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Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
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Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Sins Of The Flesh [James Maslow]
Esta es la primera novela erótica que he leído y me ha dejado un buen sabor de boca, asi que aquí os la traigo en mi propia versión, con el sexy Maslow… Bueno, no es mi prioridad (ya que no estoy cumpliendo como debería en mi otra nove, DNSKG, link debajo de mi avatar) pero creo que va a ser fácil ya que esta todo escrito y tiene treinta y dos capítulos cortos. So, enjoy it!!
۞Autora: Devyn Quinn
۞Género: Erotismo, Drama, Vampirismo Gótico.
۞Advertencias: Esta novela ha sido editada en las partes mas escandalosas, para no arruinar la fantasia heterosexual. NO APARECE NINGUN PERSONAJE MAS DE BTR, ASI QUE POR FAVOR, NO HAY PLAZAS PARA NADIE. SOLO JAMES Y HANNA (o "tu", como os acomode mejor.)
۞Otras Paginas: No.
S I N O P S I S
Cuando Hanna Fawks es despedida de una pequeña librería, no tiene tiempo de llorar ni deprimirse, ya que ha perdido demasiado dinero y los acreedores no se distinguen precisamente por su paciencia. Y cuando ve que en el club más de moda de la ciudad están buscando a una camarera, entra decidida a obtener el puesto. Con lo que no contaba era con que su jefe fuera el misterioso y terriblemente sexy James Carnavorn.
El Mystique es un club gótico, un descenso a la decadencia. El frenesí sexual late al ritmo de la música desenfrenada y delirante. Antes de darse cuenta, la sangre de Hanna se calienta y se acelera. Y el culpable es James. Es un amante creativo, dominante, que la despierta a placeres físicos que nunca imaginó, y a deseos tan oscuros y peligrosos que su corazón se dispara cada vez que se rozan. Pero cada clímax tiene su precio, y pronto James reclamará que Hanna pague todas sus deudas... con algo más que pasión.
۞Autora: Devyn Quinn
۞Género: Erotismo, Drama, Vampirismo Gótico.
۞Advertencias: Esta novela ha sido editada en las partes mas escandalosas, para no arruinar la fantasia heterosexual. NO APARECE NINGUN PERSONAJE MAS DE BTR, ASI QUE POR FAVOR, NO HAY PLAZAS PARA NADIE. SOLO JAMES Y HANNA (o "tu", como os acomode mejor.)
۞Otras Paginas: No.
S I N O P S I S
Cuando Hanna Fawks es despedida de una pequeña librería, no tiene tiempo de llorar ni deprimirse, ya que ha perdido demasiado dinero y los acreedores no se distinguen precisamente por su paciencia. Y cuando ve que en el club más de moda de la ciudad están buscando a una camarera, entra decidida a obtener el puesto. Con lo que no contaba era con que su jefe fuera el misterioso y terriblemente sexy James Carnavorn.
El Mystique es un club gótico, un descenso a la decadencia. El frenesí sexual late al ritmo de la música desenfrenada y delirante. Antes de darse cuenta, la sangre de Hanna se calienta y se acelera. Y el culpable es James. Es un amante creativo, dominante, que la despierta a placeres físicos que nunca imaginó, y a deseos tan oscuros y peligrosos que su corazón se dispara cada vez que se rozan. Pero cada clímax tiene su precio, y pronto James reclamará que Hanna pague todas sus deudas... con algo más que pasión.
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Primera Lectora... Me encanta en serio... Soy amante de esas novelas me encantan y la tuya me llamo la atención.
Besos y Abrazos :hug:
Besos y Abrazos :hug:
Daniela Henderson
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Daniela Henderson escribió:Primera Lectora... Me encanta en serio... Soy amante de esas novelas me encantan y la tuya me llamo la atención.
Besos y Abrazos
Bienvenida Daniela!! Enseguida subo los tres primeros capitulos ☻
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 1
Warren, California.
Una vez más, la noche había llegado a su fin. Las garras del alba se aferraban al horizonte de la tierra, negándose a ceder ni una hora más a la oscuridad. Lentamente, las orillas del oscuro cielo nocturno se teñían de rosa pálido. Muy pronto, el despiadado sol reinaría de nuevo.
James Carnavorn, acostado sobre una chaise longe, se tomaba el último trago de su vaso de jerez.
—Una noche más —murmuró para sí— echada a perder.
Con la ropa mal puesta y apestando a sexo, echó una mirada a su alrededor. Estaba rodeado de una proliferación de cuerpos desnudos. El olor corporal que desprendían se mezclaba con el intenso aroma a incienso de sándalo que flotaba en la habitación. Los sexos se mezclaban, se fusionaban. Aquella noche no sonó música y, sin embargo, muchos de ellos bailaron juntos dibujando rítmicos y lentos movimientos. Otros, más cegados por el placer, se adueñaron de sofás, sillas e incluso del suelo y se dejaron llevar por la pasión de ardientes prácticas amatorias. Fundidos en íntimos abrazos, se exploraron centímetro a centímetro con las manos y la boca.
James frunció el ceño disgustado.
—Ya no soy capaz de distinguir una noche de otra. —Su vida se había convertido en una nube borrosa. No estaba viviendo de verdad. Simplemente existía.
Disgustado, se levantó; casi tropieza con las mujeres desnudas que estaban acostadas sobre la alfombra. Registró un vago recuerdo. Se había follado a una de ellas. Más de una vez, analmente, oralmente, y en todas las posturas que uno se pueda imaginar.
Cerró los ojos e intentó rescatar un recuerdo que no tenía ningún interés en rememorar; en su boca se dibujó una mueca de disgusto. La imagen del cuerpo desnudo de aquella chica no conseguía hacerlo reaccionar. Se preguntaba sí habría visto en ella algo más que una mera herramienta para saciar su apetito. Emitió un profundo gruñido.
—Nada, maldita sea. Nada.
En lugar de sentirse satisfecho, se sentía vacío. Aquella mujer no significaba nada, no había causado ni las más mínima impresión en él. Ni siquiera sabía su nombre. Dentro de algunas horas no recordaría ni su cara.
—Qué Dios me perdone —dijo esbozando una malvada sonrisa—. Nunca pensé que me aburriría de la inmoralidad.
Triste, pero cierto.
James apretó los labios. Todo lo que debía ir bien en su vida iba mal. Muy mal.
Se sintió atrapado entre aquellas paredes, agobiado por la respiración de todas aquellas personas; necesitaba salir al exterior. Si no salía, empezaría a gritar y no pararía de hacerlo nunca más.
Se detuvo un momento para rellenar un vaso que, últimamente, se vaciaba con demasiada regularidad y se encaminó hacia las puertas francesas que daban a los jardines traseros.
Cuando salió, se sintió más aliviado gracias al fresco y perfumado aire de la mañana, pero le seguía doliendo un poco la cabeza.
Mientras se bebía el jerez, observó cómo el día se abría paso entre las sombras. Aquellas silenciosas horas, cuando el mundo aún dormía, eran las que más duras le resultaban; la soledad se apoderaba de él y sentía que su alma estaba vacía. Pronto tendría que buscar refugio. Durante el día, sus energías y habilidades paranormales se debilitaban. Si se mantenía a cubierto, podía ir a cualquier sitio con bastante libertad. Cuando salía al exterior, al bajar del coche, debía apresurarse para ocultarse del sol. Sin embargo, últimamente, había flirteado con la idea de exponerse a la luz del sol.
El suicido lo tentaba, pero siempre se había contenido. Y no porque no fuera lo bastante fuerte; no necesitaba ser fuerte para exponerse a la luz del sol. Sólo debía caminar hasta que se le quemara la carne y su piel se convirtiera en polvo. Sin duda, una muerte como ésa sería dolorosa. Tal vez sería una penitencia bien merecida.
Mikaela murió y él había sobrevivido.
James dio un paso hacia delante y luego otro; pero se sintió incapaz de dar un tercero.
Se paró. Enterró la idea de la autoinmolación en lo más recóndito de su mente. Los Kynn escaseaban. Los Amhais, acosadores de las sombras, operaban con eficiencia. Los cazadores de vampiros, empujados por el fanatismo religioso, no desistirían jamás. El mismo había estado a punto de caer en sus redes en varias ocasiones. Aquellos humanos eran expertos asesinos y estaban demasiado dispuestos a morir por su causa.
Para los Amhais, un vampiro era un vampiro. Y los vampiros debían ser asesinados.
A James se le hizo un nudo en la garganta. Un gélido escalofrío le recorrió la espalda. Ya había pasado casi un siglo desde que perdió a Mikaela por culpa de esos estúpidos ignorantes.
A pesar de que nunca fue un hombre que se dejara llevar por la tristeza, cayó en una profunda depresión; su existencia se le antojaba una fútil maldición. La inmortalidad no significaba nada cuando se tenía que pasar en soledad, y la muerte de su señora era más difícil de soportar sabiendo que tenía toda la eternidad por delante. Creía que había progresado desde entonces, pero no era así.
Cerró los ojos. Recordar la muerte de Mikaela le provocó un fuerte dolor de cabeza; sus manos empezaron a temblar. Temiendo desmayarse, pasó los fríos dedos por los ojos y presionó los párpados con fuerza. Él y Mikaela no habían estado juntos durante mucho tiempo, pero la huella que dejó en él quedó indeleblemente grabada en su cerebro.
Mikaela había sido su señora. Su amante. Ella lo había sido todo para él.
Habían planeado una eternidad juntos, y tuvieron menos de una década. Nunca encontraría una mujer que pudiera reemplazarla. En realidad, las mujeres que había actualmente en su vida sólo eran cuerpos bonitos; pasaban de largo en su vida y no dejaban huella alguna ni en su mente ni en su corazón.
Antes era un hedonista en el más amplio sentido de la palabra. Hubo un tiempo en su vida en el que no podía parar de buscar el pecado; era su naturaleza. La vida estaba hecha para disfrutarla y había demasiadas tentaciones.
Sin embargo, había pasado ya mucho tiempo. El mundo había cambiado. Los humanos crecían, envejecían y morían a su alrededor. La tecnología había evolucionado, la geografía había cambiado, las culturas se encontraban y se fusionaban. Mantenerse a flote nunca había supuesto ningún problema para él.
Hasta ahora.
En algún momento que James no podía precisar con claridad, la entropía se había adueñado de su vida. La raíz de ese veneno anidó en sus sentidos y se adueñó de todo su ser. Finalmente, los dos monstruos de su vida, la lujuria y la codicia, se habían vuelto en su contra. La suma de ambos factores no aumentaba su calidad, sino que la deterioraba. Tenía veinticuatro años cuando dejó de cumplirlos, ahora estaba iniciando la primera mitad de su segundo siglo. La vida, que un día juró conseguir, ahora lo aburría terriblemente.
¡Mierda! Tenía la sensación de que todo le iba mal. ¿Se suponía que los inmortales padecían una crisis de mitad de siglo? No sabía por qué, pero tenía el presentimiento de que no solucionaría ese bache comprándose cadenas de oro y un Lamborghini.
James observó el peligroso sol. De repente se le revolvió el estómago y le flaquearon las rodillas. Hacía tan sólo unos minutos su cuerpo ardía de deseo; ahora estaba completamente helado. El sudor empapaba su camiseta y le salpicaba la frente.
«Tú y yo tal vez nos volvamos a encontrar.»
A su espalda, una voz irrumpió en sus pensamientos.
—¿Señor?
James se volvió. Simpson, su criado y confidente, estaba de pie detrás de él. Era un hombre discreto y completamente de fiar; se podía confiar en Simpson para que hiciera su trabajo y para que mantuviera los ojos abiertos y la boca cerrada.
James tragó con fuerza, pero no supo si se sentía aliviado o desilusionado. Su reunión con el brillante astro tendría que esperar. Tal vez mañana. Pero, definitivamente, no sería hoy.
—¿Se han ido ya?
Simpson, cuya tez era sombría y seria, asintió enérgicamente.
—Los he echado a todos.
James asintió. No había nada que odiara más que una casa llena de cuerpos exhaustos. Una vez concluida la orgía, quería que lo dejaran solo.
—¿Y la chica? —preguntó refiriéndose a su polvo más reciente.
Simpson frunció el ceño.
—Le he pagado y se ha ido. —Sus palabras destilaban desaprobación.
James tomó otro trago de jerez mientras pensaba que tenía pocas ganas de decir lo que iba a decir.
—Supongo que no debería traer a casa a toda esa chusma. —En ningún momento pretendió darle un tono interrogativo a su frase.
—Si me permite decirlo, señor —replicó el criado—, es peligroso que siga exponiéndose a esa gentuza. Su reputación no está en muy alta consideración. Cualquier día de estos...
—Me darán alguna sorpresa desagradable —lo interrumpió James, molesto—. Lo sé. —Últimamente no estaba siendo precisamente discreto.
Simpson resopló, mirándolo bastante disgustado.
—Un poquito más de..., ¿cómo le diría?, moderación por su parte podría ayudar mucho a su reputación. Se habla demasiado sobre lo que ocurre en esta casa. James arrugó la frente y encogió los hombros sintiéndose incapaz de protestar. Todo lo que Simpson estaba diciendo era verdad. Probablemente, llegados al punto en el que estaba, intentar salvar su reputación era inútil. Como Kynn, había elegido no limitar su inclinación por la aventura sexual. En realidad, había hecho todo lo contrario. Explotó la mitología vampírica abriendo exitosos clubes nocturnos de temática gótica. Al hacerlo, había rehecho su fortuna en varias ocasiones. Cuando tenía algún problema, utilizaba una solución de hombre rico: el dinero.
Lo único que el dinero no podía comprar era su paz interior. O el amor.
«Algo que no he vuelto a tener desde que Mikaela murió.» Había empezado a dudar de si alguna vez volvería a tener la oportunidad de encontrar una segunda pareja.
Intentando olvidar ese tema, apuró el contenido de su vaso. La sensación de vacío le estaba comiendo por dentro.
—No quiero seguir hablando de este tema. —Sus palabras significaban: esta conversación se ha acabado.
—Por supuesto, lord Carnavorn. —Simpson sólo utilizaba el título de James cuando estaba molesto. Con los labios apretados, James se masajeó las sienes. Joder. ¡Que se cabree si quiere! El dolor de cabeza volvió con fuerza; tenía la sensación de que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Había bebido y follado mucho y se sentía como una mierda. El agotamiento se había apoderado de él y ni siquiera se había dado cuenta. En lugar de sentirse vigorizado gracias a su reciente alimento, se sentía como un bloque de hormigón. Pesado, gris e inerte.
Un rayo de sol se posó sobre su piel y él volvió a las protectoras sombras. Simpson lo siguió. Como si intuyese los últimos pensamientos de su señor, el criado bajó las persianas. Se cerraron emitiendo un enérgico chasquido; podían protegerlo del mundo exterior, pero no de sus pensamientos.
James deseó poder cerrar los ojos y escapar a algún lugar indeterminado; vivir en paz en el limbo para siempre.
Simpson se quedó frente a él, manteniendo la distancia deliberadamente.
—¿Está usted bien, señor?
James tenía la mandíbula rígida. Le dolían mucho los hombros y el cuello.
—Estaré bien.
Por lo menos, eso esperaba.
Los excesos de la noche anterior empezaban a pasarle factura; se presionó los ojos con las manos. Tal vez, si se pudiera frotar con fuerza el cerebro, destruiría las neuronas de su cerebro y dejaría de pensar. De respirar. De existir.
Pensar en la cama vacía que le esperaba aún lo deprimía más. Últimamente dormía muy poco, principalmente porque odiaba enfrentarse a esa desierta extensión de sábanas frías. A pesar de la multitud de preciosas mujeres que había tenido a mano recientemente, se iba a la cama solo. Otra vez.
Warren, California.
Una vez más, la noche había llegado a su fin. Las garras del alba se aferraban al horizonte de la tierra, negándose a ceder ni una hora más a la oscuridad. Lentamente, las orillas del oscuro cielo nocturno se teñían de rosa pálido. Muy pronto, el despiadado sol reinaría de nuevo.
James Carnavorn, acostado sobre una chaise longe, se tomaba el último trago de su vaso de jerez.
—Una noche más —murmuró para sí— echada a perder.
Con la ropa mal puesta y apestando a sexo, echó una mirada a su alrededor. Estaba rodeado de una proliferación de cuerpos desnudos. El olor corporal que desprendían se mezclaba con el intenso aroma a incienso de sándalo que flotaba en la habitación. Los sexos se mezclaban, se fusionaban. Aquella noche no sonó música y, sin embargo, muchos de ellos bailaron juntos dibujando rítmicos y lentos movimientos. Otros, más cegados por el placer, se adueñaron de sofás, sillas e incluso del suelo y se dejaron llevar por la pasión de ardientes prácticas amatorias. Fundidos en íntimos abrazos, se exploraron centímetro a centímetro con las manos y la boca.
James frunció el ceño disgustado.
—Ya no soy capaz de distinguir una noche de otra. —Su vida se había convertido en una nube borrosa. No estaba viviendo de verdad. Simplemente existía.
Disgustado, se levantó; casi tropieza con las mujeres desnudas que estaban acostadas sobre la alfombra. Registró un vago recuerdo. Se había follado a una de ellas. Más de una vez, analmente, oralmente, y en todas las posturas que uno se pueda imaginar.
Cerró los ojos e intentó rescatar un recuerdo que no tenía ningún interés en rememorar; en su boca se dibujó una mueca de disgusto. La imagen del cuerpo desnudo de aquella chica no conseguía hacerlo reaccionar. Se preguntaba sí habría visto en ella algo más que una mera herramienta para saciar su apetito. Emitió un profundo gruñido.
—Nada, maldita sea. Nada.
En lugar de sentirse satisfecho, se sentía vacío. Aquella mujer no significaba nada, no había causado ni las más mínima impresión en él. Ni siquiera sabía su nombre. Dentro de algunas horas no recordaría ni su cara.
—Qué Dios me perdone —dijo esbozando una malvada sonrisa—. Nunca pensé que me aburriría de la inmoralidad.
Triste, pero cierto.
James apretó los labios. Todo lo que debía ir bien en su vida iba mal. Muy mal.
Se sintió atrapado entre aquellas paredes, agobiado por la respiración de todas aquellas personas; necesitaba salir al exterior. Si no salía, empezaría a gritar y no pararía de hacerlo nunca más.
Se detuvo un momento para rellenar un vaso que, últimamente, se vaciaba con demasiada regularidad y se encaminó hacia las puertas francesas que daban a los jardines traseros.
Cuando salió, se sintió más aliviado gracias al fresco y perfumado aire de la mañana, pero le seguía doliendo un poco la cabeza.
Mientras se bebía el jerez, observó cómo el día se abría paso entre las sombras. Aquellas silenciosas horas, cuando el mundo aún dormía, eran las que más duras le resultaban; la soledad se apoderaba de él y sentía que su alma estaba vacía. Pronto tendría que buscar refugio. Durante el día, sus energías y habilidades paranormales se debilitaban. Si se mantenía a cubierto, podía ir a cualquier sitio con bastante libertad. Cuando salía al exterior, al bajar del coche, debía apresurarse para ocultarse del sol. Sin embargo, últimamente, había flirteado con la idea de exponerse a la luz del sol.
El suicido lo tentaba, pero siempre se había contenido. Y no porque no fuera lo bastante fuerte; no necesitaba ser fuerte para exponerse a la luz del sol. Sólo debía caminar hasta que se le quemara la carne y su piel se convirtiera en polvo. Sin duda, una muerte como ésa sería dolorosa. Tal vez sería una penitencia bien merecida.
Mikaela murió y él había sobrevivido.
James dio un paso hacia delante y luego otro; pero se sintió incapaz de dar un tercero.
Se paró. Enterró la idea de la autoinmolación en lo más recóndito de su mente. Los Kynn escaseaban. Los Amhais, acosadores de las sombras, operaban con eficiencia. Los cazadores de vampiros, empujados por el fanatismo religioso, no desistirían jamás. El mismo había estado a punto de caer en sus redes en varias ocasiones. Aquellos humanos eran expertos asesinos y estaban demasiado dispuestos a morir por su causa.
Para los Amhais, un vampiro era un vampiro. Y los vampiros debían ser asesinados.
A James se le hizo un nudo en la garganta. Un gélido escalofrío le recorrió la espalda. Ya había pasado casi un siglo desde que perdió a Mikaela por culpa de esos estúpidos ignorantes.
A pesar de que nunca fue un hombre que se dejara llevar por la tristeza, cayó en una profunda depresión; su existencia se le antojaba una fútil maldición. La inmortalidad no significaba nada cuando se tenía que pasar en soledad, y la muerte de su señora era más difícil de soportar sabiendo que tenía toda la eternidad por delante. Creía que había progresado desde entonces, pero no era así.
Cerró los ojos. Recordar la muerte de Mikaela le provocó un fuerte dolor de cabeza; sus manos empezaron a temblar. Temiendo desmayarse, pasó los fríos dedos por los ojos y presionó los párpados con fuerza. Él y Mikaela no habían estado juntos durante mucho tiempo, pero la huella que dejó en él quedó indeleblemente grabada en su cerebro.
Mikaela había sido su señora. Su amante. Ella lo había sido todo para él.
Habían planeado una eternidad juntos, y tuvieron menos de una década. Nunca encontraría una mujer que pudiera reemplazarla. En realidad, las mujeres que había actualmente en su vida sólo eran cuerpos bonitos; pasaban de largo en su vida y no dejaban huella alguna ni en su mente ni en su corazón.
Antes era un hedonista en el más amplio sentido de la palabra. Hubo un tiempo en su vida en el que no podía parar de buscar el pecado; era su naturaleza. La vida estaba hecha para disfrutarla y había demasiadas tentaciones.
Sin embargo, había pasado ya mucho tiempo. El mundo había cambiado. Los humanos crecían, envejecían y morían a su alrededor. La tecnología había evolucionado, la geografía había cambiado, las culturas se encontraban y se fusionaban. Mantenerse a flote nunca había supuesto ningún problema para él.
Hasta ahora.
En algún momento que James no podía precisar con claridad, la entropía se había adueñado de su vida. La raíz de ese veneno anidó en sus sentidos y se adueñó de todo su ser. Finalmente, los dos monstruos de su vida, la lujuria y la codicia, se habían vuelto en su contra. La suma de ambos factores no aumentaba su calidad, sino que la deterioraba. Tenía veinticuatro años cuando dejó de cumplirlos, ahora estaba iniciando la primera mitad de su segundo siglo. La vida, que un día juró conseguir, ahora lo aburría terriblemente.
¡Mierda! Tenía la sensación de que todo le iba mal. ¿Se suponía que los inmortales padecían una crisis de mitad de siglo? No sabía por qué, pero tenía el presentimiento de que no solucionaría ese bache comprándose cadenas de oro y un Lamborghini.
James observó el peligroso sol. De repente se le revolvió el estómago y le flaquearon las rodillas. Hacía tan sólo unos minutos su cuerpo ardía de deseo; ahora estaba completamente helado. El sudor empapaba su camiseta y le salpicaba la frente.
«Tú y yo tal vez nos volvamos a encontrar.»
A su espalda, una voz irrumpió en sus pensamientos.
—¿Señor?
James se volvió. Simpson, su criado y confidente, estaba de pie detrás de él. Era un hombre discreto y completamente de fiar; se podía confiar en Simpson para que hiciera su trabajo y para que mantuviera los ojos abiertos y la boca cerrada.
James tragó con fuerza, pero no supo si se sentía aliviado o desilusionado. Su reunión con el brillante astro tendría que esperar. Tal vez mañana. Pero, definitivamente, no sería hoy.
—¿Se han ido ya?
Simpson, cuya tez era sombría y seria, asintió enérgicamente.
—Los he echado a todos.
James asintió. No había nada que odiara más que una casa llena de cuerpos exhaustos. Una vez concluida la orgía, quería que lo dejaran solo.
—¿Y la chica? —preguntó refiriéndose a su polvo más reciente.
Simpson frunció el ceño.
—Le he pagado y se ha ido. —Sus palabras destilaban desaprobación.
James tomó otro trago de jerez mientras pensaba que tenía pocas ganas de decir lo que iba a decir.
—Supongo que no debería traer a casa a toda esa chusma. —En ningún momento pretendió darle un tono interrogativo a su frase.
—Si me permite decirlo, señor —replicó el criado—, es peligroso que siga exponiéndose a esa gentuza. Su reputación no está en muy alta consideración. Cualquier día de estos...
—Me darán alguna sorpresa desagradable —lo interrumpió James, molesto—. Lo sé. —Últimamente no estaba siendo precisamente discreto.
Simpson resopló, mirándolo bastante disgustado.
—Un poquito más de..., ¿cómo le diría?, moderación por su parte podría ayudar mucho a su reputación. Se habla demasiado sobre lo que ocurre en esta casa. James arrugó la frente y encogió los hombros sintiéndose incapaz de protestar. Todo lo que Simpson estaba diciendo era verdad. Probablemente, llegados al punto en el que estaba, intentar salvar su reputación era inútil. Como Kynn, había elegido no limitar su inclinación por la aventura sexual. En realidad, había hecho todo lo contrario. Explotó la mitología vampírica abriendo exitosos clubes nocturnos de temática gótica. Al hacerlo, había rehecho su fortuna en varias ocasiones. Cuando tenía algún problema, utilizaba una solución de hombre rico: el dinero.
Lo único que el dinero no podía comprar era su paz interior. O el amor.
«Algo que no he vuelto a tener desde que Mikaela murió.» Había empezado a dudar de si alguna vez volvería a tener la oportunidad de encontrar una segunda pareja.
Intentando olvidar ese tema, apuró el contenido de su vaso. La sensación de vacío le estaba comiendo por dentro.
—No quiero seguir hablando de este tema. —Sus palabras significaban: esta conversación se ha acabado.
—Por supuesto, lord Carnavorn. —Simpson sólo utilizaba el título de James cuando estaba molesto. Con los labios apretados, James se masajeó las sienes. Joder. ¡Que se cabree si quiere! El dolor de cabeza volvió con fuerza; tenía la sensación de que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Había bebido y follado mucho y se sentía como una mierda. El agotamiento se había apoderado de él y ni siquiera se había dado cuenta. En lugar de sentirse vigorizado gracias a su reciente alimento, se sentía como un bloque de hormigón. Pesado, gris e inerte.
Un rayo de sol se posó sobre su piel y él volvió a las protectoras sombras. Simpson lo siguió. Como si intuyese los últimos pensamientos de su señor, el criado bajó las persianas. Se cerraron emitiendo un enérgico chasquido; podían protegerlo del mundo exterior, pero no de sus pensamientos.
James deseó poder cerrar los ojos y escapar a algún lugar indeterminado; vivir en paz en el limbo para siempre.
Simpson se quedó frente a él, manteniendo la distancia deliberadamente.
—¿Está usted bien, señor?
James tenía la mandíbula rígida. Le dolían mucho los hombros y el cuello.
—Estaré bien.
Por lo menos, eso esperaba.
Los excesos de la noche anterior empezaban a pasarle factura; se presionó los ojos con las manos. Tal vez, si se pudiera frotar con fuerza el cerebro, destruiría las neuronas de su cerebro y dejaría de pensar. De respirar. De existir.
Pensar en la cama vacía que le esperaba aún lo deprimía más. Últimamente dormía muy poco, principalmente porque odiaba enfrentarse a esa desierta extensión de sábanas frías. A pesar de la multitud de preciosas mujeres que había tenido a mano recientemente, se iba a la cama solo. Otra vez.
Última edición por Brunella Moritz el Lun 05 Nov 2012, 7:02 am, editado 1 vez
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 2
El dependiente giró el cartel de «ABIERTO» y pudo leerse «CERRADO».
—No me puedo creer que ésta sea la última vez que vayamos a hacer esto.
Hanna Fawks y Ginny Smithers estaban absortas mirando a su jefe contabilizando las ventas del día; el hombre de pelo cano levantó la mirada.
—Lo hemos intentado, chicas. Pero no vendemos lo suficiente como para mantener la librería abierta —dijo Harold frunciendo el ceño—. El problema es que la tienda no está situada en las nuevas instalaciones que se están construyendo en la otra parte de la ciudad.
Las chicas asintieron.
—Es una lástima. El centro comercial ha absorbido los negocios de la calle Main —susurró Ginny.
Hanna arrugó la frente. Se había quedado sin trabajo por culpa del nuevo centro comercial; Harold era incapaz de competir con la enorme librería que habían abierto allí. Le hubiera encantado que se trasladasen a un lugar mejor, pero no se podían permitir el desorbitado alquiler que pedían por los locales. De nada servía que hicieran ofertas, no importaba cuánto llegasen a bajar los precios, la nueva librería siempre estaba un paso por delante de ellos. Además, los otros tenían una cafetería; ¡con eso no se podía competir! ¿Por qué iba alguien a ir a su pequeña tienda cuando le esperaba una cornucopia en la otra parte de la ciudad?
Hanna se enjugo una lagrima.
—Me hubiera gustado tanto seguir trabajando aquí... —Echó un último vistazo a las estanterías vacías—. ¡Es una librería tan acogedora!
—Era una librería muy acogedora —refunfuñó Harold mientras escribia en una hoja las cifras del día para su registro. Aquel último mes de liquidación sólo había conseguido ganar el dinero suficiente para cubrir el alquiler del local y el sueldo de su socia y su empleada. No sobraba nada para el.
Hanna, la socia en cuestión, contó el dinero correspondiente al sueldo de una semana de Ginny.
—Aquí tienes. Siento que no sea más...
Ginny negó con la cabeza.
—No quiero el dinero.
Hanna sonrió a pesar de su tristeza. Ginny Smithers nunca quería coger su dinero. Era una chica miope de casi treinta años que vivía de una pobre paga de la Seguridad Social con la que a duras penas le alcanzaba para vivir.
Aunque Ginny protestara alegando que no necesitaba el dinero, Hanna y Harold siempre insistían hasta que la chica lo aceptaba. Ginny había sido la única trabajadora que se había podido quedar en aquellos dos últimos meses. El resto del personal se había marchado a medida que las ventas disminuían.
Harold suspiró, cansado.
—Por favor, Ginny, hoy no. Has trabajado muy duro esta semana. Coge el dinero, vete a casa y descansa. Ha sido un día muy largo.
Ginny se metió el dinero en su monedero cuidadosamente.
—¿Necesitais ayuda para cerrar?
Harold y Hanna negaron con la cabeza.
—No —respondió Hanna—. Sólo tengo que llevarme estas últimas cajas de libros que no se han vendido y ya estará todo.
Ginny vaciló un momento prolongando su despedida.
—Si estáis seguros...
Ginny dio a Hanna unas cariñosas palmaditas en la mejilla.
—¿Pasarás a verme algún día?
Hanna sonrió aunque, en el fondo, no estaba muy alegre.
—Pues claro que iré a verte, y espero tener una de tus deliciosas magdalenas de chocolate esperándome.
Una sincera sonrisa iluminó el rostro de Ginny.
—Haré una gran hornada.
—Perfecto. —Hanna acompañó a la mujer hasta la puerta—. Venga, vete a casa antes de que anochezca.
Levantó la cabeza y miró hacia arriba. Se avecinaba una tormenta. El cielo tenía un aspecto plomizo: las nubes, pesadas, amenazaban con descargar ferozmente. Se estaba levantando un viento muy frío procedente del norte; estaba claro que el gélido invierno no parecía tener ninguna intención de despedirse tan pronto. Aquel marzo estaba siendo especialmente frío; demasiado para la soleada California.
De todas formas, a ella le gustaban esos días. Relacionaba la lluvia con un cálido fuego, una taza de chocolate caliente y un buen libro; eran días para perderse en otro mundo.
Hanna, con los brazos cruzados, observó cómo Ginny arrastraba los pies por la acera mientras se alejaba. Eran las cinco en punto de la tarde y los demás comercios de la calle Main también estaban cerrando. Esta parte de la ciudad normalmente se recogía al ponerse el sol. Harold termino de arreglarlo todo y se fue adentro, no necesitaba despedirse de Hanna, puesto que ya habiendo liquidado todo lo del mes, no habia tampoco ningun dinero extra que pudiesen repartirse. A ella unicamente le correspondia irse de alli de una buena vez.
Suspiró y observó la librería por última vez; tan sólo hacía unas horas estaba llena de libros. Novedades, ficción, no ficción, biografías, viajes, autoayuda, libros infantiles...
Muchos de los pequeños comercios de la calle Main tampoco habían podido competir con el centro comercial. Pero eso no le hacía sentirse mejor. Seguía sintiéndose como una fracasada. El haberse asociado con Harold había sido arriesgado, y había perdido todo el dinero de sus padres que tenia para ir a la universidad intentando levantar el negocio. Era cuestión de familia, ya que Harold era un tio lejano. Ahora tenia casi veintitrés años, con estudios sin concluir y Harold ya no sentía ninguna obligación para con ella, para ayudarla. A partir de ahora ella debía arreglárselas sola. Y su futuro no le ofrecia un buen panorama.
Era absurdo quedarse ahí plantada pensando en ello.
Hanna se apresuró hasta la parte trasera de la tienda y atrancó la puerta para que se quedase abierta, luego abrió el maletero del coche. Una ráfaga de viento le levantó un poco la falda. Aún no se oían truenos, pero los constantes relámpagos avisaban de la inminente tormenta.
Se cogió el dobladillo de la falda antes de que se le levantase más y todo el mundo viese sus pantis, y volvió rápidamente a la tienda para coger una caja de libros. La llevó a peso hasta el coche y la metió en el maletero. Hizo dos viajes más y todo acabó.
Cerró el maletero de golpe. Cinco años echados a perder. Los coches subían por la calle Main para dirigirse a la gran zona comercial.
—Todos al centro comercial. —«Al maldito centro comercial.»
Una mujer bajita, corpulenta, con una deslumbrante melena pelirroja y las mejillas coloradas salió de la puerta trasera del edificio que estaba junto al suyo. Frannie Sutter se dirigía hacia ella a toda velocidad vestida con uno de sus conjuntos hippies concebido para ignorar abiertamente el mundo de la moda. Los amuletos que llevaba colgados del cuello tintineaban cuando caminaba; parecía una campanita balanceada por el viento. El aire apenas le dañaba el peinado. Aquella masa rojiza siempre tenía el aspecto de haber sido soldada con algún fijador extrafuerte. Llevaba anillos en todos los dedos de las manos, incluso en los pulgares; algunos eran caros, pero la mayoría sólo era bisutería chillona. Frannie tenía una tienda de magia y le gustaba decir que, además de ser pitonisa, era una bruja blanca. A menudo le pedía a Hanna las novedades sobre brujería y poderes sobrenaturales.
—¿Ya te vas, querida?
—Sí, ya lo tengo todo preparado.
Frannie miró el viejo coche oxidado de Hanna y suspiró.
—Lo siento, cariño. Hice todos los hechizos que pude. —Se encogió de hombros un poco avergonzada—. Supongo que esta vez me han fallado los poderes.
Frannie la arropó con un gran abrazo. El olor a gardenias que desprendía aquella mujer se pegó a la piel de Hanna.
—Esto no será lo mismo sin ti.
Hanna se enjugó las lágrimas.
—Odio esto —susurró—. Lo estoy perdiendo todo.
A Frannie también se le escaparon las lágrimas, pero intentó sonreír.
—Lo sé. —Hacía pucheros mientras se limpiaba las lágrimas—. ¿Puedo hacer algo por ti?
A Hanna se le hizo un nudo en la garganta. Vaciló durante un largo y tormentoso minuto.
—Enciende una vela por mí.
Frannie, encantada con la idea, le dedicó una traviesa mirada y arqueó las cejas.
—¿Quieres que rece también para que aparezca en tu vida un guapísimo y alto moreno?
Aquella sugerencia recorrió el cuerpo de Hanna como una gota de agua congelada. Rotundamente no. «¿Y que vuelvan a fastidiarme la vida? Ni hablar», pensó.
—Preferiría saber qué número va a salir en la lotería, por favor —contestó.
Frannie le guiñó un ojo.
—Mucho mejor.
Un relámpago brilló en el cielo advirtiendo de la tormenta que se avecinaba.
Frannie le dio un último abrazo a su amiga, se despidió con la mano y volvió corriendo a su tienda. Tenía un trabajo, un lugar al que ir, clientes que atender.
Justo cuando algunas gruesas gotas de agua empezaron a golpear el coche, Hanna se deslizó tras el volante con la vista nublada por las lágrimas. La lluvia comenzó a castigar la tierra con fuerza. Hanna arrugó la nariz y se limpió algunas gotas de lluvia de la cara. No quería irse a casa. Aún no. Tampoco tenía prisa. Nadie la estaba esperando, excepto su gato Sleek. Y si sus platos de comida y agua estaban llenos tampoco él la echaría de menos.
Sintiéndose como una completa perdedora, Hanna se hundió en su asiento. Para ella, cerrar la librería no sólo suponía perder su fuente de ingresos, también significaba perder hasta el último céntimo que tenía.
¿Cómo llamaban a las jóvenes empresarias que no tenían dónde caerse muertas? ¿Jóvenes, aunque sobradamente preparadas?
Fracasadas.
—Fracasada, efectivamente —balbuceó—. Tal vez no tenga trabajo, pero aún puedo seguir estudiando. Y me puedo ganar la vida trabajando en cualquier sitio.
Valientes palabras. En el fondo estaba muerta de miedo. Tenía el estómago revuelto; amarga bilis subía por su garganta. Se había quedado en la calle con la nariz pegada a la ventana de la fortuna. Se sentía como si la vida la hubiera echado. Había sido desahuciada.
Las lágrimas asomaron a sus ojos. Pestañeó y una de ellas resbaló por su mejilla. Otra la siguió. Limpiándoselas, aporreó el volante con las manos.
—¡Maldita sea!
El montón de facturas que ocupaba el asiento del pasajero atrajo su atención. Esbozó una mueca de dolor mientras las enumeraba mentalmente.
El alquiler, el agua, la luz, el gas, el teléfono, el seguro del coche... La Visa al máximo. La Master Card también. Casi mil dólares en facturas, sin contar los tres meses que aún debía del alquiler de la tienda. Había sido una auténtica estúpida y firmó un contrato que la comprometía a pagar el semestre entero, tanto si la tienda seguía abierta como si estaba cerrada. Tenía que pagar el maldito local hasta junio. Casi doce mil dólares.
Un gélido escalofrío le recorrió el cuerpo. «No tengo suficiente dinero.»
Rebuscó en el bolso y cogió el talonario. El balance era desmoralizador. Doscientos dólares en efectivo y otros ochocientos en ahorros. Después de pagar los novecientos dólares del alquiler le quedarían solo cien dólares. Y aunque pagara esos novecientos dólares, ni siquiera se acercaría a liquidar la deuda que tenía por la tienda.
—Brillante. —Tiró el talonario—. Eres un jodido genio con el dinero.
Empezó a deprimirse. La lluvia comenzó a golpear el parabrisas con más fuerza haciendo eco de los pensamientos que se agolpaban en su mente.
Hanna se frotó los ojos. Estaba exhausta. En ese momento deseaba poder evaporarse, dejar de existir. Su vida no había sido ni hermosa ni interesante. Ciertamente, nadie la iba a echar de menos. Sus padres habían muerto. Tenía algunas tías y tíos lejanos y algunos primos; personas que apenas conocía y que hacía años que no veía. Si desapareciese mañana, ¿la buscaría alguien?
—No.
Al pensarlo frunció el ceño.
Sola. Así es como estaba en la vida.
Cuidaria de sí misma. Punto. Y en ese momento cuidar de sí misma significaba encontrar otro trabajo.
Rápido.
—Así son las cosas. —Apretó los dientes con rabia—. A partir de ahora voy a pensar solo en mí.
El dependiente giró el cartel de «ABIERTO» y pudo leerse «CERRADO».
—No me puedo creer que ésta sea la última vez que vayamos a hacer esto.
Hanna Fawks y Ginny Smithers estaban absortas mirando a su jefe contabilizando las ventas del día; el hombre de pelo cano levantó la mirada.
—Lo hemos intentado, chicas. Pero no vendemos lo suficiente como para mantener la librería abierta —dijo Harold frunciendo el ceño—. El problema es que la tienda no está situada en las nuevas instalaciones que se están construyendo en la otra parte de la ciudad.
Las chicas asintieron.
—Es una lástima. El centro comercial ha absorbido los negocios de la calle Main —susurró Ginny.
Hanna arrugó la frente. Se había quedado sin trabajo por culpa del nuevo centro comercial; Harold era incapaz de competir con la enorme librería que habían abierto allí. Le hubiera encantado que se trasladasen a un lugar mejor, pero no se podían permitir el desorbitado alquiler que pedían por los locales. De nada servía que hicieran ofertas, no importaba cuánto llegasen a bajar los precios, la nueva librería siempre estaba un paso por delante de ellos. Además, los otros tenían una cafetería; ¡con eso no se podía competir! ¿Por qué iba alguien a ir a su pequeña tienda cuando le esperaba una cornucopia en la otra parte de la ciudad?
Hanna se enjugo una lagrima.
—Me hubiera gustado tanto seguir trabajando aquí... —Echó un último vistazo a las estanterías vacías—. ¡Es una librería tan acogedora!
—Era una librería muy acogedora —refunfuñó Harold mientras escribia en una hoja las cifras del día para su registro. Aquel último mes de liquidación sólo había conseguido ganar el dinero suficiente para cubrir el alquiler del local y el sueldo de su socia y su empleada. No sobraba nada para el.
Hanna, la socia en cuestión, contó el dinero correspondiente al sueldo de una semana de Ginny.
—Aquí tienes. Siento que no sea más...
Ginny negó con la cabeza.
—No quiero el dinero.
Hanna sonrió a pesar de su tristeza. Ginny Smithers nunca quería coger su dinero. Era una chica miope de casi treinta años que vivía de una pobre paga de la Seguridad Social con la que a duras penas le alcanzaba para vivir.
Aunque Ginny protestara alegando que no necesitaba el dinero, Hanna y Harold siempre insistían hasta que la chica lo aceptaba. Ginny había sido la única trabajadora que se había podido quedar en aquellos dos últimos meses. El resto del personal se había marchado a medida que las ventas disminuían.
Harold suspiró, cansado.
—Por favor, Ginny, hoy no. Has trabajado muy duro esta semana. Coge el dinero, vete a casa y descansa. Ha sido un día muy largo.
Ginny se metió el dinero en su monedero cuidadosamente.
—¿Necesitais ayuda para cerrar?
Harold y Hanna negaron con la cabeza.
—No —respondió Hanna—. Sólo tengo que llevarme estas últimas cajas de libros que no se han vendido y ya estará todo.
Ginny vaciló un momento prolongando su despedida.
—Si estáis seguros...
Ginny dio a Hanna unas cariñosas palmaditas en la mejilla.
—¿Pasarás a verme algún día?
Hanna sonrió aunque, en el fondo, no estaba muy alegre.
—Pues claro que iré a verte, y espero tener una de tus deliciosas magdalenas de chocolate esperándome.
Una sincera sonrisa iluminó el rostro de Ginny.
—Haré una gran hornada.
—Perfecto. —Hanna acompañó a la mujer hasta la puerta—. Venga, vete a casa antes de que anochezca.
Levantó la cabeza y miró hacia arriba. Se avecinaba una tormenta. El cielo tenía un aspecto plomizo: las nubes, pesadas, amenazaban con descargar ferozmente. Se estaba levantando un viento muy frío procedente del norte; estaba claro que el gélido invierno no parecía tener ninguna intención de despedirse tan pronto. Aquel marzo estaba siendo especialmente frío; demasiado para la soleada California.
De todas formas, a ella le gustaban esos días. Relacionaba la lluvia con un cálido fuego, una taza de chocolate caliente y un buen libro; eran días para perderse en otro mundo.
Hanna, con los brazos cruzados, observó cómo Ginny arrastraba los pies por la acera mientras se alejaba. Eran las cinco en punto de la tarde y los demás comercios de la calle Main también estaban cerrando. Esta parte de la ciudad normalmente se recogía al ponerse el sol. Harold termino de arreglarlo todo y se fue adentro, no necesitaba despedirse de Hanna, puesto que ya habiendo liquidado todo lo del mes, no habia tampoco ningun dinero extra que pudiesen repartirse. A ella unicamente le correspondia irse de alli de una buena vez.
Suspiró y observó la librería por última vez; tan sólo hacía unas horas estaba llena de libros. Novedades, ficción, no ficción, biografías, viajes, autoayuda, libros infantiles...
Muchos de los pequeños comercios de la calle Main tampoco habían podido competir con el centro comercial. Pero eso no le hacía sentirse mejor. Seguía sintiéndose como una fracasada. El haberse asociado con Harold había sido arriesgado, y había perdido todo el dinero de sus padres que tenia para ir a la universidad intentando levantar el negocio. Era cuestión de familia, ya que Harold era un tio lejano. Ahora tenia casi veintitrés años, con estudios sin concluir y Harold ya no sentía ninguna obligación para con ella, para ayudarla. A partir de ahora ella debía arreglárselas sola. Y su futuro no le ofrecia un buen panorama.
Era absurdo quedarse ahí plantada pensando en ello.
Hanna se apresuró hasta la parte trasera de la tienda y atrancó la puerta para que se quedase abierta, luego abrió el maletero del coche. Una ráfaga de viento le levantó un poco la falda. Aún no se oían truenos, pero los constantes relámpagos avisaban de la inminente tormenta.
Se cogió el dobladillo de la falda antes de que se le levantase más y todo el mundo viese sus pantis, y volvió rápidamente a la tienda para coger una caja de libros. La llevó a peso hasta el coche y la metió en el maletero. Hizo dos viajes más y todo acabó.
Cerró el maletero de golpe. Cinco años echados a perder. Los coches subían por la calle Main para dirigirse a la gran zona comercial.
—Todos al centro comercial. —«Al maldito centro comercial.»
Una mujer bajita, corpulenta, con una deslumbrante melena pelirroja y las mejillas coloradas salió de la puerta trasera del edificio que estaba junto al suyo. Frannie Sutter se dirigía hacia ella a toda velocidad vestida con uno de sus conjuntos hippies concebido para ignorar abiertamente el mundo de la moda. Los amuletos que llevaba colgados del cuello tintineaban cuando caminaba; parecía una campanita balanceada por el viento. El aire apenas le dañaba el peinado. Aquella masa rojiza siempre tenía el aspecto de haber sido soldada con algún fijador extrafuerte. Llevaba anillos en todos los dedos de las manos, incluso en los pulgares; algunos eran caros, pero la mayoría sólo era bisutería chillona. Frannie tenía una tienda de magia y le gustaba decir que, además de ser pitonisa, era una bruja blanca. A menudo le pedía a Hanna las novedades sobre brujería y poderes sobrenaturales.
—¿Ya te vas, querida?
—Sí, ya lo tengo todo preparado.
Frannie miró el viejo coche oxidado de Hanna y suspiró.
—Lo siento, cariño. Hice todos los hechizos que pude. —Se encogió de hombros un poco avergonzada—. Supongo que esta vez me han fallado los poderes.
Frannie la arropó con un gran abrazo. El olor a gardenias que desprendía aquella mujer se pegó a la piel de Hanna.
—Esto no será lo mismo sin ti.
Hanna se enjugó las lágrimas.
—Odio esto —susurró—. Lo estoy perdiendo todo.
A Frannie también se le escaparon las lágrimas, pero intentó sonreír.
—Lo sé. —Hacía pucheros mientras se limpiaba las lágrimas—. ¿Puedo hacer algo por ti?
A Hanna se le hizo un nudo en la garganta. Vaciló durante un largo y tormentoso minuto.
—Enciende una vela por mí.
Frannie, encantada con la idea, le dedicó una traviesa mirada y arqueó las cejas.
—¿Quieres que rece también para que aparezca en tu vida un guapísimo y alto moreno?
Aquella sugerencia recorrió el cuerpo de Hanna como una gota de agua congelada. Rotundamente no. «¿Y que vuelvan a fastidiarme la vida? Ni hablar», pensó.
—Preferiría saber qué número va a salir en la lotería, por favor —contestó.
Frannie le guiñó un ojo.
—Mucho mejor.
Un relámpago brilló en el cielo advirtiendo de la tormenta que se avecinaba.
Frannie le dio un último abrazo a su amiga, se despidió con la mano y volvió corriendo a su tienda. Tenía un trabajo, un lugar al que ir, clientes que atender.
Justo cuando algunas gruesas gotas de agua empezaron a golpear el coche, Hanna se deslizó tras el volante con la vista nublada por las lágrimas. La lluvia comenzó a castigar la tierra con fuerza. Hanna arrugó la nariz y se limpió algunas gotas de lluvia de la cara. No quería irse a casa. Aún no. Tampoco tenía prisa. Nadie la estaba esperando, excepto su gato Sleek. Y si sus platos de comida y agua estaban llenos tampoco él la echaría de menos.
Sintiéndose como una completa perdedora, Hanna se hundió en su asiento. Para ella, cerrar la librería no sólo suponía perder su fuente de ingresos, también significaba perder hasta el último céntimo que tenía.
¿Cómo llamaban a las jóvenes empresarias que no tenían dónde caerse muertas? ¿Jóvenes, aunque sobradamente preparadas?
Fracasadas.
—Fracasada, efectivamente —balbuceó—. Tal vez no tenga trabajo, pero aún puedo seguir estudiando. Y me puedo ganar la vida trabajando en cualquier sitio.
Valientes palabras. En el fondo estaba muerta de miedo. Tenía el estómago revuelto; amarga bilis subía por su garganta. Se había quedado en la calle con la nariz pegada a la ventana de la fortuna. Se sentía como si la vida la hubiera echado. Había sido desahuciada.
Las lágrimas asomaron a sus ojos. Pestañeó y una de ellas resbaló por su mejilla. Otra la siguió. Limpiándoselas, aporreó el volante con las manos.
—¡Maldita sea!
El montón de facturas que ocupaba el asiento del pasajero atrajo su atención. Esbozó una mueca de dolor mientras las enumeraba mentalmente.
El alquiler, el agua, la luz, el gas, el teléfono, el seguro del coche... La Visa al máximo. La Master Card también. Casi mil dólares en facturas, sin contar los tres meses que aún debía del alquiler de la tienda. Había sido una auténtica estúpida y firmó un contrato que la comprometía a pagar el semestre entero, tanto si la tienda seguía abierta como si estaba cerrada. Tenía que pagar el maldito local hasta junio. Casi doce mil dólares.
Un gélido escalofrío le recorrió el cuerpo. «No tengo suficiente dinero.»
Rebuscó en el bolso y cogió el talonario. El balance era desmoralizador. Doscientos dólares en efectivo y otros ochocientos en ahorros. Después de pagar los novecientos dólares del alquiler le quedarían solo cien dólares. Y aunque pagara esos novecientos dólares, ni siquiera se acercaría a liquidar la deuda que tenía por la tienda.
—Brillante. —Tiró el talonario—. Eres un jodido genio con el dinero.
Empezó a deprimirse. La lluvia comenzó a golpear el parabrisas con más fuerza haciendo eco de los pensamientos que se agolpaban en su mente.
Hanna se frotó los ojos. Estaba exhausta. En ese momento deseaba poder evaporarse, dejar de existir. Su vida no había sido ni hermosa ni interesante. Ciertamente, nadie la iba a echar de menos. Sus padres habían muerto. Tenía algunas tías y tíos lejanos y algunos primos; personas que apenas conocía y que hacía años que no veía. Si desapareciese mañana, ¿la buscaría alguien?
—No.
Al pensarlo frunció el ceño.
Sola. Así es como estaba en la vida.
Cuidaria de sí misma. Punto. Y en ese momento cuidar de sí misma significaba encontrar otro trabajo.
Rápido.
—Así son las cosas. —Apretó los dientes con rabia—. A partir de ahora voy a pensar solo en mí.
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 3
Sentada frente a un periódico abierto en la página de clasificados, Hanna se tomaba un café con leche doble con nata batida: su capricho favorito. Aunque estuviera arruinada y no le quedase nada para comer en la nevera, no estaba dispuesta a renunciar a la única alegría que tenía en la vida. Sería capaz de dejar de comer a cambio del placer de poder seguir tomándose aquel café demasiado caro en una taza de diseño.
Bolígrafo en mano, marcó algunos anuncios de trabajos a los que quería optar. En la mayoría de ellos sólo se ofrecía el salario mínimo, puesto que necesitabas un por lo menos un buen titulo.
Hanna no tenía tiempo suficiente para encontrar el trabajo que realmente quería. Aceptaría cualquier cosa para poder pagar las facturas hasta que surgiese algo mejor. Bueno, casi cualquier cosa. Por muy mala que fuera su situación, había cosas que eran inaceptables. Se negaba rotundamente a trabajar en establecimientos de comida rápida, y tampoco pensaba lavar coches o trabajar como conserje o auxiliar de enfermería. No había caído tan bajo. Aún.
Arrugó la nariz mientras abandonaba la sección de dependientas y echó una ojeada a los anuncios de alimentación. Justo cuando iba a pasar de largo, sus ojos se pararon en un anuncio.
Decía: «SE BUSCA AZAFATA. DISCOTECA MYSTIQUE. TAMBIÉN SE BUSCAN CAMARERAS Y PERSONAL DE COCINA. SE VALORARÁ MUY POSITIVAMENTE LA EXPERIENCIA.»
No leyó más; se quedó pensativa golpeándose la barbilla con el bolígrafo mientras decidía si marcaba el anuncio o no.
El Mystique era el mejor local al que ir de marcha. Era una discoteca de temática gótica que había abierto hacía más o menos un año. Atraía a una interesante mezcla de gente: desde personas normales que iban a tomarse una copa y a bailar, hasta psicópatas que parecían tener un problema con la realidad. Además de contar con un numeroso colectivo homosexual, Warren también albergaba una gran comunidad pagana. De día tenían trabajos normales como cualquier otra persona. Por las noches merodeaban vestidos de añil, fingiendo ser criaturas sobrenaturales.
—¿De verdad quiero trabajar en un sitio así? Hanna golpeó el anuncio con el bolígrafo rodeándolo de pequeños puntos rojos. Había algo en aquel anuncio que la atraía. ¿Trabajar en una discoteca? No era la clase de persona a la que le gustara estar en un local repleto de gente. El Mystique era un lugar ruidoso y salvaje, y atraía al tipo de personas con las que ella no se mezclaba. Sin embargo, en la oficina de desempleo, había oído decir que las chicas que trabajaban allí ganaban bastante dinero. Una camarera podía ganar más de cien dólares en propinas en una sola noche. Tenía clarísimo que esa clase de ingresos no iba contra sus principios.
Utilizando las cifras que había escuchado en aquella conversación, garabateó unos cálculos rápidos en la esquina del papel. Esa clase de ingresos la ayudarían a zanjar la deuda más rápido. Volvió a golpearse la barbilla con el bolígrafo. Suponía que sería perfectamente capaz de aguantar a toda aquella gente que frecuentaba el club, a cambio de una cantidad decente de dinero. Ya había trabajado de camarera antes. Tampoco podía ser muy complicado llevar bebidas del punto A al punto B.
Sólo había un pequeño problema.
El dueño del Mystique únicamente contrataba a cierta clase de mujeres. Sólo las auténticas bellezas pasaban el exigente examen del jefe. Las chicas que trabajaban en el Mystique eran todas guapas, tenían enormes tetas, el culo firme, llevaban una estupenda permanente y fundas blancas en los dientes. La triste realidad era que la mayoría de ellas no tenía verdadero talento. De hecho, comparadas con algunas de ellas, las estrellas del porno parecían inteligentes. Normalmente, la mayoría de esas chicas acababan trabajando de prostitutas.
Vale, ella no tenía una larga melena teñida de rubio ni un enorme par de tetas. Ella tenía una copa B en la delantera y unas matadoras piernas larguísimas. Tal vez trabajar en el Mystique la ayudaría a conseguir un equilibrio financiero hasta que pudiera encontrar una posición más estable.
El puesto de azafata no parecía estar del todo mal. Lo único que hacían aquellas chicas era pasear de un lado a otro, dar la mano a los clientes, asegurarse de que todo el mundo estaba contento, vigilar que nadie se llevase las propinas de las mesas y organizar mesas para grupos. No parecía necesitar muchas de sus neuronas para hacer esas cosas.
Estuvo un buen rato dibujando pequeños círculos alrededor del anuncio, luego se acabó rápidamente el café, metió la taza en el fregadero y tiró la servilleta a la basura.
—¿Por qué no?
El Mystique estaba en las afueras de Warren; era una de las últimas cosas que veía la gente cuando salía de la ciudad. El edificio representaba un castillo medieval, incluso tenía torres y puente levadizo. El puente, en lugar de estar sobre el agua, unía el edificio con el aparcamiento.
Hanna le echó un vistazo a su maquillaje y se arregló el pelo antes de salir del coche. No se molestó en cerrarlo. No tenía nada que le pudieran robar, sólo un periódico y un montón de tazas de café vacías. Se colgó el bolso del hombro y se dirigió a la entrada principal del club. Aquel lugar era impresionante incluso a plena luz del día. Rodeado de una arboleda de cuatro mil metros cuadrados, el terreno circundante estaba cubierto por un manto de hierba que siempre crecía verde y los setos estaban perfectamente podados; en realidad, era uno de los lugares más bonitos de la ciudad. El dueño no había reparado en gastos.
Eran las diez de la mañana y el aparcamiento estaba casi vacío. El club no abría las puertas al público antes del mediodía. Había los coches suficientes para que Hanna dedujese que algunos empleados ya habían empezado su jornada laboral.
Respiró hondo y se mentalizó para mostrar su mejor faceta «pública», alargó el brazo y abrió la puerta del club.
Estaba un poco nerviosa. Se había acostumbrado a estar al otro lado de la mesa durante las entrevistas; ya no recordaba cómo era que la entrevistasen a ella. Aquello aún le dolía, y no sabía si algún día superaría el profundo sentimiento de pérdida que tenía. A decir verdad, no le gustaba la idea de tener que trabajar para otra persona. Disfrutaba teniendo su propio negocio, siendo su propia jefa; le había encantado trabajar en su tranquila librería.
Al entrar se quedó atónita por la inmensidad del club, que la dejó sin aliento. Era un espacio enorme con varios niveles. No tenía una, ni dos, sino tres pistas de baile. El local era oscuro y estaba decorado con un estilo neogótico que recordaba a una especie de extraña edad medieval con cierto aire punk. Las paredes estaban cubiertas por enormes tapices de tela en los que se narraban escenas de infernal brutalidad; se podían apreciar con mayor claridad cuando las luces negras que tenían encima los iluminaban.
En el mundo del Mystique, el mal triunfaba sobre el bien, la noche vencía al día, y la muerte reinaba sobre la vida. Como si de un recuerdo de los calabozos de Torquemada se tratara, los oscuros rincones estaban decorados con instrumentos de tortura falsos. Del techo colgaban jaulas en las que bailaban chicas y había un anfiteatro con una cabina enorme para que el discjockey pudiera ver la pista de baile. El anfiteatro rodeaba todo el club, proporcionando una magnífica vista desde todos los ángulos. Una de las paredes estaba llena de espejos. Cuando el lugar estaba a pleno rendimiento, un elaborado sistema de iluminación proyectaba luces estroboscópicas al ritmo de la música. Era el sitio perfecto al que ir de marcha.
La zona de la barra, vacía, estaba tan silenciosa que resultaba espeluznante. Era extraño no verla llena de gente luchando contra el ensordecedor volumen de la música para pedir las copas. Hanna se imaginó que estaba andando por uno de los siete niveles del mismísimo infierno, perdida en las entrañas del purgatorio, de las que nadie conseguía regresar.
Era un pensamiento estúpido, pero Hanna tenía mucha imaginación.
En realidad, el bar estaba bien iluminado en ese momento. Había personas trabajando por todas partes, reponiendo las bebidas detrás de las barras, colocando bien las sillas y preparándolo todo para la noche. Supuso que probablemente las camareras no aparecerían hasta más tarde.
Detrás de ella, alguien llamó su atención.
—¿La puedo ayudar señorita?
Hanna giró sobre sus talones.
De pie, detrás de la barra había un chico joven; vestía informal: unos vaqueros y una camiseta del Mystique. En la camiseta se veía a una vampírica hechicera succionando la vida a un hombre medio desnudo. Hanna sonrió. Las chicas al poder; sí, señor.
—Querría ver al encargado, por favor.
—¿Has venido a pedir trabajo? Hanna asintió con la cabeza esbozando la más generosa de sus sonrisas.
—Sí.
—Tendrás que rellenar una solicitud. —El joven pasó por debajo del mostrador y le llevó un impreso a Hanna. Colocó una silla junto a la mesa y le hizo un gesto para que se sentase—. Rellénala aquí, y cuando hayas acabado, me avisas.
A Hanna no le pasaron inadvertidos los impactantes ojos grises del chico y cómo le caía despreocupadamente un mechón de pelo sobre la frente. Era muy guapo. Pero joven, sí, demasiado joven para ella; era un cachorrito de diecisiete o dieciocho años. Ella suspiró. Hacía mucho tiempo que no había un hombre en su vida. Demasiado tiempo...
Rebuscó en el bolso hasta que encontró un bolígrafo y empezó a rellenar la solicitud. Escribió despacio, pero con precisión, con cuidado de no cometer ningún error para no tener que tachar lo que ya había escrito.
Cuando acabó, se levantó y colocó la silla en su sitio.
—¿Y ahora qué?
El la miró aburrido.
—¿Has acabado?
Típico. Guapo, pero sin cerebro. ¿Por qué iba a molestarse si no? Hanna sonrió.
—Sí.
El tío bueno le hizo un gesto para que lo siguiera.
Hanna corrió tras él por toda la pista de baile; sus tacones resonaban sobre la madera pulida. La condujo hasta la parte trasera del edificio. Cruzaron una puerta y recorrieron lo que parecía una madriguera de pasillos que se entrecruzaban. La gente se cruzaba con ellos sin mirarlos dos veces, sin preocuparse de que una intrusa intentara infiltrarse en su organización. Ellos tenían un trabajo allí. Ella no. No suponía ninguna amenaza.
Se pararon delante de una puerta en la que había una placa: DIRECCIÓN. El joven llamó a la puerta, la abrió y asomó la cabeza en la habitación.
—Rosalie —dijo—. Aquí hay alguien que quiere verte.
—¿Quién? —Era la voz de una mujer con un tono áspero.
—Ni idea. Una chica que busca trabajo. Ha rellenado una solicitud.
El tono de la mujer se suavizó.
—Dile que entre.
El joven se apartó de la puerta para que Hanna pudiera entrar en el despacho. Ella examinó rápidamente la habitación: un armario archivador, un par de sillas y algunas láminas inocuas en la pared; una decoración bastante normal.
Detrás del escritorio, una mujer aporreaba el teclado y entornaba los ojos tras sus gafas para ver bien el monitor. Después de negar con la cabeza a lo que fuera que estuviera escribiendo, se quitó las gafas y se levantó tendiendo la mano.
—Soy Rosalie Dayton. ¿Y tú eres...?
Hanna le ofreció la mano al mismo tiempo que observaba secretamente a la mujer. Rosalie Dayton era una mujer imponente. Tenia una fría mirada parecía derretirlo todo. Estaba claro que era bella y seguramente lo habría sido mucho mas cuando era mas joven. Tenía la piel palida y el pelo plateado; resultaba difícil adivinar si tenía cuarenta o mas años.
No parecía fácil de impresionar ni tampoco una persona que se rindiera ante el encanto. Lo mejor que podía hacer era ser directa y tan dura como ella.
—Hanna Fawks.
Silencio.
Rosalie ni se inmutó. Hanna le entregó la solicitud. La mesa de la mujer estaba literalmente empapelada de solicitudes. Muchos de los impresos parecían haber sido rellenados por inframentales e idiotas. Con un poco de suerte, su pulcra caligrafía le haría ganar algunos puntos.
—He venido a solicitar el puesto de azafata que se anunciaba en el periódico —apuntó amablemente. Rosalie le dedicó una corta y sombría sonrisa.
—El señor Carnavorn ya ha cubierto ese puesto. No la disuadió.
—Vaya, qué lástima. —Hanna esbozó otra alegre sonrisa—. ¿Qué otros procesos de selección tienen abiertos?
—Lo único que nos queda por cubrir son puestos de camarera —dijo la mujer—. Necesitamos contratar por lo menos a dos chicas más para reemplazar a las que se han marchado sin avisar.
Hanna se sintió aliviada.
—Estoy interesada.
—¿De verdad? —Rosalie recorrió el cuerpo de Hanna con su incisiva mirada—. No pareces dar el tipo. Ella se irguió, echó los hombros hacia atrás y se puso de pie. Incluso con un zapato plano era más alta que la mayoría. Era el momento de utilizar su estatura en su propio beneficio.
—¿Por qué? ¿No parezco una fulana? —contraatacó tranquilamente.
Para su sorpresa, aquella hacha de guerra sonrió y asintió.
—Exacto.
—¿Qué imagen doy?
—Pareces una buena mujer que no trabaja en un lugar como éste.
Hanna suspiró decepcionada. Mierda. ¿Cuál era su problema? No la habían llamado para hacerle una oferta de empleo firme de ninguno de los puestos para los que se había entrevistado hasta entonces. ¿Parecía demasiado ansiosa, demasiado estúpida, demasiado desesperada?
—Entonces, ¿no me va a contratar?
—Yo no he dicho eso. Esa decisión depende del señor Carnavorn. —Rosalie bajó el tono de un modo que sugería que Hanna le estaba haciendo perder el tiempo.
—¿Voy a poder verlo o va usted a echarme a patadas por no haber venido vestida como una golfa? —Hanna, tajante, insinuó que ella tampoco estaba allí para perder el tiempo.
Una pequeña sonrisa asomó a los labios de la mujer.
—Muy bien. —Jugueteó con las gafas que colgaban de la cadena que rodeaba su cuello—. Si insistes...
Una pequeña victoria. Chúpate ésa.
—Sígueme.
Sentada frente a un periódico abierto en la página de clasificados, Hanna se tomaba un café con leche doble con nata batida: su capricho favorito. Aunque estuviera arruinada y no le quedase nada para comer en la nevera, no estaba dispuesta a renunciar a la única alegría que tenía en la vida. Sería capaz de dejar de comer a cambio del placer de poder seguir tomándose aquel café demasiado caro en una taza de diseño.
Bolígrafo en mano, marcó algunos anuncios de trabajos a los que quería optar. En la mayoría de ellos sólo se ofrecía el salario mínimo, puesto que necesitabas un por lo menos un buen titulo.
Hanna no tenía tiempo suficiente para encontrar el trabajo que realmente quería. Aceptaría cualquier cosa para poder pagar las facturas hasta que surgiese algo mejor. Bueno, casi cualquier cosa. Por muy mala que fuera su situación, había cosas que eran inaceptables. Se negaba rotundamente a trabajar en establecimientos de comida rápida, y tampoco pensaba lavar coches o trabajar como conserje o auxiliar de enfermería. No había caído tan bajo. Aún.
Arrugó la nariz mientras abandonaba la sección de dependientas y echó una ojeada a los anuncios de alimentación. Justo cuando iba a pasar de largo, sus ojos se pararon en un anuncio.
Decía: «SE BUSCA AZAFATA. DISCOTECA MYSTIQUE. TAMBIÉN SE BUSCAN CAMARERAS Y PERSONAL DE COCINA. SE VALORARÁ MUY POSITIVAMENTE LA EXPERIENCIA.»
No leyó más; se quedó pensativa golpeándose la barbilla con el bolígrafo mientras decidía si marcaba el anuncio o no.
El Mystique era el mejor local al que ir de marcha. Era una discoteca de temática gótica que había abierto hacía más o menos un año. Atraía a una interesante mezcla de gente: desde personas normales que iban a tomarse una copa y a bailar, hasta psicópatas que parecían tener un problema con la realidad. Además de contar con un numeroso colectivo homosexual, Warren también albergaba una gran comunidad pagana. De día tenían trabajos normales como cualquier otra persona. Por las noches merodeaban vestidos de añil, fingiendo ser criaturas sobrenaturales.
—¿De verdad quiero trabajar en un sitio así? Hanna golpeó el anuncio con el bolígrafo rodeándolo de pequeños puntos rojos. Había algo en aquel anuncio que la atraía. ¿Trabajar en una discoteca? No era la clase de persona a la que le gustara estar en un local repleto de gente. El Mystique era un lugar ruidoso y salvaje, y atraía al tipo de personas con las que ella no se mezclaba. Sin embargo, en la oficina de desempleo, había oído decir que las chicas que trabajaban allí ganaban bastante dinero. Una camarera podía ganar más de cien dólares en propinas en una sola noche. Tenía clarísimo que esa clase de ingresos no iba contra sus principios.
Utilizando las cifras que había escuchado en aquella conversación, garabateó unos cálculos rápidos en la esquina del papel. Esa clase de ingresos la ayudarían a zanjar la deuda más rápido. Volvió a golpearse la barbilla con el bolígrafo. Suponía que sería perfectamente capaz de aguantar a toda aquella gente que frecuentaba el club, a cambio de una cantidad decente de dinero. Ya había trabajado de camarera antes. Tampoco podía ser muy complicado llevar bebidas del punto A al punto B.
Sólo había un pequeño problema.
El dueño del Mystique únicamente contrataba a cierta clase de mujeres. Sólo las auténticas bellezas pasaban el exigente examen del jefe. Las chicas que trabajaban en el Mystique eran todas guapas, tenían enormes tetas, el culo firme, llevaban una estupenda permanente y fundas blancas en los dientes. La triste realidad era que la mayoría de ellas no tenía verdadero talento. De hecho, comparadas con algunas de ellas, las estrellas del porno parecían inteligentes. Normalmente, la mayoría de esas chicas acababan trabajando de prostitutas.
Vale, ella no tenía una larga melena teñida de rubio ni un enorme par de tetas. Ella tenía una copa B en la delantera y unas matadoras piernas larguísimas. Tal vez trabajar en el Mystique la ayudaría a conseguir un equilibrio financiero hasta que pudiera encontrar una posición más estable.
El puesto de azafata no parecía estar del todo mal. Lo único que hacían aquellas chicas era pasear de un lado a otro, dar la mano a los clientes, asegurarse de que todo el mundo estaba contento, vigilar que nadie se llevase las propinas de las mesas y organizar mesas para grupos. No parecía necesitar muchas de sus neuronas para hacer esas cosas.
Estuvo un buen rato dibujando pequeños círculos alrededor del anuncio, luego se acabó rápidamente el café, metió la taza en el fregadero y tiró la servilleta a la basura.
—¿Por qué no?
El Mystique estaba en las afueras de Warren; era una de las últimas cosas que veía la gente cuando salía de la ciudad. El edificio representaba un castillo medieval, incluso tenía torres y puente levadizo. El puente, en lugar de estar sobre el agua, unía el edificio con el aparcamiento.
Hanna le echó un vistazo a su maquillaje y se arregló el pelo antes de salir del coche. No se molestó en cerrarlo. No tenía nada que le pudieran robar, sólo un periódico y un montón de tazas de café vacías. Se colgó el bolso del hombro y se dirigió a la entrada principal del club. Aquel lugar era impresionante incluso a plena luz del día. Rodeado de una arboleda de cuatro mil metros cuadrados, el terreno circundante estaba cubierto por un manto de hierba que siempre crecía verde y los setos estaban perfectamente podados; en realidad, era uno de los lugares más bonitos de la ciudad. El dueño no había reparado en gastos.
Eran las diez de la mañana y el aparcamiento estaba casi vacío. El club no abría las puertas al público antes del mediodía. Había los coches suficientes para que Hanna dedujese que algunos empleados ya habían empezado su jornada laboral.
Respiró hondo y se mentalizó para mostrar su mejor faceta «pública», alargó el brazo y abrió la puerta del club.
Estaba un poco nerviosa. Se había acostumbrado a estar al otro lado de la mesa durante las entrevistas; ya no recordaba cómo era que la entrevistasen a ella. Aquello aún le dolía, y no sabía si algún día superaría el profundo sentimiento de pérdida que tenía. A decir verdad, no le gustaba la idea de tener que trabajar para otra persona. Disfrutaba teniendo su propio negocio, siendo su propia jefa; le había encantado trabajar en su tranquila librería.
Al entrar se quedó atónita por la inmensidad del club, que la dejó sin aliento. Era un espacio enorme con varios niveles. No tenía una, ni dos, sino tres pistas de baile. El local era oscuro y estaba decorado con un estilo neogótico que recordaba a una especie de extraña edad medieval con cierto aire punk. Las paredes estaban cubiertas por enormes tapices de tela en los que se narraban escenas de infernal brutalidad; se podían apreciar con mayor claridad cuando las luces negras que tenían encima los iluminaban.
En el mundo del Mystique, el mal triunfaba sobre el bien, la noche vencía al día, y la muerte reinaba sobre la vida. Como si de un recuerdo de los calabozos de Torquemada se tratara, los oscuros rincones estaban decorados con instrumentos de tortura falsos. Del techo colgaban jaulas en las que bailaban chicas y había un anfiteatro con una cabina enorme para que el discjockey pudiera ver la pista de baile. El anfiteatro rodeaba todo el club, proporcionando una magnífica vista desde todos los ángulos. Una de las paredes estaba llena de espejos. Cuando el lugar estaba a pleno rendimiento, un elaborado sistema de iluminación proyectaba luces estroboscópicas al ritmo de la música. Era el sitio perfecto al que ir de marcha.
La zona de la barra, vacía, estaba tan silenciosa que resultaba espeluznante. Era extraño no verla llena de gente luchando contra el ensordecedor volumen de la música para pedir las copas. Hanna se imaginó que estaba andando por uno de los siete niveles del mismísimo infierno, perdida en las entrañas del purgatorio, de las que nadie conseguía regresar.
Era un pensamiento estúpido, pero Hanna tenía mucha imaginación.
En realidad, el bar estaba bien iluminado en ese momento. Había personas trabajando por todas partes, reponiendo las bebidas detrás de las barras, colocando bien las sillas y preparándolo todo para la noche. Supuso que probablemente las camareras no aparecerían hasta más tarde.
Detrás de ella, alguien llamó su atención.
—¿La puedo ayudar señorita?
Hanna giró sobre sus talones.
De pie, detrás de la barra había un chico joven; vestía informal: unos vaqueros y una camiseta del Mystique. En la camiseta se veía a una vampírica hechicera succionando la vida a un hombre medio desnudo. Hanna sonrió. Las chicas al poder; sí, señor.
—Querría ver al encargado, por favor.
—¿Has venido a pedir trabajo? Hanna asintió con la cabeza esbozando la más generosa de sus sonrisas.
—Sí.
—Tendrás que rellenar una solicitud. —El joven pasó por debajo del mostrador y le llevó un impreso a Hanna. Colocó una silla junto a la mesa y le hizo un gesto para que se sentase—. Rellénala aquí, y cuando hayas acabado, me avisas.
A Hanna no le pasaron inadvertidos los impactantes ojos grises del chico y cómo le caía despreocupadamente un mechón de pelo sobre la frente. Era muy guapo. Pero joven, sí, demasiado joven para ella; era un cachorrito de diecisiete o dieciocho años. Ella suspiró. Hacía mucho tiempo que no había un hombre en su vida. Demasiado tiempo...
Rebuscó en el bolso hasta que encontró un bolígrafo y empezó a rellenar la solicitud. Escribió despacio, pero con precisión, con cuidado de no cometer ningún error para no tener que tachar lo que ya había escrito.
Cuando acabó, se levantó y colocó la silla en su sitio.
—¿Y ahora qué?
El la miró aburrido.
—¿Has acabado?
Típico. Guapo, pero sin cerebro. ¿Por qué iba a molestarse si no? Hanna sonrió.
—Sí.
El tío bueno le hizo un gesto para que lo siguiera.
Hanna corrió tras él por toda la pista de baile; sus tacones resonaban sobre la madera pulida. La condujo hasta la parte trasera del edificio. Cruzaron una puerta y recorrieron lo que parecía una madriguera de pasillos que se entrecruzaban. La gente se cruzaba con ellos sin mirarlos dos veces, sin preocuparse de que una intrusa intentara infiltrarse en su organización. Ellos tenían un trabajo allí. Ella no. No suponía ninguna amenaza.
Se pararon delante de una puerta en la que había una placa: DIRECCIÓN. El joven llamó a la puerta, la abrió y asomó la cabeza en la habitación.
—Rosalie —dijo—. Aquí hay alguien que quiere verte.
—¿Quién? —Era la voz de una mujer con un tono áspero.
—Ni idea. Una chica que busca trabajo. Ha rellenado una solicitud.
El tono de la mujer se suavizó.
—Dile que entre.
El joven se apartó de la puerta para que Hanna pudiera entrar en el despacho. Ella examinó rápidamente la habitación: un armario archivador, un par de sillas y algunas láminas inocuas en la pared; una decoración bastante normal.
Detrás del escritorio, una mujer aporreaba el teclado y entornaba los ojos tras sus gafas para ver bien el monitor. Después de negar con la cabeza a lo que fuera que estuviera escribiendo, se quitó las gafas y se levantó tendiendo la mano.
—Soy Rosalie Dayton. ¿Y tú eres...?
Hanna le ofreció la mano al mismo tiempo que observaba secretamente a la mujer. Rosalie Dayton era una mujer imponente. Tenia una fría mirada parecía derretirlo todo. Estaba claro que era bella y seguramente lo habría sido mucho mas cuando era mas joven. Tenía la piel palida y el pelo plateado; resultaba difícil adivinar si tenía cuarenta o mas años.
No parecía fácil de impresionar ni tampoco una persona que se rindiera ante el encanto. Lo mejor que podía hacer era ser directa y tan dura como ella.
—Hanna Fawks.
Silencio.
Rosalie ni se inmutó. Hanna le entregó la solicitud. La mesa de la mujer estaba literalmente empapelada de solicitudes. Muchos de los impresos parecían haber sido rellenados por inframentales e idiotas. Con un poco de suerte, su pulcra caligrafía le haría ganar algunos puntos.
—He venido a solicitar el puesto de azafata que se anunciaba en el periódico —apuntó amablemente. Rosalie le dedicó una corta y sombría sonrisa.
—El señor Carnavorn ya ha cubierto ese puesto. No la disuadió.
—Vaya, qué lástima. —Hanna esbozó otra alegre sonrisa—. ¿Qué otros procesos de selección tienen abiertos?
—Lo único que nos queda por cubrir son puestos de camarera —dijo la mujer—. Necesitamos contratar por lo menos a dos chicas más para reemplazar a las que se han marchado sin avisar.
Hanna se sintió aliviada.
—Estoy interesada.
—¿De verdad? —Rosalie recorrió el cuerpo de Hanna con su incisiva mirada—. No pareces dar el tipo. Ella se irguió, echó los hombros hacia atrás y se puso de pie. Incluso con un zapato plano era más alta que la mayoría. Era el momento de utilizar su estatura en su propio beneficio.
—¿Por qué? ¿No parezco una fulana? —contraatacó tranquilamente.
Para su sorpresa, aquella hacha de guerra sonrió y asintió.
—Exacto.
—¿Qué imagen doy?
—Pareces una buena mujer que no trabaja en un lugar como éste.
Hanna suspiró decepcionada. Mierda. ¿Cuál era su problema? No la habían llamado para hacerle una oferta de empleo firme de ninguno de los puestos para los que se había entrevistado hasta entonces. ¿Parecía demasiado ansiosa, demasiado estúpida, demasiado desesperada?
—Entonces, ¿no me va a contratar?
—Yo no he dicho eso. Esa decisión depende del señor Carnavorn. —Rosalie bajó el tono de un modo que sugería que Hanna le estaba haciendo perder el tiempo.
—¿Voy a poder verlo o va usted a echarme a patadas por no haber venido vestida como una golfa? —Hanna, tajante, insinuó que ella tampoco estaba allí para perder el tiempo.
Una pequeña sonrisa asomó a los labios de la mujer.
—Muy bien. —Jugueteó con las gafas que colgaban de la cadena que rodeaba su cuello—. Si insistes...
Una pequeña victoria. Chúpate ésa.
—Sígueme.
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Hasta aqui por ahora.... que os parecio?? James y Hanna estan a punto de conocerse ☻
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Ya me lo lei!!!
Me gusta mucho!!!
Pobre Hanna con lo de la libreria... estoy deseando saber como va a ser el primer encuentro entre James y Hanna...
Bueno guapa, espero puedas seguirla pronto y decirte que tienes todo mi apoyo!!
Besos!!
Me gusta mucho!!!
Pobre Hanna con lo de la libreria... estoy deseando saber como va a ser el primer encuentro entre James y Hanna...
Bueno guapa, espero puedas seguirla pronto y decirte que tienes todo mi apoyo!!
Besos!!
{CJ}
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Carla Smile escribió:Ya me lo lei!!!
Me gusta mucho!!!
Pobre Hanna con lo de la libreria... estoy deseando saber como va a ser el primer encuentro entre James y Hanna...
Bueno guapa, espero puedas seguirla pronto y decirte que tienes todo mi apoyo!!
Besos!!
CARLITA!!
SIEMPRE, SIEMPRE ES TODO UN HONOR PARA MI QUE ESTES APOYANDOME, GRACIAS EN SERIO (AUNQUE CREO QUE YA LO SABES ☻)
___________________________________________________________________________.
HOY CUATRO NUEVOS CAPITULOS!!
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 4
El despacho de James Carnavorn estaba en el segundo piso. El adjetivo enorme se quedaba corto para describirlo. Ocupaba una enorme suite; desde allí se podía ver perfectamente el primer nivel del club a través de los cristales de espejo que ocupaban casi una pared entera de la habitación. No había ningún armario archivador ni ningún otro artículo de oficina. Delante de su escritorio había dos sillas para las visitas. El suelo, de madera pulida, estaba cubierto por enormes alfombras de estilo oriental en encantadores tonos dorados, azules y rojos.
Carnavorn estaba en primer plano detrás de una enorme, cara y exótica mesa de madera oscura con incrustaciones de mármol en las esquinas. Estaba reclinado hacia atrás y tenía los pies apoyados sobre una de las esquinas de la mesa. Dejó a un lado los documentos que estaba leyendo y esperó a que las dos mujeres recorriesen la distancia que había que salvar hasta situarse ante su insigne presencia.
Rosalie Dayton no perdió ni un minuto.
—James, esta chica quiere hablar contigo sobre un trabajo —dijo dejando la solicitud de Hanna sobre el amplio escritorio.
Inclinándose con elegancia, Carnavorn estiró el brazo y la cogió. Sus ojos recorrieron rápidamente el papel y luego se centraron en Hanna.
—Señorita Fawks, gracias por haber venido —su voz, teñida de un suave acento inglés, evocaba imágenes de cálido toffee y dulce chocolate negro. Delicioso.
Hanna asintió; se sentía un poco incómoda.
—Gracias.
Curiosamente, él no le ofreció la mano ni esbozó la más mínima sonrisa. Su mirada, sin embargo, estaba en todas partes: la recorría de pies a cabeza. La estaba desnudando con sus ojos gris acero.
«¿Qué estará mirando?», se preguntó.
Entonces se le ocurrió. Tal vez no era lo bastante guapa. Se había vestido muy sencilla: blusa blanca, una falda negra y tacones medianos.
Hanna recobró el aliento. Decidida a no dejarse abrumar por la evidente mirada sexual de aquel hombre, le devolvió la evaluación física.
Fingiendo que se quitaba una pelusa de la falda, echó una tímida mirada en su dirección. Era castaño y llevaba un carísimo corte de pelo. Sus ojos eran muy llamativos; tenían un tono almendrado que recordaba al color que adquiría el cielo minutos antes de que se pusiera el sol. Una ligera barba de tres días cubría su recia mandíbula inferior. Su boca estaba hecha para besar, para devorar.
Era alto, por lo menos medía un metro ochenta. Estaba segura de que aquel hombre le podría rodear toda la cintura sólo con las manos. Bajo aquel traje italiano hecho a medida, se intuía un cuerpo esbelto y robusto.
James achicó ligeramente los ojos y miró fijamente a Hanna.
—No suelen pasar por aquí muchas mujeres como usted, señorita Fawks.
Una repentina ola de calor recorrió el cuerpo de Hanna; respiró hondo. Se le pusieron los pezones en alerta y empezó a sentirse incómoda al notar que se endurecían contra la suave seda de su sujetador. Una interminable serie de escenas lujuriosas empezaron a desfilar por su mente; imaginaba que James la cogía por las caderas y se introducía profundamente en su sexo.
Hanna se esforzó por dejar de pensar con la entrepierna y consiguió ofrecerle una respuesta.
—¿Eso es un insulto, señor Carnavorn?
Bajo su demoníaca mirada se dibujó una irónica sonrisa.
—Es un cumplido.
El rubor cubrió las mejillas de Hanna. Inspiró profundamente y se obligó a aguantarle la mirada. No podía dejar que el magnetismo personal de James la distrajese. Necesitaba el trabajo. Si tenía que permitir que el dueño se la comiese con los ojos, adelante. Si la quería mirar, estupendo. Eso no significaba que la pudiera tocar.
—Gracias por recibirme —dijo imprimiendo un tono formal a sus palabras—. Creo que tiene algunos puestos de camarera por cubrir y me gustaría entrevistarme con usted para optar a uno de ellos.
—Muy bien. —Dejó de mirar fijamente a Hanna y se dirigió a Rosalie—: ¿Podríamos ofrecerle a la señorita algo para beber?
La mujer, ligeramente molesta por estar recibiendo trato de personal de servicio, miró a Hanna.
—¿Café o té?
Ella se relajó un poco y negó con la cabeza. Su tensión disminuyó; lo volvía a tener todo bajo control.
—Nada. Gracias.
—¿Tú tomarás lo de siempre James? —preguntó Rosalie a su jefe.
—Por favor. —Él sonrió, pero no le dio las gracias. Obviamente, dio por supuesta la buena predisposición de su empleada.
Rosalie se dirigió con eficiencia a una esquina del despacho donde había una pequeña cocina americana muy bien surtida. Aparentemente, aquel hombre no se privaba de ningún lujo, incluso en el trabajo. En aquel despacho podía vivir cómodamente una familia de cuatro personas.
Carnavorn señaló una silla.
—Por favor, tome asiento mientras leo su solicitud.
Hanna se sentó; se alegró de tener un motivo para poder agachar un momento la cabeza y no mirarlo. Luchando contra los nervios, entrelazó las manos y esperó a que él tirase la primera piedra. Llegados a aquel punto, obligaría a ese hombre a utilizar dinamita para echarla de su despacho. Tampoco iba a dejarle que la pusiera nerviosa. Tenía cosas más importantes en las que pensar que en aquel tipo extraño que la estaba desnudando con los ojos.
El se sentó y empezó a leer la solicitud. Después de pasar algunos minutos en silencio, se dirigió a ella.
—Aquí pone que ha codirigido un negocio. Hábleme de ello.
Hanna esbozó una sonrisa diplomática.
—Sí. El Rincón del Libro. En la calle Main. —No parecía que el nombre le sonase en absoluto. Por lo visto, no frecuentaba pequeñas librerías en la otra parte de la ciudad.
Rosalie volvió al ataque. Traía una taza de delicada porcelana china en una bandeja y aprovechó para aportar su granito de arena.
—He oído que muchos negocios están cerrando por esa zona —comentó secamente.
Hanna, un poco ofendida por su intromisión, se puso tensa. Su sonrisa desapareció. Creía que Rosalie se iría, pero estaba claro que ella no pensaba hacer tal cosa.
—El que tenia con un socio —explicó Hanna—. El centro comercial nos hundió.
Carnavorn, tomándose el té, tampoco aportó palabras de simpatía.
—Veo que ha estudiado algo de hotelería...
Hanna, incómoda, cambió de postura. Venderse a si misma le estaba resultando bastante denigrante.
—Sí. Y hace poco trabajé como camarera, creo que no tendré ningún problema con el trabajo.
Rosalie frunció el ceño. Le dirigió a Hanna una feroz mirada y negó ligeramente con la cabeza.
—Servir mesas en un club nocturno hoy día difiere bastante de haber servido mesas ‘hace poco’.
Hanna esbozó una mueca. ¿Es que creía que no lo sabía?
—Sé perfectamente lo que significa trabajar en un bar. Ya sé que el Mystique es el mejor club de la ciudad... y sé que aquí es donde viene más gente.
—¿Y cree que podrá manejar a tanta gente?
La ansiedad se empezó a adueñar de ella. No estaba segura, pero no tenía ninguna intención de admitirlo. Forzó una sonrisa competente.
—Aunque éste no es el camino profesional que he elegido, en este momento solo estoy buscando opciones para poder pagar mis estudios.
James arqueó una ceja.
—Entiendo su situación. —Cogió un caro y elegante bolígrafo y escribió algunas anotaciones en la solicitud—. Necesito urgentemente dos chicas y las personas que han venido últimamente dejan mucho que desear.
Hanna se sintió aliviada.
—Gracias.
La relajación no le duró mucho tiempo.
—Pero le voy a ser franco. Si va usted a aceptar el trabajo, tengo que advertirla que tendrá que lidiar con una incontrolada multitud de personas que se ponen hasta las cejas de alcohol y de lo que sea que se metan en el cuerpo.
Hanna asintió.
—Entiendo.
Carnavorn sacudió la cabeza y pasó los dedos por su estilizado corte de pelo. Este se volvió a colocar en su sitio como si no lo hubiera tocado.
—No creo que lo entienda. La gente empuja y se tambalea sin importarles que haya cerca una camarera con una bandeja llena de bebidas. Los hombres, y algunas mujeres, se dedican a sobar indiscriminadamente a cualquier chica que tengan a mano.
La aportación de Rosalie no fue más suave.
—Algunas chicas no aguantan ni una hora —dijo—. Y la mayoría no duran más de seis meses. Necesitamos gente en la que poder confiar y que aguante.
Después de escuchar semejante parrafada, Hanna decidió dar lo mejor de sí misma. Si creían que la iban a disuadir con aquellos argumentos, les demostraría que no podían estar más equivocados. No había duda de que aquellos dos no tenían ningún problema para pagar el alquiler a final de mes. Ella tal vez no podría. Aún estaba en números rojos y pasarían muchos meses antes de que pudiera pagar todas sus deudas.
—Me quedo con el trabajo.
Rosalie Dayton emitió un gruñido de disgusto. No le parecía lo suficientemente buena.
—¿Hasta que se le ponga a tiro un cómodo trabajo administrativo de nueve a cinco?
Hanna, palideciendo, negó con la cabeza.
—No estaría aquí si no quisiese trabajar. —Mentira. Mentira cochina. Si hubiera tenido alguna perspectiva mejor, no hubiera puesto los píes en ese asqueroso lugar. Rosalie siguió con su discurso.
—A mí no me engaña, señorita Fawks. Va usted mejor vestida que las mujeres que suelen desfilar por mi despacho. Francamente, no la veo como una empleada a largo plazo—.
Hanna estaba al borde de la exasperación y a punto de sufrir un ataque de pánico. Estaba entre la espada y la pared y sólo tenía una salida.
Se inclinó hacia delante. Ignorando a Rosalie colocó las manos con fuerza sobre el carísimo escritorio y se dirigió a James.
—¡Ya puedes atar a tu perro! —gruñó—. Una cosa es una entrevista y otra muy distinta es un interrogatorio. Si esta mujer está intentando asustarme, no lo conseguirá insultándome.
Arqueando las cejas sorprendido, James Carnavorn se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa.
—¿De verdad quiere usted estar aquí?
—¿Perdón?
—¿Cuántos días cree que pasarán antes de que tire la toalla y salga por esa puerta?
Hanna negó con la cabeza.
—No le entiendo.
—No creo que tenga lo que hay que tener para trabajar aquí —dijo tajante y directo al grano. Por lo menos no la había insultado.
Hanna se negó a desistir. Se obligó a mantener la calma para que él no descubriese lo cerca que estaba de echarse a llorar.
—Mire, le seré sincera. Éste no es el trabajo más deseable para mí. Ya sabe que por cada centro comercial que se abre quiebran y desaparecen diez pequeños comercios como el mío. La gente se queda sin trabajo. Lo único que estoy pidiendo es una oportunidad para ganarme la vida decentemente.
Sus sencillas palabras parecieron causar impresión.
Se hizo un largo silencio. Demasiado largo.
Finalmente, Carnavorn asintió satisfecho.
—Por lo menos, parece usted una persona con carácter. —Ladeó la cabeza ligeramente y le hizo una señal a Rosalie Dayton. Dio la impresión de que hubiera chasqueado los dedos de buena gana, pero se contuvo—. Por favor, explícale a la señorita Fawks cómo funciona todo esto. Dile a Gina que la incluya en el programa y que empieza mañana a las seis en punto.
Hanna, aliviada, suspiró en silencio; se alegraba mucho de no tener que empezar aquel mismo día. Por lo menos tendría veinticuatro horas para hacerse a la idea.
Seguía necesitando el trabajo. Prácticamente lo había suplicado. Ya no había vuelta atrás.
—Gracias.
La mujer arrugó los labios, pero se guardó lo que pensaba para ella misma. Hanna estaba segura de que James Carnavorn escucharía pronto la opinión de Rosalie acerca de aquella última contratación. «Tendré que demostrarles a ambos que se equivocan», pensó.
Después de haber escuchado la descripción de las condiciones laborales, tenía la ligera sospecha de que trabajar en el Mystique era algo parecido a ser arrojada a los leones. Si no cuidaba de sí misma, se la comerían viva.
—Vaya con Rosalie, señorita Fawks. Ella se ocupará de su contrato y le dará un uniforme.
—Claro. —Hanna asintió a su nuevo jefe. Su, terriblemente sexy, nuevo jefe. Alejó ese pensamiento de su mente.
La química sexual que había percibido sentada al otro lado de su mesa no significaba nada ahora que ella y aquel hombre estaban iniciando una relación laboral. La amarga experiencia le había enseñado a no tontear con hombres que tenían la paella por el mango económicamente hablando.
—Gracias, señor Carnavorn.
Una respuesta suave.
—Llámeme James, por favor.
Hanna sonrió.
—Gracias, James. —Se sintió extraña al escuchar aquel nombre de sus propios labios, pero le gustó cómo sonaba—. No se arrepentirá de haberme contratado.
—Estoy seguro de que no —dijo él recorriendo su cuerpo con sus ojos grises, investigando y diseccionando cada centímetro visible. Una chispa iluminó las profundidades de sus ojos, sugiriendo que su mente escondía todo tipo de apetitos primitivos. Aquella mirada resultó más íntima que cualquier caricia física y Hanna sintió que la penetraba hasta lo más profundo de su ser.
Una fuerte sensación de conciencia sexual le recorrió las venas. Había algo en James, algo ferozmente masculino, que despertaba a la hembra animal que había en ella. Resultaba imposible ignorar su silenciosa llamada.
Hanna intentó borrar las lujuriosas imágenes que se proyectaban en su mente. No tuvo suerte. Su cerebro le ganó la partida y empezó a imaginar qué sentiría deslizando los dedos por el musculoso cuerpo de James. Cómo sería tener su cuerpo firme sobre el suyo; lo imaginó utilizando sus propias caderas para abrirle los muslos con una feroz demanda sexual.
James esbozó una sonrisa; parecía que podía leer la mente. A pesar del espacio que los separaba, se había establecido entre ellos una extraña y centelleante conexión.
La mirada de James se tornó caliente y sensual. La presión crecía a medida que aquella invisible intimidad aumentaba.
Hanna empezó a sentirse como si él hubiera tocado su piel desnuda con sus hambrientas manos y el clítoris le palpitó con más fuerza; sus bragas empezaron a humedecerse. De su cuerpo comenzó a emanar un calor imposible de ignorar. De repente, le pesaba la ropa; se sentía aprisionada y atada. Un extraño brillo le cubrió la piel.
La cabeza de Hanna empezó a girar. Tenía la sensación de estar envuelta por espirales de pura energía. Su visión era cada vez más borrosa, y tuvo que separar los labios para respirar. Empezó a temblar, sentía que se le fundía la espalda. La sensación de calidez aumentaba en su clítoris, cada vez más hinchado. Apretó los dientes y tensó los muslos; tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no gemir cuando el clímax la recorrió con la fuerza de una avalancha.
De repente, aquellos segundos que habían pasado desaparecieron.
James habló de nuevo.
—¿Está usted bien, señorita Fawks?
Hanna se esforzó por recuperar la sensatez. Tenía la mirada desenfocada y parpadeó para volver a la realidad. Inspiró con fuerza; se sentía como si la hubieran drogado, como si su cuerpo no le perteneciese.
—Estoy bien, gracias.
Aunque aseguraba estar bien, las sienes le seguían palpitando con mucha fuerza. ¡Madre mía! ¡Aquel hombre era capaz de excitarla con sólo mirarla!
Hanna se quedó de pie, colocándose bien la falda.
—Supongo que necesito otra buena dosis de cafeína para ponerme en marcha.
Se había estremecido con tanta violencia que se le había caído el bolso del regazo y no se había dado ni cuenta. Se agachó para recogerlo encantada de tener un minuto para esconder su vergüenza. ¡Oh, Dios! No se podía creer que hubiera alcanzado el clímax sólo mirándolo.
James se levantó y rodeó el escritorio; al andar transmitía mucha seguridad en sí mismo.
—Por supuesto. —Extendió la mano—. Bienvenida al Mystique, señorita Fawks.
Hanna vaciló. El brillo que había en las profundidades de los ojos de James indicaba que no le había pasado por alto ni un solo segundo del delicioso placer que acababa de recorrer su cuerpo. Ella creía que si lo tocaba se derretiría, pero hubiera sido muy grosero por su parte rechazar su mano.
—Por favor, llámame Hanna —dijo ella. Acallando su deseo sexual, le estrechó la mano.
Aquellos fuertes dedos le envolvieron la mano como si fuera un guante; el tamaño de la mano de James prácticamente se tragaba la suya. La fuerza que imprimió a su despreocupado apretón de manos le debilitó las rodillas y le hizo un nudo en el estómago.
—Hanna, entonces. —En su boca, su nombre sonó igual que un sedoso ronroneo.
Hanna estuvo a punto de perder la compostura.
—Gracias por darme una oportunidad —su voz sonó más ronca que de costumbre.
Él sonrió.
—El placer, querida, es todo mío. Espero tenerte cerca durante mucho tiempo. —Sus palabras eran sencillas y seguras, pero seguía ardiéndole la mirada.
A Hanna le dio un vuelco el corazón. Hábilmente, se liberó del apretón de manos para ponerse la correa del bolso sobre el hombro. Aquella barrera física la ayudó a protegerse del increíble magnetismo de James.
El entendió la indirecta y dejó caer la mano. Si se sintió decepcionado, no lo demostró. Se volvió a dirigir a Rosalie Dayton.
—Asegúrate de no perder a esta chica.
Rosalie esbozó una mueca avinagrada.
—Claro, James.
Hanna tuvo la impresión de que si aquella mujer hubiera podido burlarse y resoplar lo hubiera hecho encantada. Seguro que a Rosalie no se le había pasado por alto cómo James se la comía con los ojos. ¡Prácticamente la había desnudado y se la había follado durante la entrevista!
Aunque no era la primera vez que un hombre la desnudaba con los ojos, en el fondo, tenía la ligera sospecha de que James Carnavorn desnudaba a las mujeres con los ojos del mismo modo que un alcohólico decide servirse otra cerveza helada. Automáticamente y sin pensarlo.
Claro que ella tampoco estaba interesada en su jefe. En la cola del paro también había oído más de un comentario despectivo acerca de sus inclinaciones sexuales. Se rumoreaba que devoraba a las mujeres igual que un elefante engullía los cacahuetes. Probablemente, ella no era la primera a la que había mirado así y seguro que no sería la última.
Hanna hizo examen de conciencia mientras se daba la vuelta. Al margen de la atracción, y la atracción definitivamente existía, no pensaba convertirse en una más en su lista. Ella iba a trabajar para él y le mostraría el respeto que le debía como empleada. Nada más.
Porque... ¿podrían ser amantes?
«¡Eso es ridículo!»
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 5
Hanna observó el vestido negro que le había dado Rosalie Dayton.
Se lo puso sobre los hombros y se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta de su armario.
—La tela es finísima... —murmuró sujetándolo a contraluz.
El vestido era corto, el tipo de modelito que le encantaría a una vampiresa devora hombres. Lo examinó más detenidamente y se dio cuenta de que en realidad no era un vestido, se parecía más a un uniforme de animadora. Estupendo. Se dio cuenta de que con aquella cortísima falda no se podría agachar: sin un pantalón corto debajo le daría al mundo un estupendo primer plano de su coño.
El logotipo del Mystique estaba bordado sobre la sedosa tela del pecho izquierdo. Los trazos de la eme y de la te eran más largos: simulaban un par de colmillos de vampiro. Era una buena idea, pero muy poco original. En la etiqueta ponía que era una talla mediana, pero estaba segura de que era una talla pequeña. También le habían dado un delantal con bolsillos y una placa de identificación. Rosalie le había prometido que si se quedaba más de un mes, le darían más uniformes.
Sin embargo, de momento, se las tendría que arreglar con uno. El resto del uniforme, es decir, las medias y los zapatos, lo tendría que pagar ella. Le habían dicho que cuanto más alto fuera el tacón del zapato, mejor. Eso no tenía sentido, ¿cómo demonios esperaban que pasara toda la noche corriendo por el bar subida a un par de tacones altos? Afortunadamente, el barman le había aconsejado que diera más importancia a la comodidad que a la imagen, y le dijo que era mejor que se pusiera un tacón medio. Hanna tenía las piernas largas y no creía necesitar diez centímetros de tacón para conseguir una imagen más sexy.
Tenía ganas de probarse el vestido, así que lo dejó sobre la cama y empezó a quitarse la ropa hasta que se quedó en sujetador y bragas. Se embutió en el conjunto; estiró de la tela hasta que todo estuvo en su sitio y alisó las arrugas con la mano. Aquel maldito uniforme era muy ajustado y se le pegaba como si fuera una segunda piel. En aquel vestido no había espacio para meter ni un gramo de grasa de más y marcaba cada una de las curvas de su cuerpo. La tela tenía una generosa hendidura entre los pechos. Esbozó una mueca y se ahuecó el pecho. Tenía una copa B perfecta, ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Era alta y había sido bendecida con una cintura pequeña, un vientre plano y unos muslos esbeltos.
El uniforme no le quedaba nada mal.
Frente al espejo, Hanna se miró por todas partes. Gracias a Dios, su culo no parecía un tren de mercancías.
—No está nada mal.
Satisfecha, se volvió hacia la derecha y hacia la izquierda, imprimiéndole a la falda un ondeo suave muy sexy. Le gustaba como le quedaba el uniforme.
Hasta que vio la marca que tenía en el muslo izquierdo. El vestido tenía cortes a ambos lados de la falda y aquella horrorosa marca se veía perfectamente. Hanna arrugó la nariz.
—Mierda. Odio esta maldita cosa.
Aquella «maldita cosa» era una marca de nacimiento del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. Era de color burdeos y resaltaba mucho en su pálida piel; tenía una forma que recordaba una estrella de cinco puntas. Ella lo llamaba «la marca de Caín»; decía que era un estigma que la alejaba del resto de personas. Cuando era más joven, estuvo considerando hacerse un tatuaje encima para taparla, pero nunca llegó a decidirse. En realidad, tampoco le había supuesto nunca ningún problema, porque raramente llevaba faldas o pantalones lo suficientemente cortos como para que se viese. Sólo sus amantes sabían que estaba ahí, y la mayoría de ellos no había dicho nada al respecto; solían mostrar mucho más interés por otras partes de su cuerpo.
Intentó estirar de la falda para taparla, pero en cuanto se movía, la falda volvía a su sitio y la marca se veía otra vez. Entonces pensó que tal vez pudiera taparla con un poco de maquillaje. Cogió uno que tenía de un tono suave para que coincidiera con el color de su piel y, rápidamente, se bajó las medias y lo aplicó encima de la marca. Consiguió ocultarla un poco, pero el experimento estaba condenado al fracaso. En cuanto anduvo un poco, el roce de la tela de las medias con su piel eliminó el maquillaje. Bueno. No se podía hacer nada más.
«Supongo que si quiero el trabajo tendré que vivir con esta maldita cosa. Es un bar oscuro, nadie se dará cuenta. La gente no se quedará embobada mirándome las piernas. Estarán bailando y bebiendo, nadie estará pensando en la marca de mi muslo.»
Sintiéndose un poco mejor, se quitó el uniforme y lo guardó. Mañana empezaba a trabajar. Como no tenía que estar allí hasta las seis de la tarde, se podía quedar despierta hasta tarde y celebrarlo. Decidió darse un buen baño y luego relajarse tomando una copa de vino y leyendo un buen libro.
Se quitó el resto de la ropa, sacudió la cabeza y se pasó la mano por el pelo. Hacía muy poco que había decidido cortarse la larga melena que tenía y que le llegaba hasta la cintura; se había dejado el cabello a la altura de la barbilla. Se puso tan nerviosa intentando salvar su negocio de un hundimiento irremediable que se cansó de pelearse con aquel pelo tan largo. El nuevo corte de pelo enmarcaba su cara y le daba una imagen moderna y desenfadada. Le gustaba cómo le quedaba.
Por lo visto, trabajar en el Mystique podía tener algunas ventajas.
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 6
Treinta minutos antes de que empezase su turno, Hanna aparcó el coche en la sección de empleados del aparcamiento y luego se dirigió a la puerta por la que entraba el personal, situada en la parte trasera del edificio. Se había puesto un suéter largo encima del uniforme porque le daba un poco de vergüenza lucir aquel vestidito tan corto por la calle.
La recibió Rosalie Dayton y la acompañó por un rápido recorrido entre bastidores: le enseñó la sala en la que los empleados hacían los descansos, le detalló el horario y le presentó a los bármanes, a los ayudantes de los bármanes y a las demás camareras. También recibió una rápida lección sobre cómo debía gestionar el dinero. Le daban cien dólares de entrada; con ese dinero pagaría las bebidas en la barra cuando las recogiese y luego cobraría a los clientes en la mesa.
Seis de la tarde. Empieza el espectáculo.
Y ni rastro de James.
Hanna salió a la pista detrás de su tutora, Lucille, que estaría pendiente de ella y la ayudaría si fuera necesario. El club estaba dividido en secciones y cada una de las chicas tenía asignado un grupo de mesas.
A pesar de que la noche acababa de comenzar y el club no se empezaría a animar hasta más o menos las nueve, el local ya estaba lleno. Un extraño olor flotaba en el ambiente, era una mezcla de sudor, perfumes, alcohol, incienso y humo de cigarrillo. Hanna se mareó. La música sonaba muy fuerte, las paredes retumbaban y el local estaba repleto de luces de colores que se movían al ritmo de la extraña mezcla musical de género góticotecno; los temas eran clásicos que resultaban curiosamente familiares. Para quien le gustara ese tipo de ambiente, el club no estaba del todo mal.
—Ésta es la zona en la que vas a trabajar —dijo Lucille, gritando para que pudiera oírla por encima de la música y el parloteo. Señaló una oscura hilera de mesas.
Hanna observó a la chica con atención. Era pelirroja y muy guapa; no debía de tener mucho más de diecisiete años. Tenía los ojos verdes y la piel muy pálida.
Lucille continuó:
—Ésta es tu barra y Alan es tu barman.
Hanna asintió de nuevo. ¿Qué diablos se suponía que podía decir? Estaba petrificada por tener que enfrentarse a un trabajo nuevo y mezclarse con gente extraña en aquel entorno tan extravagante. Ella estaba acostumbrada a trabajar en un lugar tranquilo y familiar. Y allí estaba ahora, intentando abrirse paso en un local en el que las personas estaban como sardinas en lata.
Lucille percibió que Hanna estaba incómoda y sonrió al mismo tiempo que le guiñaba el ojo con complicidad.
—Te acostumbrarás —dijo dándole una tranquilizadora palmadita en la espalda.
Hanna no estaba muy segura de ello. Un incipiente dolor de cabeza amenazaba con intensificar su fuerza.
—Hay mucho ruido. Casi no puedo pensar.
Lucille asintió con simpatía.
—Dejarás de oírlo cuando pase un rato. Tú limítate a mantener la cabeza bien alta, sonreír y llevar las bebidas a las mesas. Es todo lo que tienes que hacer.
Una vez dicho esto, mandó a Hanna a trabajar.
Cuatro horas después, Hanna entró cojeando en la habitación en la que descansaba el personal; sonrió débilmente a sus compañeros que estaban tan cansados que sólo conseguían asentir y murmurar alguna palabra. Sólo eran las diez de la noche y ya sentía la feroz necesidad de sentarse y descansar un poco.
Se sirvió un té helado y se dejó caer en una silla de metal. Luego se quitó un zapato y se masajeó los dedos de los pies.
¡Oh, Dios, los pies la estaban matando! ¿Cómo conseguían aguantar aquellas chicas día sí día no? Se había puesto unos zapatos totalmente planos y, sin embargo, tenía la sensación de que sus pies eran de plomo. Mañana iría a la farmacia a comprarse unas plantillas. Pensó que las chicas que se atrevían a pasearse por ahí con tacones de más de tres centímetros de altura debían de tener los pies de acero; de no ser así, seguro que estarían lisiadas cuando llegasen a los treinta años.
Hasta el momento nadie le había pellizcado el culo o le había metido mano al agacharse para dejar las copas sobre las mesas. Pero no le cabía ninguna duda de que sucedería pronto. Sólo era cuestión de tiempo.
Un par de chicas, en cuyas placas identificativas se leía «TAMMY» y «DEBBIE», entraron y se sentaron. Las dos eran rubias y pechugonas, y le daban un nuevo significado a la palabra sexy, embutidas en sus minúsculos uniformes. Ya se había dado cuenta de que algunas de las chicas tenían una particular forma de inclinarse sobre los clientes, ofreciendo a los hombres un buen primer plano de sus tetas o de sus culos. Obviamente, esas chicas eran las que se iban a casa con las propinas más generosas; con la ayuda de aquellas maniobras conseguían fácilmente que los hombres les metieran en el escote billetes de veinte y hasta de cincuenta dólares.
Tammy le ofreció un cigarrillo mientras encendía uno para ella.
—¿Fumas?
Hanna se volvió a poner el zapato mientras negaba con la cabeza.
—Gracias, pero no fumo.
Debbie cogió el que Hanna rechazó y lo encendió con el encendedor de plástico de Tammy.
—¿Así que tú eres la chica nueva?
Hanna asintió.
—Sí.
Tammy exhaló el humo por entre los labios; los llevaba pintados de un intenso rojo brillante.
—¿Te gusta?
Hanna se encogió de hombros. No, no le gustaba. Pero de ningún modo lo iba a admitir en voz alta. Aquellos comentarios acababan llegando a oídos del jefe.
—Es diferente. Aún tengo que acostumbrarme.
Debbie, abandonando el voluntario estupor en el que se había sumido, intervino en la conversación.
—Me muero de hambre. Será mejor que coma algo antes de que se me acabe el descanso. —Se levantó y salió.
Tammy miró a Hanna.
—¿Tú quieres comer algo?
Ella negó con la cabeza. Había comida y refrescos para los empleados.
—Estoy demasiado nerviosa para comer. —Le dio un sorbo al té. Más adelante sacaría provecho de ello. Una comida gratis la ayudaría a reducir la cuenta del supermercado.
Tammy apagó el cigarrillo.
—La primera noche que trabajé aquí no paré de vomitar. Tienes suerte, por lo menos te ha tocado una noche fácil.
A Hanna se le escapó una risa incrédula.
—¿Esto es una noche fácil? —preguntó sorprendida.
—Oh, sí —contestó la chica.
Hanna se dejó caer en la silla, tapándose la cara con las manos y gimoteando.
—Genial.
Tammy le dio una amigable palmadita en la espalda.
—Cada vez es más sencillo. Aprendes a ignorar a la gente y a quedarte con el dinero.
Hanna suspiró.
—Por eso estoy aquí. —Dinero. La piedra angular básica para el funcionamiento del sistema de libre comercio. Gracias a él, puede uno tener un techo sobre la cabeza y comida en el plato. Aún no había tenido tiempo de contar sus propinas, pero ya tenía un buen fajo de billetes en el delantal y un montón de calderilla, principalmente monedas de veinticinco céntimos. Nadie contaba sus propinas delante de los demás. Si tenía suerte, se podía ir a casa con cien dólares o más.
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
Capítulo 7
Hanna, destrozada por el cansancio, se levantó y se dirigió a la puerta. Con la intención de irse a casa con un buen montón de propinas y apremiada por la necesidad, desempolvó su mejor sonrisa y salió de la habitación.
Cuando volvió a la pista, vio a su nuevo jefe dirigiéndose directamente hacia ella. Observó cómo se deslizaba entre la multitud; en lugar de andar, parecía que flotase entre la gente. Los clientes estiraban el brazo para darle la mano. Si él les ofrecía la suya, se convertían en elegidos. Si no, estaban acabados. Una vida como la suya era digna de envidia. Tenía dinero, poder, belleza... Todo.
Al principio, Hanna se puso nerviosa porque tenía miedo de haber hecho algo mal, pero la relajada sonrisa de James no ocultaba enfado alguno. Se paró solo para estrechar la mano de algunos clientes preferentes y, lentamente, se fue abriendo camino hasta donde ella estaba.
Para fingir que estaba ocupada, cogió la bandeja de uno de los ayudantes del barman y empezó a recoger los vasos que se amontonaban sobre una de las mesas. Se puso contentísima cuando vio que le habían dejado un billete de veinte dólares de propina tirado entre la porquería, los vasos vacíos y los ceniceros repletos. Aquella mesa la había ocupado un grupo muy numeroso, diez personas en total, y la habían tenido corriendo de arriba abajo durante casi dos horas.
Justo cuando se estaba metiendo el dinero en el bolsillo, notó que alguien le ponía la mano sobre el hombro. Se le erizó el vello de la nuca y tuvo la sensación de que la electricidad le recorría todo el cuerpo.
Se dio la vuelta sujetando los vasos con fuerza; el corazón le golpeaba el pecho salvajemente.
Hanna repasó el cuerpo de James centímetro a centímetro. Mientras observaba cómo el chaleco realzaba su estilizada figura, una intensa oleada de calor la recorrió. El modo en que se le ceñían los pantalones a la cadera no dejaba nada para la imaginación. Advirtió con envidia que ni un solo gramo de grasa enturbiaba su fibrosa figura.
—Hanna —la saludo alzando la voz por encima de la estridente música y acercándose a ella para que pudiera oírlo bien—, sólo quería saber qué tal te está yendo tu primera noche.
Ella luchó por mantener la compostura y eligió con cuidado las palabras.
—Bien, gracias —consiguió decir, intentando no chillar demasiado.
—Me alegro. —James deslizó los ojos por su cuerpo; su mirada era más íntima que curiosa. Finalmente, se fijó en los vasos que ella tenía en las manos, y una ligera sonrisa curvó la esquina de sus labios—. Deja que los ayudantes del barman limpien las mesas. Ese es su trabajo; se les paga para que lo hagan. Tu trabajo consiste en traer las bebidas a la mesa. —Chasqueó los dedos para llamar la atención de una de las azafatas que paseaba entre los clientes—. Trae a alguien aquí para que limpie estas mesas. Ahora.
La azafata asintió y se apresuró para cumplir sus órdenes cuanto antes.
Hanna tragó saliva y volvió a dejar los vasos sobre la mesa. Todo cuanto a él se refería resultaba excitante. Su presencia, tan cercana, la hacía arder de pies a cabeza.
—Sólo intentaba mantenerme ocupada —tartamudeó.
Él sonrió.
—Tendrás muchas oportunidades de estar ocupada, Hanna. Disfruta de los momentos tranquilos. Suelen escasear por aquí.
Ella tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no abanicarse con la mano. De repente, se sentía tan caliente... —Lo recordaré.
James miró un momento a su alrededor, luego volvió a posar su inquietante mirada en el rostro de Hanna.
—Bueno, ahora que ya lo has probado, ¿crees que te gustará trabajar aquí?
En la cabeza de Hanna las palabras de James sonaban de la manera más sugestiva posible. «¿Probarlo?» Oh, sí. Le encantaría probarlo con él.
Con la cabeza llena de pájaros, Hanna cambió de postura y se apoyó en una silla. ¡Oh, Dios!, cómo le gustaría cogerle las manos, guiarlas por entre sus muslos y sentir sus largos dedos acariciando su húmeda pasión.
—Creo que sobreviviré.
James inclinó la cabeza hacia un lado, alargó la mano y acarició con suavidad su mejilla izquierda.
—Me alegro. Me gustaría tenerte por aquí durante mucho tiempo.
Después de decir eso, James no le quitó la mano de la mejilla. Hanna sintió el calor de su cuerpo; estaba muy cerca y tenía una actitud muy íntima. Un cálido rubor asomó a sus mejillas.
—Gracias —tartamudeó.
Los ojos de James se iluminaron. Todo a su alrededor se desvaneció. Su caricia transmitía deseo; sobraban las palabras.
—No me gustaría que nadie te alejara de mi lado —su profunda e intensa voz sugería un montón de placenteras posibilidades.
Hanna sintió que se quedaba sin aire en los pulmones; el corazón le palpitaba con mucha fuerza. Sus músculos amenazaban con derretirse bajo la maravillosa sensación de su caricia. Era imposible que estuviera seduciéndola en aquel bar repleto de gente... Con una única mirada confirmó sus sospechas. ¡Sí que lo estaba haciendo!
Hanna bajó la mirada hasta la entrepierna de James y se preguntó cómo sería empalmado. ¡Dios, cómo le gustaría desabrocharle los pantalones y explorar cada centímetro de su polla con la lengua! Se podía imaginar su propia mano buscando, encontrando, apretando y arrancándole un gemido de placer. La fruta prohibida era la más dulce. Sólo una vez.
Hanna se puso nerviosa de nuevo al pensar en cómo sería sentir la verga de James endureciéndose contra su vientre. La lujuria le nublaba los sentidos. Tragó con fuerza mientras se imaginaba haciendo el amor con él apasionadamente. Sentía dolor entre las piernas; su clítoris, húmedo y palpitante, desprendía mucho calor. Se mordió la lengua para no gemir y cerró las piernas con fuerza. El deseo que él había conseguido provocarle simplemente estando de pie frente a ella amenazaba con volverla loca.
«Esto no puede estar sucediendo», se decía Hanna una y otra vez. El resentimiento que sentía hacia los hombres estaba entrando en conflicto con la creciente pasión que le provocaba la presencia de James.
Debía volver al trabajo. Quedándose ahí parada no ganaría ninguna propina. Solo le pagaban tres cochinos dólares por hora, y para ella era vital complementar esas ganancias con las propinas, pues de lo contrario volvería a casa con una paga muy pobre.
Deshaciéndose de la caricia de James, se alejó de la silla. El tacón de su zapato se enganchó en un pliegue de la moqueta y la hizo tropezar. Perdió el equilibrio y dio un traspié.
Cayó justo en los brazos de James. Él rodeó sus caderas con las manos impidiendo que se cayese. Hanna sintió el calor de sus enormes manos a través de la delgada tela de su uniforme.
—Cuidado —murmuró él, ayudándola a ponerse de pie. El peso del cuerpo de Hanna no le hizo perder el equilibrio. Era tan fuerte y estaba tan bien hecho... Sólo unos centímetros los separaban. El mundo de Hanna se detuvo. Su corazón. Su respiración. Su pensamiento. Estaba atrapada entre la necesidad de recostarse sobre su pecho y salir corriendo, pero fue incapaz de hacer ninguna de las dos cosas. La confusión se apoderó de ella. Hacía muchísimo tiempo que no la abrazaba alguien más grande y más fuerte que ella. Estaba tan excitada que no podía dejar de temblar, dejar de desear... James también tuvo que haberlo sentido. Se acercó más a ella. Inclinó la cabeza hacia delante y..., ¡oh, Dios!, ¿realmente pretendía besarla? ¡Delante de todo el mundo!
Un pequeño gemido se escapó de los temblorosos labios de Hanna.
—Por favor —empezó a decir. Luego, como si de repente se hubiera dado cuenta de que estaba dudando, terminó la frase—, no.
James se echó inmediatamente hacia atrás con los ojos llenos de consternación. Hanna sintió el calor de su penetrante mirada.
—¿Por qué no?
Hanna tenía la cabeza a punto de estallar y era incapaz de pensar en un motivo coherente. Sólo se le ocurrió que mezclar trabajo y placer sería un error. Un gran error. Con total honestidad dijo:
—Yo no me tiro al jefe. —Su tono sonó seco; se debatía entre el miedo y la avidez carnal.
James arqueó una ceja mientras una sonrisa asomaba a sus labios.
—¿Ése es el único motivo que te detendría? —preguntó sin dejar de mirarla fijamente.
Se hizo un profundo silencio entre ellos.
—No. —A Hanna le empezaron a temblar las piernas; estaba a un paso de perder la determinación. El temblor se extendió por todo su cuerpo. Era mentira, pero no hacía falta que él lo supiera. Ningún hombre la había hecho sentir nunca como él. James la hacía sentir tan bien..., tan deseada... La bombardeaban emociones contradictorias. La lujuria le destrozaba la libido, y la música, a todo volumen, parecía sonar al ritmo de los latidos de su corazón.
No sería difícil enamorarse de James. Nada difícil. Aquel hombre tenía los ojos más seductores que había visto jamás. Cuando se perdía en sus grises profundidades, se ablandaba automáticamente y empezaban a caerse, una a una, las piedras del muro que tanto le había costado construir para proteger sus emociones. Estaba cansada de las batallas de la vida, cansada de estar sola. Era muy fácil desear que él fuera su caballero de la brillante armadura. El tenía todo lo que se puede desear.
Ella... no tenía nada. Se había quedado sin trabajo y estaba endeudada hasta las cejas, sólo poseía un coche, ropa y un gato negro escuchimizado. Todo lo demás no podía estar más hipotecado. Si perdiera su apartamento, se convertiría en una indigente. El desastre planeaba sobre su cabeza como un pájaro de mal agüero.
Al mirar a James por segunda vez lo vio menos atractivo. Entonces entendió perfectamente lo que él podía querer de una mujer como ella.
Sólo sexo.
Maldijo su propia ingenuidad e impulsivamente, cerró los puños y se clavó las uñas en las manos. Empezó a sentir náuseas y la vergüenza se adueñó de sus sentidos. ¿Cómo podía ser tan tonta? Allí había camareras para parar un tren, entraban y salían como si hubiera un surtidor en alguna parte. Ella no significaba nada especial en el mundo de James, nada nuevo. Sólo era un par de tetas y un buen culo. Nada más.
Entornó los ojos. Le bastaron unos segundos para entender perfectamente el motivo por el que él se había acercado a ella esa noche. ¿Acaso creía que por haber pasado un montón de horas de pie tendría más ganas de bajarse las medias y abrir las piernas?
Un azote de cólera la golpeó justo en el centro del plexo solar. ¿Por qué narices resultaba tan fácil tentarla? James podía tener a la mujer que quisiese. Una camarera de su bar no significaría para él nada más que un rollo. Mal, todo mal. Por mucho que desease a ese hombre, aún conservaba los escrúpulos y la moral.
«No seas idiota. Lo único que quiere es echar un polvo rápido.»
La presencia de la multitud reapareció, empujaban y reclamaban atención. De repente volvieron las risas, el tintineo de los vasos y el hedor de los cuerpos demasiado pegados los unos a los otros. Todo el local apestaba a decadencia. La suciedad de aquel lugar la hacía sentir vulgar y barata. Cada vez sentía más náuseas y la sensación de tener tanta gente alrededor empezó a resultarle insoportable. No se podía creer que ella y James estuvieran compartiendo un momento tan privado en un lugar tan público. Por lo visto, a él no le importaba en absoluto que alguien pudiera ver cómo acosaba al personal.
Hanna se dio una ducha de agua fría mental y reculó hasta conseguir poner entre ellos un metro de distancia. Apenas había espacio, pero sería suficiente.
—No soy una mujer vulgar o fácil, señor Carnavorn —dijo mandándole una indirecta al no utilizar su nombre—. El hecho de que me de trabajo no significa que se pueda tomar libertades personales conmigo.
James frunció el ceño; lo había pillado con la guardia baja. Sus ojos, grises como el acero, dejaron de ser cálidos. Obviamente, la reacción de Hanna lo había sorprendido.
—¿Crees que es eso en lo que estoy pensando?
Ella se encogió de hombros. Apretaba los puños con fuerza y fruncía el ceño, desconfiada.
—¿No es así? —Reunió toda su fuerza de voluntad y le dirigió una mirada glacial especialmente diseñada para atrofiar testículos—. A menos que disfrute con las denuncias por acoso sexual, le sugiero que mantenga las manos quietecitas.
James se quedó inmóvil, sin habla. Si le hubiera cogido por los huevos y se los hubiera colgado de un ventilador, no se hubiera sorprendido ni la mitad.
Hanna no le dio ninguna opción de rehacerse y lanzar un contraataque.
—Me voy a tomar un descanso —le informó secamente—. Por favor, intenta no estar aquí cuando vuelva.
Mientras se alejaba se preguntó si seguiría conservando el trabajo cuando llegase a la sala en la que descansaba el personal. Estaba sorprendida de su arrebato; nunca había sido una mujer violenta o agresiva. Estaba segura de que era una de las pocas personas que le había dicho que no a James.
Cuando entró en la sala de descanso, Hanna respiró hondo para intentar calmar su agitado corazón. ¡Mierda! No se podía creer lo que acababa de hacer. Cuando perdió el trabajo, se metió en la sartén. Después de haberle dicho a James que se fuera al cuerno, se había puesto sobre las llamas. Prácticamente podía sentir el calor tostándole el culo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. No quería llorar.
«La soberbia precede a la caída», pensó.
No era un pensamiento nada reconfortante. La aterraba ese constante estado de incertidumbre en el que se encontraba por tener que estar siempre pensando si llegaría a final de mes o no.
Frunció el ceño otra vez y volvió a apoderarse de ella esa inquietante sensación de miedo.
—Ya me pondré a considerar las consecuencias que puede tener mandar a la gente a la mierda, cuando esté sentada en una acera con mis pertenencias en una caja de cartón.
______________________________________________________________.
James esta para llevar y comer, cierto?? Podra Hanna seguir rechazandolo?? ☻
ThatBitch.
Re: Sins Of The Flesh *HOT* [James Maslow] ULTIMO CAPITULO
OMGGG!!!!
Cuando lei que ibas a subir tantos capítulos seguidos pensé que no me los iba a poder leer todos... pero me han dejado con ganas de más!!
Espero que la puedas seguir pronto linda...
Muchos besos!
Cuando lei que ibas a subir tantos capítulos seguidos pensé que no me los iba a poder leer todos... pero me han dejado con ganas de más!!
Espero que la puedas seguir pronto linda...
Muchos besos!
{CJ}
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