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En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Nombre:En Hogwarts Todo se Enceuntra
Autor:Yo
Adaptación:Algo asi,Sacare situaciones de los libros,Pero no sera exactamente igual.
Género: Fantasía y amor
Advertencias:No subiré muy seguido u_u
Otras páginas: No
Prologo:
Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley.
Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería.
Al Mismo tiempo,Una joven sufre lo mismo,Pero pronto,Al llegar a Hogwarts,Todo dará un giro de 360 grados.
Autor:Yo
Adaptación:Algo asi,Sacare situaciones de los libros,Pero no sera exactamente igual.
Género: Fantasía y amor
Advertencias:No subiré muy seguido u_u
Otras páginas: No
Prologo:
Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley.
Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería.
Al Mismo tiempo,Una joven sufre lo mismo,Pero pronto,Al llegar a Hogwarts,Todo dará un giro de 360 grados.
RusherOhYea!
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
holaaaa!!!
Nueva lectora me llamo Emma y soy de España. Ya quiero que subas el primer capitulo, para seguir leyendo, escribes muy bien :)
Espero que la sigas pronto y que me aceptes como lectora. TE mando muchos besos
Nueva lectora me llamo Emma y soy de España. Ya quiero que subas el primer capitulo, para seguir leyendo, escribes muy bien :)
Espero que la sigas pronto y que me aceptes como lectora. TE mando muchos besos
emmamalfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Capitulo 1-
Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se
despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no
había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el
número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi
exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas
noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de
la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una
gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de
diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel
momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta,
en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por
su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento,
aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el
primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y
después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar
el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la
curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se
queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó
lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y,
después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas,
porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde
dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi
cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el
ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de
carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio
para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si
conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy
rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había
sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de
lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y
su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas
huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre
pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había
pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella
pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía
acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la
había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no
hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería
vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que
Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al
resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía
creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre.
Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello,
ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza
gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a
menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque
había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año
pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande
de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el
beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece,
pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último,
dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y.. treinta y..
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más
cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo,
Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío
Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la
filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un
vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió,
enfadada y preocupada ala vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No
puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada
año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el
día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se
quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía
soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de
todos los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si
él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la
señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que
ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Paws o Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no
estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos,
algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en
la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y
dejarlo en el coche...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba
de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa
que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial
—exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos
sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los
brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento
más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un
chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los
chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido
llanto de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la
parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico
por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero
antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy
avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta
la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no
conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como
si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape,
exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dudley se rió
como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que
pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas
remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo
estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron
en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo
le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo
de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la
cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como
un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse
encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo
de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando,
tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea.
Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles
que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los
grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento
lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y
Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la
señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de
muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus
temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los
adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba
volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el
asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún
más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se
comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado.
Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley
compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego,
como la sonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran
alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba
mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de
andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a
aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar
su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y
cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande,
tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno
para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había
vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de
serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley
y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que
estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía
haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero
en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio, contemplando el brillo de
su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando
—Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera
estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía,
salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que
tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la
puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta,
muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de
Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para
ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y
también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos
hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la
serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del vidrio.
Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este espécimen fue
criado en el zoológico».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry
los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO
VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por
sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido
que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio,
y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la
boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado
rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en
la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz
baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero... ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía
Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse.
Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe
juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon,
Dudley les contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había
intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y
pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de enfrentarse con
Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... alacena... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en
una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando tener un
reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Dursley estuvieran
dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de
comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde
podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un
accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando sus padres
murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su
alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz verde y un dolor como el
de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no
podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres.
Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas.
Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente
desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Dursley eran su
única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había
personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos
muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba
de compras con tía Petunia y Dudley Después de preguntarle con ira si conocía al
hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había saludado
alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color púrpura, le
había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más
raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer en el momento en
que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Dudley odiaba
a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y sus gafas rotas, y a nadie le
gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
-
Espero que les guste :)
Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que los Dursley se
despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero Privet Drive no
había cambiado en absoluto. El sol se elevaba en los mismos jardincitos, iluminaba el
número 4 de latón sobre la puerta de los Dursley y avanzaba en su salón, que era casi
exactamente el mismo que aquél donde el señor Dursley había oído las ominosas
noticias sobre las lechuzas, una noche de hacía diez años. Sólo las fotos de la repisa de
la chimenea eran testimonio del tiempo que había pasado. Diez años antes, había una
gran cantidad de retratos de lo que parecía una gran pelota rosada con gorros de
diferentes colores, pero Dudley Dursley ya no era un niño pequeño, y en aquel
momento las fotos mostraban a un chico grande y rubio montando su primera bicicleta,
en un tiovivo en la feria, jugando con su padre en el ordenador, besado y abrazado por
su madre... La habitación no ofrecía señales de que allí viviera otro niño.
Sin embargo, Harry Potter estaba todavía allí, durmiendo en aquel momento,
aunque no por mucho tiempo. Su tía Petunia se había despertado y su voz chillona era el
primer ruido del día.
—¡Arriba! ¡A levantarse! ¡Ahora!
Harry se despertó con un sobresalto. Su tía llamó otra vez a la puerta.
—¡Arriba! —chilló de nuevo. Harry oyó sus pasos en dirección a la cocina, y
después el roce de la sartén contra el fogón. El niño se dio la vuelta y trató de recordar
el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba. Tenía la
curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente.
Su tía volvió a la puerta.
—¿Ya estás levantado? —quiso saber.
—Casi —respondió Harry
—Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se
queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy.
Harry gimió.
—¿Qué has dicho? —gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
—Nada, nada...
El cumpleaños de Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Harry se levantó
lentamente y comenzó a buscar sus calcetines. Encontró un par debajo de la cama y,
después de sacar una araña de uno, se los puso. Harry estaba acostumbrado a las arañas,
porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde
dormía.
Cuando estuvo vestido salió al recibidor y entró en la cocina. La mesa estaba casi
cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el
ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de
carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un misterio
para Harry, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si
conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era
Harry, pero no podía atraparlo muy a menudo. Aunque no lo parecía, Harry era muy
rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero Harry había
sido siempre flaco y muy bajo para su edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de
lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, y
su primo era cuatro veces más grande que él. Harry tenía un rostro delgado, rodillas
huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre
pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había
pegado en la nariz. La única cosa que a Harry le gustaba de su apariencia era aquella
pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago. La tenía desde que podía
acordarse, y lo primero que recordaba haber preguntado a su tía Petunia era cómo se la
había hecho.
—En el accidente de coche donde tus padres murieron —había dicho—. Y no
hagas preguntas.
«No hagas preguntas»: ésa era la primera regla que se debía observar si se quería
vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando Harry estaba dando la vuelta al tocino.
—¡Péinate! —bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que
Harry necesitaba un corte de pelo. A Harry le habían cortado más veces el pelo que al
resto de los niños de su clase todos juntos, pero no servía para nada, pues su pelo seguía
creciendo de aquella manera, por todos lados.
Harry estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con su madre.
Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello,
ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza
gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Harry decía a
menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Harry puso sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque
había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
—Treinta y seis —dijo, mirando a su madre y a su padre—. Dos menos que el año
pasado.
—Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande
de mamá y papá.
—Muy bien, treinta y siete entonces —dijo Dudley, poniéndose rojo.
Harry; que podía ver venir un gran berrinche de Dudley, comenzó a comerse el
beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa.
Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
—Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece,
pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último,
dijo lentamente.
—Entonces tendré treinta y.. treinta y..
—Treinta y nueve, dulzura —dijo tía Petunia.
—Oh —Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y cogió el regalo más
cercano—. Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
—El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo,
Dudley! —dijo, y revolvió el pelo de su hijo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a cogerlo, mientras Harry y tío
Vernon miraban a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la
filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un
vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió,
enfadada y preocupada ala vez.
—Malas noticias, Vernon —dijo—. La señora Figg se ha fracturado una pierna. No
puede cuidarlo. —Volvió la cabeza en dirección a Harry.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero el corazón de Harry dio un salto. Cada
año, el día del cumpleaños de Dudley, sus padres lo llevaban con un amigo a pasar el
día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, Harry se
quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Harry no podía
soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg le hacía mirar las fotos de
todos los gatos que había tenido.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó tía Petunia, mirando con ira a Harry como si
él lo hubiera planeado todo. Harry sabía que debería sentir pena por la pierna de la
señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que
ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Paws o Tufty.
—Podemos llamar a Marge —sugirió tío Vernon.
—No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre Harry de aquella manera, como si no
estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos,
algo así como un gusano.
—¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama... Yvonne?
—Está de vacaciones en Mallorca —respondió enfadada tía Petunia.
—Podéis dejarme aquí —sugirió esperanzado Harry. Podría ver lo que quisiera en
la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley
Tía Petunia lo miró como si se hubiera tragado un limón.
—¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? —rezongó.
—No voy a quemar la casa —dijo Harry, pero no le escucharon.
—Supongo que podemos llevarlo al zoológico —dijo en voz baja tía Petunia—... y
dejarlo en el coche...
—El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba
de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa
que quisiera.
—Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial
—exclamó, abrazándolo.
—¡Yo... no... quiero... que... él venga! —exclamó Dudley entre fingidos
sollozos—. ¡Siempre lo estropea todo! —Le hizo una mueca burlona a Harry, desde los
brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
—¡Oh, Dios, ya están aquí! —dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento
más tarde, el mejor amigo de Dudley, Piers Polkiss, entró con su madre. Piers era un
chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los
chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido
llanto de inmediato.
Media hora más tarde, Harry, que no podía creer en su suerte, estaba sentado en la
parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Piers y Dudley, camino del zoológico
por primera vez en su vida. A sus tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero
antes de salir tío Vernon se llevó aparte a Harry.
—Te lo advierto —dijo, acercando su rostro grande y rojo al de Harry—. Te estoy
avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta
la Navidad.
—No voy a hacer nada —dijo Harry—. De verdad...
Pero tío Vernon no le creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de Harry y no
conseguía nada con decir a los Dursley que él no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que Harry volviera de la peluquería como
si no hubiera ido, cogió unas tijeras de la cocina y le cortó el pelo casi al rape,
exceptuando el flequillo, que le dejó «para ocultar la horrible cicatriz». Dudley se rió
como un tonto, burlándose de Harry, que pasó la noche sin dormir imaginando lo que
pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de su ropa holgada y sus gafas
remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrió al levantarse que su pelo
estaba exactamente igual que antes de que su tía lo cortara. Como castigo, lo encerraron
en la alacena durante una semana, aunque intentó decirles que no podía explicar cómo
le había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterlo dentro de un repugnante jersey viejo
de Dudley (marrón, con manchas anaranjadas). Cuanto más intentaba pasárselo por la
cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como
un guante a una muñeca, pero no a Harry. Tía Petunia creyó que debía de haberse
encogido al lavarlo y, para su gran alivio, Harry no fue castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando lo encontraron en el techo
de la cocina del colegio. El grupo de Dudley lo perseguía como de costumbre cuando,
tanto para sorpresa de Harry como de los demás, se encontró sentado en la chimenea.
Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles
que Harry andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer
(como le gritó a tío Vernon a través de la puerta cerrada de la alacena) fue saltar los
grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Harry suponía que el viento
lo había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y
Piers si eso significaba no tener que estar en el colegio, en su alacena, o en el salón de la
señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de
muchas cosas. Harry, el ayuntamiento, Harry, el banco y Harry eran algunos de sus
temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
—... haciendo ruido como locos esos gamberros —dijo, mientras una moto los
adelantaba.
—Tuve un sueño sobre una moto —dijo Harry recordando de pronto—. Estaba
volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el
asiento y gritó a Harry:
—¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes.
Dudley y Piers se rieron disimuladamente.
—Ya sé que no lo hacen —dijo Harry—. Fue sólo un sueño.
Pero deseó no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún
más que las preguntas que Harry hacía, era que hablara de cualquier cosa que se
comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado.
Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley
compraron a Dudley y a Piers unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego,
como la sonriente señora del puesto preguntó a Harry qué quería antes de que pudieran
alejarse, le compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba
mal, pensó Harry, chupándolo mientras observaban a un gorila que se rascaba la cabeza
y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que Harry había pasado en mucho tiempo. Tuvo cuidado de
andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Piers, que comenzaban a
aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar
su deporte favorito, que era pegarle a él. Comieron en el restaurante del zoológico, y
cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande,
tío Vernon le compró otro y Harry tuvo permiso para terminar el primero.
Más tarde, Harry pensó que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno
para durar.
Después de comer fueron a ver los reptiles. Estaba oscuro y hacía frío, y había
vidrieras iluminadas a lo largo de las paredes. Detrás de los vidrios, toda clase de
serpientes y lagartos se arrastraban y se deslizaban por las piedras y los troncos. Dudley
y Piers querían ver las gigantescas cobras venenosas y las gruesas pitones que
estrujaban a los hombres. Dudley encontró rápidamente la serpiente más grande. Podía
haber envuelto el coche de tío Vernon y haberlo aplastado como si fuera una lata, pero
en aquel momento no parecía tener ganas. En realidad, estaba profundamente dormida.
Dudley permaneció con la nariz apretada contra el vidrio, contemplando el brillo de
su piel.
—Haz que se mueva —le exigió a su padre.
Tío Vernon golpeó el vidrio, pero la serpiente no se movió.
—Hazlo de nuevo —ordenó Dudley.
Tío Vernon golpeó con los nudillos, pero el animal siguió dormitando
—Esto es aburrido —se quejó Dudley. Se alejó arrastrando los pies.
Harry se movió frente al vidrio y miró intensamente a la serpiente. Si él hubiera
estado allí dentro, sin duda se habría muerto de aburrimiento, sin ninguna compañía,
salvo la de gente estúpida golpeando el vidrio y molestando todo el día. Era peor que
tener por dormitorio una alacena donde la única visitante era tía Petunia, llamando a la
puerta para despertarlo: al menos, él podía recorrer el resto de la casa.
De pronto, la serpiente abrió sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas. Lenta,
muy lentamente, levantó la cabeza hasta que sus ojos estuvieron al nivel de los de
Harry.
Guiñó un ojo.
Harry la miró fijamente. Luego echó rápidamente un vistazo a su alrededor, para
ver si alguien lo observaba. Nadie le prestaba atención. Miró de nuevo a la serpiente y
también le guiñó un ojo.
La serpiente torció la cabeza hacia tío Vernon y Dudley, y luego levantó los ojos
hacia el techo. Dirigió a Harry una mirada que decía claramente:
—Me pasa esto constantemente.
—Lo sé —murmuró Harry a través del vidrio, aunque no estaba seguro de que la
serpiente pudiera oírlo—. Debe de ser realmente molesto.
La serpiente asintió vigorosamente.
—A propósito, ¿de dónde vienes? —preguntó Harry
La serpiente levantó la cola hacia el pequeño cartel que había cerca del vidrio.
Harry miró con curiosidad.
«Boa Constrictor, Brasil.»
—¿Era bonito aquello?
La boa constrictor volvió a señalar con la cola y Harry leyó: «Este espécimen fue
criado en el zoológico».
—Oh, ya veo. ¿Entonces nunca has estado en Brasil?
Mientras la serpiente negaba con la cabeza, un grito ensordecedor detrás de Harry
los hizo saltar.
—¡DUDLEY! ¡SEÑOR DURSLEY! ¡VENGAN A VER A LA SERPIENTE! ¡NO
VAN A CREER LO QUE ESTÁ HACIENDO!
Dudley se acercó contoneándose, lo más rápido que pudo.
—Quita de en medio —dijo, golpeando a Harry en las costillas. Cogido por
sorpresa, Harry cayó al suelo de cemento. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido
que nadie supo cómo había pasado: Piers y Dudley estaban inclinados cerca del vidrio,
y al instante siguiente saltaron hacia atrás aullando de terror.
Harry se incorporó y se quedó boquiabierto: el vidrio que cerraba el cubículo de la
boa constrictor había desaparecido. La descomunal serpiente se había desenrollado
rápidamente y en aquel momento se arrastraba por el suelo. Las personas que estaban en
la casa de los reptiles gritaban y corrían hacia las salidas.
Mientras la serpiente se deslizaba ante él, Harry habría podido jurar que una voz
baja y sibilante decía:
—Brasil, allá voy... Gracias, amigo.
El encargado de los reptiles se encontraba totalmente conmocionado.
—Pero... ¿y el vidrio? —repetía—. ¿Adónde ha ido el vidrio?
El director del zoológico en persona preparó una taza de té fuerte y dulce para tía
Petunia, mientras se disculpaba una y otra vez. Piers y Dudley no dejaban de quejarse.
Por lo que Harry había visto, la serpiente no había hecho más que darles un golpe
juguetón en los pies, pero cuando volvieron al asiento trasero del coche de tío Vernon,
Dudley les contó que casi lo había mordido en la pierna, mientras Piers juraba que había
intentado estrangularlo. Pero lo peor, para Harry al menos, fue cuando Piers se calmó y
pudo decir:
—Harry le estaba hablando. ¿Verdad, Harry?
Tío Vernon esperó hasta que Piers se hubo marchado, antes de enfrentarse con
Harry. Estaba tan enfadado que casi no podía hablar.
—Ve... alacena... quédate... no hay comida —pudo decir, antes de desplomarse en
una silla. Tía Petunia tuvo que servirle una copa de brandy.
Mucho más tarde, Harry estaba acostado en su alacena oscura, deseando tener un
reloj. No sabía qué hora era y no podía estar seguro de que los Dursley estuvieran
dormidos. Hasta que lo estuvieran, no podía arriesgarse a ir a la cocina a buscar algo de
comer.
Había vivido con los Dursley casi diez años, diez años desgraciados, hasta donde
podía acordarse, desde que era un niño pequeño y sus padres habían muerto en un
accidente de coche. No podía recordar haber estado en el coche cuando sus padres
murieron. Algunas veces, cuando forzaba su memoria durante las largas horas en su
alacena, tenía una extraña visión, un relámpago cegador de luz verde y un dolor como el
de una quemadura en su frente. Aquello debía de ser el choque, suponía, aunque no
podía imaginar de dónde procedía la luz verde. Y no podía recordar nada de sus padres.
Sus tíos nunca hablaban de ellos y, por supuesto, tenía prohibido hacer preguntas.
Tampoco había fotos de ellos en la casa.
Cuando era más pequeño, Harry soñaba una y otra vez que algún pariente
desconocido iba a buscarlo para llevárselo, pero eso nunca sucedió: los Dursley eran su
única familia. Pero a veces pensaba (tal vez era más bien que lo deseaba) que había
personas desconocidas que se comportaban como si lo conocieran. Eran desconocidos
muy extraños. Un hombrecito con un sombrero violeta lo había saludado, cuando estaba
de compras con tía Petunia y Dudley Después de preguntarle con ira si conocía al
hombre, tía Petunia se los había llevado de la tienda, sin comprar nada. Una mujer
anciana con aspecto estrafalario, toda vestida de verde, también lo había saludado
alegremente en un autobús. Un hombre calvo, con un abrigo largo, color púrpura, le
había estrechado la mano en la calle y se había alejado sin decir una palabra. Lo más
raro de toda aquella gente era la forma en que parecían desaparecer en el momento en
que Harry trataba de acercarse.
En el colegio, Harry no tenía amigos. Todos sabían que el grupo de Dudley odiaba
a aquel extraño Harry Potter, con su ropa vieja y holgada y sus gafas rotas, y a nadie le
gustaba estar en contra de la banda de Dudley.
-
Espero que les guste :)
RusherOhYea!
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Es una adaptación de la saga, pero añadiendo ideas tuyas tambien. Me gusta.
Un beso
Un beso
Invitado
Invitado
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
hellooo!!!!
Me ha encantado el primer capitulo, que mal me caen los Dursley, que pena de Dudley no se quedó para siempre allí metido. PObre Harry que tortura tener unos tíos así.
Bueno hermosa espero que la sigas pronto. Besoss Emma
Me ha encantado el primer capitulo, que mal me caen los Dursley, que pena de Dudley no se quedó para siempre allí metido. PObre Harry que tortura tener unos tíos así.
Bueno hermosa espero que la sigas pronto. Besoss Emma
emmamalfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Cap 2-Las Cartas de Nadie
La fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de su vida. Cuando
le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de
verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su avión con control
remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había
atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de
escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y
Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más
estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte
favorito de Dudley: cazar a Harry
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa,
dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un
pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en
su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo
colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí. Harry en cambio, iría a
la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día
—dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que
soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —Luego salió corriendo
antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para comprarle su
uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan
terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con
un gato y ya no parecía tan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la
televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había
estado guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo.
Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y
sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban
para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar que aquél era un
buen entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz
ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en
lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y
crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del
esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible
inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el
fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios
flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía
siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas
cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se
sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la
escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de
piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del
nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley
golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico.
—Que vaya Harry
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el
felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la
isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca
banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No
tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca
había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba,
una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección
estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre
púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que
rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás
haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la
postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a
la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal
estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo
pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la
carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la
misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió
el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía muy alta,
fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante
un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un
gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!
Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí.
Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la
cabeza con el bastón de Smelting.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los
arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha,
furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así
que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la
rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es
posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon,
agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no
queremos...
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la
cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta...
Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...
—Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando
recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había
hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba
con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono cortante—. La
quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo. Respiró
profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos
pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te
mudes al segundo dormitorio de Dudley
—¿Por qué? —dijo Harry
—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia,
otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía
Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En
un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo
dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La
filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una
patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula
que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de
aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida,
porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de
libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por
estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la
carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Dudley se
hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón
de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre,
arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le
devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura
pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con
Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino
hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4...
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiente y corrió hacia el
vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la
carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto
de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó
con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de
jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de
su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso
significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no
fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó
rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la
escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el
número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente
mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el
felpudo... ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa
fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco
de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que
intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza
de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo
había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas
en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos
ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón.
—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos—. Si no
pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son
como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de
pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en
el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas
por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió
con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que
nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanes y se
sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Harry
entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado
lechero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del salón. Mientras tío Vernon
llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para
quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —preguntaba
Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con
aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía
mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas...
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó
con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la
chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de
atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando tía Petunia
y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la
puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la
habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al
mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de cinco minutos, listos
para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a
contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a través de las puertas
tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley
lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo
pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a preguntarle
adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido
contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada vez que lo
hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Dudley
aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido
cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiempo sin
hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de
una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y
sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado
en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando
saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de
lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en
el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró
asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia tímidamente, unas horas
más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie
lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza,
volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo
arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde.
Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y había desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a
algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se
podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la
televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry.
Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior,
por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío
Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a
tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!
Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía
una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se
pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon,
aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba
en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les
golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció
una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada
casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las
rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos
habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas
para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a
buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Harry estaba de
acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas
olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los
vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y
preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama
cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la
manta más delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se
estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de
hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron
cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca,
informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que
llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el
techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de
Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las
rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban
desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez... nueve... tal vez
despertara a Dudley, sólo para molestarlo... tres... dos... uno...
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a la puerta.
Alguien estaba fuera, llamando.
La fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de su vida. Cuando
le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de
verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su avión con control
remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había
atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.
Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de
escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y
Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más
estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte
favorito de Dudley: cazar a Harry
Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa,
dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un
pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en
su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo
colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí. Harry en cambio, iría a
la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido.
—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día
—dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que
soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —Luego salió corriendo
antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.
Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Londres para comprarle su
uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan
terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con
un gato y ya no parecía tan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la
televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había
estado guardado desde hacía años.
Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo.
Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y
sombrero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban
para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar que aquél era un
buen entrenamiento para la vida futura.
Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz
ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en
lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y
crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del
esfuerzo que hacía por no reírse.
A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible
inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el
fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios
flotando en agua gris.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía
siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.
Harry volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas
cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás.
Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se
sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la
escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de
piel de un elefante viejo.
Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del
nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley
golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.
Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.
—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico.
—Que vaya Harry
—Trae las cartas, Harry.
—Que lo haga Dudley.
—Pégale con tu bastón, Dudley.
Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el
felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la
isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.
Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca
banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No
tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca
había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba,
una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señor H. Potter
Alacena Debajo de la Escalera
Privet Drive, 4
Little Whinging
Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección
estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.
Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre
púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que
rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás
haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste.
Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la
postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo.
Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a
la postal.
—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal
estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!
Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo
pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la
carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la
misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió
el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.
Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía muy alta,
fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante
un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un
gemido.
—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!
Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí.
Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la
cabeza con el bastón de Smelting.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.
Harry no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Dudley
—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los
arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha,
furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así
que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la
rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es
posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon,
agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no
queremos...
Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la
cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta...
Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...
—Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando
recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería?
Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había
hecho nunca: visitó a Harry en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba
con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono cortante—. La
quemé.
—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre.
—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas cayeron del techo. Respiró
profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos
pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te
mudes al segundo dormitorio de Dudley
—¿Por qué? —dijo Harry
—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora mismo.
La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia,
otro para las visitas (habitualmente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía
Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En
un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo
dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La
filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el
perro del vecino, y en un rincón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una
patada cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula
que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de
aire comprimido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida,
porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de
libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado.
Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...
Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por
estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la
carta a estar allí sin ella.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Dudley se
hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón
de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre,
arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le
devolvieran su habitación. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura
pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se
miraban misteriosamente.
Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con
Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino
hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4...
Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiente y corrió hacia el
vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la
carta, lo que le resultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto
de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó
con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de
jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.
Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de
su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso
significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no
fallaran. Tenía un plan.
El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó
rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la
escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el
número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente
mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG!
Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el
felpudo... ¡Algo vivo!
Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa
fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco
de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que
intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza
de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo
había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas
en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos
ante sus ojos.
Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón.
—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos—. Si no
pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son
como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de
pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.
El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en
el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas
por la ventanita del cuarto de baño de abajo.
Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió
con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que
nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanes y se
sobresaltaba con cualquier ruido.
El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Harry
entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado
lechero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del salón. Mientras tío Vernon
llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para
quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —preguntaba
Dudley a Harry, con asombro.
La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con
aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía
mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas...
Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó
con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la
chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de
atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA!
Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al recibidor. Cuando tía Petunia
y Dudley salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la
puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la
habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al
mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de cinco minutos, listos
para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a
contradecirlo. Diez minutos después se habían abierto camino a través de las puertas
tapiadas y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley
lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo
pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Petunia se atrevía a preguntarle
adónde iban. De vez en cuando, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido
contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada vez que lo
hacía.
No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Dudley
aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido
cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiempo sin
hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.
Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de
una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y
sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permaneció despierto, sentado
en el borde de la ventana, contemplando las luces de los coches que pasaban y deseando
saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de
lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en
el mostrador de entrada.
Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:
Señor H. Potter
Habitación 17
Hotel Railview
Cokeworth
Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró
asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petunia tímidamente, unas horas
más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie
lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza,
volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo
arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de
coches.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde.
Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y había desaparecido.
Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a
algún lugar donde haya un televisor.
Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se
podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la
televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry.
Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior,
por ejemplo, los Dursley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío
Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a
tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!
Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía
una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se
pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon,
aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote!
Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba
en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les
golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció
una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada
casa.
El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las
rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos
habitaciones.
La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas
para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.
Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a
buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Harry estaba de
acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.
Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas
olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los
vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y
preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama
cerca de la puerta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la
manta más delgada.
La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se
estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de
hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron
cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Dudley, colgando de su gorda muñeca,
informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que
llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y
preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el
techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de
Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las
rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban
desplomando en el mar?
Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez... nueve... tal vez
despertara a Dudley, sólo para molestarlo... tres... dos... uno...
BUM.
Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mirando fijamente a la puerta.
Alguien estaba fuera, llamando.
RusherOhYea!
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
AHHHHHHH!!!!!!!
La has seguido yupiii!!!! me ha gustado mucho, ya está mas cerca de entrar a Hogwarts, biennnn.
espero que la sigas prontito muchos besossss
La has seguido yupiii!!!! me ha gustado mucho, ya está mas cerca de entrar a Hogwarts, biennnn.
espero que la sigas prontito muchos besossss
emmamalfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Capitulo 3-El Guardián de las llaves
BUM. Llamaron otra vez. Dudley se despertó bruscamente.
—¿Dónde está el cañón? —preguntó estúpidamente.
Se oyó un crujido detrás de ellos y tío Vernon apareció en la habitación. Llevaba
un rifle en las manos: ya sabían lo que contenía el paquete alargado que había llevado.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Le advierto... estoy armado!
Hubo una pausa. Luego...
¡UN GOLPE VIOLENTO!
La puerta fue empujada con tal fuerza que se salió de los goznes y, con un golpe
sordo, cayó al suelo.
Un hombre gigantesco apareció en el umbral. Su rostro estaba prácticamente oculto
por una larga maraña de pelo y una barba desaliñada, pero podían verse sus ojos, que
brillaban como escarabajos negros bajo aquella pelambrera.
El gigante se abrió paso doblando la cabeza, que rozaba el techo. Se agachó, cogió
la puerta y, sin esfuerzo, la volvió a poner en su lugar. El ruido de la tormenta se apagó
un poco. Se volvió para mirarlos.
—Podríamos preparar té. No ha sido un viaje fácil... Se desparramó en el sofá
donde Dudley estaba petrificado de miedo.
—Levántate, bola de grasa —dijo el desconocido.
Dudley se escapó de allí y corrió a esconderse junto a su madre, que estaba
agazapada detrás de tío Vernon.
—¡Ah! ¡Aquí está Harry! —dijo el gigante.
Harry levantó la vista ante el rostro feroz y peludo, y vio que los ojos negros le
sonreían.
—La última vez que te vi eras sólo una criatura —dijo el gigante—. Te pareces
mucho a tu padre, pero tienes los ojos de tu madre.
Tío Vernon dejó escapar un curioso sonido.
—¡Le exijo que se vaya enseguida, señor! —dijo—. ¡Esto es allanamiento de
morada!
—Bah, cierra la boca, Dursley, grandísimo majadero —dijo el gigante. Se estiró,
arrebató el rifle a tío Vernon, lo retorció como si fuera de goma y lo arrojó a un rincón
de la habitación.
Tío Vernon hizo otro ruido extraño, como si hubieran aplastado a un ratón.
—De todos modos, Harry —dijo el gigante, dando la espalda a los Dursley—, te
deseo un muy feliz cumpleaños. Tengo algo aquí. Tal vez lo he aplastado un poco, pero
tiene buen sabor.
Del bolsillo interior de su abrigo negro sacó una caja algo aplastada. Harry la abrió
con dedos temblorosos. En el interior había un gran pastel de chocolate pegajoso, con
«Feliz Cumpleaños, Harry» escrito en verde.
Harry miró al gigante. Iba a darle las gracias, pero las palabras se perdieron en su
garganta y, en lugar de eso, dijo:
—¿Quién es usted?
El gigante rió entre dientes.
—Es cierto, no me he presentado. Rubeus Hagrid, Guardián de las Llaves y
Terrenos de Hogwarts.
Extendió una mano gigantesca y sacudió todo el brazo de Harry
—¿Qué tal ese té, entonces? —dijo, frotándose las manos—. Pero no diría que no
si tienen algo más fuerte.
Sus ojos se clavaron en el hogar apagado, con las bolsas de patatas fritas arrugadas,
y dejó escapar una risa despectiva. Se inclinó ante la chimenea. Los demás no podían
ver qué estaba haciendo, pero cuando un momento después se dio la vuelta, había un
fuego encendido, que inundó de luz toda la húmeda cabaña. Harry sintió que el calor lo
cubría como si estuviera metido en un baño caliente.
El gigante volvió a sentarse en el sofá, que se hundió bajo su peso, y comenzó a
sacar toda clase de cosas de los bolsillos de su abrigo: una cazuela de cobre, un paquete
de salchichas, un atizador, una tetera, varias tazas agrietadas y una botella de un liquido
color ámbar, de la que tomó un trago antes de empezar a preparar el té. Muy pronto, la
cabaña estaba llena del aroma de las salchichas calientes. Nadie dijo una palabra
mientras el gigante trabajaba, pero cuando sacó las primeras seis salchichas jugosas y
calientes, Dudley comenzó a impacientarse. Tío Vernon dijo en tono cortante:
—No toques nada que él te dé, Dudley.
El gigante lanzó una risa sombría.
—Ese gordo pastel que es su hijo no necesita engordar más, Dursley, no se
preocupe.
Le sirvió las salchichas a Harry, el cual estaba tan hambriento que pensó que nunca
había probado algo tan maravilloso, pero todavía no podía quitarle los ojos de encima al
gigante. Por último, como nadie parecía dispuesto a explicar nada, dijo:
—Lo siento, pero todavía sigo sin saber quién es usted.
El gigante tomó un sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la mano.
—Llámame Hagrid —contesto—. Todos lo hacen. Y como te dije, soy el guardián
de las llaves de Hogwarts. Ya lo sabrás todo sobre Hogwarts, por supuesto.
—Pues... yo no... —dijo Harry
Hagrid parecía impresionado.
—Lo lamento —dijo rápidamente Harry
—¿Lo lamento? —preguntó Hagrid, volviéndose a mirar a los Dursley, que
retrocedieron hasta quedar ocultos por las sombras—. ¡Ellos son los que tienen que
disculparse! Sabía que no estabas recibiendo las cartas, pero nunca pensé que no
supieras nada de Hogwarts. ¿Nunca te preguntaste dónde lo habían aprendido todo tus
padres?
—¿El qué? —preguntó Harry
—¿EL QUÉ? —bramó Hagrid—. ¡Espera un segundo!
Se puso de pie de un salto. En su furia parecía llenar toda la habitación. Los
Dursley estaban agazapados contra la pared.
—¿Me van a decir —rugió a los Dursley— que este muchacho, ¡este muchacho!,
no sabe nada... sobre NADA?
Harry pensó que aquello iba demasiado lejos. Después de todo, había ido al colegio
y sus notas no eran tan malas.
—Yo sé algunas cosas —dijo—. Puedo hacer cuentas y todo eso.
Pero Hagrid simplemente agito la mano.
—Me refiero a nuestro mundo Tu mundo. Mi mundo. El mundo de tus padres.
—¿Qué mundo?
Hagrid lo miró como si fuera a estallar.
—¡DURSLEY! —bramó.
Tío Vernon, que estaba muy pálido, susurró algo que sonaba como mimblewimble.
Hagrid, enfurecido, contempló a Harry.
—Pero tú tienes que saber algo sobre tu madre y tu padre —dijo—. Quiero decir,
ellos son famosos. Tú eres famoso.
—¿Cómo? ¿Mi madre y mi padre... eran famosos? ¿En serio?
—No sabías... no sabías... —Hagrid se pasó los dedos por el pelo, clavándole una
mirada de asombro—. ¿De verdad no sabes lo que ellos eran? —dijo por último.
De pronto, tío Vernon recuperó la voz
—¡Deténgase! —ordenó—. ¡Deténgase ahora mismo, señor! ¡Le prohíbo que le
diga nada al muchacho!
Un hombre más valiente que Vernon Dursley se habría acobardado ante la mirada
furiosa que le dirigió Hagrid. Cuando éste habló, temblaba de rabia.
—¿No se lo ha dicho? ¿No le ha hablado sobre el contenido de la carta que
Dumbledore le dejó? ¡Yo estaba allí! ¡Vi que Dumbledore la dejaba, Dursley! ¿Y se la
ha ocultado durante todos estos años?
—¿Qué es lo que me han ocultado? —dijo Harry en tono anhelante.
—¡DETÉNGASE! ¡SE LO PROHÍBO! —rugió tío Vernon aterrado.
Tía Petunia dejó escapar un gemido de horror.
—Voy a romperles la cabeza —dijo Hagrid—. Harry debes saber que eres un
mago.
Se produjo un silencio en la cabaña. Sólo podía oírse el mar y el silbido del viento.
—¿Que soy qué? —dijo Harry con voz entrecortada.
—Un mago —respondió Hagrid, sentándose otra vez en el sofá, que crujió y se
hundió—. Y muy bueno, debo añadir, en cuanto te hayas entrenado un poco. Con unos
padres como los tuyos ¿qué otra cosa podías ser? Y creo que ya es hora de que leas la
carta.
Harry extendió la mano para coger, finalmente, el sobre amarillento, dirigido, con
tinta verde esmeralda al «Señor H. Potter, El Suelo de la Cabaña en la Roca, El Mar».
Sacó la carta y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
Director: Albus Dumbledore
(Orden de Merlín, Primera Clase,
Gran Hechicero, Jefe de Magos,
Jefe Supremo, Confederación
Internacional de Magos).
Querido señor Potter:
Tenemos el placer de informarle de que dispone de una plaza en el
Colegio Hogwarts de Magia. Por favor, observe la lista del equipo y los libros
necesarios.
Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza antes del
31 de julio.
Muy cordialmente, Minerva McGonagall
Directora adjunta
Las preguntas estallaban en la cabeza de Harry como fuegos artificiales, y no sabía
cuál era la primera. Después de unos minutos, tartamudeó:
—¿Qué quiere decir eso de que esperan mi lechuza?
—Gorgonas galopantes, ahora me acuerdo —dijo Hagrid, golpeándose la frente
con tanta fuerza como para derribar un caballo. De otro bolsillo sacó una lechuza (una
lechuza de verdad, viva y con las plumas algo erizadas), una gran pluma y un rollo de
pergamino. Con la lengua entre los dientes, escribió una nota que Harry pudo leer al
revés.
Querido señor Dumbledore:
Entregué a Harry su carta. Lo llevo mañana a comprar sus cosas.
El tiempo es horrible. Espero que usted esté bien.
Hagrid
Hagrid enrolló la nota y se la dio a la lechuza, que la cogió con el pico. Después
fue hasta la puerta y lanzó a la lechuza en la tormenta. Entonces volvió y se sentó, como
si aquello fuera tan normal como hablar por teléfono.
Harry se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró rápidamente.
—¿Por dónde iba? —dijo Hagrid. Pero en aquel momento tío Vernon, todavía con
el rostro color ceniza, pero muy enfadado, se acercó a la chimenea.
—Él no irá —dijo.
Hagrid gruñó.
—Me gustaría ver a un gran muggle como usted deteniéndolo a él —dijo.
—¿Un qué? —preguntó interesado Harry
—Un muggle —respondió Hagrid—. Es como llamamos a la gente «no-mágica»
como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los más grandes
muggles que haya visto.
—Cuando lo adoptamos, juramos que íbamos a detener toda esa porquería —dijo
tío Vernon—. ¡Juramos que la íbamos a sacar de él! ¡Un mago, ni más ni menos!
—¿Vosotros lo sabíais? —preguntó Harry—. ¿Vosotros sabíais que yo era... un
mago?
—¡Saber! —chilló de pronto tía Petunia—. ¡Saber! ¡Por supuesto que lo sabíamos!
¿Cómo no ibas a serlo, siendo lo que era mi condenada hermana? Oh, ella recibió una
carta como ésta de ese... ese colegio, y desapareció, y volvía a casa para las vacaciones
con los bolsillos llenos de ranas, y convertía las tazas de té en ratas. Yo era la única que
la veía tal como era: ¡una monstruosidad! Pero para mi madre y mi padre, oh no, para
ellos era «Lily hizo esto» y «Lily hizo esto otro». ¡Estaban orgullosos de tener una bruja
en la familia!
Se detuvo para respirar profundamente y luego continuó. Parecía que hacía años
que deseaba decir todo aquello.
—Luego conoció a ese Potter en el colegio y se fueron y se casaron y te tuvieron a
ti, y por supuesto que yo sabía que ibas a ser igual, igual de raro, un... un anormal. ¡Y
luego, como si no fuera poco, hubo esa explosión y nosotros tuvimos que quedarnos
contigo!
Harry se había puesto muy pálido. Tan pronto como recuperó la voz, preguntó:
—¿Explosión? ¡Me dijisteis que habían muerto en un accidente de coche!
—¿ACCIDENTE DE COCHE? —rugió Hagrid dando un salto, tan enfadado que
los Dursley volvieron al rincón—. ¿Cómo iban a poder morir Lily y James Potter en un
accidente de coche? ¡Eso es un ultraje! ¡Un escándalo! ¡Que Harry Potter no conozca su
propia historia, cuando cada chico de nuestro mundo conoce su nombre!
—Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? —preguntó Harry con tono de apremio.
La furia se desvaneció del rostro de Hagrid. De pronto parecía nervioso.
—Nunca habría esperado algo así —dijo en voz baja y con aire preocupado—. No
tenía ni idea. Cuando Dumbledore me dijo que podía tener problemas para llegar a ti, no
sabía que sería hasta este punto. Ah, Harry, no sé si soy la persona apropiada para
decírtelo, pero alguien debe hacerlo. No puedes ir a Hogwarts sin saberlo.
Lanzó una mirada despectiva a los Dursley.
—Bueno, es mejor que sepas todo lo que yo puedo decirte... porque no puedo
decírtelo todo. Es un gran misterio, al menos una parte...
Se sentó, miró fijamente al fuego durante unos instantes, y luego continuó.
—Comienza, supongo, con... con una persona llamada... pero es increíble que no
sepas su nombre, todos en nuestro mundo lo saben...
—¿Quién?
—Bueno... no me gusta decir el nombre si puedo evitarlo. Nadie lo dice.
—¿Por qué no?
—Gárgolas galopantes, Harry, la gente todavía tiene miedo. Vaya, esto es difícil.
Mira, estaba ese mago que se volvió... malo. Tan malo como te puedas imaginar. Peor.
Peor que peor. Su nombre era...
Hagrid tragó, pero no le salía la voz.
—¿Quiere escribirlo? —sugirió Harry.
—No... no sé cómo se escribe. Está bien... Voldemort. —Hagrid se estremeció—.
No me lo hagas repetir. De todos modos, este... este mago, hace unos veinte años,
comenzó a buscar seguidores. Y los consiguió. Algunos porque le tenían miedo, otros
sólo querían un poco de su poder, porque él iba consiguiendo poder. Eran días negros,
Harry. No se sabía en quién confiar, uno no se animaba a hacerse amigo de magos o
brujas desconocidos... Sucedían cosas terribles. Él se estaba apoderando de todo. Por
supuesto, algunos se le opusieron y él los mató. Horrible. Uno de los pocos lugares
seguros era Hogwarts. Hay que considerar que Dumbledore era el único al que Quientú-
sabes temía. No se atrevía a apoderarse del colegio, no entonces, al menos.
»Ahora bien, tu madre y tú padre eran la mejor bruja y el mejor mago que yo he
conocido nunca. ¡En su época de Hogwarts eran los primeros! Supongo que el misterio
es por qué Quien-tú-sabes nunca había tratado de ponerlos de su parte... Probablemente
sabía que estaban demasiado cerca de Dumbledore para querer tener algo que ver con el
Lado Oscuro.
»Tal vez pensó que podía persuadirlos... O quizá simplemente quería quitarlos de
en medio. Lo que todos saben es que él apareció en el pueblo donde vosotros vivíais, el
día de Halloween, hace diez años. Tú tenías un año. Él fue a vuestra casa y... y...
De pronto, Hagrid sacó un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz con un sonido
como el de una corneta.
—Lo siento —dijo—. Pero es tan triste... pensar que tu madre y tu padre, la mejor
gente del mundo que podrías encontrar...
»Quien-tú-sabes los mató. Y entonces... y ése es el verdadero misterio del asunto...
también trató de matarte a ti. Supongo que quería hacer un trabajo limpio, o tal vez, para
entonces, disfrutaba matando. Pero no pudo hacerlo. ¿Nunca te preguntaste cómo te
hiciste esa marca en la frente? No es un corte común. Sucedió cuando una poderosa
maldición diabólica te tocó. Fue la que terminó con tu madre, tu padre y la casa, pero no
funcionó contigo, y por eso eres famoso, Harry. Nadie a quien él hubiera decidido matar
sobrevivió, nadie excepto tú, y eso que acabó con algunas de las mejores brujas y de los
mejores magos de la época (los McKinnons, los Bones, los Prewetts...) y tú eras muy
pequeño. Pero sobreviviste.
Algo muy doloroso estaba sucediendo en la mente de Harry. Mientras Hagrid iba
terminando la historia, vio otra vez la cegadora luz verde con más claridad de lo que la
había recordado antes y, por primera vez en su vida, se acordó de algo más, de una risa
cruel, aguda y fría.
Hagrid lo miraba con tristeza.
—Yo mismo te saqué de la casa en ruinas, por orden de Dumbledore. Y te llevé
con esta gente...
—Tonterías —dijo tío Vernon.
Harry dio un respingo. Casi había olvidado que los Dursley estaban allí. Tío
Vernon parecía haber recuperado su valor. Miraba con rabia a Hagrid y tenía los puños
cerrados.
—Ahora escucha esto, chico —gruñó—: acepto que haya algo extraño acerca de ti,
probablemente nada que unos buenos golpes no curen. Y todo eso sobre tus padres...
Bien, eran raros, no lo niego y, en mi opinión, el mundo está mejor sin ellos...
Recibieron lo que buscaban, al mezclarse con esos brujos... Es lo que yo esperaba:
siempre supe que iban a terminar mal...
Pero en aquel momento Hagrid se levantó del sofá y sacó de su abrigo un paraguas
rosado. Apuntando a tío Vernon, como con una espada, dijo:
—Le prevengo, Dursley, le estoy avisando, una palabra más y...
Ante el peligro de ser alanceado por la punta de un paraguas empuñado por un
gigante barbudo, el valor de tío Vernon desapareció otra vez. Se aplastó contra la pared
y permaneció en silencio.
—Así está mejor —dijo Hagrid, respirando con dificultad y sentándose otra vez en
el sofá, que aquella vez se aplastó hasta el suelo.
Harry, entre tanto, todavía tenía preguntas que hacer, cientos de ellas.
—Pero ¿qué sucedió con Vol... perdón, quiero decir con Quién-usted-sabe?
—Buena pregunta, Harry Desapareció. Se desvaneció. La misma noche que trató
de matarte. Eso te hizo aún más famoso. Ése es el mayor misterio, sabes... Se estaba
volviendo más y más poderoso... ¿Por qué se fue?
»Algunos dicen que murió. No creo que le quede lo suficiente de humano para
morir. Otros dicen que todavía está por ahí, esperando el momento, pero no lo creo. La
gente que estaba de su lado volvió con nosotros. Algunos salieron como de un trance.
No creen que pudieran volver a hacerlo si él regresara.
»La mayor parte de nosotros cree que todavía está en alguna parte, pero que perdió
sus poderes. Que está demasiado débil para seguir adelante. Porque algo relacionado
contigo, Harry, acabó con él. Algo sucedió aquella noche que él no contaba con que
sucedería, no sé qué fue, nadie lo sabe... Pero algo relacionado contigo lo confundió.
Hagrid miró a Harry con afecto y respeto, pero Harry, en lugar de sentirse
complacido y orgulloso, estaba casi seguro de que había una terrible equivocación. ¿Un
mago? ¿Él? ¿Cómo era posible? Había estado toda la vida bajo los golpes de Dudley y
el miedo que le inspiraban tía Petunia y tío Vernon. Si realmente era un mago, ¿por qué
no los había convertido en sapos llenos de verrugas cada vez que lo encerraban en la
alacena? Si alguna vez derrotó al más grande brujo del mundo, ¿cómo es que Dudley
siempre podía pegarle patadas como si fuera una pelota?
—Hagrid —dijo con calma—, creo que está equivocado. No creo que yo pueda ser
un mago.
Para su sorpresa, Hagrid se rió entre dientes.
—No eres un mago, ¿eh? ¿Nunca haces que sucedan cosas cuando estás asustado o
enfadado?
Harry contempló el fuego. Si pensaba en ello... todas las cosas raras que habían
hecho que sus tíos se enfadaran con él, habían sucedido cuando él, Harry, estaba
molesto o enfadado: perseguido por la banda de Dudley, de golpe se había encontrado
fuera de su alcance; temeroso de ir al colegio con aquel ridículo corte de pelo, éste le
había crecido de nuevo y, la última vez que Dudley le pegó, ¿no se vengó de él, aunque
sin darse cuenta de que lo estaba haciendo? ¿No le había soltado encima la boa
constrictor?
Harry miró de nuevo a Hagrid, sonriendo, y vio que el gigante lo miraba radiante.
—¿Te das cuenta? —dijo Hagrid—. Conque Harry Potter no es un mago... Ya
verás, serás muy famoso en Hogwarts.
Pero tío Vernon no iba a rendirse sin luchar.
—¿No le hemos dicho que no irá? —dijo con desagrado—. Irá a la escuela
secundaria Stonewall y nos dará las gracias por ello. Ya he leído esas cartas y necesitará
toda clase de porquerías: libros de hechizos, varitas y...
—Si él quiere ir, un gran muggle como usted no lo detendrá —gruñó Hagrid—.
¡Detener al hijo de Lily y James Potter para que no vaya a Hogwarts! Está loco. Su
nombre está apuntado casi desde que nació. Irá al mejor colegio de magia del mundo.
Siete años allí y no se conocerá a sí mismo. Estará con jóvenes de su misma clase, lo
que será un cambio. Y estará con el más grande director que Hogwarts haya tenido:
Albus Dumbled...
—¡NO VOY A PAGAR PARA QUE ALGÚN CHIFLADO VIEJO TONTO LE
ENSEÑE TRUCOS DE MAGIA! —gritó tío Vernon.
Pero aquella vez había ido demasiado lejos. Hagrid empuñó su paraguas y lo agitó
sobre su cabeza.
—¡NUNCA... —bramó— INSULTE-A-ALBUS-DUMBLEDORE-EN-MIPRESENCIA!
Agitó el paraguas en el aire para apuntar a Dudley. Se produjo un relámpago de luz
violeta, un sonido como de un petardo, un agudo chillido y, al momento siguiente,
Dudley saltaba, con las manos sobre su gordo trasero, mientras gemía de dolor. Cuando
les dio la espalda, Harry vio una rizada cola de cerdo que salía a través de un agujero en
los pantalones.
Tío Vernon rugió. Empujó a tía Petunia y a Dudley a la otra habitación, lanzó una
última mirada aterrorizada a Hagrid y cerró con fuerza la puerta detrás de ellos.
Hagrid miró su paraguas y se tiró de la barba.
—No debería enfadarme —dijo con pesar—, pero a lo mejor no ha funcionado.
Quise convertirlo en un cerdo, pero supongo que ya se parece mucho a un cerdo y no
había mucho por hacer.
Miró de reojo a Harry, bajo sus cejas pobladas.
—Te agradecería que no le mencionaras esto a nadie de Hogwarts —dijo—. Yo...
bien, no me está permitido hacer magia, hablando estrictamente. Conseguí permiso para
hacer un poquito, para que te llegaran las cartas y todo eso... Era una de las razones por
las que quería este trabajo...
—¿Por qué no le está permitido hacer magia? —preguntó Harry.
—Bueno... yo fui también a Hogwarts y, si he de ser franco, me expulsaron. En el
tercer año. Me rompieron la varita en dos. Pero Dumbledore dejó que me quedara como
guardabosques. Es un gran hombre.
—¿Por qué lo expulsaron?
—Se está haciendo tarde y tenemos muchas cosas que hacer mañana —dijo Hagrid
en voz alta—. Tenemos que ir a la ciudad y conseguirte los libros y todo lo demás.
Se quitó su grueso abrigo negro y se lo entregó a Harry
—Puedes taparte con esto —dijo—. No te preocupes si algo se agita. Creo que
todavía tengo lirones en un bolsillo.
BUM. Llamaron otra vez. Dudley se despertó bruscamente.
—¿Dónde está el cañón? —preguntó estúpidamente.
Se oyó un crujido detrás de ellos y tío Vernon apareció en la habitación. Llevaba
un rifle en las manos: ya sabían lo que contenía el paquete alargado que había llevado.
—¿Quién está ahí? —gritó—. ¡Le advierto... estoy armado!
Hubo una pausa. Luego...
¡UN GOLPE VIOLENTO!
La puerta fue empujada con tal fuerza que se salió de los goznes y, con un golpe
sordo, cayó al suelo.
Un hombre gigantesco apareció en el umbral. Su rostro estaba prácticamente oculto
por una larga maraña de pelo y una barba desaliñada, pero podían verse sus ojos, que
brillaban como escarabajos negros bajo aquella pelambrera.
El gigante se abrió paso doblando la cabeza, que rozaba el techo. Se agachó, cogió
la puerta y, sin esfuerzo, la volvió a poner en su lugar. El ruido de la tormenta se apagó
un poco. Se volvió para mirarlos.
—Podríamos preparar té. No ha sido un viaje fácil... Se desparramó en el sofá
donde Dudley estaba petrificado de miedo.
—Levántate, bola de grasa —dijo el desconocido.
Dudley se escapó de allí y corrió a esconderse junto a su madre, que estaba
agazapada detrás de tío Vernon.
—¡Ah! ¡Aquí está Harry! —dijo el gigante.
Harry levantó la vista ante el rostro feroz y peludo, y vio que los ojos negros le
sonreían.
—La última vez que te vi eras sólo una criatura —dijo el gigante—. Te pareces
mucho a tu padre, pero tienes los ojos de tu madre.
Tío Vernon dejó escapar un curioso sonido.
—¡Le exijo que se vaya enseguida, señor! —dijo—. ¡Esto es allanamiento de
morada!
—Bah, cierra la boca, Dursley, grandísimo majadero —dijo el gigante. Se estiró,
arrebató el rifle a tío Vernon, lo retorció como si fuera de goma y lo arrojó a un rincón
de la habitación.
Tío Vernon hizo otro ruido extraño, como si hubieran aplastado a un ratón.
—De todos modos, Harry —dijo el gigante, dando la espalda a los Dursley—, te
deseo un muy feliz cumpleaños. Tengo algo aquí. Tal vez lo he aplastado un poco, pero
tiene buen sabor.
Del bolsillo interior de su abrigo negro sacó una caja algo aplastada. Harry la abrió
con dedos temblorosos. En el interior había un gran pastel de chocolate pegajoso, con
«Feliz Cumpleaños, Harry» escrito en verde.
Harry miró al gigante. Iba a darle las gracias, pero las palabras se perdieron en su
garganta y, en lugar de eso, dijo:
—¿Quién es usted?
El gigante rió entre dientes.
—Es cierto, no me he presentado. Rubeus Hagrid, Guardián de las Llaves y
Terrenos de Hogwarts.
Extendió una mano gigantesca y sacudió todo el brazo de Harry
—¿Qué tal ese té, entonces? —dijo, frotándose las manos—. Pero no diría que no
si tienen algo más fuerte.
Sus ojos se clavaron en el hogar apagado, con las bolsas de patatas fritas arrugadas,
y dejó escapar una risa despectiva. Se inclinó ante la chimenea. Los demás no podían
ver qué estaba haciendo, pero cuando un momento después se dio la vuelta, había un
fuego encendido, que inundó de luz toda la húmeda cabaña. Harry sintió que el calor lo
cubría como si estuviera metido en un baño caliente.
El gigante volvió a sentarse en el sofá, que se hundió bajo su peso, y comenzó a
sacar toda clase de cosas de los bolsillos de su abrigo: una cazuela de cobre, un paquete
de salchichas, un atizador, una tetera, varias tazas agrietadas y una botella de un liquido
color ámbar, de la que tomó un trago antes de empezar a preparar el té. Muy pronto, la
cabaña estaba llena del aroma de las salchichas calientes. Nadie dijo una palabra
mientras el gigante trabajaba, pero cuando sacó las primeras seis salchichas jugosas y
calientes, Dudley comenzó a impacientarse. Tío Vernon dijo en tono cortante:
—No toques nada que él te dé, Dudley.
El gigante lanzó una risa sombría.
—Ese gordo pastel que es su hijo no necesita engordar más, Dursley, no se
preocupe.
Le sirvió las salchichas a Harry, el cual estaba tan hambriento que pensó que nunca
había probado algo tan maravilloso, pero todavía no podía quitarle los ojos de encima al
gigante. Por último, como nadie parecía dispuesto a explicar nada, dijo:
—Lo siento, pero todavía sigo sin saber quién es usted.
El gigante tomó un sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la mano.
—Llámame Hagrid —contesto—. Todos lo hacen. Y como te dije, soy el guardián
de las llaves de Hogwarts. Ya lo sabrás todo sobre Hogwarts, por supuesto.
—Pues... yo no... —dijo Harry
Hagrid parecía impresionado.
—Lo lamento —dijo rápidamente Harry
—¿Lo lamento? —preguntó Hagrid, volviéndose a mirar a los Dursley, que
retrocedieron hasta quedar ocultos por las sombras—. ¡Ellos son los que tienen que
disculparse! Sabía que no estabas recibiendo las cartas, pero nunca pensé que no
supieras nada de Hogwarts. ¿Nunca te preguntaste dónde lo habían aprendido todo tus
padres?
—¿El qué? —preguntó Harry
—¿EL QUÉ? —bramó Hagrid—. ¡Espera un segundo!
Se puso de pie de un salto. En su furia parecía llenar toda la habitación. Los
Dursley estaban agazapados contra la pared.
—¿Me van a decir —rugió a los Dursley— que este muchacho, ¡este muchacho!,
no sabe nada... sobre NADA?
Harry pensó que aquello iba demasiado lejos. Después de todo, había ido al colegio
y sus notas no eran tan malas.
—Yo sé algunas cosas —dijo—. Puedo hacer cuentas y todo eso.
Pero Hagrid simplemente agito la mano.
—Me refiero a nuestro mundo Tu mundo. Mi mundo. El mundo de tus padres.
—¿Qué mundo?
Hagrid lo miró como si fuera a estallar.
—¡DURSLEY! —bramó.
Tío Vernon, que estaba muy pálido, susurró algo que sonaba como mimblewimble.
Hagrid, enfurecido, contempló a Harry.
—Pero tú tienes que saber algo sobre tu madre y tu padre —dijo—. Quiero decir,
ellos son famosos. Tú eres famoso.
—¿Cómo? ¿Mi madre y mi padre... eran famosos? ¿En serio?
—No sabías... no sabías... —Hagrid se pasó los dedos por el pelo, clavándole una
mirada de asombro—. ¿De verdad no sabes lo que ellos eran? —dijo por último.
De pronto, tío Vernon recuperó la voz
—¡Deténgase! —ordenó—. ¡Deténgase ahora mismo, señor! ¡Le prohíbo que le
diga nada al muchacho!
Un hombre más valiente que Vernon Dursley se habría acobardado ante la mirada
furiosa que le dirigió Hagrid. Cuando éste habló, temblaba de rabia.
—¿No se lo ha dicho? ¿No le ha hablado sobre el contenido de la carta que
Dumbledore le dejó? ¡Yo estaba allí! ¡Vi que Dumbledore la dejaba, Dursley! ¿Y se la
ha ocultado durante todos estos años?
—¿Qué es lo que me han ocultado? —dijo Harry en tono anhelante.
—¡DETÉNGASE! ¡SE LO PROHÍBO! —rugió tío Vernon aterrado.
Tía Petunia dejó escapar un gemido de horror.
—Voy a romperles la cabeza —dijo Hagrid—. Harry debes saber que eres un
mago.
Se produjo un silencio en la cabaña. Sólo podía oírse el mar y el silbido del viento.
—¿Que soy qué? —dijo Harry con voz entrecortada.
—Un mago —respondió Hagrid, sentándose otra vez en el sofá, que crujió y se
hundió—. Y muy bueno, debo añadir, en cuanto te hayas entrenado un poco. Con unos
padres como los tuyos ¿qué otra cosa podías ser? Y creo que ya es hora de que leas la
carta.
Harry extendió la mano para coger, finalmente, el sobre amarillento, dirigido, con
tinta verde esmeralda al «Señor H. Potter, El Suelo de la Cabaña en la Roca, El Mar».
Sacó la carta y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
Director: Albus Dumbledore
(Orden de Merlín, Primera Clase,
Gran Hechicero, Jefe de Magos,
Jefe Supremo, Confederación
Internacional de Magos).
Querido señor Potter:
Tenemos el placer de informarle de que dispone de una plaza en el
Colegio Hogwarts de Magia. Por favor, observe la lista del equipo y los libros
necesarios.
Las clases comienzan el 1 de septiembre. Esperamos su lechuza antes del
31 de julio.
Muy cordialmente, Minerva McGonagall
Directora adjunta
Las preguntas estallaban en la cabeza de Harry como fuegos artificiales, y no sabía
cuál era la primera. Después de unos minutos, tartamudeó:
—¿Qué quiere decir eso de que esperan mi lechuza?
—Gorgonas galopantes, ahora me acuerdo —dijo Hagrid, golpeándose la frente
con tanta fuerza como para derribar un caballo. De otro bolsillo sacó una lechuza (una
lechuza de verdad, viva y con las plumas algo erizadas), una gran pluma y un rollo de
pergamino. Con la lengua entre los dientes, escribió una nota que Harry pudo leer al
revés.
Querido señor Dumbledore:
Entregué a Harry su carta. Lo llevo mañana a comprar sus cosas.
El tiempo es horrible. Espero que usted esté bien.
Hagrid
Hagrid enrolló la nota y se la dio a la lechuza, que la cogió con el pico. Después
fue hasta la puerta y lanzó a la lechuza en la tormenta. Entonces volvió y se sentó, como
si aquello fuera tan normal como hablar por teléfono.
Harry se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró rápidamente.
—¿Por dónde iba? —dijo Hagrid. Pero en aquel momento tío Vernon, todavía con
el rostro color ceniza, pero muy enfadado, se acercó a la chimenea.
—Él no irá —dijo.
Hagrid gruñó.
—Me gustaría ver a un gran muggle como usted deteniéndolo a él —dijo.
—¿Un qué? —preguntó interesado Harry
—Un muggle —respondió Hagrid—. Es como llamamos a la gente «no-mágica»
como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los más grandes
muggles que haya visto.
—Cuando lo adoptamos, juramos que íbamos a detener toda esa porquería —dijo
tío Vernon—. ¡Juramos que la íbamos a sacar de él! ¡Un mago, ni más ni menos!
—¿Vosotros lo sabíais? —preguntó Harry—. ¿Vosotros sabíais que yo era... un
mago?
—¡Saber! —chilló de pronto tía Petunia—. ¡Saber! ¡Por supuesto que lo sabíamos!
¿Cómo no ibas a serlo, siendo lo que era mi condenada hermana? Oh, ella recibió una
carta como ésta de ese... ese colegio, y desapareció, y volvía a casa para las vacaciones
con los bolsillos llenos de ranas, y convertía las tazas de té en ratas. Yo era la única que
la veía tal como era: ¡una monstruosidad! Pero para mi madre y mi padre, oh no, para
ellos era «Lily hizo esto» y «Lily hizo esto otro». ¡Estaban orgullosos de tener una bruja
en la familia!
Se detuvo para respirar profundamente y luego continuó. Parecía que hacía años
que deseaba decir todo aquello.
—Luego conoció a ese Potter en el colegio y se fueron y se casaron y te tuvieron a
ti, y por supuesto que yo sabía que ibas a ser igual, igual de raro, un... un anormal. ¡Y
luego, como si no fuera poco, hubo esa explosión y nosotros tuvimos que quedarnos
contigo!
Harry se había puesto muy pálido. Tan pronto como recuperó la voz, preguntó:
—¿Explosión? ¡Me dijisteis que habían muerto en un accidente de coche!
—¿ACCIDENTE DE COCHE? —rugió Hagrid dando un salto, tan enfadado que
los Dursley volvieron al rincón—. ¿Cómo iban a poder morir Lily y James Potter en un
accidente de coche? ¡Eso es un ultraje! ¡Un escándalo! ¡Que Harry Potter no conozca su
propia historia, cuando cada chico de nuestro mundo conoce su nombre!
—Pero ¿por qué? ¿Qué sucedió? —preguntó Harry con tono de apremio.
La furia se desvaneció del rostro de Hagrid. De pronto parecía nervioso.
—Nunca habría esperado algo así —dijo en voz baja y con aire preocupado—. No
tenía ni idea. Cuando Dumbledore me dijo que podía tener problemas para llegar a ti, no
sabía que sería hasta este punto. Ah, Harry, no sé si soy la persona apropiada para
decírtelo, pero alguien debe hacerlo. No puedes ir a Hogwarts sin saberlo.
Lanzó una mirada despectiva a los Dursley.
—Bueno, es mejor que sepas todo lo que yo puedo decirte... porque no puedo
decírtelo todo. Es un gran misterio, al menos una parte...
Se sentó, miró fijamente al fuego durante unos instantes, y luego continuó.
—Comienza, supongo, con... con una persona llamada... pero es increíble que no
sepas su nombre, todos en nuestro mundo lo saben...
—¿Quién?
—Bueno... no me gusta decir el nombre si puedo evitarlo. Nadie lo dice.
—¿Por qué no?
—Gárgolas galopantes, Harry, la gente todavía tiene miedo. Vaya, esto es difícil.
Mira, estaba ese mago que se volvió... malo. Tan malo como te puedas imaginar. Peor.
Peor que peor. Su nombre era...
Hagrid tragó, pero no le salía la voz.
—¿Quiere escribirlo? —sugirió Harry.
—No... no sé cómo se escribe. Está bien... Voldemort. —Hagrid se estremeció—.
No me lo hagas repetir. De todos modos, este... este mago, hace unos veinte años,
comenzó a buscar seguidores. Y los consiguió. Algunos porque le tenían miedo, otros
sólo querían un poco de su poder, porque él iba consiguiendo poder. Eran días negros,
Harry. No se sabía en quién confiar, uno no se animaba a hacerse amigo de magos o
brujas desconocidos... Sucedían cosas terribles. Él se estaba apoderando de todo. Por
supuesto, algunos se le opusieron y él los mató. Horrible. Uno de los pocos lugares
seguros era Hogwarts. Hay que considerar que Dumbledore era el único al que Quientú-
sabes temía. No se atrevía a apoderarse del colegio, no entonces, al menos.
»Ahora bien, tu madre y tú padre eran la mejor bruja y el mejor mago que yo he
conocido nunca. ¡En su época de Hogwarts eran los primeros! Supongo que el misterio
es por qué Quien-tú-sabes nunca había tratado de ponerlos de su parte... Probablemente
sabía que estaban demasiado cerca de Dumbledore para querer tener algo que ver con el
Lado Oscuro.
»Tal vez pensó que podía persuadirlos... O quizá simplemente quería quitarlos de
en medio. Lo que todos saben es que él apareció en el pueblo donde vosotros vivíais, el
día de Halloween, hace diez años. Tú tenías un año. Él fue a vuestra casa y... y...
De pronto, Hagrid sacó un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz con un sonido
como el de una corneta.
—Lo siento —dijo—. Pero es tan triste... pensar que tu madre y tu padre, la mejor
gente del mundo que podrías encontrar...
»Quien-tú-sabes los mató. Y entonces... y ése es el verdadero misterio del asunto...
también trató de matarte a ti. Supongo que quería hacer un trabajo limpio, o tal vez, para
entonces, disfrutaba matando. Pero no pudo hacerlo. ¿Nunca te preguntaste cómo te
hiciste esa marca en la frente? No es un corte común. Sucedió cuando una poderosa
maldición diabólica te tocó. Fue la que terminó con tu madre, tu padre y la casa, pero no
funcionó contigo, y por eso eres famoso, Harry. Nadie a quien él hubiera decidido matar
sobrevivió, nadie excepto tú, y eso que acabó con algunas de las mejores brujas y de los
mejores magos de la época (los McKinnons, los Bones, los Prewetts...) y tú eras muy
pequeño. Pero sobreviviste.
Algo muy doloroso estaba sucediendo en la mente de Harry. Mientras Hagrid iba
terminando la historia, vio otra vez la cegadora luz verde con más claridad de lo que la
había recordado antes y, por primera vez en su vida, se acordó de algo más, de una risa
cruel, aguda y fría.
Hagrid lo miraba con tristeza.
—Yo mismo te saqué de la casa en ruinas, por orden de Dumbledore. Y te llevé
con esta gente...
—Tonterías —dijo tío Vernon.
Harry dio un respingo. Casi había olvidado que los Dursley estaban allí. Tío
Vernon parecía haber recuperado su valor. Miraba con rabia a Hagrid y tenía los puños
cerrados.
—Ahora escucha esto, chico —gruñó—: acepto que haya algo extraño acerca de ti,
probablemente nada que unos buenos golpes no curen. Y todo eso sobre tus padres...
Bien, eran raros, no lo niego y, en mi opinión, el mundo está mejor sin ellos...
Recibieron lo que buscaban, al mezclarse con esos brujos... Es lo que yo esperaba:
siempre supe que iban a terminar mal...
Pero en aquel momento Hagrid se levantó del sofá y sacó de su abrigo un paraguas
rosado. Apuntando a tío Vernon, como con una espada, dijo:
—Le prevengo, Dursley, le estoy avisando, una palabra más y...
Ante el peligro de ser alanceado por la punta de un paraguas empuñado por un
gigante barbudo, el valor de tío Vernon desapareció otra vez. Se aplastó contra la pared
y permaneció en silencio.
—Así está mejor —dijo Hagrid, respirando con dificultad y sentándose otra vez en
el sofá, que aquella vez se aplastó hasta el suelo.
Harry, entre tanto, todavía tenía preguntas que hacer, cientos de ellas.
—Pero ¿qué sucedió con Vol... perdón, quiero decir con Quién-usted-sabe?
—Buena pregunta, Harry Desapareció. Se desvaneció. La misma noche que trató
de matarte. Eso te hizo aún más famoso. Ése es el mayor misterio, sabes... Se estaba
volviendo más y más poderoso... ¿Por qué se fue?
»Algunos dicen que murió. No creo que le quede lo suficiente de humano para
morir. Otros dicen que todavía está por ahí, esperando el momento, pero no lo creo. La
gente que estaba de su lado volvió con nosotros. Algunos salieron como de un trance.
No creen que pudieran volver a hacerlo si él regresara.
»La mayor parte de nosotros cree que todavía está en alguna parte, pero que perdió
sus poderes. Que está demasiado débil para seguir adelante. Porque algo relacionado
contigo, Harry, acabó con él. Algo sucedió aquella noche que él no contaba con que
sucedería, no sé qué fue, nadie lo sabe... Pero algo relacionado contigo lo confundió.
Hagrid miró a Harry con afecto y respeto, pero Harry, en lugar de sentirse
complacido y orgulloso, estaba casi seguro de que había una terrible equivocación. ¿Un
mago? ¿Él? ¿Cómo era posible? Había estado toda la vida bajo los golpes de Dudley y
el miedo que le inspiraban tía Petunia y tío Vernon. Si realmente era un mago, ¿por qué
no los había convertido en sapos llenos de verrugas cada vez que lo encerraban en la
alacena? Si alguna vez derrotó al más grande brujo del mundo, ¿cómo es que Dudley
siempre podía pegarle patadas como si fuera una pelota?
—Hagrid —dijo con calma—, creo que está equivocado. No creo que yo pueda ser
un mago.
Para su sorpresa, Hagrid se rió entre dientes.
—No eres un mago, ¿eh? ¿Nunca haces que sucedan cosas cuando estás asustado o
enfadado?
Harry contempló el fuego. Si pensaba en ello... todas las cosas raras que habían
hecho que sus tíos se enfadaran con él, habían sucedido cuando él, Harry, estaba
molesto o enfadado: perseguido por la banda de Dudley, de golpe se había encontrado
fuera de su alcance; temeroso de ir al colegio con aquel ridículo corte de pelo, éste le
había crecido de nuevo y, la última vez que Dudley le pegó, ¿no se vengó de él, aunque
sin darse cuenta de que lo estaba haciendo? ¿No le había soltado encima la boa
constrictor?
Harry miró de nuevo a Hagrid, sonriendo, y vio que el gigante lo miraba radiante.
—¿Te das cuenta? —dijo Hagrid—. Conque Harry Potter no es un mago... Ya
verás, serás muy famoso en Hogwarts.
Pero tío Vernon no iba a rendirse sin luchar.
—¿No le hemos dicho que no irá? —dijo con desagrado—. Irá a la escuela
secundaria Stonewall y nos dará las gracias por ello. Ya he leído esas cartas y necesitará
toda clase de porquerías: libros de hechizos, varitas y...
—Si él quiere ir, un gran muggle como usted no lo detendrá —gruñó Hagrid—.
¡Detener al hijo de Lily y James Potter para que no vaya a Hogwarts! Está loco. Su
nombre está apuntado casi desde que nació. Irá al mejor colegio de magia del mundo.
Siete años allí y no se conocerá a sí mismo. Estará con jóvenes de su misma clase, lo
que será un cambio. Y estará con el más grande director que Hogwarts haya tenido:
Albus Dumbled...
—¡NO VOY A PAGAR PARA QUE ALGÚN CHIFLADO VIEJO TONTO LE
ENSEÑE TRUCOS DE MAGIA! —gritó tío Vernon.
Pero aquella vez había ido demasiado lejos. Hagrid empuñó su paraguas y lo agitó
sobre su cabeza.
—¡NUNCA... —bramó— INSULTE-A-ALBUS-DUMBLEDORE-EN-MIPRESENCIA!
Agitó el paraguas en el aire para apuntar a Dudley. Se produjo un relámpago de luz
violeta, un sonido como de un petardo, un agudo chillido y, al momento siguiente,
Dudley saltaba, con las manos sobre su gordo trasero, mientras gemía de dolor. Cuando
les dio la espalda, Harry vio una rizada cola de cerdo que salía a través de un agujero en
los pantalones.
Tío Vernon rugió. Empujó a tía Petunia y a Dudley a la otra habitación, lanzó una
última mirada aterrorizada a Hagrid y cerró con fuerza la puerta detrás de ellos.
Hagrid miró su paraguas y se tiró de la barba.
—No debería enfadarme —dijo con pesar—, pero a lo mejor no ha funcionado.
Quise convertirlo en un cerdo, pero supongo que ya se parece mucho a un cerdo y no
había mucho por hacer.
Miró de reojo a Harry, bajo sus cejas pobladas.
—Te agradecería que no le mencionaras esto a nadie de Hogwarts —dijo—. Yo...
bien, no me está permitido hacer magia, hablando estrictamente. Conseguí permiso para
hacer un poquito, para que te llegaran las cartas y todo eso... Era una de las razones por
las que quería este trabajo...
—¿Por qué no le está permitido hacer magia? —preguntó Harry.
—Bueno... yo fui también a Hogwarts y, si he de ser franco, me expulsaron. En el
tercer año. Me rompieron la varita en dos. Pero Dumbledore dejó que me quedara como
guardabosques. Es un gran hombre.
—¿Por qué lo expulsaron?
—Se está haciendo tarde y tenemos muchas cosas que hacer mañana —dijo Hagrid
en voz alta—. Tenemos que ir a la ciudad y conseguirte los libros y todo lo demás.
Se quitó su grueso abrigo negro y se lo entregó a Harry
—Puedes taparte con esto —dijo—. No te preocupes si algo se agita. Creo que
todavía tengo lirones en un bolsillo.
RusherOhYea!
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
holaaaaa!!!!!!
Amé el capitulo, espero que la digas pronto para seguir leyendo, cada vez está mas cerca de ir a Hogwarts.
MUchos besos Emma :)
Amé el capitulo, espero que la digas pronto para seguir leyendo, cada vez está mas cerca de ir a Hogwarts.
MUchos besos Emma :)
emmamalfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
Capitulo 4-El callejón Diagon
Harry se despertó temprano aquella mañana. Aunque sabía que ya era de día, mantenía
los ojos muy cerrados.
«Ha sido un sueño —se dijo con firmeza—. Soñé que un gigante llamado Hagrid
vino a decirme que voy a ir a un colegio de magos. Cuando abra los ojos estaré en casa,
en mi alacena.»
Se produjo un súbito golpeteo.
«Y ésa es tía Petunia llamando a la puerta», pensó Harry con el corazón abrumado.
Pero todavía no abrió los ojos. Había sido un sueño tan bonito...
Toc. Toc. Toc.
—Está bien —rezongó Harry—. Ya me levanto.
Se incorporó y se le cayó el pesado abrigo negro de Hagrid. La cabaña estaba
iluminada por el sol, la tormenta había pasado, Hagrid estaba dormido en el sofá y había
una lechuza golpeando con su pata en la ventana, con un periódico en el pico.
Harry se puso de pie, tan feliz como si un gran globo se expandiera en su interior.
Fue directamente a la ventana y la abrió. La lechuza bajó en picado y dejó el periódico
sobre Hagrid, que no se despertó. Entonces la lechuza se posó en el suelo y comenzó a
atacar el abrigo de Hagrid.
—No hagas eso.
Harry trató de apartar a la lechuza, pero ésta cerró el pico amenazadoramente y
continuó atacando el abrigo.
—¡Hagrid! —dijo Harry en voz alta—. Aquí hay una lechuza...
—Págala —gruñó Hagrid desde el sofá.
—¿Qué?
—Quiere que le pagues por traer el periódico. Busca en los bolsillos.
El abrigo de Hagrid parecía hecho de bolsillos, con contenidos de todo tipo:
manojos de llaves, proyectiles de metal, bombones de menta, saquitos de té...
Finalmente Harry sacó un puñado de monedas de aspecto extraño.
—Dale cinco knuts —dijo soñoliento Hagrid.
—¿Knuts?
—Esas pequeñas de bronce.
Harry contó las cinco monedas y la lechuza extendió la pata, para que Harry
pudiera meter las monedas en una bolsita de cuero que llevaba atada. Y salió volando
por la ventana abierta.
Hagrid bostezó con fuerza, se sentó y se desperezó.
—Es mejor que nos demos prisa, Harry. Tenemos muchas cosas que hacer hoy.
Debemos ir a Londres a comprar todas las cosas del colegio.
Harry estaba dando la vuelta a las monedas mágicas y observándolas. Acababa de
pensar en algo que le hizo sentir que el globo de felicidad en su interior acababa de
pincharse.
—Mm... ¿Hagrid?
—¿Sí? —dijo Hagrid, que se estaba calzando sus colosales botas.
—Yo no tengo dinero y ya oíste a tío Vernon anoche, no va a pagar para que vaya a
aprender magia.
—No te preocupes por eso —dijo Hagrid, poniéndose de pie y golpeándose la
cabeza—. ¿No creerás que tus padres no te dejaron nada?
—Pero si su casa fue destruida...
—¡Ellos no guardaban el oro en la casa, muchacho! No, la primera parada para
nosotros es Gringotts. El banco de los magos. Come una salchicha, frías no están mal, y
no me negaré a un pedacito de tu pastel de cumpleaños.
—¿Los magos tienen bancos?
—Sólo uno. Gringotts. Lo dirigen los gnomos.
Harry dejó caer el pedazo de salchicha que le quedaba.
—¿Gnomos?
—Ajá... Así uno tendría que estar loco para intentar robarlos, puedo decírtelo.
Nunca te metas con los gnomos,
Harry. Gringotts es el lugar más seguro del mundo para lo que quieras guardar,
excepto tal vez Hogwarts. Por otra parte, tenía que visitar Gringotts de todos modos. Por
Dumbledore. Asuntos de Hogwarts. —Hagrid se irguió con orgullo—. En general, me
utiliza para asuntos importantes. Buscarte a ti... sacar cosas de Gringotts... él sabe que
puede confiar en mí. ¿Lo tienes todo? Pues vamos.
Harry siguió a Hagrid fuera de la cabaña. El cielo estaba ya claro y el mar brillaba a
la luz del sol. El bote que tío Vernon había alquilado todavía estaba allí, con el fondo
lleno de agua después de la tormenta.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harry; mirando alrededor, buscando otro bote.
—Volando —dijo Hagrid.
—¿Volando?
—Sí... pero vamos a regresar en esto. No debo utilizar la magia, ahora que ya te
encontré.
Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tratando de imaginárselo volando.
—Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid, dirigiendo a
Harry una mirada de soslayo—. Si yo... apresuro las cosas un poquito, ¿te importaría no
mencionarlo en Hogwarts?
—Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia. Hagrid sacó
otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote y salieron a toda
velocidad hacia la orilla.
—¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar robar en Gringotts? —preguntó
Harry.
—Hechizos... encantamientos —dijo Hagrid, desdoblando su periódico mientras
hablaba—... Dicen que hay dragones custodiando las cámaras de máxima seguridad. Y
además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts está a cientos de kilómetros por
debajo de Londres, ¿sabes? Muy por debajo del metro. Te morirías de hambre tratando
de salir, aunque hubieras podido robar algo.
Harry permaneció sentado pensando en aquello, mientras Hagrid leía su periódico,
El Profeta. Harry había aprendido de su tío Vernon que a las personas les gustaba que
las dejaran tranquilas cuando hacían eso, pero era muy difícil, porque nunca había
tenido tantas preguntas que hacer en su vida.
—El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de costumbre
—murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja.
—¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder contenerse.
—Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dumbledore fuera el ministro,
claro, pero él nunca dejará Hogwarts, así que el viejo Cornelius Fudge consiguió el
trabajo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que envía lechuzas a Dumbledore
cada mañana, pidiendo consejos.
—Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia?
—Bueno, su trabajo principal es impedir que los muggles sepan que todavía hay
brujas y magos por todo el país.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para sus problemas.
No, mejor que nos dejen tranquilos.
En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del muelle. Hagrid
dobló su periódico y subieron los escalones de piedra hacia la calle.
Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el pueblecito camino
de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid no sólo era el doble de alto que
cualquiera, sino que señalaba cosas totalmente corrientes, como los parquímetros,
diciendo en voz alta:
—¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad?
—Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras correteaba para seguirlo—, ¿no
dijiste que había dragones en Gringotts?
—Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un dragón.
—¿Te gustaría tener uno?
—Quiero uno desde que era niño... Ya estamos.
Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco minutos más tarde.
Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba, dio las monedas a Harry
para que comprara los billetes.
La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos asientos y
comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo canario.
—¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba los puntos.
Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino.
—Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que necesitas.
Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche anterior, y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
UNIFORME
Los alumnos de primer año necesitarán:
— Tres túnicas sencillas de trabajo (negras).
— Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario.
— Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante).
— Una capa de invierno (negra, con broches plateados).
(Todas las prendas de los alumnos deben llevar etiquetas con su nombre.)
LIBROS
Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los siguientes libros:
— El libro reglamentario de hechizos (clase 1), Miranda Goshawk.
— Una historia de la magia, Bathilda Bagshot.
— Teoría mágica, Adalbert Waffling.
— Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch.
— Mil hierbas mágicas y hongos, Phyllida Spore.
— Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger.
— Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander.
— Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección, Quentin
Trimble.
RESTO DEL EQUIPO
1 varita.
1 caldero (peltre, medida 2).
1 juego de redomas de vidrio o cristal.
1 telescopio.
1 balanza de latón.
Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo.
SE RECUERDA A LOS PADRES QUE ALOS DE PRIMER AÑO NO SE
LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS.
—¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se preguntó Harry en voz alta.
—Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid.
Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid parecía saber adónde iban, era
evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo de la forma ordinaria. Se quedó atascado
en el torniquete de entrada al metro y se quejó en voz alta porque los asientos eran muy
pequeños y los trenes muy lentos.
—No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —comentó, mientras subían
por una escalera mecánica estropeada que los condujo a una calle llena de tiendas.
Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre. Lo único
que Harry tenía que hacer era mantenerse detrás de él. Pasaron ante librerías y tiendas
de música, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado parecía que vendieran
varitas mágicas. Era una calle normal, llena de gente normal. ¿De verdad habría
cantidades de oro de magos enterradas debajo de ellos? ¿Había allí realmente tiendas
que vendían libros de hechizos y escobas? ¿No sería una broma pesada preparada por
los Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de sentido del humor,
podría haberlo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le había dicho Hagrid era
increíble, Harry no podía dejar de confiar en él.
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar
famoso.
Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera señalado,
Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de
la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el
Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de que sólo él y
Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban
sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un
hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que
era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas
se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la
mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:
—¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid,
poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es éste... puede
ser...?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en silencio.
—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter... todo un honor.
Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la mano, con los
ojos llenos de lágrimas.
—Bienvenido, Harry, bienvenido.
Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa seguía
chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid estaba radiante.
Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto siguiente, Harry se
encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante.
—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido.
—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.
—Siempre quise estrechar tu mano... estoy muy complacido.
—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle, Dedalus
Diggle.
—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba caer su
sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una tienda.
—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—. ¿Habéis oído eso?
¡Se acuerda de mí!
Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir el saludo.
Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.
—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te dará clases en
Hogwarts.
—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano de Harry—. Nno
pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte.
—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?
—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor Quirrell, como si
no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú n-necesites, ¿verdad, P-Potter?
—Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que bbuscar
otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple mención.
Pero los demás, no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a Harry. Éste
tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid se hizo oír.
—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.
Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se lo llevó a
través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más que un cubo de
basura y hierbajos.
Hagrid miró sonriente a Harry
—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor Quirrell temblaba
al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.
—¿Está siempre tan nervioso?
—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras estudiaba esos
libros de vampiros, pero entonces cogió un año de vacaciones, para tener experiencias
directas... Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo un desagradable
problema con una hechicera... Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los
alumnos, tiene miedo de su propia asignatura... Ahora ¿adónde vamos, paraguas?
¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid, mientras
tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.
—Tres arriba... dos horizontales... —murmuraba—. Correcto. Un paso atrás, Harry
Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.
El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un
pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban
contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que
llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera de la vista.
—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.
Sonrió ante el asombro de Harry Entraron en el pasaje. Harry miró rápidamente por
encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.
El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda más
cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata - Automáticos -
Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.
—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos primero a
conseguir el dinero.
Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas direcciones mientras
iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que
estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza
en la puerta de una droguería cuando ellos pasaron, diciendo: «Hígado de dragón a
diecisiete sickles la onza, están locos...».
Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «El
emporio de las lechuzas. Color pardo, castaño, gris y blanco». Varios chicos de la edad
de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mirad —oyó Harry
que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa;
otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca había visto.
Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes
montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con
pociones, globos con mapas de la luna...
—Gringotts —dijo Hagrid.
Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las
pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y
dorado, había...
—Sí, eso es un gnomo —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían por los
escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza más bajo que Harry. Tenía un
rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo notarlo, dedos y pies
muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta
vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas.
Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia,
Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,
Deberán pagar en cambio mucho más,
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo,
Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro.
—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo Hagrid.
Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un
amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de gnomos estaban sentados en altos
taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuentas,
pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las
puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros gnomos guiaban
a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al mostrador.
—Buenos días —dijo Hagrid a un gnomo desocupado—. Hemos venido a sacar
algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.
—¿Tiene su llave, señor?
—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos sobre el
mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el libro de cuentas del
gnomo. Éste frunció la nariz. Harry observó al gnomo que tenía a la derecha, que pesaba
unos rubíes tan grandes como carbones brillantes.
—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave dorada.
El gnomo la examinó de cerca.
—Parece estar todo en orden.
—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid, dándose
importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara setecientos trece.
El gnomo leyó la carta cuidadosamente.
—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que alguien los
acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook!
Griphook era otro gnomo. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de perro en sus
bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas de salida del
vestíbulo.
—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó Harry.
—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy secreto. Un
asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.
Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles, se
sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con antorchas. Se
inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook silbó y un pequeño carro
llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Hagrid con cierta dificultad) y se pusieron en
marcha.
Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos pasillos.
Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una bifurcación,
derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía conocer su camino,
porque Griphook no lo dirigía.
A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los mantuvo muy
abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al final del pasillo y se dio
la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban cada vez más abajo,
pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas
saliendo del techo y del suelo.
—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír sobre el estruendo
del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una estalagmita?
—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas preguntas
ahora, creo que voy a marearme.
Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante la pequeña
puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse contra la pared, para
que dejaran de temblarle las rodillas.
Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los envolvió.
Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de monedas de oro.
Montones de monedas de plata. Montañas de pequeños knuts de bronce.
—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.
Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían saberlo, o se abrían apoderado
de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían quejado de lo que les
costaba mantener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada
debajo de Londres le pertenecía.
Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.
—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata hacen un galeón
y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil. Bueno, esto será suficiente para
un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió hacia Griphook—.
Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio?
—Una sola velocidad —contestó Griphook.
Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más frío,
mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al otro lado de una
hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver qué había en el fondo
oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogiéndolo del cuello.
La cámara setecientos trece no tenía cerradura.
—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta con uno de
sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un gnomo de Gringotts lo
intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado —añadió.
—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie dentro? —quiso
saber Harry.
—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa maligna.
Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de máxima
seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver por lo menos
joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía. Entonces vio el sucio
paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó
en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer su contenido,
pero sabía que era mejor no preguntar.
—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el camino; será
mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid.
Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de
Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de dinero. No necesitaba
saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que tenía más dinero que
nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.
—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando hacia «Madame
Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry; ¿te importa que me dé una
vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —Todavía parecía
mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo
nervioso.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva.
—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo muchos
aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora.
En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo estaba de pie sobre
un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame
Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga
túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado.
—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?
—Sí —respondió Harry.
—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido
calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las
palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carrera. No sé por qué los de
primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que
me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera.
Harry recordaba a Dudley
—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.
—No —dijo Harry.
—¿Juegas al menos al quidditch?
—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el quidditch.
—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para jugar por mi casa,
y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas a estar?
—No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.
—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé que seré de
Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en Hufflepuff? Yo creo
que me iría, ¿no te parece?
—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.
—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando hacia la
vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y señalando dos grandes
helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no sabía—.
Trabaja en Hogwarts.
—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de sirviente, ¿no?
—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel chico.
—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una cabaña en
los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata de hacer magia y
termina prendiendo fuego a su cama.
—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.
—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí contigo?
¿Dónde están tus padres?
—Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de hablar de ese
tema con él.
—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—. Pero eran de
nuestra clase, ¿no?
—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres
—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros ¿no te parece? No son
como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres. Algunos nunca
habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo
que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y a propósito, ¿cuál es tu
apellido?
Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:
—Ya está listo lo tuyo, guapo.
Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del escabel.
—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.
Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le había
comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).
—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.
—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas. Harry se
animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de color al escribir.
Cuando salieron de la tienda, preguntó:
—Hagrid, ¿qué es el quidditch?
—Vaya, Harry; sigo olvidando lo poco que sabes... ¡No saber qué es el quidditch!
—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico pálido de
la tienda de Madame Malkin.
—... y dijo que la gente de familia de muggles no deberían poder ir...
—Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres... Él ha crecido
conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto en el Caldero
Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que he conocido eran
los únicos con magia en una larga línea de muggles. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la
hermana que tuvo!
—Entonces ¿qué es el quidditch?
—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es... como el fútbol en el mundo muggle,
todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro pelotas... Es difícil
explicarte las reglas.
—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?
—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son todos inútiles,
pero...
—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado.
—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—. Las brujas
y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin. Quien-tú-sabes
fue uno.
—¿Vol... perdón... Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?
—Hace muchos años —respondió Hagrid.
Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts, en donde
los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos grandiosos forrados en
piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos de símbolos raros y
unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría
deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arrastrar a Harry para que
dejara Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus enemigos con
las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de Mantequilla, Lengua
Atada y más, mucho más), del profesor Vindictus Viridian.
—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley
—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar la magia en
el mundo muggle, excepto en circunstancias muy especiales —dijo Hagrid—. Y de
todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás mucho más estudio
antes de llegar a ese nivel.
Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en la lista decía
de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los ingredientes de las
pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la droguería, tan fascinante
como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo
podrido. En el suelo había barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hierbas.
Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de
colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al hombre que estaba
detrás del mostrador por un surtido de ingredientes básicos para pociones, Harry
examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada uno, y minúsculos
ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco knuts la cucharada).
Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry
—Sólo falta la varita... Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de cumpleaños.
Harry sintió que se ruborizaba.
—No tienes que...
—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un animal. No un
sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán... y no me gustan los gatos, me
hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos quieren tener una
lechuza. Son muy útiles, llevan tu correspondencia y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era oscuro y
lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran jaula con una
hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala.
Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley te
hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde
venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente había estado esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas,
se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.». En el
polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única
varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar
pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a esperar. Harry
se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó
una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró las
miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón,
sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por
alguna magia secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó un crujido
y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como lunas en
la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Harry Potter.
—No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que
ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de
sauce. Una preciosa varita para encantamientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el hombre
parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y
medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno,
he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago.
El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz contra nariz.
Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.
—Y aquí es donde...
El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con un largo
dedo blanco.
—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—.
Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las
manos equivocadas... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el
mundo...
Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en Hagrid.
—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez... Roble, cuarenta
centímetros y medio, flexible... ¿Era así?
—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.
—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo expulsaron —dijo
el señor Ollivander, súbitamente severo.
—Eh..., sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—. Sin
embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad.
—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.
—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que sujetaba
con fuerza su paraguas rosado.
—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a Hagrid—.
Bueno, ahora, Harry.. Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas
plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?
—Eh... bien, soy diestro —respondió Harry.
—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo, luego de la
muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza.
Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa
sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y
nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos
unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos
resultados con la varita de otro mago.
De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le
medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando
entre los estantes, sacando cajas.
—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Harry
Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros.
Bonita y flexible. Cógela y agítala.
Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor
Ollivander se la quitó casi de inmediato.
—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba...
Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander se la quitó.
—No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y medio.
Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.
Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor Ollivander.
Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero
cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento parecía estar.
—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu pareja perfecta
por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una combinación poco usual,
acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible.
Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su
cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas
estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban
en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander dijo:
—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué curioso... Realmente
qué curioso...
Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía
murmurando: «Curioso... muy curioso».
—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?
El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.
—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las varitas. Y
resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu varita dio otra pluma,
sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras destinado a esa varita, cuando
fue su hermana la que te hizo esa cicatriz.
Harry tragó, sin poder hablar.
—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden estas cosas. La
varita escoge al mago, recuérdalo... Creo que debemos esperar grandes cosas de ti,
Harry Potter... Después de todo, El-que-no-debe-ser-nombrado hizo grandes cosas...
Terribles, sí, pero grandiosas.
Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le gustara mucho.
Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los acompañó hasta la
puerta de su tienda.
Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron su camino
otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo por el Caldero
Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y ni siquiera notó la
cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el metro, cargados con
una serie de paquetes de formas raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry.
Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry
acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro.
—Tenemos tiempo para que comas algo antes de que salga el tren —dijo.
Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a comer en unas sillas de
plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le parecía muy extraño.
—¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid. Harry no estaba
seguro de poder explicarlo. Había tenido el mejor cumpleaños de su vida y, sin
embargo, masticó su hamburguesa, intentando encontrar las palabras.
—Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente del Caldero
Chorreante, el profesor Quirrell, el señor Ollivander... Pero yo no sé nada sobre magia.
¿Cómo pueden esperar grandes cosas? Soy famoso y ni siquiera puedo recordar por qué
soy famoso. No sé qué sucedió cuando Vol... Perdón, quiero decir, la noche en que mis
padres murieron.
Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enmarañada y las espesas cejas
había una sonrisa muy bondadosa.
—No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. Todos son principiantes cuando
empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien. Sencillamente sé tú mismo. Sé que es
difícil. Has estado lejos y eso siempre es duro. Pero vas a pasarlo muy bien en
Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad, todavía lo paso.
Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría hasta la casa de los Dursley y
luego le entregó un sobre.
—Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiembre, en Kings Cross. Está
todo en el billete. Cualquier problema con los Dursley y me envías una carta con tu
lechuza, ella sabrá encontrarme... Te veré pronto, Harry.
El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Hagrid hasta que se perdiera de
vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la ventanilla, pero parpadeó y
Hagrid ya no estaba.
Harry se despertó temprano aquella mañana. Aunque sabía que ya era de día, mantenía
los ojos muy cerrados.
«Ha sido un sueño —se dijo con firmeza—. Soñé que un gigante llamado Hagrid
vino a decirme que voy a ir a un colegio de magos. Cuando abra los ojos estaré en casa,
en mi alacena.»
Se produjo un súbito golpeteo.
«Y ésa es tía Petunia llamando a la puerta», pensó Harry con el corazón abrumado.
Pero todavía no abrió los ojos. Había sido un sueño tan bonito...
Toc. Toc. Toc.
—Está bien —rezongó Harry—. Ya me levanto.
Se incorporó y se le cayó el pesado abrigo negro de Hagrid. La cabaña estaba
iluminada por el sol, la tormenta había pasado, Hagrid estaba dormido en el sofá y había
una lechuza golpeando con su pata en la ventana, con un periódico en el pico.
Harry se puso de pie, tan feliz como si un gran globo se expandiera en su interior.
Fue directamente a la ventana y la abrió. La lechuza bajó en picado y dejó el periódico
sobre Hagrid, que no se despertó. Entonces la lechuza se posó en el suelo y comenzó a
atacar el abrigo de Hagrid.
—No hagas eso.
Harry trató de apartar a la lechuza, pero ésta cerró el pico amenazadoramente y
continuó atacando el abrigo.
—¡Hagrid! —dijo Harry en voz alta—. Aquí hay una lechuza...
—Págala —gruñó Hagrid desde el sofá.
—¿Qué?
—Quiere que le pagues por traer el periódico. Busca en los bolsillos.
El abrigo de Hagrid parecía hecho de bolsillos, con contenidos de todo tipo:
manojos de llaves, proyectiles de metal, bombones de menta, saquitos de té...
Finalmente Harry sacó un puñado de monedas de aspecto extraño.
—Dale cinco knuts —dijo soñoliento Hagrid.
—¿Knuts?
—Esas pequeñas de bronce.
Harry contó las cinco monedas y la lechuza extendió la pata, para que Harry
pudiera meter las monedas en una bolsita de cuero que llevaba atada. Y salió volando
por la ventana abierta.
Hagrid bostezó con fuerza, se sentó y se desperezó.
—Es mejor que nos demos prisa, Harry. Tenemos muchas cosas que hacer hoy.
Debemos ir a Londres a comprar todas las cosas del colegio.
Harry estaba dando la vuelta a las monedas mágicas y observándolas. Acababa de
pensar en algo que le hizo sentir que el globo de felicidad en su interior acababa de
pincharse.
—Mm... ¿Hagrid?
—¿Sí? —dijo Hagrid, que se estaba calzando sus colosales botas.
—Yo no tengo dinero y ya oíste a tío Vernon anoche, no va a pagar para que vaya a
aprender magia.
—No te preocupes por eso —dijo Hagrid, poniéndose de pie y golpeándose la
cabeza—. ¿No creerás que tus padres no te dejaron nada?
—Pero si su casa fue destruida...
—¡Ellos no guardaban el oro en la casa, muchacho! No, la primera parada para
nosotros es Gringotts. El banco de los magos. Come una salchicha, frías no están mal, y
no me negaré a un pedacito de tu pastel de cumpleaños.
—¿Los magos tienen bancos?
—Sólo uno. Gringotts. Lo dirigen los gnomos.
Harry dejó caer el pedazo de salchicha que le quedaba.
—¿Gnomos?
—Ajá... Así uno tendría que estar loco para intentar robarlos, puedo decírtelo.
Nunca te metas con los gnomos,
Harry. Gringotts es el lugar más seguro del mundo para lo que quieras guardar,
excepto tal vez Hogwarts. Por otra parte, tenía que visitar Gringotts de todos modos. Por
Dumbledore. Asuntos de Hogwarts. —Hagrid se irguió con orgullo—. En general, me
utiliza para asuntos importantes. Buscarte a ti... sacar cosas de Gringotts... él sabe que
puede confiar en mí. ¿Lo tienes todo? Pues vamos.
Harry siguió a Hagrid fuera de la cabaña. El cielo estaba ya claro y el mar brillaba a
la luz del sol. El bote que tío Vernon había alquilado todavía estaba allí, con el fondo
lleno de agua después de la tormenta.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Harry; mirando alrededor, buscando otro bote.
—Volando —dijo Hagrid.
—¿Volando?
—Sí... pero vamos a regresar en esto. No debo utilizar la magia, ahora que ya te
encontré.
Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tratando de imaginárselo volando.
—Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid, dirigiendo a
Harry una mirada de soslayo—. Si yo... apresuro las cosas un poquito, ¿te importaría no
mencionarlo en Hogwarts?
—Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia. Hagrid sacó
otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote y salieron a toda
velocidad hacia la orilla.
—¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar robar en Gringotts? —preguntó
Harry.
—Hechizos... encantamientos —dijo Hagrid, desdoblando su periódico mientras
hablaba—... Dicen que hay dragones custodiando las cámaras de máxima seguridad. Y
además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts está a cientos de kilómetros por
debajo de Londres, ¿sabes? Muy por debajo del metro. Te morirías de hambre tratando
de salir, aunque hubieras podido robar algo.
Harry permaneció sentado pensando en aquello, mientras Hagrid leía su periódico,
El Profeta. Harry había aprendido de su tío Vernon que a las personas les gustaba que
las dejaran tranquilas cuando hacían eso, pero era muy difícil, porque nunca había
tenido tantas preguntas que hacer en su vida.
—El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de costumbre
—murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja.
—¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder contenerse.
—Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dumbledore fuera el ministro,
claro, pero él nunca dejará Hogwarts, así que el viejo Cornelius Fudge consiguió el
trabajo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que envía lechuzas a Dumbledore
cada mañana, pidiendo consejos.
—Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia?
—Bueno, su trabajo principal es impedir que los muggles sepan que todavía hay
brujas y magos por todo el país.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para sus problemas.
No, mejor que nos dejen tranquilos.
En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del muelle. Hagrid
dobló su periódico y subieron los escalones de piedra hacia la calle.
Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el pueblecito camino
de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid no sólo era el doble de alto que
cualquiera, sino que señalaba cosas totalmente corrientes, como los parquímetros,
diciendo en voz alta:
—¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad?
—Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras correteaba para seguirlo—, ¿no
dijiste que había dragones en Gringotts?
—Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un dragón.
—¿Te gustaría tener uno?
—Quiero uno desde que era niño... Ya estamos.
Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco minutos más tarde.
Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba, dio las monedas a Harry
para que comprara los billetes.
La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos asientos y
comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo canario.
—¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba los puntos.
Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino.
—Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que necesitas.
Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche anterior, y leyó:
COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA
UNIFORME
Los alumnos de primer año necesitarán:
— Tres túnicas sencillas de trabajo (negras).
— Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario.
— Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante).
— Una capa de invierno (negra, con broches plateados).
(Todas las prendas de los alumnos deben llevar etiquetas con su nombre.)
LIBROS
Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los siguientes libros:
— El libro reglamentario de hechizos (clase 1), Miranda Goshawk.
— Una historia de la magia, Bathilda Bagshot.
— Teoría mágica, Adalbert Waffling.
— Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch.
— Mil hierbas mágicas y hongos, Phyllida Spore.
— Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger.
— Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander.
— Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección, Quentin
Trimble.
RESTO DEL EQUIPO
1 varita.
1 caldero (peltre, medida 2).
1 juego de redomas de vidrio o cristal.
1 telescopio.
1 balanza de latón.
Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo.
SE RECUERDA A LOS PADRES QUE ALOS DE PRIMER AÑO NO SE
LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS.
—¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se preguntó Harry en voz alta.
—Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid.
Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid parecía saber adónde iban, era
evidente que no estaba acostumbrado a hacerlo de la forma ordinaria. Se quedó atascado
en el torniquete de entrada al metro y se quejó en voz alta porque los asientos eran muy
pequeños y los trenes muy lentos.
—No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —comentó, mientras subían
por una escalera mecánica estropeada que los condujo a una calle llena de tiendas.
Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre. Lo único
que Harry tenía que hacer era mantenerse detrás de él. Pasaron ante librerías y tiendas
de música, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado parecía que vendieran
varitas mágicas. Era una calle normal, llena de gente normal. ¿De verdad habría
cantidades de oro de magos enterradas debajo de ellos? ¿Había allí realmente tiendas
que vendían libros de hechizos y escobas? ¿No sería una broma pesada preparada por
los Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de sentido del humor,
podría haberlo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le había dicho Hagrid era
increíble, Harry no podía dejar de confiar en él.
—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar
famoso.
Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera señalado,
Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de
la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el
Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de que sólo él y
Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.
Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destartalado. Unas ancianas estaban
sentadas en un rincón, tomando copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un
hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que
era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas
se detuvo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la
mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:
—¿Lo de siempre, Hagrid?
—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid,
poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las rodillas.
—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es éste... puede
ser...?
El Caldero Chorreante había quedado súbitamente inmóvil y en silencio.
—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Potter... todo un honor.
Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la mano, con los
ojos llenos de lágrimas.
—Bienvenido, Harry, bienvenido.
Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa seguía
chupando, sin darse cuenta de que se le había apagado. Hagrid estaba radiante.
Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto siguiente, Harry se
encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante.
—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido.
—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.
—Siempre quise estrechar tu mano... estoy muy complacido.
—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nombre es Diggle, Dedalus
Diggle.
—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba caer su
sombrero a causa de la emoción—. Usted me saludó una vez en una tienda.
—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a todos—. ¿Habéis oído eso?
¡Se acuerda de mí!
Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir el saludo.
Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.
—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te dará clases en
Hogwarts.
—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apretando la mano de Harry—. Nno
pue-e-do decirte l-lo contento que-e estoy de co-conocerte.
—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?
—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor Quirrell, como si
no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú n-necesites, ¿verdad, P-Potter?
—Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que bbuscar
otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple mención.
Pero los demás, no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a Harry. Éste
tardó más de diez minutos en despedirse de ellos. Al fin, Hagrid se hizo oír.
—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.
Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se lo llevó a
través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más que un cubo de
basura y hierbajos.
Hagrid miró sonriente a Harry
—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor Quirrell temblaba
al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.
—¿Está siempre tan nervioso?
—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras estudiaba esos
libros de vampiros, pero entonces cogió un año de vacaciones, para tener experiencias
directas... Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo un desagradable
problema con una hechicera... Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los
alumnos, tiene miedo de su propia asignatura... Ahora ¿adónde vamos, paraguas?
¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid, mientras
tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.
—Tres arriba... dos horizontales... —murmuraba—. Correcto. Un paso atrás, Harry
Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.
El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un
pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban
contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que
llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera de la vista.
—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.
Sonrió ante el asombro de Harry Entraron en el pasaje. Harry miró rápidamente por
encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.
El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda más
cercana. «Calderos - Todos los Tamaños - Latón, Cobre, Peltre, Plata - Automáticos -
Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.
—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos primero a
conseguir el dinero.
Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en todas direcciones mientras
iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que
estaban fuera y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza
en la puerta de una droguería cuando ellos pasaron, diciendo: «Hígado de dragón a
diecisiete sickles la onza, están locos...».
Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «El
emporio de las lechuzas. Color pardo, castaño, gris y blanco». Varios chicos de la edad
de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mirad —oyó Harry
que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa;
otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca había visto.
Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes
montones de libros de encantamientos, plumas y rollos de pergamino, frascos con
pociones, globos con mapas de la luna...
—Gringotts —dijo Hagrid.
Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las
pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y
dorado, había...
—Sí, eso es un gnomo —dijo Hagrid en voz baja, mientras subían por los
escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza más bajo que Harry. Tenía un
rostro moreno e inteligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo notarlo, dedos y pies
muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta
vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas.
Entra, desconocido, pero ten cuidado
Con lo que le espera al pecado de la codicia,
Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,
Deberán pagar en cambio mucho más,
Así que si buscas por debajo de nuestro suelo
Un tesoro que nunca fue tuyo,
Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado
De encontrar aquí algo más que un tesoro.
—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo Hagrid.
Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un
amplio vestíbulo de mármol. Un centenar de gnomos estaban sentados en altos
taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuentas,
pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las
puertas de salida del vestíbulo eran demasiadas para contarlas, y otros gnomos guiaban
a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acercaron al mostrador.
—Buenos días —dijo Hagrid a un gnomo desocupado—. Hemos venido a sacar
algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.
—¿Tiene su llave, señor?
—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos sobre el
mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el libro de cuentas del
gnomo. Éste frunció la nariz. Harry observó al gnomo que tenía a la derecha, que pesaba
unos rubíes tan grandes como carbones brillantes.
—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave dorada.
El gnomo la examinó de cerca.
—Parece estar todo en orden.
—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid, dándose
importancia—. Es sobre lo-que-usted-sabe, en la cámara setecientos trece.
El gnomo leyó la carta cuidadosamente.
—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a hacer que alguien los
acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Griphook!
Griphook era otro gnomo. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de perro en sus
bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas de salida del
vestíbulo.
—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó Harry.
—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy secreto. Un
asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.
Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles, se
sorprendió. Estaban en un estrecho pasillo de piedra, iluminado con antorchas. Se
inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook silbó y un pequeño carro
llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Hagrid con cierta dificultad) y se pusieron en
marcha.
Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos pasillos.
Harry trató de recordar, izquierda, derecha, derecha, izquierda, una bifurcación,
derecha, izquierda, pero era imposible. El veloz carro parecía conocer su camino,
porque Griphook no lo dirigía.
A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los mantuvo muy
abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al final del pasillo y se dio
la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban cada vez más abajo,
pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas
saliendo del techo y del suelo.
—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para hacerse oír sobre el estruendo
del carro—. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una estalagmita?
—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas preguntas
ahora, creo que voy a marearme.
Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante la pequeña
puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse contra la pared, para
que dejaran de temblarle las rodillas.
Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los envolvió.
Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de monedas de oro.
Montones de monedas de plata. Montañas de pequeños knuts de bronce.
—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.
Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían saberlo, o se abrían apoderado
de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían quejado de lo que les
costaba mantener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada
debajo de Londres le pertenecía.
Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.
—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata hacen un galeón
y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil. Bueno, esto será suficiente para
un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió hacia Griphook—.
Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio?
—Una sola velocidad —contestó Griphook.
Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más frío,
mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al otro lado de una
hondonada subterránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver qué había en el fondo
oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogiéndolo del cuello.
La cámara setecientos trece no tenía cerradura.
—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta con uno de
sus largos dedos y ésta desapareció—. Si alguien que no sea un gnomo de Gringotts lo
intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado —añadió.
—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya quedado nadie dentro? —quiso
saber Harry.
—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa maligna.
Algo realmente extraordinario tenía que haber en aquella cámara de máxima
seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver por lo menos
joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía. Entonces vio el sucio
paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó
en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer su contenido,
pero sabía que era mejor no preguntar.
—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me hables durante el camino; será
mejor que mantengas la boca cerrada —dijo Hagrid.
Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de
Gringotts. Harry no sabía adónde ir primero con su bolsa llena de dinero. No necesitaba
saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que tenía más dinero que
nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.
—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, señalando hacia «Madame
Malkin, túnicas para todas las ocasiones»—. Oye, Harry; ¿te importa que me dé una
vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —Todavía parecía
mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo
nervioso.
Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva.
—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a hablar—. Tengo muchos
aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora.
En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y puntiagudo estaba de pie sobre
un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame
Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga
túnica y comenzó a marcarle el largo apropiado.
—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?
—Sí —respondió Harry.
—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido
calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las
palabras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carrera. No sé por qué los de
primer año no pueden tener una propia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que
me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera.
Harry recordaba a Dudley
—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.
—No —dijo Harry.
—¿Juegas al menos al quidditch?
—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el quidditch.
—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligieran para jugar por mi casa,
y la verdad es que estoy de acuerdo. ¿Ya sabes en qué casa vas a estar?
—No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.
—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé que seré de
Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en Hufflepuff? Yo creo
que me iría, ¿no te parece?
—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.
—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando hacia la
vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y señalando dos grandes
helados, para que viera por qué no entraba.
—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no sabía—.
Trabaja en Hogwarts.
—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de sirviente, ¿no?
—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel chico.
—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una cabaña en
los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata de hacer magia y
termina prendiendo fuego a su cama.
—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.
—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí contigo?
¿Dónde están tus padres?
—Están muertos —respondió en pocas palabras. No tenía ganas de hablar de ese
tema con él.
—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—. Pero eran de
nuestra clase, ¿no?
—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres
—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros ¿no te parece? No son
como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres. Algunos nunca
habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo
que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y a propósito, ¿cuál es tu
apellido?
Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:
—Ya está listo lo tuyo, guapo.
Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del escabel.
—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.
Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le había
comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).
—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.
—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar pergamino y plumas. Harry se
animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de color al escribir.
Cuando salieron de la tienda, preguntó:
—Hagrid, ¿qué es el quidditch?
—Vaya, Harry; sigo olvidando lo poco que sabes... ¡No saber qué es el quidditch!
—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico pálido de
la tienda de Madame Malkin.
—... y dijo que la gente de familia de muggles no deberían poder ir...
—Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres... Él ha crecido
conociendo tu nombre, si sus padres son magos. Ya lo has visto en el Caldero
Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que he conocido eran
los únicos con magia en una larga línea de muggles. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la
hermana que tuvo!
—Entonces ¿qué es el quidditch?
—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es... como el fútbol en el mundo muggle,
todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro pelotas... Es difícil
explicarte las reglas.
—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?
—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Hufflepuff son todos inútiles,
pero...
—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desanimado.
—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—. Las brujas
y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin. Quien-tú-sabes
fue uno.
—¿Vol... perdón... Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?
—Hace muchos años —respondió Hagrid.
Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts, en donde
los estantes estaban llenos de libros hasta el techo. Había unos grandiosos forrados en
piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos de símbolos raros y
unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría
deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arrastrar a Harry para que
dejara Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus enemigos con
las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de Mantequilla, Lengua
Atada y más, mucho más), del profesor Vindictus Viridian.
—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley
—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar la magia en
el mundo muggle, excepto en circunstancias muy especiales —dijo Hagrid—. Y de
todos modos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás mucho más estudio
antes de llegar a ese nivel.
Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido caldero de oro (en la lista decía
de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los ingredientes de las
pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la droguería, tan fascinante
como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo
podrido. En el suelo había barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hierbas.
Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de
colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al hombre que estaba
detrás del mostrador por un surtido de ingredientes básicos para pociones, Harry
examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada uno, y minúsculos
ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco knuts la cucharada).
Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry
—Sólo falta la varita... Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de cumpleaños.
Harry sintió que se ruborizaba.
—No tienes que...
—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te compraré un animal. No un
sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán... y no me gustan los gatos, me
hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos quieren tener una
lechuza. Son muy útiles, llevan tu correspondencia y todo lo demás.
Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era oscuro y
lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran jaula con una
hermosa lechuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala.
Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el profesor Quirrell.
—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley te
hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde
venden varitas, y tendrás la mejor.
Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente había estado esperando.
La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas,
se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.». En el
polvoriento escaparate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única
varita.
Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar
pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a esperar. Harry
se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó
una cantidad de preguntas que se le acababan de ocurrir, y en lugar de eso, miró las
miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por alguna razón,
sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silencio parecían hacer que le picara por
alguna magia secreta.
—Buenas tardes —dijo una voz amable.
Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresaltarse porque se oyó un crujido
y se levantó rápidamente de la silla.
Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y pálidos, brillaban como lunas en
la penumbra del local.
—Hola —dijo Harry con torpeza.
—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a verte pronto. Harry Potter.
—No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que
ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de
sauce. Una preciosa varita para encantamientos.
El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho deseó que el hombre
parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.
—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y
medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno,
he dicho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago.
El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz contra nariz.
Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.
—Y aquí es donde...
El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con un largo
dedo blanco.
—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—.
Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las
manos equivocadas... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el
mundo...
Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en Hagrid.
—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez... Roble, cuarenta
centímetros y medio, flexible... ¿Era así?
—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.
—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo expulsaron —dijo
el señor Ollivander, súbitamente severo.
—Eh..., sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—. Sin
embargo, todavía tengo los pedazos —añadió con vivacidad.
—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.
—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que sujetaba
con fuerza su paraguas rosado.
—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mirada inquisidora a Hagrid—.
Bueno, ahora, Harry.. Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas
plateadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?
—Eh... bien, soy diestro —respondió Harry.
—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo, luego de la
muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza.
Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa
sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de unicornio, plumas de cola de fénix y
nervios de corazón de dragón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos
unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos
resultados con la varita de otro mago.
De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le
medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando
entre los estantes, sacando cajas.
—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Harry
Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros.
Bonita y flexible. Cógela y agítala.
Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor
Ollivander se la quitó casi de inmediato.
—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba...
Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el señor Ollivander se la quitó.
—No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún centímetros y medio.
Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.
Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba buscando el señor Ollivander.
Las varitas ya probadas, que estaban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero
cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento parecía estar.
—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encontraremos a tu pareja perfecta
por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una combinación poco usual,
acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible.
Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su
cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas
estallaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban
en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplaudió y el señor Ollivander dijo:
—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué curioso... Realmente
qué curioso...
Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía
murmurando: «Curioso... muy curioso».
—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?
El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.
—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las varitas. Y
resulta que la cola de fénix de donde salió la pluma que está en tu varita dio otra pluma,
sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras destinado a esa varita, cuando
fue su hermana la que te hizo esa cicatriz.
Harry tragó, sin poder hablar.
—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden estas cosas. La
varita escoge al mago, recuérdalo... Creo que debemos esperar grandes cosas de ti,
Harry Potter... Después de todo, El-que-no-debe-ser-nombrado hizo grandes cosas...
Terribles, sí, pero grandiosas.
Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le gustara mucho.
Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los acompañó hasta la
puerta de su tienda.
Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron su camino
otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo por el Caldero
Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y ni siquiera notó la
cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el metro, cargados con
una serie de paquetes de formas raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry.
Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry
acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro.
—Tenemos tiempo para que comas algo antes de que salga el tren —dijo.
Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a comer en unas sillas de
plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le parecía muy extraño.
—¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid. Harry no estaba
seguro de poder explicarlo. Había tenido el mejor cumpleaños de su vida y, sin
embargo, masticó su hamburguesa, intentando encontrar las palabras.
—Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente del Caldero
Chorreante, el profesor Quirrell, el señor Ollivander... Pero yo no sé nada sobre magia.
¿Cómo pueden esperar grandes cosas? Soy famoso y ni siquiera puedo recordar por qué
soy famoso. No sé qué sucedió cuando Vol... Perdón, quiero decir, la noche en que mis
padres murieron.
Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enmarañada y las espesas cejas
había una sonrisa muy bondadosa.
—No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. Todos son principiantes cuando
empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien. Sencillamente sé tú mismo. Sé que es
difícil. Has estado lejos y eso siempre es duro. Pero vas a pasarlo muy bien en
Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad, todavía lo paso.
Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría hasta la casa de los Dursley y
luego le entregó un sobre.
—Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiembre, en Kings Cross. Está
todo en el billete. Cualquier problema con los Dursley y me envías una carta con tu
lechuza, ella sabrá encontrarme... Te veré pronto, Harry.
El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Hagrid hasta que se perdiera de
vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la ventanilla, pero parpadeó y
Hagrid ya no estaba.
RusherOhYea!
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
holaaaaa!!! Qué tal estas???
Aquí estoy yo de nuevo dejándote un comentario,
. Me ha encantado el capitulo, ya quiero que la sigas porque ya quiero que entre en Hogwarts y pase todas sus aventuras junto a los demás jajaja
Bueno guapa siguela cuando puedas. besosss Emma
Aquí estoy yo de nuevo dejándote un comentario,
. Me ha encantado el capitulo, ya quiero que la sigas porque ya quiero que entre en Hogwarts y pase todas sus aventuras junto a los demás jajaja
Bueno guapa siguela cuando puedas. besosss Emma
emmamalfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
SOY TU SEGUNDA ECTORA TIENES QUE SEGUIRLA SI NESESITAS ALGUIEN PARA DRACO SOLO DIME CHAO SOY DEBA POR CIERTO Y HOLA EMMA XOXO ATTE DEBA
Debanhi_Malfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
OLA SOY TE NUEVA TERCERA LECTORA
ME LLAMO KARLA
Y ESPERO Q LA SIGAS
ME LLAMO KARLA
Y ESPERO Q LA SIGAS
karlalily potter malfoy
Re: En Hogwarts Todo se encuentra.(Harry Potter y Tu)
¡HOOOOLA! sidjkfs. Mi nombre es Megan, y soy tu cuarta y sexy lectora (?) ah. Puedes decirme Meg o Meggi :). ¿Sabes? AMÉ tu novela. ¡Tienes que seguirla! SDKLFSDFDS. Pobre Harry, lo tratan tan mal :lloro:
¡Espero que la sigas pronto!
Besos y abrazos, Meg x.
¡Espero que la sigas pronto!
Besos y abrazos, Meg x.
Megan Horan
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