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Skin hecho por Hardrock de Captain Knows Best. Personalización del skin por Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
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Fix a heart.
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Fix a heart.
Fix a Heart.
Era la mañana de un sábado soleado en Apple Valley, el pequeño pueblo del condado de san Bernardino, California. Sus habitantes paseaban gustosos por las calles de piedra, maravillados por la fría brisa que les garantizaba el comienzo del otoño, contentos por el fin del ciclo de calor abrasador.
Las familias salían de sus casas a tomar aire, conversar trivialidades y jugar con los más pequeños; los solteros asomaban la cabeza entre sus sabanas, prometiéndose a sí mismos levantarse para sentir el primer día de frío en meses; las viudas chismoteaban acerca de lo loco que estaba el clima y de cómo esto iba a afectar al ambiente.
El concepto de «fin de semana» significaba calma, relajación, paz. Dos días en los que se descansaba plenamente. Más que nada para los adolescentes, quienes gozaban de fiestas nocturnas y tardes sin control o supervisión.
Pero, para la joven pelirroja de la casa color amarillo patito, los planes eran diferentes: sábado de detención. ¿Quién hubiera pensando que Maxine Green iba a intentar copiarse en un examen? Nadie, claro que no, era la chica más tierna, dulce y tímida del planeta, solo un tonto desconfiaría de ella. Y es por eso que la profesora se asombró tanto al verla, ¡La hija del mismísimo pastor!
«Estúpida, estúpida, estúpida» se repetía una y otra vez mientras ingresaba al instituto cargada con una pila de libros que se le había encomendado traer. «Tal vez, si hubieras sido apenas un poco menos descuidada y torpe de lo usual, podrías haberte salvado».
Caminó rápidamente por los pasillos mientras inspeccionaba cada aula, buscando con sus azulados ojos la número diecinueve. Cuando finalmente la encontró, luego de varios tropezones y de pasar unas diez veces por el mismo lugar, giró la perilla de acero y rezó para que nada malo le sucediera.
El panorama fue desolador. La pieza no tendría más de nueve metros cuadrados, tres de ancho y tres de largo; sobre la pared que sostenía la puerta, a su izquierda, se encontraba un pizarrón color verde lleno de polvo blanco, en frente de este había unos cuatro bancos con sillas y otros cinco más atrás. Las paredes estaban pintadas de un color celeste pastel y tan solo había una ventana circular en el fondo por la cual se podían ver algunos destellos de luz.
La sala número diecinueve era una prisión.
Escogió el banco más alejado del pizarrón, el que estaba al fondo a la izquierda, y esperó a que alguien llegase. El papel que le había entregado el director Marshall decía claramente que el horario de detención sería desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, pero Maxine había preferido llegar quince minutos antes de lo previsto, por si las dudas.
«¿Ahora te haces la buena, después de copiarte?» le retó una vocecilla en su cabeza.
Intentó controlarse para no llorar y cederle lugar al pánico. Miró sus muñecas dañadas, se había hecho esas marcas la noche anterior cuando que su padre le gritó furioso lo decepcionado que se encontraba de ella por su comportamiento; la señorita Alice lo había llamado para hablar de lo ocurrido. No había peor humillación para un pastor que el mal comportamiento de su hija.
Era débil. Sí. Lo sabía. La habían educado para ser amable, bondadosa y educada pero nunca la habían preparado para la adolescencia y todos los cambios que ello implicaba. ¿Cómo podía ella saberlo si sus padres la seguían tratando como una niña?
Se secó la pequeña lágrima que había caído por su ojo derecho justo a tiempo, si lo hubiera hecho unos segundos después la persona que estaba entrando podría haberla visto. Maxine recorrió con su mirada cada facción de aquel tenebroso muchacho: alto y de gran espalda, musculoso; rostro severo y ovalado, ojos castaños con lentillas verdes sumamente artificiales, cabello revoltoso y oscuro, boca tosca y nariz respingada. No había una sola parte del cuerpo en la que no tuviera un piercing o tatuaje. Llevaba una pequeña mochila color negra en su espalda.
Jason.
Su amiga Becky, la rubia dispersa que vivía en frente de su casa, le había hablado de él varias veces definiéndolo como «el gran idiota que asusta a los niños y les quita el dinero». Todos le tenían miedo y respeto, solo un estúpido se le hubiera enfrentado.
Sintió su estómago rugir de miedo cuando Jason colocó sus ojos en ella y dejó relucir una mueca de pura diversión. «Soy su próxima víctima, soy su próxima víctima, ay Dios no». Ya no tenía a quien más implorar para que la sacaran de allí, ni recordaba a cuantos Santos había invocado en los últimos veinte minutos.
Mientras más se acercaba el pánico iba subiendo, comiéndola en el interior. No se había movido ni un solo centímetro, seguía allí, con la cabeza en alto y las manos sobre la mesa, esperando. Por más que quisiera huir sabía que no podía, debía enfrentar el castigo.
La puerta se abrió nuevamente y la profesora Alice entró con sus típicos aires de egocentrismo. Maxine nunca se alegró tanto de ver a una persona, se recordó mentalmente que luego debería obsequiarle una manzana o algo por el estilo.
- ¿Y Austin?
- Se quedó dormido – explicó el muchacho sentado en la banca de adelante, cuando había escuchado el ruido de la puerta se apresuró lo suficiente como para que la mujer no sospechara de la broma que estaba a punto de hacer - . Dijo que llegaría en unos minutos.
- Espero que así sea, sino se quedaran una hora más.
La pelirroja no pudo evitar bufar. ¿Una hora más? Necesitaba llegar a tiempo para entregarles a los niños de la Casita de Javi los alimentos no perecederos que había estado juntando los meses anteriores, su padre iba a matarla si no llegaba a tiempo.
- Bien, tomen el libro de aritmética del primer semestre y comiencen con los ejercicios de las primeras páginas – les ordenó - . Cuando vuelva quiero ver a Austin aquí, ¿Entendido, Rumsfeld?
- Lo que diga, profesora – contestó el muchacho con una sonrisa socarrona en el rostro.
Cuando la mujer se fue el pánico volvió a fluir por sus venas. Seis horas encerrada haciendo ejercicios junto a un chico raro, ¡Y posiblemente serían siete! Por no mencionar el sermón que le esperaba cuando volviera a casa.
Dejó caer su cabeza sobre la mesa, sin importarle el ruido o daño que esta hiciera. Quería que su vida acabara en ese mismo momento, de tan solo pensar en el futuro le daban nauseas.
- ¿Y quién es esta?
No supo cuando tiempo llevaba en ese estado, tan solo escuchó aquella aterciopelada voz y notó que debería ser bastante. Levantó su cabeza y dirigió su mirada hacia el dueño del comentario, quedando maravillada: altura mediana, contextura delgada y con algo de musculatura; ojos color verde intenso, cabellos rubios, finos y cortos hasta por la oreja, boca carnosa y rosada más de lo común. Nunca había creído en la perfección, pero en ese momento… Lo único que podía hacer era mirarlo a los ojos, estaba perdida.
- Maxine Green – contestó el otro chico al ver que la pelirroja no diría una sola palabra - . La hija del pastor.
El rubio lanzó una carcajada que resonó por toda la habitación, parecía increíble que una persona como ella estuviera allí un sábado por la mañana.
- ¿Cómo hiciste para quedar atrapada aquí? – no le hablaba burlonamente, había algo en su voz que le resultaba amable y tranquilizador.
- Me copié en un examen – se encogió de hombros, como si realmente no fuera la gran cosa, aunque por dentro se estaba muriendo ante su pecado.
Los dos muchachos se lanzaron miradas sorprendidas y volvieron a reírse, aunque había algo diferente en sus risas. Jason lo hacía burlonamente, en cambio el chico nuevo… «Tan solo estoy delirando».
- Bueno, bienvenida a la sala número diecinueve, Maxine. Soy Austin Flint – se presentó el recién llegado mientras le daba su mano para estrechar.
Dudó, pero finalmente estrechó su mano con la del muchacho mientras susurraba unas palabras educadas, algo típico de ella.
- Un gusto.
Austin le sonrió y luego miró sus manos, entrelazadas. Notó que se había dado cuenta de las pequeñas marcas que tenía en su muñeca derecha y rápidamente lo soltó, aterrada. «Deberías haberte puesto una muñequera, ¡Estúpida!».
El dolor cruzó sus ojos. Si alguien se enteraba su familia pasaría a ser la vergüenza del pueblo, ya nada sería lo mismo, su padre ni siquiera la reconocería como hija, lo sabía y estaba consciente de ello. Lo que hacía estaba mal.
Jason interrumpió sus pensamientos, pidiéndole ayuda a su amigo con los ejercicios de aritmética, quien fue a rescatarlo de los problemas matemáticos.
No podía dejar de pensar en lo que le esperaba, pensaba que aquel chico iba a divulgar por todo el barrio su oscuro secreto. Pero no fue lo que sucedió realmente.
Se le cayó el lápiz de su pupitre y se agachó a alcanzarlo. Cuando se levantó nuevamente vio un pequeño papel sobre su mesa de madera.
Prometo no decir nada, solo si me dejas ayudarte.
Miró al rubio por unos segundos, quien tenía sus ojos puestos en ella. Finalmente dio un breve asentimiento con la cabeza y le sonrió.
Maxine había caído enamorada de su futuro salvador: Austin Flint.
Las familias salían de sus casas a tomar aire, conversar trivialidades y jugar con los más pequeños; los solteros asomaban la cabeza entre sus sabanas, prometiéndose a sí mismos levantarse para sentir el primer día de frío en meses; las viudas chismoteaban acerca de lo loco que estaba el clima y de cómo esto iba a afectar al ambiente.
El concepto de «fin de semana» significaba calma, relajación, paz. Dos días en los que se descansaba plenamente. Más que nada para los adolescentes, quienes gozaban de fiestas nocturnas y tardes sin control o supervisión.
Pero, para la joven pelirroja de la casa color amarillo patito, los planes eran diferentes: sábado de detención. ¿Quién hubiera pensando que Maxine Green iba a intentar copiarse en un examen? Nadie, claro que no, era la chica más tierna, dulce y tímida del planeta, solo un tonto desconfiaría de ella. Y es por eso que la profesora se asombró tanto al verla, ¡La hija del mismísimo pastor!
«Estúpida, estúpida, estúpida» se repetía una y otra vez mientras ingresaba al instituto cargada con una pila de libros que se le había encomendado traer. «Tal vez, si hubieras sido apenas un poco menos descuidada y torpe de lo usual, podrías haberte salvado».
Caminó rápidamente por los pasillos mientras inspeccionaba cada aula, buscando con sus azulados ojos la número diecinueve. Cuando finalmente la encontró, luego de varios tropezones y de pasar unas diez veces por el mismo lugar, giró la perilla de acero y rezó para que nada malo le sucediera.
El panorama fue desolador. La pieza no tendría más de nueve metros cuadrados, tres de ancho y tres de largo; sobre la pared que sostenía la puerta, a su izquierda, se encontraba un pizarrón color verde lleno de polvo blanco, en frente de este había unos cuatro bancos con sillas y otros cinco más atrás. Las paredes estaban pintadas de un color celeste pastel y tan solo había una ventana circular en el fondo por la cual se podían ver algunos destellos de luz.
La sala número diecinueve era una prisión.
Escogió el banco más alejado del pizarrón, el que estaba al fondo a la izquierda, y esperó a que alguien llegase. El papel que le había entregado el director Marshall decía claramente que el horario de detención sería desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, pero Maxine había preferido llegar quince minutos antes de lo previsto, por si las dudas.
«¿Ahora te haces la buena, después de copiarte?» le retó una vocecilla en su cabeza.
Intentó controlarse para no llorar y cederle lugar al pánico. Miró sus muñecas dañadas, se había hecho esas marcas la noche anterior cuando que su padre le gritó furioso lo decepcionado que se encontraba de ella por su comportamiento; la señorita Alice lo había llamado para hablar de lo ocurrido. No había peor humillación para un pastor que el mal comportamiento de su hija.
Era débil. Sí. Lo sabía. La habían educado para ser amable, bondadosa y educada pero nunca la habían preparado para la adolescencia y todos los cambios que ello implicaba. ¿Cómo podía ella saberlo si sus padres la seguían tratando como una niña?
Se secó la pequeña lágrima que había caído por su ojo derecho justo a tiempo, si lo hubiera hecho unos segundos después la persona que estaba entrando podría haberla visto. Maxine recorrió con su mirada cada facción de aquel tenebroso muchacho: alto y de gran espalda, musculoso; rostro severo y ovalado, ojos castaños con lentillas verdes sumamente artificiales, cabello revoltoso y oscuro, boca tosca y nariz respingada. No había una sola parte del cuerpo en la que no tuviera un piercing o tatuaje. Llevaba una pequeña mochila color negra en su espalda.
Jason.
Su amiga Becky, la rubia dispersa que vivía en frente de su casa, le había hablado de él varias veces definiéndolo como «el gran idiota que asusta a los niños y les quita el dinero». Todos le tenían miedo y respeto, solo un estúpido se le hubiera enfrentado.
Sintió su estómago rugir de miedo cuando Jason colocó sus ojos en ella y dejó relucir una mueca de pura diversión. «Soy su próxima víctima, soy su próxima víctima, ay Dios no». Ya no tenía a quien más implorar para que la sacaran de allí, ni recordaba a cuantos Santos había invocado en los últimos veinte minutos.
Mientras más se acercaba el pánico iba subiendo, comiéndola en el interior. No se había movido ni un solo centímetro, seguía allí, con la cabeza en alto y las manos sobre la mesa, esperando. Por más que quisiera huir sabía que no podía, debía enfrentar el castigo.
La puerta se abrió nuevamente y la profesora Alice entró con sus típicos aires de egocentrismo. Maxine nunca se alegró tanto de ver a una persona, se recordó mentalmente que luego debería obsequiarle una manzana o algo por el estilo.
- ¿Y Austin?
- Se quedó dormido – explicó el muchacho sentado en la banca de adelante, cuando había escuchado el ruido de la puerta se apresuró lo suficiente como para que la mujer no sospechara de la broma que estaba a punto de hacer - . Dijo que llegaría en unos minutos.
- Espero que así sea, sino se quedaran una hora más.
La pelirroja no pudo evitar bufar. ¿Una hora más? Necesitaba llegar a tiempo para entregarles a los niños de la Casita de Javi los alimentos no perecederos que había estado juntando los meses anteriores, su padre iba a matarla si no llegaba a tiempo.
- Bien, tomen el libro de aritmética del primer semestre y comiencen con los ejercicios de las primeras páginas – les ordenó - . Cuando vuelva quiero ver a Austin aquí, ¿Entendido, Rumsfeld?
- Lo que diga, profesora – contestó el muchacho con una sonrisa socarrona en el rostro.
Cuando la mujer se fue el pánico volvió a fluir por sus venas. Seis horas encerrada haciendo ejercicios junto a un chico raro, ¡Y posiblemente serían siete! Por no mencionar el sermón que le esperaba cuando volviera a casa.
Dejó caer su cabeza sobre la mesa, sin importarle el ruido o daño que esta hiciera. Quería que su vida acabara en ese mismo momento, de tan solo pensar en el futuro le daban nauseas.
- ¿Y quién es esta?
No supo cuando tiempo llevaba en ese estado, tan solo escuchó aquella aterciopelada voz y notó que debería ser bastante. Levantó su cabeza y dirigió su mirada hacia el dueño del comentario, quedando maravillada: altura mediana, contextura delgada y con algo de musculatura; ojos color verde intenso, cabellos rubios, finos y cortos hasta por la oreja, boca carnosa y rosada más de lo común. Nunca había creído en la perfección, pero en ese momento… Lo único que podía hacer era mirarlo a los ojos, estaba perdida.
- Maxine Green – contestó el otro chico al ver que la pelirroja no diría una sola palabra - . La hija del pastor.
El rubio lanzó una carcajada que resonó por toda la habitación, parecía increíble que una persona como ella estuviera allí un sábado por la mañana.
- ¿Cómo hiciste para quedar atrapada aquí? – no le hablaba burlonamente, había algo en su voz que le resultaba amable y tranquilizador.
- Me copié en un examen – se encogió de hombros, como si realmente no fuera la gran cosa, aunque por dentro se estaba muriendo ante su pecado.
Los dos muchachos se lanzaron miradas sorprendidas y volvieron a reírse, aunque había algo diferente en sus risas. Jason lo hacía burlonamente, en cambio el chico nuevo… «Tan solo estoy delirando».
- Bueno, bienvenida a la sala número diecinueve, Maxine. Soy Austin Flint – se presentó el recién llegado mientras le daba su mano para estrechar.
Dudó, pero finalmente estrechó su mano con la del muchacho mientras susurraba unas palabras educadas, algo típico de ella.
- Un gusto.
Austin le sonrió y luego miró sus manos, entrelazadas. Notó que se había dado cuenta de las pequeñas marcas que tenía en su muñeca derecha y rápidamente lo soltó, aterrada. «Deberías haberte puesto una muñequera, ¡Estúpida!».
El dolor cruzó sus ojos. Si alguien se enteraba su familia pasaría a ser la vergüenza del pueblo, ya nada sería lo mismo, su padre ni siquiera la reconocería como hija, lo sabía y estaba consciente de ello. Lo que hacía estaba mal.
Jason interrumpió sus pensamientos, pidiéndole ayuda a su amigo con los ejercicios de aritmética, quien fue a rescatarlo de los problemas matemáticos.
No podía dejar de pensar en lo que le esperaba, pensaba que aquel chico iba a divulgar por todo el barrio su oscuro secreto. Pero no fue lo que sucedió realmente.
Se le cayó el lápiz de su pupitre y se agachó a alcanzarlo. Cuando se levantó nuevamente vio un pequeño papel sobre su mesa de madera.
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