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Mensaje por Lemoine Mar 29 Ene 2013, 12:47 pm

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CAPITULO 9



______ fijó la mirada en el oscuro brillo de la caoba y en el humo caliente que subía de la pequeña taza de delicadas vetas azuladas. Cualquier cosa con tal de no mirar aquellos ojos que lo sabían todo.
—Usted ha practicado el giro de pelvis contra el colchón.
No era una pregunta.
______ inclinó su taza y bebió de un sorbo el amargo café. El líquido hirviente que se deslizó por su gar¬ganta no sirvió para contrarrestar el fuego abrasador que encendía su cara. Dejó la taza vacía sobre el plato y con cuidadosa precisión lo colocó sobre el sólido escritorio. Con determinación, alzó la cabeza y se encontró con su mirada.
—Lo he hecho.
Los ojos del Jeque Bastardo brillaban a la luz de la lámpara de gas.
—El placer es mucho mayor cuando una mujer está con un hombre.
Ella se negó a sucumbir ante su vergüenza. ¿Cómo lo sabe, lord Safyre?
—Porque el placer es mucho mayor cuando un hom¬bre está con una mujer.
—Entonces ¿los hombres también practican rotan¬do las caderas contra el colchón? —preguntó de manera cortés.
—No, taliba. Los hombres practican con sus manos
Se quedó sin aliento. Era inconcebible que él estu¬viera sugiriendo lo que ella pensaba. Le parecía inaudito que un hombre como él tuviera necesidad de...
— ¿Usted lo hace?
La pregunta se le escapó antes de poder contenerse.
No fingió malinterpretarla.
—Sí.
— ¿Por qué?
—Soledad. Necesidad. Todos queremos ser tocados, aunque sea por nuestra propia mano.
—Pero usted puede tener todas las mujeres que de¬see y en cualquier momento. No necesita depender de... —Sus mandíbulas se cerraron con fuerza.
—Recuerde lo que le he dicho, taliba —murmuró con suavidad—. Aquí, en mi casa, usted puede decir lo que quiera.
______ ya había hablado demasiado. Pero;.. en lugar de retorcerse de vergüenza, se sentía extrañamente liberada. Aquel hombre sabía más acerca de ella que cual¬quier otra persona... y no la juzgaba por conocer sus ne¬cesidades. Quizás incluso las compartiera, queriendo to¬car, ser tocado...
Imposible. Una mujer como ella no tenía nada en común con un hombre como él. Si ella quería algo, lo ana¬lizaba. Si él quería algo, lo cogía.
______ cambió a otro tema más inofensivo del ca¬pítulo seis.
—El jeque le da gran importancia al beso.
—Ferame.
— ¿Disculpe?
—El jeque le da gran importancia a un tipo específico de beso, señora Petre. El beso para excitar a un hombre o a una mujer se llama ferame.
El beso en el que se usaban la lengua y los dientes.
—Me cuesta creer que un hombre muerda la lengua de una mujer, lord Safyre —dijo de manera contenida.
Pero lo podía imaginar.
Sombras desiguales atravesaban sus mejillas.
—La lengua de una mujer es como un pezón, puede mordisquearse y chuparse. Su boca es como la vulva, para ser lamida y penetrada. ¿Alguna vez ha tenido la lengua de un hombre en su boca?
Un relámpago estalló entre los muslos de ______. Imaginó la cara morena de Joe inclinándose hacia la de ella, besando, lamiendo y penetrando su boca con la len¬gua. Inmediatamente, la imagen fue reemplazada por su ca¬ra morena colocada entre sus piernas, besando, lamiendo y penetrando su vulva con su lengua.
Era una visión fascinante. Estremecedora. Provocó que su respiración se acelerara y su corazón se lanzara al galope.
Edward era un hombre quisquilloso. No realizaría tal acto ni con una amante joven y hermosa.
— ¿Alguna vez ha tenido la lengua de una mujer en su boca?
— ¿Está usted eludiendo la cuestión, señora Petre? -preguntó lánguidamente.
—Sí—respiró hondo—. No, jamás he tenido la len¬gua de un hombre en mi boca —ni en ningún otro lado—. ¿Está usted evitando mi pregunta?
Usted ya conoce la respuesta.
Sí, conocía la respuesta. Probablemente había tenido lenguas en su boca que las que su cocinera había preparado para la cena.
Estudió las luces y sombras que marcaban sus altos pómulos y su nariz ligeramente ganchuda, tratando de evi¬tar sus ojos y el magnetismo erótico de sus labios.
—Si un hombre fuera quisquilloso... y reticente a usar este tipo de beso, ¿cómo recomienda que una mujer... aborde el asunto?
—Haciendo esto. —El Jeque Bastardo levantó un largo y experimentado dedo y tocó la comisura de su pro¬pia boca.
Los labios de ______ respondieron con un tem¬blor. Los humedeció.
— ¿Quiere decir tocar su boca? ¿Pero en dónde?
—Tóquese, señora Petre.
—Prefiero que usted me muestre en qué lugar son sus labios más sensibles, lord Safyre.
—Esto es un experimento, señora Petre. Hay un mo¬tivo por el cual le sugiero que haga esto.
—Entonces, si es un experimento, tal vez sea yo quien deba explorar sus labios.
La lámpara de gas parpadeó, llameó vivamente.
No podía creer lo que acababa de decir y que seguía, sonando en su oídos.
Él entrecerró los ojos, como si tampoco pudiera creer lo que había oído.
Un repentino crujido de madera rasgó el silencio. ______ desvió la mirada de los ojos turquesas hacia un bo¬tón de marfil. Él rodeó el escritorio con pasos silenciosos mientras ella continuaba mirando fijamente el lugar en don¬de, si no fuera por aquel arrebato suyo, él seguiría sentado.
Joe se colocó delante de ella, bloqueando la luz de la lámpara. ______ podía sentir el roce de sus panta¬lones marrones de gamuza contra el vestido de terciopelo gris oscuro que cubría sus rodillas.
La tela que cubría su entrepierna estaba abultada, como si estuviese estirada sobre algo muy grande y muy duro.
______ echó la cabeza hacia atrás. La luz que resplandecía detrás del Jeque Bastardo delineaba su cabello como si tuviera un halo de oro brillante sobre su cabeza. Lucifer momentos antes de la caída.
—Estoy a su disposición, taliba.
Campanas de alarma chocaron y repicaron dentro de su cabeza.
Jamás había visto a un hombre y quería verlo.
Jamás había besado a un hombre y también quería besarlo.
—Usted prometió que no me tocaría. —Casi no po¬día reconocer su propia voz.
—En esta sala, sí.
Su voz era perfectamente reconocible.
______ recordó el pánico que había sentido sólo unas horas antes, frente a un hombre que había amena¬zado con matarla con un revólver. También se acordó del miedo que había pasado cuando atravesaba las calles de Londres, tropezando a cada instante con las farolas. Re¬memoró igualmente el temor que había sentido desafian¬do a su esposo después de que hubiera llamado al comi¬sario porque ella le había causado una molestia.
No quería morir sin tocar alguna vez a alguien que no fuera a sí misma.
Empujando hacia atrás la silla de piel, se levantó.
Su cabeza le llegaba al hombro de Joe. Estaba de¬masiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo y casi el latido de su corazón.
—Usted... usted es demasiado alto.
Inmediatamente él se apoyó en el borde del escritorio.
Sus ojos alcanzaron casi la misma altura que los de ella y su mirada permaneció imperturbable. Sus rodillas estaban abiertas de modo que Elizabeth podía dar un paso y ponerse entre ellas... si se atrevía.
Se atrevió.
El espacio entre sus piernas emanaba calor. ______ observó su boca, agradecida de tener una excusa para escapar a la intensidad de sus ojos.
Jamás había examinado los labios de un hombre. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que se asemeja¬ban a una obra maestra de escultura, como si estuvieran cincelados en la carne, el labio superior marcado y peque¬ño, el inferior más carnoso y suave. Lentamente y vacilan¬do, extendió un dedo y rozó el labio inferior, sensualmente redondeado.
Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo.
Joe echó la cabeza hacia atrás. Rápidamente, ella retiró su mano.
—Lo siento. Lo siento mucho. No quería...
—No me ha lastimado, taliba. —Su aliento olía a café y a azúcar, olores familiares, calientes, exóticos, como él mismo. Un mechón de cabello rubio como el trigo cayó sobre su frente—. Los labios de un hombre son tan sensi¬bles como los de una mujer.
—Pero si son tan sensibles —intentó que su respi¬ración fuese regular, pero no lo logró—, ¿cómo pueden dos personas soportar sus besos mutuos?
Su rostro oscuro se tranquilizó. El halo dorado que iluminaba su cabello ardía y menguaba de manera alterna¬tiva.
—Su esposo jamás la ha besado —dijo sin inflexión en su voz.
______ se mordió el labio inferior, intentando mantener la relación con su marido en secreto.
¿Qué pensaría el Jeque Bastardo si supiera que Edward nunca había tenido ni el más mínimo deseo de be¬sarla?
Ni vals, ni sexo, ni besos. Ni unión.
—La verdad, señora Petre.
Ya no sabía lo que era la verdad.
Alzó su barbilla.
—Lo hizo una vez. Me besó cuando el pastor nos declaró marido y mujer.
La burla que esperaba no llegó.
—Pase la lengua por los labios.
-¿Qué?
—El propósito de un beso es el mismo que el del coi¬to, provocar humedad para que los labios se muevan con ma¬yor fluidez sin irritarse, así como las caricias del hombre es¬timulan la humedad en la vulva de una mujer para que su miembro pueda entrar y salir más fácilmente de su cuerpo.
______ no había estado húmeda cuando Edward había ido a su cama.
Las largas y oscuras pestañas del Jeque Bastardo se agrupaban en gruesos picos. Ella se concentró en eso en lu¬gar de pensar en el húmedo calor que se estaba acumu¬lando entre sus muslos.
— ¿Es doloroso para un hombre que una mujer no esté... húmeda?
—Sí, aunque tal vez no sea tan doloroso para el hom¬bre como para la mujer. Una v@$*%a puede dañarse fácil¬mente, como un pedazo de fruta madura. Se debe tener cui¬dado al poseerla, acariciarla...
Instintivamente, ______ se pasó la lengua por los labios con su saliva caliente y fluida.
Los ojos de Joe brillaban de satisfacción.
—Ahora, toqúese los labios... pase su dedo por en¬cima de ellos... con suavidad.
Los labios de ______ estaban húmedos y brillantes; los delicados tejidos dentro de su boca latían al ritmo del pulso que palpitaba en la yema de su dedo. Le miró fijamente a los ojos, azules o verdes; cuanto más miraba en su interior, mejor podía distinguir diminutas chispas de dis¬tintos colores.
—Pásese la lengua por el dedo.
Le obedeció sin vacilar. —Ahora toque mis labios.
Lenta, muy lentamente, volvió a extender su dedo. Esta vez la sensación fue menos eléctrica, más sensual, como si tocara seda mojada. El calor subió a la superficie, esti¬mulado por la tersura escurridiza de su dedo.
—Su labio superior no es tan sensible como el inferior. —Su voz era apagada—. ¿Sucede lo mismo en todos los hombres?
—Tal vez. —Su voz sonó caliente y húmeda, abrasando todo su dedo.
Alzó su mano izquierda y tocó su propio labio su¬perior mientras tocaba el de él, deslizando y acariciando los bordes, las comisuras. El labio de Joe tembló, el de ella también, tan sensibles. Jamás había pensado que los labios podían ser tan sensibles.
Con curiosidad, intentando controlar la respiración, exploró el borde interno de la boca de él. Nunca había sen¬tido algo tan suave o terso. Al mismo tiempo, examinó el borde interior de su propia boca, perdida en la sensación, la textura de las pieles, el calor espinoso que recorría sus labios y las yemas de sus...
Un calor mojado brotó de repente entre sus piernas y con la punta de su dedo rozó la lengua de él.
Retiró la mano con fuerza. Dios mío, ¿qué estaba haciendo?
— ¿Hombres y mujeres besan del mismo modo? —preguntó bruscamente, cerrando sus manos y ponién¬dolas a ambos lados de su cuerpo. Él había prometido no tocarla; tal vez él debiera haber exigido lo mismo de ______—. Quiero decir... ¿existen cosas que un hombre puede hacer y una mujer no y viceversa?
—Ésa es la belleza del sexo, señora Petre. Un hom¬bre y una mujer son libres de hacer cualquier cosa que le dé placer al otro.
Sus labios brillaban con la saliva; parecían hincha¬dos, como si ______ los hubiera lastimado. Eva maltra¬tando el fruto prohibido.
______ dio un paso atrás y tropezó con la silla de cuero, que salió disparada hacia atrás.
Mortificada, cogió rápidamente sus guantes y su bolso, que se habían caído en la alfombra.
—Por favor, discúlpeme. Parece que hoy estoy es¬pecialmente torpe. Debería volver a casa...
La sombra del Jeque Bastardo se proyectó tras ella. Algo tocó la parte de atrás de sus piernas... la silla.
—Siéntese, señora Petre.
______ se sentó, un ruido opaco y sin gracia sonó por el efecto del roce del cuero y su polisón.
Como si no hubiera sucedido nada indecoroso, Joe volvió a su posición detrás del escritorio de caoba.
—El jeque describe cuarenta posturas favorables al acto del coito.
—Sí. —Podía sentir los latidos de su corazón... en sus labios, entre sus piernas, en sus pezones.
— ¿Ha tomado usted notas?
—No. —Había estado demasiado ocupada leyendo y palpitando de deseo.
Joe abrió el cajón superior del escritorio y sacó la pluma de oro. No tuvo más opción que cogerla... y re¬cordar cómo había comparado su propia pluma con la de él. Y cómo había deseado aquel pequeño consuelo.
El Jeque Bastardo empujó un grueso montón de papel blanco sobre el escritorio, reluciente como un espejo, junto con el tintero de bronce.
—Tome notas, señora Petre.
En otro momento se hubiera ofendido ante aquella orden; ahora estaba agradecida de tener otra cosa en la que ocuparse que no fueran los latidos de deseo que recorrían todo su cuerpo.
—A menos que uno tenga afición por la acrobacia, sólo hay seis posturas que un hombre y una mujer pueden emplear. Una mujer puede acostarse sobre su espalda con sus piernas levantadas a varios niveles o no; puede acos¬tarse de lado; puede acostarse sobre el estómago o arrodi¬llarse con las nalgas en alto...
Nalgas en alto... como los animales.
—Ella puede estar de pie; puede sentarse, y si se sienta, el hombre puede acostarse de espalda o sentarse también.
Vientre con vientre, boca con boca.
Apretó la gruesa pluma de oro entre sus dedos y mi¬ró hacia la tinta negra que se deslizaba por el blanco papel.
— ¿Cuál es la posición más cómoda para un hom¬bre?
—Si un hombre está cansado, preferirá acostarse sobre su espalda y dejar que la mujer monte sobre sus ca¬deras.
Rekeud el air, «la carrera del miembro», como si el hombre fuera un corcel.
Intentó imaginar a Edward recostado mientras ella montaba sobre él... y no pudo.
— ¿Ha poseído usted a una mujer en todas las pos¬turas, lord Safyre?
—Las cuarenta, señora Petre.
Las cuarenta vibraron en las profundidades de su cuer¬po. Como si tuviera vida propia, la punta de metal garaba¬teaba una línea oscura de palabras sobre el papel.
— ¿Cuál es su posición favorita?
Un súbito suspiro se oyó por encima del latido del corazón de ______. No sabía si provenía de él... o de ella.
—Soy partidario de varias. —La voz del Jeque Bas¬tardo se volvió más profunda—. Mis posturas favoritas son aquellas en las cuales puedo tocar los pechos y la vulva de una mujer. ,
Besando. Chupando. Lamiendo. Tocando. Poseyendo. — ¿Y la que menos le gusta?
—Aquella que no satisfaga a la mujer. ______ alzó la cabeza súbitamente.
—¿Por qué no habría de quedar satisfecha una mu¬jer con usted?
El Jeque Bastardo echó la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en el techo, como si no pudiera soportar verla. Por qué no habría de quedar satisfecha una mujer con us¬ted resonó dentro de su cabeza.
______ enderezó la espalda sin la ayuda del cor¬sé. ¡Qué mujer tonta e impúdica debía considerarla él!
—Tal vez la penetre demasiado profundamente. —Las duras palabras iban dirigidas al techo—. O tal vez no la embista con suficiente profundidad. Una mujer que no está acostumbrada al juego sexual o que se ha abstenido durante algún tiempo sentirá dolor si alzo sus piernas so¬bre mis hombros.
______ se olvidó de tomar notas. Se olvidó de que él era un bastardo y ella la esposa del ministro de Econo¬mía y Hacienda. Se olvidó de todo excepto del hecho de que él era un hombre que estaba compartiendo con ella sus reflexiones más íntimas.
Bajó la cabeza. En su rostro se formó una composi¬ción de luces y sombras.
—Por otro lado, una mujer que ha dado a luz a dos hijos requerirá una mayor penetración para lograr el climax. Sentirá placer cuando presione y empuje contra su vientre, golpeando para entrar. No le importará que yo sea un bastardo árabe. Sólo alcanzará verdadera satisfacción bajo mis caricias.
______ había dado a luz a dos hijos.
Evidentemente, el humo de la madera y los gases de la lámpara le habían nublado la mente. Un hombre como él no tendría interés en una mujer como ella.
—¿Por qué se marchó de Arabia, lord Safyre?
Las nítidas facciones de su rostro se endurecieron
—Porque fui un cobarde, señora Petre.
______ había escuchado muchos rumores sobre el Jeque Bastardo; la cobardía no estaba entre ellos.
—No lo creo.
Él ignoró su resistencia a creerle.
—Usted no es una mujer cobarde. Usted no ha hui¬do del dolor de la traición. Usted está tomando el control de su vida. Yo no lo hice.
Un jeque bastardo no debía sentir tanto dolor.
—Usted tuvo el coraje de dejar Arabia y comenzar una nueva vida.
—No me fui de Arabia; mi padre me desterró.
______ jamás había visto tanto abatimiento en los ojos de un hombre.
—Lo más seguro es que usted no le entendiera bien.
—Le aseguro, señora Petre, que no hubo ningún malentendido.
— ¿Cómo lo sabe? ¿Alguna vez volvió...?
—Jamás volveré.
Pero lo deseaba. Lo podía ver en sus ojos, sentir có¬mo resonaba en su cuerpo.
—Usted no es un cobarde —repitió ella con firmeza.
Una sonrisa iluminó su rostro, borrando las som¬bras, llenándolo de luz.
—Tal vez no lo sea, señora Petre. Al menos, no en este momento.
— ¿Son hermosas las mujeres del harén?
—Yo solía creer que sí.
— ¿Cómo disfrutan ellas?
—Con lo que el hombre disfrute.
No podía ser. —¿Acaso no tienen preferencias personales?
—Como usted, señora Petre, su principal interés es satisfacer... a un hombre.
Daba la impresión de que la idea le resultaba intole¬rable. Si un hombre como el Jeque Bastardo no podía ser seducido por su propio deseo, ¿cómo podría tentar a su es¬poso alguna vez?
— ¿Acaso no es eso lo que quiere un hombre...? ¿Que una mujer anteponga el deseo masculino al suyo propio?
—Algunos hombres. A veces.
— ¿No es eso lo que usted desea?
—Le diré lo que deseo, taliba —dijo con voz ronca.
Ella había ido demasiado lejos.
—Ya me ha dicho lo que usted desea, lord Safyre. Una mujer, dijo usted.
—Una mujer caliente, húmeda, voluptuosa, que no tenga miedo a su sexualidad ni vergüenza de satisfacer sus necesidades.
Inclinándose, colocó la pluma de oro sobre la fría madera del escritorio... pero él la cogió de entre sus dedos. El Jeque Bastardo se echó hacia delante en la silla con la pluma estirada entre sus dos manos suavemente morenas, doce centímetros de oro puro.
______ volvió a enderezarse, pero fue demasia¬do tarde; sus ojos se encontraron con los de Joe.
—El jeque escribe acerca de seis movimientos que un nombre y una mujer practican durante el coito. El sex¬to movimiento se llama tachik el heub, «encerrar el amor», El jeque asegura que es el mejor para una mujer... pero es difícil de lograr. Un hombre debe embestir con su verga tan profundamente dentro del cuerpo de ella que el vello púbico de ambos queda enredado. Él no puede salir ni un centímetro, ni siquiera cuando la mujer lo agarra más fuerte que con un puño y sus testículos sufren por liberarse. El único miembro que puede introducir es su lengua, dentro y fuera de su boca, mientras aplasta su pelvis contra la de ella, dok, comprimiéndose repetidamente contra su clítoris hasta que ella alcanza el climax una y otra vez
De la misma forma que ella había apretado su pelvis contra el colchón.
Un líquido caliente humedeció sus muslos. Obser¬vó, fascinada, como él cerraba el puño con la mano iz¬quierda y deslizaba la pluma dentro de una envoltura for¬mada por sus dedos hasta que sólo sobresalía entre su piel oscura la punta dorada redondeada.
La vio examinándole; ______ sabía que él se había dado cuenta y, sin embargo, no podía mirar para otro lado.
—Al permitir que la mujer alcance el orgasmo —rotó la pluma de oro en círculos dentro de su puño—, pro¬picio que ella haga lo mismo conmigo.
— ¿Alguna vez ha realizado este... —sonaba como si hubiera subido las escaleras corriendo— sexto movi¬miento?
El grueso cilindro de oro se deslizó fuera de sus de¬dos, lentamente, centímetro a centímetro, como si la vagi¬na de la mujer estuviera luchando por atraerlo nuevamente a su interior.
______ apretó sus muslos con fuerza, sintiendo esa atracción en lo más íntimo de su propia carne.
— ¿Alguna vez ha visto a un hombre, señora Petre?
______ apartó su mirada bruscamente del imán de la pluma de oro; sus ojos estaban esperando a los de ella, calientes, brillantes, sabiendo exactamente lo que estaba haciéndola sentir.
—No.
— ¿Le gustaría hacerlo?
El oxígeno del salón no fue suficiente para llenar sus pulmones.
¿Cuál era exactamente su pregunta?
¿Le gustaría ver a un hombre? ¿O le gustaría verlo a él?
______ se pasó la lengua por los labios; él también se dio cuenta de eso.
—Sí, lord Safyre, me gustaría ver a un hombre.
Joe se puso de pie.
La mirada de ______ se posó en el centro de sus muslos. Los pantalones de gamuza marrón se habían ahue¬cado, como si dentro se hubiera erigido una carpa de circo.
Se acercó un poco más...
—Es hora de marcharse, señora Petre.
______ recordó el desaire del baile de los Whitfield, y se preguntó si él habría notado un pinchazo de dolor por aquel rechazo tal y como ella lo sentía ahora.
Sintió que la vergüenza la consumía. Él había com¬partido con ella sus conocimientos y ella lo había recha¬zado.
Enderezó los hombros y se levantó, apretando los papeles, su bolso y sus guantes.
—Espero que pueda disculpar mi conducta en el bai¬le, lord Safyre.
Sus disculpas fueron recibidas con frialdad.
— ¿De qué conducta habla, señora Petre?
—No quise... —Sí, su intención había sido desairar¬lo. Había visto la desaprobación en la mirada de su madre y había actuado automáticamente para evitarla—. Le dejé plantado.
— ¿Bailaría de nuevo conmigo?
Bailar con un bastardo. Sus pechos contra su pecho, sus muslos contra sus muslos, girando y dando vueltas, inmune a los buenos modales y a las realidades feas y odiosas. El era un hombre que no pertenecía ni a Oriente ni a Occidente; ella era la esposa de un hombre que prefería la cama de su amante a la de ella.
Sería un honor.
Una sonrisa torció su boca. Me pregunto, señora Petre, ¿dónde está su esposo?
Su columna se puso rígida.
—En casa —mintió. O tal vez no—. En su cama.
En donde debería estar ella.
— ¿Está segura, señora Petre?
—Usted me ha mentido, lord Safyre —repuso ella—.
Usted sabe quién es su amante.
—Yo no he mentido, taliba. No lo sé. Simplemente quería comprobar si usted lo sabía.
—Usted no cree que yo sea capaz de seducir a mi es¬poso, ¿no es cierto?
Por fin. Lo había dicho.
—No lo sé.
______ alzó la cabeza. No lo sé era mejor que no.
— ¿Tal vez usted subestime sus habilidades como tutor?
—Tal vez usted subestime a su esposo.
Todo el deseo contenido explotó en furiosa frus¬tración.
—Esto no es un juego, lord Safyre. Usted me ha di¬cho que aunque lo llamen bastardo o infiel usted sigue sien¬do un hombre. Pues yo soy una mujer y mis opciones son pocas. Debo hacer que mi matrimonio funcione porque es todo lo que tengo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Odiaba las lágrimas. Durante treinta y tres años ha¬bían sido su única forma de protesta, ahogando su soledad en una almohada.
—Váyase a casa, señora Petre. —Sus ojos turquesas eran inescrutables—. Tiene ojeras. Duerma un poco. Ma¬ñana discutiremos los capítulos siete y ocho.
—Está bien.
El papel no era suyo. Lo colocó casi sin darse cuen¬ta sobre el escritorio y se dio la vuelta, procurando no tirar la silla e intentando ocultar las emociones que parecían apoyarse frágilmente sobre sus hombros.
—Señora Petre.
Por un instante, ______ pensó en abrir la puerta, salir y volver a ser la persona segura y libre de culpa que había sido la semana anterior. No tenía valor, estaba de¬sesperada.
—¿Qué?
—Regla número cinco. Toqúese el cuerpo y en¬cuentre los lugares más sensibles. Acuéstese sobre su es¬palda, doble sus rodillas y practique las mismas rotaciones que practicó contra el colchón.
— ¿Aprenderé con ello a darle placer a mi marido, lord Safyre? —preguntó con dureza.
—Aprenderá a darle placer a un hombre, señora Petre.
¿Por qué separaba a los dos como si Edward no fue¬ra un hombre?
¿O como si no creyera que ______ fuera capaz de satisfacer a su esposo... alguna vez?
—Muy bien.
—Ma'a e-salemma, taliba.
—Ma'a e-salemma, lord Safyre.
______ abrió la puerta y se encontró de frente con el mayordomo árabe.
Lemoine
Lemoine


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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Mar 29 Ene 2013, 12:49 pm

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CAPITULO 10




La cabeza de Muhamed sobresalía por encima del cabello color caoba de ______. Una capucha negra ensombrecía su rostro.
Todos los músculos del cuerpo de Joe se tensaron, preparándose... para arrastrar a ______ al interior y terminar lo que habían comenzando... para protegerla del hombre que ella creía árabe.
Su miembro hinchado palpitaba a un ritmo doloroso dentro de sus pantalones. Ella había deseado verle. Él había deseado mostrarle... Él aún deseaba mostrarle... cómo era, cómo podía darle placer, cómo tomar su miembro en su boca para alcanzar ambos el goce máximo.
Mirando fijamente hacia Joe, Muhamed inclinó la cabeza en una pequeña reverencia
—Sabah el kheer.
—Sabah el kheer, Muhamed —respondió ______.
La respuesta era incorrecta, pero su pronunciación fue impecable. La imperturbabilidad de Muhamed se transformó en sorpresa. Se apartó a un lado para dejarla pasar.
—Gracias. —______ asintió con la cabeza mientras reflejos rojizos resplandecían en la trenza de su cabello, que formaba un grueso rodete—. Ma'a e-salemma.
Un intenso orgullo se apoderó de Joseph. ______ era realmente una mujer meritoria.
Joe observó cómo Muhamed seguía a ______ con la mirada mientras se retiraba. Sabía el momento exacto en que ella salía de su casa; el hombre de Cornualles se dio la vuelta con un remolino de lana negra mezclado con el thobs blanco que llevaba bajo su capa.
—Ibn.
Joe no se dejó engañar por la reverencia de Muhamed. Esperó a que el hombre de Cornualles diera un paso hacia delante y cerrara la puerta de la biblioteca.
— ¿Estabas espiándonos, Muhamed?
—No necesito espiarte, Ibn. Podía oler tu deseo a través de la puerta.
Joe reprimió como un relámpago una réplica fulminante. No sabía que
un eunuco tenía el sentido del ol¬fato tan agudo. En cambio, dijo:
—No toleraré tu intromisión.
—El jeque me ordena que te vigile.
—Ya no eres su esclavo —qué furiosa se había pues¬to ______ cuando se había dirigido a ella por su nombre delante de la joven criada—. Sé de buena fuente que los in¬gleses no aprueban la esclavitud.
—Una muchacha murió, Ibn, porque no pudiste re¬sistir el haraam, lo que está prohibido.
La concubina que había arrebatado la virginidad a Joe cuando él tenía doce años.
El ardiente deseo se convirtió en gélida furia, su cortesía inglesa en salvajismo árabe. Muhamed tenía que comprender de una vez por todas lo importante que era ______ Petre para él. Sólo se le ocurría una manera de convencerlo.
—Has estado conmigo veintiséis años, Muhamed.
Aprecio tu lealtad y tu amistad. Pero te mataré si alguna haces daño a la señora Petre. Y según el método árabe, muy, muy lentamente.
—Nunca lastimaría a una mujer —dijo Muhamed rí¬gidamente. Apartó su mirada de Joe y la fijó sobre la pared de detrás de él.
Joe se relajó.
—Bien.
—No seré yo quien le haga daño.
El temor aceleró la sangre de Joe.
Edward Petre.
¿Acaso la pegaba? ¿Estaba al tanto de las clases?
—Explícate.
—El marido acudió al Club de las Cien Guineas.
Las aletas de la nariz de Joe se dilataron de sorpresa. El Club de las Cien Guineas era célebre por obligar a sus miembros homosexuales a asumir un rol fe¬menino.
— ¿Sigue allí?
El rostro envuelto en sombras de Muhamed mos¬traba su aversión.
—No. Salió del club con un hombre vestido de mujer.
La mujer con la que supuestamente lo habían visto. Sólo que no era una mujer. —Los has seguido.
A una tienda vacía de Oxford Street. — ¿Quién era el hombre? —No puedo decirlo. No dijo: No lo sé.
— ¿No lo has reconocido? —preguntó bruscamente Joe.
Me has pedido pruebas, Ibn, y la única que tengo son mis propios ojos.
—Nunca me has mentido, Muhamed. Tu palabra es prueba suficiente.
—No, Ibn, no lo es. No en esto; no me creerás. Te llevaré a la tienda y lo verás por ti mismo.
Joe presintió un peligro inminente que hizo que sus sentidos se aguzaran como no lo habían hecho nueve años antes. ¿Quién era el amante de Petre para que el hombre de Cornualles se negara a revelarlo por temor a no ser creído?
Nada podía escandalizar a Joe, ni el sexo, ni la muerte. A no ser que...
—______ estaba aquí, conmigo.
Ela'na, maldita sea, parecía a la defensiva. ______ no era responsable de los actos de su marido. Ni conocía los juegos sexuales que se practicaban en un infierno como el Club de las Cien Guineas.
Muhamed continuó mirando fijamente a la pared con su rostro impasible.
Joe dirigió la mirada al escritorio, hacia la pluma de oro que momentos antes había aferrado entre sus dedos como si fuera su miembro, y el hueco de su mano, la va¬gina de ______.
El blanco papel se agitaba en el borde de la mesa de caoba, surcado por la tinta negra.
Inclinándose, lo cogió.
—El kebachi, nalgas levantadas, como los animales —leyó—. Dok el arz, vientre con vientre, boca con boca. Rekeud el aír, montar un corcel.
Eran las notas de ______, las palabras que había escrito mientras él recitaba las seis posturas más importantes para el coito. No eran las palabras que él había usado, ni siquiera las posiciones básicas que él había mencionado. Ella había enumerado formas alternativas... y lo había hecho con sus nombres árabes.
O había memorizado el capítulo seis por completo o aquellas eran las posturas que más la excitaban. Ser poseída desde atrás mientras estaba arrodillada apoyada sobre sus manos; sentarse sobre las rodillas de un hombre con las piernas alrededor de su cintura; montar sobre la entrepierna de un hombre mientras él se acostaba sobre su espalda con las piernas en alto.
Los testículos de Joe se endurecieron. Se ima¬ginó poseyendo a ______ mientras ella se ponía de ro¬dillas; dejando que ella se sentara sobre él mientras estaba recostado; dok el arz, ambos gozando, ambos golpeando, sentados uno frente al otro, vientre con vientre, boca con boca.
Podía apostar que su única experiencia había sido la primera posición, una que no se había molestado en regis¬trar, la de una mujer pasivamente echada sobre su espalda cumpliendo con su deber.
La última frase garabateada atrajo su atención. Joe la miró con detenimiento, subyugado. El pulso en las puntas de sus dedos martilleaba contra el papel.
Cuarenta maneras de amar—lebeuss el djoureb—por favor, Dios, déjame amar aunque sea una vez.
Un dolor agudo le atravesó el pecho. Había gozado en las cuarenta posturas, y ninguna de ellas había sido con¬siderada por ninguna mujer un acto de amor.
Se pasó la lengua por los labios, ______ Petre, una mujer de treinta y tres años que había dado a luz a dos hi¬jos pero jamás había sido besada apasionadamente.
Ella lo había tocado. Había chupado su dedo y explorado sus labios con el asombro inocente de una mujer empeñada en el descubrimiento sexual.
Lebeuss el djoureb.
Podría darle aquello. Podría apartar sus piernas, acariciar su vulva y su clítoris hasta que cada vez que deslizara y metiera su p*@e dentro de ella, sintiera tanta humedad que ella se abriera tomándolo todo, su lengua y su verga, su éxtasis, su orgullo inglés y su sexualidad árabe.
Joe estiró la mano y abrió el cajón superior del escritorio, dejando el papel dentro con cuidado y sobre és¬te la pluma de oro.
______ no había comprendido cuando, en la pis¬ta de baile, él le recordó la historia de Dorerame y el rey Le había dicho que la liberaría de su esposo. Ahora era el momento de actuar.
— Yalla nimshee —le dijo bruscamente a Muhamed—. Vamos.
Un carruaje ligero esperaba fuera en el amanecer gris; un cálido vaho salía del caballo, como una bruma pálida y plateada. El pequeño calesín crujió, primero al subir Joe, y luego cuando Muhamed le siguió, recogiendo há¬bilmente su amplia capa negra y su ropa árabe.
Sin hacer comentarios, Joe permitió que Muhamed tomara las riendas. El hombre de Cornualles silbó una vez y dio una orden suave y aguda para que el caba¬llo comenzara a moverse. Joe se preparó para el tirón del carruaje.
El aire frío y húmedo mojaba su cara. El rítmico trote de los cascos del caballo y el rechinar de las rue¬das del vehículo resonaban en toda la calle. Por encima de los altos edificios, una luz rosada comenzaba a teñir el cielo.
No le hizo más preguntas a Muhamed. No había nin¬guna necesidad. Joseph vería enseguida quién era el que había empujado a ______ hacia él sin proponérselo.
Ella tenía ojeras.
¿Qué la había mantenido despierta? ¿Su vida social? ¿Su matrimonio? ¿El jardín perfumado?
¿En quién había estado pensando cuando frotaba su pelvis contra el colchón... en Edward Petre... o en él?
El calesín se tambaleó al doblar una esquina.
A aquella altura, tan lejos de Regent Street, Oxford Street dejaba de ser respetable. Las calles angostas y los edificios estaban abandonados. Joe pudo ver la sombra oscura de un hombre con una prostituta en un portal. En la esquina, un vendedor ambulante tiraba de su carrito, dirigiéndose a un barrio más rico.
—Ibn. Estamos acercándonos a la tienda.
Joe se bajó el sombrero, cubriendo sus orejas, v se puso una bufanda de lana oscura alrededor del cuello.
Muhamed chasqueó suavemente la lengua, detuvo el caballo y señaló:
—Es allí.
A primera vista el edificio parecía igual que las de¬más pequeñas tiendas de ladrillo. Gradualmente, pudo ver que la fachada era más oscura que las de su alrededor... las ventanas habían sido cegadas. Encima de la tienda brillaba un tenue rayo de luz... había una habitación encima del lo¬cal. Y alguien estaba dentro de ella.
Joe se apeó suavemente del calesín sobre la calle empedrada; la madera crujió, el caballo dio un paso atrás nerviosamente. Joe lo tranquilizó de forma distraída y luego continuó avanzando mientras sus pasos resonaban en las primeras luces del alba.
La puerta de la tienda estaba cerrada con tablas y la madera cubierta con papeles... no se podía entrar por allí. Otra puerta lateral llevaba sin duda a la habitación. Estaba cerrada con llave.
Frustrado, volvió a mirar la pálida luz que salía de la ventana, a sólo cuatro metros de altura. Tendría que espe¬rar hasta que Petre y su amante bajaran.
Miró a su alrededor buscando un lugar donde es¬conderse, ocultándose en el hueco de la entrada. Se cubrió nariz con la bufanda de lana para evitar los olores de orina, ginebra y basura podrida. El rítmico trote de un caballo solitario y el rechinido de las ruedas anunciaron la llegada de un carruaje ligero coche de alquiler se detuvo frente a la tienda cerrada, a sólo seis metros de donde se ocultaba Joe. La lámpa¬ra lateral del carruaje emitía un círculo de luz amarilla, de¬jando entrever el lomo hundido de un jamelgo negro y blan¬co. El cochero, con un bombín que le cubría parte de los ojos, permaneció sentado mirando al frente.
La puerta cerrada que conducía a la habitación de arriba se abrió. Un hombre salió, pero su perfil le resultó irreconocible. Un típico caballero vestido con una chaqueta clásica y un sombrero de copa. Su aliento se condensó en el gris aire frío.
Sin darse cuenta de que estaba siendo observado, el hombre se dio la vuelta y cerró la puerta con tranquilidad. Joe se volvió a meter en el portal, con sus músculos ten¬sos, a la espera, ela'na, maldita sea, no era posible estar tan cerca y ser incapaz de identificar a alguien... ¿era Edward Petre o el hombre que Muhamed se negaba a nombrar?
Un hombre y un niño, arropados contra el frío, pa¬saron apurados al lado de Joe con su cabezas inclina¬das para conseguir darse algo de calor y quizás para evi¬tar ser ellos mismos testigos involuntarios. El sonido de pasos apagados alertó a Joe de que su presa estaba ca¬minando hacia el carruaje. Se inclinó hacia delante, tratan¬do de ver algo por detrás del ladrillo.
La lámpara lateral del coche iluminó al hombre con su luz amarillenta cuando abrió la puerta del carruaje, mien¬tras se quitaba el sombrero de copa antes de entrar.
El color de su cabello le resultó vagamente fami¬liar, pero no era negro... debía ser el amante de Petre.
Como si percibiera que estaba siendo observado, el hombre se volvió con un bastón con mango de oro apretado en su mano. La luz de la lámpara del carruaje deli¬neó sus facciones con claridad.

*****

______ cerró la mano sobre el pomo de la puerta que conectaba la habitación de Edward con la suya.
¿Estaría en casa?
No. Podía sentir el vacío filtrándose por debajo de la puerta, como si la soledad fuera aire, invisible pero no por ello menos tangible.
La lengua de una mujer es como un pezón, puede mordisquearse y chuparse. Su boca es como la vulva, para ser lamida y penetrada. ¿Alguna vez ha tenido la lengua de un hombre en su boca?
¿Pondría Edward su lengua en la boca de su aman¬te? ¿Lo estaba haciendo en aquel momento?
¿Le pondría él la lengua dentro de su boca cuando lo sedujera?
Cerró los ojos y se apoyó en la puerta, invadida por una incomprensible ola de rechazo. La negrura tras sus pár¬pados se volvió marrón, un bulto de gamuza extendido apretadamente sobre la carne masculina.
Dios mío, no sabía qué le estaba sucediendo. ¿Qué habría hecho si el Jeque Bastardo se hubiera desabrochado la parte delantera de los pantalones?
Y luego, contrariamente, se preguntó si sería más grande que la pluma de oro. ¿Más largo? ¿Más grueso?
Él había dicho que una mujer inexperta ante las formas del amor o una que había pasado por una larga abs¬tinencia necesitaba una penetración poco profunda. Mien¬tras que una mujer que había dado a luz a dos niños pre¬cisaría toda la longitud del hombre dentro de ella para conseguir mayor satisfacción.
Los músculos del estómago de ______ se contra¬jeron al pensar en sus pálidas piernas alzadas sobre los hombros morenos y musculosos del Jeque Bastardo.
Sus párpados se abrieron de golpe. Edward era su esposo; el Jeque Bastardo era su tutor. Debería estar imaginando sus piernas alzadas sobre los hombros de su esposo.
Enderezándose, observó fijamente el tenue brillo de su lamparita de noche.
El Jeque Bastardo se había dado cuenta de sus ojeras
Un ridículo sentimiento de gratitud la embargó. Le siguió el disgusto. Tenía que estar realmente desesperada por un poco de atención si sentía agradecimiento hacia un hombre que se percataba de sus ojeras.
De manera impulsiva, cruzó la gruesa alfombra y aumentó la llama en la lámpara de gas lo más intensamente que pudo. Luces y sombras atravesaron aquella habita¬ción familiar, devolviendo el color azul a la alfombra os¬curecida por el alba y dibujando con claridad los contor¬nos rectangulares del escritorio de roble y de su espejo ovalado.
Después de guardar los guantes y sacar del bolso El jardín perfumado, que llevaba religiosamente a todas las lecciones —como si la biblioteca del Jeque Bastardo fuera realmente una escuela y el libro de erotismo, un manual—, colgó la capa y el sombrero, luego se quitó el pequeño re¬loj de plata y lo metió en un cajón en el fondo del arma¬rio. Se desabrochó el corpiño de terciopelo del vestido y lo colgó también en el armario. Aliviada, se despojó del pesado polisón.
Un fugaz vistazo a su pálido cuerpo atrajo su aten¬ción, se volvió y contempló a la mujer reflejada en el espe¬jo. Estaba vestida con una sencilla camisola blanca y ena¬guas. Su piel era casi del mismo color que sus prendas íntimas.
Usted tiene un cuerpo bien proporcionado... Debe sentirse orgullosa de él...
Con la mirada fija, ______ desató la primera ena¬gua, que se deslizó sobre sus caderas contorneadas y ca¬yó alrededor de sus pies. Le siguieron las otras dos. ______ alzó los brazos; la mujer del espejo también alzó los brazos, y luego quedó oculta por la tela blanca antes de volver a aparecer de nuevo sin la camisola, vestida sólo con calzones, medias y zapatos.
Sus pechos eran pálidos globos de color alabastro, henchidos y plenos. Los pezones estaban oscuros, apretados.
De manera atrevida, ______ se desató los sencillos calzones blancos y deslizó sus manos dentro del algodón entibiado por el cuerpo. Inclinándose, desenganchó las me¬dias que llegaban a los muslos y las bajó junto a los calzo¬nes Resistiendo el instinto de no mirar y apartarse, se en¬derezó y examinó el cuerpo desnudo en el espejo.
Su cintura estaba apenas ensanchada después de los dos embarazos; sus caderas se habían redondeado de ma¬nera proporcionada El triángulo de vello en el centro de sus muslos era de un rojo oscuro.
¿Había sido siempre tan... exuberante? ¿O era que la madurez había... realzado su cuerpo?
Las sombras delineaban su clavícula y dibujaban pe¬queños hoyuelos en sus rodillas. Alzó los brazos y pasó las manos por detrás para aflojar los prendedores de la tren¬za, sujeta en un rodete. Los pechos en el espejo se alzaron, sobresaliendo del cuerpo de la mujer.
Soltando las horquillas sobre la alfombra, ______ aflojó la trenza, usando ambas manos para sacudir el ca¬bello que, suavemente sedoso, se deslizó por su espalda, por sus hombros, por sus pechos, como un torrente de ruego color caoba derramándose sobre su cuerpo. Luego, deslizando ambas manos hacia su nuca alzó los brazos, sos¬tuvo su pelo en alto y hacia atrás para que cayera en cas¬cada sobre sus muñecas y sus codos mientras sus pechos se elevaban, hinchándose, realzándose.
______ miró fijamente a la mujer desnuda del espejo como si estuviese hechizada. Era... voluptuosa. Una mujer que había dado a luz y amamantado a dos niños. Una mujer digna de amor.
Pasó la lengua por sus labios, en los que destelló su pálida lengua rosada. Parecían más abultados que de costumbre. Para ser besados...
Toqúese...
Como si tuvieran vida propia, sus dedos se separa¬ron de su nuca, dejando caer la tibia cabellera de seda co¬lor caoba. Tímidamente, ahuecó las manos para sostener sus pechos; aquellas pequeñas manos femeninas que en el espejo actuaban en sintonía con los movimientos de ______.
La piel era suave, abultada, ligeramente húmeda en la parte inferior. ______ podía sentir el duro pinchazo de sus pezones en las palmas de sus manos.
¿Se endurecían los pezones de un hombre cuando una mujer los tocaba?
¿Realmente le gusta que una mujer mordisquee sus pezones?
Sí, señora Petre.
Un ardor líquido estalló en su vulva. Arrastró las manos por sus costillas, ahuecándolas en el contorno re¬dondeado de su estómago.
Todos deseamos que nos toquen...
Se tocó abiertamente, observándose mientras lo ha¬cía. Su cabello se enroscaba alrededor de la mano blanca del espejo; por debajo estaba la tibia y húmeda carne como labios humedecidos por la saliva.
Táchik el heub.
______ imaginó a un hombre embistiendo su cuer¬po tan profundamente que el vello púbico de ambos se en¬tremezclaba, caoba oscuro y dorado brillante. Labios fir¬mes y suaves cubrían los de ella; una lengua penetraba en su boca, colmándola, mientras que él llenaba su cuerpo con su miembro viril. Sus tiernos labios inferiores se hincha¬ron bajo la punta de sus dedos, como fruta madura, pidiendo ser tomada, acariciada...
El suave clic de una puerta que se cerraba sonó por encima del martilleo del corazón de ______ y la agita¬ción de su respiración.
Edward. Había vuelto a casa.
Se quedó inmóvil, con los dedos pegados a su piel, incapaz de moverse.
Tenía que haber visto que su luz estaba encendida.
Vendría a su habitación y la encontraría así, desnu¬da tocándose las partes íntimas, ardiente...
Un ruido sordo traspasó la puerta cerrada que se¬paraba sus aposentos; un hombre que se preparaba para irse a dormir, un hombre deslizándose dentro de la cama; un hombre dejando a una mujer sola.
El Jeque Bastardo había dicho que ella no era una mujer cobarde. Entonces, ¿por qué no cruzaba su cuarto y abría la puerta que la separaba de Edward?
¿Por qué no iba a su esposo, desnuda, y le mostraba que podía darle tanto placer como su amante?
Las lágrimas se derramaron por sus mejillas, lá¬grimas odiadas, lágrimas de cobarde. Cogió con furia el camisón de la cama y se lo metió por la cabeza. Eliminó rápidamente todos los signos de su debilidad, los prende¬dores, las ropas íntimas, los zapatos —había sentido tan¬ta urgencia por tocarse que ni siquiera se había quitado los zapatos—, apagó la lámpara de gas y se escondió bajo la colcha.
La voz del Jeque Bastardo la persiguió en sus sueños.
A una mujer que ha dado a luz a dos hijos... no le importará que yo sea un bastardo árabe. Sólo alcanzará ver¬dadera satisfacción bajo mis caricias...





Bueno aquí esta chicas, perdon por no subirlo ayer pero no me dio tiempo. Mas vale tarde que nunca ;) espero que lo allán disfrutado y pasen por mi otra nove. Las quiero!!!!
Lemoine
Lemoine


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Mensaje por Julieta♥ Miér 30 Ene 2013, 11:53 am

Me encanto el maratón q estofo el misterio de joe !!!!
Q es lo q le pasa a muhamed o como se escriba y por q joe la quiere proteger de el
Tengo muuuuchas dudas
Tienes q aclarármelas y rápido por favor
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Julieta♥ Vie 01 Feb 2013, 2:40 pm

Sube cap por favor
Quiero saber que pasa
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por mimi ..1D Vie 01 Feb 2013, 2:40 pm

mimi ..1D
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Mensaje por ElitzJb Vie 01 Feb 2013, 6:15 pm

oh dios mio q no sea lo q estoy pensando de edward El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 167695056
me encantan esas lecciones del jeque son muy instructivas :twisted:

xq lo desterraron de arabia quiero saber su historia
siguela por favor
Gracias x el Maraton estuvo demasiado bueno me fascino
ya quiero mas por favor siguela yaaaaaaaaaaaaaa
Amo tu nove es genial xD
saludos y espero q la sigas pronto
ElitzJb
ElitzJb


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Mensaje por aranzhitha Vie 01 Feb 2013, 7:52 pm

ja estoy segura que Edward es gay!!!
Pero quien es su amante???
Me encantan estas lecciines del jeque!!!
Gracias por el maraton!!
Siguela!!!
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Lemoine Vie 01 Feb 2013, 9:38 pm

Hi Girls!!
Tengo Buenas y Malas noticias... La mala es que no se si ya les había comentado que me mudo de ciudad, entonces me voy el domingo como a eso de las 2 de la tarde (Hora México) por lo que no estaré en el foro por un tiempito :( es una de las razones por la que no podre subir en un tiempo en mis novelas, a la casa que llego aún no tenemos el servicio ese de televisión por cable, teléfono e internet :¬¬: y no se hasta cuando se le de la gana a mis padres hacer el contrato, esa sería la mala.

La Buena es que soy muy considerada con ustedes mis niñas y decidí subirles de una TODA la nove, se que así se pierde la emoción de quedarte con la intriga de que va a pasar en el siguiente capítulo, pero la verdad es que no quiero dejarlas tanto tiempo sin saber la historia, vi un comentario de que la estaban leyendo en otra parte (O aquí, no me acuerdo) pero que no la siguieron y la verdad yo no quiero que se queden así. Así que mañana se las subo toda chicas espero que me entiendan please, pero es todo un show esto de la mudanza :¬¬: y sinceramente no se cuando vuelva a entrar al forin otra vez, solo espero que mis padres hagan el contrato lo más rápido posible en la otra casa.

Eso es todo lo que les quería decir mis niñas espero su comprensión y apoyo :P mañana estén al tanto de los caps ;) .

- Tany XOXOXOX
Lemoine
Lemoine


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Mensaje por aranzhitha Vie 01 Feb 2013, 9:48 pm

ok, no te preocupes nosotros entendemos :)
aranzhitha
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Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:53 am

CAPITULO 11





Los pezones de ______ estaban duros bajo el suave corpiño de terciopelo negro. Tan duros como la carne masculina que palpitaba contra el mus¬lo derecho de Joseph.
Él quería excitarla. Quería ligarla a él de manera tan férrea que jamás pensara en darle placer a otro hombre. Joe había planificado aquella clase con mucho cuidado pa¬ra lograr su objetivo.
— ¿Qué es más sensible, señora Petre, sus labios, sus pezones o su clítoris?
Durante un largo segundo ella sostuvo en el aire la taza de café cerca de sus labios mientras su nariz se desdi¬bujaba entre la nube de humo. Joe vio sorpresa en sus ojos color avellana; e inmediatamente, excitación,después sólo pudo apreciar el abanico de sus pestañas y la Porcelana azulada mientras ella inclinaba la taza y tomaron sorbo con parsimonia. Cuando volvió a dejar la taza sobre el plato, su rostro estaba sereno.
Estoy segura de que usted sabe cuáles son las partes más sensibles de una mujer.
—Pero yo no la conozco a usted, taliba —aún—. Cada mujer posee un cuerpo diferente. Algunas mujeres go¬zan con un tipo de caricias, otras no.
______ alzó la barbilla.
—Quizás, lord Safyre, algunas mujeres disfrutan siendo acariciadas... en cualquier parte.
Joe no quería que ella se conformara con cualquier caricia en cualquier sitio.
Quería que exigiera los derechos que le correspondían como mujer, plena y absoluta satisfacción.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que su esposo visitó su lecho?
El ruido estrepitoso de la taza al chocar contra el plato ahuyentó sus palabras. Los labios de ______ se endurecieron.
—Acordamos que no daría detalles sobre mi matrimonio.
¿Cómo pudo haber pensado que se quedaría impasible?
Sus labios lo revelaban todo, temblando sensiblemente, apretándose para reprimir sus emociones. Rabia, miedo, dolor. Pasión.
Los ojos de Joe se entrecerraron.
—Acordé no difamar a su esposo.
— ¿Cuánto tiempo hace desde que usted estuvo con una mujer, lord Safyre?
—Seis días.
—Una enorme cantidad de tiempo.
Su tono fue sarcástico. Pero los hechos eran indiscutibles. No había estado con una mujer desde que ella había intimidado a su criado para entrar en su casa.
—Sí, señora Petre, es mucho tiempo —dijo Joe intencionadamente—. Hasta ahora, el máximo tiempo que había estado sin una mujer había sido tres días. ¿Cuanto tiempo hace desde que usted copuló?
—Es suficiente con decir que hace más de seis días —replicó ella contenida. —
Joe pensó en Edward Petre. Pensó en el daño que había debido causarle en aquellos dieciséis años.
— ¿Más de seis meses? —la espoleó.
Ella concentró su mirada en la taza de café. Las sombras bajo sus ojos eran más oscuras que el día ante¬rior.
Otro punto en contra de Edward Petre.
Si ______ fuera su esposa, él la haría llegar al or¬gasmo tantas veces que caería rendida de sueño todas las noches.
Joseph endureció la voz.
—Usted me prometió no mentir. ¿Hace cuánto tiem¬po, señora Petre?
La mujer alzó la taza, sorbiendo, ocultando, inten¬tando mantener a raya la verdad: estaba casada con un hom¬bre que jamás le daría placer. Dejó con cuidado la taza en el plato y se la dio a Joe.
—Han sido más de seis meses, lord Safyre. Han si¬do más de seis años. ¿Puedo tomar un poco más de café?
Joe suspiró bruscamente.
Estaba preparado para escuchar aquella respuesta pero no para el torbellino de emociones que iba a desen¬cadenar.
Más de seis años. Ela'na. Maldita sea. Estaría más apretada que una virgen.
Una tensa furia se sobrepuso al punzante deseo de averiguar hasta que punto estaría apretada.
Furia contra Edward Petre. Furia contra ______. El la había utilizado. Ella lo había permitido. Joe no lo permitiría.
Hoy ella vería a un hombre. Muy pronto ella sentiría a un hombre.
Y ese hombre no sería Edward Petre.
Alzó la cafetera de plata, que descansaba junto a su codo derecho, y le sirvió más café. El humo caliente em¬pañó el aire entre ambos.
—En el capítulo ocho el jeque enumera varios nom¬bres para el órgano sexual de un hombre.
—Treinta y nueve. —Esperó a que él agregara el con¬sabido toque de agua fría para asentar el café molido antes de retirar su taza. Como si fuera habitual que una mujer admitiera que no se había acostado con su marido duran¬te más de seis años, balanceó el platillo y la taza sobre su falda—. Por cierto, una cantidad exagerada.
—Las ha contado.
—Creí que ésa era la idea.
La idea era que ella se familiarizara con las diferen¬tes etapas por las que pasaba un hombre al excitarse.
— ¿Cuáles son sus nombres preferidos?
______ alzó la barbilla.
—Es difícil de decir, lord Safyre. Tengo cierta pre¬ferencia por «el pichón»; sin embargo, «el cascabel», «el de un solo ojo» y «el expectorante» andan cerca.
Risa y lujuria. Joe podía sentir las dos emocio¬nes separadas enlazándose dentro de las profundidades de su cuerpo.
—No sea tan severa, señora Petre. Las traducciones inglesas de las palabras árabes no le hacen justicia ni a la cultura ni al lenguaje. Cuando un hombre eyacula, su miem¬bro se pliega y anida sobre sus testículos, de ahí el símil con el «pichón». Cuando una mujer está lubricada, existe una succión cuando el hombre la embiste de dentro hacia fuera de su cuerpo; si él fuera a salir de ella, crearía un sonido de «cascabel». «El de un solo ojo» es bastante evidente-En cuanto «al expectorante», se llama así porque el hom¬bre segrega humedad cuando es excitado, lo mismo que la mujer.
Ella miró hacia abajo, como si pudiera ver a través del escritorio para comprobar por sí misma si lo que decía era cierto.
— ¿Todos los hombres... segregan líquido... antes de eyacular?
Una aureola de calor húmedo penetró en los pan¬talones de Joe allí donde la corona de su miembro se tensaba contra la tela negra.
—Sí.
Su mirada se dirigió del escritorio hacia arriba, se po¬só fuera de peligro sobre la taza situada frente a Joe.
— ¿Cuánto?
—Lo suficiente como para lubricar los labios me¬nores de la mujer para que pueda deslizarse entre ellos. —Joe mojó su largo dedo en el café y lo hizo girar alrededor de la taza—. Lo suficiente para mojar sus dedos, poder acariciar su clítoris y que ella alcance el climax.
______ desvió la mirada de su taza y se encontró con la de él.
— ¿Qué términos árabes prefiere usted, lord Safyre?
El miembro de Joe se endureció. Se movió en la silla, estirando las piernas para estar más cómodo.
—Keur... kamera... zeub.
—Miembro viril, p*@e y verga —tradujo ella suave¬mente.
Joe bajó las pestañas, velando sus ojos.
—Usted tiene una memoria extraordinaria, señora Petre.
Ella no apartó la mirada.
He tomado notas. Pero no estaba mirando sus notas.
Entonces usted recordará que mochefi el redil, «el extintor de pasión», es el que mejor satisface a una mujer. Es grande, fuerte y lento en eyacular. No se marcha hasta que ha terminado de excitar por completo el vientre de una mujer, «yendo y viniendo, arremetiendo de arriba a abajo, y removiéndose de derecha a izquierda». ¿Quie¬re ver a un hombre?
Una rosa oscura floreció en sus pálidas mejillas Apretó el platillo tan fuerte que Joe pensó que iba a romperse.
—Usted me lo preguntó ayer por la mañana.
Y luego le dije que se fuera, porque soy imbécil.
—Se lo estoy preguntando otra vez.
El desafío brilló en sus ojos. Desafío... y deseo.
—Sí. —Levantó repentinamente el platillo de su ro¬dilla y lo posó en el borde del escritorio. Un golpe seco retumbó en la biblioteca, una ola de líquido negro se volcó—. Sí, quiero ver a un hombre. ¿Está dispuesto a mos¬trarme uno, señor?
Joe se inclinó hacia atrás y abrió el cajón superior de su escritorio. Podía sentir sus ojos sobre él. Su miem¬bro palpitaba al ritmo de los pechos de ella, que subían y bajaban bajo el suave corpiño de terciopelo.
Ella estaba esperando que él se mostrara.
Quería mostrarse para ella. Quería satisfacer toda su curiosidad.
Ela'na, maldita sea, lo que pudiera pasar los próxi¬mos minutos.
Tomó con ímpetu una caja rectangular y la empujó al otro lado del escritorio.
—Cójala.
Evidentemente, aquello no era lo que esperaba. Se inclinó hacia delante y cogió la caja blanca.
— ¿Qué es?
—Ábrala.
La abrió... y enseguida dejó caer la tapa. El soplo de aire fue más fuerte que el siseo de la lámpara de gas y el cre¬pitar de los leños ardiendo. Sus ojos color avellana, escanda¬lizados, se alzaron para encontrarse con la mirada turquesa.

—Sáquelo —dijo él bruscamente.
Una lengua rosada rozó rápidamente su labio in¬ferior.
Joe se agarró del borde del escritorio para evitar saltar por encima y darle su primer beso, ferame, el beso entre un hombre y una mujer.
Más de seis años.
Quería darle todo lo que le había negado Edward Petre. Quería dárselo ahora.
Bajando la vista, ______ estudió el objeto de cue¬ro posado sobre un lecho de terciopelo rojo. Estaba dise¬ñado de tal forma que ni siquiera una mujer como ella, de experiencia limitada, podía equivocarse con respecto a lo que representaba.
La tensión sexual palpitaba en el ir y venir de la luz y la sombra. La lámpara de gas absorbió el oxígeno dentro de la biblioteca. Joe no podía respirar, esperando su reacción, esperando su aceptación...
Si se iba ahora... Que Alá y Dios los amparara.
Con cautela lo levantó de la caja.
—No tiene la cabeza roja.
—Es cuero trabajado.
—Está frío.
—Tómelo y caliéntelo con sus manos.
— Está intentando avergonzarme.
—Estoy intentando enseñarle.
______ evitó su mirada.
—Lord Safyre...
Usted quería ver a un hombre, señora Petre; así es un hombre. Usted quería aprender cómo complacer a un hombre. Yo le enseñaré.
______ cerró los ojos luchando en su interior. Era evidente que quería seguir sus instrucciones, agarrar el objeto como lo haría como un hombre, como lo agarraría a él, o llegara el momento. Era igualmente evidente que todavía estaba sujeta por treinta y tres años de fuertes pre¬juicios. Luchó consigo mismo para no tener que decidir por ella y tomar sus manos entre las suyas y cerrarlas alre¬dedor del cuero.
Abriendo los ojos, ______ aferró el objeto con la mano izquierda. Las puntas de sus dedos rozaron su pulgar encontrándose en la parte inferior del objeto. Su circunferen¬cia era grande, pero no tan grande como para intimidarla.
— ¿Cuál es su nombre? —Él se esforzó por oírla por encima de la sangre que golpeaba en sus sienes.
—Hay muchas palabras. Llamémoslo falo artificial.
—Está circuncidado.
A diferencia de Joseph.
Las mujeres árabes debían de haberlo hallado fas¬cinante.
—Usted vio a sus dos hijos cuando eran pequeños. —Su voz hacía un esfuerzo por salir de la garganta.
—Sí.
—Un hombre circuncidado y uno que no lo está no difieren mucho cuando tienen una erección.
______ pasó la punta de su dedo suavemente por encima de la corona de cuero.
—Los hombres que tienen una erección... ¿tienen la forma de una ciruela... como esto?
Joe apretó los dientes, sintiendo la caricia en sus testículos.
—Algunos hombres.
— ¿Y usted?
Joe se inclinó en la silla, provocando un crujido en la madera mientras su corazón martilleaba.
—Sí.
—Poco después de contraer matrimonio yo me quedé embarazada. —Miró fijamente el falo—. Fui a un mu¬seo de arte. Había una estatua allí, una estatua de un hombre desnudo. Salvo que tenía una hoja.
Joe no tuvo que preguntar qué parte de la esta¬tua cubría aquella hoja.
—Tenía diecisiete años e iba a tener un bebé y quería ver cómo había sucedido aquello. Pero la hoja no se movía.
Los músculos de su pecho se tensaron ante aquella confidencia inesperada; ante la joven que alguna vez había sido y que buscaba la iluminación en una obra de arte cu¬bierta a propósito para seguir manteniendo la ignorancia de la mujer.
Cuando ella tenía diecisiete años, él ya había cum¬plido veintidós, con diez años de experiencia sexual en su haber. Ella había conocido el dolor y la frustración; él só¬lo había conocido el placer.
En aquel entonces.
El dolor vino después.
Por primera vez en nueve años, Joe casi se re¬concilia con las circunstancias que lo habían condenado a vivir en Inglaterra durante el resto de su vida. Ya que no po¬día cambiar el pasado, podía darle a ______ un futuro.
—Su curiosidad es natural, taliba.
—El vigilante no pensó lo mismo.
Los labios de Joe dibujaron una sonrisa. La idea de ______ intentando levantar con determinación la hoja de mármol que no se movía mientras un guardia británico luchaba por impedírselo era tan vivida que casi rio. Pensar en su humillación le hizo ponerse serio inme¬diatamente.
Algunos hombres le tienen miedo a las compa¬raciones —dijo con ligereza.
—Pero usted no.
Las palabras salieron de su boca sin que se diera cuenta.
Tengo mis propios temores, la levantó la cabeza.
—¿Qué tiene que temer un hombre como usted? Que no soy un hombre. Que jamás volveré a ser hombre.
Pero hay cosas que un hombre no confiesa por temor a que las palabras las conviertan en realidad.
No podría vivir consigo mismo, sabiendo que era verdad. No podría vivir consigo mismo no sabiendo que era verdad.
¿Cómo podía esperar que una mujer viviera aquello que él no podía?
— ¿A qué le teme, ______ Petre? Sus labios se abrieron... labios suaves, rosados; inmediatamente, cerró la boca en una línea delgada y firme y volvió su atención al falo.
— ¿Es éste un miembro meritorio? Él se preguntó lo que ocultaba ahora. ¿Tenía miedo de que su esposo nunca le diera placer? ¿O tenía miedo de hallarlo en un jeque bastardo?
—Conoce la fórmula. Mídalo. Observó con el aliento contenido cómo colocaba el cuero a través del ancho de la palma de su mano.
—El ancho de una mano y media... —Alzó los pár¬pados; sus ojos brillaban—. Según mis manos. No ha res¬pondido a mi pregunta, lord Safyre.
La boca de Joe estaba seca, como si hubiera masticado arena del desierto.
—Es lo suficientemente meritorio. — ¿Un hombre está así de duro cuando está erecto? Joseph aspiró hondo. —Un hombre está más flexible. —El jueves por la mañana usted me dijo que le gus¬taba que una mujer lo agitara y apretara. ¿De qué otra manera se puede dar placer a un hombre?
—Lo puede tomar en su boca, lamerlo y chuparlo —dijo con audacia.
Las palabras eran perturbadoras, para ella y también para él.
—Como a un pezón.
No se le movió ni un pelo.
—O un clítoris.
—Las mujeres... —Su voz era ronca.— Tendría la mis¬ma voz, pensó Joseph, cuando él estuviera alojado dentro de ella ¿Meten el p*@e en sus bocas?
Joe cerró los ojos, sufriendo un agudo dolor fí¬sico, imaginando la boca de ______, el cabello de ______, el placer de ______.
—Sí, señora Petre. Las mujeres lo hacen.
— ¿Qué sabor tiene?
Ela'na. Maldita sea. Ella no podía ignorarlo.
Abrió los ojos, observándola con curiosa fascina¬ción. No, no lo sabía. Lloró interiormente la muerte de aquella inocencia que él se encargaría de destruir.
—Me temo que es algo que tendrá que comprobar por sí misma —dijo impasible.
— ¿A qué sabe una mujer?
¿A qué sabría ______?
—Dulce. Salada. Como... una mujer. Suave, calien¬te, húmeda y apasionada.
La llama de gas de la lámpara se dilató con el calor, incitando, advirtiendo. La pasión podía quemar, y mucho.
¿Hasta dónde llegaría ella antes de que su pudor occidental la contuviera? ¿Hasta dónde llegaría él antes de Perder el control?
— ¿Qué pensó usted cuando vio a una mujer por primera vez?
¿Qué había pensado él, a los trece años, cuando la experta concubina que su padre le había proporcionado se había acostado boca arriba con las piernas abiertas?
Pensé... que la vulva de una mujer era la cosa más fascinante que jamás había visto. Como un lirio rosado.
Cuando se toca, se humedece. Cuando se excita, sus péta¬los se abren para desvelar un pequeño capullo secreto. Era el juguete por excelencia.
La mirada de ______ se apartó de la suya, incli¬nando su cabeza.
—Sin duda, es imposible que una mujer introduzca la totalidad del miembro masculino en su boca.
Pero ella lo intentaría. Cuando llegara el momento, ella le daría todo y más de lo que él jamás hubiera deseado.
—No es necesario que una mujer lo introduzca por completo, sólo la corona y los primeros centímetros. Pue¬de apretarlo y acariciarlo mientras lo besa y lo chupa.
Las palabras besa y chupa vibraron en el aire entre ambos.
Como un pezón.
Como un clítoris.
— ¿Alguna vez una mujer ha introducido todo el su¬yo en la boca?
Joe recordó el placer de los labios y la lengua de una mujer. Los recuerdos se acrecentaron por el interés ma¬nifiesto de ella en realizar una fellatio. El calor sexual inun¬dó sus mejillas.
—No.
— ¿Le gustaría que lo hiciera?
Sólo si puedes hacerlo sin lastimarte a ti misma, taliba, pensó.
—Prefiero que una mujer me reciba por completo en su v@$*%a.
Una brasa saltó dentro de la chimenea. El cuerpo de Joe se puso tenso, aguardando la siguiente pregunta. Le había dado las riendas, ¿se lanzaría ______ a correr con ellas?
— ¿Ha estado con alguna mujer que no pudiese-contenerle enteramente dentro de su v@$*%a?
—Sí. —La palabra tuvo que ser arrancada de su pecho.
—Vírgenes.
—Sí.
—Mujeres que se han abstenido durante mucho tiempo.
—Sí.
—Pero no mujeres que ha han dado a luz a dos hijos.
—No —asintió suave y enfáticamente—. Una mujer que ha dado a luz a dos hijos me aceptará todo entero.
No sería capaz de vivir si ella no lo tomaba todo.
Joe miró fijamente su cabeza inclinada, esperan¬do, observando el oscuro juego de las luces color caoba en su cabello.
— ¿Qué cosas puede hacer un hombre con una mu¬jer de pechos grandes que no haga con una no tan bien pro¬porcionada?
Joe tomó aire, pero no lo suficiente; la necesidad de respirar más le quemó los pulmones. Clavó la mirada sobre sus pechos, cubiertos por el terciopelo negro, recor¬dando lo blancos, suaves y deliciosamente turgentes que habían estado, sobresaliendo por encima del modesto es¬cote del elegante vestido de seda verde cuando bailaron.
—Puede colocar su miembro entre sus pechos y apre¬tarlos... para estar enterrado entre ellos... como si fueran una vulva.
Instintivamente, ______ empujó los hombros ha¬cia adelante, presionando los pechos como para proteger¬os de su mirada... o para imitar la presión de sus manos.
— ¿Qué es esto?
Joe echó un vistazo hacia el falo acunado en su mano.
Un relámpago de calor ardiente recorrió todo su miembro, como si ella tuviera sus dedos a su alrededor y no en el cuero insensible. Se esforzó por concentrarse en ella, que estaba acariciando el falo, y no en su propio cuerpo.
—Eso se llama glande. Junto a la corona, la cabeza con forma de ciruela, son las partes más sensibles del cuerpo de un hombre.
______ alzó la cabeza con brusquedad. — ¿Más sensible que los labios de un hombre?
A simple vista, sus ojos color avellana reflejaban el recuerdo, el temblor eléctrico de las sensaciones que ha¬bían recorrido sus cuerpos cuando ella había tocado su la¬bio inferior.
Imaginó lo que sucedería si los dedos de ella roza¬ran ligeramente la corona de su miembro. Y no dudó ni lo más mínimo al responder.
—Sí.
— ¿Tiembla... como sucedió con su labio?
Temblaba con sólo hablar de él.
—Llámelo por su nombre, taliba —ordenó.
—El lesas —respondió ella obediente.
«El unionista». Llamado así porque una vez dentro de una mujer, empuja y aplasta hasta que el vello púbico se encuentra con el de ella y sigue adelante, empujando y aplas¬tando como si intentara incluso forzar los testículos a entrar en ella.
El sexto movimiento.
El dolor de la ingle se trasladó hasta su pecho.
Los deseos de ella... los deseos de él... Se estaba vol¬viendo cada vez más difícil mantenerlos por separado. Y por encima de ambos se alzaba la amenaza de su esposo.
De todas las personas que podía elegir como aman¬te, ¿por qué habría escogido a la que Joe había visto la noche anterior?
— ¿Cuánto tiempo más piensa permanecer célibe, se¬ñora Petre?
______ apretó el falo artificial con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron.
Joe hizo una mueca de dolor.
— ¿Cuánto tiempo más piensa usted permanecer cé¬libe, lord Safyre?
—Todo lo que haga falta.
—Lo mismo digo.
La observó intensamente.
—Todo el mundo merece ser amado al menos una vez, señora Petre.
Incluso un jeque bastardo.
La confusión brilló en sus ojos claros. Inmediata¬mente se dio cuenta de lo que había sucedido y en su ros¬tro se reflejó un horror absoluto.
Intentando escapar lo antes posible de él la mañana anterior, se había olvidado de lo que había escrito en el pa¬pel que le había dado cuando le ordenó que tomara notas.
______ lo recordaba ahora.
Recordó lo que había escrito... y que había tirado el papel sobre el escritorio. Allí lo había dejado... y él lo había visto.
Cuarenta maneras de amar —lebeuss el djoureb—, por favor, Dios, déjame amar aunque sea una vez.
Sin previo aviso soltó el falo dentro de la caja fo¬rrada de terciopelo y la depositó con fuerza sobre el escri¬torio, dejándola junto a su taza.
—Debo marcharme.
—La necesidad de ser amado no es algo de lo que deba avergonzarse, taliba.
Cogió los guantes y el bolso, y se levantó.
Joe estiró la mano y tomó el falo de la caja blanca, todavía estaba tibio de sus manos. Lo meció en su palma, a lo ancho de la mano, como ella lo había hecho en la suya.
______ clavó la mirada en aquella mano que sujetaba el falo artificial. El cuero duro y la carne viva y tibia.
Sus pensamientos eran tan evidentes que Joe sintió como si estuviera violando su privacidad con sólo mirarla.
—Objetos como éstos son los preferidos en un harén ______ enderezó su espalda. Miró hacia arriba con un brillo de repulsión en sus ojos... y muchas cosas más —Usted quiere decir... las mujeres los usan... —Sí. —Sugerentemente cerró sus dedos alrededor del cuero, formando con ellos una especie de vaina—. Hay demasiadas mujeres y un solo hombre.
Ella dio un paso atrás. La butaca de cuero roja salió despedida por la alfombra.
—Compré éste ayer en una tienda; hay tanta de¬manda en Inglaterra como en Arabia.
______ giró y huyó hacia la puerta. —Una mujer siempre tiene alternativas, señora Petre. —Se lanzó tras ella, sabiendo que comprendería sus palabras.
El día anterior por la mañana ella había dicho que era una mujer y que sus opciones eran pocas, que debía ha¬cer que su matrimonio funcionara porque era lo único que tenía.
______ estaba equivocada.
Tenía otras alternativas. Si tuviera el valor de decidirse por ellas.
Lemoine
Lemoine


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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:54 am

CAPITULO 12



______ sintió la piel tirante como una fruta a punto de estallar. Los latidos de su corazón corrían a la par que aquel carruaje con olor a rancio.
Lo había deseado. Había sostenido el falo en sus ma¬nos e imaginado la cabeza con forma de ciruela embistien¬do en el lugar donde su carne era más sensible, empujando hasta penetrar en su cuerpo y llenarla como sabía que el Jeque Bastardo lo haría.
Mochefi el relil. Su miembro sería así, grande y fuer¬te, dispuesto a satisfacer por completo los deseos ardien¬tes de una mujer.
Cerró los ojos con fuerza. ¿Por qué le había contado lo de la estatua? Ahora sabría que sus deseos antinaturales no estaban provocados por la sorpresa de descubrir que su esposo tenía una amante, los había tenido siempre.
Oh, Dios mío. Él había leído sus notas. Garabatos que daban cuenta de sus deseos sexuales más secretos, que la penetraran desde atrás, que la penetraran, y punto.
¿Qué clase de mujer era? ; ¿Qué clase de hombre podía llegar a querer a una mujer con una lujuria tan descontrolada? Como los animales...
¿Cómo podía estar casada con un hombre y desear a otro?
Cuando el carruaje se detuvo con estrépito bajó torpemente y le lanzó al cochero una moneda cualquiera, una moneda de cuatro peniques, una de seis, un florín una media corona, una corona, no importaba mientras fuera libre para alcanzar el santuario de su habitación. Corrió hacia los retazos nebulosos de bruma biliosa queriendo escapar de la mujer en la que se había transfor¬mado.
— ¿Y qué hacemos mañana? ¿Tengo que... La voz del cochero se perdió en el frío crepuscular. Los diminutos puntos de luz gris que empezaban a aparecer an¬te ______ a través de su velo negro quedaron velados por sus lágrimas.
Una mujer siempre tiene alternativas, señora Petre. Buscó a tientas la llave de la entrada, sin sentir sus dedos... el pedazo de metal casi se cayó pero logró atraparlo y encajarlo en la cerradura con fuerza.
Ciñéndose la capa alrededor del cuerpo, corrió por las escaleras, pisando una tabla mal colocada. Sabía que no debía pisar en aquel lugar; solía acostarse en la cama y escuchar a Richard y Phillip mientras bajaban las escale¬ras sigilosamente para buscar un tentempié nocturno. Un sordo ¡shh! siempre acompañaba el crujido de aquella ta¬bla. Sólo que esta vez era ______ la que subía a tientas la escalera, y había asaltado algo más que un bote de ga¬lletas.
Aquella noche se celebraba el baile de beneficencia; Edward tenía que estar en casa, por favor, Dios, que estuviera en casa. Necesitaba ver su rostro, reemplazar aquella imagen de piel tibia y oscura y ojos turquesas, con la fría y pálida piel y ojos castaños de Edward.
Necesitaba ver su cuerpo en lugar del falo artificial mecido por la mano del Jeque Bastardo.
Las cortinas de Edward estaban cerradas y su habitación oscura y silenciosa. Vacía una vez más... No. Un sonido la alertó de su presencia, el susurro regular de su respiración.
Una náusea le revolvió el estómago.
No habría cuarenta posiciones de amor en el lecho de Edward.
Hace seis días saber esto no la habría molestado. Ha¬ce seis días no poseía tal conocimiento. Ahora era preciso que Edward eliminara ese conocimiento.
Necesitaba saber que podía hallar placer en su ma¬trimonio.
Después de dejar el bolso sobre la sombra de una os¬cura cómoda, se quitó los guantes y dejó caer la capa al sue¬lo. Podía escuchar cada botón mientras se desabrochaba el vestido de terciopelo, convencida de que Edward se des¬pertaría en cualquier momento.
¿Y qué ocurriría si lo hiciera?, se preguntó casi al borde de la histeria. Eran marido y mujer. ¿Por qué no po¬dría verla desnuda?
¿Por qué no podría ella verlo desnudo a él?
Sintió el aire helado en sus brazos. La estancia de Edward estaba tan fría como lo había estado la biblioteca del Jeque Bastardo aquella primera mañana. Nadie había encen¬dido el fuego para darle la bienvenida ni entonces ni ahora.
Sus enaguas desaparecieron como la piel de una serpiente. Le siguió la camisola, dejando los pechos al descubierto, expuestos, pero no tan vulnerables como se sintieron sus caderas y muslos al liberarse de la protección de los calzones de algodón.
Las medias se ajustaban en la parte superior de los muslos. Consideró dejárselas puestas momentáneamente. Pero por alguna razón le parecía más decadente acercarse sólo con las medías puestas que sin llevar absolutamente nada.
Comenzó a bajárselas, aunque no fuese un proceso elegante. Se dio cuenta demasiado tarde de que debía ha¬berse quitado la ropa en su habitación.
De pie, completamente desnuda en la oscuridad, se sentía más nerviosa que lo que había estado en su noche de bodas. Sólo una hora antes había estado caliente y húmeda cautivada por la voz ronca de Joe y el descubrimiento del cuerpo de un hombre, pero ahora estaba seca y fría.
La alfombra bajo sus pies desnudos era gruesa y sua¬ve y amortiguaba sus pisadas. Abrió la cama en silencio; la colcha, un suspiro mudo de terciopelo, la manta y la sábana superior, un gemido áspero.
La camisa de noche de Edward era aún más blanca que la sábana. Estaba acostado de espalda, quieto como un cadáver, con sus miembros cuidadosamente dispuestos. Pa¬recía controlar sus sueños tan bien como su vida diurna. Con las manos temblorosas y el corazón martilleán¬dole, ______ estiró la mano para encontrarse con el frío algodón y un temor todavía más glacial.
Las cosas no deberían ser así: su esposo en estado comatoso y ella intentando seducirle. El Jeque Bastardo no se quedaría acostado con semejante insensibilidad. Intentaría recibir con agrado las necesidades de una mujer.
Con cuidado y lentitud, levantó la camisa de Edward, mostrando las carnes masculinas prohibidas, una rodilla, un muslo. Sus piernas eran más oscuras que las de ella. El pelo rizado rozó sus nudillos... ¿quién hubiera pensado que un hombre podía ser tan peludo? O tan tibio...
Dedos como garrotes atraparon su muñeca. ______ dio un grito sofocado.
— ¿Qué estás haciendo, ______?
Reprimió una carcajada y habló con tranquila firmeza:
— ¿Qué crees que estoy haciendo, Edward? —Creo que ambos vamos a morir congelados.
Su voz era igualmente tranquila y mucho más razo¬nable. Y nada seductora.
______ no quitó la mano; él no soltó su muñeca. —Estoy intentando seducirte, Edward. — ¿Entrando a hurtadillas en mi cuarto y manoseán¬dome mientras duermo?
Retrocedió, sintiéndose de pronto ramplona y vulgar. No debía ser así. Durante sus lecciones, el Jeque Bastardo la había enfurecido, escandalizado y excitado, pero jamás la había hecho sentirse sucia.
—Algunos hombres apreciarían el interés. —Yo no soy cualquier hombre, ______. Soy tu es¬poso. ¿Qué quieres?
La situación había adquirido ribetes de farsa. ¿Có¬mo podía saber él lo que ella deseaba?
Tal vez veía mal de noche. Quizás no podía ver que no llevaba camisón.
—Quiero... —Le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo le decía una mujer respetable a su esposo que quería ha¬cer el amor, pensó. Y luego, con resentimiento, ¿por qué tenía que explicar sus intenciones cuando estaba sentada desnuda sobre su cama?—. Quiero que tengamos relacio¬nes sexuales.
—Tienes dos hijos. He cumplido con mi deber. ______ sintió como si hubiese entrado en las pá¬ginas de una historia de terror.
Por Dios, Edward tenía una amante. El sexo no era un deber. Tenía que saber lo que ella quería.
—No vengo para que cumplas con tu deber, Edward. —Entonces vuelve a tu aposento y olvidémonos de esta visita.
______ sintió dolor en la garganta. Se sentía ridícula y torpe y paralizada de frío, sin otra cosa que su lujuria.
La rabia vino en su rescate. Si podía pedirle al Jeque bastardo que le enseñara a darle placer a un hombre, era innegable que podía pedirle a su esposo que le permitiera darle placer a él.
—Edward, se que tienes una amante. Por favor, déjame que satisfaga tus necesidades.
Los dedos de su esposo se endurecieron alrededor de su muñeca; en unas horas tendría un brazalete de cardenales. —No tengo una amante, ______, y ya satisfaces mis necesidades.
Estaba mintiendo.
Luchó por mantener la voz firme.
— ¿Qué necesidades satisfago, Edward?
—Eres la esposa perfecta para un político.
—Quieres decir, debido a mi padre.
—Sí.
Lo sabía; siempre había sabido que Edward se había casado con ella por ser quién era y no por lo que era. Dar¬se cuenta debía haber contribuido a mitigar el dolor de con¬firmarlo y no a atentarlo.
—Quiero ser más que eso, Edward.
Quiero experimentar el momento de unión cuando una mujer acoge a un hombre dentro de su cuerpo.
—Yo no necesito más.
—Nuestros hijos necesitan que haya algo más entre nosotros.
—Tus hijos ______. Te he dado hijos para que estuvieras contenta
Dios mío, no necesitaba escuchar todo aquello. A pesar de la falta de ccompromiso de Edward con el lecho conyugal, eran la familia perfecta... ¿o no?
— ¿Y qué pasa si yo no estoy satisfecha con este acuerdo? No has venido a mi cama en más de doce años.
—Una mujer respetable no desea que su marido la satisfaga físicamente. Si deseas más hijos, lo discutiremos en el desayuno.
La histeria arañó su garganta.
Quería reír. Quería llorar.
Ni en sus peores sueños había imaginado semejante respuesta por parte de su esposo.
Una sensación helada que no tenía nada que ver con el frío ambiente se apoderó de ella. El Jeque Bastardo lo había sabido.
—Quiero discutir esto ahora, Edward.
—Lo que tengo que decir no va a ser de tu agrado.
—Ya no está siendo de mi agrado ahora. ¡No creo que me entusiasme más cuando esté tomando té con bollos!
—Te estás poniendo histérica.
—No. —Sí. ______ respiró hondo para calmarse. Estoy intentando comprender nuestro matrimonio. Dices que no tienes una amante; son muchos los rumores que lo confirman. Phillip se pelea para proteger tu repu¬tación; Richard está enfermo de tristeza. Si puedo hacer cualquier cosa para agradarte, lo haré. Dime lo que quieres, Edward.
Soltó su muñeca.
—Muy bien. Tápate.
______ buscó torpemente el edredón de tercio¬pelo y se lo envolvió alrededor del cuerpo. Edward tiró de la sábana y de la colcha hasta que le llegaron a la cintura, como si tuviera miedo de que ella lo atacara.
—No quiero tu cuerpo, ______. Tienes pechos enormes como ubres y caderas flácidas. Fue un sacrifi¬cio tener que acostarme contigo las veces que lo hice para dejarte embarazada. Richard y Phillip son sanos. No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo so¬lamente para que puedas acostarte con un hombre. ¿Está claro?
El dolor comenzó en la parte baja de su pecho y fue trepando hasta la garganta. No podía respirar, no podía tragar. Apenas podía hablar.
Pero sí podía pensar. Y deducir. Y recordar.
—Dijiste que los niños eran para mí, pero eso no es verdad, ¿no es así, Edward? Eran para ti, para que pudieras aumentar tu popularidad entre los votantes.
—La clase media prefiere a un candidato con familia
Su esposo había ido a su lecho para sembrar las ba¬ses de su carrera política.
— ¿Cuántos niños hacen falta para satisfacer a tus votantes? —Cayó en su trampa. —
—Con uno es suficiente.
La voz de ______ en la oscuridad era extrañamente tranquila:
—La última vez que fuiste a mi cama fue cuando Richard estaba enfermo de difteria. El doctor dijo que se estaba muriendo.
Y lo había estado. Su bebé de cuatro años ardía a cau¬sa de la fiebre. Pero ______ se había resistido a dejarlo ir. Lo había bañado con agua pura y lo había sostenido mientras le cantaba hasta caer en un exhausto sopor.
Edward la había llevado a su cama y se había unido allí a ella. En aquel momento, había creído que le hacía el amor para consolarla.
—Entonces me diste otro niño para reemplazar a Ri¬chard. Por si acaso el doctor tenía razón y perdías popula¬ridad entre los votantes.
—Pero Richard vivió y te di a Phillip, un plus, si lo deseas.
Su voz en la oscuridad era tan razonable. Era la mis¬ma voz que usaba cuando respondía preguntas a los opo¬sitores después de un discurso.
—Tienes dos hijos, ______. Ninguna mujer res¬petable podría pedir más.
— ¿Y tú qué tienes, Edward? —preguntó ______ con voz quebrada.
—Yo seré primer ministro.
Mientras ella continuaría viviendo una vida que no era vida, anhelando el amor de un hombre.
La furia descarnada se sobrepuso al dolor.
— ¿Dónde pasas las noches cuando no estás en casa, Edward? ¿Quién es la mujer con la que te han visto?
—Te he dicho que no hay ninguna mujer. La polí¬tica tiene sus exigencias. Tu padre ya ha sido primer mi¬nistro dos veces. Haré cualquier cosa por sucederle.
Cualquier cosa menos acostarse con ella.
______ miró fijamente la negrura apagada del cabello y el bigote de Edward, lo único que se veía contra la almohada blanca.
—Estas quejas tuyas no te benefician a ti, ni me agradan a mí. Me daré la vuelta ahora para que no sigas humillán¬dote mostrándome tu cuerpo desnudo cuando dejes mi ha¬bitación. Hoy te espera un día muy intenso; espero que asistas a la subasta de beneficencia esta noche y más tarde al baile.
Y tal y como acababa de decir, Edward se giró ale¬jándose de ella.
______ ya no podía sentir el aire frío de febrero que la invadía.
—No seré un títere, Edward.
—Ya lo eres, ______.
Las lágrimas le quemaban en los ojos. La derrota era una emoción horrorosa. Mucho peor que la frustración con la que había vivido durante los últimos dieciséis años.
Se bajó de la cama con torpeza, torciéndose el to¬billo. Un dolor agudo la sobresaltó. Recogió una a una las prendas de las que se había despojado y cogió el bolso de la cómoda. La puerta que conectaba las dos habitacio¬nes se cerró a su espalda con un clic como colofón.
Dentro de su aposento las cortinas estaban cerradas, bloqueando un mundo que rechazaba la necesidad de satisfacción sexual que tenía una mujer.
Pechos enormes como ubres.
¡Cómo se atrevía! ¡Cómo se atrevía alguien a hu¬millar a otra persona de semejante modo!
Tiró el montón de ropa lo más lejos posible y elevó la llama de la lámpara de gas que había junto a su cama. Desnuda frente al espejo, se estudió con una mirada des¬pojada de fantasías ilusorias o deseos lascivos. De manera despiadada evaluó el peso de sus abundantes pechos y las tenues estrías que atravesaban sus caderas contorneadas. Una figura de mujer, había dicho el Jeque Bastar¬do. Debe sentirse orgullosa de su cuerpo, había agregado. El jardín perfumado exaltaba los pechos y las caderas de una mujer.
¿Qué cosas puede hacer un hombre con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una de propor¬ciones menos generosas?
Puede colocar su miembro entre sus pechos y pre¬sionarlos... para quedar enterrado entre ellos... como si fueran una vulva.
______ echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos con fuerza. Incluso mientras temblaba de rabia y de do¬lor recordaba la sensación del falo artificial y la atracción hipnótica de los ojos turquesas. Ella lo había deseado. Un hombre con su experiencia lo sabría. Probablemente el Jeque Bastardo estaría riéndose de ella. Como lo estaría su esposo.
Dios mío, Edward se había dado la vuelta alejándo¬se de ella para no volver a ver su cuerpo «de mujer».
Entonces se movió y giró en redondo. Sus pechos se sacudieron mientras daba un salto hacia la ropa esparcida por el cuarto. Desenterró el bolso de debajo del polisón re¬lleno de crin.
El libro había mentido. El Jeque Bastardo había mentido. No había satisfacción posible para una mujer de treinta y tres años que mostraba las primeras hebras de plata en su cabello y los efectos dejados por dos embarazos en su cuerpo.
Abrió de un golpe la tapa de su escritorio, tomó una pluma, tinta y papel.
La letra le salió garabateada, a diferencia de las líneas claras y precisas que su institutriz la había obligado a prac¬ticar durante toda su infancia. Como sin duda habían sido garabateadas las notas que había dejado sobre el escritorio del Jeque Bastardo, cuarenta maneras de amar. Malditas sean todas ellas.

****

Joseph releyó la nota.


Gracias por prestarme el libro. Aunque me ha parecido interesante, no me ha resultado de ninguna utilidad.
Atentamente


Las palabras que ______ había pronunciado sólo unas pocas horas antes llenaron su cabeza, palabras con¬movedoras, palabras llenas de dolor. Tenía diecisiete años e iba a tener un bebé y quería saber cómo había sucedido aquello. Pero la hoja no se movía.
Joe sintió que el corazón se le oprimía.
Partículas de polvo bailaban en la líquida luz del mediodía. Había dormido cuatro horas, soñando con la boca de ______, sus pechos, su urgente deseo.
Arrugó la nota.
Muhamed estaba esperando en la puerta del dormi¬torio. No se sentía perturbado ante la desnudez de Joseph.
—Es lo mejor, Ibn.
Los ojos de Joe brillaban.
— ¿Lees mi correspondencia, Muhamed?
La cabeza del hombre de Cornualles, cubierta con turbante, se alzó bruscamente.
—Sabes que no lo hago.
— ¿Entonces cómo diablos sabes lo que dice? –Lo fustigó Joe. —
—El libro, Ibn. Ella te ha devuelto el libro.
Joe clavó la mirada en el paquete sencillamente envuelto en las manos de Muhamed.
El jardín perfumado del jeque Nefzawi. Una autén¬tica celebración árabe de amor y locura, sexo y humanidad, lo absurdo y lo sagrado.
— ¿Cómo sabes qué libro me ha enviado?
—Porque lo sé, Ibn. Ansias que una mujer capte la parte árabe que hay en ti. El papel que había sobre tu es¬critorio el viernes por la mañana contenía información del libro del jeque. La letra no era tuya.
Joe sintió cómo contradictorias emociones le revolvían las tripas. Rabia al enterarse de que Muhamed había leído palabras que sólo Joe debería haber visto. Dolor al comprobar que ______ lo consideraba tan in¬significante que había decidido terminar sus lecciones con una nota en lugar de con un encuentro cara a cara.
¿Por qué le había devuelto el libro?
Volvió a abrir la nota que acababa de arrugar en su mano. Olía lejanamente a ella, la dulzura natural de la car¬ne de una mujer; por encima estaba el fresco olor a tinta y pergamino. Las palabras se apretujaban unas contra otras, como si hubiera escrito a gran velocidad.
O bajo una gran presión.
Joe releyó la última parte de la nota: Aunque me ha parecido interesante, no me ha resultado de ninguna uti¬lidad. Y se dio cuenta de lo que la había empujado a ha¬cer sin darse cuenta.
Había intentado aplacar la pasión que él había avi¬vado deliberadamente seduciendo a su esposo.
¿Qué había hecho para atraer a Edward Petre? ¿Le había hecho aquellas cosas que Joe quería que le hiciera a él? ¿Lo había tomado en sus manos, apretado y agi¬tado? ¿Lo había metido en su boca?
Tal vez a Edward le hubiera gustado, pensó Joe, mientras una ola de celos estallaba en su interior. Con los ojos cerrados, la boca de ______ habría sido igual que la boca de un hombre.
Ela'na. Maldito sea. ______ era inexperta. Inse¬gura. Vulnerable. No comprendería que era su sexo y no su cuerpo lo que no complacía a su esposo.
El puño que envolvía el corazón de Joseph se con¬vulsionó con fuerza. Ella lo había tocado... Con sus pala¬bras, su pasión, su curiosidad, su honestidad, su dedo es¬curridizo de saliva. ¿Cómo podía haber ido a otro hombre? ¿Qué había hecho Edward Petre con ella para que terminara sus clases tan repentinamente? Joe miró a Muhamed.
— ¿Dónde está Petre ahora?
—En el Salón de la Reina. — ¿Por qué?
—Hay una subasta benéfica.
— ¿Y a dónde irá esta noche?
—Después de la subasta habrá un baile. Era allí donde Edward Petre aprovechaba para ha¬cer política... le seguiría su esposa. Quizás, hacía nueve años, había perdido el derecho a ser amado, pero Joe no per¬dería ahora a ______. Las mujeres le rogaban que se acostara con ellas en la oscuridad de la noche y lo despre¬ciaban a la luz del día, y eso no le había importado hasta que ella le mostró que una mujer inglesa necesitaba a un bastardo árabe para algo más que el sexo salvaje.
Si realmente quería terminar con su relación, debía hacerlo cara a cara. Aquella noche.
Y luego la convencería de que no lo hiciera.
Lemoine
Lemoine


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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:56 am

CAPITULO 13



Las arañas resplandecientes inundaban de luz un mar de fracs negros y trajes de colores brillantes. Telas de seda, tul y terciopelo despedían una mez¬cla de benceno, perfume concentrado y sudor corporal. ______ se tambaleó, ligeramente mareada por la falta de ai¬re y de sueño.
—Como todos sabemos, los fondos que se recauden en esta subasta alimentarán y vestirán a mujeres y niños sin hogar cuyos valientes y heroicos esposos e hijos perdieron sus vidas en África, luchando por proteger la libertad de la Commonwealth.
Aplausos entusiastas acompañaron la estratégica pausa del primer ministro. ______ se concentró en el hombre que estaba de pie en la tarima colocada frente a los músicos, que esperaban pacientemente con sus instrumentos, desviando su atención de la masa sofocante de cuerpos que se arremolinaban a su alrededor.
El cabello de Andrew Walters era más plateado que caoba, sus ojos color avellana brillaban con aquella fascinación que siempre ejercía ante el público. No tenía más que verle para verse a sí misma veintisiete años más tarde.
De manera desenvuelta y experta, levantó sus pequeñas y delgadas manos para pedir silencio.
—Para agradecerles sus contribuciones humanitarias hemos organizado un bufé y un baile. Pero primero permítanme hacer un paréntesis. Como ustedes saben mi hija me ha dado dos maravillosos nietos: futuros primeros ministros.
Carcajadas masculinas y risitas femeninas flotaron en el aire en torno a ______.
—Bueno, bueno, no se rían. Ahora son jóvenes, pero ya crecerán y ocuparán sus puestos. Y eso, por supuesto, me lleva a mi yerno. ¡Señoras y señores, permítanme presen¬tarles a su próximo primer ministro, Edward Petre, mi¬nistro de Economía y Hacienda!
El aplauso fue atronador. Edward saltó con flexibi¬lidad a la tribuna colocándose junto a Andrew y levantó ambos brazos.
______ jamás lo había visto tan guapo. Su pálido rostro estaba sonrojado; sus ojos brillaban. Era como si los acontecimientos de aquella mañana jamás hubieran suce¬dido.
—Mi suegro se precipita un poco. Todavía le quedan muchos años como primer ministro. Pero mi mayor ambi¬ción es seguir sus pasos. Cuando llegue el momento, y si Dios lo permite, únicamente espero ser digno de semejante cargo. Más aplausos mientras Edward los dirigía hábilmente, acrecentándolos o disminuyéndolos.
—Y ahora me gustaría darles las gracias a las dos mu¬jeres de mi vida. Una me ha dado a mi esposa y la otra a mis dos hijos, a quienes prepararé para seguir mis pasos como Andrew Walters me ha aleccionado a mí para seguir los suyos. Señoras y señores, les presento a la señora Rebecca Walters, mi suegra, y a la señora ______ Petre, mi es¬posa. ¡Sin el trabajo y la devoción de ambas, la subasta y baile de hoy no habrían sido posibles!
______ sintió que se le contraía el estómago. Edward era un mentiroso y un hipócrita: no tenía ningún interés en sus dos hijos. Sintió que no podía hacerlo. Él no podía pretender que ella subiera y hablara en su favor después de todo lo que le había dicho.
Pero al final no tuvo opción. Manos bienintencionadas la empujaron hacia delante. Rebecca subió por la izquierda de Andrew; ______ se situó entre su padre y Edward con reticencia, quienes con cada palabra, con ca¬da movimiento estratégicamente planeado, buscaban ob¬tener apoyo político.
Rebecca dio su discurso. Sus palabras, ligeramente cambiadas para lograr mayor espontaneidad, tenían el mis¬mo significado, que su mayor placer era ser la mano dere¬cha de su esposo y que esperaba poder dedicarse muchos años más al servicio de la comunidad. Le siguió un aplau¬so cortés y comedido.
______ se pasó la lengua por los labios, de repen¬te más secos que el polvo de arroz, y miró hacia los cien¬tos de pares de ojos que la observaban expectantes. Todas las líneas que había practicado se borraron de su mente. Se río, una risa nerviosa, quebrada, que no podía confundir¬se con otra cosa que lo que era.
—Pues... mi familia es muy difícil de seguir.
Algunas carcajadas, luego risas nerviosas.
—No estoy segura de que mis dos hijos sean cons¬cientes de que les espera el cargo de futuros primeros ministros, pero les aseguro que les será comunicado. Quizás el decano sea menos estricto la próxima vez que hagan mal un exámen, sabiendo que el futuro de Inglaterra está en sus manos.
Más carcajadas, más risitas nerviosas, aplausos aquí y allí.
______ podía sentir las oleadas amenazantes de desaprobación que emanaban de su padre y de su esposo. O tal vez fuera el calor que surgía de las lámparas resplandecientes.
Tenía que decir que pensaba que cuando llegara el momento Edward sería un fantástico primer ministro y que estaría encantada de estar a su lado. No podía hacerlo.
—Gracias por su apoyo. Y gracias por sus genero¬sas contribuciones.
Los dedos de Edward, cubiertos con un guante de seda blanca, aferraron dolorosamente la mano derecha de ______. Los dedos de su padre, igualmente fríos a tra¬vés del guante, agarraron su izquierda. La mano derecha de su madre, lo sabía por experiencia, estaría sujetando la izquierda de Andrew, una familia unida a los ojos del electorado. ______ y Rebecca hicieron una reverencia; Edward y Andrew se inclinaron.
Se preguntó qué dirían los votantes si supieran que su querido ministro de Economía y Hacienda había en¬gendrado fríamente una familia para contar con sus votos. También se preguntó si sus padres la habrían concebido a ella por la misma razón. Y no dudó ni por un instante de que había sido así.
Enderezándose, se dio cuenta de que era la primera vez que había hecho una reverencia frente al público sin te¬mor a tropezar con el dobladillo de su vestido. El ligero sentimiento de satisfacción que sintió al pensarlo se para¬lizó bajo la mirada fija de un par de ojos turquesas.
El pánico creció dentro de su pecho. El pánico... y el recuerdo del falo de cuero duro en el hueco de los dedos fuertes y oscuros.
______ hizo lo que siempre había temido que su¬cediera al soltar las manos y perder el equilibrio. Tropezó. Inmediatamente, la cadena de manos se rompió; el primer ministro descendió de la tarima para dar la mano a los vo¬tantes que aplaudían, mientras Edward ayudaba a ______ con disimulo.
Su torpeza fue camuflada con tanta gracia que pareció haber sido deliberada. Nadie se enteró de que había tropezado, salvo su padre, su esposo... y el Jeque Bas¬tardo.
— ¿Estás bien, ______? —La voz de Edward so¬naba extrañamente solícita; sus ojos castaños eran del co¬lor del río Támesis cuando se congelaba en la mitad de su curso.
______ se apartó de él.
—Sí, gracias, Edward. Por favor, no quiero que des¬cuides a tus votantes.
Sonrió.
—No lo haré.
Los músicos se movieron impacientes; estaban an¬siosos por comenzar a tocar y terminar cuanto antes con la velada. También lo estaba ______. Levantando la cola de su vestido para evitar mayores contratiempos, descen¬dió de la pequeña plataforma de madera.
El público de votantes de clase media se apartó de la tarima. El Jeque Bastardo no estaba por ningún lado.
¿Lo había imaginado?
—Esperaba algo mejor de ti, ______.
El sonido de un violín afinándose resonó estriden¬te tras sus hombros desnudos. ______ se dio la vuelta por completo.
El Jeque Bastardo estaba tan cerca que sus pechos rozaban las solapas de su traje negro.
El calor le hirvió la sangre.
— ¿Qué está haciendo aquí?
Un aliento caliente llegó a su rostro. El rostro oscu¬ro que la miraba era hermético, el dorado de su cabello, un halo brillante.
He venido por ti.
______ sintió que el aire quedaba atrapado en su pecho. Aquella mañana le había dicho que no se había acostado con una mujer en seis días.
Por un minuto pareció que...
Tonterías. Ni siquiera su propio esposo la deseaba
—Me imagino que habrá recibido mi paquete. Si he estropeado el libro de alguna forma, estoy dispuesta a pagarle lo que corresponda.
Los ojos turquesas eran tan duros como la piedra del mismo color.
— ¿Qué le has hecho a tu esposo?
Una escala de teclas en el piano introdujo un vals popular. Una ola de calor afloró a su espalda, hombres y mujeres que tomaban sus posiciones sobre la pista de baile.
No podía saber lo que había sucedido entre ella y Edward. Nadie conocía su humillación excepto ella... y su esposo.
Sus labios estaban fríos y duros.
— ¿A qué se refiere?
—Te fuiste de mi casa caliente. Y acudiste a tu espo¬so para satisfacer tu deseo. ¿Hasta dónde llegaste antes de que te rechazara?
Ubres. Calentura.
Edward la había comparado con una vaca, y el Je¬que Bastardo hablaba de su pasión como si fuera un perro.
Lo que había sucedido aquella mañana con su espo¬so había resultado ser una trágica farsa. Ahora esto era una pesadilla. El Jeque Bastardo no sólo se había dado cuenta de lo fuerte que había sido su excitación cuando manipu¬laba el falo artificial, sino que además sabía que su esposo la había rechazado a causa de ella.
Sonrió como si estuvieran hablando de la subasta, el baile, la música o cualquier otra cosa menos del animal con el que la había comparado y de lo mal que Edward la había hecho sentir.
—No sé de qué está hablando, lord Safyre. Si me dis¬culpa, necesito ver si falta algo en el bufé.
Se dio la vuelta sin dejar de sonreír. Él hizo lo mismo.
—Entonces te acompañaré. Y me dirás qué cosas de las que te enseñé has intentado hacer con tu esposo.
______ continuó caminando, sonriendo a los grandes contribuyentes, pero asegurándose también de no discriminar a las personas menos acaudaladas que no estaban condiciones de hacer grandes donaciones.
— ¿Lo besaste?
—Disculpen —murmuró mientras intentaba pasar por el medio de una pareja mayor que olía a naftalina.
— ¿Metió su lengua dentro de tu boca?
Se preguntó cuánto tiempo más podía seguir son¬riendo.
— ¿Agitaste y apretaste su miembro?
—Hola, señor Bidley, señora Bidley.
La pareja de mediana edad, no menos conservadora que la anterior, no oyó a ______ por encima de la mú¬sica. Ella deseó compartir su sordera.
Un vapor caliente rozó la parte superior de su cabeza.
— ¿Metiste su miembro en tu boca?
Como si tuvieran vida propia, sus pies se detuvieron en seco. Cerró los ojos ante las imágenes y sensaciones que aquellas palabras invocaban: la lengua de un hombre den¬tro de su boca, el miembro del Jeque Bastardo, una cabe¬za en forma de ciruela que pedía a gritos un beso.
No sabía que un hombre se humedecía con la excitación, lo mismo que una mujer. A Edward no le había su¬cedido.
— ¿Cómo sabe que mi esposo me rechazó, lord Safyre?
—Por tu nota, ______.
Edward pronunciaba su nombre con una cortesía distante.
Rebecca pronunciaba su nombre con fría autoridad. El Jeque Bastardo pronunciaba su nombre como si hubieran compartido una intimidad física y verbal.
—No le he dado permiso para dirigirse a mí por mi nombre. —Las lágrimas le aguijoneaban los párpados—
—No le he pedido que me faltara el respeto.
—Jamás te he faltado el respeto.
______ parpadeó para evitar que las lágrimas ca¬yeran y levantó los ojos para encontrarse con su mirada turquesa.
—Entonces ¿cómo llamaría, lord Safyre, a indagar sobre mis actividades sexuales con mi esposo?
Su mirada dura e implacable no se inmutó.
—Sólo está respondiendo a mi pregunta.
—No, no besé a mi esposo. No agité ni apreté su miembro. No tomé su lengua ni ninguna otra cosa en mi boca. El no me desea, lo cual debiera dejarlo a usted satis¬fecho. Mi humillación ha sido completa. ¿No era lo que us¬ted quería, humillarme por haberle chantajeado para entrar en su casa? Pues lo ha logrado. Le deseo lo mejor, señor.
Dolor. Por un segundo quedó reflejado en los ojos de Joe.
Ella no se quedó para ver si era una ilusión. Su pro¬pio dolor era lo suficientemente real para ambos.
Esta vez el Jeque Bastardo no la siguió.
Los hombres y las mujeres estaban dando vueltas alrededor de la mesa del bufé, hablando mientras comían langostinos glaseados, riendo mientras saboreaban el ca¬viar, satisfechos con la sabrosa comida y la moralidad sin sexo. ______ sonrió, saludó, habló, pero no pudo re¬cordar ni una sola cosa de lo que se dijo aquella noche.
Su madre hablaba con el encargado del servicio... estaban juntos de pie, Rebecca, regia con su traje de tercio¬pelo azul real, el atento encargado vestido de seda marrón adecuado a su función. Cuando Rebecca vio a ______, le hizo una seña para que se acercara. ______ se dio la vuelta y distraídamente sonrió a la persona que tenía más cerca.
Su sonrisa se paralizó.
—Baila conmigo.
Inmediatamente pensó en negarse.
Él era un bastardo. Un exótico pavo real, de piel oscura y cabellos dorados, rodeado del tipo de personas que no perdonaban, la clase media. Su filiación podría ser pa¬sada por alto entre la élite. Pero no en un baile de benefi¬cencia.
______ podía sentir que unos gélidos ojos ver¬des estaban observándola, juzgándola, y no tenía que dar¬se la vuelta para saber que quien la observaba era su madre.
La mirada turquesa del Jeque Bastardo era velada; él esperaba que ella lo rechazara. Que lo juzgara y condena¬ra como lo había hecho lord Inchcape. Como lo haría Rebecca Walters.
—¿Bailaría conmigo otra vez?
—Será un honor, lord Safyre.
Una llama azul chispeó en aquellos ojos. Joe tam¬bién recordaba las clases, las confidencias compartidas. En silencio, la condujo a la pista. Tampoco ella dijo ni una pa¬labra, se limitó a estirar el brazo y apoyar la mano izquierda sobre su hombro.
El calor de la mano enguantada de Joe ardía a tra¬vés de su propio guante. La sostuvo mucho más cerca que los cuarenta y cinco centímetros reglamentarios, y le re¬sultó placentero.
Un tibio aliento soplaba en su oreja. Aquello también era placentero. Caliente, íntimo, sensaciones que jamás sentiría.
No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo solamente para que puedas acostarte con un hombre.
Oh, Dios. ¿Cómo podría vivir dieciséis años más con Edward?
--No importa lo que pase, quiero que me prometas algo.
Los codos rígidos de un hombre y de una mujer se clavaron en el hombro de ______. Con destreza, el Jeque Bastardo la hizo girar hacia un lado.
—Estás crujiendo, ______.
— ¿Disculpe?
—Tu corsé. ¿Cómo puedes respirar habiéndolo ata¬do tan fuerte?
Sus labios se endurecieron. Emma, siguiendo sus órdenes, había atado el corsé más apretado que de cos¬tumbre. Para ocultar sus pechos como ubres y sus caderas flácidas.
— ¿Cómo puede usted bailar tan bien si no asiste a ningún baile?
Una risa ronca retumbó en su pecho.
—Hay bailes, taliba, y bailes.
— ¿En donde las mujeres danzan con los pechos al aire? —le preguntó mordaz.
—En algunos —replicó lánguidamente.
Parecía como si le gustara la idea de verla bailar con los pechos al aire rozándole el traje.
Imposible. Edward le había dejado bien claro que una mujer con los pechos grandes no resultaba atractiva a un hombre.
— ¿Qué quiere que le prometa? —preguntó secamente.
—Quiero que me prometas que nunca olvidarás que tienes derecho a la satisfacción sexual.
______ se puso tensa.
—No estamos en Arabia, lord Safyre.
—Quiero que me prometas que nunca olvidarás que un hombre tiembla cuando está excitado... lo mismo que una mujer.
Intentó que sus cuerpos mantuvieran la distancia re¬glamentaria de cuarenta y cinco centímetros que exigían decencia para la posición de baile, pero la multitud se lo impidió.
—Quiero que me prometas que vendrás a mí cuando el dolor de estar sola sea demasiado grande.
Dejó de luchar contra eso.
-No cometeré adulterio, lord Safyre.
—El matrimonio es algo más que un montón de palabras pronunciadas en una iglesia. No puedes cometer adulterio si no estás casada de verdad.
—Tengo dos hijos.
—Tus hijos serán hombres en poco tiempo. ¿Quién te quedará entonces, taliba?
El dolor se retorció en su pecho.
— ¿Y a quién tiene usted, lord Safyre? —Le replicó tajante. —
—A nadie. Por eso sé que en algún momento el do¬lor será demasiado grande para que lo soportes tú sola.
Ya lo era.
—Usted lo tolera bastante bien.
—No tengo otro remedio.
—Y yo también.
—No, no es necesario.
—Entonces, ¿pretende que vaya a usted como una perra en celo?
______ no creyó que pudiera volver a escanda¬lizarse a sí misma. Continuamente se estaba sorpren¬diendo.
—No te he llamado perra.
______ miró fijamente los gemelos de oro de su camisa.
—Ha dicho que estaba caliente.
—Calentura sexual.
Echó la cabeza hacia atrás y lo miró desafiante.
— ¿Existe diferencia?
Sus ojos turquesas estaban inmóviles.
-Existe una diferencia.
-¿Cuál? ¿Cuál es la diferencia?
Joe se acercó todavía más, seda sobre seda, pe¬cho sobre pecho... y también resultó muy placentero. Una prueba más de su naturaleza lasciva.
—Una perra toma sin dar.
Su voz era áspera. Todo lo que podía ver de su ros¬tro era el perfil recortado de su mentón, la curva angulosa de sus mejillas y el ligero gancho de su nariz.
Recordó la tristeza de sus ojos aquel lunes por la ma¬ñana cuando ella le había pedido que le enseñara a darle placer a un hombre... y el aroma del perfume de mujer que traía prendido en el cuerpo.
—Deduzco que conoce a ese tipo de mujer.
—Conozco a ese tipo de mujer—asintió secamente.
—Pero un hombre y una mujer... ¿ambos pueden fundirse, no?
Esperó, aguantando la respiración, deseando que él le dijera alguna cosa, no, sí, que no se pudiera esperar nada más del matrimonio, pero tenía que haber algo más. De otra manera, no lo podía soportar.
—Creo que sí.
— ¿Acaso no está seguro?
—Ahora, sí. Sí, taliba, un hombre y una mujer pue¬den fundirse, dos cuerpos convertidos en uno solo.
—Conoce la identidad de su amante ¿no es así?
No era una pregunta.
De pronto, el cuerpo de ______ se separó de él. Volvían a ser únicamente un hombre y una mujer bailando juntos el vals. No quería ver lo que él sabía y estaría es¬crito en su rostro. Apretó los ojos con fuerza.
La amante debía de ser muy hermosa para que el Jeque Bastardo estuviera tan seguro de que su esposo no se molestaría en acostarse con su mujer. Una pu*a muy, muy hermosa.
Hizo girar a ______ levantando una ráfaga de aire caliente y seda vaporosa. Sus ojos se abrieron de golpe.
—Siba, ______.
Él lo sabía... y no se lo diría.
No pudo mantener a raya la amargura que se colaba en su voz:
—No considero honroso ocultar información que podría salvar un matrimonio.
—Algunas cosas sólo pueden creerse cuando se ven —respondió crípticamente, haciéndola girar una y otra vez hasta dejarla mareada—. Cuando estés lista para la ver¬dad verás por ti misma quién tiene una aventura con tu marido.
La música finalizó con un golpe de teclas de piano. La lámpara de gas y la cara morena de Joe continuaban girando. Se agarró a él con fuerza para sostenerse.
Sus labios se torcieron en una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Estaré esperando, taliba.
Con suavidad, soltó sus dedos y dio un paso atrás. El gentío de bailarines se lo tragó.
¿Qué había querido decir con aquello de «estaré es¬perando»? Su nota había sido explícita: no habría más clases. Le había devuelto el libro. No podía haber más clases.
______ miró hacia el lugar en donde el Jeque Bas¬tardo había estado sólo unos minutos antes. Su voz seguía resonando en su cabeza. Cuando estés lista para la ver¬dad, verás por ti misma quién tiene una aventura con tu marido.
Dirigió la mirada a su alrededor frenéticamente. ¿Te¬nia su esposo una aventura con alguien conocido, alguien en quien confiaba?
La multitud se movió, acudiendo al bufé para volver a cargarse de la energía que el baile había agotado. Edward estaba de pie con la cabeza inclinada hacia una jóven. ______ estimó que tendría unos dieciocho años, un año más que ella cuando él la había desposado. La joven tenía el cabello rubio y un cuerpo delgado y ligero rodeado de un molesto polisón que continuaba creciendo tan¬to en tamaño como en popularidad.
¿Prefería Edward el pecho plano y las caderas sin forma de una muchacha?
Un joven rubio se unió a Edward. Tenía un gran pa¬recido físico con la joven, sin duda era su hermano, tal vez un par de años mayor. Edward levantó la cabeza y saludó al recién llegado.
______ pestañeó al observar la calidez de la son¬risa de su esposo.
—Señora Petre, queríamos agradecerle su ayuda por organizar una fiesta tan maravillosa. Puede estar segura de que apoyaremos a su padre y a su esposo.
______ apartó la vista de su esposo y se encon¬tró con un par de ojos pálidos y saltones. Le llevó un se¬gundo identificar a la señora alta y demacrada, y al hom¬bre rechoncho y bajito que estaban a su lado.
—Señor y señora Frederik, muchas gracias por haber venido. —______ sonrió y tomó la mano de la mujer en¬tre las suyas—. Su oferta por la figurita de porcelana ha si¬do muy generosa.
—No nos gusta la idea de que mujeres y niños estén pasando hambre, señora Petre —dijo el señor Frederik—. Sobre todo cuando sus hombres dieron su vida por nues¬tro país.
La sonrisa de ______ se marchitó.
—Hay mujeres y niños en las calles que no tienen esposos o padres, señor Frederik. Ellos también necesitan nuestra ayuda.
Sus expresiones de desaprobación no auguraron futuras donaciones.
______ alejó sus pensamientos del Jeque Bastardo y de las mujeres desesperadamente pobres y los niños enfermos que sufrían a causa de la ignorancia de la gente
—¿Ha probado los camarones, señor Frederik? Son bastante buenos. Creo que están cocinados en jerez. Señora Frederik, qué hermoso vestido. Tiene que decirme quién es su modista.
El señor Frederik se aplacó con la comida y a la señora Frederik le encantaron las adulaciones de ______. Se sintió aliviada cuando su madre la apartó del grupo.
— ¿Qué estaba haciendo lord Safyre aquí? ¿Quién lo ha invitado? ¿Y por qué bailaste con él?
La sonrisa en el rostro de ______ había desapare¬cido.
—No tengo ni idea de por qué estaba aquí. Tal vez sea votante del Partido Conservador.
—Es un liberal. Y un bastardo. No nos relaciona¬mos con gente como él. Ni siquiera por las buenas causas.
Era la primera vez que ______ escuchaba algo así. Había veces en que creía que su madre se asociaría con el mismísimo diablo con tal de favorecer la campaña.
—Discúlpame, madre. No sé qué ha venido a hacer.
He venido por ti.
La sangre caliente inundó el rostro de ______.
— ¿Por qué has bailado con él?
Porque quería saber qué se siente cuando dos cuerpos se funden en uno solo.
—Porque me lo pidió —dijo en voz baja.
—Esta es la segunda vez que bailas con él, hija. In¬cluso tú debes estar al tanto de su reputación.
______ observó a su madre con mirada tranquila.
-¿Crees que lord Safyre está intentando seducirme?
Los ojos verdes esmeralda de Rebecca brillaron.
-No seas ridícula. Evidentemente, está intentando boicotear nuestra causa. Es plenamente consciente de que si te ven bailar con alguien como él, repercutirá de forma negativa sobre tu padre y tu esposo. Los liberales quieren un primer ministro conservador.
______ ignoró el dolor que le provocaba el desprecio de su madre:
— ¿Es tan inconcebible que un hombre pueda bailar conmigo porque me encuentre atractiva?
— ¿Te parece él atractivo a ti? —La voz de su madre era afilada como un dardo.
—Sí. ¿A ti no?
Por primera vez en su vida, ______ había logrado escandalizar a su madre, tapándole la boca.
La sorpresa se disipó rápidamente, reemplazada por la aversión:
— ¿Estás flirteando con ese hombre, ______?
Un enorme cansancio se fue apoderando de ______ a medida que se evaporaban la excitación por la persecu¬ción a la que había sido sometida por el Jeque Bastardo y el calor que le había transmitido mientras bailaban.
—No. Como has dicho, un hombre como él jamás se interesaría por una mujer como yo.
Era una farsa en estado puro.
El hombre que debía atender solícitamente a sus ne¬cesidades se negaba a tocarla... mientras que el que podía conseguir a todas las mujeres que quisiera, la elegiría por piedad.
Lemoine
Lemoine


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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:57 am

CAPITULO 14



La tentación tronó sobre las cabezas de la congregación. Las velas que iluminaban el altar de madera parpadeaban; oscuras sombras bailaban so¬bre la madera reluciente.
______ estaba sentada en primera fila, llevaba el sombrero y el velo negros de todos los domingos. Edward, con su bigote encerado, estaba sentado a su derecha, im¬pecable con su traje cruzado de lana gris hecho a medida. Su madre, también con sombrero y velo negros, estaba senta¬da a la izquierda de ______; parecía hipnotizada por las palabras del pastor. ______ no tenía que girarse para ver que su padre, sentado a la izquierda de Rebecca, estaba igualmente atento.
Se había casado con Edward en aquella iglesia. El Pastor que predicaba ahora sobre un capítulo de San Mateo los había declarado marido y mujer.
Un ágape nupcial había seguido a la ceremonia. La espuma del champán había burbujeado alegremente en su copa.
Que desilusión se había llevado al saber que no tendría luna de miel. Qué entusiasmo había sentido ante la perspectiva de tener su propia casa. Y cuántas expectativas había depositado en su noche de bodas.
Miró distraídamente hacia la Biblia que descansaba abierta sobre su falda. Rebecca había decorado la casa de Edward y había contratado a los sirvientes. El único requerimiento que había tenido ______ en su nueva vida había sido Edward. Y los únicos momentos que había pa¬sado con ella habían sido aquellos pocos minutos cada no¬che bajo las sábanas.
Todo para dejarla embarazada con el único fin de obtener votos.
El sonido de las hojas de la Biblia llenó la iglesia. Jun¬to a ______, Rebecca pasó la página de su libro.
Imitó a su madre instintivamente. Miró la diminu¬ta letra a través de su velo negro. ¿Qué se suponía que es¬taba leyendo?
Inclinando la cabeza, observó con detenimiento el texto. Las bienaventuranzas, las parábolas, el asesinato, el divorcio...
El divorcio, según San Mateo, estaba prohibido sal¬vo que se pudiera probar la fornicación.
Edward tenía una amante. El adulterio era forni¬cación.
Estaré esperando, taliba.
______ alzó la cabeza bruscamente. Su corazón latía con fuerza contra el corsé fuertemente ajustado. La voz del pastor, fuerte para poder llegar a los parroquianos del fondo de la iglesia, explotaba como un cañón dentro de su cabeza.
¿En qué estaba pensando? Las mujeres respetables no pedían el divorcio.
Se concentró en el clérigo, en el reflejo del altar de madera, en la cera que goteaba de las velas, en el cuidadoso bordado que decoraba las vestimentas del pastor. Cosas respetables en las que pensaban las mujeres respetables.
—______.
______ miró a su madre tontamente. El eco vacío de pies que se arrastraban retumbó dentro de la iglesia.
El primer banco se estaba vaciando. Otros esperarían impacientes para salir... incluyendo su esposo y sus padres.
Con la cara sonrojada, se levantó. Un golpe sordo resonó por encima de los pasos que se alejaban.
Su Biblia.
Edward se agachó rápidamente, y la cogió. Una ex¬presión enigmática revoloteó en su rostro.
______ le quitó el libro de la mano.
—Gracias.
El sol inundaba la nave central, transformando la alfombra de color carmesí en rojo sangre. ______ incli¬nó la cabeza y sonrió a los rostros conocidos mientras pa¬saba por las largas hileras de bancos. Cuando salió, tomó una gran bocanada de aire.
—______. Edward y tu padre irán al club, tú y yo iremos a almorzar ¿no es así?
Todos los domingos después de misa, Edward y su padre se iban al club; todos los domingos su madre le hacía la misma invitación. Y todos los domingos ______ aceptaba.
Los domingos tenían muchos temas que tratar. Los acontecimientos sociales y políticos de la semana entrante, sincronizar sus agendas de actividades...
—No, gracias, madre. Tengo correspondencia de la que ocuparme —mintió. —
Los ojos verdes esmeralda de Rebecca relucían a través del velo negro. ______ intentó recordar si alguna vez aquellos ojos se habían iluminado de risa o amor. No pudo.
—Hay ciertos cambios en nuestras agendas...
—Almorzaremos el martes, madre. Entonces podremos revisar los cambios.
—Muy bien. Yo también tengo cosas de las que ocu¬parme esta tarde. Tu padre dará un discurso el miércoles
—Lo recuerdo.
—Te dejaré en tu casa. Andrew y Edward irán en el otro carruaje.
______ asintió:
—Gracias.
Andrew y Edward siempre iban en el coche de los Petre.
Un aluvión de risas le llegó procedente de las esca¬leras de la iglesia. No tenía que mirar o escuchar a su pa¬dre y a Edward para saber que estaban ejerciendo sus en¬cantos con la congregación. Eso también ocurría todos los domingos.
Sabiendo de memoria cuál era su papel, ______ se dio la vuelta y se mezcló con las personas que todavía no se habían ido. Andrew y Edward no abandonarían a su pú¬blico hasta que no quedara nadie.
Más tarde, en el carruaje, Rebecca sorprendió a ______ entreteniéndola con unos cuantos chismes. Y lue¬go le dijo:
— ¿Estás viendo a un médico, ______?
Ella se volvió hacia la ventana y miró los edificios que pasaban.
—No. ¿Por qué habría de hacerlo?
—Has estado un poco extraña últimamente. Tal vez necesites un tónico.
Tal vez sólo necesitara ser amada.
— ¿Por qué no tuviste más hijos, madre? —preguntó impulsivamente.
El silencio fue su única respuesta. ______ apartó la cabeza de la ventana.
Rebecca apretó la Biblia con fuerza.
—No pude tener más hijos. ______ sintió remordimiento.
—Lo siento.
—Mi madre, tu abuela, tuvo también un hijo. Tú tienes mucha suerte de tener dos.
______ jamás había conocido a su abuela. Había muerto años antes de que naciera ella.
Estaba a punto de preguntarle a su madre si creía que era afortunada por tener dos hijos y no uno, o porque sus hijos eran varones y no mujeres. Luego se le ocurrió que tal vez su abuela hubiera preferido un varón. Al no haber sido amada ella misma, tal vez Rebecca tampoco había si¬do capaz de querer a su propia hija.
—Sí, lo sé—dijo ______ lentamente. El carruaje se detuvo en seco. —Te veré el martes, hija. Espero que seas puntual. ______ aplacó una chispa de rabia.
—Espero que sí.
Un lacayo —el nuevo lacayo, observó ______— abrió bruscamente la puerta del coche.
—Que tengas un buen día, ______.
—Tú también, madre.
De pie, con la espalda inclinada, extendió la mano para que el lacayo la ayudara a descender.
El se cuadró rígidamente al lado del carruaje, como si ______ fuera un sargento de artillería y él un soldado. Parecía a punto de saludar.
Con una sonrisa en los labios, sacó un pie fuera hasta que encontró el escalón. Apenas estuvo sobre la acera, la Puerta del carruaje se cerró de un portazo a su espalda.
—Gracias, Johnny.
Es un placer, señora.
—Johnny...
El continuaba mirando fijamente hacia delante. — ¿Señora?
Había pensado enseñarle cuál tenía que ser la conducta correcta de un lacayo, pero cambió de idea. Lo que estaba haciendo era muy amable, reemplazando a su primo mientras Freddy cuidaba de su madre.
— ¿No has trabajado antes como lacayo?
—No, señora.
—Lo estás haciendo muy bien.
—Gracias, señora.
______ se dio la vuelta y subió los dos escalones de la puerta de su casa. Suspirando, estiró la mano para abrir ella misma.
Instantáneamente, una mano enfundada en un guan¬te blanco se posó en el picaporte antes que la de ella. Sentía en sus hombros el calor del cuerpo de Johnny.
—Fue muy valiente al llevar las riendas de los ca¬ballos en la neblina, señora. —Se inclinó hacia delante y empujó la puerta hasta abrirla.
De repente, el sol brilló más fuerte.
—Gracias, Johnny.
Beadles esperaba en el vestíbulo, retorciéndose las manos.
— ¡Señora Petre! ¿Se siente mal? ¿Desea que llame al doctor?
La sonrisa se desvaneció de su rostro. Tanta preo¬cupación... por parte de todo el mundo menos de su es¬poso.
—No, Beadles. No almorzaré con mi madre porque tengo correspondencia de la que ocuparme. Por favor, en¬víame a Emma arriba.
Pero una vez que ______ se hubo cambiado de ro¬pa... no encontró ninguna ocupación. Escribió cartas a sus hijos. Hojeó un libro de poesía... poesía inglesa. No había ni una vulva, ni un miembro meritorio en todo el libro, besos, sí, pero sin lengua; gemidos, pero sin orgasmo; amor, pero sin coito. Los pétalos de las flores se caían como símbolo de muerte, pero ninguna de ellas se plegó para revelar un capullo escondido.
Una mujer en Arabia... tiene derecho a pedir el divorcio si su esposo no la satisface. Arrojó el libro contra la pared. Un golpe suave en la puerta siguió al impacto. —Señora Petre —el golpe se repitió con más insis¬tencia— Señora Petre.
Se alisó el cabello y abrió la puerta de su aposento.
— ¿Sí, Beadles?
—Tiene una visita. —Inclinándose, Beadles le acercó una pequeña bandeja de plata. —
Sobre ella reposaba una tarjeta. La esquina supe¬rior derecha estaba doblada, indicando que la persona que esperaba deseaba ser recibida.
Con curiosidad, ______ la levantó. Condesa Devington estaba impreso en elegantes caracteres oscuros. La madre del Jeque Bastardo. Levantó la cabeza bruscamente.
—Hoy no recibiré visitas, Beadles.
—Muy bien, madame.
______ cerró la puerta apoyándose contra la ma¬dera. Cómo se atrevía a venir sin invitación. Había aban¬donado a su hijo a una edad en la que él más necesitaba el amor de una madre.
Sonaron de nuevo unos golpes en la puerta. El corazón de ______ dio un vuelco. La condesa no sería tan descarada como para...
—Señora Petre. — Era Beadles. —
Con cautela, abrió la puerta. Beadles se inclinó otra vez; su digna compostura estaba deslucida por el sonido de su respiración entrecortada al subir las escaleras dos veces en tan poco tiempo. Un plegado descansaba sobre la bandeja de plata.
—La condesa me pidió que le diera esta nota, madame.
La letra de la condesa era enérgica y su mensaje claro.
Puede tener el placer de mi compañía ahora o el placer de la compañía de mi hijo más tarde.
Los labios de ______ se cerraron en una apreta¬da línea. Ella lo sabía. Se había acabado siba. ______ creía que sería incapaz de volver a sentir dolor por la traición de un hombre. No era así.
—Por favor, haga pasar a la condesa al salón, Beadles. Que la cocinera prepare una bandeja.
La condesa Devington estaba frente a la chimenea de mármol blanco, calentándose. Llevaba un elegante vestido de color rojo oscuro y un original sombrero de terciopelo negro colocado graciosamente sobre su rubia cabeza.
Sus ojos grises se encontraron con los de ______ en el espejo situado sobre la repisa de la chimenea.
—Veo por su expresión que ya sabe que estoy al tanto de su relación con mi hijo.
______ sintió que toda la sangre se le iba de la ca¬beza. La condesa era tan directa como el Jeque Bastardo. —Sí.
La condesa giró con gracia. Sus ojos grises se sua¬vizaron comprensivamente.
—Por favor, no se enfade con Joseph. No fue él quien me lo dijo, sino Muhamed.
—No había necesidad de esta visita, condesa Devington. Lo que usted llama mi relación con Joseph ha con¬cluido —dijo ______ con frialdad.
La condesa inclinó la cabeza hacia un lado de forma que su sombrero quedó perfectamente recto.
—Usted no entiende por qué envié a Joseph a Arabia para que se quedara con su padre.
Una cálida ola de mortificación inundó la cara
______.
—Está claro que eso no es asunto mío.
La condesa se quitó los estrechos guantes color canela.
—______, ¿puedo llamarte por tu nombre?, mis padres me enviaron a un internado en Italia cuando tenía dieciséis años. Fui raptada un día en que me alejé de la clase en una excursión. Mi secuestrador me envió a un barco en donde viajaban otras muchachas rubias. Las mujeres rubias son muy cotizadas en Arabia, como usted bien sa¬be. En Turquía nos pusieron sobre una tarima en un mer¬cado de esclavos y nos desnudaron para que los hombres pudieran vernos e incluso examinarnos, como se hace con un caballo antes de adquirirlo. Fuimos vendidas una a una. El turco que me compró me violó brutalmente. Pero tuve suerte, porque cuando se cansó de violarme, me vendió a un mercader sirio.
______ la miraba, sin decir palabra. —El sirio me enseñó a sobrevivir en un país en don¬de las mujeres valen menos que un buen caballo. Con el tiempo, me vendió a un joven jeque. Aprendí a amarle con todo mi corazón, y me llevé aquello que un árabe valora más, a su hijo. Cuando Joseph cumplió doce años, no po¬día privarlos a ambos de su mutua compañía. No fue la co¬modidad la que me impulsó a enviar a mi hijo a Arabia, si¬no el amor.
—Pero... su padre le regaló un harén cuando cumplió trece años —soltó ______.
—Ciertamente, no es una tradición inglesa, pero le aseguro que en la corte de Safyre es lo que los padres hacen por sus hijos.
—Y sin embargo usted lo envió allí, sabiendo el tipo de educación que iba a recibir.
—Lo mismo que usted buscó deliberadamente a mi hijo sabiendo el tipo de educación que había recibido.
______ alzó la barbilla con fuerza. Su boca se abrió para contradecirla; pero en lugar de ello, admitió la verdad:
—Sí.
—No puedo arrojar piedras contra mi propio teja¬do, ______, porque no cambiaría ni un solo momento de los que pasé junto a mi jeque por una virtuosa vida inglesa. Estoy muy contenta de que Joseph se haya liberado de la hi¬pocresía de llegar a ser hombre en un país que menosprecia uno de los verdaderos placeres de la vida. Ahora que hemos sacado todo fuera, ¿me puedo sentar, por favor?
______ debería de haber estado escandalizada y furiosa. En lugar de eso, se estaba preguntando cómo se sentiría si hubiera sido amada como la condesa tan clara¬mente había manifestado. Abierta y totalmente.
Se estaba preguntando cómo se sentiría aceptando su propia sexualidad sin arrepentirse.
—Lamento sus desventuras, condesa Devington —dijo ______ suavemente—. Por favor, tome asiento.
Una sonrisa deslumbrante iluminó el rostro de la condesa.
______ parpadeó.
La condesa era una mujer hermosa, pero de una be¬lleza madura. Aquella sonrisa parecía devolverle de nue¬vo a los dieciséis años, joven e inocente. No pertenecía a una mujer que había sido brutalmente violada y vendida como esclava, ni que por propia voluntad se había entre¬gado a un hombre fuera del matrimonio y dado a luz un hijo ilegítimo.
Se sentó frente a ______ con un crujido de seda y un irresistible perfume. ______ jamás había olido na¬da semejante. Era un aroma similar al de una naranja su¬mergida en un recipiente de vainilla.
La condesa le comentó confidencialmente:
—A Joseph no le haría ninguna gracia enterarse de que estoy aquí.
—Entonces me temo que no comprendo —dijo ______ con cautela. No quería que aquella mujer le resultara agradable, pero tenía que admitir que era así—. Usted ha dicho que si no la recibía hoy, su hijo vendría más tarde a visitarme.
—Usted amenazó con revocar la ciudadanía de Joseph si Muhamed no la dejaba entrar en su casa.
—Ya le he dicho a su hijo que jamás tuve intención de hacer semejante cosa —se defendió ______ brusca¬mente.
—Tampoco yo tuve intención de amenazarla con mi hijo.
Los ojos de ambas mujeres se encontraron.
—Cometí un error, condesa Devington. Le pido dis¬culpas por ello. Nunca quise perjudicar a su hijo. No sé lo que le dijo Muhamed, pero le aseguro que nuestra rela¬ción ha terminado.
Los ojos grises se oscurecieron.
—Tal vez comprenda mejor la actitud de Muhamed cuando le diga que él también fue vendido a un mercader sirio. Era un muchacho muy guapo maltratado por su an¬tiguo dueño. No puedo decirle exactamente lo que le hi¬cieron, pero será suficiente afirmar que quizás Muhamed tiene motivos poderosos para sentir aversión hacia las mu¬jeres. Si el mercader sirio y yo no nos hubiéramos ocupa¬do de él, habría muerto como tantos niños europeos ven¬didos como esclavos. Cuando recuperé mi libertad, volví a Inglaterra; Muhamed decidió quedarse. Cuando envié a Joseph con su padre, Muhamed le cuidó. Intente imaginar que Joseph es el hijo que Muhamed nunca tuvo y posiblemente pueda entender mejor su conducta.
Muhamed, ¡europeo! El Jeque Bastardo había dejado que ______ creyera deliberadamente lo contrario.
—Los sirvientes de su hijo, condesa Devington, no son asunto mío.
Cree que me estoy entrometiendo. La condesa estaba llena de sorpresas.
—Sí.
—Todavía no se ha acostado con mi hijo. ______ se sintió mortificada:
—Por supuesto que no.
—Pero le gustaría.
—Condesa Devington, soy una mujer casada...
—Se rumorea en algunos círculos que su esposo tie¬ne una amante porque usted es una esposa glacial, frígida y más interesada en alentar su carrera que en calentar su cama.
La terrible injusticia de tal afirmación dejó sin alien¬to a ______. Sólo pudo mirar fijamente y esperar que el dolor que desgarraba su cuerpo no se viera reflejado en su rostro.
— ¿Cuál es exactamente el motivo de su visita, con¬desa Devington?
La condesa sonrió cálidamente: —Los rumores son crueles. El dolor cedió a la furia.
— ¡Ese rumor carece totalmente de fundamento! Busqué a su hijo para aprender cómo darle placer a mi es¬poso...
Su sonrisa se congeló de repente. Una emoción que ______ no pudo definir brilló en los ojos grises de la condesa.
— ¿Buscó a mi hijo para que le enseñara cómo dar¬le placer a un hombre?
No se había acobardado ante el Jeque Bastardo y tampoco lo haría ante su madre.
—Sí
— ¿Y él... le enseñó ese arte? La desolación embargó a ______ como una olea¬da fría y gris.
—Tal vez algunas mujeres no están hechas para dar le placer a un hombre —dijo sin inmutarse—. Tal vez solo lo sean compañeras y madres en lugar de amantes.
Los ojos de la condesa le dirigieron una mirada com¬pasiva, como si supiera que las enseñanzas de su hijo ha¬bían fracasado sin conseguir los resultados deseados. ______ se preguntó si todo Londres estaba al tanto de que Edward la había rechazado.
El sentido común se impuso inmediatamente.
Según la condesa, todo Londres creía que era una pu*a frígida que prefería hacer campaña hasta quedarse afó¬nica y sus ojos ardieran por falta de sueño antes que ofre¬cer su cuerpo en un abrazo amoroso.
Un golpe seco interrumpió los pensamientos som¬bríos de ______; la puerta de la sala se abrió de par en par. Beadles entró empujando el carrito del té.
—Gracias, Beadles. Eso es todo.
—Muy bien, madame.
______ sirvió el té de manera decidida.
— ¿Crema, condesa Devington?
—Mejor limón, gracias.
— ¿Bizcochos?
—Por favor.
______ le pasó la bandeja cortésmente. Sus blan¬cos y largos dedos cogieron un dulce.
La condesa debía de ser una de aquellas mujeres que podían comer dulces todo el día y no engordar ni un kilo, pensó ______ resentida.
—Todavía no me ha dicho cuál es el motivo de su vi¬sita.
—Quería conocer un poco más a la mujer que ha chantajeado a mi hijo.
______ negó con la cabeza.
—Y que luego tuvo la gentileza de bailar con él.
--Sintió vergüenza al recordar la grosería de lord Inchcape.
—No fue gentileza, condesa Devington. Fue un honor.
—Muchos no estarían de acuerdo con usted.
—Será su opinión.
Levantando el dedo meñique, la condesa acercó la taza de porcelana floreada a sus labios y bebió delicada¬mente. Luego volvió a colocar la taza sobre el platillo.
—Creo que subestima usted su propio talento y la capacidad de Joseph como maestro. Pero eso es asunto su¬yo y de mi hijo. Ahora, cuénteme algo sobre usted. He leí¬do tantas cosas en los periódicos.
______ se sentía como Alicia, el personaje de uno de los cuentos favoritos de Phillip. Sólo que no era el Som¬brerero Loco quien tomaba el té con ella, sino la madre del Jeque Bastardo.
No se volvió a mencionar el nombre de Joseph. ______ no sabía si sentirse aliviada o decepcionada. Después de haber tomado tres tazas de té y toda la bandeja de biz¬cochos, tuvo la sensación de que conocía a la condesa desde siempre. Cuando la madre de Joseph se puso los guantes, ______ lamentó profundamente que tuviera que marcharse. De manera impulsiva propuso:
—Por favor, venga a visitarme otra vez. He disfru¬tado mucho de este rato juntas.
La condesa sonrió con aquella cálida y hermosa sonrisa que abarcaba lo bueno y lo malo, lo inocente y lo prohibido:
—Lo haré. Pero a cambio debe prometerme que ven¬drá a tomar el té conmigo.
La realidad irrumpió brutalmente.
—No puedo hacer eso.
—En la vida debemos tomar decisiones, ______. No podemos regirnos por la opinión de los demás.
—Soy perfectamente capaz de tomar mis propias decisiones —protestó ______ con aspereza—. Sencillamente, no creo que sea prudente correr el riesgo de encontrarme con su hijo.
La condesa suspiró, como si la respuesta de ______ la hubiera decepcionado.
—Usted es tan joven, ______.
—Tengo treinta y tres años, madame —una mujer en la flor de la vida—. Le aseguro que no soy joven.
—Yo tengo cincuenta y siete años; le aseguro que pa¬ra mí es joven. ¿Cuántos años tenía cuando se casó?
—Diecisiete.
—Entonces no sabe nada acerca de los hombres.
—Le recuerdo, condesa, que mi esposo, además de ser ministro de Economía y Hacienda, es un hombre.
La condesa asintió con la cabeza.
—Entonces Muhamed está equivocado —murmuró. —
— ¿Con respecto a qué?
La sonrisa de la condesa era cálida.
—Si alguna vez necesita a alguien, ______, aunque sólo sea para conversar, mi puerta estará siempre abierta para usted.


*****

—He tomado el té con ______ Petre, Joseph.
Joe miró súbitamente a su madre.
— ¿Te invitó la señora Petre?
—No.
—Entonces te invitaste tú sola. —La voz de Joe era impasible y neutra—.
—¿Por qué?
La condesa no se sintió amedrentada por su brus¬quedad.
—Me pediste que te llevara al baile de Isabelle y que consiguiera presentarte a la esposa del ministro de Economía y Hacienda. Por supuesto, yo también sentía curiosidad por conocerla. Y ha resultado ser una decisión acertada. ______ me dijo que vino a pedirte que le enseñaras a darle placer a su esposo.
— ¡Ela'na!—insultó Joe.
Las puntas de sus orejas se pusieron coloradas. No sabía lo que le provocaba más vergüenza, que su madre co¬nociera su papel como tutor de ______ o que todavía tu¬viera capacidad para avergonzarse... era la segunda vez que le sucedía en los últimos días.
La condesa levantó las cejas; sus ojos grises chispea¬ban con una risa traviesa.
—Me gusta saber que todavía puedo sorprenderte, Joseph.
—Entonces has estado bien acompañada; ______ también está llena de sorpresas —dijo bruscamente. —
—No lo sabe. —Joe no pretendió ignorarlo—
—No.
—Y no puedes decírselo.
—No.
—Sufrirá.
Sí, ______ sufriría. Por tantas cosas.
—Intentó seducir a su esposo.
— ¡Allab akbar, madre! —Joe luchó por domi¬nar los celos que le producía que ______ pudiera confiar en su madre y no en él—.
— ¿Te lo contó todo mientras to¬mabais una taza de té inglés ?
—No hacía falta. Le pregunté si habías tenido éxi¬to como tutor. Dijo que tal vez algunas mujeres estaban he¬chas para ser compañeras y madres y no amantes.
Joe observó sombrío los almohadones de seda rojos y amarillos amontonados sobre el diván situado ba¬jo las ventanas de la sala. Un crepúsculo violáceo se dibu¬jaba en el cielo gris.
Recordó la cintura de ______ bajo su mano en el baile de beneficencia, con su carne cruelmente constreñida por el corsé. Recordó sus pezones sobresaliendo del vestido de terciopelo gris mientras sostenía el falo artificial la mano.

Recordó sus palabras: Él no me desea, lo cual debie¬ra dejarlo a usted satisfecho.
—Está equivocada —murmuró, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.
—Estoy de acuerdo con que ______ Petre no nació solamente para ser compañera y madre. Todavía no estoy segura con respecto a otras mujeres.
—No dejaré que la haga sufrir.
—Habló el hijo del jeque.
La cabeza de Joe se alzó de inmediato:
—Quieres decir habló el Jeque Bastardo.
—Eres un hombre bueno, Ibnee.
Los ojos grises de la condesa eran demasiado p*@e¬trantes. Joe pensaba a veces que libraba una batalla per¬dida, al protegerla de la verdad. Era en momentos como aquellos cuando sentía que ella ya lo sabía.
— ¿Cómo estaba ______? —Saltó ágilmente del diván de mullido terciopelo. Con el ánimo inquieto, cami¬nó a grandes zancadas hasta la chimenea y apoyándose en la repisa, miró fijamente el fuego en medio de la creciente oscuridad—. ¿Ha preguntado por mí?
—Te tiene miedo.
Giró en redondo, quedando frente a la condesa. El fuego a su espalda crepitaba con el calor.
—Yo nunca le haría daño.
La condesa examinó su rostro a la luz de las tem¬blorosas llamas. La satisfacción brilló en sus ojos:
—No, no lo harías. Le he dicho que mi puerta estaría siempre abierta para ella.
El significado del ofrecimiento de la condesa no pasó desapercibido para Joe.
— ¿Le estás ofreciendo tu amistad?
—Ya lo he hecho.
— ¿La aceptas como a una hija?
Arqueó una ceja hábilmente oscurecida.
— ¿Le ofreciste matrimonio?
—Incluso en Arabia a una mujer sólo se le permite tener un esposo —replicó Joe sarcásticamente. —
—Sabes que su madre es la hija de un obispo.
La condesa transmitió esta información como si tu¬viera alguna importancia.
—No, no lo sabía.
—Así fue como llegó Andrew Walters al Parlamento en un principio, por las conexiones del padre de ella.
— ¿Cómo sabes tanto sobre la familia de ______?
Una sombra oscureció los ojos grises de la condesa.
—Rebecca Walters se tomó como una afrenta per¬sonal que yo hubiera sobrevivido al rapto y a la esclavitud. Y encima que tuviera la osadía de volver a Inglaterra.
Con un hijo bastardo a cuestas.
Algunas veces Joe olvidaba lo que su madre había tenido que soportar. En Inglaterra él había sido el niño mi¬mado mientras que ella luchaba contra los dragones.
—Aprendí mucho acerca de esa joven —añadió la condesa con pesar.
—Pero no pudo hacerte sombra —dijo Joe con suavidad.
La condesa esbozó una sonrisa llena de cinismo, iro¬nía y una cierta satisfacción feroz.
—No, no pudo. Yo no era respetable pero por mi tí¬tulo y mi dinero, era distinguida. Cuanto más me injuriaba Rebecca, más famosa me volvía. Mientras que a ella le suce¬día lo contrario. La gente que vive en casas de cristal no de¬bería arrojar piedras. Oí ciertos rumores... que yo también contribuí a extender. Tu madre es una mujer muy malvada-
Joe soltó una carcajada. Su sonido retumbó en la sala.
Las mujeres como la condesa, que urdían engaños para poder acostarse con un bastardo árabe, eran malvadas. Su madre era la persona más amable y más inteligente que había conocido. Oírla compararse con mujeres que ja¬más habían tenido un pensamiento desinteresado en sus pequeñas y mezquinas vidas era absurdo.
Sus ojos turquesas relampaguearon.
—Esperemos que ______ encuentre pronto su pro¬pia maldad.
La sombra desapareció de los ojos de la condesa.
—Creo que ya lo ha hecho, Ibnee. Y yo te ayudaré.
Un súbito torrente de emoción brotó dentro de Joe.
Cuando volvió a Inglaterra por primera vez hacía nueve años, ella lo había abrazado, le había preparado una taza de chocolate caliente, y lo había mandado a la cama, tal como hacía cuando tenía doce años. Ni una sola vez en los años que siguieron le había preguntado por qué se había ido de Arabia.
— ¿Por qué? —preguntó, el calor que antes abrasa¬ba la punta de sus orejas ahora quemaba sus ojos.
—Porque soy tu madre y porque te quiero. ______ es como tú en algunos sentidos. Ella huye de su pasión y tú huyes de tu pasado. Tal vez juntos los dos podáis dejar de huir.
Lemoine
Lemoine


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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:58 am

CAPITULO 15



______ miró distraídamente al hombre de mediana edad de patillas anchas y tiesas. Sin saber que era observado, alejó la silla para que la dama que lo acompañaba pudiera levantarse de la mesa frente a la que ocupaban ______ y Rebecca. Su levita se balanceaba so¬bre la parte posterior de sus rodillas.
Una semana.
Había pasado exactamente una semana desde la pri¬mera clase de ______ y Joseph. Parecía que había trans¬currido un año, cien años. Y aunque fingiera que nada había sucedido, sabía que no podía volver atrás y ser la mis¬ma mujer de antes.
—______, no estás escuchando nada de lo que te digo. Te comentaba que irás al baile de la marquesa. Aun¬que es bastante antipática, hay que considerar que está emparentada con la realeza.
—Discúlpame, madre. —La excusa salió de forma automática. Mirando a Rebecca directamente a los ojos, ______ se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo del te frio e insípido. El súbito deseo de tomar un café turco caliente fue casi insoportable.
—Tú y Edward cenaréis con los Hammonds esta noche.
No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo solamente para que puedas acostarte con un hombre
Una náusea subió a la garganta de ______ al re¬cordar las palabras de Edward, que, a pesar de sus vanos esfuerzos, no podía olvidar. Dejó cuidadosamente la taza sobre el platillo.
—Madre, me quiero divorciar.
Se oyó un estrépito, la taza de Rebecca. El platillo yacía sobre la alfombra de color rojo oscuro en donde ha¬bía caído mientras el líquido y los fragmentos de porcela¬na delicadamente pintada se esparcían por el suelo.
Se hizo el silencio en el restaurante mientras la gen¬te se giraba en sus asientos para ver qué había sucedido. Al instante, un camarero se apresuró a recoger los desper¬fectos. ______ se daba cuenta perfectamente de la mi¬rada de los demás. Pero todavía era más consciente del rostro paralizado de su madre.
De pronto, el maitre calvo se inclinó delante de Rebecca mientras colocaba sobre la mesa otra taza.
—Este camarero torpe —dijo, como si el hombre arrodillado en el suelo fuera responsable de la taza rota—.
—Por favor, espero que pueda disculparnos, madame. No volverá a suceder. ¿Desea tomar algo más? Sin cargo, por supuesto...
—Mi hija y yo no necesitamos nada más, gracias. —Rebecca no miró ni una sola vez al maitre. Sus ojos color esmeralda estaban clavados en ______—. Puede retirarse.
—Muy bien, madame.
El maitre se inclinó varias veces; en su brillante calva se se reflejaba la luz. El camarero reunió rápidamente la porcelana rota y limpió el té derramado sobre el suelo. Los ojos curiosos, al comprobar que nada interesante había sucedido, volvieron, dejando a ______ y a Rebecca solas de nuevo.
Con tranquilidad, Rebecca estiró la mano para coger la tetera de porcelana y llenó su taza.
—Olvidaremos lo que has dicho, ______.
______ intentó tragar a pesar del nudo que se le había formado en la garganta.
—Soy una mujer, madre, no una niña. No quiero ser ignorada.
Rebecca apretó los labios, soplando delicadamente sobre su té antes de tomar un pequeño sorbo.
— ¿Acaso Edward te pega, ______?
Los dedos de ______ se aferraron espasmódicamente alrededor de su taza.
—No, por supuesto que no.
—Entonces no veo motivos para pedir el divorcio.
Respiró hondo, sufriendo por lo que iba a decir, pe¬ro después no hubo necesidad, porque aunque quisiera, ya no podía evitarlo.
—No ha venido a mi lecho desde hace más de doce años.
Rebecca volvió a colocar la taza sobre el platillo con un estrépito seco. El sonido retumbó una docena de veces en el restaurante, detrás de ______, a los lados, frente a ella.
—Las mujeres decentes darían gracias a Dios cada mañana y cada noche por la suerte que tienes.
______ hizo una mueca de dolor por las implica¬ciones que suponía el no ser «decente». Alzó la barbilla decididamente.
—Aun así, quiero el divorcio.
—Arruinarás lo que tu padre y tu esposo se han esforzado tanto por conseguir.
La furia luchaba con el remordimiento que las palabras de su madre le causaban. ¿Y qué hay de mí, madre? ¿Acaso no merezco nada? Se niega a venir a mi cama, pero al mismo tiempo tiene una amante. Yo... no está casi nunca en casa.
—Los hombres hacen lo que tienen que hacer. Tienes dos hijos, ¿qué más puedes pedir?
¡Un hombre!
Un hombre que la amara.
Un hombre que compartiera su lecho con ella y fue¬ra un padre para sus hijos antes de que fueran demasia¬do mayores para necesitarlo o para que les importara te¬nerlo.
—Edward vino a mi lecho cuando pensó que Richard se estaba muriendo.
______ intentó que el horror y la indignación no se colaran en su voz, pero no lo logró.
--No me dio un hijo a mí, madre, o un nieto a ti, les dio una familia a sus votantes.
Rebecca levantó la servilleta y la apretó contra su bo¬ca para secarse.
—Poco importa la razón por la cual tu esposo te ha¬ya dado hijos, ______. El hecho es que tienes dos hijos sanos con todas sus necesidades cubiertas. ¿Cómo crees que les afectará tu decisión? Sufrirán. La sociedad en la que tan cómodamente viven los rechazará. Sus vidas quedarán arruinadas.
______ recordó el ojo morado de Phillip; el aspecto demacrado de Richard; las palabras de la condesa: No fue la comodidad la que me impulsó a enviar a mi hijo a Ara¬bia, sino el amor.
—Ya están sufriendo.
—Hacemos lo que podemos con lo que tenemos, ______. Es todo lo que una mujer puede hacer.
No, no era todo lo que una mujer podía hacer. Una mujer no merecía que su cuerpo y sus deseos fueran ridicu¬lizados.
Una mujer se debía a sí misma exigir fidelidad.
—Tal vez algunas mujeres. ¿Crees que papá me ayudará? ¿O debo buscar un abogado?
—Lo comentaré con tu padre cuando tenga tiempo
Como si las necesidades de ______ fueran insignificantes frente a las necesidades del país.
¡Toda su vida había ocupado un segundo lugar! Sólo por esta vez...
______ respiró hondo.
—Gracias, madre. No puedo pedir más.
—Realmente debemos ir a ver al sombrerero. —Rebecca dejó caer su servilleta sobre la mesa, junto a su ta¬za, y movió la silla levemente hacia atrás—. Quiero un sombrero nuevo para el discurso que tu padre dará este miércoles.
El maitre apareció de inmediato para ayudar a des¬plazar la silla de Rebecca. Se puso los guantes mientras ______ se levantaba con dificultad, entorpecida en lugar de asistida por el maitre.
______ observó a su madre mientras alisaba las arrugas de sus guantes con calma, como si fuera lo más im¬portante del mundo. Más importante que una hija. Más importante que un divorcio.
— ¿Cambiarías algo de tu vida, madre?
— ¿Alguna vez te dio papá un solo momento de éxtasis que no cambiarías por todos los días de tu vida?
Pero ______ conocía la respuesta. La misma res¬puesta que ella misma habría dado si le hubiesen pregun¬tado.
Rebecca hizo una pausa mínima mientras se arre¬glaba.
—El pasado no puede ser cambiado. —Levantó las manos, reajustó hábilmente el ángulo de su sombrero—. Cuando aceptes eso, te conformarás.
—Entonces, madre, tal vez sea mejor que las mujeres no nos conformemos. —La voz de ______ estaba inusitadamente crispada—. De otra forma, no tendríamos a alguien como la señora Butler, que en estos momentos está cambiando la ley.
Rebecca salió del restaurante. ______ la siguió, po¬niéndose los guantes mientras caminaba.
No se volvió a mencionar el divorcio. Ni entre los cortos trayectos a las diferentes tiendas. Ni durante el tra¬yecto más largo a casa de su madre.
El carruaje giró en una esquina. ______ se aferró a la manija del carruaje.
El rostro de Rebecca en la penumbra oscura era blan¬co como una calavera.
— ¿Deseas entrar y tomar el té, ______?
—No, gracias, madre. Tengo que ir a casa y vestir¬me para la cena.
—Ted Hammond es un joven ambicioso. Será muy beneficioso para Edward.
—Sí.
—______.
Los dedos de ______ se endurecieron en torno a la manija.
— ¿Sí?
— ¿Tu decisión no tendrá nada que ver con lord Safyre?
¿Lo tenía?
¿Estaba pidiendo un divorcio a causa del Jeque Bas¬tardo... o a causa de Edward? ¿Porque había aprendido que una mujer no era sexualmente depravada por buscar la sa¬tisfacción... o porque deseaba a su tutor?
Podía sentir los ojos de su madre en la oscuridad... y recordó su mirada feroz cuando había hablado con el Jeque Bastardo.
—Dijiste que un hombre como él no podía estar in¬teresado en una mujer como yo, madre.
—También tú dijiste que lo hallabas atractivo.
—Y es cierto. Pero Edward también es un hombre muy atractivo.

Y si su apuesto esposo no se iba a la cama con ella, ¿por qué habría de hacerlo el Jeque Bastardo?
______ hizo una mueca de disgusto. Especialmente si la veía desnuda.
—No permitiré que un hombre como él ponga en peligro las carreras de tu padre y de tu esposo.
El coche se detuvo de golpe.
—Lord Safyre no tiene nada que ver con las carre¬ras de Edward o de papá.
Eso, al menos, era cierto.
La puerta del carruaje se abrió. El aire frío y la cre¬ciente neblina invadieron el interior.
—Tengo paquetes en el portaequipajes, Wilson.
El mayordomo, un viejo empleado de la familia, se inclinó brevemente antes de ofrecer su mano para ayudar a Rebecca.
—Muy bien, madame.
—Buenas noches, madre.
—______ —Rebecca hizo una pausa en la entrada del coche.
______ sintió que su cuerpo se tensaba.
— ¿Sí?
—Los hombres son egoístas. No pondrán por de¬lante los intereses de un niño antes que los suyos propios. Ese es el deber de una mujer. Un hombre como lord Safyre no aceptaría hijos, especialmente los que no son fruto de sus entrañas, que interfirieran en sus placeres.
Rebecca bajó del coche en medio de un revoloteo áspero de lana; la puerta se cerró con fuerza a su espalda, dejando a ______ con el eco de las palabras de su madre zumbando en sus oídos. Agarrándose para evitar las sa¬cudidas del carruaje, se recostó contra el asiento de cuero y observó las calles. Los faroleros corrían a encender las farolas para la noche incipiente, dejando tras de sí un rastro de estelas doradas.
¿Había sabido que terminaría así cuando solicitó la tutela del Jeque Bastardo? ¿Habría tenido el coraje de buscarlo si hubiera vislumbrado que su simple deseo de aprende a darle placer a su esposo culminaría en un divorcio?
Si realmente lo llevaba a cabo, se quedaría comple¬tamente sola, sin contar ni siquiera con la fachada de una familia feliz. ¿Tendría fuerza para soportarlo?
Quiero que me prometas que vendrás a mí cuando el dolor de estar sola sea demasiado grande.
¿Estaría poniendo en peligro el futuro de Richard y Phillip porque deseaba a un hombre que no era su es¬poso? ¿Un hombre que, según Rebecca, no aceptaría a sus dos hijos?
En cuanto el carruaje se detuvo frente a la casa de los Petre, ______ abrió con fuerza la puerta del vehículo y saltó fuera. Beadles estaba de pie sobre el escalón inferior, con la boca abierta ante aquella falta de decoro.
—Por favor envía a Emma a mi aposento, Beadles.
—Muy bien, señora.
______ alzó sus faldas y subió la escalera corriendo y jadeando. Su corsé estaba demasiado apretado, se des¬mayaría por falta de oxígeno, lo cual era una sensación mucho más agradable que la que sentía en el estómago.
La alfombra roja que cubría los escalones parecía más brillante. Más molesta. Había durado dieciséis años y probablemente duraría otros dieciséis más.
Sentía terror ante la velada que se avecinaba, senta¬da a la mesa, sonriendo y fingiendo. O tal vez era pasar la noche con Edward lo que le provocaba pavor.
Le había dicho que tenía pechos como ubres cuan¬do le pidió que tuvieran relaciones. ¿Qué le diría cuando le pidiera el divorcio?
No es demasiado tarde, retumbaron los latidos de su corazón. Todo lo que debía hacer era bajar corriendo escaleras y llamar a su madre por teléfono y decirle que por supuesto que no quería el divorcio, que todo había sido a causa del rosbif que había comido a mediodía. Podía decir que posiblemente estaba en mal estado y que su decisión había sido producto de la indigestión.
Arriba en su habitación, rosas de color rosado oscuro cubrían las paredes. Echó un vistazo a la pesada cama de cerezo en la que había pasado la noche de bodas.
Las cortinas estaban corridas; no se había encen¬dido el fuego en la chimenea para darle la bienvenida. Los cajones de la cómoda contenían su ropa interior y sus ca¬misones y en el armario estaba toda su ropa, pero parecía como si fuesen de otra persona, como era de otra per¬sona el cuerpo que esperaba entre las sábanas frías y hú¬medas.
Había dado a luz a sus dos hijos en esa cama. ¿Cómo podía abandonarla?
Un golpe suave en la puerta retumbó en la estan¬cia. A ______ se le subió el corazón a la garganta.
—Señora Petre, ¿puedo entrar?
Tragó saliva; su corazón volvió a acomodarse en el pecho. Emma. Por supuesto. Le había pedido a Beadles que la enviara. ¿Por qué pensar que su esposo acudiría a ella después de rechazar tan firmemente sus intentos? Segura¬mente estaría todavía en el Parlamento y no regresaría has¬ta dentro de una hora más o menos.
—Entra, Emma.
La cara redonda de Emma resultó agradablemente familiar.
— ¿Le preparo el baño, señora?
—Sí, por favor.
El vapor caliente subía en espirales desde la bañera, ______ se sumergió agradecida en el agua caliente. ¿Qué pensarían los niños de su decisión?
¿Cómo afectaría el divorcio a sus vidas en el colegio?
Apoyó la cabeza en la bañera de cobre. Y se preguntó qué tipo de baño tendría el Jeque Bastardo. Inmediata¬mente, la imagen del falo artificial relampagueó ante sus ojos.
No era tan largo como los dos anchos de su mano.
______ se puso de pie en la bañera en medio de una cascada de agua. Intentó borrar sus pensamientos frotándo¬se enérgicamente para secarse, reemplazando el dolor mental por el dolor físico. Después de ponerse las medias, los calzo¬nes y la camisola en solitario, Emma la vistió silenciosamen¬te, como si supiera que ______ necesitaba tranquilidad.
Edward la estaba esperando abajo, vestido para la cena. La miró de arriba abajo, como si fuera un caballo en venta. O una esclava sobre una tarima de subastas.
Cogió su capa y se cubrió los hombros mientras Beadles la observaba solemnemente. En el carruaje, la os¬curidad y una distancia que nada tenía que ver con el asien¬to de cuero que separaba sus cuerpos y sí con las necesi¬dades que dividían sus vidas les envolvió.
—Hoy he hablado con mi madre, Edward.
Por fin. El alivio se mezcló con el temor.
—Por supuesto. Es martes.
La súbita aceleración de los latidos del corazón de ______ ahogó el ruido de los cascos de los caballos y el chirrido y el traqueteo de las ruedas del carruaje.
—Le he dicho que quería el divorcio.
—Y esperas que tu madre influya sobre tu padre en tu nombre.
No parecía sorprendido. Su voz era tranquila, razo¬nable, ligeramente comprensiva. La misma voz que le ha¬bía hablado en su habitación oscura, diciéndole cosas que hubiera preferido no haber oído nunca.
Intentó refrenar una oleada de desesperación.
—Tienes una amante, Edward.
—Te he dicho que no es así.
—No creo que los tribunales lo admitan.
—______, eres increíblemente ingenua. Si tú tuvie¬ras un amante, entonces seguramente yo podría pedirte el divorcio. Lo único que puedes hacer tú, como mujer, si pruebas que tengo una amante, es pedir la separación.
______ estaba atónita:
—No te creo.
La Biblia había establecido claramente que el adul¬terio era motivo de divorcio... si la mujer era adúltera. No había dicho nada sobre la infidelidad del hombre.
—Si pudieras probar que te pego más allá de las dis¬cusiones cotidianas, tal vez los tribunales lo vieran dife¬rente. Pero yo no te maltrato, ______. Tienes todo lo que una mujer puede desear. Un hogar, niños, una cuantiosa asignación. Si vas a un tribunal y pides el divorcio porque no me acuesto contigo, no podré protegerte.
— ¿A qué te refieres?
—El tribunal te puede considerar ninfómana, una mujer alterada que necesita ayuda médica. Hay muchos manicomios que están especializados en el tratamiento de mujeres mentalmente trastornadas. Podrían recomendar que fueras enviada a uno de ellos.
De pronto, ______ sintió sus labios más secos que la leña.
—Y tú lo permitirías.
—No me dejarías otra opción.
—Entonces pediré la separación.
—Prefiero verte en un manicomio. Generaría más compasión entre el público.
Se estaba volviendo cada vez más difícil mantener la calma.
—Edward, tú no me amas.
—No, no te amo.
— ¿Entonces por que continuar con esta farsa de matrimonio?
—Porque mis votantes no creen que sea una farsa.
La neblina se aplastaba contra la ventana; una tenue luz resultó ser una farola de la calle. Unas horas antes había sido un globo dorado; ahora era un círculo lúgubre de luz.
Un susurro de ropa sonó en la densa oscuridad, se¬guido por el crujir de resortes. Las manos agarrotadas de ______ fueron de pronto aprisionadas.
Emitiendo un grito sofocado, se volvió hacia Edward. Hacía una semana habría tomado aquel contacto ines¬perado como una buena señal. Ahora intentó sacudir las manos en vano para liberarse.
Edward era sorprendentemente fuerte.
—______, no entiendo lo que te ha ocurrido. Ha¬ce una semana estabas satisfecha. Hay cosas mucho más im¬portantes que compartir el lecho con un hombre. Tenemos dos hijos; has sido de inestimable valor para mi carrera. Es agotador, pero tiene sus recompensas. Eres una de las mujeres más respetadas de Inglaterra. Sé que amas a Richard y a Phillip. Debes saber que una mujer que pide el divorcio o la separación no obtiene la custodia de sus hijos. El padre es el tutor legal del niño y tiene el derecho de protegerle has¬ta que cumpla los dieciocho años. Si el padre considera que la madre está amenazando el bienestar de su hijo, puede po¬ner reparos a su influencia. ¿Sabes lo que eso significa?
______ dejó de pelear.
Oh, sí, sabía lo que eso significaba.
No sólo perdería a sus hijos si se le concedía el di¬vorcio o la separación, los perdería ahora si no seguía co¬mo los últimos dieciséis años.
—Comprendo, Edward. —Su voz era hueca.
Él soltó sus manos y le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Sabía que lo entenderías. —Un nuevo susurro de tela y el crujido de los muelles indicó que había vuelto al otro lado del carruaje.
—He estado pensando. Últimamente vas poco ele¬gante. Aunque tus vestidos son de calidad, no hay necesidad de parecer un mamarracho. La esposa de Hammond, en cambio, es encantadora. Tal vez debas pedirle el nombre de su modista. Y por cierto, ______. No volverás a admitir nunca más a la condesa Devington en mi casa.
Lemoine
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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA) - Página 3 Empty Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)

Mensaje por Lemoine Sáb 02 Feb 2013, 1:59 am

CAPITULO 16



______ miró hacia las manos enguantadas del mozo, luego a la aldaba repujada, con las pa¬labras CONDESA DEVINGTON grabadas nítidamente sobre ella. El sonido del golpe metálico del bronce atravesó los pálidos y débiles rayos de sol.
Su residencia era el hogar de Edward; acataría sus reglas dentro de la casa, pero no se doblegaría como una niña. Iría a donde quisiera... y hoy visitaría a la condesa.
La condesa le había dicho que si alguna vez necesi¬taba hablar, su puerta estaría abierta. Pero aquella visita no tenía nada que ver con su ofrecimiento. ______ no podía discutir con su madre y, desde luego, no iba a molestar a la madre del Jeque Bastardo.
La puerta blanca se abrió. Un mayordomo miró im¬pasible, primero al mozo y luego a ______.
Ella le dio su tarjeta, con la punta doblada.
—Quisiera ver a la condesa Devington, por favor.
El mayordomo se inclinó, mostrando una cabeza con un negro cabello corto y ondulado.
—Veré si su señoría está en casa.
______ le indicó al mozo con la cabeza que se retirara.
—Tommie, puedes esperar en el carruaje.
Tommie, el joven de diecinueve años que había en¬fermado inesperadamente el día de la espesa neblina cin¬co noches antes, se quitó la gorra de lana.
—Como usted diga, madame.
______ observó los débiles rayos de sol jugando sobre la aldaba de bronce. Pensamientos oscuros, furiosos y terribles asolaban su mente.
Edward había amenazado con quitarle a sus hijos y con enviarla a un manicomio.
No podía vivir así.
Pasaron pocos minutos antes de que volviera el ma¬yordomo. Se volvió a inclinar.
—Si es tan amable de seguirme, señora Petre.
Caminó tras él. Sus pasos fueron amortiguados por la alfombra oriental que cubría el suelo de roble del pasi¬llo. La luz se filtraba a través de las ventanas, deslizándose sobre la brillante madera. Al final del corredor el mayor¬domo abrió una puerta para dejar paso al hueco de una es¬calera, iluminado por una claraboya.
Descendió sigilosamente, con la espalda rígida... en una postura que sería envidiada por el propio Beadles. De repente se detuvo e inclinándose abrió otra puerta, dando un paso atrás.
Un vapor caliente, denso y húmedo subió por el hueco de la escalera. ______ entró con enorme curio¬sidad.
Había oído hablar de los baños turcos, pero jamás había visto uno. Y, a medida que sus ojos se acostumbra¬ban a la tenue luz, sufrió una decepción al ver que tam¬poco ahora estaba en uno de ellos.
La condesa nadó pausadamente hacia ______ en una bañera del tamaño de un estanque. Y no llevaba traje de baño. Las pálidas líneas de su cuerpo desnudo se reflejaban bajo el vapor y el agua.
______ jamás había visto a una mujer desnuda que no fuera ella misma.
—Condesa Devington —tartamudeó—. Disculpe, no quise importunarla. El mayordomo... vendré en otro momento, cuando sea más conveniente.
Una risa suave flotó desde el agua. Era tan desinhibida como la del Jeque Bastardo.
—Querida ______, no seas ridícula.
—Pero usted... usted está... —Inhaló el vapor denso y pesado.
—Bañándome. —La condesa carecía por completo de la modestia de ______—. Pensé que tal vez sintie¬ras curiosidad por conocer algunas cosas sobre la vida en Arabia. El baño es muy importante para los árabes, tan¬to para los hombres como para las mujeres. Yo me vol¬ví adicta al baño turco, así que instalé uno cuando regresé a Inglaterra.
Levantó sus delgados brazos fuera del agua y aplau¬dió. Esto le proporcionó a ______ una perspectiva com¬pleta de sus pechos. Eran redondos y firmes, no parecían pertenecer a una mujer de cincuenta y siete años.
______ apartó los ojos rápidamente. Aquello era absurdo. Había manipulado un falo artificial. Sin duda podía dominar la vergüenza de ver el cuerpo desnudo de otra mujer. Pero aunque lo intentara, no podía mirar a la condesa.
—Josefa, acompaña a la señora Petre detrás del biom¬bo y ayúdala a desnudarse. No está habituada a nuestras costumbres.
Una pequeñísima y arrugada mujer, con un vestido similar a un rollo de seda alrededor de su cuerpo, avanzó decididamente hacia ______.
Sintió que su cuerpo se ponía rígido de temor. Ella era inglesa, no árabe, y no iba a exhibir sus pechos similares a ubres y sus caderas flácidas.
—Realmente no creo que deba...
—En Arabia, las mujeres del harén se bañan juntas. Es un momento para reír, hablar y relajarse sin la intromi¬sión de los hombres.
—La voz de la condesa tenía cierto tono nostálgico—. Perdóname si esto te avergüenza. Pensé que tal vez podías disfrutar de una de las más placenteras costumbres árabes, pero veo que me he equivocado...
______ se sintió inexplicablemente mojigata... e infantil. Soltó la primera excusa que se le ocurrió.
—No sé nadar.
—El suelo del baño es escalonado; comienza en un extremo con un metro de profundidad y llega al metro cincuenta en el otro. Es mucho más seguro bañarse aquí que en el océano. Pero si realmente no deseas bañarte conmigo, por favor, no creas que me voy a ofender. No es una costumbre europea; mucha gente inglesa opina que es repulsivo bañarse a diario y mucho más hacerlo en grupo.
______ no supo si tomar aquello como un insul¬to o no. Ella se bañaba... a diario.
—No creo que sea repulsivo, condesa Devington, sólo que...
Respiró profundamente, casi atragantándose con el espeso vapor.
—Jamás en mi vida he estado completamente des¬nuda delante de nadie. —Salvo de su esposo, pero era me¬jor alejar aquel recuerdo—. Ni siquiera me miró el médi¬co cuando di a luz a mis dos hijos.
—Entonces has tenido suerte de que el doctor te extrajera un vigoroso bebé y no un par de amígdalas.
El comentario sarcástico de la condesa provocó una carcajada repentina a ______. Una vez confiada, no es¬taba preparada para defenderse de la mano sorprendente¬mente fuerte que la agarró y comenzó a empujarla sua¬vemente hacia el fondo de la estancia.
______ abrió la boca asombrada, la cerró y volvió a abrirla. La diminuta viejita —dedujo que sería una da¬ma árabe por el color oscuro de su piel, aunque a lo me¬jor se equivocaba. También Muhamed era europeo y ella había pensado que era árabe— era como una hormiga implacable que arrastraba el doble de peso detrás de ella.
Una risa sofocada arremolinó el vapor, procedía de la condesa. Con los labios apretados, ______ intentó liberarse, luego se dio cuenta de que pelear era menos digno que ser arrastrada. Un gran biombo lacado apareció en el medio de la sofocante neblina. Antes de que ______ pudiera reaccionar, la viejita la empujó tras la mampara y comenzó a arrancarle el bolso, la capa, el sombrero, los guantes. Sus manos estaban en todas partes
Era demasiado humillante para describirle ______ jamás había sido maltratada. De niña, una palabra de censu¬ra había sido suficiente para hacerla obedecer. No había nin¬gún episodio en su vida que pudiera comparar con aquel. De repente, le dieron la vuelta para que su espalda quedara frente a la mujer árabe. ______ tropezó y cayó hacia delante con las manos abiertas, estrellándose con¬tra una húmeda pared esmaltada. Unas manos pequeñas y hábiles se concentraron en su espalda, en los botones de su vestido.
______ intentó girarse.
--Por favor no haga eso. No quiero... deténgase, por favor... —Pero a pesar de sus protestas, los botones se li¬beraron y el pesado vestido de lana salió por encima de sus hombros.
Se olvidó del decoro y de que las damas inglesas no levantan la voz.
— ¡Condesa Devington!
—Josefa no comprende el inglés cuando no le conviene gritó la condesa con voz extrañamente atragantada. No estarás con el período, ¿verdad?
La humillación abrasó la piel de ______. Había algunas cosas que una no mencionaba jamás. Ni siquiera ante una mujer a mujer.
Giró liberándose de aquellas manos hostiles y aga¬rró con fuerza el corpiño de su vestido.
— ¡He dicho basta!
Resoplando, la viejita dio un paso atrás con las ma¬nos en las caderas, emitiendo una serie de palabras com¬pletamente incomprensibles.
______ supuso que hablaba árabe. Pero no sonaba ni remotamente como el que había oído al Jeque Bastar¬do. En él parecía erótico, sensual Aquella mujer tenía un tono... maligno.
— ¡Ya basta, Josefa! —La orden de la condesa atra¬vesó el vapor.
En silencio, la viejita árabe lanzó una mirada iracunda a ______.
______ se apretó aún más el vestido contra el pecho. — ¿Qué... qué ha dicho?
—No hay necesidad de traducir. —La voz de la con¬desa se había acercado... había nadado a la parte más pro¬funda de la piscina que se encontraba cerca del biombo.
—Por favor. —______ hizo un gesto desafiante hacia la vieja—. Me gustaría saberlo.
—Ha dicho que las damas inglesas sois todas igua¬les. Despreciáis a su país e insultáis a su ama.
— ¡Eso es mentira! —Gritó ______ con indignación—. ¡Siento un profundo respeto por la cultura árabe. ¡Incluso conozco algunas frases en ese idioma! Y si hubiese sido mi intención insultar a su señora, ¡no vendría a su casa para hacerlo!
De la boca de la mujer árabe escaparon aún más palabrotas. Unos ojos asombrosamente brillantes se dirigieron a ______.

— ¡Qué ha dicho ahora? —gritó ______ todavía mas beligerante.
--Dice que no cree que sepas nada de árabe. Que las mujeres inglesas mienten porque no saben cómo decir la verdad.
______ enderezó su espalda, incapaz de dejar pa¬sar el desafío.
—Ma'e e-salemma —dijo con claridad, lo suficien¬temente fuerte para que la condesa la oyera. Taliba —no, aquello era entre ella y el Jeque Bastardo—. Sabah el kheer —y después, sólo para los oídos de la mujer árabe—: El besiss mostahi —el descarado e indecente.— Esperaba que las frases un tanto groseras no fueran usadas simplemente en un contexto sexual.
La anciana señaló con el dedo a ______ y descar¬gó una sarta de improperios árabes.
La condesa no esperó a que le pidieran que tradu¬jera.
—Josefa dice que hablas su lengua con la delicadeza de un camello y aun así te burlas de su cultura e insultas a su señora al no compartir el baño. Pero te perdona porque eres inglesa y las mujeres inglesas son débiles y cobardes.
El vapor espeso y sofocante subió directamente a la cabeza de ______. Pasó el pesado corpiño de lana por sus brazos y lo dejó resbalar por sus caderas.
—No soy una cobarde —dijo apretando los dientes, mientras se quitaba el polisón de la cintura. El golpe seco, producto de la caída, fue absorbido por el vapor.
______ clavó la mirada en la anciana, necesitando demostrarse a sí misma que podía llegar más lejos al desabrochar la cinta de la primera enagua.
Le había pedido al Jeque Bastardo que le enseñara a darle placer a un hombre.
______ soltó la cinta de su segunda enagua, que cayó como un montón de algodón húmedo.
Le había pedido a su esposo el divorcio y él la había amenazado con quitarle a sus hijos.
—Yo... no soy... una cobarde —insistió, de pie con su corsé, camisola y calzones, retándola a repetir el agravio
Josefa hizo un gesto circular con su mano derecha para que ______ se diera la vuelta mientras sus ojos bri¬llantes la desafiaban a hacerlo.
______ se acordó del cruel examen de su esposo y supo que fuese o no real, la anciana árabe la respetaría más por su valor que por su belleza. Se dio la vuelta.
La humedad se acumulaba entre sus pechos y co¬menzaba a descender como un hilo hacia su abdomen. Qui¬tarse el corsé fue un placer. Pero hasta allí llegaría... por ahora.
Cruzando los brazos, ______ se colocó frente a la vieja e hizo un gesto con la cabeza hacia el biombo... lue¬go suspiró aliviada cuando la vio marchar. Murmullos apa¬gados flotaron entre el vapor. ______ decidió que no que¬ría saber los comentarios que Josefa estaría haciendo sobre su cuerpo.
Sin el desafío inmediato que representaba la vieja, ______ sintió que el valor le abandonaba. Sencillamen¬te no podía hacerlo; no podía bañarse desnuda con la con¬desa...
Sí podía.
Cuando se hubo quitado los zapatos y despojado de sus calzones y medias volvió a aparecer la vieja al otro la¬do de la mampara.
Reprimió un grito sofocado, demasiado sorprendi¬da como para cubrir alguna parte de su cuerpo. Pero no duró mucho. La anciana le tendió una toalla grande y gruesa que ______ aceptó agradecida. Se la enroscó alrede¬dor del cuerpo y caminó descalza desde el otro lado de biombo, con la mujer siguiéndola de cerca. Dio algunos saltitos; el suelo de madera estaba caliente.
Cuando llegó al borde de la piscina, la vieja agarró extremo de la toalla y tiró de ella. Elizabeth saltó al agua.
Fue...
Increíble.
Agachándose para que sus pechos estuvieran sumer¬gidos, extendió los brazos para mantener el equilibrio. El agua acariciaba cada centímetro de su piel, sus pechos, sus caderas, sus muslos. ______ jamás se había sentido tan... liberada.
— ¿Estás bien?
______ giró en redondo.
—Esto es.... extraordinario.
La condesa sonrió; mechones de su pelo rubio se aplastaban contra su cara.
—Me alegro tanto de que te guste. Si fuera un baño turco de verdad, habría tres piscinas; una caliente, otra tem¬plada y la tercera fría. Encuentro que la caliente es la que mejor le sienta al clima inglés.
Bucles de pelo se deslizaban fuera del rodete de ______, adhiriéndose a su cuello y espalda mojados.
—Lord Safyre... ¿tiene un baño turco?
—Sí. Joseph ha conservado muchas costumbres árabes.
______ quería pedirle a la condesa que las enumerara, pero luego desistió. Tal vez mantenía un harén com¬pleto en algún lugar de su casa.
¿Pero por qué habría de llegar a primeras horas de la madrugada exhalando perfume de mujer si tuviera su propio harén?
Un temblor frío recorrió su espalda.
—Mi carruaje... está fuera. Nunca pensé..., quiero decir mi intención era una breve visita...para desafiar a mi esposo.
— ¡Josefa! —La voz de la condesa corrió suavemente por el agua. La vieja árabe se acercó al borde de la piscina. Josefa. —La condesa se volvió hacia ______—:
—¿Quieres que el carruaje regrese a buscarte o prefieres volver a tu casa en uno de los míos?
—Yo... que regrese, por favor.
—Josefa. Dile a Anthony que informe al cochero de la señora Petre que tiene que venir a recogerla dentro de tres horas.
¡Tres horas!
Josefa desapareció antes de que ______ tuviera al¬go que objetar a lo que la condesa había ordenado.
La condesa sonrió a ______.
—Así tendremos tiempo para charlar largo y ten¬dido.
______ se internó con desconfianza en las aguas más profundas. Imaginó bellas concubinas congregadas en los bordes de la piscina, charlando y riendo felices en la ca¬sa del Jeque Bastardo.
— ¿Cómo son las mujeres del harén? —Preguntó im¬pulsivamente— ¿Son... hermosas?
—Oh, sí. —La condesa giró los brazos suavemente en el agua, creando pequeños remolinos—. De otra for¬ma no habrían sido compradas.
______ sintió una punzada de envidia... no de ser vendida como esclava, por supuesto, sino de lo increíble que sería sentirse tan deseada por un hombre para que és¬te ofreciera por ella una gran suma.
—Lord Safyre dijo que están más preocupadas por darle placer a un hombre que por buscar su propio placer.
—Ah... —La condesa dejó de hacer movimientos perezosos—. Por supuesto que es verdad, en general, pero nunca he preguntado... Los hombres árabes son muy discretos cuando se trata de hablar de mujeres.
—Siba —murmuró ______ lacónica. La condesa se rió con entusiasmo.
—Es un placer hablar con una mujer que conoce estas cosas.
______ se internó más profundamente en la pis¬cina, hasta que el agua le llegó a la barbilla.
—Cómo me gustaría saber nadar.
—Joseph es un excelente nadador. Tuvo su prime¬ra clase aquí, en esta piscina.
______ intentó reprimir su curiosidad, pero no pudo. Había imaginado a Joseph experimentando muchos tipos de amor, pero nunca el existente entre una madre y su hijo.
— ¿Cuántos años tenía?
—Tres. Se escabulló de los brazos de Josefa y saltó al agua, justo allí. —La condesa señaló la parte más pro¬funda de la piscina, en donde medía un metro y medio—. Cuando lo saqué, escupió un chorro de agua y se rió.
Una sonrisa nostálgica dobló las comisuras de los labios de ______.
—Cuando Phillip tenía tres años descubrió que el pasamanos de la escalera podía ser un gran tobogán. Lo atrapé justo cuando salió volando por el otro extremo. Se rió y me abrazó, preguntándome si lo podía llevar de nue¬vo arriba para hacerlo otra vez.
La condesa se rió de nuevo. — ¿Cuántos años tiene ahora?
—Once... casi doce. Ingresó en Eton el otoño pa¬sado. Richard, mi hijo mayor, hará sus exámenes para en¬trar en Oxford dentro de seis meses. —En la voz de ______ se adivinaba su orgullo de madre—. Sólo tiene quince años.
—Parecen dos niños encantadores.
—Oh, lo son. —El tono de ______ fue emocionado—, No sabría qué hacer sin ellos.
No dejaría que Edward se los quitara. El agua comenzó a fluir y a echar espuma; la corriente resultante elevó los pechos de ______. Su irónico comentario con respecto a que los pechos grandes de una mujer podrían servir como boyas era más acertado que nun¬ca, pensó mordaz.
Recordó en el acto la instrucción del Jeque Bastar¬do. Puede colocar su miembro entre sus pechos y apretar¬los... como si fueran una vulva.
Mientras intentaba alejar aquellos pensamientos con rapidez, ______ vio que la condesa estaba flotando so¬bre su espalda.
Sus ojos se abrieron horrorizados. La condesa no te¬nía vello púbico. De hecho, no tenía absolutamente nada de vello en todo su cuerpo.
Girando, usó sus brazos para desplazarse más rápida¬mente a través del agua hacia el borde de la piscina. Inclinó la frente sobre el azulejo y cerró los ojos para contra¬rrestar las imágenes prohibidas que inundaban su imagi¬nación.
Joseph. Desnudo. La columna dura de un miembro cubierto de venas elevándose en un pubis sin vello.
El agua se arremolinaba a su espalda. ______ podía sentir a la condesa, sólida en lugar de líquida. Su pregunta salió sin que lo planeara.
— ¿Trajo a su hijo a Inglaterra para que no se lo qui¬taran?
Una suave palmada de agua acarició los azulejos. ______ pensó que la condesa no respondería. Pero...
—No. Traje a mi hijo a Inglaterra porque no pude soportar dejarlo atrás.
— ¿Se arrepiente... de haberse ido? Una mano delicada ajustó una hebra de cabello en el moño húmedo de ______.
______ se puso tensa. Aquel gesto era maternal, algo que ella haría a uno de sus hijos. No pudo recordar cuándo su propia madre la había tocado así.
—Sí. Pero si tuviera que hacerlo de nuevo, no lo dudaría.
— ¿No cree que le debía a su hijo que permaneciera con su padre?
La pregunta salió antes de que ______ pudiera de¬tenerla. Esperó la respuesta con los hombros tensos y la mirada fija sobre el suelo de madera cubierto de vapor.
—Sí. No. No es una pregunta fácil de responder. Creo que Joseph se habría sentido feliz si nos hubiéramos que¬dado en Arabia. Pero yo no hubiera sido feliz, y mi triste¬za le habría afectado mucho más que el perjuicio que le cau¬sé al traerlo a Inglaterra. Era feliz aquí, rodeado de amigos y gente que lo amaba. Pero cuando cumplió doce años, ya no podía protegerlo de aquellos que podrían difamarlo por su origen. Los árabes tienen una actitud diferente de los in¬gleses con respecto a los hijos ilegítimos. Fue entonces cuan¬do le envié con su padre. Y lloré. Y me preocupé. Y confié en que el amor que yo le había dado fuera lo suficientemente fuerte como para acompañarlo en su edad adulta.
Una estela de vapor caliente y húmedo se deslizó por la mejilla de ______.
Otras palabras, palabras masculinas, retumbaban dentro de sus oídos. Tus hijos pronto serán hombres. ¿Quién te quedará entonces, taliba?
______ se preguntó qué diría la condesa si le con¬tara que había pedido el divorcio a Edward. Se preguntó también qué diría Joseph si ______ le dijera que Edward había respondido amenazándola con quitarle a sus hijos.
Tomando aire, ______ miró de frente a la conde¬sa temblando.
—Gracias por compartir su baño conmigo. Es una experiencia que guardaré como un tesoro.
______ se estremeció ante el contacto de la pálida y delgada mano que se acercó para limpiarle la humedad de la mejilla.
La condesa contempló su obra, estiró la mano y seco la otra mejilla de ______.
—Puedes venir a bañarte aquí cuando lo desees. De¬jaré instrucciones a mis criados para que puedas tener libre acceso a mi casa. Sólo te pido que no te bañes sola. Josefa debe acompañarte siempre; si te pasa algo mientras estás en el agua, ella te salvará.
Seguramente Josefa tenía ochenta años y pesaba la mitad que ______.
— ¿Y quién salvará a Josefa? —preguntó ásperamente.
Una cálida risa encrespó el vapor.
—No juzgues a la gente por su tamaño. Los peque¬ños a menudo son fuertes. Y ahora debemos salir del agua o ambas nos arrugaremos por completo.
—¡Josefa!
Josefa apareció mágicamente con dos toallas. ______ se sorprendió; no la había oído volver tras el encargo que la condesa le había encomendado.
—Te mostraré otro pasatiempo favorito del harén. Y luego tomaremos café.
Unas pequeñas escaleras permitían salir de la pisci¬na. ______ apartó la mirada mientras la condesa se seca¬ba desinhibidamente. Ella escogió el refugio del biombo lacado.
¡Su ropa había desaparecido! En su lugar había una bata de seda verde.
Rápidamente ______ se secó y se la puso. Le que¬daba bastante larga y demasiado apretada en el pecho.
La condesa, con una bata de seda azul oscuro y una toalla como turbante alrededor de su cabeza, comprendió la expresión de ______ cuando salió del biombo.
—Hay demasiada humedad aquí abajo. Josefa ha lle¬vado tu ropa arriba y la ha colocado junto al fuego para que se seque.
Como no tenía elección, ______ levantó el borde de su bata y descalza siguió a la condesa por las escaleras. Pasaron el segundo rellano hasta llegar al tercero. Esperando que ningún criado estuviera espiando —la seda se pegaba a su cuerpo como piel mojada— llegaron a un ves¬tíbulo cubierto con una alfombra rosa claro.
La sala de la condesa estaba decorada en rosa páli¬do y verde, con una alfombra de lana oriental combinada en varios tonos de los mismos colores. Era inglesa con un original toque árabe. Una versión femenina de la casa de Joseph.
—Ven, siéntate.
La condesa dio una palmadita sobre el sofá que ha¬bía a su lado. Estiró la mano y cogió un objeto extraño con forma de botellón de una mesa de teca. Un largo y delga¬do tubo sobresalía del estrecho cuello de latón; en la pun¬ta tenía una boquilla también de latón.
Con el objeto entre sus labios, la condesa encendió un fósforo y lo colocó encima del cuenco de la exótica pie¬za. Una delgada columna de humo se enroscó hacia arriba, como si saliera de una pipa. Otra columna de humo seme¬jante salió de los labios de la condesa.
Le ofreció aquel tubo flexible a ______.
—No hay nada como fumar después del baño.
El Jeque Bastardo le había invitado a fumar. Ella lo había rechazado porque una mujer respetable no debía ha¬cerlo. ¿Habría pensado él que estaba despreciando su cul¬tura?
— ¿Cómo se llama esto... en árabe?
—Se llama bookah. Tiene agua dentro y el humo se aspira a través del agua para purificarlo.
Como si fuera una serpiente a punto de atacarla, ______ aceptó el tubo y acercó la boquilla de latón a sus labios.
— ¿Qué debo hacer?
La condesa se inclinó hacia delante; sus ojos grises brillaban con complicidad. De pronto, ______ se sintió como la muchacha que nunca había sido, haciendo novillos con una compañera del colegio.
—Chúpala... suavemente... toma el humo en tu bo¬ca pero que no llegue a tus...
Un fuego brutal estalló en sus pulmones. Se atra¬gantó y tosió para acabar riéndose con la condesa mientras intentaba mantener aquel humo en su boca en lugar de dejarlo descender a sus pulmones.
—Ummee, no eres muy buena maestra.
______ aspiró más humo, un pequeño fuego en lugar de un incendio abrasador. La condesa le palmeó sua¬vemente la espalda mientras un par de ojos turquesas la en¬candilaban desde el otro extremo de la sala.
De forma brusca, desesperadamente consciente de la bata de seda húmeda que se pegaba a su cuerpo desnu¬do y la guirnalda de humo que formaba un halo sobre su cabeza, empujó el tubo de goma hacia la condesa.
—Me tengo que ir...
Moviéndose como un relámpago, el Jeque Bastardo dio un paso adelante como si pudiera evitar que se levan¬tara del sofá. Al mismo tiempo, la condesa alzó una mano autoritaria.
—Si la presencia de mi hijo te molesta tanto, ______, entonces tendrá que retirarse.
Aquellos hermosos ojos turquesas... estaban devas¬tados por el dolor.
______ tomó una bocanada de aire cargado de hu¬mo y lo retuvo en sus pulmones hasta que le dolieron.
Si ella lo rechazaba aquí, ahora, ante su madre, no lo vería jamás. No bailaría con él nunca más. Y tampoco vol¬vería a escuchar el tono entrañable de su voz cuando la lla¬maba taliba.
Su aliento se escapó como un suspiro.
—No hay necesidad de ello.
En un abrir y cerrar de ojos apareció Josefa frente a ella, con una gran bandeja de bronce. Un párpado arrugado le hizo un guiño.
______ la miró fijamente.
Joe liberó a la anciana de la pesada bandeja de ca¬fé y la dejó sobre la mesa junto a la condesa. Josefa lanzó una sarta de palabras árabes. Con la mirada turquesa po¬sándose sobre los pechos de ______, él respondió en su lengua nativa.
—En inglés, por favor —reprendió la condesa—. Joseph, puedes sentarte.
Lord Safyre se situó sobre la alfombra, a sus pies, con las piernas cruzadas flexiblemente... un jeque con pan¬talones de lana marrón y una chaqueta de tweed. ______ se ajustó la bata, casi a punto de resbalarse del sofá sobre el regazo de él. La seda sobre seda era más escurridiza que un niño de dos años.
Josefa se llevó el hookah mientras la condesa servía el café. El aroma de aquella bebida fuerte y azucarada se mezcló con el acre incienso del tabaco.
______ soltó la pregunta que la intrigaba desde que había conocido a la condesa por primera vez.
— ¿Tiene usted los ojos de su padre?
En aquellos dos rostros diferentes, uno tan oscuro y otro tan pálido, afloró una idéntica sonrisa, retumbando en una carcajada compartida. El timbre de su risa era igual, uno suavizado por la feminidad, el otro agravado por la masculinidad.
______ se puso rígida. No le gustaba ser objeto de una broma, aunque el sonido de la risa de aquellas perso¬nas fuese encantador.
—Por favor, disculpe mi curiosidad...
—Por favor, disculpa nuestra falta de cortesía. —La condesa le ofreció a ______ una pequeña y delicada taza con el borde de oro—. Todavía no hemos podido determinar de qué parte de la familia ha sacado sus ojos Joseph. Ciertamente no ha sido del mío, pero por otro lado, tampoco hay nadie del lado de su padre que tenga ese color tan particular. Son los ojos de Joseph y de nadie más.
Sí, ______ había pensado aquello la primera vez que lo había visto.
Joe extendió un plato de pegajosos pastelillos a ______.
—Es baklava, una pasta hecha con nueces empa¬pada en miel. Josefa hace la mejor de todo Oriente y Oc¬cidente.
—Son los preferidos de Joseph —agregó la condesa suavemente.
¿Había mandado llamar la condesa a su hijo mien¬tras se estaban bañando? ¿Y la idea enfurecía a ______... o le agradaba?
Recordó la desaprobación de su madre. El recuerdo fue reemplazado por la honestidad de la condesa.
No puedo arrojar piedras contra mi propio tejado, ______, porque no cambiaría ni un solo momento de los que pasé junto a mi jeque por una virtuosa vida inglesa.
______ eligió con solemnidad un pequeño dulce dorado salpicado de almendras.
Luego Joe acercó el plato a la condesa. También ella tomó ceremoniosamente un pedazo de baklava. Y por último él hizo lo mismo. Como si estuvieran sincroniza¬dos, mordieron las delicadas pastas.
______se sintió como si acabaran de hacer un vo¬to solemne. Como si, inexplicablemente, se hubieran con¬vertido en una familia.
Edward era huérfano. Ella jamás había tenido una suegra.
Ella jamás había tenido un esposo.
Tragó.
—Son deliciosas. ¿Qué otras comidas les gustan a los árabes?
—El cordero. —La condesa lamió delicadamente sus dedos para quitarles la miel. —Arroz pilaf.
Joe sostuvo la mirada de ______.
—El corazón de paloma preparado en vino y especias.
—Los árabes deben tener un amplio surtido de pa¬lomas —replicó rápidamente ______—. O muy poco apetito.
Los ojos de Joe centelleaban con un fuego tur¬quesa. La miró como si fuera un hombre hambriento, y ella una mujer muy sabrosa.
—Los árabes son famosos por su apetito. Y por sus méritos también.
______ no pudo evitarlo... se rió. Y se dio cuenta de que no volvería a pensar en él como el Jeque Bastardo. Él era, simplemente, un hombre.
Lemoine
Lemoine


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