, la respuesta correcta es sabah e-noor.
—Disculpa. Sabah e-noor, lord Safyre.
Él inclinó la cabeza con aquellos ojos turquesas tan familiares.
—Te sientes intimidada.
El calor latió en su cuerpo.
—Sí.
— ¿Te duele? Ella alzó la barbilla.
—Un poco. Creo que quizás habría sido peor si no hubiera sido por las burbujas.
Un calor que no tenía nada que ver con la luz chis¬peaba en el aire.
—No me importaría un desayuno de champán.
—Y yo prefiero que me devuelvan mi ropa —respondió ella de inmediato—. No me agrada la idea de usar lo que han desechado tus amantes.
Joe se quedó inmóvil.
—Ésa es tu ropa, taliba, diseñada por madame Tusseau.
Madame Tusseau era la modista más famosa de Lon¬dres. Vestía a los más ricos aristócratas... y a las cortesanas.
— ¿En serio? ¿Cómo sabía mis medidas? —preguntó.
—Le llevé el traje que vestías ayer.
—Y ella casualmente tenía vestidos de mi talla ya listos —dijo sin expresión.
—Digamos que se apropió de la vestimenta de un par de sus clientas, una cuyo pecho era similar al tuyo, y otra cuyas caderas lo eran.
— ¿Cómo se explica que madame Tusseau te tenga en tan alta estima que abra su establecimiento para ti a ho¬ras tempranas? —______ se avergonzó en su interior. Sonaba exactamente a lo que era, una mujer celosa e in¬segura, que había pasado la flor de la vida hacía algún tiempo pero que quería recuperarla para aquel hombre.
—Mi madre es cliente suya —dijo Joe en voz baja—. Yo también le he enviado clientes en el pasado. Jamás había traído a otra mujer a mi casa, ______. No rebajes nuestra relación comparándote con mis anteriores amantes.
—Otros lo harán.
—Sí.
______ no quería estar preocupada por lo que los otros pensaran. Pero era difícil. Especialmente cuando no entendía por qué un hombre la deseaba mientras otro que¬ría matarla.
—La lencería es muy... ingeniosa. ¿La elegiste tú? Una sonrisa desplazó la dureza que se había instala¬do en sus facciones.
—Todo lo que llevas lo elegí yo. Eres una mujer her¬mosa y sensual, ______; mereces ropa hermosa y sen¬sual. ¿Por qué no te sientas aquí a mi lado y me muestras tu lencería?
La respiración de ella se aceleró. Nadie la había lla¬mado hermosa jamás. Aun sabiendo que era mentira, él la hacía sentir hermosa. —Los criados...
—No nos molestarán. Les he dado órdenes de que nos serviremos solos. —Extendió su mano... dedos largos y bronceados que habían penetrado su cuerpo y mostrado un lugar especial cuya existencia ella jamás había conoci¬do. Él había abierto aquellos dedos dentro de ella y lami¬do su esencia entre ellos—. Ven a mí, taliba.
Ella fue hacia él... sólo para que la ayudara a sen¬tarse mientras él permanecía de pie.
— ¿Qué te gustaría desayunar? ¿Huevos? ¿Riñones? ¿Arenque ahumado? ¿Tostadas? ¿Jamón? ¿Setas? ¿Fruta?
—Un desayuno con champán, por favor —dijo remilgada.
Una carcajada grave inundó el salón iluminado por el sol.
—Primero debes comer algo.
______ volvió su cabeza y fijó la mirada en el cen¬tro de sus piernas, a sólo unos pocos centímetros de su ca¬ra. Ella lo había tomado en su boca y lo había chupado. Él tenía un sabor... caliente y salado.
Echó la cabeza atrás y lo miró a los ojos.
—Me gustaría lengua, si tienes. Y luego una ciruela fresca y madura.
Los ojos de Joe brillaron con aprobación. Incli¬nándose, cogió su barbilla entre el dedo pulgar y el índice. Le dio su lengua y ella la tomó gustosa, con el aliento atra¬pándose en su garganta ante la simple intimidad del beso de un hombre. Lo conocía desde hacía menos de dos sema¬nas, y sin embargo estaban más unidos que ella al hombre con el que había estado casada durante dieciséis años. Mor¬disqueando, chupando y aspirando con delicadeza co¬mo él le había enseñado, ella se tomó su tiempo captando el gusto y la textura de él... café dulce, espeso y terso calor. Cuando se puso de pie, la parte delantera de sus pantalo¬nes grises de lana estaba ahuecada.
—Pagarás por eso, taliba.
— ¿Cómo? —preguntó ella con la respiración entrecortada—. ¿Cómo me harás pagar?
La exigencia que ella le había hecho el día anterior de querer saber exactamente cuan profundo él la había ocu¬pado resonaba entre los dos.
Los ojos de Joe se fruncieron en una risa silen¬ciosa.
—No te diré qué planeo hacer especialmente con¬tigo. Sírvanos café mientras la atiendo, madame.
Atrapada en el juego... no podía recordar haberle tomado el pelo a otro adulto o que se lo tomaran a ella... extendió la mano para alcanzar la jarra plateada de café situada en medio de la mesa. Y clavó la mirada estupefac¬ta sobre el periódico que Joe había dejado a un lado.
La esposa del ministro de Economía y Hacien¬da:
AL BORDE DE LA MUERTE ocupaba en letras mayúsculas la primera plana.
______ lo agarró y agitada leyó la historia. Una pérdida de gas... una entre cientos... el Parlamento estudia maneras de financiar la electricidad...
Un plato con huevos revueltos, jamón y champiño¬nes a la parrilla se deslizó frente a ella. Un pequeño reci¬piente de fresas con nata fue colocada a su lado.
—Fue Edward —murmuró ella—. ¿Por qué se puso en contacto con los periódicos?
—Eres una mujer notable. —Su voz era curiosamen¬te desapasionada—. Tu ausencia hubiera sido advertida. Necesitaba una manera de explicar tu desaparición.
—Y de contrarrestar una acusación de asesinato.
—Sí.
Incluso en aquello, Edward buscaría obtener el favor popular.
Con el gesto sombrío, dobló el periódico.
—Quiero visitar a mis hijos. Han de enterarse segu¬ro. Se preocuparán.
—Iremos juntos.
—No creo que ahora sea un buen momento para que te conozcan.
Joe se sentó a su lado y le quitó el periódico de las manos.
—Te da vergüenza que te vean conmigo. Ella se ruborizó sintiéndose culpable.
—Eso es ridículo.
—Entonces sientes vergüenza por acostarte con el Jeque Bastardo.
Cuando su carne estaba atrapada dentro de la su¬ya... no.
—Debo explicarles a Richard y a Phillip que he de¬jado a su padre, Joseph. Si vienes conmigo, pensarán que he deshonrado a la familia solamente para estar contigo.
—Y por supuesto, ambos sabemos que eso no es verdad.
Había amargura en la voz de Joe; sus ojos tur¬quesas estaban llenos de dolor.
______ recordó la afirmación de su madre de que todos los hombres son egoístas en general y que un hom¬bre como lord Safyre en particular no permitiría que sus hijos, especialmente hijos que no eran suyos, interfirieran en sus placeres.
—Mis hijos deben estar en primer lugar.
—No deseo de ningún modo que abandones a tus hijos, ______. Todo lo que quiero es que el tiempo que pases conmigo no esté mancillado por la vergüenza o el arrepentimiento.
Vergüenza. Arrepentimiento. Podía emplear muchas palabras para describir lo que había sucedido entre ellos esa noche, pero no serían aquellas.
—Tres momentos de mi vida quedarán siempre en mi memoria: el nacimiento de Richard, el nacimiento de Phillip, y lo que compartimos ayer. No estoy arrepenti¬da, ni siento vergüenza. Pero ahora debo buscar a mis hi¬jos y espero que lo puedas comprender. Deseo que puedas conocerlos muy pronto... y que te gusten. Pero no hoy.
— ¿Y cuándo llegará ese día, ______?
¿Cómo reaccionarían sus hijos ante un hombre que no era ni oriental ni occidental? ¿Cómo se sentirían al en¬terarse de que ella había echado por la borda su futuro por un bastardo que no tenía pretensiones de ser respetable ni deseo de adquirirlas?
—No lo sé.
—Querías unirte a un bastardo, taliba. Esto es par¬te de ello. Acepto, hoy. Mientras admitas que tengo inten¬ción de conocerlos muy pronto. No me mantendré ajeno a tu vida.
Un estremecimiento de temor recorrió su columna. De pronto se dio cuenta de que sabía muy poco acerca de aquel hombre que de repente hacía exigencias sobre su vida.
—Richard y Phillip están acostumbrados a que les lleve alguna sorpresa. ¿Te importa si le pido a tu cocinero que me prepare una cesta para ellos? —preguntó impulsi¬vamente, necesitando escapar al malestar que sentía. No quería tener miedo, no de Joseph, no del hombre que le ha¬bía mostrado las maravillas de ser mujer. Sus ojos turquesas eran insondables.
—Mi casa es tu casa. Puedes tomar o hacer lo que desees. Mientras recuerdes que alguien intentó matarte. Vi¬niste a mí para que te protegiera. No permitiré que te ex¬pongas al peligro. ¿Vas a comer?
Miró hacia abajo al círculo de grasa que rodeaba el jamón sobre la porcelana blanca; luego, miró el zumo ro¬jo brillante de las frutas que sangraba sobre la nata. —No.
—Entonces bajemos a la cocina y te presentaré a mi chef. Estará encantado de cocinar para tus hijos.
El chef podía ser árabe, por su cabello y piel morenos, o francés. ______ no pudo saberlo ni por su acento ni por su cara. Usaba vestimenta europea, pero también Joe, a diferencia de Muhamed, que no era árabe de sangre. Nada era como debía ser, ni en casa de Joe ni en la de Edward.
—Étienne, obedecerás las órdenes de la señora Petre como harías con las mías. Tiene dos hijos en Eton y los irá a visitar hoy. Quiere llevarles una cesta de comida.
—Madame. —Los ojos oscuros se iluminaron de placer—. Será un honor preparar una pequeña sorpresa para sus dos hijos. Ayer hice una basboosa, una torta hecha con sémola, bañada en almíbar. También tengo baskaweet, biz¬cochos que se derriten en la boca. O si espera, le cocinaré baklava y mi taify mi kunafa...
______ sonrió. Étienne era todo lo que Muhamed no era.
—Por favor, no se moleste. La torta y los bizcochos son más que suficiente. Gracias. Richard y Phillip estarán encantados.
Étienne se inclinó.
—Es un honor, madame. Lord Safyre no hace justi¬cia a mi pastelería.
—Si comiera todo lo que cocinas, no podría pasar por mis propias puertas —replicó sencillamente Joe.
— ¿De qué otra manera se puede honrar a un hom¬bre de mi talento? —preguntó Étienne con indignación fingida.
______ intervino solemnemente:
—Le aseguro, señor, que mis dos hijos harán justi¬cia a su arte. Comen como caballos.
Étienne estudió el cuerpo de ______ bajo el corpiño y la falda azul.
—Quizás podamos poner también un poco más de carne sobre sus huesos, madame.
Los ojos de Joe siguieron a los del chef.
______ se ruborizó.
—Esperemos que no.
—No estamos acostumbrados a cocinar para una señora en la casa; tal vez si madame nos preparara los menús...
______ se encontró con la mirada de Joe. ¿Qué les había contado a sus sirvientes sobre ella? Él le había dicho que no podía darle respetabilidad. ¿Por qué, entonces, se salía de su camino para hacerla sentir como en su casa?
—No estoy aquí para trastocar su cocina, Étienne.
—Pero no la trastoca, madame. Usted aporta belleza a nuestra humilde morada de solteros.
Consiguió que ______ esbozara una sonrisa reti¬cente.
—Ya lo veremos. Ahora sólo deseo una cesta de co¬mida para mis hijos.
—Le prepararé un picnic que será una obra de arte. Sus hijos creerán que sus jóvenes paladares han muerto y alcanzado el paraíso.
Joe extendió una mano a ______.
—Ven, dejemos a este diablillo en su cocina.
______ subió las angostas escaleras de la servi¬dumbre delante de Joe, levantando el vuelo de su falda para no pisarla.
—Tienes un personal interesante. ¿En dónde conse¬guiste a Étienne?
—Lo liberé en Argelia.
Ella fijó la mirada en sus zapatos de charol negro y el destello intermitente de las medias de seda negra. Suyas... y de él.
—No es mi intención causar molestias a ti o a tu ser¬vidumbre.
Manos calientes, implacables, se aferraron a su cin¬tura, tiraron de ella hacia atrás incluso cuando estaba dan¬do un paso hacia adelante.
—______, no me causas ninguna molestia. Ni me opongo a que visites a tus hijos. Si así fuera, te llevaría arri¬ba ahora y vería cuánto te duele ahí abajo.
______ se apoyó hacia atrás contra el sólido calor de su pecho.
—Prefiero el champán al preservativo.
Un aliento caliente quemó su nuca.
— ¡Ela'na!
—Dices eso bastante a menudo. ¿Qué significa?
—Significa «maldita sea».
— ¿Cuáles son tus planes especiales para mí?
Las manos aferradas a su cintura se apretaron.
—El kebachi. ______ aspiró el aire.
—Como los animales —susurró con su cuerpo con¬trayéndose.
Algo caliente y húmedo tanteó su cuello... su lengua.
—«Según el modo del carnero». Te pondré sobre tus manos y rodillas y te montaré desde atrás. En esa posición puedo tocar fácilmente tus pechos y tu vulva.
—Entonces es una de tus posiciones favoritas.
No era una pregunta.
Dientes afilados mordisquearon su nuca.
—Lo es.
No sentiría celos de las mujeres que habían venido antes que ella. Ni se preocuparía por las que vendrían des¬pués.
—Estaré aguardando ansiosa ese momento.
—______. —Un aliento de risa cosquilleó su oreja—. Tómate tu tiempo con tus hijos. Porque cuando llegues a casa, yo me tomaré mi tiempo contigo.
Ella expresó un temor que no sabía que existiera.
— ¿Me estarás esperando?
Edward jamás la había esperado.
—Te estaré esperando, taliba. Y ahora, yo, también, tengo cosas que atender. Me ocuparé de que un carruaje te lleve a la estación. Cuando todo esté listo, Muhamed ven¬drá a buscarte. Él te acompañará.
______ se puso rígida. Si a sus hijos ya les iba a re¬sultar difícil aceptar a un hombre que era medio árabe aun¬que no lo pareciera, ¿cómo reaccionarían ante un hombre que no era árabe pero sí lo parecía?
—Muhamed esperará fuera. —Joe dio golpecitos en su oreja con su lengua. Una lluvia de chispas calientes corrió por su espalda—. Si no lo llevas contigo, te seguirá.
—No será necesario.
—Te aseguro que lo es. Ella no quería pensar en la muerte. Lo de ayer había sido seguramente un acontecimiento que sucedía una vez en la vida. Edward no volvería a in¬tentar hacerle daño. No tenía tiempo. Ni tampoco lo tenía su padre. La política era una amante demasiado exigente. Especialmente cuando uno de los dos repartía el poco tiem¬po del que disponía con una amante de carne y hueso.
______ puso sus manos sobre las de Joe con vacilación. Eran duras y rugosas... como su cuerpo.
Le había ofendido en el desayuno cuando se había negado a llevarlo a visitar a sus hijos.
Le ofreció el consuelo que podía.
—Phillip hallaría interesante a Muhamed, creo. Y disfrutaría de tu piscina.
— ¿Y Richard?
—No estoy segura. Richard parecía... cambiado cuando lo vi la última vez.
— ¿Cómo?
—No puedo explicarlo.
— ¿Confía en ti?
—Todo lo que un joven de quince años puede hacer. ¿Por qué estás interesado en mis hijos?
La mano de Joe se deslizó a su cintura, presio¬nándole la parte inferior del abdomen.
—Son una parte de ti.
El calor de su mano se propagó a su vientre. ______ sintió una ola de gratitud.
Su madre estaba equivocada. No todos los hombres eran egoístas. Especialmente un hombre como Joe. Cerró los ojos y apoyó la cabeza atrás.
—Gracias por el baño.
—De nada. Pensé que te gustaría.
El calor de sus manos se evaporó de su abdomen, de su cintura. Un suave empujón puso sus pies en movimiento.
Al final de las escaleras él no la besó. Sólo la miró de esa manera desconcertante que tenía de velar los ojos.
—Tengo que irme. Inspecciona mi casa mientras espe¬ras a que Étienne prepare su obra de arte. Ahora es tu casa.
______ se mordió el labio para no preguntarle dón¬de iba, y luego fue demasiado tarde; se había ido. Y no había dicho nada sobre el aroma de azahar sobre su piel.
¿Cómo podía ser suya aquella casa?, pensó irrita¬da. Estaba casada con otro hombre.
La decoración era una mezcla del exotismo orien¬tal y la austeridad occidental, como su dueño. ______ pasó con tranquilidad de un piso a otro. Todo el tiempo pen¬só en el artículo del periódico que la había dado casi por muerta, en el esposo que había intentado matarla, y en el padre que había amenazado con hacerlo. Reflexionó sobre cómo había sido su vida doce días antes, cómo era ahora y cómo sería en el futuro. Una mujer divorciada viviendo con un jeque bastardo.
Era el deber de una mujer situar las necesidades de sus hijos en primer lugar.
Había una habitación de huéspedes en el tercer piso pintada de amarillo pálido con un friso de flores naranjas y verdes alrededor del techo y de las puertas. Mirando de cerca, una de las flores se parecía mucho a una vulva.
—Señora Petre.
______ se giró, provocando un remolino de seda y lana. Muhamed estaba de pie en la entrada.
— ¿Qué sucede?
Su turbante era increíblemente blanco en la penum¬bra. Pero el triunfo era claramente visible en su rostro.
—Su esposo quiere verla.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 22
Edward. Aquí. En casa de Joseph. ¿Cómo sabía dónde podía encontrarla?
De la misma manera que se había enterado de sus clases con Joseph, se dio cuenta en el acto. Alguien la había seguido.
Un frío temor recorrió su cuerpo.
Desde el punto de vista legal, Edward podía hacer lo que quisiera con ella. Podía arrastrarla fuera de aquella casa y obligarla a entrar en el carruaje. Podía llevarla de vuelta a su hogar. O a un manicomio. Y nadie podría de¬tenerlo.
Los ojos negros de Muhamed brillaron.
Qué oportuno que Edward hubiera aparecido cuan¬do Joe no estaba aquí para recibirlo. ¿Había colocado espías vigilando la mansión georgiana e informarle justo cuando Joseph saliera? ¿O había algún espía entre los cria¬dos de Joe?
Era evidente que Muhamed no aprobaba su relación con el Ibn. Era posible que estuviera colaborando con Edward, con el fin de expulsarla de la casa de su amo mientras su esposo intentaba eliminarla de su vida.
Trató de calmar una oleada de pánico. Joe ha¬bía dicho que la protegería. Muhamed no le haría daño por temor a él. Estaba a salvo.
______ enderezó los hombros.
—Dígale al señor Petre que no estoy en casa.
El rostro de Muhamed se cristalizó en una máscara sin expresión; hizo una reverencia.
—Muy bien. El carruaje y la cesta están preparados. Nos iremos cuando desee.
______ se quedó mirando la túnica de algodón que desapareció barriendo el suelo. Qué simple había sido.
¿Entonces por qué le temblaban las piernas?
Buscó su bolso en la habitación de Joe, la mira¬da se detuvo en la mesita de caoba y en la caja estampada con el retrato de la reina Victoria, la enorme cama que se había agitado y movido debajo de ellos. Observó su pro¬pio rostro de extrema palidez reflejado en el espejo de la cómoda.
No le gustaba tener miedo.
En la parte superior de la escalera circular hizo una pausa.
¿Qué sucedería si Edward se negaba a marcharse de casa de Joe sin verla? ¿Y si Muhamed deliberadamen¬te no hubiera transmitido el mensaje de que ella no estaba allí?
Pero nadie la estaba esperando al pie de las escale¬ras. Casi lanzó una carcajada de alivio.
Sobre la mesa del vestíbulo estaba la cesta. La tapa izquierda estaba abierta, esperando su inspección.
Curiosa, se asomó a su interior... y halló el aroma sa¬broso de la miel. Varias galletas y bizcochos estaban deli¬cadamente colocados en servilletas de lino. Étienne había hecho un picnic que era una verdadera obra maestra. Sin poder resistirse, ______ tomó un pequeño pedazo de pastel de la canasta. Basboosa, lo había llamado.
El almíbar se pegó a sus dedos. Una capa negra de nueces finamente molidas decoraba la superficie.
A Phillip y a Richard les encantaría.
Sonriendo, mordió delicadamente una puntita del bizcocho. Era de una dulzura exquisita.
Miró lo que quedaba de la porción que tenía en su mano y luego los trozos cuidadosamente dispuestos en¬vueltos en la tela de lino. A sus hijos no les gustaría encon¬trar un pedazo de pastel a medio comer en su canasta. Frun¬ciendo la nariz, se metió el resto en la boca.
Bajo la dulzura almibarada y las nueces crujientes había pimienta. El pastel dejó un rastro picante desde la garganta hasta su estómago.
Dándose la vuelta, se topó de frente con una túnica de lana negra. Dio un paso atrás.
—Disculpe. Estaba... ¿ya está el carruaje fuera?
Muhamed inclinó la cabeza. La capa de ella colga¬ba de su brazo; llevaba su sombrero y sus guantes en la ma¬no derecha.
—Está aquí, señora Petre.
______ podía sentir su hostilidad, aunque no la manifestara ni con el más mínimo parpadeo. Ella no que¬ría crear un conflicto en el hogar de Joe. Ni quería pro¬vocar un enfrentamiento entre los dos hombres.
Se tragó su orgullo.
—Gracias por hacer que mi esposo se marchara, Muhamed.
—He de obedecer sus órdenes.
Ella tragó de nuevo.
—Perdón por haber usado la intimidación para entrar en la casa de lord Safyre. Lo puse en una situación insos¬tenible. Por favor, acepte mis disculpas.
La emoción brilló en los negros ojos inescrutables de Muhamed y fue inmediatamente velada.
—Es la voluntad de Alá.
Con delicadeza, ella tomó el sombrero negro de se¬da de sus manos, se lo puso sobre la cabeza y se ató las cin¬tas negras bajo la barbilla.
—Sin embargo, quería que supiese que no era mi in¬tención perjudicarle.
—Ella aceptó los guantes de cuero negro y de manera decidida metió las manos dentro—. Co¬mo tampoco perjudicaría a lord Safyre.
Muhamed sostuvo imperturbable la capa de ______. Ella se dio la vuelta y dejó que se la pusiera sobre sus hombros.
La pimienta había irritado su boca... aunque era un torrente de saliva, estaba muerta de sed. Pensó en pedir un vaso de agua, pero no se atrevió. Los servicios públicos del tren dejaban mucho que desear.
—Lamento que tenga que acompañarme, Muhamed. Si prefiere no hacerlo...
Muhamed abrió la puerta en silencio.
Un carruaje arrastrado por dos caballos grises espe¬raba bajo el sol. Un vapor caliente subía de los cuerpos de los animales.
______ dio un paso adelante.
Se dio cuenta de dos cosas a la vez. Muhamed cerró la cesta y la agarró por las asas de mimbre. Al mismo tiempo, una pelota de fuego de calor rojo explotó en su vientre.
______ emitió un grito sofocado, desconcertada por la fuerza de un deseo físico sin origen alguno.
— ¿Se encuentra bien, señora Petre?
La voz de Muhamed era fuerte, como si le estuviera gritando en el oído. Ella se enderezó con esfuerzo, aver¬gonzada y humillada de lo que le estaba sucediendo a su cuerpo. Se sentía invadida por una lujuria animal inexpli¬cable, un deseo que brotaba a borbotones, músculos que se contraían, se convulsionaban.
Ninfomanía.
Joseph no lo había negado el día anterior, cuando ha¬bía estado alojado tan profundamente dentro de ella que no era posible penetrarla más aunque ella lo hubiese deseado.
—Estoy bien, gracias, Muhamed.
Su voz era demasiado fuerte, áspera. El ruido del trá¬fico en la calle aumentó hasta convertirse en un estruendo en sus oídos. Las vibraciones de las ruedas que giraban y los cascos de los caballos que retumbaban corrieron di¬rectamente por sus fibras nerviosas a la carne entre sus muslos.
De manera decidida, descendió un escalón. Si pu¬diera alcanzar el coche y a sus dos hijos...
Sus muslos enfundados en seda se frotaron entre sí. La sensación fue eléctrica.
Dejó caer el bolso.
______ podía sentir al cochero y a Muhamed mirándola. Y sabía que estaba perdiendo la cabeza, porque los ojos de un hombre no generan calor, y sin embargo ella se estaba incendiando bajo sus miradas.
Un grito aislado penetró en el aire.
— ¡Señora... cuidado... los escalones!
Sus piernas se desplomaron. Unos brazos fuertes la sujetaron justo cuando debía caer al vacío.
Soportó el contacto con esfuerzo, cada fibra nerviosa dentro de su cuerpo alerta y consciente. Del tacto de un hombre... del olor de un hombre. Se encogió con horror al darse cuenta de que quería algo más que los brazos de un criado alrededor de su cintura, quería...
______ se arrancó de los brazos de Muhamed.
—No me toques —dijo en voz baja, o tal vez gritó. Había ojos por todos lados, de Muhamed, del cochero, de los criados que de repente se congregaron alrededor del Pequeño escalón.
El espía de Edward. Uno de ellos podía ser el espía de Edward y le informaría acerca de aquel incidente, y su esposo, sus padres y sus hijos sabrían la verdad por fin, ella era una ninfómana.
— ¿Qué diablos le ha pasado?
—Se ha vuelto loca...
— ¿Llamamos al médico, señor Muhamed?
Los ojos de Muhamed lanzaban fuego negro. Abrió con fuerza la cesta y cogió un trozo de bizcocho... Étienne había dicho que la basboosa estaba hecha de sémola y empapada en almíbar; no había mencionado que tenía nueces y pimienta, por lo que ella no sabía bien lo que había comido, pensó de golpe ______ febrilmente. El árabe que no era árabe olió el pastel. Como un perro. El kebachi. Ani¬males. Eran todos animales.
Y ella era uno de ellos.
Un escupitajo y el pastel pasó volando a su lado. Muhamed debió de haberlo probado. Tampoco le había gustado.
— ¡Allah akbar! ¡Mandad llamar a la condesa!
No le gustaba el pastel. No le gustaban las mujeres que satisfacían sus deseos con un hombre que no era su esposo.
______ se volvió, huyendo, incendiándose, ca¬yendo...
No dejaré que te caigas, taliba.
De manera difusa, miró la acera, sólo a unos centí¬metros y no metros de su rostro, luego miró fijamente a las manos morenas que se acercaron para agarrarla.
— ¡En el nombre de Alá! ¡Apresuraos, idiotas! ¡Ayu¬dadme!
______ sintió que las carcajadas afloraban den¬tro de su cuerpo. Joe había gritado Alá cuando había alcanzado el orgasmo. Inmediatamente, las carcajadas fueron devoradas por un enorme muro negro de deseo incandescente.
Qué caliente era el semen de un hombre lanzado den¬tro del cuerpo de una mujer. Necesitaba aquel calor. Nece¬sitaba a Joe.
Lo necesitaba tan urgentemente que se iba a morir.
*****
Joe miró fijamente a los dos hombres que estaban sen¬tados en la esquina de aquella oscura taberna. Uno tenía la ca¬beza gacha, su cara surcada por las arrugas estaba oscurecida por el ala de un polvoriento sombrero de fieltro de copa ba¬ja y ala ancha. Según el camarero, se trataba del jardinero. El otro hombre llevaba un sombrero hongo, su cara arrugada y contrariada estaba a la vista de todos: era un hombre que ha¬bía borrado las huellas detrás de demasiados hombres.
Joe le tiró una moneda al camarero. Levantó las dos pintas de cerveza y se acercó a los hombres de la esquina.
—Tengo entendido que ustedes trabajan en la es¬cuela.
—Trabajamos en la escuela. —El hombre del som¬brero hongo levantó la cara y frunció el ceño—. ¿Y qué?
Joe se sentó en la pequeña mesa de madera.
—Tengo un trabajo para ustedes.
—Mire, señor, no me importa ganarme unos cuantos chelines extra, pero no voy a andar a la caza de clientes pa¬ra nadie.
Joe sintió un endurecimiento en el pecho.
—Le aseguro que tengo otras inclinaciones. —Arrastró las dos pintas de cerveza hacia el otro lado de la tosca mesa llena de manchas—. Sólo quiero que les echen el ojo a dos jóvenes. Y que me traigan cualquier información que puedan conseguir sobre cierta hermandad.
—Somos tipos simples... no sabemos nada de lo que quiere saber.
Joe sonrió cínicamente mientras el hombre del sombrero hongo agarraba la cerveza. Joe metió la ma¬no en su chaqueta y sacó una bolsa de monedas, poniendo dos medias coronas sobre la mesa frente a él.
— ¿Alguno de ustedes conoce a dos estudiantes lla¬mados Richard y Phillip Petre?
— Sí. —Ahora fue el turno del jardinero del som¬brero de ala ancha. Alzó la cabeza; sus ojos irritados eran astutos—. El señorito Richard estudia ingeniería, es lo que dice. Me ayudó a construir un pequeño puente. Es un buen chico, no como los otros, que me arrancan las flores y los arbustos para divertirse.
______ tenía buenos motivos para sentirse orgullosa de su hijo mayor.
—Al señorito Phillip sí lo conozco —gruñó el otro hombre—. Me tiró un balde de agua con jabón en el dor¬mitorio para ayudarme a limpiar el suelo.
Joe reprimió una sonrisa. ______ estaba en lo cierto al considerar a su hijo menor un poco travieso.
—No me gustaría que nada malo le sucediese al se¬ñorito Richard —advirtió el jardinero con voz grave.
—Ni a mí —agregó Joe a la vez—. Quiero que vigilen a los dos jóvenes. Todas las mañanas y todas las no¬ches un hombre se encontrará con ustedes frente a la capi¬lla. Llevará puesto un sombrero con una franja anaranja¬da. Le informarán a él.
— ¿Y qué hay para nosotros? —preguntó el hombre de la limpieza.
—Medio soberano ahora, para cada uno, y una co¬rona por cabeza al final de cada semana.
—Está bien —dijo el ordenanza—. ¿Pero sobre qué tenemos que informar?
Joe analizó en silencio a los dos hombres, inten¬tando determinar cuánto sabían y cuál era la mejor forma de hacerlos hablar.
—La hermandad de los Uranianos —dijo brutalmente.
El jardinero bajó la cabeza como una tortuga que se mete de nuevo en su caparazón.
Una satisfacción amarga se apoderó de Joe.
Entonces la hermandad seguía existiendo. Todavía seguía abordando a jovencitos.
—No sé de qué habla. —El hombre del sombrero hongo tomó un trago de cerveza tibia y se limpió la boca con una mano temblorosa.
—Obviamente sí, o de otra manera no habrían di¬cho que no se dedicaban a la búsqueda de clientes.
—No sé nada —repitió obstinado.
Encogiéndose de hombros, Joe alargó la mano para coger las dos monedas.
—Hay un miembro del cuerpo de profesores —farfulló el jardinero.
Joe hizo una pausa.
— ¿Un miembro del cuerpo de profesores?
El hombre levantó la cabeza lentamente.
—Un profesor. He visto a caballeros respetables, como usted, reunirse algunas noches con el profesor en el jardín de invierno. El profesor les lleva a chicos jóvenes. Después veo a los caballeros conduciendo sus elegantes ca¬rruajes y llevándose a los chicos de paseo.
Joe sostuvo la mirada del jardinero.
— ¿Has visto alguna vez a Richard o a Phillip Petre entrar en ese jardín de invierno con el profesor?
—Sí. —La respuesta salió como un estruendo reti¬cente de su garganta—. Una vez. Vi al señorito Richard hace como un mes. No ha venido a ayudarme desde en¬tonces.
Joe había previsto la respuesta del ordenanza por la descripción de ______ de la reciente «enfermedad» de Richard; pero eso no hacía que fuera más fácil enterarse de la verdad.
— ¿Viste quién era el caballero al que el profesor llevó a Richard para que lo conociera?
—No vi su cara.
— ¿Quién es el profesor?
—Enseña griego. Es el señor Winthrop. Joe se puso de pie.
—Entonces ¿qué debemos decirle al hombre del som¬brero de franja anaranjada? —preguntó el hombre de la limpieza, deseoso de más dinero.
—Los nombres de los caballeros. —La voz de Joe produjo un estremecimiento en los dos individuos.
—No está bien lo que está pasando —dijo el jardi¬nero.
—No. —Joe se preguntó el dolor que esto le causaría a ______ si alguna vez se enteraba—. No, no lo está.
Una vez fuera de la pequeña taberna, Joe tragó el aire fresco de la neblina de Londres. Quizás podía sor¬prender al «miembro del cuerpo de profesores» almorzando como había hecho con aquellos dos trabajadores.
Pero no fue así. El profesor, según el encorvado se¬cretario del decano, estaría fuera hasta la semana siguiente.
Joe quería preguntarle al secretario si ______ Petre había visitado ya a sus dos hijos, pero no lo hizo. No quería que se enterara de su visita. De hecho, entran¬do en el vestíbulo principal se arriesgaba a encontrarse con ella.
Se caló el sombrero hasta cubrir sus orejas y se su¬bió el pañuelo hasta la barbilla, salió del edificio y entró en el coche de alquiler que lo esperaba fuera.
Richard sólo tenía quince años. Otra señal en con¬tra de Edward Petre.
Dominó su deseo de volver a entrar en la escuela y llevárselos a todos de allí, a ______ y a sus dos hijos. En lugar de ello, se subió al tren y cerró los ojos, intentando olvidar el dolor que Richard debía de estar padeciendo.
Repulsivo, había dicho ______ del intento de Petre de matarla. Esperaba que ella jamás se enterara de lo re¬pulsivo que era en realidad Edward Petre.
Era demasiado tarde para proteger a su hijo mayor, pero tal vez, cuando llegara la ocasión, podía ayudarlo a aceptar lo que había sucedido y seguir con su vida. En aquel momento tenía que concentrarse en detener a Edward Petre.
La estación de Londres tenía un olor nauseabundo, era ruidosa y estaba abarrotada. Se preguntó lo que pensaría ______ del desierto, de la arena blanca y limpia y del cielo infinitamente azul.
Madame Tusseau no se alegró cuando llegó a su tien¬da y la persuadió con su encanto de que le diera más prendas para ______. La ansiedad lo dominaba cuando llegó a la puerta de su mansión con los brazos cargados de cajas.
Le hubiera gustado haber estado más tiempo con ______ aquella mañana. Ella se había ofendido de verdad cuando él no le había dejado hablar con más detalle de su baño.
Joe imaginó su piel, caliente y sudorosa con el olor de su pasión mezclándose con el dulce aroma de las flores de azahar.
Sin previo aviso, la puerta de entrada de su mansión se abrió de par en par.
Un puñetazo invisible le dio a Joe de lleno en el pecho. Se suponía que Muhamed tenía que estar con ______, visitando a sus hijos en Eton, no allí. Sólo estaría aquí si...
— ¿Dónde está ______? —preguntó con la voz desgarrada.
El rostro del hombre de Cornualles permaneció im¬perturbable.
—Su esposo vino a visitarla. El temor se retorció en el estómago de Joe.
—No lo habrás dejado entrar.
—Lo hice.
Joe subió los dos escalones de un salto. Varias cajas cayeron al suelo.
— ¿Donde está?
Muhamed miró fijamente por encima del hombro de Joseph.
—Está con la condesa. En tu habitación.
Joe sintió una estocada de alivio. No había vuelto con su esposo. Se movió para sortear al hombre de Cornualles.
Muhamed le cortó el paso.
—La voluntad de Alá prevalecerá, Ibn. Una vida por otra. Así está escrito. Te ofrezco mi vida por la de la se¬ñora Petre.
______... muerta.
Las restantes cajas que descansaban en los brazos de Joe salieron volando. Su mano agarró con fuerza el cue¬llo de la túnica del hombre de Cornualles.
—Explícate.
Muhamed no intentó liberarse.
—Puse en riesgo la vida de la señora Petre; puedes hacer lo que quieras con la mía.
— ¿De qué estás hablando?
Los ojos negros de Muhamed se encontraron im¬pertérritos con la mirada turquesa de Joe.
—Fue envenenada.
La palabra envenenada pasó por encima de Joe como frías olas de horror. Empujando a Muhamed hacia atrás, corrió frenéticamente por las escaleras, subiéndolas de tres en tres. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, la abrió con brutalidad. La puerta golpeó contra la pared y casi se volvió a cerrar en su cara. Sólo una bota con la ve¬locidad de un rayo se metió en la entrada para evitarlo.
La condesa había acercado el sillón de terciopelo rojo al lado de la cama. Una tenue luz penetraba por las cortinas cerradas; su cabello rubio parecía plateado en el crepúsculo artificial. Con el ruido de la puerta, su espalda se enderezó bruscamente. El alivio se derramó sobre sus facciones al ver a Joseph.
Se llevó una mano delgada y elegante a sus labios:
—Shhh.
Joe devoró la distancia que había entre la puer¬ta y su cama. El corazón le dio un vuelco cuando vio a ______. Su piel estaba más blanca que la almohada; deste¬llos rojos y dorados centelleaban en su oscuro cabello color caoba, como si hubieran consumido la vida que debía ani¬mar su cuerpo. Sombras oscuras bordeaban sus ojos ce¬rrados.
—No te preocupes, Ibnee. Estará bien ahora.
— ¿Cómo? —El murmullo de respuesta fue áspero; arañó su pecho. Sin darse cuenta, extendió una mano, alisó un mechón de pelo húmedo de la frente de ______. Su piel estaba fría y pastosa.
—Vayamos a otro lugar para no molestarla.
—No. —La furia y el temor luchaban dentro de su pecho. Le había prometido que estaría a salvo con él, y le había fallado—. No volveré a dejarla sola.
Sentado en el borde de la cama, buscó su mano.
—No la toques.
Joe se quedó inmóvil. Lentamente, sin moverse, volvió su cabeza hacia la condesa.
—Le he dado un sedante. Su piel está todavía de¬masiado sensible —explicó la condesa—. Si la despiertas, le causarás dolor.
La mano de Joe quedó suspendida en el aire por encima de los dedos de ______, que yacían curvados ha¬cia arriba sobre la colcha.
— ¿Qué quieres decir con que su piel está todavía demasiado sensible?
—Ha sido envenenada, Joseph.
— ¿Qué tipo de veneno hace que el tacto sea dolo¬roso?
La condesa no se amedrentó ante la peligrosa suavidad de su voz.
— ¿Acaso has estado tanto tiempo fuera del harén que lo has olvidado?
La cantárida, conocida popularmente como mosca de España, era un afrodisíaco común usado en los harenes aunque normalmente se mezclaba con otros ingredientes para que excitara y no matara.
—Imposible —dijo sin expresión en la voz.
—Te aseguro que no.
— ¿Cómo?
—Basboosa. Estaba rociada con cantárida en abun¬dancia. Muhamed le dio un vomitivo para que la evacuara del estómago. Si no hubiera actuado tan rápido, ella habría muerto.
Si Muhamed no hubiera admitido a Edward Petre en su casa, ella no habría sido envenenada.
—Edward Petre no sabrá nada sobre el envenena¬miento con cantárida.
— ¿Estás seguro de que ha sido su esposo?
— ¿Estás insinuando que fue mi chef, Étienne? —replicó él cortante.
— ¿Estás seguro de que el veneno era para ______? —repuso con tranquilidad la condesa.
La cesta sorpresa. El pastel era para los hijos de ______.
Nadie conocía la intención de ______ de visitar a sus hijos excepto él y sus criados. Joseph había puesto a un espía en la casa de Petre; ¿había puesto éste uno en la de Joseph?
Muhamed. El hombre de Cornualles sabía que una vez ingerida, no había antídoto para la mosca de España. La única solución para una sobredosis era administrar in¬mediatamente un vomitivo. También sabía que a menudo no surtía efecto. La cantárida mataba a la vez que excitaba. La dosis que provocaba el deseo no era tan diferente de aquella que causaba la muerte.
—No creo que ninguno de mis criados sea culpable, pero te lo aseguro, si alguno de ellos ha sido, pronto lo sa¬bré —prometió sombrío.
Suavemente, como para no mover la cama, se puso en pie.
— ¿Adonde vas?
—A buscar a un traidor.
—Has dicho que no dejarías a ______.
No podía evitar que la amargura apareciera en su voz:
—Tú has podido protegerla mejor que yo.
—No podré ayudarla cuando despierte, Joseph.
Joe hizo una pausa.
Los efectos de la mosca de España eran duraderos. Aunque lo peor del suplicio hubiera pasado, cuando des¬pertara su deseo aún sería enorme.
Experimentó un endurecimiento en la entrepierna en contra de su voluntad. Y se despreció por su debilidad. Pero cuando ______ despertara, iba a necesitar de su se¬xualidad. Lo iba a necesitar a él.
No volvería a fallarle.
Catherine observó a Joe mientras miraba a ______. Sus facciones, tan parecidas a las de su padre, eran una mez¬cla de dureza y ternura.
Un sentimiento de pesar oprimió su pecho. Por el amor que había sentido. Por lo que podía haber sido y por lo que nunca volvería a ser.
—Joseph.
Los ojos turquesas que se encontraron con los de ella estaban tan brillantes que sintió que el corazón se le oprimía.
—Sé tierno. —Una sonrisa traviesa curvó sus labios—. Pero no demasiado.
Con suavidad, cerró la puerta del dormitorio tras ella.
Parecía que había sido ayer cuando Joe usaba pantalones cortos y seducía a todas las criadas de los alrededores con sus ojos turquesas, el cabello rubio y la piel morena, peleándose por darle el biberón y cambiarle los pañales.
El dolor en su pecho se agudizó.
Si se hubiera quedado en Arabia, Joe habría si¬do el niño mimado del harén. Y ella... la favorita del jeque. La madre de Joe. Su cerebro se habría convertido en arena del desierto rodeada por el vacío parloteo y el temor constante a que otra mujer obtuviera los favores del jeque. Una mujer de cabello oscuro en lugar de rubio. Una mu¬jer cuya tez fuera similar a la de una mujer nacida en Ara¬bia. Una mujer que pudiera someterse en un mundo de hombres y estar contenta tras las ventanas enrejadas y ve¬los de muselina.
Una mujer que aceptara un placer físico fuera de este mundo y no confundiera el amor con la satisfacción sexual.
—Madame.
El corazón de Catherine dio un salto en su pecho. Un fantasma con turbante salió de entre las sombras, un resto del pasado que ella había rechazado.
La rabia desplazó a la nostalgia. Había renunciado a la belleza de Arabia para no quedar atrapada en ella, mien¬tras que el hombre de Cornualles que ahora estaba frente a ella se sumergía en las tradiciones que habían provocado la ruina de su propia vida.
— ¿Envenenaste la basboosa, Connor?
Él permaneció imperturbable.
—Usted sabe que no lo he hecho.
—Me doy cuenta de que a medida que pasan los años, menos certeza tengo sobre nada. Tú me aseguraste que ______ Petre era una ramera maquinadora que tenía la in¬tención de arruinar a mi hijo. Me pediste que me metiera en las vidas de dos personas que necesitaban encontrar el amor desesperadamente.
El hombre de Cornualles se estremeció, como si le hubiera pegado una bofetada. De repente, Catherine lo entendió todo.
—Tienes celos —dijo suavemente.
—Lo estoy protegiendo, como es mi deber.
—Mi hijo no necesita de tu protección, Connor. Ya no tienes el deber de hacerlo. Eres un hombre libre, pero sigues con él. ¿Por qué?
—El jeque me ordenó velar por el Ibn. No eludiré mi responsabilidad.
—Joe te ama pero también ama a ______. No conviertas su amor hacia ti en odio.
—El es el Ibn; sólo un infiel confía en el amor de una mujer.
Catherine frunció el ceño
—Tú no crees eso, Connor.
—Debo creerlo. Debo cumplir con mi deber. —La voz del hombre de Cornualles latía de dolor—. Si no lo hago, no hay razón por la cual un eunuco deba seguir viviendo.
De repente, cuarenta años se disolvieron, y Connor fue otra vez un niño de trece años cuyas lágrimas empapa¬ban la arena en la cual estaba enterrado para no desangrar¬se después de ser castrado.
Catherine tenía diecisiete años. Había sobrevivido a la violación y la esclavitud. Cuando aquel joven le había rogado sollozando que lo matara, ella no había entendido lo que le habían hecho. En su ignorancia, le había causado un mal, pero ahora comprendía y, quizás, pudiera reparar su error.
—Eres un hombre apuesto, Connor.
—Soy un hombre inútil.
—Cuyo rostro es joven y sus músculos están du¬ros —dijo bruscamente—. Si realmente fueras un eunuco, ahora tendrías pechos y tu estómago y caderas serían una montaña de grasa. Pero no lo son.
—Me cortaron los testículos —rechinó con una cru¬deza poco común en él—. Me robaron mi capacidad para crear vida.
—Y por eso Joseph es más un hijo que alguien a tu cargo.
El hombre de Cornualles permaneció en silencio.
— ¿Has estado alguna vez con una mujer, Connor?
Una breve sonrisa iluminó el rostro de Catherine an¬te la expresión de furiosa indignación de Muhamed.
—Soy un eunuco.
—Pero posees tu miembro. —Si la luz hubiese sido más fuerte, habría jurado que él se había ruborizado.
—Necesito una caña para orinar —dijo con rigidez.
—Hay eunucos rasurados como una niña que toman esposas.
—Se ríen de ellos en los harenes.
—Pero al menos alcanzan un grado de felicidad. Eras muy joven cuando te quitaron los testículos, Connor. Si hubieras sido un niño al que todavía no le había crecido el ve¬llo del cuerpo, podría entender este... este martirio. Afecta a los niños de manera diferente que a los jóvenes. Las mu¬jeres en el harén valoran a los eunucos como tú porque pue¬den tener una erección y darles placer sin dejarlas embara¬zadas. ¿Acaso nunca has deseado a una mujer? ¿Nunca jamás has deseado encontrar el amor en el cuerpo de una mujer?
—No debería estar comentando estas cosas conmi¬go. —La voz del hombre de Cornualles estaba áspera de furia—. Usted es la mujer del jeque.
No, ya no y no importa cuánto lo quisiera.
—No, Connor, yo soy dueña de mí misma. Y no me quedaré de brazos cruzados viendo cómo apartas a mi hi¬jo de la mujer que ha elegido.
—Jamás le haría daño al Ibn.
—Y sin embargo posees conocimientos sobre la can¬tárida.
—Si hubiera querido matar a ______ Petre, no habría envenenado la comida de la cesta. Era para sus hijos. Nunca haría daño a sus hijos.
— ¿Ni siquiera para salvarlos de un destino peor que la muerte?
Los ojos negros de Connor ni pestañearon: —Ni siquiera para eso.
— ¿Vino realmente Edward Petre hoy aquí? —Sí.
— ¿Estaba solo?
—No.
— ¿Quién estaba con él?
—No lo sé.
El delicado arco de las cejas de Catherine se unió bruscamente.
—Connor, por favor, no me mientas.
—No miento, madame. Era una mujer. Estaba to¬talmente cubierta. No dijo nada. No sé quién era. Ni siquiera estoy seguro de que fuera una mujer.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 23
______ despertó con un grito sofocado. La misma oscuridad que la rodeaba palpitaba. Du¬rante un segundo no comprendió la simple e incontrolable necesidad que hormigueaba sobre la superficie de su piel como el fuego de San Elmo. Y entonces recordó. El do¬lor más grande que cualquier dolor. El calor que no cesa¬ba. Muhamed obligándola a tomar un jarabe. La condesa echando agua en su garganta.
Había vomitado, había orinado y había continua¬do ardiendo. Como ahora.
El trozo de bizcocho que había comido no estaba espolvoreado con nueces picadas sino con un insecto tri¬turado. Un escarabajo abrasador, había dicho la condesa, cuya venta estaba muy difundida tanto en Oriente como en Occidente.
Dios mío. Alguien había intentado envenenar a sus hijos. Pero en lugar de eso, la habían envenenado a ella.
La oscuridad palpitante la rodeó; era tan negra como el escarabajo que había comido. Sintiendo arcadas, echó hacia atrás la colcha y deslizó las piernas fuera del colchón.
______ se quedó inmóvil.
Una mano se aplastó contra su espalda a través de la fina seda, deslizándose bajo el voluminoso peso de su ca¬bello y acariciándole suavemente la nuca.
—Quédate.
Ella se sobresaltó. La voz de Joe destrozó sus nervios mientras el calor de su mano viajaba a lugares que nada tenían que ver con su cuello.
—Tengo que ir... —se mordió el labio—. Tengo que ir al cuarto de baño.
— ¿Necesitas ayuda?
______ se alejó bruscamente de la tentación de su mano.
—No, gracias.
En silencio, caminó descalza al baño y cerró la puer¬ta tras ella. Cuando volvió, Joe estaba sentado en el borde de la cama, sosteniendo un vaso, despreocupadamen¬te desnudo. Había encendido la lámpara de la mesilla. Ella parpadeó.
El tacto, el olfato, la vista... todos sus sentidos pare¬cían estar enfocados hacia un único lugar entre sus piernas. Era humillante. No cedería ante él, no importaba lo grande que fuera su necesidad. Ella no era un animal.
De repente, los años sin pasión que había pasado ca¬sada con Edward le parecieron un refugio. Tal vez los de su clase estuvieran en lo cierto y las mujeres no estuvieran hechas para disfrutar de los placeres de la carne. Joe le tendió el vaso.
—Toma esto.
Miró fijamente el vaso en vez de aquella musculosa y morena piel.
—Sabes lo que ha sucedido.
—Sé lo que ha sucedido —asintió con calma—.
—Tó¬malo. Necesitas líquidos.
—No tengo sed.
—Cuanto más agua bebas, más rápido saldrá la can¬tárida de tu cuerpo.
Ella evitó sus ojos turquesas, tan solemnes y exper¬tos. Era evidente que conocía el veneno que ella había in¬gerido. Que él supiera las consecuencias que provocaba ha¬cía que su experiencia fuera todavía más humillante.
—He bebido litros de agua y todavía... —tragó— me siento arder.
—Entonces déjame aliviar tu ardor.
El corazón de ______ dio un vuelco.
—Quiero marcharme.
En algún lugar de la casa, una puerta se cerró de gol¬pe. Le siguió el crujir de la cama con dosel.
Joe atravesó el dormitorio con los pies desnudos hasta quedar de pie frente a ella.
—Toma el agua, ______. Hablaremos por la ma¬ñana.
Su mirada se deslizó del vaso que llevaba en su ma¬no hasta la hirsuta mata de pelo dorado oscuro que cu¬bría su pecho; formaba una flecha que corría vientre abajo hasta su estómago. Su cuerpo estaba duro; una gota de hu¬medad brillaba en la punta de su miembro viril, morado como la fruta madura, como una suculenta ciruela besada por el rocío. El fruto prohibido.
El calor ascendió por el cuerpo de ______ hasta que sintió como si fuera a incendiarse. No quería agua. No quería hablar. Estallando de furia, tiró el vaso.
— ¡Te he dicho que no tenía sed!
El agua cristalina hizo un arco en el aire mientras el vaso caía al suelo rebotando sobre la alfombra. Una man¬cha oscura se extendió sobre la lana de brillantes colores.
Durante un segundo eterno pareció como si ______ no estuviera allí, como si otra persona hubiera perpetra¬do aquel pequeño y absurdo acto de violencia. Luego la vergüenza, la furia, el temor y todas las emociones acen¬tuadas por el deseo que quemaba y palpitaba en su cuerpo la cubrieron como una ola.
Joe no se escandalizó ante su estallido de vio¬lencia. Se le notaba apenado, como si tuviera por delante una ardua tarea. Su mirada decía que ______ no se esta¬ba portando como una hija disciplinada, como una esposa sumisa y ni siquiera como una amante obediente.
—Me has mentido —dijo glacialmente.
Sus ojos turquesas se oscurecieron.
—Sí.
—Me dijiste que estaría a salvo contigo.
—Sí.
—Entonces no hay necesidad de esperar hasta ma¬ñana. No tenemos nada de qué hablar. Si es demasiada mo¬lestia despertar a los criados, buscaré un coche de alquiler.
—Sabías cuando viniste a mí, ______, que no te dejaría marchar.
El calor de su interior explotó con un estallido.
—Entonces matarías a mis hijos para que no se in¬terpusieran en tu placer.
Parpadeó incrédulo mientras sus manos salían como un latigazo. Sus dedos se hundieron en los hombros de ella.
— ¿Cómo has dicho?
—Mi madre me lo advirtió. —______ tendría que estar atemorizada, pero todo lo que podía sentir era el ca¬lor de aquellos dedos traspasando la seda de la camisa y el recuerdo de cuando habían estado alojados en lo más pro¬fundo de su cuerpo al encontrar su lugar especial—. Dijo que tú no aceptarías los hijos de otro hombre. ¡Intentaste matar a mis hijos!
El aire salió como un resoplido de sus pulmones an¬te la fuerza con la que él la atrajo hacia su pecho.
—Tú no puedes pensar eso —gritó. Su aliento estaba caliente, avivando el fuego que ya la consumía. Poco importaba si ella le creía o no. El día an¬terior, él le había preguntado si hubiera venido de no ser por sus hijos. Aquel mismo día él había dicho que no se quedaría al margen de su vida cuando ella insistió en visitar a sus hijos... sola. El veneno era común en Oriente. Joe conocía sus propiedades. Sabía que la cesta estaba destina¬da a sus hijos, y que éstos obstaculizaban su placer. Podía haber sido él, pensó ella agitada.
Desviando la cara, intentó apartarse de su pecho, pe¬ro el hirsuto vello rubio que lo cubría picaba en sus de¬dos y el calor de su piel era abrasador. Una carcajada nació y murió en su interior. Todo este ardor, deseo atormenta¬do... a causa de un maldito insecto. ______ apartó las manos. —Déjame marchar.
Él la atrajo aún más, presionando su pecho contra los pechos de ella, con el miembro palpitante clavándose en su estómago y los labios a un paso de su boca.
—Dime que no crees eso.
______ se moriría si no la dejaba marchar, pero sa¬bía que él nunca lo haría y no podía soportar que la tocara ni un minuto más.
— ¡Déjame! —Chilló, queriendo herirlo tanto co¬mo ella se sentía herida—. ¡No quiero que me toques nun¬ca más! ¡No estabas aquí cuando te necesité! ¡No quiero desearte!
La mirada en los ojos de Joe era inconfundible. Había logrado su objetivo. Había herido al Jeque Bastardo.
¿Por qué no la dejaba marchar?
—Dime que sabes que no haría daño a tus hijos —gritó con su aliento incendiando el rostro de ______.
Si ella lo reconocía, tendría que admitir que su es¬poso había tratado de matar a sus hijos, sus hijos. Como su padre había intentado matarla a ella. Ella era una persona adulta. Quizás sus acciones justificaran algún tipo de cas¬tigo, pero sus hijos sólo eran unos niños. ¡Era imposible que un padre fuera tan depravado como para querer hacer daño a sus propios hijos!
— ¡Jamás! —Alzó la rodilla para agregar mayor im¬pacto a su negación.
Los ojos de Joe se agrandaron. La soltó de golpe.
______ no sabía lo que había hecho para liberar¬se, pero no se detuvo a comprobarlo. Volando a través de la alfombra oriental, abrió el armario rebosante de trajes masculinos excepto dos únicas prendas femeninas, la falda azul real y la chaqueta a juego, que la condesa había col¬gado allí cuando ______ lo único que podía tragar era aire e intentaba no expresar a gritos su deseo. Histérica¬mente, se quitó aquella camisa de seda que no era suya, na¬da le pertenecía, ni en casa de Joe, ni en casa de Edward.
De repente, su cuerpo fue levantado en el aire. El vello rizado le raspaba la espalda; carne dura y húmeda empujaba sus nalgas. Y por debajo estaba el calor inago¬table.
—Bahebbik. —La voz de Joe era un gruñido oscuro. Las sílabas árabes sonaban como si hubieran si¬do extraídas de lo más profundo de su alma.
______ apretó los párpados. Los latidos de él mar¬tilleaban contra su omóplato izquierdo; palpitaba al ritmo de sus propios latidos. Por favor, Dios, que no perdiera el frágil control que aún pendía de un hilo.
— ¿Qué significa eso?
—Quédate para averiguarlo.
Las lágrimas se derramaron por sus mejillas.
—No te sorprendiste cuando mi esposo intentó ma¬tarme. Tampoco te has sorprendido por esto. ¿Qué hace falta para que sientas algo?;
—Yo siento, taliba. —Su voz latía en su oído, un je¬que bastardo rechazado primero por la sociedad y ahora por ella.
Ella no quería sentir sus heridas,
—Pensé que me moriría sin ti.
—Estoy aquí ahora.
—Me sentí como un animal. —Su dolor y su deseo estallaron en un discurso agónico—. Mi cuerpo... no me importaba. ¿No comprendes? ¡Me podría haber acostado con cualquier hombre!
—Pero no lo hiciste.
______ abrió los ojos y fijó la mirada sobre una hilera de chalecos, levitas y esmoquin.
—No quiero sentir esta... esta lujuria. Cuando me to¬cas, sólo quiero tomarte en mi interior. ¿Cómo sé que algún día no sentiré lo mismo por cada hombre que vea?
—No dejaré que suceda.
—La lujuria no es amor.
—Tal vez no, taliba. Pero sí puedo satisfacer tu lu¬juria hasta que estés demasiado agotada para notar la di¬ferencia.
Una risa histérica surgió del pecho de ______. Jun¬to con el calor de su cuerpo. No había lugar para la alegría.
—Por favor, déjame marchar. No soy... yo misma en este momento.
—La lujuria es una parte de la unión, taliba. Com¬pártela conmigo.
Ella no quería unirse. Quería copular.
—Mis hijos...
—Están seguros. Debes confiar en mí, ______.
Ella intentó abrir los brazos, bloqueados alrededor de su cintura.
—Eso ya lo has dicho antes.
—______, hoy fui a Eton. Contraté a gente para que cuidara de tus hijos.
______ permaneció quieta.
— ¿Por qué no me dijiste esta mañana lo que ibas a hacer?
—No quería alarmarte.
— ¿Creías que mi esposo le haría daño a sus propios hijos?
—Lo creí posible.
Oh, Dios, era cierto. Edward había intentado matar a sus propios hijos.
—Sé que estás sufriendo, ______. Déjame que te haga sentir mejor. Déjame amarte.
Amor. Toda su vida había deseado ser amada.
Pero esto no era amor. Era lujuria.
Y ella también quería aquello.
Apoyó la cabeza hacia atrás para que descansara con¬tra la de él.
—Sentirás repugnancia hacia mí —sentía repugnan¬cia hacia sí misma.
Joe mordisqueó la oreja; el pequeño dolor se clavó en sus pezones.
—Tal vez antes de que termine la noche sea yo el que te inspire repulsión.
—No. —Las cosas que él le había hecho y que ella le había hecho a él jamás le habrían causado repugnancia.
Lentamente, se irguió con sus brazos todavía alrede¬dor de ella, y se volvió. Ella miró hacia la cama deshecha.
—Cuando te baje, ponte sobre tus manos y rodillas.
El kebachi. Como los animales.
Se mentiría a sí misma si dijera que no deseaba aquello. De pronto se sintió asqueada de tantas mentiras.
Temblando, ______ hizo lo que se le había orde¬nado. El aire fresco acariciaba sus nalgas. Se sentía... expues¬ta. Y vulnerable. Por la postura. Por saber que él conocía su enorme deseo... y no la juzgaba.
Pero ella lo había juzgado. Había sentido vergüen¬za de llevarlo a visitar a sus hijos. Vergüenza por aquello— ¿cómo podía ser una buena madre y una mujer libertina?
El colchón se hundió a su espalda. Joe posó la mano sobre sus nalgas, una impresión punzante de carne.
—Abre las piernas... —Ella tembló al sentir el em¬pujón de un muslo duro y peludo—. Así.
Un calor abrasador se pegó a su trasero; la perforó entre las piernas. Luego él se encontró dentro de ella y hu¬bo una pequeña explosión interna. Se hallaba alojado tan profundamente que ella casi no podía respirar.
— ¡Joseph!
—Shhh.
Joe alzó un poco sus hombros... oh, Dios, la sen¬sación era como tener un tronco clavado en su interior del cual brotaba de golpe un árbol, y luego ella se encontró er¬guida de rodillas y eran un solo cuerpo, un solo latido. La espalda de ella descansaba contra el pecho de él, una pared viviente, palpitante de calor rizado y músculo tenso. Muy dentro de ella, la verga de él palpitaba. O tal vez fuera su vientre palpitando alrededor de él.
—Conoces los diversos nombres que recibe el ór¬gano sexual de un hombre.
Un aliento caliente y húmedo rozó su cabello. Una mano rugosa acarició su hombro; podía sentir cada fric¬ción áspera a medida que se deslizaba por su pecho, roza¬ba un pezón duro como la roca... se contrajo alrededor de él, un preludio relampagueante del orgasmo que atravesa¬ba su cuerpo como un rayo. Luego ahuecó su mano sobre su vientre, adaptándola a la carne situada en lo más pro¬fundo de su cuerpo, convirtiéndose en parte de ella. Mien¬tras mordisqueaba su oreja, bajó su otra mano y enredó sus dedos en los rizos húmedos de sus piernas, murmu¬rando:
—Ahora debemos aprender los nombres de las par¬tes de una mujer. —Y con un solo dedo rozó su clítoris hinchado.
______ gritó de éxtasis.
—Perdóname. —Se aferró a sus manos para mante¬nerlas en su lugar mientras su cuerpo se adueñaba de la esen¬cia de él y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Por favor, perdóname.
Por no ser la dama que aparentaba ser. Por compli¬carlo en la sórdida realidad de su vida. Por tomar más de lo que le estaba dando.
—Nunca te arrepientas por experimentar placer, taliba. Dame tu mano... No, no te resistas. —Su mano ahuecada sobre su vientre la apretó contra él mientras la otra, que había conseguido llevarla al orgasmo, se aferró a la de ella—. Yo fantaseo enseñándote todo esto, teniéndote des¬nuda, tocándome, tocándote. Esto es abou khochime, «la que tiene la nariz pequeña». —Con los dedos entrelazados los de ella, dirigió el movimiento de su mano, hundién¬dose entre los labios hinchados con un calor líquido, re¬cogiendo la humedad para deslizarse y resbalar hacia el co¬razón palpitante de su clítoris—.
—También es llamado abou djebaba, «la que sobresale».
El calor creció como un hongo dentro de ______, pero él no la dejaba ir y ella no podía pelear contra él y con¬tra su cuerpo. Jadeando para tomar aire, golpeó su cabeza hacia atrás contra el hombro de él al mismo tiempo que otro orgasmo rasgaba su cuerpo.
Joe hundió su cara en el hueco de su cuello con la mano presionando con firmeza y registrando las contrac¬ciones de su vientre, las convulsiones de su v@$*%a alrededor de la corpulencia de su miembro viril.
—Eso está bien... muy bien —susurró—. También está abou tertour, «la que tiene cresta». Se usa ese nombre cuan¬do el clítoris de la mujer asciende en el momento del placer.
Como lo había hecho el de ella, dos veces. Y todavía no era suficiente.
______ giró la cabeza hacia su espeso cabello do¬rado. Olía a sol, a calor y a un tenue rastro de jabón. Se afe¬rró a la cordura de su voz.
— ¿Fantaseas realmente conmigo? —jadeó.
Sus dedos volvieron a oprimirle mientras la carne hinchada de ella presionaba contra las puntas de sus dedos unidos. Dentro de su cuerpo su v@$*%a se crispó en un es¬pasmo alrededor de su miembro viril, mientras su vientre temblaba contra la palma de su mano.
—Oh, sí, fantaseo contigo. Fantaseo sobre tu pelo, tus pechos, tu delicado vello aquí que es del mismo color que tu cabello, tu menudo capullo que se agranda tan de¬liciosamente...
Jamás había soñado que un hombre pudiera fanta¬sear con ella. Antes de Joe, nunca había imaginado que un hombre pudiera desear su satisfacción.
El alzó la cabeza, rozó su mejilla con su nariz, ajus¬tó su posición hasta que encontró su boca. Su lengua esta¬ba tan caliente y húmeda como aquella otra parte suya que la penetraba. Ella se convulsionó, gimiendo en su boca con el cuerpo contrayéndose, estremeciéndose independiente¬mente, mientras él giraba los dedos de ambos una y otra vez.
—Tres orgasmos —murmuró contra sus labios—. Eso tendría que suavizar el deseo hasta que podamos termi¬nar la lección.
Jadeando para tomar aire, ______ sintió que sus dedos eran conducidos hacia abajo, a través de los pliegues suaves y húmedos hasta que de repente sintió una dura lan¬za. Él era parte de ella. Muy profundamente en su v@$*%a él se flexionó; al mismo tiempo, ella sintió el movimiento con la punta de sus dedos.
—Keuss es una palabra común para la v@$*%a de una mujer. —Presionó las puntas de los dedos contra el aro de carne que se aferraba a su miembro como una segunda piel—. Y luego está el taleb, la anhelante que arde por el miembro de un hombre. ¿Ardes por mí, taliba?
______ giró la cabeza hacia adelante y observó el baile de luces y sombras sobre la pared verde pálido. Las brasas ardían en la chimenea de mármol blanco.
— Sabes que sí.
—Pero necesito que lo digas.
Le había dicho palabras mucho más explícitas. Entonces ¿por qué le resultaba tan difícil?
—Ardo por ti, Joseph —dijo con voz ahogada.
Joe masajeó su estómago.
— ¿Por mí... o por un hombre?
Ella cerró los ojos y no pudo escapar a la verdad.
—Por ambos.
—Podías haber tomado a otro hombre hoy. A un lacayo. A Étienne.
Los párpados de ella se abrieron de golpe:
—Jamás haría eso.
—Pero lo haces conmigo.
—No es lo mismo.
—No, no lo es. ¿Mi palabra favorita para esto sa¬bes cuál... es? —presionó más fuerte los dedos de ambos con¬tra la carne estirada alrededor de su verga, como si busca¬ra entrar al lado de ésta—
Ella se concentró en el resbaladizo calor externo de él en lugar del que fundía su columna vertebral con el pe¬cho de él.
— ¿Cuál?
—El hacene, la hermosa. Pero es el ladid, la deliciosa, la v@$*%a más maravillosa de todas. El placer que da se compara con aquel que sienten las bestias y aves de rapiña, un placer por el que se combaten batallas sangrientas. El jeque escribe que una mujer que posee tal vulva le dará al hombre un anticipo del paraíso que le espera cuando mue¬ra. Dame un anticipo del paraíso, taliba. No hay nada ma¬lo en sentirse como un animal. Inclínate y compartamos el mismo placer del que gozan una oveja y un carnero.
______ se inclinó... y se aferró a la colcha de satén con ambas manos para mantener el equilibrio cuando el cuerpo de él embistió contra el de ella.
Una mujer no era capaz de tomar a un hombre tan profundamente, pensó confusa. De repente, un escozor caliente curvó toda su espalda, y las manos ásperas de él que sostenían sus caderas se deslizaron hacia abajo, alrededor de ella, una para ahuecarse contra su vientre mientras la otra se deslizaba debajo de sus piernas, la tocaba y frota¬ba mientras ella se esforzaba por tomarlo más profundo, más duro, por favor, dame más, por favor, no te detengas... Sus súplicas interiores resonaron en el dormitorio.
—Mantén las caderas inclinadas para mí, taliba. —Él presionó entrando y saliendo, colocándola, dirigiéndola, moldeando su carne alrededor de la de ella—. No te pon¬gas tensa. Relájate. Tómame, ______. Alá. Gime para mí. Hazme saber que me deseas. Tómame. Así. Más pro¬fundo. Sí. Dios. Sííííí.
Unos dientes afilados se hundieron en el hombro de ella. Recordó, de manera incoherente, cuando decía que el jeque no propiciaba el canibalismo, y luego no supo na¬da más. Se convirtió en el animal que siempre había te¬mido ser, gimiendo, sollozando e implorando, perdida en su placer, en el placer de él, en el placer de ambos, la sal¬vaje belleza que ambos creaban, carne contra carne, alien¬to con aliento, latido con latido. Cuando su orgasmo ras¬gó su cuerpo, no supo quién había gritado, ni de quién era el placer que había explotado dentro de su cuerpo en olea¬das palpitantes de plenitud. ______ y Joseph. Joseph y ______.
Se dejó caer bajo el peso del cuerpo de Joe y que¬dó tendida durante largos segundos, saboreando la sensación etérea de él presionándola contra la colcha de frío satén. Sus cuerpos palpitaban en unión, por dentro, por fuera. Un charco de esperma caliente los bañó a ambos.
—Quiero champán —murmuró ella.
Joe gruñó. Era un sonido tan puramente mas¬culino que ella sonrió. La sonrisa se volvió instantánea¬mente un torrente de gratitud. Él le había dado tanto.
—Quiero bañarte en él.
La carne blanda dentro de ella tuvo un espasmo Los dedos de él se apretaron convulsivamente sobre su estómago y su pubis.
—Y luego quiero secarte con mi lengua. Su miembro enterrado dentro de ella dejó de estar blando.
—Y luego quiero que eyacules dentro de mi boca para probar tu placer.
Joe miró a ______.
Su rostro estaba sonrojado de saciedad y sueño. Sus pestañas estaban endurecidas por las lágrimas, el sudor y el champán. Suave, reticente, levantó la sábana de seda so¬bre sus pechos desnudos, hasta su cuello. Ella suspiró y giró hacia su mano. El pecho de Joe se contrajo. No dejaría que Edward Petre volviera a hacerle daño.
Rápida y silenciosamente, se vistió con cuidado pa¬ra no despertar a ______. Al apagar la llama de la lámpara de aceite, no pudo resistir descender sobre ella y probarla Ella abrió los labios inconscientemente. Con pesar, se echó atrás.
Había otro nombre que no le había enseñado durante su lección: eltsequil, la vulva de una mujer que se cansa de su hombre.
______ no se cansaría de el, Alá y Dios lo sabían ¡y él jamás se cansaría de ella!
La noche nebulosa era fría después del calor del cuerpo de ______. El Big Ben resonaba sobre los tejados, era la una de la madrugada. Las sesiones del Parlamento duraban hasta las dos.
Joe se movió con sigilo en la oscuridad, silbó agudamente cuando un coche de alquiler se acercó a él. Se de¬tuvo.
— ¿Adonde vamos, patrón?
—Al edificio del Parlamento.
El coche olía a ginebra y a almizcle. ______ había olido a naranja y al deseo caliente de una mujer. El día an¬terior había venido a él oliendo a gas y a horror.
El cochero condujo con destreza a través de las nebulosas calles londinenses. Cuando el coche se detuvo, Joe saltó fuera y pagó el viaje.
—Gracias, señor. —El conductor se embolsó la generosa propina.
—Habrá más dinero si ocultas el coche y me esperas. Debo encontrarme con alguien.
—Le saldrá caro.
Joe sonrió sombrío:
—Valdrá la pena.
Esperó en el exterior del edificio del Parlamento, con el sombrero hacia abajo y embozado en el pañuelo de la¬na. Le dolían placenteramente la espalda, los muslos y las pantorrillas, recordándole momentos más agradables. ______ le había regalado tres orgasmos; él había perdido la cuenta de la cantidad que le había dado a ella. Un extraño sabor persistía en su lengua, una combinación de la dulzura de ella, la salobridad de él y el champán burbujeante.
Observó vagamente los carruajes alineados en la calle, y se preguntó si alguna vez volvería a probar cham¬pán sin ponerse inmediata y dolorosamente duro. El jamelgo del cochero, fuera del alcance de la farola, relinchó suavemente. De inmediato, las puertas del Parlamento se abrieron y empezaron a salir hombres, algunos gastándo¬se bromas, otros con trajes de gala.
Joe buscó entre la multitud... allí. Edward Petre hablaba y reía con un grupo de miembros del Parlamento. Con el cuerpo tenso y preparado para la acción, Joe esperó el momento adecuado.
La animada discusión se interrumpía a medida que cada hombre buscaba un carruaje, ya fuera solo o, acompañado. Joe se movió con rapidez. Agarró el brazo de Edward Petre justo cuando se estaba poniendo el sombrero de copa.
—Uraniano, Petre. —La voz de Joe era apagada pero nítida a través del pañuelo—. Venga conmigo ahora o todos los que están aquí se enterarán pronto de sus pe¬queñas distracciones. Y aunque estoy al tanto de que algu¬nos de ellos comparten sus inclinaciones, no le apoyarán cuando el público tenga conocimiento de ello.
El rostro de Edward Petre se volvió de un blanco pastoso a la luz de las lámparas de gas. Su aliento, una rá¬faga de vapor plateado, perforó el aire.
—Quíteme las manos de encima.
—Enseguida. Nos espera un coche de alquiler. Us¬ted y yo iremos a su casa para charlar un rato. O puedo matarlo y arrojarlo al Támesis. Dado que esto último me simplificaría las cosas, le sugiero que cierre la boca y ven¬ga conmigo. Ahora.
—Usted no se atrevería. Alguien me está esperando.
—Me atreveré. Fui desterrado de Arabia por matar a mi hermanastro. Le aseguro, Petre, que me atreveré.
Un temor animal inundó los ojos castaños de Petre.
—No lo haría. Se está acostando con mi esposa. Ni siquiera ella querría a un hombre que hubiera matado al padre de sus hijos.
Una sonrisa cínica torció la boca de Joseph.
—A lo mejor ella le sorprendería. De cualquier mo¬do, usted estaría muerto. Libre de preocupaciones terre¬nales. ¿Nos vamos?
Petre no siguió protestando. Joe lo guió hacia el coche, enterrando sus dedos en la lana de su chaqueta, y le dio al cochero la dirección a la que debía dirigirse. Una opa¬ca luz amarilla penetraba por las sucias ventanas del ca¬rruaje. El olor sofocante de la colonia de Petre y del aceite de macasar que usaban los europeos predominaba sobre el resto de los olores.
—______ se cansará de usted. —La voz del mi¬nistro de Economía y Hacienda era asombrosamente tranquila—. Y luego volverá a mí.
Joe luchó por mantener a raya un peligroso es¬tallido de furia. Quería matarlo.
—Con calma, Petre. Hablaremos cuando lleguemos a su casa.
— ¿Le tiene miedo al escándalo? —se mofó Petre.
Joe contempló el brillo de las luces sobre el río.
—No. El Támesis está demasiado cerca. Temo caer en la tentación.
El resto del viaje transcurrió en tenso silencio. Petre estaba furioso, pero era un hombre astuto: tenía miedo a lo que un jeque bastardo que había matado a su herma¬nastro podría hacer a un hombre que lo mantenía alejado de su mujer. Y con razón.
Mientras Joe le pagaba al cochero, Petre buscó la llave de su casa, esperando, sin duda, poder entrar co¬rriendo y dejar fuera al Jeque Bastardo.
Con tranquilidad, Joe cogió la llave de la mano enguantada de Petre y la insertó en la cerradura. Mor¬dazmente, inclinó su cabeza:
—Después de usted.
Los criados habían dejado una lámpara de gas en¬cendida. Una cortesía peligrosa, teniendo en cuenta lo que le había sucedido a ______.
No había ningún vestigio de ______ y de su maravilloso apasionamiento en la casa. No había mesas en ca¬da rincón ni adornos en cada superficie, pero aun así era un típico hogar Victoriano, con su empapelado monótono y sus clásicos muebles cubiertos de telas para evitar que la vi¬sión de sus patas excitara a un hombre.
Petre caminó rígido por el vestíbulo de paredes em¬papeladas con flores y abrió con fuerza una puerta. Joe le siguió. Edward encendió una lámpara de gas con más delicadeza que la que había utilizado para abrir la puerta de entra¬da. Por otra parte, era muy consciente de los peligros del gas.
Joe se encontró en una estancia masculina, sobriamente conservadora. Una pesada mesa de nogal ocupaba un extremo, mientras que un escritorio estilo Carlton des¬tacaba en medio de la sala.
En silencio, Joe cerró la puerta. Petre se dio la vuelta, encarándose a él. Su alto sombrero de copa negro se curvaba sobre sus orejas; apretó el bastón con mango de oro en su mano derecha.
Tirando su propio sombrero de suave fieltro sobre una mesa, Joe aflojó el pañuelo de su cuello.
De repente, el temor superó a la rabia de Petre. De¬jando caer el bastón, corrió como una flecha hacia el otro lado del escritorio.
Joe corrió tras él. Cerró con fuerza el cajón so¬bre la mano de Petre, que intentaba desesperado apode¬rarse del arma que había dentro.
— ¿Por qué no le disparó a ______? —gritó—. Hu¬biera sido más efectivo. Los criados son propensos a notar el gas. Como lo son también a reconocer venenos.
—No sé de qué me habla.
Joe empujó el cajón todavía más. Tuvo la satis¬facción de ver cómo el escaso color que tenía el esposo de ______ en la cara se escapaba por completo.
—Dígame, Petre. ¿Por qué un político pensaría que el asesinato es menos perjudicial para su carrera que un di¬vorcio?
El bigote de Petre tembló:
—Insisto, no sé de qué me habla.
—Usted intentó matar a ______ asfixiándola con gas. Y luego intentó matar a sus hijos, sus hijos, con mos¬ca de España.
Petre conocía la cantárida. El conocimiento era pa¬tente en sus ojos.
—No tuve nada que ver con que su lámpara se apa¬gara. Ella intentó suicidarse.
—Qué conveniente para usted, especialmente te¬niendo en cuenta que ella estaba a punto de dejarle.
—Me está destrozando la mano.
—Muy bien. Tal vez la próxima vez se lo piense dos veces antes de intentar hacerle daño a ______ o a sus hi¬jos. Pero me tiene intrigado. ¿Por qué intentaría matar a su esposa cuando era mucho más fácil mandarla a un mani¬comio? Debería saber que yo jamás le hubiera perdonado su muerte.
—Por el amor de Dios, nunca quise hacerle daño. —Petre aferró con la mano izquierda la muñeca de Joe intentando arrancarla del cajón. Pero Joe era mucho más fuerte.
—______ no tuvo el coraje de enfrentarse a mí en su casa. No me he acercado a Eton ni a los niños. ¡Suélteme!
Joe agarró la mano izquierda de Edward, pre¬sionando más fuerte sobre el cajón.
— ¿Cuántas ganas tiene de que lo suelte, Petre? ¿Tan¬tas como las que tenía ______ de obtener el divorcio?
El sudor chorreaba por el rostro pálido de Petre, goteando de sus cejas y de su bigote encerado.
—Concederé el divorcio a la pu*a. ¡Pero suélteme!
—No es suficiente. No permitiré que difame su nombre por todo Londres. Además, le otorgará la custo¬dia de sus hijos.
—Ha cometido adulterio.
— ¿Y usted qué ha hecho, Petre? Ha ofrecido a su propio hijo para prostituirse. Le aseguro que los tribuna¬les estarán más interesados en su conducta que en la de ella.
Petre dejó de luchar.
—Carece de pruebas.
—He estado en Eton. Tengo todas las pruebas que necesito.
—Suélteme. —La voz de Petre era opaca.
—Haga que me merezca la pena.
—Le daré el divorcio. En privado. Puede quedarse con sus dos hijos.
Lentamente, Joe soltó el cajón, quitando rápi¬damente el arma de los débiles dedos de Petre. La sangre chorreaba por la parte de atrás de su mano. Sus nudillos ya habían comenzado a inflamarse.
—Ni usted ni Andrew Walters se acercarán a ______ o a sus hijos de nuevo.
Petre se tocó la mano.
—Si llega a saberse algo sobre mis... «Pequeñas dis¬tracciones» como las llama usted... me aseguraré de que ______ pierda la custodia de Richard y Phillip.
Otro secreto. Otro pacto.
Petre tenía el poder de quitarle sus hijos a ______; Joe tenía el poder de evitarlo. Pero no mediante la muerte...
Por el bien de ______, no mataría al padre de sus hijos. Y quizás también por el suyo propio. Porque no es¬taría matando a Edward Petre; estaría matando a su her¬manastro de nuevo.
Deslizando el arma en el bolsillo de su chaqueta, se apartó. De un pasado repulsivo. De un presente repulsivo. Tenía un futuro por delante: no lo pondría en peligro.
—Usted tenía razón. Es un bastardo astuto. Internar a ______ era la solución perfecta. La mañana que su lám¬para se apagó fui para obtener una orden de internamiento por locura. No tenía necesidad de asfixiarla. Ni tampoco intenté matar a mis dos hijos. No he necesitado mosca de España desde que me acosté con mi esposa, su pu*a.
Petre no era tan astuto como debía haber sido. Un hombre no denigraba a la mujer de un bastardo que era el hijo de un jeque. Especialmente no evocaba intencionada¬mente imágenes de la mujer acostada con otro hombre.
Joe estuvo muy cerca de olvidar su propósito de no matar a Petre.
—Entonces contrató a alguien para hacerlo. Como contrató a alguien para amenazarla el jueves pasado por la noche cuando dio un discurso en una reunión —dijo Joe tenso, plenamente consciente de que aquella solución no explicaba el envenenamiento con cantárida a no ser que Petre hubiera colocado a un espía en su casa. Pero a dife¬rencia del detective privado que había pagado al lacayo de los Petre para que dejara de trabajar y ocupar así su lu¬gar, no había criados nuevos en la casa de Joe.
—Soy una persona conocida; no contrataría a alguien para asesinar o amenazar a mi esposa por temor a que ha¬blasen. —Toda la arrogancia de Petre había vuelto—. Había niebla el jueves pasado por la noche. ______ se retrasó. Avisé al comisario por si en el caso de que le hubiera ocu¬rrido algún accidente, él se refiriera a mí como un esposo cariñoso y preocupado.
Joe estiró la mano para alcanzar su sombrero so¬bre la mesa junto a la puerta. Notó que su mano temblaba.
—Entonces fue Andrew Walters el que lo concibió todo.
—Así que le contó el lamentable acceso de cólera de Andrew. Él tendría tan poca inclinación a matarla como yo. No mientras existiera un método más seguro para con¬trolarla. Andrew estaba conmigo la mañana que firmé la orden de demencia.
Joe no se dio la vuelta.
—Entonces, ¿quién sugiere que intentó matarla?
—Tal vez ______ no sea la mujer que usted cree que es, Safyre. Tal vez intentó suicidarse. Y al no lograr¬lo, intentó matar a sus hijos en lugar de enfrentarlos a un juicio de divorcio.
—Y tal vez esté usted mintiendo, Petre, porque no quiere darles de comer a los peces del Támesis.
—Tal vez —asintió mofándose Petre.
Pero no estaba mintiendo. De repente, Joe tuvo la certeza casi absoluta de que Edward Petre no había in¬tentado matar a ______. Un político no mataba cuando existían vías menos arriesgadas. Él habría confinado a ______ en un manicomio sin pestañear, pero un asesinato sería investigado.
Ela'na. ¿Quién había intentado matarla... si no ha¬bían sido ni su esposo ni su padre?
Joe abrió la puerta y la cerró suavemente tras sí para evitar darle la satisfacción a Petre de ver que le ha¬bía quitado limpiamente el control de sus manos. Un hom¬bre alto, envuelto en sombras, lo esperaba en el vestíbulo tenuemente iluminado. Joe palpó el arma en su bol¬sillo.
—Soy yo. Turnsley.
El detective privado que Muhamed había contrata¬do. El que, según ______, se acostaba con su criada.
— ¿Qué quiere?
—Hablar.
Joe no quería hablar. Estaba atormentado por un deseo incontrolable de volver junto a ______ para ase¬gurarse de que estaba a salvo. No la perdería.
—Presentaste un informe a Muhamed ayer —dijo bruscamente—. Y el informe era... que no sabías quién ha¬bía apagado la lámpara de gas.
—Informé sobre lo que sabía en ese momento —respondió Turnsley sin alterar la voz—. Pero hay alguien que sabe más que yo. Y está dispuesta a contar algunas cosas.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 24
______ observó el rostro dormido de Joe. El vello oscuro de la barba sin afeitar for¬maba una sombra en su mandíbula. Sus pestañas casi fe¬meninas suavizaban la esculpida dureza de sus rasgos.
El la había forzado a reconocer el lado oscuro del deseo y le había mostrado que no era una persona inmo¬ral, sino simplemente una mujer. La unión entre ambos ha¬bía sido primitiva, física; había destrozado para siempre sus convicciones sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Un calor abrasador salió de las sábanas, envolvién¬dose alrededor de su muslo. Inmediatamente, el ceño frun¬cido en el rostro de Joe se aflojó. Suspiró.
______ apretó la garganta.
No viviría con temor durante el resto de su vida. No podía soportar la fría y estéril vida que le había tocado co¬mo esposa «respetable». Si Edward no le concedía el di¬vorcio con la custodia de sus dos hijos, tendría que en¬contrar una manera de forzarlo a dar su brazo a torcer. La ley, según le había informado él, le permitía a la mujer pe¬dir el divorcio a su marido si tenía una amante o la maltra¬taba físicamente. El intento de asesinato podía calificarse de abuso, especialmente cuando el hombre en cuestión tam¬bién había intentado matar a sus propios hijos. Todo lo que tenía que hacer ahora era presentar a su querida, o aman¬te, como Edward llamaba a aquella mujer, miembro de la hermandad de los Uranianos.
Por un segundo consideró despertar a Joe. Él sa¬bía quién era la amante de Edward.
Pero él había protegido a sus hijos; no podía pe¬dirle más. Tal vez estuviera en lo cierto. Cuando se sin¬tiera preparada sería capaz de comprender la verdad por sí misma.
Lenta y cuidadosamente, aflojó los largos y gruesos dedos que tan perfectamente encajaban en su cuerpo, tan¬to por fuera como por dentro. Joe rezongó protestan¬do entre sueños.
Una avalancha de placeres evocados se derramó so¬bre su cuerpo.
Joe había gritado cuando ella lo había tomado en su boca y lo había chupado como él había chupado sus pe¬chos, hasta que su cuerpo entero se había puesto tenso y él se aferró a su cabeza para sostenerla mientras se contraía en un espasmo de éxtasis. Bahebbik, había repetido con una voz extrañamente ronca cuando ella hizo remolinos con su lengua alrededor de la corona que se desinflaba bus¬cando un poco más del fluido salado que había disparado al interior de su garganta.
______ se lamió los labios, saboreándolo a él, sa¬boreándose a sí misma, saboreando la esencia combinada de ambos. Por encima de aquel sabor salado y glandular estaba la burbujeante efervescencia del champán.
Algunos músculos que hasta entonces no conocía se manifestaron ásperamente con el impacto de la alfombra fría de lana y el suelo duro de madera. Se preguntó si el cuerpo de un hombre también dolía y palpitaba después de una noche de sexo intenso.
Su bolso descansaba sobre la mesilla al lado de la ca¬ja grabada con el retrato de la reina Victoria. En silencio, decidida y con el bolso en la mano, atravesó descalza la alfombra oriental hacia el armario. Las puertas estaban cerradas. Había unas cajas amontonadas entre el sillón de terciopelo rojo y el enorme armario de caoba. No estaban allí anoche. ¿Había entrado Muhamed en el dormitorio de Joe mientras dormían?
Inmediatamente, se reprendió a sí misma por la san¬gre caliente que se agolpaba en su cara. Muhamed había visto su cuerpo mientras ella dormía arropada bajo las sá¬banas. Además, le había salvado la vida, según la condesa, haciéndole tomar un vomitivo. Era ridículo avergonzarse porque él la hubiera visto durmiendo con Joe, cuando ayer había sostenido su cabeza sobre un orinal.
Agarró con rapidez la falda azul real y el corpiño que Joe había comprado para ella... oh, no, no había ropa interior excepto el polisón de encaje... ah, ahí esta¬ban sus zapatos. Caminó de puntillas hacia el cuarto de baño. Unos minutos más tarde, después de cepillarse los dientes, lavarse y vestirse deprisa abrió sigilosamente la puerta.
Joe seguía durmiendo; su respiración era un sua¬ve carraspeo en el turbio silencio. Sonriendo otra vez, se preguntó si alguna vez roncaba. Su sonrisa se transformó en una mueca de preocupación. ¿Roncaría ella alguna vez?
Cerrando suavemente la puerta del dormitorio tras ella, ______ se dio cuenta de que estaba muerta de ham¬bre. Aparte de la cena ligera que había rociado con champán la primera noche que había pasado con Joe, no había comido mucho en aquellos dos días.
Con cautela, descendió la curva escalera de caoba con su brillante alfombra. Los zapatos de baile no estaban he¬chos para ser usados sin medias. Ni un polisón para estar en contacto con la piel desnuda. Tampoco el corpiño y la falda ampliamente forrados. La carne sensible de entre sus piernas palpitaba dándole la razón.
Poniendo un pie en el rellano de la escalera, se giró en dirección al saloncito del desayuno. Un remolino de tú¬nicas blancas salió de la parte trasera de un jarrón del ta¬maño de un hombre.
Refrenando un grito, miró fijamente a unos enig¬máticos ojos negros.
—Sabah el kheer, Muhamed. Me gustaría tomar el desayuno, por favor.
El criado se resistió:
— ¿Dónde está el Ibn?
—Durmiendo. —______ alzó la barbilla en señal de rebeldía—. No deseo que lo molesten. Ha tenido una noche agotadora.
Ella cerró los ojos al registrar el significado real de sus palabras en su cabeza. El Ibn había tenido una noche agotadora porque la había hecho alcanzar el orgasmo más de una docena de veces para aliviar el ardor del veneno. Un efecto colateral del cual Muhamed debía estar al tanto.
—Acompáñeme. —La voz de Muhamed era tan inex¬presiva como lo había sido el día anterior—. Yo se lo ser¬viré.
______ abrió los ojos y fijó la mirada en los plie¬gues de la túnica blanca que rodeaban su cuello desprovisto de arrugas.
—Tampoco está mi ropa interior. Tal vez la hayan lavado. Si fuera tan amable de... mirar dónde se encuentra.
—Muy bien. Sígame al salón del desayuno.
No tuvo el coraje de levantar la cabeza y ver si Muha¬med estaba tan avergonzado como ella. La salita brillaba con los rayos de sol reflejados sobre las ventanas relucien¬tes y la madera pulida. Tocino, huevos, arenque ahumado, rosbif, champiñones a la parrilla, tomates fritos, rodajas de frutas y panecillos recién hechos perfumaban el aire. ______ dejó que Muhamed la sentara a la mesa redonda pa¬ra poder contemplar por las ventanas un verde jardín con arbustos de formas exóticas.
— ¿Qué le gustaría tomar, señora Petre? Se resignó al hecho de que su apetito ahora, como lo había sido la noche anterior, era pura glotonería: —De todo, por favor.
Escuchando con avidez el ruido metálico de los platos y utensilios detrás de ella, se sirvió una taza de café. Ape¬nas se lo hubo acercado a los labios, dos platos rebosan¬tes de comida fueron depositados frente a ella.
—Confío en que esto la mantendrá entretenida mien¬tras yo me ocupo de su ropa interior.
______ contuvo una nueva ola de vergüenza. —Sí, gracias.
Giró para irse, creando una súbita brisa. —Muhamed.
-¿Sí?
El café era negro como el carbón. Un grano flotaba en la superficie. Como un escarabajo molido. Apoyó la ta¬za sobre la mesa.
—Gracias por salvarme la vida ayer.
—Algunos dirán que fui yo quien le di el veneno. Un frío temblor le recorrió la columna. Sí, ella había sospechado que podía ser un espía de Edward. Tampoco dudaba ahora de que conocía la can¬tárida y había tenido la oportunidad de administrársela. Y sin embargo...
—Si hubieras envenenado la cesta, no creo que me hubieras salvado. No te creo capaz de hacer daño a niños inocentes.
Pero habló al vacío.
Cuando el árabe que no lo era volvió, ella había ter¬minado uno de los platos y comenzado el siguiente.
—No toma el café.
—No. —Bajó el tenedor y el cuchillo—. Está... negro.
Una náusea trepó a su garganta. Los escarabajos tri¬turados habían sido crujientes como nueces.
El ondular de túnicas a su espalda la advirtió de la proximidad de los criados. De repente, una mano apareció frente a su cara. Muhamed vertió crema en el café.
—Beba. Necesita líquido.
De tal maestro, tal criado, pensó con resentimiento. Joe había sonado igual que Muhamed cuando le había dicho que bebiera el vaso de agua anoche.
Recordando el resultado de su rebelión, bebió.
Muhamed volvió a llenar la taza con café y crema.
—Su ropa interior está en la biblioteca. Puede ter¬minar de vestirse cuando acabe el desayuno.
—Gracias. —______ jugó con el asa de la taza. Era azul celeste, con el borde plateado—. Por favor, ordene que traigan un carruaje dentro de una hora.
—Usted no saldrá de la casa hasta que el Ibn se le¬vante.
La respuesta del mayordomo no era inesperada.
—Muy bien —mintió ella. Empujó hacia atrás el se¬gundo plato de comida y tiró la servilleta de lino sobre la mesa—. No puedo comer más. Gracias por servirme. El desayuno estaba exquisito.
______ permitió a Muhamed que le apartara la silla y la acompañara a la biblioteca. La ropa interior de se¬da y de fino linón estaba doblada pulcramente sobre el ma¬cizo escritorio de caoba en donde Joe le había dado las cinco clases. Pero no la sexta.
Se le encogió el estómago a través de la gruesa falda, recordándolo... todo. Él había sentido la contracción de su vientre, dentro y fuera.
El oro destellaba en la pared de libros; en todos la¬dos encontraba la belleza de Arabia. El aparador con in¬crustaciones de nácar. Los entrepaños de seda sobre las paredes. Los enormes ventanales con las cortinas de seda ama¬rilla y la barra de bronce curvo de las cortinas. El despa¬cho de Edward en donde su padre había amenazado con matarla era oscuro y austero. No poseía ningún tipo de be¬lleza ni recuerdo placentero.
Rápidamente, ______ se puso los calzones trans¬parentes y las enaguas de linón. No tenía intención de des¬nudarse para ponerse la camisola; arrugó la tenue enagua de seda y la metió en el último cajón del escritorio.
Una oleada extraña de ternura la embargó al ver un libro de cuero de contabilidad. Le recordó que a pesar de su aspecto y origen exóticos, Joe no era diferente a cual¬quier otro hombre inglés. Comía. Dormía. Era responsa¬ble de las tareas cotidianas que traían consigo la supervisión de un hogar y la gestión de sus finanzas.
Su silla era de madera, con respaldo reclinable y bra¬zos que se activaron cuando se sentó... se agarró del borde del escritorio para evitar salir disparada hacia la pared. Con prisa, se enfundó las medias de seda negras.
Muhamed la esperaba a la puerta de la biblioteca.
Su plan no iba a funcionar si el criado seguía hasta su más mínimo movimiento.
—Ésta es una casa grande, Muhamed. Ayer no pu¬de explorarla entera.
______ pasó al lado del criado. Él la siguió.
Ella se detuvo bruscamente.
—Muhamed. No soy una niña. No tengas miedo, no robaré nada de los cajones. No necesitas seguirme a todas partes.
—No volveré a fallarle al Ibn.
—No le fallaste ayer. En lugar de culparte por lo su¬cedido, deberías estar agradecido. Si yo no hubiera ingeri¬do el veneno, lo habrían hecho mis hijos. Y tú no habrías estado allí para salvarlos. Además, a causa de ese inciden¬te, sé lo que debo esperar de mi esposo. No dejaré que me haga daño ni tampoco a mis hijos. Por favor concédeme la gentileza de dejarme a solas para pensar.
—Como usted desee.
______ respiró aliviada. Fuera del alcance de Muhamed, exploró a sus anchas el tercer piso y las habita¬ciones para invitados. Cuando se hubo asegurado de que ya no la seguía, se escabulló por las escaleras de servicio.
Muhamed no apareció tras un jarrón. Ni cuando abrió la puerta del guardarropa del vestíbulo. Agarró su ca¬pa, sombrero y guantes y huyó de la casa. La aprensión roía sus entrañas. Sentía que estaba traicionando a Joe al salir a hurtadillas. Pero tenía la obligación de proteger¬se a sí misma y a sus hijos.
Anduvo durante mucho tiempo. Los zapatos de bai¬le no estaban hechos para aquellas caminatas. Le lastima¬ban los pies. Su primer impulso, cuando vio un coche de alquiler, fue darse la vuelta y volver corriendo junto a Joe, que, sin duda, seguiría durmiendo. Quería meterse en la cama y acurrucarse contra el calor de su cuerpo. Cuan¬do se despertara, podían abordar la séptima lección.
No quería, volver al lugar donde un hombre había amenazado con matarla y otro había intentado llevar a ca¬bo tal amenaza.
Respiró hondo, enderezando los hombros. No era una persona cobarde. Levantando la mano, dio un paso en la acera.
El coche de alquiler se detuvo:
— ¿Adonde, madame?
______ le dio la dirección de Edward.
El viaje fue demasiado corto. Cuando el coche se de¬tuvo en seco, su cuerpo estaba bañado en sudor. Sin el corsé ni una camisola para absorber la humedad, ésta se es¬curría entre sus pechos.
Salió y le pagó al cochero... mientras le invadía una oleada de temor.
—Por favor, espere. Voy a necesitar un transporte de vuelta. Si por algún motivo no regreso en treinta minu¬tos, quiero que vaya a la casa de lord Safyre y le diga dón¬de estoy. —Le dio la dirección de Joe y una moneda—. ¿Lo hará?
El cochero tocó ligeramente su sombrero; tenía la suficiente edad como para no hacer preguntas cuando ha¬bía dinero de por medio:
—Sí, madame.
Con las manos temblorosas y el mismo temblor re¬corriendo todo su cuerpo, se acercó al escalón de entrada y tocó la campana, de reciente instalación. Un moderno timbre que reemplazaba la anticuada aldaba.
Nadie respondió a su llamada.
Los viernes los criados tenían medio día libre a par¬tir del mediodía. Pero todavía no era esa hora. Alguien tenía que estar en casa.
Impulsivamente, ______ metió la mano en su bol¬so. La llave de la casa estaba allí, como siempre. Sus dedos, notó sombría, temblaban. Tuvo que usar las dos manos pa¬ra meter la llave en la cerradura.
Abrió una rendija de la puerta, metiendo la cabeza dentro:
— ¿Beadles?
El nombre Beadles resonó hueco en el vestíbulo.
Respirando hondo, empujó la puerta hasta que que¬dó abierta de par en par y entró. El vestíbulo estaba tene¬brosamente oscuro en contraste con la luminosidad del sol exterior.
Cada fibra de su cuerpo le advertía que huyera. Al mismo tiempo, el sentido común se burlaba de su co¬bardía.
Beadles podía observarla, pero no le haría daño. Ne¬cesitaba ver a Emma. La doncella sabía quién había apaga¬do la lámpara de gas. Era probable que también supiese la identidad de la amante de Edward. Si estaba en casa, Edward no debía enterarse de que ella había ido. Se llevaría a Emma de paseo o a caminar mientras hablaban.
Una risa aguda trinó en las escaleras.
La risa de una mujer.
No pertenecía a ninguna de las criadas. ¿Había traí¬do Edward a su amante a casa, ahora que su esposa no vivía con él?
Aferrando la llave en una mano y su bolso en la otra cerró con suavidad la puerta de entrada y subió las escale¬ras, esquivando justo a tiempo la tabla suelta. Puso el oído en la puerta del dormitorio de su esposo... no se escucha¬ba ningún ruido dentro, pero podía sentir... una energía, una presencia... algo.
Con el retumbar de su corazón en los oídos, abrió la puerta con cuidado. Allí estaba su esposo... vestido con pantalones y chaleco, frente a su cama, con la cabeza, gi¬rada hacia abajo y de lado en lo que parecía ser un beso.
Sintiendo el vértigo de la victoria, ______ empu¬jó la puerta hasta abrirla por completo.
Una mujer con corsé y calzones estaba plantada de perfil con sus manos colgadas alrededor del cuello de Ed¬ward, sosteniendo su cabeza sobre la de ella en lo que no cabía duda que era un beso. Tenía el cabello varonilmente corto, de color caoba grisáceo. Sus piernas, sorprenden¬temente musculosas, carecían de vello, como las de la con¬desa. ______ miró fijamente el vientre plano de la mujer debajo del corsé durante varios segundos hasta que com¬prendió lo que estaba viendo.
Un p*@e sobresalía de sus calzones.
La mirada de ______ saltó al rostro del hombre que vorazmente besaba a su esposo.
El dormitorio de repente se inclinó y volvió a ende rezarse. No podía ser. Pero así era.
— ¡Oh, Dios mío!
Su esposo y su padre se apartaron de un salto. Los ojos color avellana de Andrew, semejantes a los de ______, se abrieron horrorizados; los castaños de Edward lo hicieron con sorpresa. Un tercer hombre... no, era sólo un muchacho, un niño de diecinueve años con el cabello do¬rado que todavía no tenía vello en el pecho, estaba de ro¬dillas en la cama entre ambos. Desnudo. Sus labios estaban blandos y sus ojos azulados, aturdidos.
______ había visto al niño en el baile de benefi¬cencia, vestido con el traje de etiqueta negro y blanco. Pa¬recía mayor con la ropa puesta.
Incapaz de frenarse, miró fijamente el hinchado pe¬ne rojo que sobresalía de los pantalones negros abiertos de Edward. Brillaba de humedad. De la saliva del niño.
Con razón Edward había dicho que ella tenía pechos como ubres y caderas flácidas. Era difícil competir con un niño, pensó de manera incongruente. Era difícil competir con un padre.
De repente, la inmovilidad desconcertada de los hom¬bres se transformó en un revuelo de actividad. Andrew arrancó la colcha de la cama. Edward agarró al chico de ca¬bellos rubios justo cuando salía catapultado hacia el suelo y lo puso de pie. No era ni tan alto como el ministro de Eco¬nomía y Hacienda ni tan bajo como el primer ministro. Su p*@e estaba flácido, a diferencia del de sus mentores.
Aferrando la colcha contra su cuerpo desnudo, el rostro de Andrew se convulsionó en la misma máscara furiosa que había usado cuando la amenazó con matarla.
—Sal de aquí, ______.
______ observó el pudoroso corsé blanco que aso¬maba por encima de la colcha verde botella. En su mente aún podía ver su oscuro p*@e sobresaliendo de la abertu¬ra sin costuras de los calzones de mujer.
Aquel era el hombre que en el baile de beneficencia había alardeado de sus dos nietos... futuros primeros ministros y había anunciado orgullosamente sus planes políticos para su yerno. Un yerno que era su amante.
Algo pasó fugazmente por su cerebro, algo tan os¬curo e increíble que no pudo traerlo a la mente de inme¬diato. El discurso de Edward aquella noche... Algo acerca de esposas e hijos... Y ahora me gustaría darles las gracias a las dos mujeres de mi vida. Una me ha dado a mi esposa y la otra a mis dos hijos, a quienes prepararé para seguir mis pasos como Andrew Walters me ha aleccionado a mí para seguir los suyos.
De repente, todas las piezas que Joe le había di¬cho que vería cuando estuviera preparada para la verdad se colocaron en su lugar, completando el rompecabezas, pe¬ro ella no estaba preparada para aquello. Su mirada se po¬só bruscamente en los ojos de Edward.
—Richard —susurró.
—Temo que de momento nuestro hijo no muestra ningún talento para el poder, ______. Mientras que Matt, por otra parte... —Con los ojos castaños brillando de mali¬cia, Edward acercó deliberadamente al joven de los cabellos rubios a su lado y ciñó con una mano vendada su cintura de tal forma que descansaba sobre su vientre plano a pocos cen¬tímetros de la mata dorada de vello púbico—. Matt de¬muestra grandes aptitudes. Tal vez Richard ocupe una po¬sición menos importante en la política. Hay otros miembros del Parlamento que contemplan su futura carrera.
Edward había usado aquel mismo tono de voz cuan¬do había rechazado su ofrecimiento sexual. Engreído. Om¬nipotente. Sin prestar atención a otra cosa que no fuera su propia vida.
Toda lógica se hizo añicos. Había vivido con aquel hombre durante dieciséis años, más como colaboradora que como esposa. Había llevado las riendas de su hogar, hecho campaña a su favor, sacrificado sus propias necesidades por las suyas. Y él le había hecho aquello a su hijo.
— ¡Bastardo despreciable! —gritó, lanzándose hacia delante, impulsada por el instinto maternal de hacerle el mismo daño que él había hecho a su hijo.
Brazos fuertes la rodearon y la mantuvieron para¬lizada. Los tres hombres estaban frente a ella, pensó irra¬cionalmente, ¿cómo podían sostenerla desde atrás?
Un calor salvaje y familiar se filtró a través de su capa.
Oh, no, no, no. Que no sea él, por favor, que no sea él.
¿Sabes quien es su amante, no es verdad?
Siba, ______...
La opresión dentro del pecho de Joe no tenía nada que ver con la presión que ejercía el cuerpo de ______. Él no había querido que ella lo supiese. No de esa manera. Alá. Dios. Su padre vestido de mujer y el p*@e de su esposo col¬gando fuera de sus pantalones, mientras un niño no mucho mayor que su hijo estaba de pie desnudo entre ellos.
—Suéltame. Tú eres un bastardo. ¡Suéltame ahora mismo!
Joe ignoró su intento de liberarse con mayor éxi¬to que sus hirientes palabras. Sí, él era un bastardo. En todos los sentidos de la palabra.
—El divorcio, Petre. En silencio. Con rapidez. O jamás llegará a primer ministro. Eso se lo garantizo.
—El precio es el silencio de ella, Safyre.
—Así será.
—¡Jamás! —El cuerpo de ______ luchó por apar¬tarse de él—. ¡Ha abusado de mi hijo!
Joe bajó la cabeza y con su mandíbula se apar¬tó hacia un lado el sombrero para susurrar contra su me¬jilla:
—Piensa en Richard, ______. Ven conmigo ahora y nadie volverá a hacer daño a tu hijo. No puedes probar nada. Si luchas contra ellos, Petre te enviará a un manicomio y te quitará a tus hijos.
______ no ofreció resistencia cuando él la hizo retroceder de la habitación, le dio la vuelta, y la condujo caminando por el pasillo, bajando las escaleras y saliendo al sol. El carruaje de Joe esperaba frente a la casa. Muhamed estaba sentado en el asiento del conductor, y no mi¬ró ni a la derecha ni a la izquierda.
—Tú lo sabías. —La voz de ______ era quebradi¬za—. Todas las veces que yo te pregunté quién era la aman¬te de mi esposo, tú lo sabías.
Joe ni asintió ni negó. No había sabido todo «to¬das las veces». Pero sí conocía el secreto de su esposo y de su padre la última vez que ella se le había preguntado.
—Deberías haber esperado hasta que yo me desper¬tara —dijo impasible.
— ¿Me lo hubieras contado?
—Ahora no lo sabrás nunca.
Ni lo sabría Joe.
¿Se lo habría contado? ¿O habría intentado aferrar¬se a su inocencia algo más de tiempo?
— ¿Dónde está mi carruaje?
—Medio soberano es más soborno que un florín.
______ se resistió ante aquella última traición. Sólo que no sería la última, pensó él sombrío.
Joe abrió la puerta del carruaje.
El labio inferior de ______ temblaba:
—Quiero mi coche.
—Querías la verdad; la tendrás. Toda. Entra.
A ______ no le quedó más remedio que entrar en el carruaje. Se sentó en el rincón más lejano, lo más sepa¬rada posible de él. Joe agachó la cabeza para entrar de¬trás de ella. Al mismo tiempo, la vio estirar la mano hacia la manija de la puerta en el lado opuesto.
Con reflejos rápidos como un relámpago, los mismos que le habían permitido cerrarle el cajón del escritorio a Petre en la mano, se arrojó hacia delante y le cogió la muñeca.
—Ya te he dicho que no te dejaría marchar.
Sentándose con cuidado en el asiento junto a ella, ex¬tendió el brazo, forzándola a inclinarse con él lejos de to¬da posible huida, y cerró de un portazo la puerta del coche por la que ambos habían entrado. El carruaje tambaleó hacia delante. Joe le soltó la muñeca. El cuerpo de ______ permaneció a su lado rígido e inflexible.
— ¿Adonde me llevas?
Al infierno.
—A donde todo comenzó.
— ¿Tú sabes dónde se hicieron amantes mi esposo y mi padre? —preguntó amargamente.
No respondió inmediatamente. En lugar de ello, ob¬servó la parte superior de su sombrero.
—Éste es el carruaje en el cual chupé tus pechos hasta que alcanzaste el orgasmo. Yo soy el hombre que ano¬che penetró tan profundamente en tu cuerpo hasta que gri¬taste. Luego me tomaste en tu boca y me hiciste gritar a mí. Y sin embargo todavía no confías en mí.
—Permitiste que abusara de mi hijo. —Su temor y conmoción se metamorfosearon en ira. Giró con fuerza su cabeza hacia él—: ¿Por qué no me lo dijiste?
Joe no eludió aquella acusación en su mirada:
— ¿Me habrías creído?
Sí. No. Joe podía leer el conflicto en sus ojos. Conflicto... y sospecha.
— ¿Cómo se explica, lord Safyre, que usted se en¬contrara en la casa de Edward en ese preciso instante?
—Muhamed me despertó avisándome de que te habías marchado sin acompañante. Sabía que lo habías hecho para volver con tu esposo... porque yo te había causado te¬mor y repugnancia... o para enfrentarte a él, porque yo te¬nía miedo de decirte la verdad. Ninguna de las dos op¬ciones era aceptable. Por eso te seguí, y no logré retenerte a tiempo.
______ volvió la cabeza y miró por la ventanilla
Muhamed y él habían hablado de algo más que de la partida de ______ mientras iban juntos en el asiento del conductor y corrían por las calles de Londres. Ella se en¬teraría muy pronto de los resultados de aquella conversa¬ción. Pero no por él.
Consideró fugazmente la idea de decírselo, y si no lo hacía, de prepararla de alguna manera.
Pero era imposible prepararla para lo que vendría. La única cosa que podía ofrecerle era la reafirmación de su vínculo. Y esperar que, al final, fuera suficiente. Como lo era para él,
—Que me llames por mi título no borrará lo que su¬cedió anoche, taliba —dijo suavemente —. Ni amortigua¬rá el dolor por lo que has visto. Yo te tomé como los ani¬males y lo haría de nuevo. No confundas el kebachi con las actividades de tu padre y tu esposo. Los animales no hacen lo que has visto hoy.
Ella no respondió. El ya sabía que no lo haría. Pero quería que lo hiciese. Deseaba que se diera la vuelta y le di¬jera que no lo alejaría de su vida cuando la próxima hora hubiera concluido.
Joe la observó mirando los carruajes y los edificios que pasaban. Sin duda, ella reconocía las señales y empezaba a darse cuenta de que la verdad había sido apenas arañada.
Pero tal vez no. Evitaría también aquello, pero sabía que ella no estaría a salvo hasta que reconociera la última traición,
Cuando el carruaje se detuvo, ______ lo miró sor¬prendida.
— ¿Por qué nos detenemos aquí?
Abriendo la puerta, descendió y le tendió la mano. —______ presionó su espalda contra el cojín de cuero.
—No hay necesidad de contárselo a mi madre.
Su ignorancia hacía daño a Joe:
—Tú no tienes nada que contarle. Ella tiene algo que contarte a ti.
— ¿Cómo lo sabes? Mi madre no hablaría con alguien como tú.
El rojo oscuro manchaba sus blancas mejillas. La cortesía de ______ iba más allá de la etiqueta superficial. No encontraba ningún placer en ser grosera.
—Ven, ______. —Él bajó las pestañas, aprove¬chándose sin piedad de su ternura—: ¿O acaso estás aver¬gonzada de tu Jeque Bastardo?
Ella se movió reticente desde el otro lado del asiento y permitió que la ayudara a descender
—No eres mío.
Pero lo era. El había sentido su vientre contraerse contra la palma de su mano y supo que ella lo aceptaba por completo, bastardo, árabe, animal, hombre.
______ alzó la barbilla confiada. Todavía conser¬vaba suficiente inocencia para desafiarlo:
—No es necesario que me acompañes.
—Sí que lo es.
—Quiero estar a solas con mi madre —dijo fría¬mente.
Pero Joe ya se dirigía hacia la mansión de estilo Tudor. La ventana en forma de abanico sobre las puertas dobles era como un gran ojo que no pestañeaba. Pilares blancos idénticos de mármol vigilaban la entrada.
Joe intentó imaginar a ______ allí cuando era niña y no pudo. Un niño tenía que haber sido subyugado por la frialdad y la corrupción, pero ella no lo había sido. Era un desafío a la imaginación.
Un hombre mayor, encorvado, que debía haberse ju¬bilado hacía tiempo abrió la puerta. Entornó los ojos le¬chosos en dirección a Joe:
—Buenos días, señor.
—Estamos aquí para ver a la señora Walters.
—Si es tan amable de entregarme su tarjeta, señor veré si ella está...
—Está bien, Wilson. —______ apareció al lado de Joe—. ¿Se encuentra mi madre en casa?
El mayordomo se inclinó:
—Buenos días, señorita ______. Me alegro de ver¬la. La señora Walters no me contó que ya estaba restable¬cida. Ella está descansando.
______ endureció el gesto ante la referencia del mayordomo al rumor que se había propagado no sólo en¬tre los periódicos sino entre los criados:
—Gracias, Wilson. Puedes decirle a mi madre que esperaré en la sala.
—Muy bien, señorita.
Joe se apartó en silencio para que ______ en¬trara primero; él la siguió de cerca. El vestíbulo era una estancia pequeña, cuadrada. Una puerta idéntica a la de la entrada, con una ventana semicircular e idénticas colum¬nas de mármol blancas, daba a un pasillo empapelado de seda estampada con rosas. El salón adonde lo llevó ______ estaba oscuro a pesar del sol exterior. Todas las mesas estaban cubiertas, con sus patas ocultas. En cada rincón se amontonaban fotografías familiares enmarcadas en oro o plata. Un pequeño fuego ardía en la chimenea de mármol blanco. Sobre la repisa de la chimenea un reloj de mármol do¬rado marcaba los segundos que pasaban.
Aferrándose a su bolso, ______ se sentó en el so¬fá. Joe caminaba nervioso por la sala.
—Por favor, no le digas nada acerca de... —Él podía sentir su mirada siguiendo sus pasos—. No hay necesidad. Sólo le causaría dolor.
Por favor.
Qué diferente sonaba aquella palabra cuando una mujer se encontraba al borde del orgasmo.
Joe caminó hacia la chimenea, detrás del sofá en donde ella estaba sentada, lejos de sus ojos, que lo mi¬raban como si fuera un extraño. Levantó una fotografía de sus hijos enmarcada en plata. Podía adivinar que era re¬ciente. Phillip, el pirata, sonreía a la cámara; Richard, el in¬geniero, la estudiaba.
Las puertas de la sala se abrieron bruscamente. Rebecca Walters era una hermosa muñeca, algo mayor ya, con su ca¬bello castaño apenas salpicado de hebras plateadas y tenues líneas saliendo de sus relucientes ojos color esmeralda. No había nada de ella en ______. Joe se sintió feliz por ello.
Al ver a Joe, Rebecca se quedó paralizada en el vestíbulo. Durante un momento fugaz todo se vio refle¬jado en su rostro. Escándalo, temor, ira glacial. El juego ha¬bía concluido. Y ella lo sabía.
Rápidamente se recuperó.
— ¿Qué hace este hombre en mi casa? Si no tienes consideración por la reputación de tu esposo, ______, te ruego que tengas en cuenta la de tu padre.
Joe esperó. El reloj francés, no. El tiempo se es¬taba acabando.
______ era una mujer inteligente. Ahora, tenía los ojos abiertos. No tardaría mucho en descubrir la verdad. Él la había ayudado un poco, diciéndole que no necesita¬ba contarle nada a su madre sobre Petre y Walters.
— ¿Desde cuándo lo sabes, madre? —La pregunta de ______ fue tan apagada como el ruido del carruaje que pasó delante de la mansión.
—No tengo ni idea de a qué te refieres —Rebecca devolvió la acusación con desdén—. No permitiré que profanes mi hogar trayendo a este bastardo a él. Cuando recuperes la cordura, puedes venir de visita; de otra forma...
—Me preguntaba por qué jamás mencionabas los ru¬mores acerca de que Edward tenía una amante. Ahora lo sé. Porque tú sabías... que mi padre y mi esposo eran amantes.
—Tu esposo y tu yerno. Los he visto juntos hoy. A papá le gus¬ta vestirse con ropa de mujer. ¿Desde cuándo lo sabes, madre?
Rebecca contempló a su hija como si fuera un perro impertinente que mordía la mano que le daba de comer. No había remordimiento en los glaciales ojos verdes de la mujer. Ningún rastro de afecto maternal por la hija que ha¬bía gestado.
—Lo he sabido siempre, ______. Conocía a Edward antes de que tu padre lo trajera a casa para conver¬tirlo en tu esposo. Es una desgracia que debemos soportar las mujeres de esta familia. Mi padre y mi esposo fueron amantes. Mi madre lo soportó. Yo lo soporté. ¿Por qué no habrías de soportarlo tú?
—Tú. —La espalda de ______ se puso rígida de es¬panto. Los dedos de Joe apretaron con mayor fuerza el marco de plata. Él no había querido que ella lo supiese. Y no lo habría sabido, si hubiera confiado en él—. Emma dijo que querías despertarme el jueves por la mañana. Fuis¬te tú quien susurró mi nombre. Tú apagaste la lámpara.
El silencio impenitente de Rebecca confirmó aque¬lla pregunta convertida en afirmación.
— ¿Por qué? —El susurro agónico de ______ re¬botó en la columna vertebral de Joe.
—Tienes el cabello de color caoba.
Joe se quedó inmóvil. Aquella no era la respuesta que había esperado.
Había otro factor que no había considerado. Rebecca Walters estaba loca.
Y ahora ______ también tendría que soportar aquello.
Caminó alrededor del sofá, colocándose para prote¬gerla si hacía falta.
______, con su rostro pálido bajo el ala del som¬brero negro, se esforzó visiblemente para comprender la lógica de su madre.
— ¿Me habrías matado por tener el cabello color caoba?
Los ojos verdes de Rebecca brillaron:
—Te habría matado por los pecados de tu padre, pa¬ra que no pasaran a su descendencia —dijo fríamente—. Te habría matado porque he amado fielmente a Andrew mientras que tú estabas a punto de arruinar su carrera y mi reputación —añadió amargamente —. Te habría mata¬do porque no querías soportar lo que mi madre y yo so¬portamos. Al pedir el divorcio, despreciabas el sufrimien¬to de todas las esposas y madres cristianas —concluyó con maldad.
La postura rígida de Rebecca no invitaba a la piedad. Ni Joe se la ofrecería.
Extendió la fotografía enmarcada:
— ¿Intentó envenenar a sus nietos... por los pecados de su abuelo... o porque no serían capaces de aceptarlos?
______ saltó del sofá en medio de un revuelo de lana oscura:
—Edward lo hizo. Esto ha ido demasiado lejos. Es hora de irse.
______ estaba huyendo. Pero era demasiado tar¬de para huir.
Los ojos turquesas se encontraron con los de color esmeralda:
—No fue Edward quien trató de matar a tus hijos, ______; fue tu madre. Ella lo acompañó ese día. Ocul¬ta bajo un pesado velo. Tal vez esperaba que Edward se contentara con asumir la responsabilidad.
—No. Mi madre no conocería un veneno que... —transformara la carne en deseo líquido—. No conoce¬ría... —una necesidad que podía matar.
—Mosca de España, ______. Tiene un nombre. Un nombre que usted conoce, ¿no es así, señora Walters?
Rebecca dejó que el silencio hablara por ella.
______ posó la mirada en su madre con crecien¬te horror:
— ¿Sabes cómo mata la mosca de España?
—Sí. —Rebecca trasladó sus brillantes ojos verdes a ______. Una sonrisa gélida adornó sus labios—. Andrew tomó demasiado cuando estaba intentando dejar¬me de nuevo embarazada. Casi se muere. Por eso no tuve más hijos. —La sonrisa se esfumó de repente—. Mientras que tú tuviste dos hijos. Tendrías que haber estado con¬tenta. Yo intenté poner la droga en una taza de té, pero te ocultabas en la cama del Jeque Bastardo. Siempre mal¬criaste a los niños; sabía que la cesta del vestíbulo era pa¬ra ellos.
— ¿Nunca has querido a nadie, madre? —Joe hizo una mueca de angustia ante el sordo dolor en el ruego de ______—. ¿Nunca quisiste a tus nietos?
—No, nunca te quise, ______. Siempre supe que fuese cual fuese el joven al que Andrew amara sería un día tu esposo y yo tendría que aceptarlo en mi casa. Ésas son las reglas de la hermandad de los Uranianos. En cuanto al amor hacia mis nietos... Phillip tiene el cabello color cao¬ba. Y Richard se niega a seguir las huellas de su padre. ¿Quieres tomar un té?
Joe sintió el impacto de la confesión de Rebecca en todo su cuerpo. La ira de ______ ante aquella mujer que había respaldado a sabiendas el abuso de sus nietos. Su dolor, todos aquellos años de mentiras.
Mentiras a las que Joe había contribuido.
Él le había dicho que los uranianos eran una her¬mandad de poetas menores. No le había dicho que los así llamados poetas eran un grupo de hombres educados a la manera griega que tomaban niños bajo su protección con el propósito de guiar sus vidas, promover sus carreras y sodomizar sus cuerpos.
—No, madre, no quiero té.
______ permitió que Joe la cogiera del brazo. Rebecca se apartó para que pudieran salir. Tomó la foto¬grafía de sus nietos de su mano. Agachando la cabeza, ella pasó los dedos por el vidrio de encima del marco de plata, como si quisiera tomar fuerzas de aquellos retratos.
—Mi padre, siendo un hombre culto, me permitió estudiar griego clásico. Las filosofías árabes, creo, también están basadas en las tradiciones griegas.
Joe se puso tenso.
Rebecca alzó la cabeza. La malevolencia brillaba en las profundidades de sus ojos verdes esmeralda. Ha¬ría cualquier cosa con tal de destruir la oportunidad que tenía su hija de ser feliz. Y estaba a punto de conseguir¬lo. Y no había nada que Joe pudiera hacer para im¬pedirlo.
—Te repugna lo que has descubierto hoy, ______. Pero la pederastia es una tradición antigua. Este bastardo con el que te revuelcas ha vivido en Arabia, en donde tales cosas son vistas de manera diferente que aquí en Inglate¬rra. Tal vez deberías preguntarle acerca de sus preferencias antes de juzgar a tu padre.
Joe jamás le había pegado a una mujer. Tuvo que emplear toda su fuerza ahora para no quitarle de un gol¬pe la soberbia rectitud al rostro de Rebecca.
Joe cogió con fuerza del brazo a ______ y la obligó a salir de aquella sala y de aquella casa que jamás ha¬bía sido su hogar. Sombrío, la ayudó a entrar en el carrua¬je y se sentó frente a ella.
— ¿Has estado con un hombre?
Su pregunta era tan predecible que provocó lágrimas en sus ojos.
El había querido más de ella.
Había buscado su confianza.
Deseaba que ella lo aceptara a él como él la acepta¬ba a ella.
Había querido que ella aceptara lo que él había sido incapaz de aceptar en aquellos últimos nueve años.
—Sí.
Joe cerró los ojos abrumado por el recuerdo del dolor. Intentó aferrarse a eso. El dolor era bueno; el do¬lor era natural. Pero el recuerdo del placer se deslizó entre los resquicios del tiempo como siempre sucedía. Junto con la falta de confianza en sí mismo.
Él estaba durmiendo. ¿No era cierto?
No sabía quién lo estaba manoseando.
¿O sí?
Todo lo que sabía con certeza era que despertó mon¬tado sobre una ola de placer que estalló en un dolor per¬turbador, punzante. Jamel estaba montando a Joe co¬mo si fuera una mujer mientras que los eunucos lo sujetaban para que su hermano disfrutara. Después, Jamel se había limpiado sobre Joe mientras se mofaba:
— ¿Ya no eres tan hombrecito, eh, hermano?
Cuando Joe había cumplido los trece años, Jamel le había enseñado a pelear con un cuchillo. Jamel no vivió mucho tiempo para jactarse del «desfloramiento» de Joseph.
Había una palabra árabe para lo que le habían hecho, la violación de un hombre que está incapacitado por el sueño o las drogas. Joe no había podido decirle a su pa¬dre que había matado a su heredero a causa de dabid.
La voz de ______ lo devolvió bruscamente al pre¬sente.
—Entonces no eres tan diferente de mi esposo o de mi padre.
Joe había pensado que lo era, con aquel recuer¬do enterrado profundamente en su interior. Ahora no.
Ela'na. No sería extorsionado por una mujer para obtener sexo. Ni lloraría a causa de una. Al menos sobre eso tenía control.
— ¿Vendrás conmigo a casa? —La pregunta fue arrastrada del fondo mismo de su alma... si poseía una todavía. Era lo más parecido a una súplica que había expre¬sado en su vida.
La necesitaba. Necesitaba de ella para sentirse com¬pleto.
—No.
Aquella probabilidad no amortiguó el dolor por el rechazo.
—Te llevaré a casa de la condesa.
______ parecía una estatua. No, se parecía a su ma¬dre. Una mujer que había perdido todo vestigio de ino¬cencia y de gozo.
—Muy bien.
Levantándose, Joe abrió la escotilla del techo del carruaje y le gritó a Muhamed que los condujera a la casa de la condesa.
El resto del viaje transcurrió en un silencio glacial. Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión de ladri¬llo blanco de la madre de Joe, ______ abrió la puerta de su lado de un tirón.
Rebecca Walters había logrado su propósito. ______ ni siquiera aceptaría que le tocara como simple cor¬tesía para ayudarla a salir del carruaje.
______ sacó un pie, volvió la cabeza, y miró a Joe con ojos sin vida ni alegría:
—Ojala que nunca te hubiera conocido.
Saltando hacia afuera con torpeza, cerró la puerta del carruaje con fuerza. El coche inmediatamente comenzó a moverse bruscamente.
Joe se inclinó hacia delante y pasó la mano por el lugar en donde ella se había sentado. El cuero aún seguía tibio. Como no lo estaba él.
______ se había ido, pero él aún podía hacer una cosa más por ella.
Podía ayudar a su hijo a aceptar como niño lo que Joe no había podido aceptar como hombre.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 25
En cualquier momento el decano volvería para llevarse a Richard y a Phillip y ella no podía soltar a sus pequeños. Harrow. Eton. Eran palabras dife¬rentes para instituciones similares que tomaban a niños ino¬centes como rehenes para que hombres corruptos los ins¬truyeran.
Se agarró a los brazos de cuero de la mecedora y miró fijamente los oscuros paneles de detrás del gran es¬critorio con superficie de cristal que el decano acababa de dejar. Richard y Phillip estaban de pie uno a cada lado y li¬geramente detrás de ella, el primero esperando con pacien¬cia, el segundo moviéndose inquieto.
—No tenemos que hacer esto. —La voz de ______ resonó en la oscuridad cavernosa—. Contrataré un tutor. Richard, todavía puedes hacer tus exámenes a tiempo pa¬ra entrar en Oxford el otoño próximo. Phillip, te compra¬ré un pequeño bote. Podemos ponerlo a flote en el parque todos los días después de estudiar.
Dedos tibios envolvieron la mano de ______. Te¬nían el tamaño de los de un hombre, y la suavidad de un niño todavía. Su pequeño se había marchado irremediablemente y ella no podía, no permitiría, exponerlo a más peligros.
Parpadeó, miró los solemnes ojos castaños. Richard se puso de rodillas frente a ella. Su rostro ya no estaba de¬macrado y su cabello negro estaba lustroso.
Levantó la mano y rozó su mejilla con el pulgar. Se deslizó mojado sobre su piel:
—Todo va bien, mamá.
La voz de ______ era densa:
— ¿Cómo?
¿Cómo podía algo jamás volver a ir bien?
De repente, dos pares de ojos castaños la observaron.
—Ahora somos hombres, ma —declaró Phillip con sabiduría infantil. Su cabello color caoba relucía bajo la te¬nue luz—. Y los hombres no deben quedarse en casa con sus madres. Aunque la condesa tenga una casa espectacu¬lar —añadió con nostalgia.
Cuando ______ estaba a punto de salir para Eton la mañana después de la confesión de Rebecca Walters, sus hijos habían aparecido misteriosamente en casa de la con¬desa. Lord Safyre, había dicho simplemente, los había traído porque su madre los necesitaba.
______ había derramado las lágrimas que hasta entonces había podido contener y soportado la novedo¬sa experiencia de que fueran sus dos hijos quienes la con¬solaran.
Phillip había sintonizado con la condesa como el fuego con la leña. Mientras le enseñaba el baño turco, ______ había hablado con Richard sobre su padre, sobre la hermandad uraniana y sobre su amargo arrepentimiento por no haber podido protegerlo.
Eso había sido dos semanas atrás y ahora de nuevo se encontraba comportándose como una niña en lugar de como una madre responsable. Se sorbió las lágrimas, soltó el ancla firme de la silla de cuero y se limpió las mejillas.
Richard sacó un gran pañuelo blanco y se lo acercó a la cara:
—Necesitas sonarte la nariz, madre.
Una carcajada ahogada escapó de su tensa gargan¬ta. Cogió el pañuelo.
—Puedo sonarme perfectamente yo sola, gracias.
—No te preocupes, ma. De todas maneras, no que¬ría un barco. —Phillip apoyó sus afilados codos sobre su rodilla izquierda—. He decidido que no quiero ser un pi¬rata. La condesa nos dio un libro divertido llamado Las no¬ches árabes. Quiero ser un jinni. Así puedo vivir en una bo¬tella mágica y hacer que los deseos de la gente se vuelvan realidad. Generalmente desean cosas malas, así que será di¬vertido.
—Phillip, eres incorregible. —______ no pudo re¬primir un resoplido húmedo de risa—. Supongo que aho¬ra que eres un hombre no querrás una caja de chocolates.
Phillip se zambulló en su bolso:
— ¡Cómo que no...!
—Yo no rechazaría una caja de caramelos si tuvieras una. —La voz de Richard se quebró un poco, podía ser un hombre o no, dependiendo de las circunstancias.
—Disculpe, señora Petre. Si desea quedarse algunos minutos más...
Phillip y Richard se levantaron de un salto, horrori¬zados por haber sido sorprendidos en una posición tan in¬digna. Los «hombres» no se arrodillaban a los pies de su madre. Phillip escondió rápidamente la caja de chocolates tras su espalda.
______ respiró hondo y alzó los hombros. Era momento de dejarlos marchar.
—No, gracias, decano Simmeyson. —Se puso en pie—. Debo tomar el tren.
—Que tenga un buen viaje, señora Petre. —El deca¬no, más calvo que canoso, se inclinó cortésmente. No temía relacionarse con una mujer, a diferencia del decano Whitaker en Eton—. Señorito Richard. Señorito Phillip. Si traen su equipaje, los señoritos Brandon y Lawrence los conducirán arriba. Tendrán tiempo para darse una vuelta por el edificio antes de que se sirva la comida.
Los dos niños se volvieron como jóvenes soldados que marchan al cuartel. Algún día no muy lejano la voz de Richard ya no oscilaría entre la niñez y la edad adulta. Phi¬llip también crecería y no la necesitaría para hacer de intermediaria.
Pero ese día aún no había llegado. —Un momento, por favor —ordenó ______, rápidamente—. Tu baúl está abierto, Richard. —Tomando la caja de caramelos del bolso, se inclinó hacia abajo y la me¬tió en su equipaje.
Cuando se enderezó, Richard la abrazó con fuerza y hundió la cara en su cuello.
—Realmente va todo bien, mamá. Hablé con alguien y él me hizo comprender... ciertas cosas. Por favor, no llo¬res más. Ya ha pasado. Phillip y yo estamos contentos de que te divorcies de papá. Si tú no eres feliz, me preocupa¬ré mucho cuando me ponga a estudiar para los exámenes y jamás entraré en Oxford.
—Bueno. —______ contuvo las lágrimas, concen¬trándose en el olor familiar del cabello y la piel de Richard y en el aliento cálido y húmedo de su respiración. —Eso no podemos consentirlo —No, no podemos. —Richard frotó su cara contra el cuello de ella, como lo había hecho para limpiarse las lá¬grimas; también había sido un pañuelo útil cuando no ha¬bía querido sonarse la nariz.
—Te quiero, mamá. Por favor, no te culpes por lo que pasó. Yo no lo hago.
Y luego se fue, aunque ella seguía aferrada a él y a una inocencia que ya no existía.
*****
El viaje en tren le dio una fugaz visión de un distri¬to del Gran Londres al sureste de Buckinghamshire. El rít¬mico sonido de las ruedas y el balanceo del coche la rela¬jaron aunque no lo quisiera su cuerpo exhausto. Sin darse cuenta, el hombre que había intentado desesperadamente olvidar en aquellas dos últimas semanas ocupó sus pensa¬mientos en un momento de descuido.
Éste es el carruaje en el cual chupé tus pechos hasta que alcanzaste el orgasmo. Yo soy el hombre que anoche penetró tan profundamente en tu cuerpo hasta que gritas¬te. Luego me tomaste en tu boca y me hiciste gritar a mí. Y sin embargo todavía no confías en mí.
¿Por qué no me lo dijiste?
¿Me habrías creído?
Tal vez le habría creído, pensó, cerrando los ojos para impedir los recuerdos. Si él le hubiera dado la oportunidad.
Él podría haber evitado su dolor.
Él podría habérselo dicho y ella no habría sufrido el horror de ver a su esposo y a su padre en aquel íntimo abrazo.
Él podría habérselo dicho y no habría sido necesa¬rio que su madre intentara matarla porque no habría se¬cretos tras los cuales ocultarse.
Una vez que empezaron, los recuerdos ya no la aban¬donaron.
Este bastardo con el que te revuelcas ha vivido en Arabia, en donde tales cosas son consideradas de manera diferente que aquí en Inglaterra. Tal vez deberías pregun¬tarle por sus preferencias antes de juzgar a tu padre.
¿Por qué se marchó de Arabia, lord Safyre?
Porque fui un cobarde, señora Petre.
Entonces no eres tan diferente de mi esposo o de mi padre.
Soy un hombre... Aunque los ingleses me llamen bas¬tardo y los árabes infiel, sigo siendo un hombre.
¿Por qué no mintió Joseph, como habían hecho su padre, su esposo y su madre? Ella no había querido la verdad.
Nadie la había tocado jamás. Nadie sino Joseph. Pero lo habrías tomado en tu interior el sábado pa¬sado. Usaste todo lo que yo te había enseñado que me ex¬citaba para seducir a otro hombre. No.
Pero lo habría hecho.
¿Por qué no viniste conmigo a casa anoche? ¿Por qué te arriesgaste a morir en lugar de venir a mí? Sus hijos...
Él había llevado a sus hijos a casa a pesar de que ella había dicho que eran el motivo por el cual no se compro¬metía con el Jeque Bastardo.
¿A quién tiene usted, lord Safyre? A nadie. Por eso sé que en algún momento el dolor será demasiado grande para que lo soportes tú sola.
______ agradeció el ruido y el olor de la estación de tren. El hollín y la niebla cayeron sobre su sombrero cuando salió a llamar a un coche de alquiler, y también agra¬deció aquello. Agradeció cualquier cosa que apartara de sus pensamientos lo que había sido, lo que pudo haber sido pe¬ro que ahora ya jamás sería.
Un carruaje esperaba a las puertas de la casa de la¬drillo blanco de la condesa. ______ se quedó petrificada de terror al verlo.
Su esposo aún podía enviarla al manicomio. Su ma¬dre aún podía matarla.
Mientras estemos juntos, estarás a salvo. Pero ya no tenía a Joseph para acudir a él. Era hora de que aprendiera a valerse por sí misma.
Descendió resueltamente del coche y pagó el viaje. Al mismo tiempo, una mujer vestida de negro se bajó del otro carruaje.
______ no podía controlar su temor: corrió hacia la casa.
— ¡Señora Petre! ¡Señora Petre, por favor, espere!
El sonido de la voz de Emma no la tranquilizó. Tal vez Rebecca Walters había enviado a la criada para que se ocupara de matarla en su lugar.
______ agarró con fuerza la aldaba de bronce.
— ¡Señora Petre! —Pasos apresurados subieron las escaleras detrás de ______—. ¡No fui yo! Jamás le con¬té a nadie sus encuentros. ¡No fui yo, señora Petre! ¡No le habríamos hecho eso!
Más mentiras. Era evidente que alguien le había he¬cho eso.
—Fue Tommie, señora. —El calor del cuerpo de la cria¬da se filtró por la espalda de ______—. La señora Walters me preguntó aquel martes por la mañana cuando usted... us¬ted se quedó dormida... si tomaba láudano a menudo. —______ había mentido sobre el láudano como bien sa¬bía Emma—. Le dije que no, que usted tenía dificultades para dormir últimamente y que el lunes por la mañana había sa¬lido a caminar temprano porque no podía descansar. La se¬ñora Walters se lo dijo al señor Petre y él hizo que Tommie la siguiera. Yo no quise hacerle daño, señora. Yo no sabía...
Tommie. El caballerizo. Supuestamente había enfer¬mado la noche de la neblina y se había ido a casa. ______ recordaba al guardián. Los ojos vigilantes. El temor...
Cerró los ojos para no ver su propio rostro blanco distorsionado en la placa de bronce. Con sus enguanta¬dos dedos entumecidos, soltó la aldaba y se dio la vuelta para mirar a la criada de cara rolliza. Sólo que su cara ya no era saludable. Estaba demacrada... como lo había estado la de Richard dos semanas atrás.
Eran de la misma estatura, notó ______ desapa¬sionada. En los dieciséis años que habían estado juntas, ni siquiera había notado aquel pequeño detalle.
—He estado viniendo todos los días desde hace una semana. Para explicárselo —dijo tenaz la doncella. Su alien¬to parecía una pluma de vapor gris en los primeros aires de marzo. La humedad perlaba su sombrero negro—. Pero usted no quería verme.
El mayordomo de la condesa había anunciado sim¬plemente que una mujer quería ver a la señora Petre. Jamás había mencionado un nombre. ______ había pensado que era su madre. Aunque no estaba segura de que hubie¬se tenido más ganas de ver a Emma que a Rebecca Walters.
Y sin embargo...
Si no hubiera ido a interrogar a la criada, no habría descubierto que su padre y su esposo eran amantes. Y sus hijos seguirían en peligro.
______ alzó la barbilla.
—Sabías que mi madre apagó la lámpara de gas.
—Lo supuse, señora.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijiste?
—La señora Walters fue quien me contrató.
—Ya veo —dijo ______. Ahora veía en qué que¬daban las afirmaciones de Emma diciendo que no la había delatado.
—Discúlpeme, señora, pero no creo que compren¬da. El señor Beadles, yo, la cocinera, el ama de llaves, el co¬chero... la señora Walters nos sacó de un correccional. El señor Will... llevó al señor Petre en el carruaje muchas veces y... vio... y oyó... ciertas cosas. Pero si hubiéramos dicho algo, nos habrían echado a la calle sin referencias. E inclu¬so si hubiéramos dicho algo, ¿quién nos habría creído? Pero usted, señora... jamás quisimos que le hicieran daño. Re¬nunciamos a nuestros puestos. A mí no me importa mu¬cho... tengo a Johnny ahora, pero los otros... no merecen sufrir. Por favor, señora. Por favor, déles referencias.
Los correccionales eran instituciones penales loca¬les para personas condenadas por faltas menores. Pero en el mundo real, los criados condenados por pequeños de¬litos no tenían mayores posibilidades de encontrar empleo que los sentenciados por crímenes graves. Rebecca Walters había planeado cuidadosamente que los pecados de su es¬poso y de su yerno no se dieran a conocer al público votan¬te. Con razón se había puesto fuera de sí cuando ______ había alterado sus planes.
No quería sentir más dolor. Pero estaba allí, esperan¬do agazapado, como la noche espera a que termine el día.
—Quieres referencias —______ habló con cuida¬do y voz neutra— y sin embargo todos sabíais que Tom¬mie iba a hacerme daño.
—No, señora. Fue el señor Petre quien hizo que Tommie la siguiera. Fue la señora Walters quien quería que la asustara. Para que usted se quedara en casa.
Y soportara... lo que su madre y su abuela habían so¬portado.
¿Qué crímenes habían cometido Emma y los otros criados para ser enviados a un correccional?
¿Importaba?
______ ya no sabía quién había incurrido en fal¬ta. Ella, por negarse a ver lo que era evidente. Sus criados, por ser ex criminales temerosos de perder su empleo. El Jeque Bastardo, por no ser quien ella había querido que fuese.
Nadie era lo que parecía ser.
—Muy bien. Haz que vengan a verme mañana. Les daré referencias. Tú también, si lo deseas.
Emma hizo una reverencia:
—Gracias, señora.
De repente, ______ sintió como si un gran peso hubiera sido levantado de sus hombros. Los criados no la habían espiado; al menos, no aquellos que tenían una rela¬ción más personal con ella. Incluso en el caso de la don¬cella, habían secundado sus mentiras.
—Emma —dijo impulsivamente.
— ¿Señora Petre?
—Me alegro de que hayas conocido alguien a quien puedas cuidar.
Emma bajó la cabeza:
—Johnny... no es quien usted pensaba que era.
—No. —Era evidente que Johnny no era un lacayo.
—Fue contratado para vigilar al señor Petre.
La bruma sucia se metamorfoseó en lluvia exube¬rante. El agua gélida aguijoneó la cara de ______.
—Por lord Safyre —dijo imperturbable.
Emma levantó la cabeza, mirando ansiosamente el rostro de ______.
—Él le destrozó la mano al señor Petre, señora. —Sin pretenderlo, la imagen de la mano vendada de Edward des¬cansando sobre un nido de vello púbico dorado relampa¬gueó en la mente de ______—. Cuando le conté quién me imaginaba que había apagado la lámpara... El se preocupa mucho por usted. Ha sido una buena señora. Merece ser feliz. —Poniendo las manos sobre su sombrero para prote¬gerlo, Emma bajó corriendo la escalera. Un brazo masculi¬no abrió la puerta del carruaje para que la criada entrara.
Tú has sido una buena doncella, pensó ______. Y una mujer valiente por elegir amar a un desconocido. ¿Qué hace falta para que sientas algo? Yo siento, taliba.
Joe había contratado a un hombre para que es¬piara a su esposo... un hombre que en última instancia le había salvado la vida. Había dispuesto las mismas medidas de seguridad para sus hijos en Eton. Tantos secretos.
Sé que te duele, ______. Déjame que te alivie. Dé¬jame amarte.
______ le dio la espalda al pasado. El mayordo¬mo abrió la puerta empapada incluso antes de que el golpe sordo del bronce fuera atenuado por la caída tenaz del agua sucia.
______ le entregó su capa y su sombrero, com¬pletamente mojados.
— ¿Dónde está la condesa, Anthony?
—Está en la sala. —El mayordomo cogió los guantes de ______—. Debería haber llevado un paraguas, seño¬ra Petre.
______ debería haber hecho muchas cosas. Un pa¬raguas era lo último en su lista de prioridades.
La condesa estaba sentada en su escritorio, junto a una chimenea neoclásica, escribiendo. Su rostro, bañado por el crepitante calor, se iluminó cuando ______ entró en aquella sala más occidental que oriental, más femenina que masculina.
Aquella mujer no le había preguntado ni una sola vez a ______ por qué había dejado a su esposo. O por qué ______ no acudía a su propia madre.
— ¿Me ayudaría a seducir a su hijo, condesa?
Una ceja finamente arqueada se elevó:
— ¿Por qué?
Porque él había aceptado a ______ como la mujer que ella era en lugar de la niña que había sido.
—Porque no merece estar solo.
Y tampoco lo merecía ella.
______ parpadeó ante el resplandor de la sonrisa de la condesa. Un poco más tarde, protestó:
— ¿Está usted segura de que esto le agradará?
Con el cuerpo resplandeciente tras los cuidados de Josefa, ______ se puso una capa de terciopelo forrada de satén con mangas acampanadas. Pertenecía a la conde¬sa, que medía diez centímetros más que ella. Por debajo es¬taba desnuda.
Subiéndose al carruaje que la esperaba en la oscuri¬dad sombría, se apretó la capa con cuidado a su alrededor para evitar que el lacayo viera más de lo que debía. Cuan¬do Lucy, la criada, abrió la puerta a ______ en la casa georgiana de Joe e insistió en llevarse la capa, casi re¬gresó corriendo al carruaje de la condesa. Una dama, cual¬quiera que fuesen sus intenciones, no visitaba a un hombre con aquel atuendo. Especialmente a un hombre al que ella había rechazado de forma tan tajante y que perfectamen¬te podía haber encontrado a una dama menos cobarde pa¬ra reconfortarlo. Pero el lacayo había vuelto corriendo al carruaje cuando Lucy abrió la puerta; segundos después un crujir de cuero y madera acompañaron a un « ¡Adelante, caballos!» y ______ sólo podía ir hacia adelante.
—No te preocupes, Lucy. —______ retuvo la capa contra su cuerpo con ambas manos—. ¿Está lord Safyre en casa?
—Se encuentra en la biblioteca, señora. —Entonces yo misma me anunciaré. —Como guste, señora. Era ahora o nunca.
—Lucy.
— ¿Señora?
—Por favor, deja dos botellas de champán en la puer¬ta de la biblioteca.
Lucy intentó evitar que una sonrisa cómplice se ex¬tendiera por su cara, pero no lo logró: —Muy bien, señora.
Los criados de Joe eran tan expertos como los de ______ en casa de Petre. Con la capa de terciopelo arrastrándose tras ella, atravesó el pasillo revestido de cao¬ba y nácar. Y supo que había llegado a su hogar.
Golpeó suavemente, con el corazón palpitando. De deseo. De temor. Conscientemente, quizás se había nega¬do a pensar en Joe, pero sus sueños habían estado ocu¬pados por él y el éxtasis que habían compartido. Su cuer¬po lo había aceptado siempre. Si sólo...
Una voz apagada la invitó a entrar.
Tomando el futuro en sus manos, abrió la puerta. Antes de que pudiera ordenarle que se marchara, cerró la puerta apoyándose contra la sólida madera.
Joe estaba sentado en su escritorio; un libro ya¬cía abierto ante él. Un fuego parpadeaba y llameaba en la chimenea de caoba mientras la lluvia caía sin tregua contra las enormes ventanas acristaladas que daban al jardín. La luz de la lámpara de gas producía destellos dorados sobre su cabello rubio y sombras sobre su oscuro rostro.
Sus ojos turquesas examinaron rápidamente su ca¬pa, el cabello húmedo recogido cuidadosamente en un ro¬dete. Su mirada no era acogedora. Ni tampoco revelaba deseo.
— ¿Qué haces aquí?
Las dudas de antaño estallaron con toda su furia. ¿Qué hacía aquí? ¿Para aplacar sus pasiones, porque una vez experimentada la satisfacción sexual no podía prescin¬dir de ella, como un adicto que anhela el opio?
Se puso rígida y se apartó del apoyo de la puerta:
—He venido a ofrecerte placer.
Una sonrisa grotesca se adueñó de sus labios:
— ¿No deberías preguntar acaso cuáles son mis pre¬ferencias?
Las lágrimas quemaban sus ojos. Quería llorar por el dolor que le había causado, pero aquel no era el momento de llorar.
—No puedo cambiar el pasado.
Joe inclinó su cabeza hacia atrás, como si verla solamente fuera más de lo que podía soportar:
—Yo tampoco puedo cambiar el pasado.
Pero quería hacerlo.
Un latido palpitó en la base de su garganta, o tal vez fuera el parpadeo de la llama de gas.
—Nunca me dijiste lo que significa bahebbik.
Sombras oscuras hendían sus mejillas, sus pestañas:
—No te quedaste.
No. Él le había pedido que volviera a casa incluso después de que ella le hubiera arrojado acusaciones im¬perdonablemente crueles, y ella lo había rechazado. Como lord Inchcape. Como Rebecca Walters.
No debía ser así.
Con las manos temblorosas, se desabrochó los bo¬tones de la capa. La seda tibia se deslizó sobre su espalda, sus hombros, sus brazos, dejando un rastro de piel de ga¬llina a su paso. El terciopelo se arremolinó a sus pies. Y él aún no la miraba.
Una chispa de furia entibió su piel.
—No puedo seducirte si no me miras.
Joe bajó la cabeza y abrió los ojos.
______ recordó el reloj de mármol marcando los segundos sobre la repisa de la chimenea en la casa de su ma¬dre. Había sido mucho menos aterrador enfrentarse a su madre que hacerlo ahora, de pie desnuda frente a este hom¬bre que una vez había temblado de pasión por ella pero que ahora la miraba como si fuera una extraña. O un caballo para ser vendido en una subasta.
Unos ojos fríos e implacables calcularon el peso de sus pechos, juzgaron la redondez de sus caderas, se cla¬varon en su pubis, tan desprovisto de vello como el día en que había nacido... la manera, le había asegurado la condesa, en que todas las mujeres árabes acogían a sus hombres.
Sus ojos turquesas subieron con brusquedad:
— ¿Qué sucede si no deseo ser seducido?
______ se enfrentaba a la posibilidad real de su re¬chazo y sabía que no podía volverse atrás. Tenía el cono¬cimiento y tenía el coraje... confió.
Levantó las manos... la mirada de él descansó en sus axilas, tan desprovistas de vello como su pubis... se desató los prendedores que sujetaban su rodete, dejándolos caer sobre la alfombra oriental. El cabello cálido y pesado cayó como una cascada sobre su espalda, tan familiar como no lo era su papel de seductora:
—Entonces conseguiré que quieras ser seducido —le prometió con una confianza que estaba lejos de sentir.
Sumamente consciente del balanceo de sus pechos y de la fricción de sus muslos presionando unos labios que no estaban hechos para ser tan descaradamente expuestos en una mujer inglesa, se quitó los zapatos y se acercó a él. Dio la vuelta al macizo escritorio de caoba y se arrodilló en el suelo, disimulando una mueca. La alfombra estaba fría y áspera bajo sus rodillas desnudas.
Joe giró en su asiento, con las piernas ligeramen¬te separadas y los ojos velados. Sus manos descansaban sobre los brazos de la silla, con los dedos curvados para encajar en la madera y no en el cuerpo de ella. Un lado de su rostro estaba en sombra, el otro iluminado por la lla¬ma de gas parpadeante.
— ¿Acaso no sientes curiosidad, ______? ¿Aca¬so no quieres saber la diferencia entre un hombre y una mujer?
Estaba intentando ahuyentarla... como ella lo había ahuyentado dos semanas atrás.
— ¿Me lo dirías si así fuera?
La oscuridad brilló en sus ojos turquesas:
—La hermandad uraniana ya no forma parte del plan de estudios de Eton.
—Dijiste que guardarías el secreto.
Una sonrisa grotesca volvió a curvar sus labios:
—Y así lo hice. Richard es muy similar a ti. No hu¬ye de la verdad. Le contó al decano su experiencia.
—Pero primero te la contó a ti. —Hechos que no le había relatado a ______, ni tampoco que había informa¬do al decano sobre la hermandad. Se dio cuenta de que Joe era aquel «alguien» que había hecho que «todo iría bien» para su hijo.
Los labios de Joe se endurecieron ante la dura traición:
—No debió habértelo dicho.
—No lo hizo. Fuiste tú.
—No quiero tu agradecimiento —dijo áspero.
—Sé lo que quieres, Joe —quería lo mismo que ella—. Y yo te lo daré.
Joe no podía ocultar el bulto dentro de sus pan¬talones negros.
— ¿Qué crees que quiero, ______?
Lo que en realidad le estaba diciendo él era: ¿Qué podía una mujer como ella saber sobre lo que un hombre como él podía querer?
______ respiró hondo y colocó sus manos sobre los muslos de él. Sus músculos debajo de la tela eran duros como una piedra... no le resultaba tan indiferente como si¬mulaba.
—Creo... que quieres que te desabroche los panta¬lones y tome tu miembro en mis manos.
Los músculos de sus manos se contrajeron ante el recuerdo inmediato:
—La segunda lección.
—La segunda lección —recordó ella. Y luchó con sus botones.
No fue una lucha digna en absoluto... desnudar a un hombre sentado como una estatua era tan difícil como ves¬tir a un niño de tres años en constante movimiento... pero fue recompensada... Vello dorado oscuro pobló la hendi¬dura que se abría.
Conteniendo la respiración, metió su mano dentro de los pantalones y delicadamente sacó el tallo grueso de carne viva y palpitante. Él estaba duro y caliente y ocupa¬ba las dos manos de ella. No tuvo que bombear su miembro viril para que saliera la corona sensible del extremo del prepucio.
______ lo observó con los párpados bajados. Una gota de humedad perlaba la punta de la abultada cabeza morada.
—Creo que quieres que yo te tome en mi boca y te lama y te chupe como un pezón. —Ella levantó los párpa¬dos, atrapada en su mirada—. Como hiciste con mi clítoris.
La quinta lección.
La inspiración de Joe llenó el silencio. Una brasa crepitó en la chimenea. Su miembro, amorosamente ahue¬cado en las manos de ella, se tensó. Bajando la cabeza, ella inhaló su aroma de glándulas con un toque de especias orientales, probó su esencia con la punta de su lengua an¬tes de meterlo de lleno en la boca.
La condesa había dicho que si relajaba sus músculos, podía tomarlo más profundamente todavía.
Funcionó.
Un gemido grave y gutural desgarró el pecho de él, música pura y natural para sus oídos. Ése era el poder de la mujer; ésa la maravilla del sexo... éste era Joe.
Joe se arqueó dentro del húmedo calor de su bo¬ca. El enorme bulbo de su miembro palpitaba en lo más profundo de su garganta, una parte de ella. Sintió un lati¬do semejante entre sus muslos.
______ tomó tanto de Joe como pudo, tragán¬dolo una y otra vez, lamiéndolo como si fuera un... ¿tenían los árabes chupetes?, se preguntó. Y luego ya no se hizo más preguntas, perdida en el olor, el sabor y la suave tex¬tura sedosa de él. No había champán para atenuar su sabor. Él era, increíblemente, lo más delicioso que había comido jamás.
Cuando sintió que los temblores se apoderaban de su cuerpo, ______ lo soltó con una pequeña explosión y no se preocupó para nada de que no fuera digno. El rostro oscuro de Joe estaba sonrojado por la excitación sexual, sus ojos brillaban. Se aferró a los brazos de la si¬lla de madera como si estuviera tomando las riendas de un caballo desbocado.
Con los ojos mirando directamente a los de él, ______ depositó un suave beso sobre la corona palpitante de su p*@e.
La piel de los nudillos de Joe se puso blanca.
—Creo —murmuró ella, derramando deliberada¬mente su tibio aliento— que quieres que te quite la cami¬sa y te mordisquee los pezones.
La tercera lección.
Seducir a un hombre era extrañamente erótico. ______ se olvidó de que tenía estrías en las caderas o de que Edward le había dicho que tenía ubres.
Se puso de pie y le sacó la camisa de la cintura de sus pantalones. Los pechos de ______, pesados e hinchados, se mecían ante su cara... y se sentía muy bien desnuda y sin vergüenza. Tiró de la escurridiza seda blanca hasta que él levantó los brazos, participaba con reticencia en su pro¬pia seducción.
Sus pezones estaban duros. Como los de ella.
Ella se tocó brevemente aquella protuberancia de carne firme; luego lo tocó a él, todavía más duro. Su piel quemaba.
De repente, Joe le arrancó la camisa de sus dedos. Se la quitó de un tirón y la arrojó a un lado. El desafío mas¬culino y la necesidad salvaje brillaban en su mirada.
— ¿Por qué haces esto?
Ella no se echaría atrás. Con Edward, sí, pero nun¬ca con este hombre.
—Pensé que era bastante obvio. ¿Acaso no quieres que te mordisquee los pezones, Joe?
—Quiero que me digas qué crees que estás haciendo.
—Estoy seduciendo a mi tutor.
— ¿Por qué?
Ella no se amedrentó ante su mirada:
—Porque te mentí cuando te dije que me arrepentía de haber venido a ti.
— ¿Y cuando me dijiste que yo no era tan diferente a tu esposo o a tu padre? ¿Me mentiste entonces?
Joe no tenía nada que ver con Edward.
—Sí.
—No puedo ser lo que quieres que sea, ______.
Arrodillándose de nuevo, ______ puso sus manos sobre los muslos de él; su calor le entibiaba los dedos:
—Pero lo eres. Y ahora, si no te importa, creo que me gusta bastante seducirte.
Inclinándose hacia delante, lamió delicadamente el duro capullo de su pezón izquierdo antes de tomarlo en¬tre sus dientes para mordisquearlo con suavidad. El cora¬zón de Joe palpitaba contra los labios de ella; el vello de su pecho cosquilleaba en su barbilla. Humedeciéndolo con su lengua, queriendo satisfacerlo, queriendo satisfa¬cerse a sí misma, queriendo terminar con el dolor y la des¬confianza, lo chupó como si pudiera alimentarse de él.
Podía. Mientras le tocaba, él se convirtió en el cen¬tro de todo su mundo. Y todo iba bien.
El calor subió a su cabeza a través de las manos de él. Un fuego líquido recorrió su cuerpo. Ella mantuvo sus muslos abiertos con sus manos, estrechándose contra el ca¬lor acogedor que surgía del centro de sus piernas hasta que la húmeda corona del miembro palpitó contra su estóma¬go mientras continuaba mordisqueando su pezón, cada vez más endurecido, y él enredó sus manos en su cabello ti¬rando de su cabeza hacia atrás. Joe contempló sus labios, hinchados de chuparlo. Sus pechos, hinchados de desearlo.
— ¿Qué más crees que puedo desear? —La voz de él sonó como un oscuro carraspeo.
—Creo que quieres que me siente en tu regazo, dok el arz, para que te tome en mi cuerpo tan intensamente que nuestro vello púbico se entrelace. Tan profundamen¬te que no puedas salir, ni siquiera un centímetro. Creo que quieres que me agarre a ti tan fuerte que tus testículos su¬fran por liberarse y que la única cosa que puedas embes¬tir en mi interior sea tu lengua mientras golpeas tu pelvis contra la mía.
Los orificios nasales de Joe se abrieron:
—No tienes vello púbico.
______ se dio cuenta brusca y angustiosamente de que él tenía puestos los pantalones y ella estaba desnuda, de ropa y de vello púbico. Se había mostrado tan decidida a agradarle como una mujer de Oriente que se había olvi¬dado de una simple regla básica: en la cuarta lección él le había dicho específicamente que quería que el vello púbi¬co de una mujer se mezclara con el suyo.
Se puso tensa. ¿Qué la había llevado a pensar que una mujer como ella, una mujer que no estaba en la flor de la vida, podía seducir a un hombre como Joseph?
—Perdóname.
— ¿Deseas casarte conmigo?
Ella había olvidado... tantas cosas.
—Muhamed no estaría de acuerdo.
Los dedos de Joe se apretaron en su cabello, sin causarle dolor pero sin ser exactamente suaves.
—Muhamed se ha marchado.
Ella nunca había querido interponerse entre ambos.
— ¿Volverá?
—Tal vez. Ha ido a Cornualles. A ver a su familia. —La soledad resonó en la voz de Joseph; había perdido el último vestigio de un país que lo había exiliado—. Quizás allí encuentre alguna forma de paz. ¿Deseas casarte conmigo?
Casarse... con el Jeque Bastardo.
—Será un honor.
Un fuerte crujido de madera restalló en el aire y de repente ______ se subió a sus rodillas mientras el hú¬medo calor de ella penetraba en la tela de los pantalones. Se aferró a sus hombros.
—Levanta tus piernas y colócalas sobre los brazos de la silla.
______ cerró sus párpados para evitar la luz que resplandecía en sus hermosos ojos turquesas.
—No funcionará, Joseph.
Frialdad. ______ no había pensado nunca que el calor podía convertirse en hielo entre un latido y otro. A pesar de que sus brazos seguían agarrándola con firme¬za, pudo sentir como retrocedía.
— ¿Por qué no, ______?
Ella se obligó a abrir los ojos y enfrentarse a la verdad:
—Los brazos de una silla no están diseñados para acomodar las piernas de una mujer.
La risa brilló en sus ojos. Sin previo aviso, Joe tomó su muslo derecho y lo alzó, enganchándolo sobre el brazo de la silla. Ella le hundió las uñas en el hombro.
Una mujer no estaba hecha para estar sentada en esa posición. Era incómodo; la madera se clavaba en su suave carne. Forzaba a los labios de su vulva desnuda a abrirse de modo que ningún defecto quedaba oculto.
—Joseph...
Sus ojos turquesas esperaron, la risa desapareció.
______ respiró hondo. Y torpemente levantó su pierna izquierda sobre el obstáculo de madera. Estaba to¬talmente abierta, totalmente expuesta a su mirada. La lon¬gitud de su miembro viril se hallaba entre ambos con su corona morada, apuntando hacia su brillante vulva rosada.
Apartó la mirada de la seductora perspectiva de la pa¬sión de un hombre y una mujer, y se encontró con la de él.
—Quiero que golpees en mi puerta. —La voz de ella temblaba con la fuerza de su deseo—. Y cuando te tenga en mi interior quiero que sepas que te acepto por ser quien eres y lo que eres.
— ¿Estás segura, ______? —La lámpara de gas lla¬meó, destacando el nítido relieve del lado derecho de su cara.
—Sí, lo estoy —dijo firmemente—. Y tú demostrarás que confías en mí dejando que te ponga en mi interior.
La humedad rebosaba de su cuerpo abierto. Él miró hacia abajo; ella no tuvo que mirar para saber lo que él veía: su carne, su deseo. La oscuridad pareció envolver de repente ambos lados de su cara.
—Entonces, déjame golpear, taliba.
Antes de que ella pudiera adivinar su intención, to¬mó sus nalgas y la alzó hacia arriba y hacia adentro hasta que sus pechos quedaron presionados sobre la pared ar¬diente de su pecho y su miembro yacía directamente de¬bajo de ella. El aire frío invadió la carne que no estaba he¬cha para ser invadida; asemejándose al frío que recorría sus pies suspendidos.
Mordiéndose el labio, ella soltó su hombro derecho y logró introducir su mano entre los dos. Joe hizo re¬chinar sus dientes cuando los dedos de ______ se situa¬ron alrededor del calor electrizante de él. Hundiendo su cara en el áspero paraíso de su cuello, guió la cabeza con forma de ciruela hacia su v@$*%a, tan húmeda y vulnerable, la carne de él tan dura e inmóvil. Ella apretó y empujó hasta que sintió dolor, y supo que él también debía sentir dolor sosteniéndola allí arriba. Los brazos de él estaban tensos por el esfuerzo; temblaban, o tal vez era ella la que temblaba, colocada sobre la verga de una nueva vida.
Levantando la cabeza, contempló sus ojos turque¬sas, a pocos centímetros de los suyos, y toda resistencia desapareció de su cuerpo. Se abrió y lo tragó en caliente acogida, y sí, fue un momento de unión. El aire estalló en sus pulmones.
— ¿Irías a Arabia conmigo?
Los músculos de ella se convulsionaron protestan¬do, anhelando.
— ¿A vivir?
La condesa había dicho que las mujeres valían me¬nos que un caballo.
—Quizás.
—Pero mis hijos...
—Pueden acompañarnos.
Temor. Incertidumbre. De él. De ella. De ambos.
—Sí. Iría a Arabia contigo. Phillip dijo que quería ser un jinni.
El calor que llameó en sus ojos casi la deja ciega.
—Estarás muy sensible ahora que no tienes vello pa¬ra protegerte.
Ella tragó aire.
— ¿Es un impedimento?
Su sonrisa fue una promesa sexual:
—No para mí —susurró. Y lenta, inexorablemen¬te, la fue haciendo descender sobre él, empujando cada vez más, hasta que el vello púbico anidó en su clítoris y un bo¬tón se enterró en sus nalgas.
______ respiró con dificultad, olvidándose del bo¬tón, y hundiendo las uñas en sus hombros mientras su cuer¬po se contraía para impedir una invasión aún mayor, pero hubo más. Él le dio su aliento, luego tomó el de ella cuan¬do colgó sus brazos bajo sus muslos estirados y los alzó más arriba, más abiertos, empujando los últimos dos cen¬tímetros dentro de ella para poder hallar el lugar especial de ambos y ella lo tomó.
—No quise hacerlo —jadeó él.
Ella jadeó con él cuando golpeó en su interior, atra¬pada entre el placer y el dolor.
-¿Qué?
—Mi hermanastro. No me di cuenta de lo celoso que siempre había estado de mi relación con el jeque. Cuando yo... compré algo que él quería... se metió a hurtadillas en mis aposentos cuando dormía... y... me manoseó. Cuando desperté, sus eunucos me sostenían a la fuerza mientras me violaba. Le maté.
Hace un mes ella hubiera estado conmocionada. Ho¬rrorizada. Ahora sólo sentía compasión por el dolor que él debía haber padecido.
—No se lo contaste a tu padre.
—No.
Pero se lo había contado a ella. Confianza implícita.
La repugnancia que sentía hacia sí mismo ofuscó la pasión en sus ojos turquesas:
—Cuando uno duerme, ______, las caricias de un hombre son tan placenteras como las de una mujer.
—Pero no sentiste ningún placer al despertarte.
—No. —Hechos y emociones que ella no podía ni siquiera comenzar a imaginar resonaron dentro de aquella simple palabra.
______ inclinó la frente hasta encontrarse con la suya.
—Hoy inscribí a Richard y a Phillip en Harrow. Jus¬to antes de partir, Richard me dijo: «Te quiero, mamá. Por favor, no te culpes por lo que pasó. Yo no lo hago». Te quie¬ro, Joseph. Por favor, no te culpes por lo que pasó. Yo no lo hago. —Inclinando la cabeza, rozó su mejilla con la len¬gua, probando sus lágrimas—. Déjame que te ayude a estar mejor. Déjame amarte.
Joseph agachó la cabeza; capturó el aliento de ella en su boca, luego le dio el suyo cuando presionó su pelvis contra la de ella con el cuerpo balanceándose y la lengua embistiendo, dok el arz, vientre contra vientre, boca con¬tra boca, los deseos de ella, los deseos de él, eran uno solo.
Él se movió dentro de ella, dok, hasta que los dos estuvie¬ron resbaladizos de sexo, de sudor y el orgasmo de ella ex¬plotó dentro de su cuerpo mientras las palabras estalla¬ban en su boca.
—Te amo.
______ levantó la cabeza, abriendo los ojos:
— ¿Qué?
—Bahebbik. Te amo.
No. No lloraría.
— ¿Cómo lo dice una mujer en... árabe?
—Bahebbak.
—Bahebbak, Joseph. —Y luego, antes de perder la razón en medio de sacudidas y estremecimientos—: ¿Hay una palabra en árabe para chupete?
FIN.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Bueno chicas aquí esta, la verdad no me hubiera gustado subirla así, pero pues era necesario.
Que tal a José eehh si que sufrio en Arabia, pobre de mi niño. Y apuesto a que no se esperaban eso del amante y si Edward es un asdjjfgrnj aaasssshhhhhh lo ODIE a morir que poca, como tenía pensado hacer lo mismo con sus HIJOS Dios ese tipo si que estaba ENFERMO que asco no, no, no.
Pero bueno, ahora ya Philip y Richard ya estan a salvo de su ASQUEROSO PADRE. José tan lindo hizo que Richard pudiera vivir mejor, por eso lo Amo. Y él y la rayis están juntos, hay me emociono jejeje.
Bueno, bueno chicas espero que les alla gustado la nove. A mi me encanto ecepto por ciretos detallitos (si no la han acabado de leer ya despues me entenderan, se llevaran una MEGA SORPRESOTA con el amanta de Edward) pero de ahí en fuera Joe es un amor, a poco no??? Comenten chicas quiero saber que les parecio la nove ;)
-Tany XOXOXOXOXO
Que tal a José eehh si que sufrio en Arabia, pobre de mi niño. Y apuesto a que no se esperaban eso del amante y si Edward es un asdjjfgrnj aaasssshhhhhh lo ODIE a morir que poca, como tenía pensado hacer lo mismo con sus HIJOS Dios ese tipo si que estaba ENFERMO que asco no, no, no.
Pero bueno, ahora ya Philip y Richard ya estan a salvo de su ASQUEROSO PADRE. José tan lindo hizo que Richard pudiera vivir mejor, por eso lo Amo. Y él y la rayis están juntos, hay me emociono jejeje.
Bueno, bueno chicas espero que les alla gustado la nove. A mi me encanto ecepto por ciretos detallitos (si no la han acabado de leer ya despues me entenderan, se llevaran una MEGA SORPRESOTA con el amanta de Edward) pero de ahí en fuera Joe es un amor, a poco no??? Comenten chicas quiero saber que les parecio la nove ;)
-Tany XOXOXOXOXO
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
ahhhh ya me imaginaba eso de Edward!!!!!
Pero como pudo su madre hacer todo eso!! Esa mujer esta loca!!!
Tambien su esposo y Edward!!!
Pobre de Richard!! Pero ahora seran felices con Joe!!!
Gracias por subirla!!
Pero como pudo su madre hacer todo eso!! Esa mujer esta loca!!!
Tambien su esposo y Edward!!!
Pobre de Richard!! Pero ahora seran felices con Joe!!!
Gracias por subirla!!
aranzhitha
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
bueno ya me lo suponía q el padre de la rayis era el amante de su esposo :x
es injusto lo q le hicieron a Richar y a joe pobre de ellos eso fue horroroso ...
dios mio no entiendo como una madre no puede querer a su hija dios eso es de locos.
que maravillosa experiencia tubo la rayis con joe me fascino toooodo lo q ella aprendió y todo lo q el le enseño, fue muy instructivo :twisted:
gracais x compartir esta novela con nosotras ojala te valla de maravilla en tu nuevo hogar y regresa pronto por favor se te extrañara x aqui abrazos y besitos :hug:
como siempre digo fue una estupenda novela la ame ...
bye
es injusto lo q le hicieron a Richar y a joe pobre de ellos eso fue horroroso ...
dios mio no entiendo como una madre no puede querer a su hija dios eso es de locos.
que maravillosa experiencia tubo la rayis con joe me fascino toooodo lo q ella aprendió y todo lo q el le enseño, fue muy instructivo :twisted:
gracais x compartir esta novela con nosotras ojala te valla de maravilla en tu nuevo hogar y regresa pronto por favor se te extrañara x aqui abrazos y besitos :hug:
como siempre digo fue una estupenda novela la ame ...
bye
ElitzJb
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