Sweet blue eyes [Logan Lerman] CANCELADA TEMPORALMENTE.

Tal vez no era el mejor padre. No, no lo era en lo absoluto.

Tal vez no le importó cuando cumplió su primer año, ni se llegó a la pequeña fiesta que había hecho su tía Clarisse para ella, ni le dio algún regalo en especial. Tal vez no la acompañó a su primer día de escuela a los cuatro años, ni se tomó una foto con su impecable y limpio uniforme, como tampoco la llevo ni la fue a recoger al lugar. Tal vez no le enseñó a andar en bicicleta cuando tenía siete, ni curó la herida que se hizo al caer de ella. Tal vez no la llevó a Disneyland a los nueve, cuando sus compañeros de la escuela comentaban que tan mágico era. Tal vez no estuvo cuando su madre decidió abandonarlos al cumplir los diez, alejándose más de ella y sumiéndose en un mundo lleno de alcohol y drogas, además de abandonar el trabajo que solía mantener estable a la familia. Tal vez no le dijo que no saliera con ningún chico de su clase a los trece, ni la ayudó a reconstruir su agrietado corazón por su primer novio. Tal vez fue el culpable de su pérdida de habla a los catorce, cuando conducía borracho y la sometió a un accidente automovilístico. Tal vez no estuvo en su primer recital de piano al cumplir los quince, la primera vez que, durante sus años de adolescente, esbozaba una sonrisa franca y nerviosa. Tal vez no le hizo una fiesta por sus dieciséis, como tampoco le compró el tan añorado piano que esperaba. Tal vez no permitió que trabajase en la Academia Cold River de enfermera en el verano. Tal vez se rio en su cara al ver sus muñecas, brazos, piernas y abdomen lleno de cortes, cada hueso de su cuerpo completamente marcando su piel, la cara tan pálida que parecía un fantasma, y su cabello castaño cayéndose cada vez más, diciendo que sólo era una fase. Tal vez la golpeó unas cuantas veces.. Más bien, demasiadas veces que ya había perdido la cuenta. Tal vez llegaba a su casa borracho, con unas ganas inmensas de meterse a su cuarto y satisfacer sus necesidades sexuales, aprovechándose de que no podía gritar. Tal vez desaprobaba que se largara de la casa a los dieciocho, pero aun así, ya tenía su propia vida, y tenía que aceptarla.

Pero después de todo, prefería dejarlo en un “tal vez” en este caso. Camille estaba segura de que Charlie no merecía ir a la cárcel.. bueno, casi segura. El oscuro había cometido tantos errores en su vida que tal vez sí lo tenía bien merecido, pero muy en el fondo, su única hija pensaba que era un buen hombre.

¿Cómo alguien puede pensar así después de pasar algo así?

Pues la respuesta es fácil.. Camille Gilbert no es como las demás.

Su personalidad tan cambiante y rara la describe más que todo. A pesar de ser alguien completamente calculadora, egocéntrica y fría como una piedra, no es más que una frágil alma escondida bajo una barrera, tratando de dejar su tierno, risueño y amigable lado. Como un cachorro que parece lindo y tierno, mas en realidad te joden la vida, Camile tiene una sonrisa tramposa e insegura, con aspecto de ser de esas perras difíciles en las que no se pueden fiar, pero bajo ese máscara se esconde su verdadero ser.

Pero, Camille es.. simplemente Camille, en el fondo piensa que todos merecen una segunda oportunidad, sin importar lo que hicieron en el pasado.

Quería que Charlie saliera de ese lugar, tan sólo imaginar las horribles condiciones que habían en las cárceles, la hacían estremecer. Pero tenía bien en claro que eso no sucedería, estaba condenado hasta sus últimos días.

Maldecía la hora en que esa clara se enamoró de él, aunque no la culpaba del todo, Charlie no era nada feo para ser un cuarentón. Aun así, si ella no hubiera caído por los encantos del menor de los hermanos Gilbert, él no estaría allí, ni Camille no se encontraría pensando a las dos de la mañana de un lunes, sabiendo que el día siguiente tenía que ir a la universidad, ayudar a una niña muda, Jessica, a aprender a comunicarse mediante señas, aunque ya llevaba casi cuatro semanas en lo mismo, y la rubia apenas podía con un “hola”, “¿cómo estás?” y “adiós”. Además, tenía que ir a trabajar a la cafetería que quedaba a tres cuadras del edificio donde vivía en Manhattan. Se aseguraba que los productos llegaran en buen estado, más ayudaba en la cocina. Si llegaba tarde una vez más, sabía que George era capaz de todo, aunque fuera un hombre solidario y humilde.

Ahora, con diecinueve años, once meses y siete días, tenía una vida nueva, todo había cambiado, mas la misma chica insegura, complicada y suicida seguía igual, y no se orgullecía de aquello.

Se había prometido a sí misma que cuando saliera del infierno de Charlie, sería otra, mas parecía que lo único que cambió fue el apartamento y su cara, que ya no era abofeteada tres o cuatro veces por semana.

No podía dejar su pasado atrás. Era como bolsas que cargaba en su espalda, cada vez añadiendo más y más, casi siempre dejándola en el suelo cuando éstas la golpeaban con fuerza. Luego, tenía que volver a poner su mierda junta, para volver a caer en el siguiente golpe, siempre más débil. Ya había ido a un terapeuta, pero lo único que hizo fue darle la típica charla honesta que nunca le sirvió, además de recetarle algunos antidepresivos. Si pudiera volver a nacer, lo haría.

Clarisse, una mujer que rondaba los cuarenta y tres años, era completamente diferente. Aparte de tener un carisma excesivo, bondad y amabilidad, era una mujer con una melena color cobrizo, pequeña cintura, anchas caderas, rasgos finos, tez tan suave como la tela de terciopelo, pero con pequeñas arrugas que se extendían con cada año que pasaba, además de tener los mismos ojos que tenía Charlie, su hermano menor. Camille envidiaba tanto su exterior, como su interior.

Observó su habitación al dejar de ver, en una esquina, aquella lámpara azul zafiro que siempre permanecía encendida ya que, a pesar de tener diecinueve años, aún le temía a la oscuridad. Era su punto fijo cuando el insomnio la superaba.

Sus ojos marrones se cristalizaron un poco al pensar en lo que Charlie diría, seguramente se burlaría de ella, la insultaría, para luego terminar junto a ella en su cama, tocándola descaradamente, sin importar las suplicas de la chica, quien acababa sintiéndose más asquerosa de lo que pensaba que era. Siempre fue tan vulnerable ante él, la intimidaba con tan sólo verla.

Su habitación era pequeña, pero suficiente para sus necesidades. Las paredes eran color azul claro, que por cierto, es su favorito—, al igual que sus sábanas. Tenía una cama de dos plazas que gracias a George, la había conseguido en un taller de segunda mano. Estaba junto a la gran ventana, donde podía observar las estrellas, la hacían sentir menos sola. A su lado, una pequeña mesa de noche estaba, sus libros de la universidad, enciclopedias, diccionarios y uno que otro libro de fantasía, descansaban. Al frente, la soledad reposaba pasivamente, flotando junto con el aire frío que se adentraba a la habitación.

Se estremeció al escuchar gotas de agua chocar contra el pavimento de las afueras del edificio, empezaría a llover.

La odiaba, simplemente la odiaba, pero nada superaba los relámpagos que caían continuamente en una madrugada.

Su tibia piel se sobresaltó al sentir chispas de agua cayendo en su brazo derecho, ya que el izquierdo lo tomaba como almohada debajo de su cabeza. Se paró rápidamente para cerrar la ventana tanto como la cortina azul, algo triste de despedirse de las estrellas. Volvió a recostarse en su acolchado, pero ésta vez, mirando el techo blanco. Pensaba, pensaba, pensaba, y pensaba. Todos los vagos recuerdos volvían. Se maldijo a sí misma por dejar que los pensamientos la inundaran cada noche.

Esa, seguramente, sería una larga, larga noche.

Se sentó, cruzando sus piernas, frente a la mesa de noche, donde su viejo celular descansaba. Lo tomó entre sus manos, no muy segura de lo que iba a hacer. Se preguntó una vez más, el porqué de tenerlo, si ni siquiera podía hablar. Y entonces, recordó a Clarisse.

Suspiró.

Unos segundos después, buscó su número en la agenda de direcciones, que apenas poseía cinco números, y presionó aquel botón verde en forma de teléfono.

El pitido sonó tres veces, hasta que su voz habló.

—¿Camille? ¿Qué sucede? —preguntó Clarisse, con la voz baja y cansada. La chica sintió un golpe de culpa al escuchar su tono.

Sólo dejo que sus sollozos inundaran la bocina del teléfono, Clarisse suspiró. Después de tanto tiempo, aún no se podía acostumbrar a que Camille no hablara.

—Oh, linda—susurró su tía cambiando su tono confundido y cansado a uno tierno y comprensivo—, tranquila, estaré allí en unos minutos—Clarisse desconectó la llamada.

Ella sabía que mudarse en el mismo edificio en el que vivía su tía había sido una buena idea, sino, no sabría qué podría hacer en aquellas noches de lluvia y recuerdos, la perfecta combinación para el insomnio.

Sonrió, preguntándose qué haría sin ella.

Tres minutos después, escuchó pasos cerca de la entrada. Dejó escapar un aire de alivio y se giró hacia su ventana. No supo por qué, pero abrió la cortina y miró a la calle que quedaba justo al frente. Abrió bien los ojos al ver a dos chicos —a quienes sólo pudo identificar por el tono e su cabello y altura—, caminando bajo la lluvia.

El chico más bajo se sacó su hoodie y dejó que la camisa naranja se mojara, escondiendo el abrigo entre las maletas que cargaba, dedujo que eran nuevos en la cuidad. Miraba constantemente el cielo, con un aire divertido, hablando con el que lo acompañaba sobre algo que no pudo entender. Pudo distinguir su cabello: despeinado, rojizo, largo. El agua deslizándose desde el cielo hacía que su melena se alaciara y cayera para abajo, bloqueando poder ver su cara. Pero algo que pudo notar apenas lo vio fue el tono de su piel, era tan blanca que se preguntó mentalmente si estaba viendo un fantasma por una milésima de segundo, después, volvió a la realidad.

De pronto, el pelirrojo había empezado a correr por las calles de Manhattan, carcajeando, brincando, como si disfrutara la gran posibilidad de agarrar una enfermedad, y la leve de conseguir medicinas y un lugar donde reposar en el infierno donde vivían.

Y luego, su vista pasó al otro chico. Caminaba con un aire despreocupado y lento, aunque algo egocéntrico. Pudo ver el tono oscuro de su corto pelo, la tonalidad blanca que poseía y el armazón de unos lentes gigantes que cubrían su vista completa. Era un chico delgado, —a diferencia del chico que lo acompañaba ya que era sólo un poco más voluminoso—, tonificado. Vestía un suéter grisáceo, jeans y aquellos anteojos. Sin darse cuenta, se había perdido en su mundo observando la silueta del chico moverse entre las frías calles desoladas del barrio de Camile.

Y la luz de su habitación se encendió de repente.
Aún así, en ese momento no le importó el hecho de que la luz repentina se enfocara en la ventana, como también ignoró que su silueta resplandecía contra la ventana, al igual que el azabache se haya girado y cortado su camino para mirarla cuando la luz irrumpió en su vista.

Supo entonces, que nunca había visto a alguien más atractivo que él.

La implacable luz de un relámpago irrumpió por una milésima de segundo en la habitación, y luego el potente sonido del trueno la trajo de vuelta a su realidad. Los vellos se le erizaron al sentir los escalofríos correr por su espalda. Las mejillas se lo enrojecieron al notar el extraño contacto visual que habían tenido. Parpadeó algunas veces para mirar una vez más al chico —quien ya estaba en camino hacia el pelirrojo, corriendo junto a sus maletas—, para luego girarse sobre sus talones y ver a Clarisse en aquellos pantalones rosas y camisa blanca que solía usar casi todas las noches.

—¿A quién mirabas?—la mujer le preguntó con una mirada sospechosa.

Camille se encogió de hombros, maldiciéndose por aún llevar algo de color en sus mejillas.

Clarisse la miró entrecerrando los ojos, su sobrina esbozó una risita, haciendo con sus manos señas diciendo que no pasaba nada.

La castaña se acostó en su acolchado y palmeó a su lado, dándole espacio a su tía. El colchón se movió un poco cuando el cuerpo de la mujer tomó lugar alado de Camille, la abrazó y le empezó a repetir lo que siempre le decía cuando no podía dormir.

—Todo estará bien, pequeña—le susurró.

La castaña sonrió y cerró los ojos, pensando en aquellos dos chicos y la forma en la que continuaría su travesía por Manhattan. Presentía que el pelirrojo era más aventurero, y en la forma en la que disfrutaba de la torrencial lluvia, parecía una paloma por fin liberada. A diferencia, aquel azabache era más relajado y observador, pero con cada vez que se le venía a la cabeza, la palabra "libertad" se asomaba allí.

De cualquier forma, podía ver un aire de purificación y libertad, tal cual simbolizaban las palomas blancas.

También pensó en el azabache y el contacto visual que habían tenido. No supo porqué, pero se sintió bien por unos segundos, hasta que aquel relámpago irrumpió su felicidad. De cualquier forma, sabía que no lo iba a volver a ver, y trató de dejar de pensar en su rostro. Luego de unos minutos, una duda se cruzó por su cabeza: ¿cómo sería su sonrisa?

Y se encontró pensando nuevamente en él y miles de formas en las cuales podría sonreír.

De pronto, no supo más, ya que el sueño la llevó a otra dimensión.