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El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Nembre esq no se vale! Aaggh! No me digas que es Gay! :O vddd! Hjdfhsdfdhdsdfd
Spero y subas pronto cap:) aqi y en la otra nove:3
Spero y subas pronto cap:) aqi y en la otra nove:3
Pao Jonatica Forever :3
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Baile de 5 segundos Segunda pagina! Yeahh! Spero y nos recompenses jaja :P
Pao Jonatica Forever :3
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
CAPITULO 4
Un estruendoso sonido metálico alejó bruscamente a ______ de debajo del cuerpo des¬nudo del Jeque Bastardo. Un aroma espeso y empalagoso invadía el aire.
¿Y por qué siente estima usted, lord Safyre?
Por una mujer, señora Petre. Una mujer caliente, hú¬meda, voluptuosa, que no le teme a su sexualidad ni siente vergüenza de satisfacer sus necesidades.
______ abrió los ojos de golpe.
La cara redonda y simpática de Emma estaba en¬vuelta en humo; se inclinó sobre la mesilla junto a la cama, haciendo girar una cuchara dentro de una taza de porcelana. Una pequeña jarra descansaba al lado de la taza sobre una bandeja de plata.
El aroma empalagoso que impregnaba el aire no era el del azucarado del café turco, pensó ______ entre sueños. Era el dulce olor del chocolate.
—Si estás enferma, ______, deberías haber envia¬do una nota a mi casa.
______ pestañeó.
La cara de su madre se hizo visible. Estaba enmar¬cada por un sombrero de seda negro. Sus ojos de color ver¬de esmeralda censuraban a ______ como cuando era ni¬ña y no había cumplido las expectativas de sus padres.
______ se despertó por completo, con el corazón palpitando.
«Sabe lo del Jeque Bastardo» fue lo primero que pen¬só. E inmediatamente: ¿cómo se ha dado cuenta?
La mañana anterior había sido extraña, pero esa ma¬ñana ______ había regresado a su casa a las cinco y trein¬ta y cinco, un cuarto de hora antes de que los criados se despertaran. Era imposible que alguien supiera algo de sus dos visitas al Jeque Bastardo.
¿Pero por qué otro motivo estaría su madre allí a no ser que...?
Deberías haber enviado una nota a mí casa perforó las tinieblas de su sueño y el incipiente temor paralizante.
______ miró rápidamente hacia la ventana.
Era martes.
Su madre y ella siempre iban de compras los martes por la mañana. Luego almorzaban juntas.
A juzgar por la gris luz invernal que entraba a rau¬dales por las cortinas, era casi mediodía.
La sangre caliente se agolpó en las mejillas de ______.
Emma y su madre estaban a su lado y la habían estado observando mientras soñaba que el Jeque Bastardo se ocupaba de su cuerpo como si su miembro viril fuera de verdad una maza y ella una hierba pertinaz que debía ser totalmente machacada y aplastada hasta la sumisión.
Hez, taliba, le había susurrado él, embistiéndola fuerte y profundamente. Mueve tus caderas para mí...
Apretó sus párpados, ampliamente consciente del áspero sabor del café turco que seguía en su boca y el de¬seo frustrado que continuaba palpitando en lo más profundo de su ser. Si Emma se hubiera retrasado un poco en servir el chocolate caliente.
Una chispa de resentimiento se encendió dentro de ______. Su madre no debería estar en su habitación y el Jeque Bastardo no debería estar en sus sueños.
Abrió los ojos, se dio la vuelta sobre su espalda y forzó una sonrisa.
—Buenos días, madre. Temo que me he quedado dormida. Si me esperas en la sala, me vestiré y enseguida me reuniré contigo. Emma, por favor, acompaña a mi ma¬dre abajo y manda servir té.
—Muy bien, señora.
Su doncella dio un paso atrás; su madre dio un paso adelante.
--Tus mejillas están coloradas, hija. Si estás enfer¬ma, no hay necesidad de que te levantes. Siento haber in¬terrumpido tu sueño, pero estaba preocupada. El lunes can¬celaste todos tus compromisos, y ahora esto. Sabes que tu padre está preparando a Edward para que se presente a primer ministro cuando él se retire. Debes abonar el cami¬no para él, tal como yo lo hago para tu padre.
La sonrisa se congeló en el rostro de ______. Rebecca Walters estaba preocupada... porque ______ no había cumplido con sus obligaciones.
Los únicos recuerdos que tenía ______ de su ni¬ñez eran de su madre «abonando» el camino para su padre. Cada momento libre, cada chispa de energía, cada acto de caridad, habían sido dedicados a una causa política.
— ¿Nunca te cansas, madre?
Los ojos color verde esmeralda se abrieron con im¬paciencia.
—Por supuesto que sí. También tu padre. Y también tu esposo, debo añadir. ¿De eso se trata todo esto —señaló a ______ en la cama—, tú en la cama... porque estás cansada?
Sí, eso era exactamente de lo que se trataba, pensó ______ con un destello de rabia. Estaba cansada... can¬sada de ocupar el cuarto lugar en su esposo. Edward tenía su política, su amante, sus hijos, y luego estaba su esposa. Sólo por una vez en su vida le gustaría ser la primera.
Sólo por una vez en su vida le gustaría quedarse en la cama, libre de compromisos sociales, junto a un hombre que la amaba.
—No, madre, no estoy cansada. Anoche tuve una migraña y tomé láudano para calmar el dolor —mintió ______, plenamente consciente de Emma, que merodeaba por la puerta y tenía que saber que estaba mintiendo—. Tal vez tomé una dosis excesiva.
— ¿Y el lunes?
Elizabeth forzó una sonrisa. Y agregó otra men¬tira:
—El decano llamó. Quería verme inmediatamente, por eso...
— ¿Qué ha hecho Phillip ahora?
Podría haber resultado gracioso. Su madre repitiendo las palabras que la propia ______ había preguntado al decano. No lo era. Mientras que ______ consideraba las travesuras de su hijo menor como una diversión to¬lerable, su madre criticaba a gritos las inocentes fechorías de Phillip.
—No ha sido nada —se apresuró a decir ______—. Estuvo involucrado en una discusión con otro niño. Si no me visto pronto, madre, se hará demasiado tarde para al¬morzar. Emma...
______ se sorprendió ligeramente por la manera en que Emma empujó suave pero firmemente a Rebecca Walters de la estancia. A la doncella no se le había movi¬do un pelo cuando escuchó la mentira de ______.
Tal vez Edward había «abonado» la casa para el en¬gaño, pensó cínicamente.
Levantó la colcha y arrastró sus piernas hasta el borde de la cama.
Tenía las piernas pálidas y los tobillos delgados, aun¬que no delicados. El roce de los muslos al moverse hacia al otro lado del colchón le provocó una fricción tibia y húmeda.
¿Sabe usted lo que es un orgasmo, señora Petre?— ¿Le preparo el baño, señora?
______ agarró la sábana con ambas manos para sujetarse a la cama.
Emma estaba de pie en la entrada de la habitación, observando con indiferencia a ______, cuyo camisón se le había subido por encima de las rodillas.
Tiró torpemente del vuelo del blanco camisón de al¬godón y se deslizó de la cama, con el corazón latiéndole fuertemente.
—Sí, por favor. Has vuelto muy rápido. Creí que ibas a acompañar a mi madre abajo.
—La señora Walters no quiso que la acompañara, se¬ñora. Me ha dicho que seguramente usted me necesitaría más para vestirse.
______ se mordió el labio inferior para no decir que Emma era su doncella y que aquí, en esta casa, la es¬posa del ministro de Economía y Hacienda tiene una ca¬tegoría superior a la esposa del primer ministro. Pero en lugar de ello dijo:
—Entonces es mejor que me dé prisa. No deberías haberme dejado dormir hasta tan tarde.
—Por favor, discúlpeme. Pensé que le hacía falta des¬cansar.
A ______ le pareció que su corazón daba un vuel¬co. ¿Sabía la servidumbre...?
Sentía los labios fríos y duros.
— ¿Por qué has pensado eso, Emma?
—Usted tiene una agenda muy apretada, señora. Al¬gunas veces creo que trabaja más que el señor Petre.
Las palabras de la doncella eran demasiado enigmá¬ticas para tranquilizarla.
¿Había querido decir que ______ trabajaba de¬masiado «abonando» el suelo político a favor de su esposo? ¿O que ______ tenía una agenda muy apretada debido a sus recientes escapadas matinales?
El baño caliente no sirvió para disipar su inquietud.
Debía terminar sus clases pronto, antes de que la sospecha se volviera certeza. Si empezaba a haber rumo¬res de sus encuentros con el Jeque Bastardo, su matri¬monio habría terminado. Y también la carrera de su es¬poso.
Pero incluso mientras contemplaba la posibilidad de finalizar cuanto antes con su peligroso aprendizaje, sus pen¬samientos se dirigieron al Jardín perfumado, dejando a un lado la razón. ¿Qué habría escrito el jeque en el segun¬do capítulo?
Pasó la pastilla de jabón bajo sus pechos. Y se pre¬guntó si el Jeque Bastardo habría frotado alguna vez pé¬talos de flor contra la piel de una mujer en aquel lugar.
Emma esperaba a ______ en la habitación con un montón de ropa. Ocultándose detrás de un biombo es¬maltado de blanco, ______ se puso unos calzones de al¬godón, medias de lana y una camisola de lino antes de reunirse con la doncella para que la ayudara con el corsé.
______ contuvo el aliento para que Emma pudie¬ra ajustar bien la prenda. Había usado corsé durante vein¬titrés años. No debería sentirse como si las ballenas fueran una prisión. No había sido así hasta ahora.
El corsé fue rápidamente seguido de dos enaguas. ______ intentó respirar, inhalando el aroma del almidón y el jabón de lavar.
¿Cómo olería la amante de Edward? se preguntó. ¿Se movería Edward como una maza mientras que su amante balanceaba las caderas de un lado a otro acompañándolo lascivamente? ¿O serían ciertos movimientos sexuales específicos de los árabes?
Emma dejó caer un pesado vestido de lana negro so¬bre el polisón de Elizabeth.
—Si se acerca al tocador, le arreglaré el cabello, se¬ñora Petre.
______ se puso pálida.
Emma le había peinado el cabello la noche anterior y le había hecho, como todos los días, una trenza. Más tar¬de, cuando ______ se había vestido para su clase, había utilizado la trenza para hacerse un rodete.
Después de ponerse nuevamente el camisón y col¬gar la ropa para que nadie supiese que había estado fuera de la casa, se había olvidado de soltarse el cabello.
—Gracias, Emma—dijo con los labios rígidos.
La cara de ______ en el espejo del tocador estaba blanca como la tiza, el mismo color que el delantal de Em¬ma. Las manos recias y eficientes de la doncella se movie¬ron hábilmente a través de los mechones de color caoba os¬curo, desprendiendo, desenroscando, torciendo, volviendo a prender.
Emma dio un paso atrás, su mentón cuadrado y un cuello atractivamente regordete aparecieron en el espejo por encima del delantal blanco.
— ¿Quiere que le acerque su joyero, señora?
—No será necesario.
—Muy bien, señora.
______ se dio cuenta de que Emma seguía sien¬do un enigma, incluso después de dieciséis años.
— ¿Has estado casada alguna vez, Emma?
—No, señora. Los señores no promueven el matri¬monio entre la servidumbre.
—Yo no me opondría.
Emma se dio la vuelta, su negra espalda relativamente ancha se reflejó en el espejo y después desapareció. ______ no tuvo más remedio que levantarse y enfrentarse a la doncella, que, con toda calma, ya le tenía preparada la ca¬pa negra.
______ metió en las mangas primero un brazo y después el otro.
La lana estaba todavía húmeda por su escapada ma¬tinal.
—Sus guantes, señora.
______ miró fijamente a los ojos grises de Emma y pudo ver... nada. Ninguna curiosidad, ningún signo de desaprobación, ningún indicio de que había algo que no encajaba.
—Gracias, Emma.
—No se olvide del bolso, señora.
______ suspiró con alivio. Por lo menos había sido lo suficientemente previsora como para meter el libro del Jeque Bastardo y las notas en su escritorio.
—El señor Petre —se puso lentamente un guante de cuero negro en la mano izquierda—, ¿almorzará en casa hoy?
—Sí, señora.
______ se concentró en deslizar el otro guante en su mano derecha.
— ¿Ha preguntado por qué me había quedado dor¬mida?
—No, señora.
______ examinó con aire distraído el contenido de su bolso.
Ya era lamentable tener que preguntarle a una cria¬da sobre el paradero de su esposo. Aún peor indagar si estaba interesado en lo que hacía su esposa. Pero lo peor de todo era ser informada por ella de que a su esposo no le preocupaba nada su bienestar.
Una serie de excusas acudieron a su mente. Se afe¬rró a la más plausible.
Sin duda Edward, que habría llegado también tar¬de a casa, se había quedado dormido y no se había dado cuenta de que ella estaba todavía en su habitación. Después de todo, era martes.
Sintió de repente más liviano el polisón forrado de crin que la aplastaba.
Abajo, un lacayo de cabello castaño, vestido con una corta chaqueta negra y plastrón, estaba firme ante la puer¬ta del salón.
______ frunció el ceño. No lo conocía.
—Hola —dijo cordialmente, dando un paso hacia delante. De cerca, comprobó que era mayor de lo que ha¬bía pensado en un primer momento, probablemente esta¬ba más próximo a los cuarenta que a los treinta—. Me te¬mo que no le he visto antes por aquí.
El lacayo se inclinó ligeramente; después, como si no supiera qué hacer con las manos, las puso en la espal¬da y fijó la mirada por encima del hombro de ______.
—Soy Johnny, el primo de Freddie Watson. Ha te¬nido una emergencia con su madre, algo repentino. Su mayordomo pensó que no habría problema si yo ocupaba el lugar de Freddie hasta que volviese.
Freddie, un joven de veintitantos años, había sido contratado por la familia hacía un año. Vivía en su casa por¬que necesitaba ayudar a su madre y a su hermano menor, que padecían tuberculosis.
—Lo siento mucho —dijo ______ sinceramente. Por supuesto que no hay problema. Por favor, hazme saber si Freddie o su madre necesitan cualquier tipo de ayu¬da. Estoy dispuesta a adelantarle un mes y pico de su sueldo.
Asintió.
—Gracias, madame. Se lo diré.
______ esperó pacientemente. Dando un salto, como si de repente se acordara de las funciones de un lacayo, el hombre se inclinó y abrió la puerta de un tirón.
Fuese lo que fuese lo que «el primo Johnny» hiciera en su vida habitual, pensó ella con una mueca de simpatía, no se trataba de una actividad como criado doméstico.
______ sonrió. —Gracias, Johnny.
En la sala, Edward y Rebecca, sentados el uno jun¬to al otro en un diván tapizado con flores, estaban conver¬sando. Sus cabezas, el cabello de él de un negro azabache rígidamente domado con una aplicación de aceite macasar, y el de ella cubierto de seda negra, prácticamente se toca¬ban. Apenas vieron a Elizabeth, dejaron de hablar.
Edward se puso de pie, más por una cuestión de cor¬tesía que para saludarla.
—Hola, ______. Le estaba diciendo justamente a tu madre que la cámara revocará las leyes de enfermedades contagiosas.
______ observó el rostro de su esposo, los oscu¬ros ojos marrones con forma de aceituna, el bigote cuida¬dosamente recortado, los labios generosos que siempre es¬taban arqueados en una sonrisa.
Su esposo no había vuelto a casa el domingo por la noche. Había regresado anoche a las dos y media de la ma¬ñana —había escuchado las campanadas del reloj de pared dar la hora—. ¿Y todo lo que tenía que decir era que las le¬yes de enfermedades contagiosas serían revocadas?
—La señora Butler debe estar complacida —dijo en tono neutro.
La señora Josephine Butler, esposa de un clérigo y secretaria de la Asociación Nacional de Damas, había dedicado dieciséis años de su vida a persuadir al Parla¬mento para que revocara las leyes de enfermedades con¬tagiosas.
—Es una victoria para todas las mujeres —señaló Rebecca, estirando una arruga de su vestido de lana gris perla.
Tanto ______ como Rebecca visitaban las salas del hospital de la caridad como parte de sus deberes «po¬líticos». Tal vez su madre pudiera ignorar a las mujeres que llegaban allí enfermas y muertas de hambre, pero ______ no.
—De ninguna manera, madre.
Rebecca volvió sus glaciales ojos verdes hacia ______.
— ¿Qué quieres decir?
Edward observó en silencio a ______, con un brillo taimado en sus ojos castaños. Por una vez, aquella sonri¬sa desdeñosa no apareció en sus labios.
De repente se le ocurrió que su madre asistía a los mismos salones, mítines y cenas que ella. También debía de haber escuchado que Edward tenía una amante.
¿Por qué no le había dicho nada?
¿Por qué se sentaba al lado de su yerno, defendien¬do su política, mientras él se burlaba de sus votos matri¬moniales?
—Las mujeres de la calle ya no recibirán ningún cuidado médico —explicó Elizabeth con sequedad—. Mo¬rirán de enfermedades y ellas y sus hijos contagiarán a otros.
—Las leyes menosprecian a esas mujeres, ______ —la reprendió Rebecca bruscamente—. Las prostitutas de¬ben soportar revisiones médicas de rutina. El recato de una mujer no puede sobrevivir a la indignidad de una inspec¬ción vaginal.
______ miró a su madre atónita e incrédula.
Atónita porque jamás la había oído usar otra cosa que los términos más eufemísticos para el cuerpo humano, «miembros» para «piernas», «pecho» para «senos», «par¬tes privadas» para «genitales». Incrédula porque una pros¬tituta recibía a diario más de una inspección vaginal... y no Precisamente por parte de un médico.
De manera incongruente, pensó en El jardín perfumado
El jeque describía de forma respetuosa la vulva de una mujer como algo bello y asombroso. Su madre ha¬blaba de la «v@$*%a» de una mujer con un gesto forzado en la boca, como si el cuerpo de la hembra fuera algo vergon¬zoso. Y su esposo...
Observó con detenimiento su familiar cara.
Los ojos castaños de Edward no revelaban ni dis¬gusto ante la vulgaridad de Rebecca ni desazón ante la mo¬jigatería de su esposa. Parecía, pensó ______, como si no tuviera interés alguno... en ninguna mujer.
De repente se dio cuenta de que si no captaba su aten¬ción en aquel mismo momento, sería demasiado tarde y su amante habría vencido antes de que ______ hubiese ni siquiera intentado seducirlo.
—Mamá y yo podemos quedarnos en casa y almor¬zar contigo, Edward —ofreció de manera apresurada.
En los labios de Edward se dibujó su sonrisa polí¬tica, una sonrisa de calidez impersonal y cariño poco com¬prometido.
—Sé cuánto te complace compartir tu tiempo con tu madre, ______. No hay ninguna necesidad de que re¬nuncies a tu almuerzo por mí.
—Lo deseo, Edward —insistió ella, débil, desespe¬radamente.
—Tengo documentos que revisar, ______.
Y sin duda una amante que revisar esta noche des¬pués de la sesión de la cámara.
______ apretó los labios ante el cortés desaire.
—Por supuesto. Por favor, no queremos entretenerte más y apartarte de tus asuntos. Madre, ¿estás lista?
Rebecca observó a ______ con expresión crítica antes de ponerse de pie.
—Estoy lista desde hace una hora.
En el exterior, el cielo estaba aún más gris que la luz interior; el humo de carbón pendía sobre Londres en nu¬bes negras, pesadas. ______ se sintió abrumada por un deseo tan penetrante de aire fresco y de la tibieza del sol que resultó doloroso.
El Parlamento suspendía las sesiones en Pascua. Tal vez ella y Edward podrían tomarse unas vacaciones.
De repente se dio cuenta de que nunca había ido de vacaciones con su esposo. Siempre había viajado ella con los niños a Brighton o a Bath o dondequiera que estuviera el último balneario de moda.
—Realmente debes contratar lacayos mejor prepa¬rados, ______. Te juro que el último que has empleado no tiene ni la más mínima noción de las responsabilida¬des que le corresponden.
Por una vez, ______ fue inmune a las críticas de su madre. Fijando la vista en los caballos cubiertos de hollín y los carruajes que obstruían la calle, intentó imaginar a su madre y a su padre fundidos en un abrazo apasionado... y no pudo hacerlo.
El vapor de su aliento empañó la ventana del coche.
— ¿Cuándo fue la última vez que has visto a papá?
—Tu padre es un hombre ocupado, como tu espo¬so, ______. No te corresponde cuestionar su política. No fuiste criada para hacerlo. El deber de una mujer es apoyar a su marido. El amor no es un espectáculo que necesite de una tribuna. Es un sacrificio.
______ volvió la cabeza y se encontró con la mi¬rada reprobatoria de su madre:
—Madre, ¿cuándo fue la última vez que le has vis¬to? —repitió.
Rebecca no estaba acostumbrada a que su hija la in¬terrogara. Tal vez por eso, aunque reticente, respondió:
—El domingo.
El domingo.
—No serás de ninguna ayuda para tu padre y tu es¬poso si sigues así. Mañana por la noche asistiremos al bai¬le de la baronesa Whitfield. El barón está enfrentado con tu padre y con tu marido a causa de una nueva ley, y es muy importante que ganemos su favor. El jueves darás una char¬la para tu organización benéfica. Tu padre y yo no pode¬mos asistir a la cena de los Hanson, por lo que tú y Edward deberéis ir en nuestro lugar. El sábado es la fiesta benéfica. Confío en que no te quedes en la cama si no recibes la aten¬ción que crees que mereces.
______ se contuvo de lanzar una réplica cortante. Hay cosas más importantes que la política.
Pero para su madre y su padre jamás había habido nada más importante que la política. Y ahora ______ es¬taba casada con un hombre que daba toda la impresión de seguir sus pasos. Excepto, claro, que Edward tenía una amante.
El coche se detuvo bruscamente.
Rebecca no había visto a Andrew durante tres no¬ches y dos días. ¿Tenía el padre de ______ también una amante?
¿Sería por ello que Rebecca dedicaba su vida a la po¬lítica... debido al abandono de su esposo?
La puerta del coche se abrió.
Si ______ no cambiaba el curso de su matrimonio, ¿se convertiría en una persona como su madre, sin otro ali¬ciente que la carrera de su esposo ocupando su tiempo y sus temas de conversación?
CAPITULO 5
Tiene un hermoso cabello, señora Petre.
La puerta se cerró tras ______, aislándola en el in¬terior de la tibia intimidad de la biblioteca, con el eco se¬ductor del cumplido del Jeque Bastardo zumbando en sus oídos.
Nadie había elogiado jamás su cabello.
Tímidamente se pasó la mano por su cabeza descu¬bierta y se detuvo. Si tuviera el cabello hermoso, su espo¬so no estaría ahora con otra mujer.
Maldito sea. Edward no había regresado a casa otra vez.
—Tengo un cabello que no está de moda, lord Safyre —le corrigió glacialmente.
La lámpara de gas parpadeante sobre el enorme es¬critorio de caoba arrojaba luces y sombras sobre el rostro saturnino del Jeque Bastardo, su pelo brillaba primero co¬mo oro y luego como trigo oscuro.
—La belleza está en el que mira.
—Como lo está la naturaleza «meritoria» del hombre.
Una sonrisa se asomó a las comisuras de su boca. Señaló la butaca de cuero rojo.
—Por favor. Siéntese. Espero que haya dormido bien
Manteniendo la espalda erguida y la cabeza en alto ______ cruzó la alfombra oriental. La fricción áspera de su enagua de algodón y el pesado vestido de lana contra las pun¬tas de sus pezones la irritaba. Le recordaba que tenía nece¬sidades que ninguna mujer respetable debía tener, pero las te¬nía y la habían traído hasta aquí, a ser ridiculizada por un hombre que podía obtener cualquier mujer que deseara, mien¬tras su esposo pasaba la noche con la mujer que él deseaba.
Se acomodó en el borde de la silla con la rabia bu¬llendo en su interior, buscando una manera de salir.
—Gracias. No ha sido difícil después de leer el ca¬pítulo dos.
Joe ladeó la cabeza.
—A usted no le ha gustado lo que el jeque escribe en «Respecto a las mujeres que merecen ser alabadas».
No era una pregunta.
—Por supuesto que sí. —Se quitó los guantes con fuerza—. Después de todo, la moraleja del capítulo es lo que toda mujer anhela escuchar.
Especialmente una mujer que mostraba todos los in¬dicios de haber perdido a su esposo a manos de su amante.
El Jeque Bastardo se sirvió café en una pequeña taza veteada de azul. El humo subió como una cortina entre am¬bos. Le añadió un poco de agua.
— ¿Y cuál es?
Ella metió la mano en su bolso para sacar sus notas... y se dio cuenta de que estaba esperando aquello, canali¬zar la rabia que había guardado el día anterior y que ahora afloraba de nuevo.
Merecía más de su esposo que un comentario super¬fino sobre la revocación de las leyes de enfermedades con¬tagiosas,
Después de hojear varias páginas de notas, ______ encontró lo que estaba buscando. «Un hombre que se ena¬mora de una mujer se pone en peligro, y se expone a los más grandes infortunios».
— ¿Acaso no está de acuerdo con el jeque, señora Petre?
— ¿Lo está usted, lord Safyre?
Le ofreció la taza y el platillo, tan correcto en aquel aprendizaje tan incorrecto.
—Creo que nada de lo que vale la pena poseer se ob¬tiene fácilmente.
No era la respuesta que ella quería escuchar. Le arran¬có el platillo de su mano y levantó la taza hasta sus labios.
—Sople, señora Petre.
______ sopló. Una vez.
Casi sin apreciar aquel líquido hirviente, tomó dos sorbos.
— ¿Qué opina usted sobre el consejo del jeque con respecto a la cualidades que hacen encomiable a una mujer?
Indiferente a los dictados de las buenas costumbres, ______ apoyó el platillo sobre el escritorio con tanta fuer¬za que el negro café se derramó sobre el borde de la taza. El crujido del papel llenó el salón mientras daba vueltas a sus notas.
—«Para que una mujer resulte deseable para los hom¬bres debe tener una cintura perfecta, y debe ser redon¬deada y lujuriosa. Su cabello será negro, su frente ancha, tendrá cejas de negrura etíope, grandes ojos negros, con el blanco inmaculado dentro de ellos. Sus mejillas, de óvalos perfectos; tendrá una nariz elegante y una boca graciosa los labios y la lengua rojos; su aliento será un vaho agra¬dable, su garganta larga, su cuello fuerte, su pecho y vientre amplios...».
Dejó las notas a un lado.
—Creo, lord Safyre, que los hombres árabes difie¬ren de los hombres ingleses en los atributos que desean sus mujeres.
Los ojos color turquesa chispeaban de risa.
—Ya hemos acordado que la belleza está en el que observa, señora Petre. Sin embargo, no me estaba refirien¬do a la descripción que hace el jeque de los atributos físi¬cos de una mujer.
La ira caliente se enroscó con más fuerza en la boca de su estómago.
Su madre la trataba con desdén. Su esposo con indi¬ferencia. No iba a tolerar el ridículo por parte de su tutor,
—Debo suponer, entonces, que usted se está refi¬riendo a los preceptos del jeque relativos a que una mujer encomiable rara vez habla o se ríe. No tiene amigas, «no le habla a nadie», y confía sólo en su esposo. «No toma nada de nadie», excepto de su esposo y sus padres. No tie¬ne «defectos que ocultar...». No intenta llamar la atención. Hace lo que su esposo desea cuando él lo desea y siem¬pre con una sonrisa. Le asiste en sus asuntos políticos y sociales. Lo calma en sus dificultades para hacerle la vida más satisfactoria aunque ello requiera el sacrificio de sus propios deseos. Jamás expresa ningún tipo de emoción por temor a que sus necesidades básicas e infantiles causen re¬chazo en él.
______ alzó la barbilla, decidida a impedir que las hirientes lágrimas que asomaban a sus ojos cayeran.
— ¿Se refería a eso, lord Safyre?
El Jeque Bastardo sostenía la taza en las palmas de sus manos y se mecía en la silla.
— ¿Usted no opina que tal mujer es encomiable?
Los labios de ______ se crisparon con furia.
—Creo que prefiero ser un hombre «meritorio».
La contempló durante largos segundos antes de res¬ponder.
—Eso es así porque aún no ha leído una de las prescripciones para incrementar la naturaleza «meritoria» del hombre.
______ no podía imaginar nada peor que la vida que acababa de describir. Había pasado dieciséis años siendo una esposa encomiable, manteniendo sus emociones a raya, dedicándose por completo a su esposo. Tal vez hiciera la vida más agradable al hombre, pero no contribuía en na¬da a mejorar la vida de una mujer.
— ¿Y cómo sería eso?
—Imagine lavar los genitales de un hombre en agua tibia hasta que se vuelven placenteramente erectos...
Hizo una pausa, estudiando su rostro.
______ mantuvo su mirada. Ni en sueños ad¬mitiría que jamás había imaginado lavar los genitales de un hombre, ni con agua tibia ni fría. Además, era difícil imaginar a un hombre volviéndose placenteramente erec¬to cuando no tenía ni idea de cómo se veía un hombre... erecto.
—Ahora imagine que toma un pedazo de cuero suave, untado con brea caliente, y golpea sobre el miem¬bro confiado del hombre.
La sorpresa se dibujó en el rostro de ______, se¬guida por la incredulidad.
La brea caliente era brea caliente. Y aunque ella jamás había visto el miembro erecto de un hombre, estaba bas¬tante segura de que era tan sensible como los genitales de una mujer.
—Siguiendo la prescripción, el miembro del hom¬bre levanta la cabeza, temblando de pasión. Cuando la brea se eenfría y el hombre está nuevamente en reposo, la operación debe ser repetida varias veces para incrementar su naturaleza «meritoria».
El miembro del hombre levanta la cabeza, temblando de pasión, chispeaba en el aire entre ellos.
Un resplandor de calor sacudió el cuerpo de ______.
— ¿Un hombre tiembla de pasión, lord Safyre?
—No cuando está envuelto en brea caliente —murmuró secamente el Jeque Bastardo.
Edward había parecido tan distante ayer, tan por en¬cima de los dictados de la carne, tan lejos de un hombre que podría temblar, ya fuera por la pasión o por cualquier otra emoción.
¿Era una fachada? ¿Los hombres proyectaban las cualidades que creían que las mujeres querían ver en ellos?
— ¿Un hombre tiembla de pasión? —repitió, pro¬nunciando las palabras lenta, cuidadosamente, necesitan¬do saber, necesitando tener esperanza.
Él se inclinó hacia delante en la silla, con un agudo chasquido de la madera debido a la presión.
Su pelo y sus ojos parecían echar llamaradas a la luz de la lámpara.
—Cuando está sexualmente excitado... sí, señora Petre, un hombre tiembla de pasión.
Instintivamente miró con fijeza hacia sus manos, que sostenían todavía la taza. Eran grandes, musculosas y fir¬mes como la piedra.
—Tal como una mujer tiembla de pasión. —Su voz era un arañazo oscuro.
______ retrocedió. Definitivamente, aquella no era la voz con la que un tutor debía dirigirse a su alumno.
Apretó sus oscuros dedos hasta que los nudillos se quedaron blancos. De repente, se llevó la pequeña taza has¬ta los labios y bebió su contenido de un trago. El brusco impacto de la porcelana sobre la madera resonó en el si¬lencio.
—En Arabia, hombres y mujeres disfrutan del taba¬co —dijo repentinamente—. ¿Desea fumar, señora Petre?
¿Fumar?
Sólo las mujeres de mala fama fumaban.
_—Tal vez en otro momento, lord Safyre —dijo de manera recatada.
La piel de sus pómulos se estiró tensamente.
—Los hombres se excitan con las palabras. Si usted quiere aprender cómo darle placer a su esposo, quizás de¬ba memorizar, o al menos tomar nota de algunos de los poemas de amor de El jardín perfumado.
Era un desafío directo.
Los ojos color avellana de ______ se movieron, fi¬jándose en un punto por encima de su cabeza dorada.
—«Lleno de vigor y de vida» —citó suavemente— «perfora mi v@$*%a, y actúa allí con una actividad cons¬tante y esplendorosa. / Primero de delante hacia atrás, y luego de derecha a izquierda; / ahora entra profundamente con presión vigorosa, / ahora frota la cabeza de aquel so¬bre el orificio de mi v@$*%a. / Y acaricia mi espalda, mi vien¬tre, mis costados, / besa mis mejillas, y nuevamente co¬mienza a chupar mis labios» —posó su mirada de nuevo en Joseph—. ¿Así, lord Safyre?
Sus ojos atraparon los de ______.
—Exactamente así.
Un fuego líquido se derramó sobre su vientre. Pu¬do sentir de repente, con la respiración entrecortada, el rít¬mico movimiento de sus pechos, liberados del corsé, y la áspera caricia de su camisola de lino y el corpiño forrado de lana.
—En el poema... en una parte anterior —dijo con audacia—. ¿Qué significa que el miembro de un hombre tie¬ne la cabeza como un brasero?
Los ojos turquesas se entrecerraron.
—Significa que está rojo de deseo y está caliente por una mujer.
______ sintió como si el aire hubiese sido aspirado de sus pulmones.
—Un hombre... ¿siente placer cuando una mujer... lo pone dentro de ella?
—«Cuando me ve caliente viene rápidamente hacia mí» —recitó de manera ronca—. «Luego abre mis muslos y besa mi vientre, y pone su instrumento en mi mano para hacerlo golpear en mi puerta». Cuando una mujer envuel¬ve sus dedos alrededor del miembro de un hombre, toma la misma vida de él en su mano. Puede lastimarlo... o pue¬de darle un éxtasis indescriptible. Cuando lo guía hacia su v@$*%a y empuja la cabeza del miembro contra ella, hay un momento de resistencia, la posibilidad de rechazo, lue¬go su cuerpo se abre y lo devora con una caliente acogida y sí, señora Petre, siente placer. Más aún, es un momento de fusión. Al tomar el control, la mujer demuestra a su hom¬bre que lo acepta por lo que es y por ser quien es. Al ceder el control, el hombre le dice a su mujer que confía en ella absolutamente.
Un momento de fusión.
Edward había poseído a ______ en un cuarto os¬curo. Bajo la colcha sofocante y la ropa de cama enredada, una caricia torpe había precedido a un ligero pinchazo de incomodidad y el momento de ambos había terminado. No había aceptación ni falta de control. Únicamente el silen¬cio roto por el crujir de los muelles de la cama.
De repente, volvió la cabeza hacia abajo, lejos de aquellos ojos hipnóticos, y revolvió entre sus notas.
Una mujer no memorizaba poesía erótica a no ser que la excitara. Sexualmente. El Jeque Bastardo debería sa¬berlo.
Como sin duda sabía que las palabras seducían a una mujer tanto como a un hombre.
Dios mío, ¡qué pensaría de ella!
No sabía dónde meterse de la vergüenza y de algo mucho más bochornoso, mientras doblaba el papel al bus¬carlo. ¿En dónde está el pasaje...?
— ¿O prefiere que me aprenda de memoria este poema? —Leyó con estridencia—: « ¡Oh, hombres! Escuchad lo que tengo que decir sobre el tema de la mujer... su ma¬licia es infinita... Mientras está contigo en tu cama, tienes su amor, / pero el amor de una mujer no es perdurable, creedme».
______ se avergonzó ante el tono discordante de cinismo en su voz.
— ¿Cuánto tiempo puede una mujer sobrellevar con tranquilidad la ausencia de coito, señora Petre?
El fajo de hojas crujió entre sus dedos agarrotados.
Doce años, cinco meses, una semana y tres días.
Ése era el tiempo que había transcurrido desde que Edward había ido a su lecho por última vez. Pero ni un so¬lo día de aquellos había sido tranquilo.
—Una mujer no es como un hombre. No necesita... ese tipo particular de consuelo.
Un pedazo de leña cayó en la chimenea, subrayando su mentira. Las chispas saltaron, el fuego centelleó.
— ¿Cuánto tiempo, señora Petre? —repitió sin dar¬le un respiro, como si supiera exactamente cuánto tiempo había pasado desde la última vez que Edward había fre¬cuentado su cama.
Enderezando los hombros, alzó la cabeza.
—El jardín perfumado asegura que una mujer bien nacida puede permanecer tranquilamente célibe durante seis meses.
Ella podía anticipar la siguiente pregunta que se for¬maba en sus labios: ¿Cuánto tiempo hace que es usted céli¬be, señora Petre? Disimulando el apuro con un tono alti¬vo, interceptó:
— ¿Cuánto tiempo puede un hombre permanecer célibe con tranquilidad, lord Safyre?
La intensidad despiadada en los ojos del Jeque Bas¬tardo se aflojó. Se echó hacia atrás en la silla.
—El celibato nunca es cómodo para un hombre, se¬ñora Petre.
Ella no necesitaba preguntarle a él cuándo había sido la última vez que había estado con una mujer. Tam¬poco necesitaba preguntarle a su esposo dónde pasaba las noches.
— ¿Y por qué? —arremetió ella—. ¿Por qué no pue¬de un hombre sufrir el celibato tranquilamente, como se pretende que una mujer lo haga?
—Tal vez sea, señora Petre, porque las mujeres so¬portan su dolor en silencio y los hombres no —respondió suavemente.
De pronto el aire se volvió demasiado espeso, la con¬versación demasiado intensa.
— ¿Recomienda usted una dieta de pan blanco y ye¬mas de huevo «fritas en grasa y nadando en miel» para dar¬le vigor al hombre? —preguntó ella de manera brusca.
Carcajadas masculinas cálidas y sonoras la rodearon de repente.
______ pestañeó.
El rostro duro de facciones cinceladas del Jeque Bas¬tardo se había transformado en el de un niño desinhibi¬do. Un niño muy risueño.
A ______ le temblaron los labios. Quería compar¬tir su risa a pesar de que sabía que estaba dirigida a ella.
Finalmente Joe contestó:
—No, señora Petre, no la recomiendo.
— ¿Habla por experiencia, lord Safyre?
Todo rastro de risa desapareció y una vez más su rostro se volvió oscuro, duro y cínico.
—Hay muy pocas cosas que no he probado.
Ningún hombre debería estar tan desamparado... o solo.
Ni siquiera el Jeque Bastardo.
______ quería hacerlo reír de nuevo:
Entonces me imagino que habrá probado la ca¬taplasma de brea caliente —-dijo intrépida.
Joe hizo una mueca de disgusto.
—Imagina usted mal. Hay una diferencia entre el ego adolescente y la locura infantil.
—Pues, dígame, ¿cuál fue la intención del jeque al incluir una receta semejante si resulta perjudicial?
—El Jardín perfumado es un libro que tiene más de trescientos años. Los tiempos cambian, la gente cambia, pe¬ro la necesidad de satisfacción sexual, no.
—Para los hombres —dijo ella con firmeza.
—Y para las mujeres —agregó él —. Compartiré con usted algunos datos que no están en esta traducción ingle¬sa. En Arabia hay tres cosas que se les enseña a los hom¬bres que no deben tomar a la ligera: entrenar un caballo, ti¬rar con arco y flecha, y, por último, hacerle el amor a su propia mujer.
— ¿En ese orden? —preguntó ella con dureza, mien¬tras sentía que la realidad le daba una clara bofetada en la cara.
Cuarto lugar, tercer lugar, importaba poco. Una mujer nunca estaba en primer lugar. Ni en Arabia ni en Inglaterra.
— ¿Cree usted que una esposa merece mayor im¬portancia en el resumen de la vida de un hombre? —pre¬guntó con suavidad.
—Sí —le replicó ella, desafiante.
—También yo, señora Petre.
La furia de ______ se disipó. La imagen repenti¬na del miembro de un hombre alzándose rojo y caliente mientras temblaba de pasión pasó frente a sus ojos.
— ¿Ha memorizado todo el libro, lord Safyre?
—Sí.
Lo miró sorprendida.
— ¿Por qué?
Una sonrisa irónica torció sus labios.
—Mi padre. No me daba una mujer hasta que yo no aprendiera a satisfacerla.
—Su padre quería que usted aprendiese a satisfacer a una mujer... ¿aprendiendo a no confiar en ninguna?
Joe bajó los ojos, su dedo largo y oscuro acari¬ció ligeramente la taza de porcelana.
—Mi padre quiso que yo aprendiera que una mu¬jer tiene la misma capacidad de satisfacción sexual que un hombre. También quiso enseñarme que hay mujeres bue¬nas y mujeres en las que no se puede confiar —su rostro se endureció, mientras alzaba la mirada—, lo mismo que hay hombres buenos y malos.
Intentó imaginárselo como un niño de cabello do¬rado, con la cabeza inclinada mientras estudiaba un manual de erotismo, para practicar después lo que había aprendi¬do con una hermosa concubina de rubios cabellos.
—Pero usted sólo tenía trece años —replicó.
— ¿Conservaría para siempre a sus dos hijos varo¬nes, señora Petre?
______ se quedó inmóvil.
—No discutiré sobre mis hijos con usted, lord Safyre.
La burla se había vuelto a adueñar de su rostro.
—Y no discutirá sobre su esposo conmigo.
—Exacto.
—Entonces, ¿qué discutirá conmigo, señora Petre?
Sexo.
Amor.
Una fusión de cuerpos que va más allá del sacrificio o el deber.
— ¿Está usted de acuerdo con que la ley de enfer¬medades contagiosas deba ser revocada?
Dios mío, no era aquello lo que tenía intención de preguntarle.
—No.
Ni tampoco le sorprendió su respuesta.
—Porque usted frecuenta ese tipo de mujeres.
—No busco a las mujeres en la calle, señora Petre. -—Su voz era dura en lugar de áspera, enfadada en lugar de seductora—. Puede que no sea respetable, pero soy un hom¬bre de fortuna. Las mujeres que me llevo a la cama no se verán afectadas por una ley parlamentaria.
______ se mordió el labio, queriendo disculparse pero sin estar plenamente segura de por qué debía hacerlo.
— ¿Por qué ha aceptado enseñarme? Tiene que sa¬ber que yo no habría acudido a mi marido.
Las pestañas oscuras velaban sus ojos. Volvió a ro¬zar suavemente el borde de la taza, acariciándola con las puntas de sus dedos, conciliador.
— ¿Por qué me ha elegido a mí para instruirla?
—Porque necesitaba sus conocimientos.
Joe alzó las cejas.
—Tal vez usted tenga algo que yo también necesite.
El corazón de ______ dio un vuelco en su interior. Reunió las notas y las metió desordenadamente en su bol¬so. No era necesario mirar el reloj prendido de su corpiño para saber que era hora de marcharse.
—Creo que esta lección ha terminado.
—Tiene usted razón —acordó él con semblante inescrutable—. Algunos de los capítulos de El jardín perfumado constan sólo de pocas páginas. Por lo tanto, mañana discutiremos los capítulos tres, cuatro y cinco. Le acon¬sejo que preste particular atención al capítulo cuatro. Se titula «Con relación al acto de generación».
Apretando con fuerza sus guantes y su bolso, ______ se levantó.
La buena educación exigía que también él se pusie¬ra en pie.
No lo hizo.
Miró su cabeza, dorada bajo la luz. Luego observó sus dedos, suavemente bronceados, contra la porcelana. ______ recordó la amplitud de sus dos manos. E imaginó su tamaño.
Giró sobre sus talones, casi cayéndose sobre la silla.
—Señora Petre.
Con la espalda erguida, esperó la regla número tres. Con toda seguridad sería totalmente rebatible y humillante.
—Ma'a e-salemma, taliba.
Sintió que un nudo le oprimía la garganta. Él había asegurado que la palabra no tenía connotaciones cariñosas, entonces, ¿por qué rozaba un lugar en su interior que tan desesperadamente deseaba ser acariciado?
—Ma'a e-salemma, lord Safyre.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Como buena que soy les deje dos capítulos chicas y Pao en un rato subo en la otra ;)
Les dejo el link en el nombre por si quieren pasarse por la otra, no se arrepentirán ;)
El Amor Verdadero Solo Pasa Una Vez (Joe&Tu) [HOT]
Les dejo el link en el nombre por si quieren pasarse por la otra, no se arrepentirán ;)
El Amor Verdadero Solo Pasa Una Vez (Joe&Tu) [HOT]
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
ahhh yo creo que Edward es del otro bando osea gay, porque aunque tengan amantes los hombres siguen con sus esposas!! Y a él no se le a descubierto quien es??
Siguela!!
Siguela!!
aranzhitha
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Nueva lectora.
Esta leyendo esta nove en otro foro y no la continuaron quedo en el capitulo 4
Y fue una felicidad encontrarla aquí
Yo creo que. Edward es gay
Siguelaaaaa
Esta leyendo esta nove en otro foro y no la continuaron quedo en el capitulo 4
Y fue una felicidad encontrarla aquí
Yo creo que. Edward es gay
Siguelaaaaa
JB&1D2
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Pobre rayis con esa vida q le ha tocado llevar
Me da mucho pesar
Tienes que seguirla y pronto
Nueva y fiel lectora !!!!!!
Me da mucho pesar
Tienes que seguirla y pronto
Nueva y fiel lectora !!!!!!
Julieta♥
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Chicas en rato subo cap o prefieren un maratón??? ;)
Y Bienvenidas a las nuevas lectoras!!
Y Bienvenidas a las nuevas lectoras!!
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
siiii por favor siguelaaaaaaaaaaaaa esta demasiado buena me encantaaaa
coloca el maraton yaaaaaaaaaaaaaa :wut:
coloca el maraton yaaaaaaaaaaaaaa :wut:
ElitzJb
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
Perdon perdon les dejo el maratón...
1/5
Joe miró con detenimiento un periódico de hacía cuatro años. Aparecía una severa fo¬tografía de Edward Petre, recién designado ministro de Economía y Hacienda, y su esposa, ______, con sus dos hijos, Richard, de once años, y Phillip, de siete.
Un periódico actual mostraba a Edward solo. Tenía el cabello corto y negro, peinado hacia un lado. Llevaba, siguiendo los dictados de la moda, un bigote grueso que caía hacia abajo. Las mujeres lo considerarían apuesto, pen¬só Joe desapasionadamente, mientras que los hombres quedarían impresionados por la confianza que tenía en sí mismo.
Un periódico de hacía un mes mostraba una foto de ______ de pie, detrás de un podio, en la que sólo se veían su cabeza y sus hombros. Un sombrero oscuro con plu¬mas rizadas ocultaba casi todo su cabello, salvo un mechón de color gris oscuro en lugar del rojo caoba. Las mujeres la verían como una mujer moderna que apoyaba de manera activa las buenas obras y la carrera política de su esposo; para los hombres sería una esposa útil aunque abu¬rrida.
Un periódico de hacía seis meses había publicado una foto de Edward y ______ juntos, aparentemente la pareja perfecta, él sonriendo afablemente, ella con una mi¬rada insípida. Y luego estaba un periódico de veintidós años antes que mostraba el boceto realizado por un artista de Andrew Walters, primer ministro electo, y su esposa, Rebecca, con su hija de once años, ______.
Andrew Walters había sido muy afortunado en política. Su primer mandato como primer ministro había durado seis años. Después de perder el apoyo de su gabi¬nete, había luchado para recuperar su puesto. Su segundo mandato, del que ya habían transcurrido cuatro años, no daba signos de debilidad.
Joe comparó los dos retratos familiares.
______ tenía un enorme parecido con su padre. Mientras que los hijos de ______... guardaban un nota¬ble parecido con Edward.
¡Ela'na! ¡Maldito sea! Sería mucho más sencillo si se parecieran a ______.
Levantó una copia de The Times con fecha del 21 de enero de 1870. Una fotografía de ______ acompañaba a una noticia que anunciaba su compromiso con Edward Petre, que tenía una prometedora carrera política por delante.
Parecía tan joven. Y tan ingenua. El fotógrafo había captado, ya fuese accidentalmente o a propósito, las ro¬mánticas ilusiones de una niña sin experiencia a punto de transformarse en una mujer.
______ se había casado a los diecisiete años; eso sig¬nificaba que en la actualidad tenía treinta y tres. Y ahora su rostro no albergaba ningún tipo de expresión, ni en perso¬na, mientras se sentaba frente a Joe discutiendo sobre re¬laciones íntimas, ni en las diferentes fotografías tomadas tras el nombramiento de su esposo en el gabinete de su padre.
Los periódicos mencionaban muchas de sus activi¬dades. Hacía una intensa campaña a favor de su esposo, asistiendo a fiestas, organizando bailes de caridad, besan¬do a niños huérfanos, y repartiendo cestas a pobres y en¬fermos.
Según todo lo que había observado, ______ era la hija, esposa y madre perfecta. Una mujer que merecía ser elogiada.
Tiró el periódico sobre su escritorio.
La repugnancia se mezclaba con la indignación, el de¬seo con la compasión. El temor se sobrepuso a todos ellos.
Temor a que ______ Petre supiera realmente quién era su esposo. Temor a que hubiera buscado deliberada¬mente a Joe debido a ese conocimiento.
¡Tenía que saber lo de su marido!
Pero, por otro lado... no había ninguna manera de que pudiese saber... la verdad sobre Joe.
Las páginas del amarillento diario se agitaron; una suave ráfaga entró en la biblioteca.
—Ibn.
La voz de Muhamed podía sonar cortésmente inex¬presiva para aquel que no lo conociera. No lo era. Muhamed le pedía a Joe en silencio que rechazara a ______ Petre, como él ya lo había hecho en su corazón.
Tal vez Muhamed tuviera razón.
______ había intimidado al eunuco. Quería que Joe le impartiera instrucción sexual.
Ninguno de los dos actos aparentaba ser inocente.
— ¿Sería posible que ese detective que contrataste... —Joe hizo una pausa, odiándose por preguntar pero incapaz de detener la pregunta— estuviera equivocado?
Los ojos negros se cruzaron con los turquesas.
—No hay ningún error, Ibn.
Joe recordó el rojo ardiente en el cabello caoba oscuro de ______... y su rubor cuando él le hizo el cum¬plido. Sus reacciones eran las de una mujer que rara vez re¬cibía galanterías.
Una furia ciega, fría y dura, subió hasta su pecho. Ella se merecía algo mejor que Edward Petre.
— ¿Qué está haciendo Petre esta noche?
—Está asistiendo a un baile. . — ¿Quién lo organiza?
—La baronesa Whitfield.
—La mujer con la que el ministro de Economía y Hacienda fue supuestamente visto... ¿Quién es, Muhamed?
El rostro oscuro de Muhamed permanecía estoico. —No lo sé, Ibn.
Joe lo miró intensamente con los ojos entrecerrados.
—Pero tienes una idea.
—Sí.
—Entonces tráeme las pruebas necesarias.
La noche se arremolinaba al otro lado de los enormes ventanales.
¿Estaba ______ bailando en brazos de su esposo en el baile de los Whitfield? ¿Lo sabía?
Aquella mañana había tomado dos sorbos de café turco a pesar de que era obvio que le disgustaba. ¿O no?
Si tuviera la oportunidad, ¿qué elegiría ______: el decoro o la pasión?
De repente, la imaginó desnuda, reclinada sobre un montón de almohadones de seda, fumando una pipa de agua.
La imagen podía ser ridícula: ella usaba chirriantes corsés y pesados vestidos de lana con olor a benceno. Pe¬ro no lo era. Podía imaginar vividamente su oscuro cabello color caoba cayendo en cascada sobre su espalda y sobre sus pechos turgentes mientras él le chupaba los pezones.
—Manda llamar un carruaje —ordenó Joe de re¬pente—. Esta noche seré yo quien siga a Petre.
****
El baile resultó ser mucho peor de lo que ______ había imaginado. Charló con las jóvenes debutantes que aún no tenían pareja y con los hombres que eran demasiado tími¬dos como para acercarse al sexo opuesto. También se había acercado a aquellos hombres y mujeres demasiado mayo¬res o que estaban demasiado débiles para bailar. Y todo el tiempo pudo escuchar la modulación forzada de las risas nerviosas de las mujeres y las carcajadas masculinas mien¬tras lo más deslumbrante de la sociedad giraba y daba vuel¬tas en la pista de baile, absorta en su búsqueda de placer.
El Jeque Bastardo había elogiado su cabello. ¿Cuán¬to tiempo había pasado desde que Edward le había hecho un cumplido... sobre lo que fuera?
¿Cuánto tiempo puede una mujer sobrellevar con tranquilidad la ausencia de coito?
—Señora Petre...
______ tardó un segundo en darse cuenta de que le estaban hablando. Su compañero, lord Inchcape, un no¬ble de ochenta años cuyo característico olor corporal obli¬gaba a colocar la cabeza, contra el viento, no necesitaba su conversación, sólo alguien que le escuchara.
—Señora Petre, tengo a alguien aquí que desea que se lo presente.
______ se dio la vuelta, agradecida a la baronesa Whitfield, su anfitriona.
Su cálida sonrisa se heló.
El Jeque Bastardo, vestido de gala, de negro y cor¬bata blanca, destacaba sobre la figura baja y oronda de la baronesa. A su otro brazo se agarraba una mujer alta, la parte de arriba de su cabeza alcanzaba la barbilla de él. Era delgada, elegante y llevaba un vestido turquesa que com¬binaba con sus ojos. Su rostro era un óvalo perfecto. Su ru¬bio cabello dorado estaba sujeto en un moño; era del mismo color que el del Jeque Bastardo.
El reconocimiento fue instantáneo. Ella debía ser la mujer con la que él se había revolcado hasta que su perfume se había convertido en su propio aroma.
Sintió un fugaz dolor punzante en el pecho; celos envidia. La mujer era todo lo que ______ jamás sería, exactamente el tipo de mujer que ella elegiría para un hom¬bre como él.
- Las mejillas rollizas de la baronesa Whitfíeld estaban encendidas por el champan y el calor que irradiaban los más de cien cuerpos y las tres lámparas.
—Catherine, permíteme presentarte a la señora ______ Petre, la ilustre esposa de nuestro ministro de Economía y Hacienda. Señora Petre, la condesa Devington.
Aturdida, lo primero que pensó ______ fue: «No es la amante del Jeque Bastardo, es su madre», y luego, de forma incoherente, «aunque no es lo suficientemente ma¬yor para ser su madre».
Con una sonrisa cálida, la condesa tendió una mano enfundada en un guante blanco.
— ¿Cómo está, señora Petre? He oído hablar mucho de usted.
Un resquemor frío de temor recorrió la espalda de ______. Ignorando la cálida presentación, hizo una rígida reverencia.
— ¿Cómo está usted, condesa Devington?
—Catherine, ¿conoces a lord Inchcape?
—Por supuesto que sí. ¿Cómo está usted, lord Inchcape?
Lord Inchcape asintió con la cabeza, moteada por una enfermedad hepática.
— ¿Todavía sigue viajando a esos países extranjeros y haciéndose secuestrar?
La sonrisa de la condesa se alteró imperceptible¬mente.
—Por desgracia, últimamente, no.
Divertido, el rostro rollizo y pequeño de la baronesa se iluminó.
—Compórtate, Catherine. Señora Petre, permítame presentarle al hijo de la condesa Devington, lord Safyre. Lord Safyre... la señora Petre.
Los ojos turquesas colisionaron con los de color ave¬llana de ______. En su mirada estaba todo lo que habían leído y discutido aquellas dos últimas mañanas.
¿Qué significa que el miembro de un hombre tiene la cabeza como un brasero?
Significa que está rojo de deseo y caliente por una mujer.
Dios mío, ¿qué estaba haciendo él aquí?
¿Le había contado a la condesa algo sobre sus clases?
______ asintió rígidamente.
—Lord Safyre.
Antes de poder adivinar sus intenciones, el Jeque Bastardo hizo una reverencia y tomó la mano de ______. Su oscura piel estaba cubierta por un guante blanco. La pre¬sión de sus dedos a través de la doble capa de su guante de seda y el de ella era abrasadora.
—Ablan wa sabían, señora Petre.
Con una mezcla de horror y fascinación, ______ observó la cabeza dorada inclinarse sobre su mano. Sus labios, cuando la besó, estaban aún más calientes que sus dedos.
La sangre que se había retirado de su cabeza al verlo inundó su cara como una oleada de hirviente carmesí. Arrancó su mano de la de él.
La baronesa, como si no hubiera sucedido nada ex¬traño, le sonrió al compañero de ______.
—Lord Inchcape... lord Safyre.
Lord Inchcape se irguió tanto como se lo permitan sus hombros marchitos,
—En mis tiempos no presentábamos a nuestros bastardos.
______ sintió cómo el aliento se le quedaba atra¬pado en la garganta ante la brutalidad del comentario. Ape¬nas registró la exclamación ahogada de la baronesa.
—Oh, Dios mío...
Los ojos de la condesa lanzaban gélidos dardos de plomo.
—En sus tiempos, lord Inchcape, usted no tendría un título, por lo tanto no hubiese sido presentado a na¬die, fueran bastardos o verduleros.
El rostro amarillento de lord Inchcape se cubrió de manchas rojas.
—Mmmm. —El murmullo ronco del Jeque Bastar¬do llenó el explosivo silencio—. La señora Petre creerá que somos unos ordinarios.
La mirada gélida de la condesa no se inmutó.
—Dudo mucho que sea a nosotros a quienes la se¬ñora Petre considere ordinarios.
______ reprimió una explosión de risa.
Lord Inchcape se dio la vuelta y caminó airadamen¬te hacia la multitud envolvente de hombres y mujeres que se paseaban. La condesa miró enfurecida en aquella di¬rección mientras lo perdía de vista.
—El hombre malvado ya se ha ido, Ummee —dijo lacónicamente el Jeque Bastardo—. Puedes relajarte, tu polluelo está seguro.
Un veloz destello de consternación brilló en los ojos grises de la condesa. Fue seguido de una risa forzada.
—Lo siento, señora Petre, pero ha sido una gran pro¬vocación. Como madre, estoy segura de que entenderá mi enfado.
La condesa Devington había sido la ramera de un je¬que árabe. Había dado a luz a un hijo bastardo. Un bas¬tardo que había enviado a Arabia cuando él tenía doce años para no tener que lidiar con las molestias de educar a un ni¬ño adolescente.
______ dudaba de que tuviera una sola fibra de instinto maternal en su cuerpo.
—Sí, por supuesto —dijo fríamente.
Los ojos del Jeque Bastardo echaron chispas furio¬sas de fuego color turquesa.
La condesa apretó su brazo; .su sonrisa era cálida y simpática.
—Hemos venido a buscarla para el próximo baile, señora Petre. Mi hijo desea bailar el vals. Por favor, no le diga que no; si lo hace, tal vez nunca más lo pueda con¬vencer de que asista a una fiesta,
______ echó una mirada furtiva a la masa re¬bosante de sedas de lujosos colores y corbatas blancas que los rodeaba, buscando desesperadamente a su es¬poso, su madre, un motivo para declinar la invitación. Una mujer respetable no baila con un hombre de su repu¬tación.
—Mi esposo y yo no bailamos el vals...
—Su esposo está en el salón de las cartas, señora Petre —interrumpió suavemente el Jeque Bastardo—. Es¬toy seguro de que no le importará que yo ocupe su lugar. Especialmente, si, como usted dice, él no baila el vals.
El Jeque Bastardo no estaba hablando del vals. Es¬taba hablando de sexo. Edward no bailaba con ella en público, le decía él, como tampoco se acostaba con ella en privado.
______ podía sentir la mirada curiosa de la baro¬nesa y la extrañamente compasiva de la madre de él. Y se escuchó a sí misma mientras decía:
—Será un placer bailar con lord Safyre.
Antes de que pudiera echarse atrás, ______ fue empujada a un mar de vestidos de seda de luminosos colores y chaquetas de gala de un negro austero. Unos dedos duros y calientes la cogieron por el codo justo donde terminaba su guante y comenzaba su piel desnuda.
______ dio un paso a un lado y fue catapultada ha¬cia el Jeque Bastardo al ritmo estridente de un violín que desafinaba.
El cuerpo de él estaba tan caliente y duro como sus dedos. Podía oler el calor que emanaba bajo la seda de su ropa. No había indicios de olor de mujer.
Ciegamente, dio un paso atrás, pero sin éxito. Es¬taba atrapada en una prensa sofocante de seda perfumada y el roce de un cuerpo sólido mientras las mujeres y los hombres se colocaban para bailar.
El Jeque Bastardo atrapó su mano derecha, la levantó y la alejó de su cuerpo para que sus pechos se levantaran dentro del corsé y se realzaran. Era excitante; era peligroso. No era lo que habían acordado.
—Usted dijo que no me tocaría.
—Como su tutor, señora Petre. No como su compañero de baile.
— ¿Por qué ha venido?
—Porque sabía que usted estaría aquí.
—De haberlo sabido, yo no habría venido.
Una mano fuerte le asió la cintura.
—Me preguntó por qué
Estaba demasiado cerca, ______ no podía respi¬rar. Intentó apartarse del intenso calor que irradiaba su cuerpo. Su polisón impactó de lleno con otro polisón, devolviéndola a su lugar.
—Si usted no me toca, hará que chismorreen más que sí lo hace, señora Petre.
Tenía razón.
Apretó los dientes, alzó el brazo a regañadientes ca¬da vez más arriba... y descansó los dedos de su mano iz¬quierda sobre el hombro de él. Su pecho izquierdo se ha¬bía salido casi por completo del corsé.
Comenzó la música, un sonido de violines y los acordes estruendosos de un piano. El aíre cálido rodeó a ______, y de repente se convirtió en parte de lo más se¬lecto de la sociedad, del suave roce de la seda de vivos colores y de las chaquetas negras, hombres que pisaban, mujeres que giraban.
Se concentró en el blanco inmaculado de su guan¬te, el brillante negro satinado de sus solapas, cualquier co¬sa que no fuera el incómodo palpitar de su corazón y la dureza punzante de sus pezones bajo la fricción resbaladi¬za de la seda.
Se afanó desesperadamente por encontrar un tema seguro de conversación. Se suponía que no debía ser sen¬sible a un hombre que no fuera su esposo.
—No sabía que usted bailaba.
—Usted quiere decir que no sabía que yo fuera, acep¬tado por la alta sociedad.
No tenía sentido mentir.
—Sí.
—Hay muchas cosas que desconoce de mí, señora Petre.
— ¿Tiene usted relaciones sexuales con la baronesa?
______ tropezó en el momento en que las palabras salían de su boca, sin que pudiera detenerlas. Los dedos de Joe se clavaron en su cintura; una ballena se incrustó en su costilla.
—Usted parece estar al tanto del chismorreo reinante. ¿Por qué no me lo cuenta usted?
______ miró fijamente el gemelo de diamante de su camisa. Parpadeaba a la luz de la araña que relumbraba encima de ellos.
— ¿De qué otra manera podía saber que mi esposo y yo habíamos aceptado una invitación al baile?
—Mi madre—dijo él casualmente, haciéndola girar-. Ella y la baronesa son compañeras de bridge.
— ¿Sabe su madre algo sobre nuestras... clases? -preguntó sin aliento.
—Siba, señora Petre. Le he dicho que no hablaré de lo que sucede entre una dama y yo tras las puertas cerra¬das. No necesita usar corsé. —Su pierna se metió entre las de ella mientras la hacía girar una vez más; un denso calor se apoderó de la parte central de sus muslos—. Está su¬friendo innecesariamente un colapso en los pulmones.
______ enterró los dedos en su hombro... en don¬de no había hombreras, sólo músculo duro.
—No estamos en su casa, lord Safyre. Si uso corsé o no es un asunto que me compete a mí y a mi doncella.
— ¿Y su esposo, señora Petre? ¿Acaso él no opina acerca de sus prendas íntimas?
La réplica afilada no llegó a salir de los labios de ______.
Su esposo jamás la había visto en ropa interior, y mu¬cho menos expresado interés en ella. Sin embargo, no le ca¬bía duda alguna de que el Jeque Bastardo había visto mu¬cha ropa interior femenina.
— ¿Por qué baila tan bien si no asiste regularmente a eventos sociales?
— ¿Por qué baila tan bien el vals si su esposo no lo hace?
—No he dicho que no bailara el vals —le replicó ella severamente.
Edward bailaba el vals; simplemente no lo bailaba con ella. Guardaba las diversiones sociales para sus votantes.
—Cuénteme algo de sus hijos.
—Ya le he dicho que no hablo de mis hijos.
—Pero en este momento no soy su tutor. Soy un hombre que está charlando para pasar el tiempo mientras bailamos.
______ echó la cabeza hacia atrás, mientras abría su boca para decirle que si bailar con ella era una tarea tan aburrida, no debía molestarse.
Fue un error.
Apenas veinte centímetros separaban sus caras. El ancho de sus dos manos.
—Mis hijos están los dos en Eton.
—Se llaman Richard y Phillip, ¿no es cierto?
—Sí, pero cómo...
—De vez en cuando leo algún periódico. ¿Qué les gusta...? ¿La política?
Una sonrisa se asomó a la boca de ______, recor¬dando la pelea de Phillip porque el señorito Bernard, un whig, era supuestamente un ultraje a sus creencias tories.
—No, mis hijos no están interesados en la política. Richard está estudiando para ser ingeniero... dice que la tecnología es lo que mueve el mundo y quiere ayudar a la gente mucho más que al gobierno. Phillip quiere ser ma¬rinero —su sonrisa se agrandó— a ser posible pirata.
Una sonrisa afectuosa suavizó el rostro del Jeque Bastardo.
—Richard parece un niño inteligente.
______ buscó en sus ojos algún rastro de burla, pero no halló ninguno. Un torrente de orgullo maternal se sobrepuso a su cautela.
—Lo es. Prepara sus exámenes para entrar en Ox¬ford en otoño. Pero para Phillip será duro cuando Richard se vaya de Eton. Siempre han estado muy unidos a pesar de su diferencia de edad y quizás porque sus personalidades son opuestas. Richard es más callado y estudioso; Phillip es aventurero. No me sorprendería que asaltaran la des¬pensa del colegio de noche en busca de algo para comer, siempre lo hacen cuando están en casa.
—Usted quiere a sus hijos.
Era todo lo que tenía.
______ eludió su astuta mirada.
—Ahlan wa salan. ¿Qué significa?
—En términos generales, significa que es un placer conocerla. ¿Ama usted a su esposo?
______ pisó su empeine... con fuerza.
—Si no lo amara, no habría ido a verle a usted.
— ¿La ama su esposo a usted?
—Eso no es asunto suyo.
—Me propongo que lo sea.
¿No estaría pensando en...?
—Creo que será mejor que cancelemos nuestras cla¬ses, lord Safyre. Haré que le devuelvan su libro.
—Es demasiado tarde, taliba.
El temor rozó la piel de ______.
— ¿Qué quiere decir?
—Tenemos un acuerdo.
Sus ojos centellaron al comprender sus intenciones.
—Yo le chantajeé y ahora usted quiere intimidarme.
—Si es necesario...
Era lo que había temido aquella primera mañana; por lo tanto, no debería sentirse tan... ofendida.
— ¿Por qué?
—Usted quiere aprender a darle placer a un hom¬bre... y yo quiero enseñarle.
______ se sintió arder de ira.
—Desea humillarme.
Las pestañas de Joe creaban sombras cóncavas bajo sus ojos.
—Como le dije anteriormente, usted sabe muy po¬co sobre mí. ¿Recuerda la historia de Dorerame en el ca¬pítulo dos de El jardín perfumado?
—Lo mataron —le respondió ella con tristeza. Y también recordaba que había sido de manera bastante macabra.
—El rey que lo mató liberó a una mujer de sus ga¬rras.
—Una mujer casada.
—Luego el rey tomó a la mujer y la liberó de su es¬poso.
—Eso es absurdo. —No quería pensar en una mujer casada que era «liberada» de su esposo—. No veo adonde quiere llegar con esta conversación.
—Simplemente a esto: una mujer en Arabia tiene ciertos derechos sobre su esposo. Entre ellos está el dere¬cho a la unión sexual. Tiene el derecho a pedir el divorcio si su esposo no la satisface.
La mortificación estalló dentro del pecho de ______. Sólo las mujeres sin principios podían no estar sa¬tisfechas en su matrimonio.
¿Cómo se atrevía él...?
—Para su información, mi esposo si me satisface —le espetó.
—No habrá más mentiras entre nosotros, taliba. Usted tuvo el valor de pedirme que le enseñara; ahora ten¬ga el valor de enfrentarse a la verdad.
— ¿Y cuál se supone que es la verdad, lord Safyre?
—Mire a su marido. Cuando vea lo que es y no lo que usted quiere que sea, obtendrá la verdad. —De repen¬te, él soltó su mano y liberó su cintura—. El baile ha ter¬minado, señora Petre. Salgamos a caminar.
______ retiró su mano izquierda bruscamente, ale¬jándola de su hombro.
—No me coaccionará.
—Me temo que sí. Usted ama a sus hijos, pero no sabe nada acerca de su esposo... o de usted misma. La es¬pero mañana por la mañana.
______ saludó a un conocido mientras su mente trataba de asimilar y analizar velozmente sus palabras.
—Usted sabe quién es la amante de mi esposo.
—No.
—Entonces, ¿por qué está haciendo esto?
—Porque creo que es usted una mujer meritoria.
—No tengo un miembro masculino, lord Safyre —replicó ella fríamente.
La dura línea de su boca se aflojó. Un brillo jugue¬tón centelleó en sus ojos.
Se parecía a aquel niño travieso que debía de haber sido cuando tenía doce años, incitado por su madre.
—Lo veremos.
—No estaré allí mañana por la mañana.
—Estará. Y yo estaré esperándola.
Por primera vez en su vida, ______ comprendió por qué Phillip solía dar patadas en el suelo con furia. Miró fijamente al otro lado del salón, a los ojos de su es¬poso.
Un hombre se acercó a él, un colega del gabinete. Edward se volvió al hombre mayor y caminó hacia el salón de cartas.
Casi paralizada, ______ se dio cuenta de que Ed¬ward la había visto y la había ignorado.
Volvió sus ojos hacia la mirada turquesa del Jeque Bastardo. Él también había visto cómo Edward la había ig¬norado.
El olor a gas procedente de las lámparas, los perfu¬mes de las mujeres y el aceite del cabello de los hombres se mezclaron en su cabeza. ______ endureció su gesto y se irguió todavía más.
—No le mentiré si usted no difama a mi esposo.
—Está bien.
—Y si insiste con la verdad, debe estar preparado para mostrarla.
Sus gruesas pestañas oscuras dibujaban afiladas som¬bras sobre sus mejillas.
—Yo estoy para instruirla, taliba, no al revés.
—Tal vez ambos aprendamos.
—Tal vez. —Le ofreció su brazo.
Ella apoyó con temor sus dedos sobre la manga. Debajo de la seda, sus músculos estaban tensos como una vara.
Un calor abrasador se apoderó de su interior. Pro¬cedía de su mirada, puesta sobre sus pechos. Echó los hom¬bros para atrás, el corsé crujió, dándose cuenta demasia¬do tarde de que el movimiento empujaba sus pechos hacia arriba y hacia afuera.
Joe alzó las cejas; la risa chispeaba en las pro¬fundidades de sus ojos.
—Regla número tres. Desde mañana por la mañana, no usará ni una sola prenda de lana en mi casa. Podrá usar seda, muselina, terciopelo, brocado, lo que quiera mientras que no sea lana.
—Y usted, lord Safyre —preguntó ella audaz, con un chillido—, ¿qué usará usted?
—Tanta o tan poca ropa como usted desee.
______ sintió que se le secaba la boca, imaginando la suave piel morena coronada por el rojo ardor del deseo.
De repente recordó quién era él y quién no era ella.
Un hombre como él no deseaba una mujer cuyo ca¬bello estaba salpicado de hebras de plata y cuyo cuerpo había engordado por el embarazo de dos niños.
—Estamos involucrados en un aprendizaje, lord Safyre, no en una comedia burlesca.
Las cabezas giraron para ver quién osaba reírse con una alegría tan expansiva.
______ se mordió los labios para evitar reír con él.
Por supuesto que eran los nervios. No había nada ni remotamente gracioso en el hecho que toda la sociedad fue¬ra testigo de la risa desinhibida del Jeque Bastardo, espe¬cialmente cuando ella estaba agarrada a su brazo y también siendo observada. Pero fue en vano resistirse, ya que no pudo mantener sus labios en una línea recta.
Unos ojos color verde esmeralda atraparon los de ______.
Los ojos de su madre.
No eran divertidos.
______ apartó bruscamente su mano del brazo del Jeque Bastardo.
La risa de Joe se apagó de inmediato. ______ se dio la vuelta, dejándolo plantado. Y sintió como si algo muriera también dentro de ella.
1/5
CAPITULO 6
Joe miró con detenimiento un periódico de hacía cuatro años. Aparecía una severa fo¬tografía de Edward Petre, recién designado ministro de Economía y Hacienda, y su esposa, ______, con sus dos hijos, Richard, de once años, y Phillip, de siete.
Un periódico actual mostraba a Edward solo. Tenía el cabello corto y negro, peinado hacia un lado. Llevaba, siguiendo los dictados de la moda, un bigote grueso que caía hacia abajo. Las mujeres lo considerarían apuesto, pen¬só Joe desapasionadamente, mientras que los hombres quedarían impresionados por la confianza que tenía en sí mismo.
Un periódico de hacía un mes mostraba una foto de ______ de pie, detrás de un podio, en la que sólo se veían su cabeza y sus hombros. Un sombrero oscuro con plu¬mas rizadas ocultaba casi todo su cabello, salvo un mechón de color gris oscuro en lugar del rojo caoba. Las mujeres la verían como una mujer moderna que apoyaba de manera activa las buenas obras y la carrera política de su esposo; para los hombres sería una esposa útil aunque abu¬rrida.
Un periódico de hacía seis meses había publicado una foto de Edward y ______ juntos, aparentemente la pareja perfecta, él sonriendo afablemente, ella con una mi¬rada insípida. Y luego estaba un periódico de veintidós años antes que mostraba el boceto realizado por un artista de Andrew Walters, primer ministro electo, y su esposa, Rebecca, con su hija de once años, ______.
Andrew Walters había sido muy afortunado en política. Su primer mandato como primer ministro había durado seis años. Después de perder el apoyo de su gabi¬nete, había luchado para recuperar su puesto. Su segundo mandato, del que ya habían transcurrido cuatro años, no daba signos de debilidad.
Joe comparó los dos retratos familiares.
______ tenía un enorme parecido con su padre. Mientras que los hijos de ______... guardaban un nota¬ble parecido con Edward.
¡Ela'na! ¡Maldito sea! Sería mucho más sencillo si se parecieran a ______.
Levantó una copia de The Times con fecha del 21 de enero de 1870. Una fotografía de ______ acompañaba a una noticia que anunciaba su compromiso con Edward Petre, que tenía una prometedora carrera política por delante.
Parecía tan joven. Y tan ingenua. El fotógrafo había captado, ya fuese accidentalmente o a propósito, las ro¬mánticas ilusiones de una niña sin experiencia a punto de transformarse en una mujer.
______ se había casado a los diecisiete años; eso sig¬nificaba que en la actualidad tenía treinta y tres. Y ahora su rostro no albergaba ningún tipo de expresión, ni en perso¬na, mientras se sentaba frente a Joe discutiendo sobre re¬laciones íntimas, ni en las diferentes fotografías tomadas tras el nombramiento de su esposo en el gabinete de su padre.
Los periódicos mencionaban muchas de sus activi¬dades. Hacía una intensa campaña a favor de su esposo, asistiendo a fiestas, organizando bailes de caridad, besan¬do a niños huérfanos, y repartiendo cestas a pobres y en¬fermos.
Según todo lo que había observado, ______ era la hija, esposa y madre perfecta. Una mujer que merecía ser elogiada.
Tiró el periódico sobre su escritorio.
La repugnancia se mezclaba con la indignación, el de¬seo con la compasión. El temor se sobrepuso a todos ellos.
Temor a que ______ Petre supiera realmente quién era su esposo. Temor a que hubiera buscado deliberada¬mente a Joe debido a ese conocimiento.
¡Tenía que saber lo de su marido!
Pero, por otro lado... no había ninguna manera de que pudiese saber... la verdad sobre Joe.
Las páginas del amarillento diario se agitaron; una suave ráfaga entró en la biblioteca.
—Ibn.
La voz de Muhamed podía sonar cortésmente inex¬presiva para aquel que no lo conociera. No lo era. Muhamed le pedía a Joe en silencio que rechazara a ______ Petre, como él ya lo había hecho en su corazón.
Tal vez Muhamed tuviera razón.
______ había intimidado al eunuco. Quería que Joe le impartiera instrucción sexual.
Ninguno de los dos actos aparentaba ser inocente.
— ¿Sería posible que ese detective que contrataste... —Joe hizo una pausa, odiándose por preguntar pero incapaz de detener la pregunta— estuviera equivocado?
Los ojos negros se cruzaron con los turquesas.
—No hay ningún error, Ibn.
Joe recordó el rojo ardiente en el cabello caoba oscuro de ______... y su rubor cuando él le hizo el cum¬plido. Sus reacciones eran las de una mujer que rara vez re¬cibía galanterías.
Una furia ciega, fría y dura, subió hasta su pecho. Ella se merecía algo mejor que Edward Petre.
— ¿Qué está haciendo Petre esta noche?
—Está asistiendo a un baile. . — ¿Quién lo organiza?
—La baronesa Whitfield.
—La mujer con la que el ministro de Economía y Hacienda fue supuestamente visto... ¿Quién es, Muhamed?
El rostro oscuro de Muhamed permanecía estoico. —No lo sé, Ibn.
Joe lo miró intensamente con los ojos entrecerrados.
—Pero tienes una idea.
—Sí.
—Entonces tráeme las pruebas necesarias.
La noche se arremolinaba al otro lado de los enormes ventanales.
¿Estaba ______ bailando en brazos de su esposo en el baile de los Whitfield? ¿Lo sabía?
Aquella mañana había tomado dos sorbos de café turco a pesar de que era obvio que le disgustaba. ¿O no?
Si tuviera la oportunidad, ¿qué elegiría ______: el decoro o la pasión?
De repente, la imaginó desnuda, reclinada sobre un montón de almohadones de seda, fumando una pipa de agua.
La imagen podía ser ridícula: ella usaba chirriantes corsés y pesados vestidos de lana con olor a benceno. Pe¬ro no lo era. Podía imaginar vividamente su oscuro cabello color caoba cayendo en cascada sobre su espalda y sobre sus pechos turgentes mientras él le chupaba los pezones.
—Manda llamar un carruaje —ordenó Joe de re¬pente—. Esta noche seré yo quien siga a Petre.
****
El baile resultó ser mucho peor de lo que ______ había imaginado. Charló con las jóvenes debutantes que aún no tenían pareja y con los hombres que eran demasiado tími¬dos como para acercarse al sexo opuesto. También se había acercado a aquellos hombres y mujeres demasiado mayo¬res o que estaban demasiado débiles para bailar. Y todo el tiempo pudo escuchar la modulación forzada de las risas nerviosas de las mujeres y las carcajadas masculinas mien¬tras lo más deslumbrante de la sociedad giraba y daba vuel¬tas en la pista de baile, absorta en su búsqueda de placer.
El Jeque Bastardo había elogiado su cabello. ¿Cuán¬to tiempo había pasado desde que Edward le había hecho un cumplido... sobre lo que fuera?
¿Cuánto tiempo puede una mujer sobrellevar con tranquilidad la ausencia de coito?
—Señora Petre...
______ tardó un segundo en darse cuenta de que le estaban hablando. Su compañero, lord Inchcape, un no¬ble de ochenta años cuyo característico olor corporal obli¬gaba a colocar la cabeza, contra el viento, no necesitaba su conversación, sólo alguien que le escuchara.
—Señora Petre, tengo a alguien aquí que desea que se lo presente.
______ se dio la vuelta, agradecida a la baronesa Whitfield, su anfitriona.
Su cálida sonrisa se heló.
El Jeque Bastardo, vestido de gala, de negro y cor¬bata blanca, destacaba sobre la figura baja y oronda de la baronesa. A su otro brazo se agarraba una mujer alta, la parte de arriba de su cabeza alcanzaba la barbilla de él. Era delgada, elegante y llevaba un vestido turquesa que com¬binaba con sus ojos. Su rostro era un óvalo perfecto. Su ru¬bio cabello dorado estaba sujeto en un moño; era del mismo color que el del Jeque Bastardo.
El reconocimiento fue instantáneo. Ella debía ser la mujer con la que él se había revolcado hasta que su perfume se había convertido en su propio aroma.
Sintió un fugaz dolor punzante en el pecho; celos envidia. La mujer era todo lo que ______ jamás sería, exactamente el tipo de mujer que ella elegiría para un hom¬bre como él.
- Las mejillas rollizas de la baronesa Whitfíeld estaban encendidas por el champan y el calor que irradiaban los más de cien cuerpos y las tres lámparas.
—Catherine, permíteme presentarte a la señora ______ Petre, la ilustre esposa de nuestro ministro de Economía y Hacienda. Señora Petre, la condesa Devington.
Aturdida, lo primero que pensó ______ fue: «No es la amante del Jeque Bastardo, es su madre», y luego, de forma incoherente, «aunque no es lo suficientemente ma¬yor para ser su madre».
Con una sonrisa cálida, la condesa tendió una mano enfundada en un guante blanco.
— ¿Cómo está, señora Petre? He oído hablar mucho de usted.
Un resquemor frío de temor recorrió la espalda de ______. Ignorando la cálida presentación, hizo una rígida reverencia.
— ¿Cómo está usted, condesa Devington?
—Catherine, ¿conoces a lord Inchcape?
—Por supuesto que sí. ¿Cómo está usted, lord Inchcape?
Lord Inchcape asintió con la cabeza, moteada por una enfermedad hepática.
— ¿Todavía sigue viajando a esos países extranjeros y haciéndose secuestrar?
La sonrisa de la condesa se alteró imperceptible¬mente.
—Por desgracia, últimamente, no.
Divertido, el rostro rollizo y pequeño de la baronesa se iluminó.
—Compórtate, Catherine. Señora Petre, permítame presentarle al hijo de la condesa Devington, lord Safyre. Lord Safyre... la señora Petre.
Los ojos turquesas colisionaron con los de color ave¬llana de ______. En su mirada estaba todo lo que habían leído y discutido aquellas dos últimas mañanas.
¿Qué significa que el miembro de un hombre tiene la cabeza como un brasero?
Significa que está rojo de deseo y caliente por una mujer.
Dios mío, ¿qué estaba haciendo él aquí?
¿Le había contado a la condesa algo sobre sus clases?
______ asintió rígidamente.
—Lord Safyre.
Antes de poder adivinar sus intenciones, el Jeque Bastardo hizo una reverencia y tomó la mano de ______. Su oscura piel estaba cubierta por un guante blanco. La pre¬sión de sus dedos a través de la doble capa de su guante de seda y el de ella era abrasadora.
—Ablan wa sabían, señora Petre.
Con una mezcla de horror y fascinación, ______ observó la cabeza dorada inclinarse sobre su mano. Sus labios, cuando la besó, estaban aún más calientes que sus dedos.
La sangre que se había retirado de su cabeza al verlo inundó su cara como una oleada de hirviente carmesí. Arrancó su mano de la de él.
La baronesa, como si no hubiera sucedido nada ex¬traño, le sonrió al compañero de ______.
—Lord Inchcape... lord Safyre.
Lord Inchcape se irguió tanto como se lo permitan sus hombros marchitos,
—En mis tiempos no presentábamos a nuestros bastardos.
______ sintió cómo el aliento se le quedaba atra¬pado en la garganta ante la brutalidad del comentario. Ape¬nas registró la exclamación ahogada de la baronesa.
—Oh, Dios mío...
Los ojos de la condesa lanzaban gélidos dardos de plomo.
—En sus tiempos, lord Inchcape, usted no tendría un título, por lo tanto no hubiese sido presentado a na¬die, fueran bastardos o verduleros.
El rostro amarillento de lord Inchcape se cubrió de manchas rojas.
—Mmmm. —El murmullo ronco del Jeque Bastar¬do llenó el explosivo silencio—. La señora Petre creerá que somos unos ordinarios.
La mirada gélida de la condesa no se inmutó.
—Dudo mucho que sea a nosotros a quienes la se¬ñora Petre considere ordinarios.
______ reprimió una explosión de risa.
Lord Inchcape se dio la vuelta y caminó airadamen¬te hacia la multitud envolvente de hombres y mujeres que se paseaban. La condesa miró enfurecida en aquella di¬rección mientras lo perdía de vista.
—El hombre malvado ya se ha ido, Ummee —dijo lacónicamente el Jeque Bastardo—. Puedes relajarte, tu polluelo está seguro.
Un veloz destello de consternación brilló en los ojos grises de la condesa. Fue seguido de una risa forzada.
—Lo siento, señora Petre, pero ha sido una gran pro¬vocación. Como madre, estoy segura de que entenderá mi enfado.
La condesa Devington había sido la ramera de un je¬que árabe. Había dado a luz a un hijo bastardo. Un bas¬tardo que había enviado a Arabia cuando él tenía doce años para no tener que lidiar con las molestias de educar a un ni¬ño adolescente.
______ dudaba de que tuviera una sola fibra de instinto maternal en su cuerpo.
—Sí, por supuesto —dijo fríamente.
Los ojos del Jeque Bastardo echaron chispas furio¬sas de fuego color turquesa.
La condesa apretó su brazo; .su sonrisa era cálida y simpática.
—Hemos venido a buscarla para el próximo baile, señora Petre. Mi hijo desea bailar el vals. Por favor, no le diga que no; si lo hace, tal vez nunca más lo pueda con¬vencer de que asista a una fiesta,
______ echó una mirada furtiva a la masa re¬bosante de sedas de lujosos colores y corbatas blancas que los rodeaba, buscando desesperadamente a su es¬poso, su madre, un motivo para declinar la invitación. Una mujer respetable no baila con un hombre de su repu¬tación.
—Mi esposo y yo no bailamos el vals...
—Su esposo está en el salón de las cartas, señora Petre —interrumpió suavemente el Jeque Bastardo—. Es¬toy seguro de que no le importará que yo ocupe su lugar. Especialmente, si, como usted dice, él no baila el vals.
El Jeque Bastardo no estaba hablando del vals. Es¬taba hablando de sexo. Edward no bailaba con ella en público, le decía él, como tampoco se acostaba con ella en privado.
______ podía sentir la mirada curiosa de la baro¬nesa y la extrañamente compasiva de la madre de él. Y se escuchó a sí misma mientras decía:
—Será un placer bailar con lord Safyre.
Antes de que pudiera echarse atrás, ______ fue empujada a un mar de vestidos de seda de luminosos colores y chaquetas de gala de un negro austero. Unos dedos duros y calientes la cogieron por el codo justo donde terminaba su guante y comenzaba su piel desnuda.
______ dio un paso a un lado y fue catapultada ha¬cia el Jeque Bastardo al ritmo estridente de un violín que desafinaba.
El cuerpo de él estaba tan caliente y duro como sus dedos. Podía oler el calor que emanaba bajo la seda de su ropa. No había indicios de olor de mujer.
Ciegamente, dio un paso atrás, pero sin éxito. Es¬taba atrapada en una prensa sofocante de seda perfumada y el roce de un cuerpo sólido mientras las mujeres y los hombres se colocaban para bailar.
El Jeque Bastardo atrapó su mano derecha, la levantó y la alejó de su cuerpo para que sus pechos se levantaran dentro del corsé y se realzaran. Era excitante; era peligroso. No era lo que habían acordado.
—Usted dijo que no me tocaría.
—Como su tutor, señora Petre. No como su compañero de baile.
— ¿Por qué ha venido?
—Porque sabía que usted estaría aquí.
—De haberlo sabido, yo no habría venido.
Una mano fuerte le asió la cintura.
—Me preguntó por qué
Estaba demasiado cerca, ______ no podía respi¬rar. Intentó apartarse del intenso calor que irradiaba su cuerpo. Su polisón impactó de lleno con otro polisón, devolviéndola a su lugar.
—Si usted no me toca, hará que chismorreen más que sí lo hace, señora Petre.
Tenía razón.
Apretó los dientes, alzó el brazo a regañadientes ca¬da vez más arriba... y descansó los dedos de su mano iz¬quierda sobre el hombro de él. Su pecho izquierdo se ha¬bía salido casi por completo del corsé.
Comenzó la música, un sonido de violines y los acordes estruendosos de un piano. El aíre cálido rodeó a ______, y de repente se convirtió en parte de lo más se¬lecto de la sociedad, del suave roce de la seda de vivos colores y de las chaquetas negras, hombres que pisaban, mujeres que giraban.
Se concentró en el blanco inmaculado de su guan¬te, el brillante negro satinado de sus solapas, cualquier co¬sa que no fuera el incómodo palpitar de su corazón y la dureza punzante de sus pezones bajo la fricción resbaladi¬za de la seda.
Se afanó desesperadamente por encontrar un tema seguro de conversación. Se suponía que no debía ser sen¬sible a un hombre que no fuera su esposo.
—No sabía que usted bailaba.
—Usted quiere decir que no sabía que yo fuera, acep¬tado por la alta sociedad.
No tenía sentido mentir.
—Sí.
—Hay muchas cosas que desconoce de mí, señora Petre.
— ¿Tiene usted relaciones sexuales con la baronesa?
______ tropezó en el momento en que las palabras salían de su boca, sin que pudiera detenerlas. Los dedos de Joe se clavaron en su cintura; una ballena se incrustó en su costilla.
—Usted parece estar al tanto del chismorreo reinante. ¿Por qué no me lo cuenta usted?
______ miró fijamente el gemelo de diamante de su camisa. Parpadeaba a la luz de la araña que relumbraba encima de ellos.
— ¿De qué otra manera podía saber que mi esposo y yo habíamos aceptado una invitación al baile?
—Mi madre—dijo él casualmente, haciéndola girar-. Ella y la baronesa son compañeras de bridge.
— ¿Sabe su madre algo sobre nuestras... clases? -preguntó sin aliento.
—Siba, señora Petre. Le he dicho que no hablaré de lo que sucede entre una dama y yo tras las puertas cerra¬das. No necesita usar corsé. —Su pierna se metió entre las de ella mientras la hacía girar una vez más; un denso calor se apoderó de la parte central de sus muslos—. Está su¬friendo innecesariamente un colapso en los pulmones.
______ enterró los dedos en su hombro... en don¬de no había hombreras, sólo músculo duro.
—No estamos en su casa, lord Safyre. Si uso corsé o no es un asunto que me compete a mí y a mi doncella.
— ¿Y su esposo, señora Petre? ¿Acaso él no opina acerca de sus prendas íntimas?
La réplica afilada no llegó a salir de los labios de ______.
Su esposo jamás la había visto en ropa interior, y mu¬cho menos expresado interés en ella. Sin embargo, no le ca¬bía duda alguna de que el Jeque Bastardo había visto mu¬cha ropa interior femenina.
— ¿Por qué baila tan bien si no asiste regularmente a eventos sociales?
— ¿Por qué baila tan bien el vals si su esposo no lo hace?
—No he dicho que no bailara el vals —le replicó ella severamente.
Edward bailaba el vals; simplemente no lo bailaba con ella. Guardaba las diversiones sociales para sus votantes.
—Cuénteme algo de sus hijos.
—Ya le he dicho que no hablo de mis hijos.
—Pero en este momento no soy su tutor. Soy un hombre que está charlando para pasar el tiempo mientras bailamos.
______ echó la cabeza hacia atrás, mientras abría su boca para decirle que si bailar con ella era una tarea tan aburrida, no debía molestarse.
Fue un error.
Apenas veinte centímetros separaban sus caras. El ancho de sus dos manos.
—Mis hijos están los dos en Eton.
—Se llaman Richard y Phillip, ¿no es cierto?
—Sí, pero cómo...
—De vez en cuando leo algún periódico. ¿Qué les gusta...? ¿La política?
Una sonrisa se asomó a la boca de ______, recor¬dando la pelea de Phillip porque el señorito Bernard, un whig, era supuestamente un ultraje a sus creencias tories.
—No, mis hijos no están interesados en la política. Richard está estudiando para ser ingeniero... dice que la tecnología es lo que mueve el mundo y quiere ayudar a la gente mucho más que al gobierno. Phillip quiere ser ma¬rinero —su sonrisa se agrandó— a ser posible pirata.
Una sonrisa afectuosa suavizó el rostro del Jeque Bastardo.
—Richard parece un niño inteligente.
______ buscó en sus ojos algún rastro de burla, pero no halló ninguno. Un torrente de orgullo maternal se sobrepuso a su cautela.
—Lo es. Prepara sus exámenes para entrar en Ox¬ford en otoño. Pero para Phillip será duro cuando Richard se vaya de Eton. Siempre han estado muy unidos a pesar de su diferencia de edad y quizás porque sus personalidades son opuestas. Richard es más callado y estudioso; Phillip es aventurero. No me sorprendería que asaltaran la des¬pensa del colegio de noche en busca de algo para comer, siempre lo hacen cuando están en casa.
—Usted quiere a sus hijos.
Era todo lo que tenía.
______ eludió su astuta mirada.
—Ahlan wa salan. ¿Qué significa?
—En términos generales, significa que es un placer conocerla. ¿Ama usted a su esposo?
______ pisó su empeine... con fuerza.
—Si no lo amara, no habría ido a verle a usted.
— ¿La ama su esposo a usted?
—Eso no es asunto suyo.
—Me propongo que lo sea.
¿No estaría pensando en...?
—Creo que será mejor que cancelemos nuestras cla¬ses, lord Safyre. Haré que le devuelvan su libro.
—Es demasiado tarde, taliba.
El temor rozó la piel de ______.
— ¿Qué quiere decir?
—Tenemos un acuerdo.
Sus ojos centellaron al comprender sus intenciones.
—Yo le chantajeé y ahora usted quiere intimidarme.
—Si es necesario...
Era lo que había temido aquella primera mañana; por lo tanto, no debería sentirse tan... ofendida.
— ¿Por qué?
—Usted quiere aprender a darle placer a un hom¬bre... y yo quiero enseñarle.
______ se sintió arder de ira.
—Desea humillarme.
Las pestañas de Joe creaban sombras cóncavas bajo sus ojos.
—Como le dije anteriormente, usted sabe muy po¬co sobre mí. ¿Recuerda la historia de Dorerame en el ca¬pítulo dos de El jardín perfumado?
—Lo mataron —le respondió ella con tristeza. Y también recordaba que había sido de manera bastante macabra.
—El rey que lo mató liberó a una mujer de sus ga¬rras.
—Una mujer casada.
—Luego el rey tomó a la mujer y la liberó de su es¬poso.
—Eso es absurdo. —No quería pensar en una mujer casada que era «liberada» de su esposo—. No veo adonde quiere llegar con esta conversación.
—Simplemente a esto: una mujer en Arabia tiene ciertos derechos sobre su esposo. Entre ellos está el dere¬cho a la unión sexual. Tiene el derecho a pedir el divorcio si su esposo no la satisface.
La mortificación estalló dentro del pecho de ______. Sólo las mujeres sin principios podían no estar sa¬tisfechas en su matrimonio.
¿Cómo se atrevía él...?
—Para su información, mi esposo si me satisface —le espetó.
—No habrá más mentiras entre nosotros, taliba. Usted tuvo el valor de pedirme que le enseñara; ahora ten¬ga el valor de enfrentarse a la verdad.
— ¿Y cuál se supone que es la verdad, lord Safyre?
—Mire a su marido. Cuando vea lo que es y no lo que usted quiere que sea, obtendrá la verdad. —De repen¬te, él soltó su mano y liberó su cintura—. El baile ha ter¬minado, señora Petre. Salgamos a caminar.
______ retiró su mano izquierda bruscamente, ale¬jándola de su hombro.
—No me coaccionará.
—Me temo que sí. Usted ama a sus hijos, pero no sabe nada acerca de su esposo... o de usted misma. La es¬pero mañana por la mañana.
______ saludó a un conocido mientras su mente trataba de asimilar y analizar velozmente sus palabras.
—Usted sabe quién es la amante de mi esposo.
—No.
—Entonces, ¿por qué está haciendo esto?
—Porque creo que es usted una mujer meritoria.
—No tengo un miembro masculino, lord Safyre —replicó ella fríamente.
La dura línea de su boca se aflojó. Un brillo jugue¬tón centelleó en sus ojos.
Se parecía a aquel niño travieso que debía de haber sido cuando tenía doce años, incitado por su madre.
—Lo veremos.
—No estaré allí mañana por la mañana.
—Estará. Y yo estaré esperándola.
Por primera vez en su vida, ______ comprendió por qué Phillip solía dar patadas en el suelo con furia. Miró fijamente al otro lado del salón, a los ojos de su es¬poso.
Un hombre se acercó a él, un colega del gabinete. Edward se volvió al hombre mayor y caminó hacia el salón de cartas.
Casi paralizada, ______ se dio cuenta de que Ed¬ward la había visto y la había ignorado.
Volvió sus ojos hacia la mirada turquesa del Jeque Bastardo. Él también había visto cómo Edward la había ig¬norado.
El olor a gas procedente de las lámparas, los perfu¬mes de las mujeres y el aceite del cabello de los hombres se mezclaron en su cabeza. ______ endureció su gesto y se irguió todavía más.
—No le mentiré si usted no difama a mi esposo.
—Está bien.
—Y si insiste con la verdad, debe estar preparado para mostrarla.
Sus gruesas pestañas oscuras dibujaban afiladas som¬bras sobre sus mejillas.
—Yo estoy para instruirla, taliba, no al revés.
—Tal vez ambos aprendamos.
—Tal vez. —Le ofreció su brazo.
Ella apoyó con temor sus dedos sobre la manga. Debajo de la seda, sus músculos estaban tensos como una vara.
Un calor abrasador se apoderó de su interior. Pro¬cedía de su mirada, puesta sobre sus pechos. Echó los hom¬bros para atrás, el corsé crujió, dándose cuenta demasia¬do tarde de que el movimiento empujaba sus pechos hacia arriba y hacia afuera.
Joe alzó las cejas; la risa chispeaba en las pro¬fundidades de sus ojos.
—Regla número tres. Desde mañana por la mañana, no usará ni una sola prenda de lana en mi casa. Podrá usar seda, muselina, terciopelo, brocado, lo que quiera mientras que no sea lana.
—Y usted, lord Safyre —preguntó ella audaz, con un chillido—, ¿qué usará usted?
—Tanta o tan poca ropa como usted desee.
______ sintió que se le secaba la boca, imaginando la suave piel morena coronada por el rojo ardor del deseo.
De repente recordó quién era él y quién no era ella.
Un hombre como él no deseaba una mujer cuyo ca¬bello estaba salpicado de hebras de plata y cuyo cuerpo había engordado por el embarazo de dos niños.
—Estamos involucrados en un aprendizaje, lord Safyre, no en una comedia burlesca.
Las cabezas giraron para ver quién osaba reírse con una alegría tan expansiva.
______ se mordió los labios para evitar reír con él.
Por supuesto que eran los nervios. No había nada ni remotamente gracioso en el hecho que toda la sociedad fue¬ra testigo de la risa desinhibida del Jeque Bastardo, espe¬cialmente cuando ella estaba agarrada a su brazo y también siendo observada. Pero fue en vano resistirse, ya que no pudo mantener sus labios en una línea recta.
Unos ojos color verde esmeralda atraparon los de ______.
Los ojos de su madre.
No eran divertidos.
______ apartó bruscamente su mano del brazo del Jeque Bastardo.
La risa de Joe se apagó de inmediato. ______ se dio la vuelta, dejándolo plantado. Y sintió como si algo muriera también dentro de ella.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
2/5
______ Petre llevaba un grueso traje de terciopelo marrón y sus rígidos modales ingleses. La noche anterior ella le había sonreído... y luego lo ha¬bía dejado plantado como si fuera un perro callejero.
—Sabah el kheer, señora Petre.
—Buenos días, lord Safyre.
Una sonrisa vacilante torció las comisuras de sus la¬bios mientras ella se quitaba cuidadosamente los guantes de cuero negro. Sirvió el café humeante en una pequeña taza de porcelana, y añadió un poco de agua fría antes de entregárselo.
Era evidente que ella se mostraba reticente en acep¬tarla. Era igualmente evidente que sus rígidos modales in¬gleses dictaminaban que si no la aceptaba, ofendería a su anfitrión.
Joe la observó detenidamente, deseando que co¬giera el café.
La alegría que sintió cuando al fin aceptó aquella be¬bida turca le hizo recordar su pasado mongol.
La deseaba.
Deseaba que ella reconociera sus necesidades físicas.
Deseaba que ella lo deseara a él, al Jeque Bastardo nacido en Occidente pero que se había hecho hombre en Oriente, y al Ibn, que había paladeado los amargos des¬pojos de la sexualidad humana y seguía anhelando todavía más.
El café turco era un buen pretexto para comenzar.
El humo caliente envolvió el rostro de ______; so¬pló el café antes de tomar uno, dos, tres sorbos... Luego de¬positó la taza sobre el escritorio mientras sacaba el fajo de papeles de su bolso.
—No logro entender por qué eligió este libro de tex¬to, lord Safyre. —Alzó la cabeza y sostuvo su mirada. El deseo sexual brilló por unos segundos en sus claros ojos co¬lor avellana pero desapareció rápidamente—. El jeque no enseña demasiado sobre cómo dar placer a un hombre.
Joe volvió a llenar su taza de café, inhalando el espeso y dulce aroma, un recuerdo agridulce de lo que al¬guna vez había dado por supuesto. «Oh vosotros los hom¬bres» —murmuró—, «preparadla para el placer y no dejéis de hacer nada para lograr ese fin. Exploradla incansable¬mente, y enteramente ocupados en ella, no dejéis que nin¬guna otra cosa os distraiga... Luego preparaos para traba¬jar, pero, recordad, no hasta que sus besos y caricias hayan surtido efecto».
De manera instintiva, se llevó la taza a los labios y dio un sorbo. La espesa bebida estaba caliente y húmeda, exactamente como se sentiría ______ si él estuviese alo¬jado en lo más profundo de ella.
La mujer lo observó, con una apariencia de tran¬quilidad y sosiego. Sus pezones se destacaban en el suave corpiño de terciopelo. Anoche habían rozado el pecho de él cuando bailaban.
Joe dejó la taza sobre el platillo.
— ¿Usted no cree que los hombres necesitan ser pre¬parados, señora Petre?
Sus claros ojos reflejaban la lucha entre la indecisión y el recato. Triunfó la necesidad de saber.
— ¿Está usted diciendo que los hombres y las muje¬res se excitan con el mismo tipo de caricias?
—Ambos tenemos pechos, labios, muslos... —Deli¬cadamente dio vueltas con su dedo sobre el borde de la tibia taza de porcelana—. Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Entonces ¿usted cree que un hombre se excita cuando una mujer besa sus mejillas y... —Un latido palpi¬tó como un disparo en su garganta, habían cruzado irre¬vocablemente los límites entre tutor y alumno... él lo sabía, ella lo sabía. Él había sembrado la duda en la mente de ella sobre su esposo... y sobre él mismo—...¿mordisquea sus pezones?
Joe sintió la dureza entre sus piernas. —Sé que un hombre se excita con besos y mordis¬cos, señora Petre.
______ eludió el calor de su mirada. —Puedo comprender que tal vez sea placentero pa¬ra un hombre cuando una mujer agita la parte de abajo de su cuerpo, pero no logro entender de qué manera un hom¬bre puede disfrutar... al ser besado en el ombligo y en los muslos.
Joe sabía exactamente cuánto placer sentía el hombre al ser besado en el ombligo y en los muslos. Una sensación erótica latía entre sus piernas, el recuerdo de los placeres del harén, las tiernas exploraciones de una mu¬jer, las piernas abiertas, el miembro viril brillando con ur¬gencia mientras él enroscaba el cabello suave como la seda en sus manos y se rendía al éxtasis primordial de una boca caliente y húmeda.
Él quería eso... quería experimentar de nuevo el goce inocente del sexo... con ______ Petre.
Tenía que reconocer sus necesidades.
— ¿Acaso no disfruta usted cuando le besan el om¬bligo y los muslos? —preguntó él con voz grave y sensual.
—Yo... —Los ojos de Joe desafiaron a ______ a decir la verdad. Ella no lo defraudó—. No lo sé. Jamás me han besado ahí.
— ¿La excita pensar en que la besen ahí?
Una brasa explotó en la chimenea.
______ alzó el mentón, desafiándolo a que se burlara de ella.
—Sí, me excita. ¿Le excita a usted pensar en que lo besan ahí?
El aliento de Joe le raspó en la garganta.
—Sí, me excita.
— ¿Y a un hombre le da placer que la mujer le muerda sus brazos?
La ardiente sexualidad que comenzaba a crecer entre ellos se disipó súbitamente.
—Mordisquear sus brazos, señora Petre —dijo él secamente—. El jeque no está sugiriendo que un hombre o una mujer practiquen canibalismo.
—Discúlpeme. ¿Un hombre siente placer si la mujer mordisquea sus brazos?
Una sonrisa cínica se dibujó en los labios de Joe, otros recuerdos volvían a su mente, recuerdos más recientes, recuerdos de Occidente.
—El dolor tiene sus momentos.
— ¿Cuándo?
— ¿Cuándo el dolor es placentero para un hombre...o cuándo es placentero para una mujer?
La fría reserva inglesa volvió a adueñarse de ella.
—Para un hombre.
—Cuando un hombre hace que la mujer alcance su clí...
—Perdóneme. Me gustaría tomar notas. ¿Puede pres¬tarme su pluma nuevamente, por favor?
______ estaba huyendo.
De él. De sí misma.
Ella sabía cómo ser madre, pero estaba aterrada de ser mujer.
El abandono de su esposa por parte de Edward Petre en el baile de la noche anterior, junto a su rechazo, le habían mostrado a Joe todo lo que necesitaba saber acerca de aquel matrimonio tras dieciséis años. La mirada en el rostro de ______ reflejaba su propia versión de los hechos.
A Edward no le importaba... a ______ sí.
Se preguntó cuánto tiempo habría estado despierta a su regreso a casa, sola, esperando a su marido.
Se preguntó qué reacción tendría cuando descubriera el secreto de Edward.
Ela'na. Maldita sea. Toda la casa estaba al tanto de las predilecciones sexuales de Edward Petre. ¿Cómo era posible ser tan ingenuo?
Joe buscó su pluma en el cajón superior. Ella mi¬ró fijamente el instrumento de oro.
O tal vez miró sus dedos, recordando el ancho de sus manos y preguntándose cómo entraría él dentro de ella.
¿Lo aceptaría con facilidad o la dilataría hasta que do¬liera? ¿Le provocaría un orgasmo o la dejaría anhelante de frustración como sin duda Edward Petre la había dejado?
Enderezando los hombros, ______ arrancó la pluma de sus dedos.
—Gracias.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que ella había tenido a un hombre en su interior?
Joe arrastró el tintero de bronce hacia el otro la¬do de su escritorio.
______ sumergió la punta de metal dentro de la tinta y posó ligeramente la pluma sobre el papel, con sus ojos fijos sobre el pergamino blanco.
— ¿Qué decía usted?
— ¿Alguna vez ha tenido un orgasmo, señora Petrel?
______ levantó bruscamente la cabeza.
—Sin mentiras, sin respuestas evasivas —advirtió Joe con seriedad—. Ése fue nuestro pacto.
La expresión de escándalo e indignación se convirtió en frío desdén.
—Sí, lord Safyre, he experimentado un orgasmo.
Los celos se enroscaron en su vientre como una cobra preparándose para atacar.
—Entonces sabe usted que justo antes del clímax dis¬minuye la capacidad para darse cuenta de la diferencia entre el placer y el dolor. Cuando una mujer alcanza el orgasmo, algunas veces araña o muerde a su amante. El dolor puede ser el ímpetu que él necesita para alcanzar su propio clímax.
La punta de metal se deslizaba afanosamente sobre el papel.
Joe observó el juego de luz y sombra sobre su cabello, el rojo oscuro del vino y el dorado como el fuego. Y se imaginó su cabeza inclinada de manera solemne para recibir a su esposo en su boca.
Joe no sabía qué lo alteraba más, si el hecho de que cuando finalizaran sus lecciones ella usaría aquellos conoci¬mientos para darle placer a otro hombre o estar convencido de que usarlo para darle placer a su esposo la destruiría.
—Ahora le diré lo que una mujer necesita a veces para alcanzar el clímax.
Las anotaciones cesaron.
—He conocido mujeres a las que les gusta que les mordisqueen o pellizquen los pezones. —Su descripción era abiertamente sexual—. Otras disfrutan cuando les le¬vanto las piernas sobre mis hombros y las embisto tan fuer¬te y profundamente que puedo sentir cómo se contrae su vientre a mí alrededor.
______ apretó la pluma como un garrote y miró fijamente lo que había escrito.
— ¿Qué prefiere usted?
Joe sintió lástima por su ignorancia... y por aque¬llos deseos que tan valientemente intentaba ocultar.
—Lo que prefiera la mujer.
Lo que tú prefieras, ______ Petre.
Pero era lastimosamente evidente que ella no sabía lo que deseaba. Simplemente deseaba.
Su voz sonó en tono grave.
— ¿Realmente le gusta que una mujer le mordisquee los pezones?
Un relámpago de calentura atravesó los testículos de Joe.
—Sí, señora Petre.
Con el cuerpo tenso, esperó la siguiente pregunta.
Los pechos de ______ subían y bajaban rítmi¬camente con su respiración bajo el vestido de terciopelo marrón. Alzó la cabeza. Tenía las pupilas dilatadas por la excitación sexual.
— ¿Le da... le da placer a usted mordisquearle los pe¬zones a una mujer?
—Besar. Chupar. Lamer. Mordisquear —dijo con dureza—. Sí, los pechos de una mujer me dan placer.
— ¿Y su... miembro? Ayer usted dijo que cuando una mujer pone sus dedos alrededor del miembro de un hom¬bre sostiene su vida en sus manos. ¿Cómo le gusta a us¬ted que lo... sujeten?
Una respiración entrecortada sonó como un silbido en el aire. Joe apenas se dio cuenta de que era suya.
—Me gusta que una mujer agite y apriete mi miem¬bro hasta que la corona queda liberada del prepucio.
______ no se movió, ni pestañeó siquiera.
Joe podía sentir cómo la sangre se atropellaba Por sus venas bajo su piel color alabastro, una estatua esperando ser sexualmente despertada.
—Los hombres musulmanes son circuncidados.
Se maldijo brutalmente en silencio. ¿Por qué había dicho eso?
—Las mujeres árabes deben de haberle encontrado fascinante.
Su elogiosa respuesta no era lo que él había esperado.
La tibieza rozó las mejillas de Joe, la primera vez que se sonrojaba en veinticinco años.
—Sí.
Las mujeres lo consideraban fascinante, pero ex¬tranjero. Una concubina no podía copular con un hombre como él, un infiel, cuando terminaba su permanencia en el harén, ni siquiera pagando con su libertad.
— ¿Alguna vez ha estado con una mujer que no le haya dado placer, lord Safyre?
Árabe. Bastardo. Animal. Dentro y fuera de la ca¬ma, los nombres no cesaban.
—Si lo que quiere saber es sí alguna vez he fracasado en lograr que una mujer alcance el orgasmo —dijo brus¬camente— la respuesta es no.
El papel crujió y las notas de ______ se arrogaron.
— ¿Nunca?
Joe alzó una ceja.
—No me considero un mártir, señora Petre. Ha ha¬bido momentos en los que he llegado al orgasmo antes que una mujer. Pero hay otras maneras de alcanzar el éxtasis. Los dedos. Las manos. Los labios. Los dedos de los pies. Prácticamente cualquier lugar del cuerpo de un hombre puede usarse para satisfacer a una mujer.
Había logrado escandalizarla. Una vez más.
— ¿Los dedos de los pies?
—Los dedos de los píes.
La incredulidad asomó por un instante a su rostro. Le siguió la intriga, pero luego también trató de ocultarla.
Miró hacia su regazo y estiró el papel que había arru¬gado. La pluma de oro seguía, gruesa y brillante, entre sus dedos.
—Tal vez usted se acuesta con mujeres de mala fama que tienen formas de actuar diferentes a las mujeres respetables.
Era evidente que ______ estaba repitiendo lo que le habían enseñado y no lo que ella pensaba en realidad y que él quería despertar en su interior.
— ¿Cree honestamente que las mujeres respetables y las mujeres de mala fama tienen una anatomía diferente?
______ quería mentirle; podía sentirlo. También podía sentir la excitación que intentaba desesperadamen¬te ocultar... bullendo y burbujeando como un oasis en medio de un árido desierto.
Pasaron unos segundos hasta que pudo alisar el mon¬tón de hojas tal y como quería.
—No, por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué cree que las mujeres respetables son incapaces de sentir placer sexual?
—Tal vez sea el deseo, o el reconocimiento de su naturaleza más baja, lo que hace que una mujer no sea res¬petable. Puede parecer virtuosa exteriormente, pero si tie¬ne ansias de placer sexual, entonces no puede ser mejor que una... una mujer de la calle.
Joe se inclinó hacia delante en la silla, mientras la madera crujía, intentando frenar de repente las pala¬bras que sabía que estaban a punto de brotar.
—Señora Petre...
—Lord Safyre... a usted, como hombre...—Alzó la cabeza, los ojos color avellana cargados de desprecio hacía sí misma—. ¿A usted no le provoca rechazo una mujer que desea revolcarse como un animal?
Joe había querido ver qué había bajo su fachada sosegada. Ahora deseaba devolverle la serenidad. y, ciertamente, podía hacerlo.
Podía mentir. Podía decirle que sí, que las necesidades sexuales más primitivas de una mujer le causaban repugnancia a un hombre como él.
Podía decirle que las mujeres árabes dignas de res¬peto estaban entrenadas para darle placer a un hombre, no para buscar el propio, y que la pasión, si bien era digna de alabanza en una concubina, resultaba condenable en una esposa.
Podía enviarla de nuevo a casa y evitarle la decisión que, en última instancia, él la forzaría a tomar y desear que nunca supiera la verdad sobre su esposo.
Pero ya era demasiado tarde...
—No, señora Petre, las necesidades sexuales de una mujer no me provocan rechazo.
—Pero usted tiene una parte árabe.
No había motivo para que Joe sintiera la furia bestial que hormigueó por sus venas. No le había moles¬tado cuando Inchcape lo había llamado bastardo. Que ______ dedujera que era incapaz de sentir lo mismo que un inglés por ser árabe le produjo un virulento escozor.
—Soy un hombre, señora Petre. Aunque los ingle¬ses me llamen bastardo y los árabes infiel, sigo siendo un hombre.
Joe no estaba preparado para el gesto de reco¬nocimiento que brilló en los ojos de ______.
—Si pensara de manera diferente, lord Safyre, no le habría pedido que me diera clases —declaró con firmeza—. Le pido sinceras disculpas si lo he ofendido. Le aseguro que no era mi intención.
Las aletas de su nariz temblaron.
No estaba acostumbrado a recibir disculpas, ni to¬leraría la lástima.
—Entonces, ¿qué ha querido decir, señora Petre?
—Simplemente quise decir que los ingleses no acep¬tan la naturaleza sexual de una mujer. Usted no siente recha¬zo por tales arrebatos al haber sido criado en Arabia, pero si no hubiera tenido ese tipo de preparación, quizás tuvie¬ra otra opinión. Pero tal vez sean sólo las mujeres inglesas las que son educadas con estas ideas. Mi esposo tiene una amante, por lo que es evidente que no siente rechazo por la sexualidad femenina. No sé, lord Safyre. Ya no sé cuál es el significado de las cosas.
En los ojos de ______ se reflejaba una honestidad brutal. Joe observó el gesto orgulloso de su barbilla y el brillo resplandeciente de su cabello color caoba.
Rojo.
Los árabes usan el color para representar muchas co¬sas. Rabia. Deseo. Sangre.
Allí, en aquella sala, era simplemente el color del ca¬bello de una mujer inglesa. Una mujer que sentía rabia y deseo. Y que tal vez, al final, vería sangre.
—Si un hombre siente rechazo por la sexualidad de una mujer, taliba, entonces no es un hombre.
—Tal vez no cuando es joven...
—Señora Petre, usted es una mujer en la flor de la vida.
—Tengo dos hijos, lord Safyre. Le aseguro que ha¬ce mucho tiempo que dejé de ser una mujer en la flor de la vida.
______ le devolvió la mirada como si no fuera consciente de que él había mirado descaradamente dentro de su vestido la noche anterior y se había deleitado con los contornos suaves de su blanca piel. Como si no pudiera imaginar que un hombre pudiera vibrar de pasión por ella.
—Usted tiene el cuerpo bien proporcionado de una mujer, no el pecho plano y la cadera sin forma de una jo¬ven doncella.
La irritación de ______ fue manifiesta; había des¬pertado su vanidad.
—No estamos aquí para discutir acerca de mi per¬sona, lord Safyre.
—Señora Petre, hay ciertas cosas que un hombre Puede hacer con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una mujer de proporciones menos genero¬sas —explicó Joe suavemente mientras su mirada se des¬lizaba hacia su pecho, especulando de manera seductora— Debe sentirse orgullosa de su cuerpo.
— ¿Y qué es exactamente lo que un hombre puede hacer con un cuerpo bien proporcionado, lord Safyre? —preguntó de forma cáustica—. ¿Usar sus pechos como boyas gemelas?
Joe se rió.
______ Petre no dejaba de sorprenderlo nunca.
El había asociado el sexo con el dolor; también con la muerte. Pero jamás lo había relacionado con la risa.
—Si ha terminado, tal vez podamos continuar con nuestra lección. ¿Cómo seduce la mujer al hombre? —pre¬guntó rígida—. Y por favor no me diga que mostrando los pechos. Me cuesta creer que la mitad de las mujeres que forman parte de la buena sociedad exhiban sus cuerpos para usted como busconas.
Joe reprimió otra carcajada.
—Me sorprende, señora Petre. No sabía que cono¬ciera esos términos.
—Se quedaría sorprendido ante algunas de las palabras que sé, lord Safyre. Una dama quizás no las emplee, pero es difícil no escucharlas cuando se trabaja con los pobres.
—Aquí, en mi casa, usted puede decir lo que le plaz¬ca... le garantizo que yo ya lo habré oído... y de una dama muy, muy fina.
La condesa, la madre de Joe, se reiría al oírle des¬cribirla de tal forma. Aunque ______ Petre tampoco estaba convencida.
Joe cedió.
—Una mujer que disfruta de su cuerpo resulta se¬ductora, señora Petre. La manera de vestirse, la manera de caminar, la manera de hablar... todas esas cosas le dicen al hombre lo que necesita saber.
— ¿Y qué es?
Su voz se volvió más profunda.
—Que ella lo desea.
______ se quedó paralizada.
—No estoy intentando seducirlo, lord Safyre.
Su impulso de reír desapareció de repente, irrevoca¬blemente.
—Lo sé.
—Usted es mi tutor.
—En esta sala, sí.
—Antes de que usted estuviera de acuerdo con ser mi tutor, ¿sabía usted que mi esposo tenía una amante?
El cuerpo de Joe se puso rígido. Era imposible que ella lo supiese... ¿o no?
—No frecuento los mismos círculos que su esposo.
—Pero usted habrá escuchado los rumores.
—Siempre hay rumores —asintió de manera críptica—. De otra manera usted no estaría aquí.
______ echó un vistazo a su pequeño reloj de plata.
—Gracias por ser tan honesto. —Colocó la pluma de oro sobre el escritorio, al lado del café sin terminar—. Ha sido muy instructivo.
Una instrucción que acababa de comenzar,
—Capítulo seis, señora Petre. Lo hallará particularmente interesante.
______ reprimió su curiosidad. Metió rápidamente las notas dentro del bolso.
—Regla número cuatro.
Ella no levantó la cabeza.
—Sólo hay una cierta cantidad de ropa que me pue¬do quitar, lord Safyre. Estamos en febrero. Además, los vestidos están diseñados para usarlos con polisones.
La miró con intensidad.
— ¿Cómo sabía lo que yo iba a decir?
Agarró con fuerza sus guantes y se puso de pie.
—Usted tiene una verdadera obsesión con la ropa de una mujer, o la ausencia de ella, debo decir.
Un día —ojala fuese pronto— podrían dar sus cla¬ses sin ropa.
—Muy bien. Cuando se retire a sus aposentos, acués¬tese sobre su vientre y pruebe a rotar su pelvis contra el colchón.
______ sintió que el aliento se le quedaba atra¬pado en la garganta.
—El amor es un duro trabajo. —Miró el terciopelo que cubría con suavidad su vientre redondeado, imagi¬nando su vellón, rojo como su cabello, imaginando su miembro hundiéndose dentro de ella—. Usted debe pre¬parar su cuerpo.
Se dio la vuelta sin hacer ningún comentario y casi tropezó con la silla.
—Señora Petre.
______ se detuvo mientras sostenía el picaporte de la puerta de la biblioteca. Pasaron algunos segundos en los que ella luchó en silencio, y él esperó con paciencia.
¿Hasta dónde llegaría el Jeque Bastardo? gritó con su columna rígida. ¿Hasta dónde lo dejaría llegar una mu¬jer respetable sin dejar de ser respetable?
La severidad de sus hombros le dio la respuesta.
Un poco más lejos, le dijeron.
—Ma'a e-salemma, lord Safyre.
La sangre caliente hinchó el miembro viril de Joe.
—Ma'a e-salemma, taliba.
CAPITULO 7
______ Petre llevaba un grueso traje de terciopelo marrón y sus rígidos modales ingleses. La noche anterior ella le había sonreído... y luego lo ha¬bía dejado plantado como si fuera un perro callejero.
—Sabah el kheer, señora Petre.
—Buenos días, lord Safyre.
Una sonrisa vacilante torció las comisuras de sus la¬bios mientras ella se quitaba cuidadosamente los guantes de cuero negro. Sirvió el café humeante en una pequeña taza de porcelana, y añadió un poco de agua fría antes de entregárselo.
Era evidente que ella se mostraba reticente en acep¬tarla. Era igualmente evidente que sus rígidos modales in¬gleses dictaminaban que si no la aceptaba, ofendería a su anfitrión.
Joe la observó detenidamente, deseando que co¬giera el café.
La alegría que sintió cuando al fin aceptó aquella be¬bida turca le hizo recordar su pasado mongol.
La deseaba.
Deseaba que ella reconociera sus necesidades físicas.
Deseaba que ella lo deseara a él, al Jeque Bastardo nacido en Occidente pero que se había hecho hombre en Oriente, y al Ibn, que había paladeado los amargos des¬pojos de la sexualidad humana y seguía anhelando todavía más.
El café turco era un buen pretexto para comenzar.
El humo caliente envolvió el rostro de ______; so¬pló el café antes de tomar uno, dos, tres sorbos... Luego de¬positó la taza sobre el escritorio mientras sacaba el fajo de papeles de su bolso.
—No logro entender por qué eligió este libro de tex¬to, lord Safyre. —Alzó la cabeza y sostuvo su mirada. El deseo sexual brilló por unos segundos en sus claros ojos co¬lor avellana pero desapareció rápidamente—. El jeque no enseña demasiado sobre cómo dar placer a un hombre.
Joe volvió a llenar su taza de café, inhalando el espeso y dulce aroma, un recuerdo agridulce de lo que al¬guna vez había dado por supuesto. «Oh vosotros los hom¬bres» —murmuró—, «preparadla para el placer y no dejéis de hacer nada para lograr ese fin. Exploradla incansable¬mente, y enteramente ocupados en ella, no dejéis que nin¬guna otra cosa os distraiga... Luego preparaos para traba¬jar, pero, recordad, no hasta que sus besos y caricias hayan surtido efecto».
De manera instintiva, se llevó la taza a los labios y dio un sorbo. La espesa bebida estaba caliente y húmeda, exactamente como se sentiría ______ si él estuviese alo¬jado en lo más profundo de ella.
La mujer lo observó, con una apariencia de tran¬quilidad y sosiego. Sus pezones se destacaban en el suave corpiño de terciopelo. Anoche habían rozado el pecho de él cuando bailaban.
Joe dejó la taza sobre el platillo.
— ¿Usted no cree que los hombres necesitan ser pre¬parados, señora Petre?
Sus claros ojos reflejaban la lucha entre la indecisión y el recato. Triunfó la necesidad de saber.
— ¿Está usted diciendo que los hombres y las muje¬res se excitan con el mismo tipo de caricias?
—Ambos tenemos pechos, labios, muslos... —Deli¬cadamente dio vueltas con su dedo sobre el borde de la tibia taza de porcelana—. Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Entonces ¿usted cree que un hombre se excita cuando una mujer besa sus mejillas y... —Un latido palpi¬tó como un disparo en su garganta, habían cruzado irre¬vocablemente los límites entre tutor y alumno... él lo sabía, ella lo sabía. Él había sembrado la duda en la mente de ella sobre su esposo... y sobre él mismo—...¿mordisquea sus pezones?
Joe sintió la dureza entre sus piernas. —Sé que un hombre se excita con besos y mordis¬cos, señora Petre.
______ eludió el calor de su mirada. —Puedo comprender que tal vez sea placentero pa¬ra un hombre cuando una mujer agita la parte de abajo de su cuerpo, pero no logro entender de qué manera un hom¬bre puede disfrutar... al ser besado en el ombligo y en los muslos.
Joe sabía exactamente cuánto placer sentía el hombre al ser besado en el ombligo y en los muslos. Una sensación erótica latía entre sus piernas, el recuerdo de los placeres del harén, las tiernas exploraciones de una mu¬jer, las piernas abiertas, el miembro viril brillando con ur¬gencia mientras él enroscaba el cabello suave como la seda en sus manos y se rendía al éxtasis primordial de una boca caliente y húmeda.
Él quería eso... quería experimentar de nuevo el goce inocente del sexo... con ______ Petre.
Tenía que reconocer sus necesidades.
— ¿Acaso no disfruta usted cuando le besan el om¬bligo y los muslos? —preguntó él con voz grave y sensual.
—Yo... —Los ojos de Joe desafiaron a ______ a decir la verdad. Ella no lo defraudó—. No lo sé. Jamás me han besado ahí.
— ¿La excita pensar en que la besen ahí?
Una brasa explotó en la chimenea.
______ alzó el mentón, desafiándolo a que se burlara de ella.
—Sí, me excita. ¿Le excita a usted pensar en que lo besan ahí?
El aliento de Joe le raspó en la garganta.
—Sí, me excita.
— ¿Y a un hombre le da placer que la mujer le muerda sus brazos?
La ardiente sexualidad que comenzaba a crecer entre ellos se disipó súbitamente.
—Mordisquear sus brazos, señora Petre —dijo él secamente—. El jeque no está sugiriendo que un hombre o una mujer practiquen canibalismo.
—Discúlpeme. ¿Un hombre siente placer si la mujer mordisquea sus brazos?
Una sonrisa cínica se dibujó en los labios de Joe, otros recuerdos volvían a su mente, recuerdos más recientes, recuerdos de Occidente.
—El dolor tiene sus momentos.
— ¿Cuándo?
— ¿Cuándo el dolor es placentero para un hombre...o cuándo es placentero para una mujer?
La fría reserva inglesa volvió a adueñarse de ella.
—Para un hombre.
—Cuando un hombre hace que la mujer alcance su clí...
—Perdóneme. Me gustaría tomar notas. ¿Puede pres¬tarme su pluma nuevamente, por favor?
______ estaba huyendo.
De él. De sí misma.
Ella sabía cómo ser madre, pero estaba aterrada de ser mujer.
El abandono de su esposa por parte de Edward Petre en el baile de la noche anterior, junto a su rechazo, le habían mostrado a Joe todo lo que necesitaba saber acerca de aquel matrimonio tras dieciséis años. La mirada en el rostro de ______ reflejaba su propia versión de los hechos.
A Edward no le importaba... a ______ sí.
Se preguntó cuánto tiempo habría estado despierta a su regreso a casa, sola, esperando a su marido.
Se preguntó qué reacción tendría cuando descubriera el secreto de Edward.
Ela'na. Maldita sea. Toda la casa estaba al tanto de las predilecciones sexuales de Edward Petre. ¿Cómo era posible ser tan ingenuo?
Joe buscó su pluma en el cajón superior. Ella mi¬ró fijamente el instrumento de oro.
O tal vez miró sus dedos, recordando el ancho de sus manos y preguntándose cómo entraría él dentro de ella.
¿Lo aceptaría con facilidad o la dilataría hasta que do¬liera? ¿Le provocaría un orgasmo o la dejaría anhelante de frustración como sin duda Edward Petre la había dejado?
Enderezando los hombros, ______ arrancó la pluma de sus dedos.
—Gracias.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que ella había tenido a un hombre en su interior?
Joe arrastró el tintero de bronce hacia el otro la¬do de su escritorio.
______ sumergió la punta de metal dentro de la tinta y posó ligeramente la pluma sobre el papel, con sus ojos fijos sobre el pergamino blanco.
— ¿Qué decía usted?
— ¿Alguna vez ha tenido un orgasmo, señora Petrel?
______ levantó bruscamente la cabeza.
—Sin mentiras, sin respuestas evasivas —advirtió Joe con seriedad—. Ése fue nuestro pacto.
La expresión de escándalo e indignación se convirtió en frío desdén.
—Sí, lord Safyre, he experimentado un orgasmo.
Los celos se enroscaron en su vientre como una cobra preparándose para atacar.
—Entonces sabe usted que justo antes del clímax dis¬minuye la capacidad para darse cuenta de la diferencia entre el placer y el dolor. Cuando una mujer alcanza el orgasmo, algunas veces araña o muerde a su amante. El dolor puede ser el ímpetu que él necesita para alcanzar su propio clímax.
La punta de metal se deslizaba afanosamente sobre el papel.
Joe observó el juego de luz y sombra sobre su cabello, el rojo oscuro del vino y el dorado como el fuego. Y se imaginó su cabeza inclinada de manera solemne para recibir a su esposo en su boca.
Joe no sabía qué lo alteraba más, si el hecho de que cuando finalizaran sus lecciones ella usaría aquellos conoci¬mientos para darle placer a otro hombre o estar convencido de que usarlo para darle placer a su esposo la destruiría.
—Ahora le diré lo que una mujer necesita a veces para alcanzar el clímax.
Las anotaciones cesaron.
—He conocido mujeres a las que les gusta que les mordisqueen o pellizquen los pezones. —Su descripción era abiertamente sexual—. Otras disfrutan cuando les le¬vanto las piernas sobre mis hombros y las embisto tan fuer¬te y profundamente que puedo sentir cómo se contrae su vientre a mí alrededor.
______ apretó la pluma como un garrote y miró fijamente lo que había escrito.
— ¿Qué prefiere usted?
Joe sintió lástima por su ignorancia... y por aque¬llos deseos que tan valientemente intentaba ocultar.
—Lo que prefiera la mujer.
Lo que tú prefieras, ______ Petre.
Pero era lastimosamente evidente que ella no sabía lo que deseaba. Simplemente deseaba.
Su voz sonó en tono grave.
— ¿Realmente le gusta que una mujer le mordisquee los pezones?
Un relámpago de calentura atravesó los testículos de Joe.
—Sí, señora Petre.
Con el cuerpo tenso, esperó la siguiente pregunta.
Los pechos de ______ subían y bajaban rítmi¬camente con su respiración bajo el vestido de terciopelo marrón. Alzó la cabeza. Tenía las pupilas dilatadas por la excitación sexual.
— ¿Le da... le da placer a usted mordisquearle los pe¬zones a una mujer?
—Besar. Chupar. Lamer. Mordisquear —dijo con dureza—. Sí, los pechos de una mujer me dan placer.
— ¿Y su... miembro? Ayer usted dijo que cuando una mujer pone sus dedos alrededor del miembro de un hom¬bre sostiene su vida en sus manos. ¿Cómo le gusta a us¬ted que lo... sujeten?
Una respiración entrecortada sonó como un silbido en el aire. Joe apenas se dio cuenta de que era suya.
—Me gusta que una mujer agite y apriete mi miem¬bro hasta que la corona queda liberada del prepucio.
______ no se movió, ni pestañeó siquiera.
Joe podía sentir cómo la sangre se atropellaba Por sus venas bajo su piel color alabastro, una estatua esperando ser sexualmente despertada.
—Los hombres musulmanes son circuncidados.
Se maldijo brutalmente en silencio. ¿Por qué había dicho eso?
—Las mujeres árabes deben de haberle encontrado fascinante.
Su elogiosa respuesta no era lo que él había esperado.
La tibieza rozó las mejillas de Joe, la primera vez que se sonrojaba en veinticinco años.
—Sí.
Las mujeres lo consideraban fascinante, pero ex¬tranjero. Una concubina no podía copular con un hombre como él, un infiel, cuando terminaba su permanencia en el harén, ni siquiera pagando con su libertad.
— ¿Alguna vez ha estado con una mujer que no le haya dado placer, lord Safyre?
Árabe. Bastardo. Animal. Dentro y fuera de la ca¬ma, los nombres no cesaban.
—Si lo que quiere saber es sí alguna vez he fracasado en lograr que una mujer alcance el orgasmo —dijo brus¬camente— la respuesta es no.
El papel crujió y las notas de ______ se arrogaron.
— ¿Nunca?
Joe alzó una ceja.
—No me considero un mártir, señora Petre. Ha ha¬bido momentos en los que he llegado al orgasmo antes que una mujer. Pero hay otras maneras de alcanzar el éxtasis. Los dedos. Las manos. Los labios. Los dedos de los pies. Prácticamente cualquier lugar del cuerpo de un hombre puede usarse para satisfacer a una mujer.
Había logrado escandalizarla. Una vez más.
— ¿Los dedos de los pies?
—Los dedos de los píes.
La incredulidad asomó por un instante a su rostro. Le siguió la intriga, pero luego también trató de ocultarla.
Miró hacia su regazo y estiró el papel que había arru¬gado. La pluma de oro seguía, gruesa y brillante, entre sus dedos.
—Tal vez usted se acuesta con mujeres de mala fama que tienen formas de actuar diferentes a las mujeres respetables.
Era evidente que ______ estaba repitiendo lo que le habían enseñado y no lo que ella pensaba en realidad y que él quería despertar en su interior.
— ¿Cree honestamente que las mujeres respetables y las mujeres de mala fama tienen una anatomía diferente?
______ quería mentirle; podía sentirlo. También podía sentir la excitación que intentaba desesperadamen¬te ocultar... bullendo y burbujeando como un oasis en medio de un árido desierto.
Pasaron unos segundos hasta que pudo alisar el mon¬tón de hojas tal y como quería.
—No, por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué cree que las mujeres respetables son incapaces de sentir placer sexual?
—Tal vez sea el deseo, o el reconocimiento de su naturaleza más baja, lo que hace que una mujer no sea res¬petable. Puede parecer virtuosa exteriormente, pero si tie¬ne ansias de placer sexual, entonces no puede ser mejor que una... una mujer de la calle.
Joe se inclinó hacia delante en la silla, mientras la madera crujía, intentando frenar de repente las pala¬bras que sabía que estaban a punto de brotar.
—Señora Petre...
—Lord Safyre... a usted, como hombre...—Alzó la cabeza, los ojos color avellana cargados de desprecio hacía sí misma—. ¿A usted no le provoca rechazo una mujer que desea revolcarse como un animal?
Joe había querido ver qué había bajo su fachada sosegada. Ahora deseaba devolverle la serenidad. y, ciertamente, podía hacerlo.
Podía mentir. Podía decirle que sí, que las necesidades sexuales más primitivas de una mujer le causaban repugnancia a un hombre como él.
Podía decirle que las mujeres árabes dignas de res¬peto estaban entrenadas para darle placer a un hombre, no para buscar el propio, y que la pasión, si bien era digna de alabanza en una concubina, resultaba condenable en una esposa.
Podía enviarla de nuevo a casa y evitarle la decisión que, en última instancia, él la forzaría a tomar y desear que nunca supiera la verdad sobre su esposo.
Pero ya era demasiado tarde...
—No, señora Petre, las necesidades sexuales de una mujer no me provocan rechazo.
—Pero usted tiene una parte árabe.
No había motivo para que Joe sintiera la furia bestial que hormigueó por sus venas. No le había moles¬tado cuando Inchcape lo había llamado bastardo. Que ______ dedujera que era incapaz de sentir lo mismo que un inglés por ser árabe le produjo un virulento escozor.
—Soy un hombre, señora Petre. Aunque los ingle¬ses me llamen bastardo y los árabes infiel, sigo siendo un hombre.
Joe no estaba preparado para el gesto de reco¬nocimiento que brilló en los ojos de ______.
—Si pensara de manera diferente, lord Safyre, no le habría pedido que me diera clases —declaró con firmeza—. Le pido sinceras disculpas si lo he ofendido. Le aseguro que no era mi intención.
Las aletas de su nariz temblaron.
No estaba acostumbrado a recibir disculpas, ni to¬leraría la lástima.
—Entonces, ¿qué ha querido decir, señora Petre?
—Simplemente quise decir que los ingleses no acep¬tan la naturaleza sexual de una mujer. Usted no siente recha¬zo por tales arrebatos al haber sido criado en Arabia, pero si no hubiera tenido ese tipo de preparación, quizás tuvie¬ra otra opinión. Pero tal vez sean sólo las mujeres inglesas las que son educadas con estas ideas. Mi esposo tiene una amante, por lo que es evidente que no siente rechazo por la sexualidad femenina. No sé, lord Safyre. Ya no sé cuál es el significado de las cosas.
En los ojos de ______ se reflejaba una honestidad brutal. Joe observó el gesto orgulloso de su barbilla y el brillo resplandeciente de su cabello color caoba.
Rojo.
Los árabes usan el color para representar muchas co¬sas. Rabia. Deseo. Sangre.
Allí, en aquella sala, era simplemente el color del ca¬bello de una mujer inglesa. Una mujer que sentía rabia y deseo. Y que tal vez, al final, vería sangre.
—Si un hombre siente rechazo por la sexualidad de una mujer, taliba, entonces no es un hombre.
—Tal vez no cuando es joven...
—Señora Petre, usted es una mujer en la flor de la vida.
—Tengo dos hijos, lord Safyre. Le aseguro que ha¬ce mucho tiempo que dejé de ser una mujer en la flor de la vida.
______ le devolvió la mirada como si no fuera consciente de que él había mirado descaradamente dentro de su vestido la noche anterior y se había deleitado con los contornos suaves de su blanca piel. Como si no pudiera imaginar que un hombre pudiera vibrar de pasión por ella.
—Usted tiene el cuerpo bien proporcionado de una mujer, no el pecho plano y la cadera sin forma de una jo¬ven doncella.
La irritación de ______ fue manifiesta; había des¬pertado su vanidad.
—No estamos aquí para discutir acerca de mi per¬sona, lord Safyre.
—Señora Petre, hay ciertas cosas que un hombre Puede hacer con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una mujer de proporciones menos genero¬sas —explicó Joe suavemente mientras su mirada se des¬lizaba hacia su pecho, especulando de manera seductora— Debe sentirse orgullosa de su cuerpo.
— ¿Y qué es exactamente lo que un hombre puede hacer con un cuerpo bien proporcionado, lord Safyre? —preguntó de forma cáustica—. ¿Usar sus pechos como boyas gemelas?
Joe se rió.
______ Petre no dejaba de sorprenderlo nunca.
El había asociado el sexo con el dolor; también con la muerte. Pero jamás lo había relacionado con la risa.
—Si ha terminado, tal vez podamos continuar con nuestra lección. ¿Cómo seduce la mujer al hombre? —pre¬guntó rígida—. Y por favor no me diga que mostrando los pechos. Me cuesta creer que la mitad de las mujeres que forman parte de la buena sociedad exhiban sus cuerpos para usted como busconas.
Joe reprimió otra carcajada.
—Me sorprende, señora Petre. No sabía que cono¬ciera esos términos.
—Se quedaría sorprendido ante algunas de las palabras que sé, lord Safyre. Una dama quizás no las emplee, pero es difícil no escucharlas cuando se trabaja con los pobres.
—Aquí, en mi casa, usted puede decir lo que le plaz¬ca... le garantizo que yo ya lo habré oído... y de una dama muy, muy fina.
La condesa, la madre de Joe, se reiría al oírle des¬cribirla de tal forma. Aunque ______ Petre tampoco estaba convencida.
Joe cedió.
—Una mujer que disfruta de su cuerpo resulta se¬ductora, señora Petre. La manera de vestirse, la manera de caminar, la manera de hablar... todas esas cosas le dicen al hombre lo que necesita saber.
— ¿Y qué es?
Su voz se volvió más profunda.
—Que ella lo desea.
______ se quedó paralizada.
—No estoy intentando seducirlo, lord Safyre.
Su impulso de reír desapareció de repente, irrevoca¬blemente.
—Lo sé.
—Usted es mi tutor.
—En esta sala, sí.
—Antes de que usted estuviera de acuerdo con ser mi tutor, ¿sabía usted que mi esposo tenía una amante?
El cuerpo de Joe se puso rígido. Era imposible que ella lo supiese... ¿o no?
—No frecuento los mismos círculos que su esposo.
—Pero usted habrá escuchado los rumores.
—Siempre hay rumores —asintió de manera críptica—. De otra manera usted no estaría aquí.
______ echó un vistazo a su pequeño reloj de plata.
—Gracias por ser tan honesto. —Colocó la pluma de oro sobre el escritorio, al lado del café sin terminar—. Ha sido muy instructivo.
Una instrucción que acababa de comenzar,
—Capítulo seis, señora Petre. Lo hallará particularmente interesante.
______ reprimió su curiosidad. Metió rápidamente las notas dentro del bolso.
—Regla número cuatro.
Ella no levantó la cabeza.
—Sólo hay una cierta cantidad de ropa que me pue¬do quitar, lord Safyre. Estamos en febrero. Además, los vestidos están diseñados para usarlos con polisones.
La miró con intensidad.
— ¿Cómo sabía lo que yo iba a decir?
Agarró con fuerza sus guantes y se puso de pie.
—Usted tiene una verdadera obsesión con la ropa de una mujer, o la ausencia de ella, debo decir.
Un día —ojala fuese pronto— podrían dar sus cla¬ses sin ropa.
—Muy bien. Cuando se retire a sus aposentos, acués¬tese sobre su vientre y pruebe a rotar su pelvis contra el colchón.
______ sintió que el aliento se le quedaba atra¬pado en la garganta.
—El amor es un duro trabajo. —Miró el terciopelo que cubría con suavidad su vientre redondeado, imagi¬nando su vellón, rojo como su cabello, imaginando su miembro hundiéndose dentro de ella—. Usted debe pre¬parar su cuerpo.
Se dio la vuelta sin hacer ningún comentario y casi tropezó con la silla.
—Señora Petre.
______ se detuvo mientras sostenía el picaporte de la puerta de la biblioteca. Pasaron algunos segundos en los que ella luchó en silencio, y él esperó con paciencia.
¿Hasta dónde llegaría el Jeque Bastardo? gritó con su columna rígida. ¿Hasta dónde lo dejaría llegar una mu¬jer respetable sin dejar de ser respetable?
La severidad de sus hombros le dio la respuesta.
Un poco más lejos, le dijeron.
—Ma'a e-salemma, lord Safyre.
La sangre caliente hinchó el miembro viril de Joe.
—Ma'a e-salemma, taliba.
Lemoine
Re: El Tutor (Joe&Tu)(TERMINADA)
3/5
Besar. Chupar. Lamer. Mordisquear. El intrincado pasadizo, de escasa luz y pare¬des agrietadas, retumbaba con el eco de los altos tacones de ______.
Hay otras maneras de alcanzar el éxtasis. Los dedos. Las manos. Los labios. Los dedos de los pies. Prácticamen¬te cualquier lugar del cuerpo de un hombre puede usarse para satisfacer a una mujer.
Al doblar una esquina, resbaló, e instintivamente pu¬so la mano contra la pared para no perder el equilibrio.
Soy un hombre, señora Petre. Aunque los ingle¬ses me llamen bastardo y los árabes infiel, sigo siendo un hombre.
______ se apoyó en la pintura resquebrajada, sin¬tiendo que la abrumaba una ola de dolor.
Su dolor.
El dolor de un jeque bastardo.
Una cucaracha corrió a toda prisa por el dorso de su guante de cabritilla gris. Reprimiendo un grito, apartó la mano de la pared y la sacudió varias veces, aunque la cucaracha ya había desaparecido.
De repente se dio cuenta de que aquel no era el ca¬mino de vuelta a la sala de reuniones.
Al final del pasillo había una puerta entreabierta.
______ se quedó helada.
Alguien la estaba observando... y no era un insecto.
— ¡Hola! —El eco apagado de su voz rebotó sobre las deslucidas paredes grises—. ¿Hay alguien ahí?
Ahí. Ahí. Ahí se escuchó a ambos lados del pasillo.
Decidida, avanzó hacia el frente.
Dio con la puerta un golpe en la pared.
No pudo contener el grito que se escapó de su gar¬ganta.
— ¿Qué hace aquí, señorita? —Un hombre alto, cal¬vo, con una nariz roja, bulbosa, y ojos del mismo tono estaba de pie junto a la puerta—. No creo que encuentre compañía de su gusto en este edificio.
La irritación se sobrepuso al temor. Primero, el mayordomo árabe la había confundido con una mujer de la calle, y ahora aquel hombre.
Echó los hombros hacia atrás.
—Soy la señora ______ Petre. Las mujeres de la aso¬ciación benéfica se reúnen aquí; he dado un discurso y luego tenía que... —El hombre no necesitaba saber que había dejado la reunión para ir al lavabo, y que después se había perdido en aquel enorme edificio cuando regresaba, porque no podía dejar de pensar en un hombre en el que no debía estar pensando—. Parece que me he equivocado de camino. ¿Sería tan amable de decirme por dónde se va a la sala de reuniones?
—La reunión ya ha terminado. No queda nadie aquí excepto nosotros.
—Pero...
—Y yo sé lo que usted busca. Lo que buscan todas las que tienen su pinta.
______ se dio cuenta de que el hombre estaba com¬pletamente borracho.
—Hay gente que me está esperando, señor. Si es tan amable de decirme cómo...
Tropezando, el hombre, alto y escuálido como una estaca, dio un paso adelante.
—Yo soy el guardián de este lugar. Nadie la está es¬perando. Ya le dije que no hay nadie aquí. Si está buscan¬do un sitio para traer a sus babosos clientes, piénselo bien, señorita, porque tengo un arma y no tengo miedo de matar a todos los de su calaña.
A ______ le dio un vuelco el corazón y se lanzó al galope. Agarró con fuerza las asas de su bolso.
Llevaba papel, un lápiz, un pañuelo, un monedero, un peine, la llave de su casa y un pequeño espejo... nada que pudiera ayudarla a defenderse.
Dejarse invadir por el pánico tampoco era una solu¬ción. Respiró hondo para aquietar los latidos de su corazón.
—Ya veo. —Sus manos, enfundadas en los guantes de cuero, estaban frías y sudorosas—. Gracias por la mo¬lestia. Encontraré el camino sola. Por favor, acepte mis dis¬culpas si le he importunado. Buenas tardes.
Lenta, muy lentamente, retrocedió, esperando que en cualquier momento sacara el revólver.
Se tambaleó de un lado a otro, viéndola retroceder, dirigiéndole una mirada amenazadora con los ojos inyec¬tados en sangre.
Cuando ______ dobló la esquina del corredor, se dio la vuelta y no miró atrás. El corazón le martilleaba en el pecho al ritmo de sus pasos mientras corría lo que pa¬recían ser millas a través de aquellos intrincados pasillos buscando la sala de reuniones.
No estaba sola.
El sentido común le decía que aquel era un edificio respetable ocupado por oficinas comerciales alquiladas por hombres de negocios que, sin duda, ya se habrían marcha¬do a casa para cenar.
La lógica le fallaba.
Podía sentir ojos ocultos, ojos hostiles, y sabía que detrás de alguna de aquellas puertas que se alineaban a ambos lados de aquel largo pasillo o al doblar una esquina, en, algún lugar, alguien la estaba observando.
Alguien, tal vez, que sí tenía un revólver. O un cu¬chillo.
El edificio estaba inmediatamente contiguo al Támesis. Habría sido muy fácil matarla, robarle los objetos de valor y tirar su cuerpo a las aguas heladas y tenebrosas.
Estaría muerta y nunca sabría de qué manera los dedos de los pies de un hombre podrían dar placer a una mujer.
______ respiró aliviada cuando vislumbró la pi¬zarra con el cartel anunciando el salón designado y la ho¬ra en que se reuniría la asociación benéfica.
Las puertas estaban cerradas... con llave.
Como había tardado tanto tiempo en encontrar el lavabo y luego en volver, las mujeres debían de haber pen¬sado que ______ se había ido a casa... y por eso también ellas habían dado por finalizada la reunión.
Y el vigilante también se había enterado.
Se dio la vuelta, levantando su capa con el impulso; su polisón se balanceaba de un lado a otro como un pén¬dulo. La entrada estaba justo a la vuelta de la esquina...
Abrió con fuerza la puerta de entrada, manchada con] humedad. Y dio un grito sofocado.
La neblina se arremolinaba como si fuese un denso muro de color amarillento.
Elizabeth avanzó casi sin poder creerlo... y tropezó] con el borde de un escalón de piedra.
— ¡Will! —Dios mío, que su cochero estuviera cerca—. Will, ¿puedes oírme?
Era como gritar dentro de una manta mojada.
Cautelosamente, logró dar los tres pasos para bajar el escalón.
— ¡Will! ¡Respóndeme!
Giró la cabeza a la izquierda, a la derecha, de nue¬vo a la izquierda. ¿Era aquel el relincho de un caballo?
Lentamente, deslizó los pies hacia la acera.
— ¡Will! ¿Eres tú?
—Sí, señora Petre, soy yo.
La voz del cochero estaba tan cerca que podría ha¬ber venido directamente de su lado. Pero se oía tan apa¬gada a causa de la neblina que también podía proceder del otro lado de la calle.
— ¿Dónde estás?
Una mano se alargó y aferró su brazo derecho.
—Estoy aquí, madame.
A ______ se le subió el corazón a la garganta.
En aquel momento comprendió de manera racional lo vulnerable que se había sentido dentro de aquel edificio, ya que Will se había visto imposibilitado por la neblina. No había sentido tal grado de temor cuando caminaba por las calles al amanecer e intimidaba a los criados para entrar en la casa del Jeque Bastardo.
—Will. —Ciegamente se aferró a la mano nudosa del cochero; la tranquilizó sentir su tibieza y solidez a través de sus guantes de cabritilla—. Deberías haber venido a bus¬carme cuando la neblina comenzó a hacerse densa.
—Se extendió de pronto. Empezó como una ligera bruma y, de repente, se puso así. No podía ver mi mano delante de mis ojos.
Sí, había momentos en que la niebla de Londres podía ser así. Aquel extraño fenómeno sucedía con frecuencia en noviembre y algunas veces en diciembre o enero. ______ jamás había visto una noche como ésa en febrero.
Intentó mirar adelante, hacia donde sabía que estaba parado el cochero. Pero todavía no podía verle.
Aquella bruma amarilla se había tragado la ciudad y todo lo que había en ella.
______ luchó por conservar la calma.
—Dile a Tommie que haga avanzar a los caballos.
—No puedo hacerlo. Tommie se puso enfermo de repente mientras usted estaba en la reunión. Lo envié a su casa.
Lo lógico hubiera sido hacer que Will atara los ca¬ballos y que los dos esperaran a que la neblina se levantara mientras aguardaban relativamente cómodos en el interior del edificio donde había tenido lugar la reunión de la aso¬ciación benéfica.
Era suicida intentar moverse sin un caballerizo que hiciera de guía al cochero y a los caballos, cegados por la niebla. Había personas que se habían perdido en noches como aquella y habían caído al Támesis. Pero ella no po¬día volver a entrar en aquel edificio. Ni siquiera aunque tu¬viese la remota posibilidad de encontrarlo.
La densa bruma amarilla apestaba a agua de río y a la basura que arrojaban a él. ______ sintió que el estó¬mago se le contraía con repugnancia. Ella no podía con¬ducir un carruaje; por lo tanto dijo:
—Yo llevaré a los caballos de las riendas.
El resoplido de Will atravesó con claridad la neblina.
— ¿Usted, madame?
— ¿Preferirías que llevara el carruaje? —le preguntó bruscamente.
—Tal vez podamos volver al edificio en donde ha te¬nido lugar la reunión.
______ tembló, recordando lo que había visto en aquellos ojos.
—Allí sólo queda el vigilante, y amenazó con dis¬pararme si no me iba.
— ¡Eso está por ver! ¡Déjeme que agarre mi pistola y veremos quién dispara a quién!
Sus dedos se apretaron alrededor de su mano.
—Prefiero correr el riesgo con el río, Will.
—Sí, pero si usted cae, también lo harán los caballos y el carruaje.
Una risa ahogada escapó de la garganta de ______. — ¿No estarás preocupado por tu propia vida, Will? — ¿O la mía?, quería preguntar.
—Yo nado como un pez. Tan bien como para salvar¬nos a ambos; pero no podría hacer nada por los caballos.
______ se abstuvo de decir que el cochero no podría salvarla de ahogarse si no podía encontrarla. Ade¬más, la indumentaria de una mujer no estaba diseñada para deportes acuáticos... se iría directamente al fondo. Y tam¬poco él podría salvarse si no podía ver la orilla del río.
Imaginó el agua glacial y la basura hedionda tapán¬dole la nariz, llenando sus pulmones. Recordó la cucaracha, el guardia y los ojos que la observaban, esperando. —No volveré a ese edificio. —Está bien.
Unos dedos tibios la rozaron. ______ soltó a Will a regañadientes. Inmediatamente, él guió su mano dere¬cha a la cabeza del animal.
El caballo se sobresaltó ante aquel contacto. Estaba tan poco acostumbrado a los seres humanos como ______ lo estaba a los animales. Will le enroscó sus dedos alrededor del rígido cuero.
—Póngase aquí, al lado de la vieja Bess, madame, pa¬ra que no la pise. Manténgase cerca de la acera... cuando termine, significa que hay una calle; podemos contar el número de calles y calcular en dónde doblar.
El calor reconfortante del cuerpo de Will desapareció en la oscuridad total.
—Mantenga la mano izquierda fuera, madame... para no tropezar con las farolas y caerse de bruces.
______ debía haber respondido al cochero ante aquella impertinencia Quizás una semana antes lo hubiera hecho.
Cerró los ojos con fuerza. Una semana antes no le habría preguntado a un hombre si le provocaba rechazo una mujer que deseaba revolcarse como un animal.
El choque de la madera y el metal la devolvieron de nuevo a la realidad mientras Will subía por el lateral del coche. El caballo, a su lado, dio un suave relincho y un pa¬so. Los cascos del animal cayeron pesadamente cerca del pie de ______.
Sus ojos se abrieron rápidamente.
—Recuerda tu puesto, vieja Bess, e intentaré hacer lo mismo —le susurró al nervioso caballo.
Levantó el brazo hacia arriba con fuerza. El arnés tintineó furiosamente mientras ______ luchaba por man¬tener la cabeza del jamelgo bajada.
— ¿Está lista, señora Petre?
Inhaló el humo sulfuroso del carbón, el componen¬te de aquella amarillenta neblina londinense, que le quemó la garganta.
—Estoy lista, Will.
Un chasquido resonó por encima de su cabeza; de inmediato el caballo avanzó, arrastrando a ______ con¬sigo.
Era como caminar dentro de una nube hedionda de sabor acre. Su único vínculo con la realidad era el extremo de la rienda de cuero, el calor animal del cuerpo del caba¬llo, la neblina fría y húmeda que daba vueltas a su alrede¬dor como algo vivo, y su propia voz, que anunciaba lo que ella imaginaba que eran cruces de calles y no callejones sin salida.
______ estaba demasiado ocupada protegiéndose los pies y la cabeza como para darse cuenta de lo terrible de su situación. Después de recibir dos pisotones y gol¬pearse contra una farola, se dio cuenta de que cuanto mas se alejaban del río, menos densa era la neblina.
— ¡So!
Se detuvo bruscamente, como si ella y el caballo fue¬ran un solo ser. Una pelota de fuego amarillo resplandecía al otro lado del carruaje... un farol, ahora visible. Otra pelota amarilla estaba suspendida sobre su cabeza... una farola.
—Puede subir al coche, señora Petre. La vieja Bess, Gertrude y yo nos arreglaremos solos ahora.
El júbilo le hizo olvidar el profundo dolor que sen¬tía en el empeine y el chichón de la frente. Lo había lo¬grado, ella que jamás había hecho nada más arriesgado que dar discursos, tomar el té y ofrecer condolencias, los había sacado del peligro.
—Gracias, Will.
Una vez dentro del carruaje, el terror se apoderó de ella. Cerró la boca con fuerza para contener una oleada de náuseas. Y sintió el deseo totalmente ridículo de orde¬nar al cochero que la llevara junto al Jeque Bastardo, a una casa en donde podía decir lo que quisiera.
Apenas se detuvo frente a la casa de los Petre, la puer¬ta del carruaje se abrió con fuerza. La cara sonriente de Beadles apareció de repente ante una sorprendida ______.
— ¡Bienvenida a casa, madame! ¡Bienvenida a casa!
______ estaba asombrada. El mayordomo parecía realmente contento de verla. Dejó que le ayudara a bajar.
—Gracias, Beadles.
—Cuídese la cabeza, señora Petre. —La voz hosca que le llegaba del pescante del carruaje era amable—. Me parece que tiene un buen chichón. Pude oír desde aquí arriba cómo se golpeó contra aquella farola.
El rostro de ______ enrojeció. Creía que el co¬chero no se había dado cuenta de su tropezón.
—Gracias, Will. Estoy segura de que no es nada.
Beadles la siguió por los escalones.
—El señor Petre está en el salón, madame. Ha llamado al comisario. Tenía miedo de que algo le hubiera su¬cedido.
______ se tocó bajo su sombrero y suavemente se palpó la cabeza... había, sí, un chichón allí. Tenía el tama¬ño del ojo de una paloma.
— ¿Quién tenía miedo de que algo me hubiera suce¬dido, Beadles... mi esposo o el comisario?
Beadles echó los hombros hacia atrás.
—El señor Petre, madame. ¿Llamo al médico?
______ se sorprendió ante su propia respuesta.
— ¿Tú qué opinas, Beadles?
Los hombros rígidos del mayordomo se relajaron en una postura natural.
—Yo le recomendaría que se pusiese una bolsa de hielo, madame.
—Entonces, eso es lo que haré.
—______, llegas tarde. —Edward estaba de pie al otro lado de la puerta de la sala; su pelo relucía como acei¬te negro contra su pálida tez—. Deberías haber llegado ha¬ce horas. Me has tenido muy preocupado.
Sintió una profunda sensación de gratitud ante su in¬quietud. Le siguió un vago sentimiento de culpa.
Él había regresado a casa para estar con ella durante el tiempo libre que tenían en el Parlamento para salir a cenar... y ella no estaba allí.
—Perdóname, Edward. La reunión se prolongó y después quedamos atrapados en la neblina.
Edward echó un vistazo a Beadles, que estaba firme cortésmente al lado de ______.
—Beadles, dígale a Emma que prepare un baño pa¬ra la señora Petre. Subirá inmediatamente.
______ miró a Edward con asombro. No había sido tan solícito con ella desde que... no podía recor¬darlo.
—Gracias, Edward, pero no hay necesidad de man¬dar a Beadles. —Apestaba a neblina, y la cabeza y el pie le palpitaban por el dolor—. Subo ahora mismo.
—Llévese las cosas de la señora Petre, Beadles, y des¬pués haga lo que le he ordenado.
El mayordomo inclinó la cabeza e hizo lo que le ha¬bían pedido en silencio. ______ soltó con desgana el bol¬so, luego se quitó los guantes y los puso en aquella mano abierta enfundada con guantes blancos que cubrían las pe¬cas con distinción. Suspirando, se quitó el sombrero; que también le fue retirado de las manos. Haciendo una nue¬va reverencia más, Beadles marchó hacia las escaleras.
Edward le ofreció a ______ su brazo.
—El comisario está aquí. Tranquilicémosle diciéndole que has llegado bien.
______ quería un baño caliente, una compresa fría y diez horas de sueño. No quería jugar a ser anfitriona. Además, la galantería de Edward después de la actitud de¬satenta de los últimos tiempos era... desconcertante. Al aceptarla, sentía que estaba cometiendo una pequeña trai¬ción, como si estuviera perjudicando a su esposo... o al Jeque Bastardo.
— ¿Por qué has llamado al comisario, Edward?
—Ya te lo he dicho. Era tarde. Estaba preocupado.
—No había ninguna necesidad de importunarle.
—No eres el tipo de mujer que molesta a su esposo por un poco de neblina, ______. Naturalmente, imagi¬né lo peor. Ahora entra y tómate una taza de té mientras Emma te prepara el baño.
¿Molestar a su esposo? ¿Por un «poco» de neblina?
No se podía decir que la neblina era «poca», y ¿por qué habría de molestar a Edward durante su cena, cuan¬do ni siquiera sabía que iba a cenar con ella?
______ posó sus dedos sobre la manga de su cha¬queta negra. Los músculos de debajo eran firmes más que Musculosos, relajados más que tensos.
Un hombre corpulento, con gruesas patillas grises, se levantó del diván floreado de la sala.
—Señora Petre, me alegra saber que está bien.
______ trató de olvidar el dolor de la cabeza y fingió sonreír. Tendió su mano. Temblaba apenas ligera¬mente.
—Comisario Stone. Como le decía a mi esposo, no había ninguna necesidad de preocupar a nadie. Todo el mun¬do llega tarde en una noche como ésta.
La palma de la mano del comisario estaba caliente y sudorosa; ella retiró su mano tan rápido como lo permitía la buena educación.
—Por favor, tome asiento.
Siguió de pie hasta que ella se sentó frente a él. —Su esposo dice que tiene usted un compromiso im¬portante esta noche, por lo que me marcharé enseguida. Su preocupación era comprensible.
La cena de los Hansons.
Edward había estado preocupado... porque ella iba a llegar tarde a una cena. No había ordenado que le pre¬pararan el baño por caballerosidad, sino para que se diera prisa.
El vigilante del edificio la había tomado por una pros¬tituta y amenazado con matarla. Podían haberla violado, robado, o matado, pero su esposo había llamado al comi¬sario porque ella había alterado sus planes.
—Siento haberlo importunado, comisario Stone. —Sentía que su voz estaba separada de su cuerpo, como si no le perteneciera—. La neblina descendió mientras asistía a una reunión de la asociación. Cuando finalizó, Will, nues¬tro cochero, y yo nos apresuramos para llegar a casa lo más pronto posible. Sin duda, mi inexperiencia nos hizo re¬trasarnos aún más.
— ¿Cómo es eso?
El cabello en la nuca le produjo escozor. El comisario Stone actuaba como si ella fuera culpable de un crimen mucho peor que faltar a una cena.
—Tuve que llevar de las riendas a los caballos para evitar que nos cayéramos al Támesis.
El comisario estaba sorprendido.
Edward frunció el ceño.
—Para eso tenemos un caballerizo.
—Tommie no estaba. Se puso enfermo mientras me esperaba, por lo que Will lo envió a su casa.
— ¿En dónde fue esa reunión, señora Petre?
______ le respondió al fornido comisario, que la miró con desaprobación.
— ¿Me está diciendo que ha estado en ese distrito acompañada sólo por un cochero?
—Le he dicho repetidamente a ______ que con¬trate a una secretaria. Así tendría una acompañante que pu¬diera asistir con ella a este tipo de eventos. —Edward le¬vantó su taza de té y le dirigió una sonrisa condescendiente al comisario—. Pero usted sabe cómo son las mujeres. Nun¬ca piensan en su seguridad hasta que es demasiado tarde.
______ sintió que la frialdad invadía su cuerpo y no tenía nada que ver con la neblina invernal entre la que había caminado.
Edward no tenía ningún motivo para avisar al comi¬sario a no ser que supiera de antemano que en el edificio estaba el vigilante borracho. Una persona que podía hacerle daño sabiendo perfectamente que ella no era una prostituta...
Se levantó de inmediato.
—Si me disculpan, comisario Stone, Edward, me gustaría retirarme a mis aposentos. Ha sido una tarde agotadora.
Edward y el comisario se pusieron de pie al mismo tiempo. Fue el comisario quien habló.
Por supuesto, señora Petre. Yo mismo encontraré la puerta de salida.
La puerta del salón se cerró con un suave clic. Edward y ______ se miraron por encima del carrito de té.
______ se preparó mentalmente.
—Es demasiado tarde para asistir a la cena, Edward
—Tu padre espera que vayamos en su lugar, ______. Así que iremos.
—No, Edward, no iré. —Notaba un dolor sordo en la sien. Palpitaba al ritmo de su corazón—. Esta noche, no.
—Muy bien —la sorprendió él con su respuesta.
Lo importante es que estás a salvo. Debes de haber pasado por un auténtico calvario.
—Sí. — ¿Por qué no podía contarle su encuentro con el vigilante y su amenaza de matarla?—. Me di con la ca¬beza contra una farola.
— ¿Quieres que llame al médico?
—No, gracias, Edward. Ya has hecho demasiado.
—Buenas noches, ______. Cuida la cabeza.
______ se mordió el labio. Tenía frío, sentía do¬lor, estaba todavía atemorizada y no sabía por qué. El inci¬dente con el vigilante había sido pura mala suerte. Estaba segura en su hogar.
— ¿Te vas?
—Me esperan en casa de los Hansons.
Y lo había defraudado.
— ¿Llegarás a tiempo para... —no, no podía pre¬guntar aquello, si pasaría la noche con su amante después de la reunión parlamentaria o si volvería a casa— la se¬sión de la cámara?
—No importa si llego unos minutos tarde. Mejor se¬rá que te apresures. Tu baño se enfriará.
De manera perversa, ______ quería acompañar a Edward.
Él se volvió y caminó hacia la puerta. Inclinándose, la sostuvo abierta para que ella pasara.
—Buenas noches, ______.
______ intentó recordar la sensación de su cuer¬po encima del suyo, dentro del suyo. ¿Había sido tan frio y controlado entonces como ahora?
¿Había cambiado Edward... o había sido ella?
—Buenas noches, Edward.
Con su acostumbrada calma y eficiencia, Emma se ocupó rápidamente de que ______ tomara su baño y se metiera en la cama con una bolsa de hielo sobre la cabe¬za. ______ estaba demasiado cansada para pensar. Ade¬más, sólo se le ocurrían tonterías, producto del frío, el do¬lor y el cansancio.
Pero sus pensamientos no cesaban.
Le he dicho repetidamente a ______ que contrate a una secretaria. Así tendría una acompañante que pudie¬ra, asistir con ella a este tipo de eventos.
Una mujer en Arabia tiene ciertos derechos sobre su esposo. Entre ellos está su derecho a la unión sexual.
No eres el tipo de mujer que molesta a su esposo por un poco de neblina, ______.
Mire a su marido. Cuando vea lo que es y no lo que usted quiere que sea, entonces obtendrá la verdad.
¿A qué verdad se estaba refiriendo el Jeque Bas¬tardo?
¿Le había mentido? ¿Sabía quién era la amante de Edward y creía que ______ no tenía posibilidad de ob¬tener el favor de su esposo, tuviera el aprendizaje erótico que tuviera?
Señora Petre, hay ciertas cosas que un hombre pue¬de hacer con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una de proporciones menos generosas.
Con las manos, ______ ahuecó sus pechos a través del camisón de algodón. Se extendieron sobre sus dedos grandes, sí, pero todavía firmes.
¿Qué figura tendría la amante de Edward?
Usted ama a sus hijos pero no sabe nada acerca de su esposo... ni sobre usted misma.
Sus pezones se endurecieron bajo sus dedos. Apartó las manos bruscamente.
Sin duda, la amante de Edward tenía el busto plano y las caderas pequeñas. Todo lo que ______ no tenía.
La bolsa de hielo se había deslizado y había logrado entumecer su oreja mientras la cabeza le seguía latiendo. Dándose la vuelta, giró la llama en la lámpara de gas al la¬do de su cama.
Capítulo seis.
Todavía debía leer su lección de El jardín perfu¬mado.
El libro estaba donde lo había escondido, encerrado en el cajón de su escritorio. Sacó papel y pluma y comen¬zó a tomar notas mientras leía «Acerca de todo lo que fa¬vorece el acto del coito».
El dolor de cabeza y los ligeros temblores de sus ma¬nos se trasladaron más abajo, entre sus muslos, hasta que dejó de escribir por completo y sólo leyó.
Las maneras de hacerlo a una mujer son numerosas y variadas. Y ahora es el momento de mostrar cuáles son las diferentes posiciones más usuales.
Dios mío, jamás había imaginado... que podía haber tanta variedad en un acto al que se habían referido toda su vida como «el deber de una mujer hacia el hombre».
Enumeraba todo, cualquier posición en la que po¬dían realizar el coito un hombre y una mujer. Lebeuss el djoureb, un hombre sentado entre las piernas extendidas de la mujer y frotando su miembro contra su vulva hasta que ella se humedecía por la fricción y las penetraciones po¬co profundas que se alternaban; el kebachi, una mujer arro¬dillada sobre sus manos y rodillas como las bestias; dok el arz, vientre contra vientre, boca contra boca.
Acostados sobre la espalda, el vientre, los costados, sentados, parados, estaba todo allí, de forma detallada, co¬mo el libro de texto de un niño. Las posturas, los movi¬mientos mutuos de un hombre y una mujer una vez que había penetración...
Quien busca el placer que una mujer puede dar debe satisfacer su deseo amoroso de ardientes caricias, como se des¬cribe. La verá desfalleciéndose de ardor, la vulva húmeda, el vientre estirado hacia delante, y los dos espermas unidos.
Sintiéndose como drogada, ______ apartó la mi¬rada del último párrafo y contempló la pluma agarrada entre sus dedos, comparándola involuntariamente con la des¬cripción que hacía el jeque del miembro de un hombre, «grande como el brazo de una virgen... con una cabeza re¬donda... mide un ancho y medio de largo».
La práctica pluma de bronce no era ni remotamente tan gruesa como la preciosa pluma de oro del Jeque Bas¬tardo. Durante un momento que pareció eterno, pensó en cómo podría usarse para aliviar el deseo húmedo y la carne vacía.
Con repugnancia, tiró la pluma de bronce lejos. Fue a dar a la parte trasera del escritorio y rebotó sobre la al¬fombra azul.
Dormir.
Había pasado por un calvario. Dormir le devolvería el control que tanto necesitaba.
Apagó la lámpara de gas y se sumergió bajo la colcha contra la bolsa de hielo. Pero el hielo se había derretido y el rítmico latido dentro de su cuerpo seguía.
Se dio la vuelta e intentó girar las caderas.
Los latidos amortiguados entre sus piernas se agu¬zaron, se hicieron más profundos.
Esa tarde podría haber muerto...
¿Por qué no se había quedado Edward con ella, pa¬ra reconfortarla? ¿Por qué había ido en busca de su aman¬te cuando ella anhelaba que estuviera allí?
Si un hombre siente rechazo por la sexualidad de una mujer, taliba, entonces no es un hombre.
Sus caderas empujaron y se frotaron como si tuvie¬ran voluntad propia contra el colchón.
Hez, taliba.
El colchón se transformó en un hombre que respondía al ulular de sus caderas embistiendo dentro de su cuerpo hasta que su vulva húmeda y su vientre se inclina¬ban hacia delante.
El amor es una ardua tarea.
______ frotó más rápido, más fuerte, anhelando necesitando... que sus pezones fueran chupados y mordi¬dos, que un hombre alzara sus piernas por encima de sus hombros, embistiéndola tan profundamente que su vien¬tre se contrajera alrededor del miembro viril.
Una suave explosión interior hizo que las lágrimas brotaran en sus ojos. Enterró la cara en la almohada.
¿Cómo podía enfrentarse al Jeque Bastardo sabien¬do lo que
ahora sabía?
CAPITULO 8
Besar. Chupar. Lamer. Mordisquear. El intrincado pasadizo, de escasa luz y pare¬des agrietadas, retumbaba con el eco de los altos tacones de ______.
Hay otras maneras de alcanzar el éxtasis. Los dedos. Las manos. Los labios. Los dedos de los pies. Prácticamen¬te cualquier lugar del cuerpo de un hombre puede usarse para satisfacer a una mujer.
Al doblar una esquina, resbaló, e instintivamente pu¬so la mano contra la pared para no perder el equilibrio.
Soy un hombre, señora Petre. Aunque los ingle¬ses me llamen bastardo y los árabes infiel, sigo siendo un hombre.
______ se apoyó en la pintura resquebrajada, sin¬tiendo que la abrumaba una ola de dolor.
Su dolor.
El dolor de un jeque bastardo.
Una cucaracha corrió a toda prisa por el dorso de su guante de cabritilla gris. Reprimiendo un grito, apartó la mano de la pared y la sacudió varias veces, aunque la cucaracha ya había desaparecido.
De repente se dio cuenta de que aquel no era el ca¬mino de vuelta a la sala de reuniones.
Al final del pasillo había una puerta entreabierta.
______ se quedó helada.
Alguien la estaba observando... y no era un insecto.
— ¡Hola! —El eco apagado de su voz rebotó sobre las deslucidas paredes grises—. ¿Hay alguien ahí?
Ahí. Ahí. Ahí se escuchó a ambos lados del pasillo.
Decidida, avanzó hacia el frente.
Dio con la puerta un golpe en la pared.
No pudo contener el grito que se escapó de su gar¬ganta.
— ¿Qué hace aquí, señorita? —Un hombre alto, cal¬vo, con una nariz roja, bulbosa, y ojos del mismo tono estaba de pie junto a la puerta—. No creo que encuentre compañía de su gusto en este edificio.
La irritación se sobrepuso al temor. Primero, el mayordomo árabe la había confundido con una mujer de la calle, y ahora aquel hombre.
Echó los hombros hacia atrás.
—Soy la señora ______ Petre. Las mujeres de la aso¬ciación benéfica se reúnen aquí; he dado un discurso y luego tenía que... —El hombre no necesitaba saber que había dejado la reunión para ir al lavabo, y que después se había perdido en aquel enorme edificio cuando regresaba, porque no podía dejar de pensar en un hombre en el que no debía estar pensando—. Parece que me he equivocado de camino. ¿Sería tan amable de decirme por dónde se va a la sala de reuniones?
—La reunión ya ha terminado. No queda nadie aquí excepto nosotros.
—Pero...
—Y yo sé lo que usted busca. Lo que buscan todas las que tienen su pinta.
______ se dio cuenta de que el hombre estaba com¬pletamente borracho.
—Hay gente que me está esperando, señor. Si es tan amable de decirme cómo...
Tropezando, el hombre, alto y escuálido como una estaca, dio un paso adelante.
—Yo soy el guardián de este lugar. Nadie la está es¬perando. Ya le dije que no hay nadie aquí. Si está buscan¬do un sitio para traer a sus babosos clientes, piénselo bien, señorita, porque tengo un arma y no tengo miedo de matar a todos los de su calaña.
A ______ le dio un vuelco el corazón y se lanzó al galope. Agarró con fuerza las asas de su bolso.
Llevaba papel, un lápiz, un pañuelo, un monedero, un peine, la llave de su casa y un pequeño espejo... nada que pudiera ayudarla a defenderse.
Dejarse invadir por el pánico tampoco era una solu¬ción. Respiró hondo para aquietar los latidos de su corazón.
—Ya veo. —Sus manos, enfundadas en los guantes de cuero, estaban frías y sudorosas—. Gracias por la mo¬lestia. Encontraré el camino sola. Por favor, acepte mis dis¬culpas si le he importunado. Buenas tardes.
Lenta, muy lentamente, retrocedió, esperando que en cualquier momento sacara el revólver.
Se tambaleó de un lado a otro, viéndola retroceder, dirigiéndole una mirada amenazadora con los ojos inyec¬tados en sangre.
Cuando ______ dobló la esquina del corredor, se dio la vuelta y no miró atrás. El corazón le martilleaba en el pecho al ritmo de sus pasos mientras corría lo que pa¬recían ser millas a través de aquellos intrincados pasillos buscando la sala de reuniones.
No estaba sola.
El sentido común le decía que aquel era un edificio respetable ocupado por oficinas comerciales alquiladas por hombres de negocios que, sin duda, ya se habrían marcha¬do a casa para cenar.
La lógica le fallaba.
Podía sentir ojos ocultos, ojos hostiles, y sabía que detrás de alguna de aquellas puertas que se alineaban a ambos lados de aquel largo pasillo o al doblar una esquina, en, algún lugar, alguien la estaba observando.
Alguien, tal vez, que sí tenía un revólver. O un cu¬chillo.
El edificio estaba inmediatamente contiguo al Támesis. Habría sido muy fácil matarla, robarle los objetos de valor y tirar su cuerpo a las aguas heladas y tenebrosas.
Estaría muerta y nunca sabría de qué manera los dedos de los pies de un hombre podrían dar placer a una mujer.
______ respiró aliviada cuando vislumbró la pi¬zarra con el cartel anunciando el salón designado y la ho¬ra en que se reuniría la asociación benéfica.
Las puertas estaban cerradas... con llave.
Como había tardado tanto tiempo en encontrar el lavabo y luego en volver, las mujeres debían de haber pen¬sado que ______ se había ido a casa... y por eso también ellas habían dado por finalizada la reunión.
Y el vigilante también se había enterado.
Se dio la vuelta, levantando su capa con el impulso; su polisón se balanceaba de un lado a otro como un pén¬dulo. La entrada estaba justo a la vuelta de la esquina...
Abrió con fuerza la puerta de entrada, manchada con] humedad. Y dio un grito sofocado.
La neblina se arremolinaba como si fuese un denso muro de color amarillento.
Elizabeth avanzó casi sin poder creerlo... y tropezó] con el borde de un escalón de piedra.
— ¡Will! —Dios mío, que su cochero estuviera cerca—. Will, ¿puedes oírme?
Era como gritar dentro de una manta mojada.
Cautelosamente, logró dar los tres pasos para bajar el escalón.
— ¡Will! ¡Respóndeme!
Giró la cabeza a la izquierda, a la derecha, de nue¬vo a la izquierda. ¿Era aquel el relincho de un caballo?
Lentamente, deslizó los pies hacia la acera.
— ¡Will! ¿Eres tú?
—Sí, señora Petre, soy yo.
La voz del cochero estaba tan cerca que podría ha¬ber venido directamente de su lado. Pero se oía tan apa¬gada a causa de la neblina que también podía proceder del otro lado de la calle.
— ¿Dónde estás?
Una mano se alargó y aferró su brazo derecho.
—Estoy aquí, madame.
A ______ se le subió el corazón a la garganta.
En aquel momento comprendió de manera racional lo vulnerable que se había sentido dentro de aquel edificio, ya que Will se había visto imposibilitado por la neblina. No había sentido tal grado de temor cuando caminaba por las calles al amanecer e intimidaba a los criados para entrar en la casa del Jeque Bastardo.
—Will. —Ciegamente se aferró a la mano nudosa del cochero; la tranquilizó sentir su tibieza y solidez a través de sus guantes de cabritilla—. Deberías haber venido a bus¬carme cuando la neblina comenzó a hacerse densa.
—Se extendió de pronto. Empezó como una ligera bruma y, de repente, se puso así. No podía ver mi mano delante de mis ojos.
Sí, había momentos en que la niebla de Londres podía ser así. Aquel extraño fenómeno sucedía con frecuencia en noviembre y algunas veces en diciembre o enero. ______ jamás había visto una noche como ésa en febrero.
Intentó mirar adelante, hacia donde sabía que estaba parado el cochero. Pero todavía no podía verle.
Aquella bruma amarilla se había tragado la ciudad y todo lo que había en ella.
______ luchó por conservar la calma.
—Dile a Tommie que haga avanzar a los caballos.
—No puedo hacerlo. Tommie se puso enfermo de repente mientras usted estaba en la reunión. Lo envié a su casa.
Lo lógico hubiera sido hacer que Will atara los ca¬ballos y que los dos esperaran a que la neblina se levantara mientras aguardaban relativamente cómodos en el interior del edificio donde había tenido lugar la reunión de la aso¬ciación benéfica.
Era suicida intentar moverse sin un caballerizo que hiciera de guía al cochero y a los caballos, cegados por la niebla. Había personas que se habían perdido en noches como aquella y habían caído al Támesis. Pero ella no po¬día volver a entrar en aquel edificio. Ni siquiera aunque tu¬viese la remota posibilidad de encontrarlo.
La densa bruma amarilla apestaba a agua de río y a la basura que arrojaban a él. ______ sintió que el estó¬mago se le contraía con repugnancia. Ella no podía con¬ducir un carruaje; por lo tanto dijo:
—Yo llevaré a los caballos de las riendas.
El resoplido de Will atravesó con claridad la neblina.
— ¿Usted, madame?
— ¿Preferirías que llevara el carruaje? —le preguntó bruscamente.
—Tal vez podamos volver al edificio en donde ha te¬nido lugar la reunión.
______ tembló, recordando lo que había visto en aquellos ojos.
—Allí sólo queda el vigilante, y amenazó con dis¬pararme si no me iba.
— ¡Eso está por ver! ¡Déjeme que agarre mi pistola y veremos quién dispara a quién!
Sus dedos se apretaron alrededor de su mano.
—Prefiero correr el riesgo con el río, Will.
—Sí, pero si usted cae, también lo harán los caballos y el carruaje.
Una risa ahogada escapó de la garganta de ______. — ¿No estarás preocupado por tu propia vida, Will? — ¿O la mía?, quería preguntar.
—Yo nado como un pez. Tan bien como para salvar¬nos a ambos; pero no podría hacer nada por los caballos.
______ se abstuvo de decir que el cochero no podría salvarla de ahogarse si no podía encontrarla. Ade¬más, la indumentaria de una mujer no estaba diseñada para deportes acuáticos... se iría directamente al fondo. Y tam¬poco él podría salvarse si no podía ver la orilla del río.
Imaginó el agua glacial y la basura hedionda tapán¬dole la nariz, llenando sus pulmones. Recordó la cucaracha, el guardia y los ojos que la observaban, esperando. —No volveré a ese edificio. —Está bien.
Unos dedos tibios la rozaron. ______ soltó a Will a regañadientes. Inmediatamente, él guió su mano dere¬cha a la cabeza del animal.
El caballo se sobresaltó ante aquel contacto. Estaba tan poco acostumbrado a los seres humanos como ______ lo estaba a los animales. Will le enroscó sus dedos alrededor del rígido cuero.
—Póngase aquí, al lado de la vieja Bess, madame, pa¬ra que no la pise. Manténgase cerca de la acera... cuando termine, significa que hay una calle; podemos contar el número de calles y calcular en dónde doblar.
El calor reconfortante del cuerpo de Will desapareció en la oscuridad total.
—Mantenga la mano izquierda fuera, madame... para no tropezar con las farolas y caerse de bruces.
______ debía haber respondido al cochero ante aquella impertinencia Quizás una semana antes lo hubiera hecho.
Cerró los ojos con fuerza. Una semana antes no le habría preguntado a un hombre si le provocaba rechazo una mujer que deseaba revolcarse como un animal.
El choque de la madera y el metal la devolvieron de nuevo a la realidad mientras Will subía por el lateral del coche. El caballo, a su lado, dio un suave relincho y un pa¬so. Los cascos del animal cayeron pesadamente cerca del pie de ______.
Sus ojos se abrieron rápidamente.
—Recuerda tu puesto, vieja Bess, e intentaré hacer lo mismo —le susurró al nervioso caballo.
Levantó el brazo hacia arriba con fuerza. El arnés tintineó furiosamente mientras ______ luchaba por man¬tener la cabeza del jamelgo bajada.
— ¿Está lista, señora Petre?
Inhaló el humo sulfuroso del carbón, el componen¬te de aquella amarillenta neblina londinense, que le quemó la garganta.
—Estoy lista, Will.
Un chasquido resonó por encima de su cabeza; de inmediato el caballo avanzó, arrastrando a ______ con¬sigo.
Era como caminar dentro de una nube hedionda de sabor acre. Su único vínculo con la realidad era el extremo de la rienda de cuero, el calor animal del cuerpo del caba¬llo, la neblina fría y húmeda que daba vueltas a su alrede¬dor como algo vivo, y su propia voz, que anunciaba lo que ella imaginaba que eran cruces de calles y no callejones sin salida.
______ estaba demasiado ocupada protegiéndose los pies y la cabeza como para darse cuenta de lo terrible de su situación. Después de recibir dos pisotones y gol¬pearse contra una farola, se dio cuenta de que cuanto mas se alejaban del río, menos densa era la neblina.
— ¡So!
Se detuvo bruscamente, como si ella y el caballo fue¬ran un solo ser. Una pelota de fuego amarillo resplandecía al otro lado del carruaje... un farol, ahora visible. Otra pelota amarilla estaba suspendida sobre su cabeza... una farola.
—Puede subir al coche, señora Petre. La vieja Bess, Gertrude y yo nos arreglaremos solos ahora.
El júbilo le hizo olvidar el profundo dolor que sen¬tía en el empeine y el chichón de la frente. Lo había lo¬grado, ella que jamás había hecho nada más arriesgado que dar discursos, tomar el té y ofrecer condolencias, los había sacado del peligro.
—Gracias, Will.
Una vez dentro del carruaje, el terror se apoderó de ella. Cerró la boca con fuerza para contener una oleada de náuseas. Y sintió el deseo totalmente ridículo de orde¬nar al cochero que la llevara junto al Jeque Bastardo, a una casa en donde podía decir lo que quisiera.
Apenas se detuvo frente a la casa de los Petre, la puer¬ta del carruaje se abrió con fuerza. La cara sonriente de Beadles apareció de repente ante una sorprendida ______.
— ¡Bienvenida a casa, madame! ¡Bienvenida a casa!
______ estaba asombrada. El mayordomo parecía realmente contento de verla. Dejó que le ayudara a bajar.
—Gracias, Beadles.
—Cuídese la cabeza, señora Petre. —La voz hosca que le llegaba del pescante del carruaje era amable—. Me parece que tiene un buen chichón. Pude oír desde aquí arriba cómo se golpeó contra aquella farola.
El rostro de ______ enrojeció. Creía que el co¬chero no se había dado cuenta de su tropezón.
—Gracias, Will. Estoy segura de que no es nada.
Beadles la siguió por los escalones.
—El señor Petre está en el salón, madame. Ha llamado al comisario. Tenía miedo de que algo le hubiera su¬cedido.
______ se tocó bajo su sombrero y suavemente se palpó la cabeza... había, sí, un chichón allí. Tenía el tama¬ño del ojo de una paloma.
— ¿Quién tenía miedo de que algo me hubiera suce¬dido, Beadles... mi esposo o el comisario?
Beadles echó los hombros hacia atrás.
—El señor Petre, madame. ¿Llamo al médico?
______ se sorprendió ante su propia respuesta.
— ¿Tú qué opinas, Beadles?
Los hombros rígidos del mayordomo se relajaron en una postura natural.
—Yo le recomendaría que se pusiese una bolsa de hielo, madame.
—Entonces, eso es lo que haré.
—______, llegas tarde. —Edward estaba de pie al otro lado de la puerta de la sala; su pelo relucía como acei¬te negro contra su pálida tez—. Deberías haber llegado ha¬ce horas. Me has tenido muy preocupado.
Sintió una profunda sensación de gratitud ante su in¬quietud. Le siguió un vago sentimiento de culpa.
Él había regresado a casa para estar con ella durante el tiempo libre que tenían en el Parlamento para salir a cenar... y ella no estaba allí.
—Perdóname, Edward. La reunión se prolongó y después quedamos atrapados en la neblina.
Edward echó un vistazo a Beadles, que estaba firme cortésmente al lado de ______.
—Beadles, dígale a Emma que prepare un baño pa¬ra la señora Petre. Subirá inmediatamente.
______ miró a Edward con asombro. No había sido tan solícito con ella desde que... no podía recor¬darlo.
—Gracias, Edward, pero no hay necesidad de man¬dar a Beadles. —Apestaba a neblina, y la cabeza y el pie le palpitaban por el dolor—. Subo ahora mismo.
—Llévese las cosas de la señora Petre, Beadles, y des¬pués haga lo que le he ordenado.
El mayordomo inclinó la cabeza e hizo lo que le ha¬bían pedido en silencio. ______ soltó con desgana el bol¬so, luego se quitó los guantes y los puso en aquella mano abierta enfundada con guantes blancos que cubrían las pe¬cas con distinción. Suspirando, se quitó el sombrero; que también le fue retirado de las manos. Haciendo una nue¬va reverencia más, Beadles marchó hacia las escaleras.
Edward le ofreció a ______ su brazo.
—El comisario está aquí. Tranquilicémosle diciéndole que has llegado bien.
______ quería un baño caliente, una compresa fría y diez horas de sueño. No quería jugar a ser anfitriona. Además, la galantería de Edward después de la actitud de¬satenta de los últimos tiempos era... desconcertante. Al aceptarla, sentía que estaba cometiendo una pequeña trai¬ción, como si estuviera perjudicando a su esposo... o al Jeque Bastardo.
— ¿Por qué has llamado al comisario, Edward?
—Ya te lo he dicho. Era tarde. Estaba preocupado.
—No había ninguna necesidad de importunarle.
—No eres el tipo de mujer que molesta a su esposo por un poco de neblina, ______. Naturalmente, imagi¬né lo peor. Ahora entra y tómate una taza de té mientras Emma te prepara el baño.
¿Molestar a su esposo? ¿Por un «poco» de neblina?
No se podía decir que la neblina era «poca», y ¿por qué habría de molestar a Edward durante su cena, cuan¬do ni siquiera sabía que iba a cenar con ella?
______ posó sus dedos sobre la manga de su cha¬queta negra. Los músculos de debajo eran firmes más que Musculosos, relajados más que tensos.
Un hombre corpulento, con gruesas patillas grises, se levantó del diván floreado de la sala.
—Señora Petre, me alegra saber que está bien.
______ trató de olvidar el dolor de la cabeza y fingió sonreír. Tendió su mano. Temblaba apenas ligera¬mente.
—Comisario Stone. Como le decía a mi esposo, no había ninguna necesidad de preocupar a nadie. Todo el mun¬do llega tarde en una noche como ésta.
La palma de la mano del comisario estaba caliente y sudorosa; ella retiró su mano tan rápido como lo permitía la buena educación.
—Por favor, tome asiento.
Siguió de pie hasta que ella se sentó frente a él. —Su esposo dice que tiene usted un compromiso im¬portante esta noche, por lo que me marcharé enseguida. Su preocupación era comprensible.
La cena de los Hansons.
Edward había estado preocupado... porque ella iba a llegar tarde a una cena. No había ordenado que le pre¬pararan el baño por caballerosidad, sino para que se diera prisa.
El vigilante del edificio la había tomado por una pros¬tituta y amenazado con matarla. Podían haberla violado, robado, o matado, pero su esposo había llamado al comi¬sario porque ella había alterado sus planes.
—Siento haberlo importunado, comisario Stone. —Sentía que su voz estaba separada de su cuerpo, como si no le perteneciera—. La neblina descendió mientras asistía a una reunión de la asociación. Cuando finalizó, Will, nues¬tro cochero, y yo nos apresuramos para llegar a casa lo más pronto posible. Sin duda, mi inexperiencia nos hizo re¬trasarnos aún más.
— ¿Cómo es eso?
El cabello en la nuca le produjo escozor. El comisario Stone actuaba como si ella fuera culpable de un crimen mucho peor que faltar a una cena.
—Tuve que llevar de las riendas a los caballos para evitar que nos cayéramos al Támesis.
El comisario estaba sorprendido.
Edward frunció el ceño.
—Para eso tenemos un caballerizo.
—Tommie no estaba. Se puso enfermo mientras me esperaba, por lo que Will lo envió a su casa.
— ¿En dónde fue esa reunión, señora Petre?
______ le respondió al fornido comisario, que la miró con desaprobación.
— ¿Me está diciendo que ha estado en ese distrito acompañada sólo por un cochero?
—Le he dicho repetidamente a ______ que con¬trate a una secretaria. Así tendría una acompañante que pu¬diera asistir con ella a este tipo de eventos. —Edward le¬vantó su taza de té y le dirigió una sonrisa condescendiente al comisario—. Pero usted sabe cómo son las mujeres. Nun¬ca piensan en su seguridad hasta que es demasiado tarde.
______ sintió que la frialdad invadía su cuerpo y no tenía nada que ver con la neblina invernal entre la que había caminado.
Edward no tenía ningún motivo para avisar al comi¬sario a no ser que supiera de antemano que en el edificio estaba el vigilante borracho. Una persona que podía hacerle daño sabiendo perfectamente que ella no era una prostituta...
Se levantó de inmediato.
—Si me disculpan, comisario Stone, Edward, me gustaría retirarme a mis aposentos. Ha sido una tarde agotadora.
Edward y el comisario se pusieron de pie al mismo tiempo. Fue el comisario quien habló.
Por supuesto, señora Petre. Yo mismo encontraré la puerta de salida.
La puerta del salón se cerró con un suave clic. Edward y ______ se miraron por encima del carrito de té.
______ se preparó mentalmente.
—Es demasiado tarde para asistir a la cena, Edward
—Tu padre espera que vayamos en su lugar, ______. Así que iremos.
—No, Edward, no iré. —Notaba un dolor sordo en la sien. Palpitaba al ritmo de su corazón—. Esta noche, no.
—Muy bien —la sorprendió él con su respuesta.
Lo importante es que estás a salvo. Debes de haber pasado por un auténtico calvario.
—Sí. — ¿Por qué no podía contarle su encuentro con el vigilante y su amenaza de matarla?—. Me di con la ca¬beza contra una farola.
— ¿Quieres que llame al médico?
—No, gracias, Edward. Ya has hecho demasiado.
—Buenas noches, ______. Cuida la cabeza.
______ se mordió el labio. Tenía frío, sentía do¬lor, estaba todavía atemorizada y no sabía por qué. El inci¬dente con el vigilante había sido pura mala suerte. Estaba segura en su hogar.
— ¿Te vas?
—Me esperan en casa de los Hansons.
Y lo había defraudado.
— ¿Llegarás a tiempo para... —no, no podía pre¬guntar aquello, si pasaría la noche con su amante después de la reunión parlamentaria o si volvería a casa— la se¬sión de la cámara?
—No importa si llego unos minutos tarde. Mejor se¬rá que te apresures. Tu baño se enfriará.
De manera perversa, ______ quería acompañar a Edward.
Él se volvió y caminó hacia la puerta. Inclinándose, la sostuvo abierta para que ella pasara.
—Buenas noches, ______.
______ intentó recordar la sensación de su cuer¬po encima del suyo, dentro del suyo. ¿Había sido tan frio y controlado entonces como ahora?
¿Había cambiado Edward... o había sido ella?
—Buenas noches, Edward.
Con su acostumbrada calma y eficiencia, Emma se ocupó rápidamente de que ______ tomara su baño y se metiera en la cama con una bolsa de hielo sobre la cabe¬za. ______ estaba demasiado cansada para pensar. Ade¬más, sólo se le ocurrían tonterías, producto del frío, el do¬lor y el cansancio.
Pero sus pensamientos no cesaban.
Le he dicho repetidamente a ______ que contrate a una secretaria. Así tendría una acompañante que pudie¬ra, asistir con ella a este tipo de eventos.
Una mujer en Arabia tiene ciertos derechos sobre su esposo. Entre ellos está su derecho a la unión sexual.
No eres el tipo de mujer que molesta a su esposo por un poco de neblina, ______.
Mire a su marido. Cuando vea lo que es y no lo que usted quiere que sea, entonces obtendrá la verdad.
¿A qué verdad se estaba refiriendo el Jeque Bas¬tardo?
¿Le había mentido? ¿Sabía quién era la amante de Edward y creía que ______ no tenía posibilidad de ob¬tener el favor de su esposo, tuviera el aprendizaje erótico que tuviera?
Señora Petre, hay ciertas cosas que un hombre pue¬de hacer con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una de proporciones menos generosas.
Con las manos, ______ ahuecó sus pechos a través del camisón de algodón. Se extendieron sobre sus dedos grandes, sí, pero todavía firmes.
¿Qué figura tendría la amante de Edward?
Usted ama a sus hijos pero no sabe nada acerca de su esposo... ni sobre usted misma.
Sus pezones se endurecieron bajo sus dedos. Apartó las manos bruscamente.
Sin duda, la amante de Edward tenía el busto plano y las caderas pequeñas. Todo lo que ______ no tenía.
La bolsa de hielo se había deslizado y había logrado entumecer su oreja mientras la cabeza le seguía latiendo. Dándose la vuelta, giró la llama en la lámpara de gas al la¬do de su cama.
Capítulo seis.
Todavía debía leer su lección de El jardín perfu¬mado.
El libro estaba donde lo había escondido, encerrado en el cajón de su escritorio. Sacó papel y pluma y comen¬zó a tomar notas mientras leía «Acerca de todo lo que fa¬vorece el acto del coito».
El dolor de cabeza y los ligeros temblores de sus ma¬nos se trasladaron más abajo, entre sus muslos, hasta que dejó de escribir por completo y sólo leyó.
Las maneras de hacerlo a una mujer son numerosas y variadas. Y ahora es el momento de mostrar cuáles son las diferentes posiciones más usuales.
Dios mío, jamás había imaginado... que podía haber tanta variedad en un acto al que se habían referido toda su vida como «el deber de una mujer hacia el hombre».
Enumeraba todo, cualquier posición en la que po¬dían realizar el coito un hombre y una mujer. Lebeuss el djoureb, un hombre sentado entre las piernas extendidas de la mujer y frotando su miembro contra su vulva hasta que ella se humedecía por la fricción y las penetraciones po¬co profundas que se alternaban; el kebachi, una mujer arro¬dillada sobre sus manos y rodillas como las bestias; dok el arz, vientre contra vientre, boca contra boca.
Acostados sobre la espalda, el vientre, los costados, sentados, parados, estaba todo allí, de forma detallada, co¬mo el libro de texto de un niño. Las posturas, los movi¬mientos mutuos de un hombre y una mujer una vez que había penetración...
Quien busca el placer que una mujer puede dar debe satisfacer su deseo amoroso de ardientes caricias, como se des¬cribe. La verá desfalleciéndose de ardor, la vulva húmeda, el vientre estirado hacia delante, y los dos espermas unidos.
Sintiéndose como drogada, ______ apartó la mi¬rada del último párrafo y contempló la pluma agarrada entre sus dedos, comparándola involuntariamente con la des¬cripción que hacía el jeque del miembro de un hombre, «grande como el brazo de una virgen... con una cabeza re¬donda... mide un ancho y medio de largo».
La práctica pluma de bronce no era ni remotamente tan gruesa como la preciosa pluma de oro del Jeque Bas¬tardo. Durante un momento que pareció eterno, pensó en cómo podría usarse para aliviar el deseo húmedo y la carne vacía.
Con repugnancia, tiró la pluma de bronce lejos. Fue a dar a la parte trasera del escritorio y rebotó sobre la al¬fombra azul.
Dormir.
Había pasado por un calvario. Dormir le devolvería el control que tanto necesitaba.
Apagó la lámpara de gas y se sumergió bajo la colcha contra la bolsa de hielo. Pero el hielo se había derretido y el rítmico latido dentro de su cuerpo seguía.
Se dio la vuelta e intentó girar las caderas.
Los latidos amortiguados entre sus piernas se agu¬zaron, se hicieron más profundos.
Esa tarde podría haber muerto...
¿Por qué no se había quedado Edward con ella, pa¬ra reconfortarla? ¿Por qué había ido en busca de su aman¬te cuando ella anhelaba que estuviera allí?
Si un hombre siente rechazo por la sexualidad de una mujer, taliba, entonces no es un hombre.
Sus caderas empujaron y se frotaron como si tuvie¬ran voluntad propia contra el colchón.
Hez, taliba.
El colchón se transformó en un hombre que respondía al ulular de sus caderas embistiendo dentro de su cuerpo hasta que su vulva húmeda y su vientre se inclina¬ban hacia delante.
El amor es una ardua tarea.
______ frotó más rápido, más fuerte, anhelando necesitando... que sus pezones fueran chupados y mordi¬dos, que un hombre alzara sus piernas por encima de sus hombros, embistiéndola tan profundamente que su vien¬tre se contrajera alrededor del miembro viril.
Una suave explosión interior hizo que las lágrimas brotaran en sus ojos. Enterró la cara en la almohada.
¿Cómo podía enfrentarse al Jeque Bastardo sabien¬do lo que
ahora sabía?
Lemoine
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