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Ten things I love about you (Joseph & Tu) - Página 2 Empty Re: Ten things I love about you (Joseph & Tu)

Mensaje por Cande Luque Miér 04 Jul 2012, 11:52 am

(Hoy pongo maratón pero más a la nochecita (:
Cande Luque
Cande Luque


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Ten things I love about you (Joseph & Tu) - Página 2 Empty Re: Ten things I love about you (Joseph & Tu)

Mensaje por Cande Luque Miér 04 Jul 2012, 4:00 pm

CAPÍTULO 01

Mayfair, Londres,
Primavera de 1822.

—La clave para un matrimonio feliz —pontificó lord Vickers—, es mantenerse alejado de la esposa.
En condiciones normales, una frase como esa poco alteraría la vida y el destino de la señorita _______ Winslow, pero había diez motivos por los que la frase de lord Vickers le resultaba especialmente dolorosa.
Uno, que lord Vickers era su abuelo materno, lo que implicaba que, dos, la esposa en cuestión era su abuela, quien, tres, recientemente había decidido arrancar a _______ de su tranquila y feliz vida en Gloucestershire y, en sus propias palabras, «pulirla y casarla».
Igual de importante era que, cuatro, lord Vickers estaba hablando con lord Newbury, quien, cinco, había estado casado, y aparentemente había sido feliz, pero, seis, su esposa había muerto y ahora era viudo y, siete, su hijo había muerto el año pasado sin descendencia.
Lo que significaba que, siete, lord Newbury estaba buscando esposa y, ocho, que creía que una alianza con Vickers estaría bien, y, nueve, que le había echado el ojo a _______ porque, diez, tenía las caderas anchas.
Maldición. ¿Había enumerado dos sietes?
_______ suspiró, porque era lo máximo que le permitían mientras estaba sentada en el sofá. Poco importaba que hubiera once puntos en lugar de diez. Sus caderas eran sus caderas y, ahora mismo, lord Newbury estaba decidiendo si su próximo heredero se pasaría nueve meses entre ellas.
—¿Has dicho que es la mayor de ocho hermanos? —murmuró lord Newbury, mientras la miraba con aire pensativo.
«¿Con aire pensativo?» No era lo más adecuado. Parecía que estaba a punto de relamerse los labios.
_______ miró a su prima, lady Louisa McCann, con inquietud. Louisa había venido a visitarla aquella tarde y se lo estaban pasando en grande hasta que lord Newbury hizo su inesperada entrada. El rostro de Louisa estaba perfectamente sereno, como siempre que estaba en reuniones sociales, pero _______ vio que abría los ojos con compasión.
Si Louisa, cuyos modales y actitud eran inalterablemente correctos, independientemente de la ocasión, no podía borrar el horror de su cara, _______ sabía que estaba metida en un buen lío.
—Además —añadió lord Vickers, con gran orgullo—, todos nacieron sanos y fuertes. —Alzó la copa en un brindis silencioso por su hija mayor, la fecunda Frances Vickers Winslow a quien, _______ no pudo evitar recordar, solía referirse como «esa tonta que se casó con ese maldito tonto».
A lord Vickers no le hizo ninguna gracia que su hija se casara con un caballero de campo sin demasiado dinero. Y, por lo que _______ sabía, no había cambiado de opinión.
La madre de Louisa, en cambio, se había casado con el hijo menor del duque de Fenniwick, apenas tres meses antes de que el hijo mayor del duque decidiera ir a saltar con un caballo mal entrenado y se rompiera su noble cuello. Había sido, en palabras de lord Vickers, «muy oportuno».
Para la madre de Louisa, claro; no para el heredero muerto. Ni para el caballo.
No era extraño que los caminos de _______ y Louisa apenas se hubieran cruzado antes de esta primavera. Los Winslow, amontonados con su numerosa prole en una pequeña casa, tenían poco en común con los McCann que, cuando no habitaban su mansión palaciega de Londres, se trasladaban a un antiguo castillo que había junto a la frontera con Escocia.
—El padre de _______ tenía nueve hermanos —dijo lord Vickers.
_______ se volvió hacia él con cautela. Era lo más cerca que su abuelo había estado de elogiar a su padre, descansara en paz.
—¿De veras? —preguntó lord Newbury, mirando a _______ con unos ojos más resplandecientes que nunca. _______ apretó los labios, entrelazó los dedos de las manos en el regazo y se preguntó qué podría hacer para desprender un aspecto de infertilidad.
—Y, por supuesto, nosotros tenemos siete hijos —añadió lord Vickers, agitando la mano en el aire con ese movimiento de modestia tan propio de los hombres cuando no son modestos.
—No te mantuviste lejos de tu esposa tanto como dices, ¿eh? —se rió lord Newbury.
_______ tragó saliva. Cuando Newbury se reía o, mejor dicho, cuando hacía cualquier movimiento, las mejillas le colgaban y zangoloteaban. Era una visión terrible que le recordaba a la gelatina de pata de ternero que el ama de llaves le obligaba a tomarse cuando estaba enferma. Realmente, bastaba para que cualquier jovencita echara a correr.
Intentó calcular cuánto tiempo tendría que pasar sin comer para reducir de forma significativa el tamaño de sus caderas, preferiblemente hasta una anchura considerada inaceptable para engendrar hijos.
—Piénsalo —dijo lord Vickers, dando una palmada en la espalda a su viejo amigo.
—Lo estoy pensando —respondió lord Newbury. Se volvió hacia _______, con los ojos azul claro llenos de interés—. Te prometo que lo estoy pensando.
—Pensar está sobrevalorado —anunció lady Vickers. Alzó una copa de jerez en honor de nadie en particular y se la bebió.
—Había olvidado que estabas aquí, Margaret —dijo lord Newbury.
—Yo nunca me olvido —se quejó lord Vickers.
—Me refiero a los caballeros, por supuesto —dijo lady Vickers, ofreciendo la copa vacía a cualquiera de los dos hombres que la cogiera primero para volver a llenársela—. Una dama siempre tiene que estar pensando.
—Ahí es donde no estamos de acuerdo —dijo Newbury—. Mi Margaret se guardaba sus pensamientos para ella. La nuestra fue una unión espléndida.
—Se mantenía lejos de ti, ¿no? —dijo lord Vickers.
—Como he dicho, fue una unión espléndida.
_______ miró a Louisa, que estaba sentada con mucho decoro en la silla que había a su lado. Su prima era muy delgada, con los hombros finos, el pelo castaño claro y los ojos de color verde pálido. _______ siempre pensaba que, a su lado, ella parecía una especie de monstruo. Ella tenía el pelo oscuro y ondulado, a la mínima que se exponía al sol acababa bronceada, y su silueta había atraído una atención no deseada desde su decimosegundo verano.
Sin embargo, nunca jamás las atenciones habían sido menos deseadas como ahora, mientras lord Newbury la miraba como si fuera un caramelo.
_______ se quedó inmóvil, intentando imitar a Louisa, mientras procuraba que sus pensamientos no se le reflejaran en la cara. Su abuela siempre la reñía por ser demasiado expresiva. «Por el amor de Dios —decía, habitualmente—. Deja de sonreír como si supieras algo. Los caballeros no quieren una mujer que sepa cosas. Al menos, no es lo que buscan en una esposa.»
Entonces, lady Vickers solía tomarse una copa y añadía: «Puedes aprender muchas cosas cuando te hayas casado. Preferiblemente, con otro caballero que no sea tu marido.»
Si _______ no sabía nada antes, ahora ya sí. Como el hecho de que al menos tres de los vástagos de los Vickers no eran hijos de lord Vickers. _______ estaba empezando a descubrir que su abuela tenía, aparte de un vocabulario notablemente blasfemo, una visión de la moralidad algo diluida.
Gloucestershire empezaba a parecer un sueño. En Londres, todo era tan… reluciente. Aunque no literalmente, claro. En realidad, en Londres todo era más bien gris, cubierto por una fina capa de hollín y suciedad. No estaba segura de por qué le había venido a la cabeza la palabra «reluciente». Quizá porque nada parecía sencillo. Nada parecía franco. E incluso todo era un tanto resbaladizo.
Descubrió que tenía ganas de beberse un vaso grande de leche, como si algo tan fresco y puro pudiera devolverle el equilibrio. Nunca se había considerado particularmente remilgada, y Dios sabía que era La Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, pero parecía que cada día que pasaba en la capital traía una sorpresa nueva, otro momento que la dejaba boquiabierta y confundida.
Ya llevaba aquí un mes. ¡Un mes! Y todavía tenía la sensación de ir de puntillas, de no estar segura de si hacía o decía lo correcto en cada momento.
Y lo odiaba.
En casa estaba segura. No siempre tenía razón, pero casi siempre estaba segura. En Londres, las reglas eran distintas. Y lo peor era que todo el mundo se conocía. Y si no se conocían personalmente, habían oído hablar de los demás. Era como si toda la alta sociedad compartiera una historia secreta de la que _______ no estaba enterada. Cada conversación escondía un significado más profundo y sutil. Y ella, que además de ser la Winslow con más probabilidades de dormirse en la iglesia, era la Winslow con más probabilidades de decir lo que pensaba, tenía la sensación de que no podía decir nada por miedo a ofender a alguien.
O a hacer el ridículo.
O a dejar en ridículo a otra persona.
No podía soportarlo. No podía soportar la idea de demostrar a su abuelo que su madre realmente había sido una tonta, que su padre había sido un maldito tonto, y que ella era la mayor tonta de todos.
Había mil maneras de hacer el ridículo, y cada día se presentaban nuevas oportunidades. Era agotador intentar evitarlas todas.
_______ se levantó e hizo una reverencia cuando lord Newbury se marchó, e intentó no darse cuenta de que la mirada del anciano se clavaba en su escote. Su abuelo salió del salón con él y ella se quedó con Louisa, su abuela y la botella de jerez.
—Tu madre estará encantada —anunció lady Vickers.
—¿Con qué, señora? —preguntó _______.
Su abuela la miró con hastío, con una pizca de incredulidad y una nota de enfurecimiento.
—Con el conde. Cuando acepté traerte a Londres jamás imaginé que pudiéramos aspirar a algo más que un barón. Has tenido suerte de que esté desesperado.
_______ sonrió con ironía. Era encantador ser el objeto de la desesperación.
—¿Jerez? —le ofreció su abuela.
_______ meneó la cabeza.
—¿Louisa? —Lady Vickers ladeó la cabeza hacia su otra nieta, que enseguida negó con la cabeza—. No es gran cosa, eso es cierto —dijo Lady Vickers—, pero cuando era joven era bastante apuesto, así que vuestros hijos no serán feos.
—Qué bien —respondió _______, con un hilo de voz.
—Varias de mis amigas estaban enamoradas de él, pero él sólo tenía ojos para Margaret Kitson.
—Tus amigas —murmuró _______. Las amigas de su abuela habían querido casarse con lord Newbury. Las amigas de… ¡su abuela! Habían querido casarse con el hombre que, seguramente, quería casarse con ella.
Santo Dios.
—Y morirá pronto —continuó su abuela—. No podrías pedir más.
—Creo que ahora sí que me tomaré esa copita de jerez —anunció _______.
—_______ —dijo Louisa, incrédula, lanzándole una mirada de «¿Qué estás haciendo?».
Lady Vickers asintió y le sirvió una copa.
—No se lo digas a tu abuelo —dijo la mujer, mientras le daba la copa—. Cree que las chicas de menos de treinta años no deberían beber alcohol.
_______ bebió un buen trago. Le resbaló por la garganta ardiendo, aunque no tosió. En casa nunca le habían ofrecido jerez, al menos no antes de la cena. Pero ahora necesitaba fuerzas.
—Lady Vickers —dijo el mayordomo—, me ha pedido que le recuerde cuándo había llegado la hora de marcharse a la reunión en casa de la señora Marston.
—Ah sí, es verdad —respondió esta, gruñendo mientras se levantaba—. Es una vieja muy pesada, pero siempre sirve la mesa de forma estupenda.
_______ y Louisa se levantaron mientras su abuela salía del salón y, en cuanto lo hizo, volvieron a sentarse y Louisa dijo:
—¿Qué ha pasado mientras he estado fuera?
_______ suspiró.
—Imagino que te refieres a lord Newbury.
—Sólo he estado en Brighton cuatro días. —Louisa lanzó una mirada rápida hacia la puerta para verificar que no hubiera nadie y luego suspiró con urgencia—. ¿Y ahora quiere casarse contigo?
—No ha dicho nada de matrimonio —respondió _______, aunque hablaba más desde la esperanza que desde la realidad. A juzgar por las atenciones que le había prestado durante esos últimos cuatro días, seguro que iría a Canterbury a obtener una licencia especial antes de finales de semana.
—¿Sabes su historia? —le preguntó Louisa.
—Creo que sí —respondió _______—. En parte. —En cualquier caso, no tan bien como Louisa. Ya era la segunda temporada en Londres de su prima y, lo más importante, ella había nacido en ese ambiente. Puede que el pedigrí de _______ incluyera un abuelo vizconde, pero, a fin de cuentas, era hija de un hombre de campo. Louisa, en cambio, había pasado todas las primaveras y los veranos de su vida en Londres. Su madre, su tía Joan, había muerto hacía varios años, pero el duque de Fenniwick tenía varias hermanas, todas muy bien situadas socialmente. Puede que Louisa fuera tímida, y puede que fuera la última persona que uno esperaría que difundiera chismorreos y rumores, pero lo sabía todo.
—Está desesperado por encontrar esposa —le dijo su prima.
_______ le ofreció lo que ella esperaba que fuera un gesto de desprecio hacia sí misma y dijo:
—Yo también estoy desesperada por encontrar marido.
—No tan desesperada.
_______ no la contradijo, pero la verdad era que si no concertaba un buen matrimonio pronto, sólo Dios sabía qué sería de su familia. Nunca habían tenido mucho, pero, mientras su padre estuvo vivo, siempre habían conseguido salir adelante. No sabía de dónde habían sacado sus padres el dinero suficiente para enviar a sus cuatro hermanos a la escuela, pero estaban donde tenían que estar: en Eton, recibiendo una educación de caballeros. _______ no sería la responsable de que tuvieran que marcharse.
—Su esposa murió hace no sé cuántos años —continuó Louisa—, pero no importaba porque le había dado un hijo sano. Y dicho hijo había tenido dos hijas, de modo que la nuera era fértil.
_______ asintió y se preguntó por qué la fertilidad siempre era un asunto de la mujer. ¿Acaso los hombres no podían ser infértiles, también?
—Pero entonces su hijo murió. De unas fiebres, creo.
_______ conocía esa parte de la historia, pero estaba convencida de que Louisa sabía más, así que preguntó:
—¿Y no tiene a nadie que pueda heredar el título? Seguro que debe de existir un hermano o un primo.
—Su sobrino —confirmó Louisa—. Joseph Jonas. Pero lord Newbury lo odia.
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió Louisa, mientras se encogía de hombros—. Nadie lo sabe. Por celos, quizás. El señor Jonas es terriblemente apuesto. Todas las damas caen rendidas a sus pies.
—Eso me gustaría verlo —dijo _______, pensando en voz alta, mientras trataba de imaginarse la escena. Se imaginó a un Adonis rubio, con los músculos tensando la tela del chaleco y avanzando entre un mar de féminas inconscientes. Sería mejor si algunas de ellas todavía no hubieran perdido el sentido por completo, quizás aferradas a su pierna, desequilibrándolo…
—¡_______!
_______ volvió a la realidad. Louisa la estaba mirando con una urgencia poco habitual en ella, y haría bien de escucharla.
—_______, esto es importante —dijo Louisa.
_______ asintió y la invadió una sensación desconocida: quizás era gratitud, aunque seguro que era amor. Apenas acababa de conocer a su prima, pero ya habían establecido un vínculo de afecto, y sabía que Louisa haría todo lo que estuviera en su mano para evitar que ella terminara en un matrimonio infeliz.
Por desgracia, la influencia de Louisa no era demasiado grande. Además, no entendía… No, no podía entender la presión que significaba ser la hija mayor de una familia empobrecida.
—Escúchame —imploró Louisa—. El hijo de lord Newbury murió hace poco más de un año. Y antes de que el cuerpo de su hijo estuviera frío, Lord Newbury empezó a buscar esposa.
—¿Y no debería haberla encontrado ya?
Louisa meneó la cabeza.
—Estuvo a punto de casarse con Mariel Willingham.
—¿Quién? —_______ parpadeó, intentando ubicar el nombre.
—Exacto. Nunca has oído hablar de ella. Murió.
_______ notó cómo arqueaba las cejas. Realmente, era una manera muy fría de anunciar algo tan trágico.
—Dos días antes de la boda. Se resfrió.
—¿Y murió en dos días? —preguntó _______. Era una pregunta morbosa, pero es que tenía que saberlo.
—No. Lord Newbury insistió en retrasar la ceremonia. Dijo que era por la salud de ella, que estaba demasiado enferma para presentarse en la iglesia, pero todos sabían que sólo quería asegurarse de que estuviera suficientemente sana como para darle un hijo.
—¿Y entonces?
—Bueno, y entonces la chica murió. Resistió dos semanas. Fue realmente triste. Siempre fue muy amable conmigo. —Louisa meneó la cabeza y luego continuó—: Fue una pérdida para lord Newbury, aunque no demasiado cercana. Si se hubieran casado antes de que ella muriera, habría tenido que guardarle luto. En realidad, ya había intentado casarse escandalosamente pronto después de la muerte del hijo. Si la señorita Willingham no hubiera muerto antes de la boda, habría tenido que dejar pasar un año de luto.
—¿Cuánto tiempo esperó antes de empezar a buscar a otra candidata? —preguntó _______, temiendo la respuesta.
—Menos de dos semanas. Sinceramente, no creo que hubiera esperado tanto si ya tuviera a otra chica en la recámara. —Louisa miró a su alrededor y sus ojos se posaron en el jerez de _______—. Necesito una taza de té —dijo.
_______ se levantó y tocó la campana, porque no quería que Louisa perdiera el hilo de la historia.
—Cuando regresó a Londres —dijo Louisa—, empezó a cortejar a lady Frances Sefton.
—Sefton —murmuró _______. El nombre le sonaba, aunque no sabía de qué.
—Sí —dijo Louisa, muy animada—. Exacto. Su padre es el conde de Brompton. —Se inclinó hacia delante—. Lady Frances es la tercera de nueve hermanos.
—Dios mío.
—La señorita Willingham era la mayor de cuatro, pero… —Louisa se interrumpió, porque no sabía cómo decirlo de forma educada.
—¿Tenía la misma figura que yo? —sugirió _______.
Louisa asintió, muy seria.
_______ respondió con un gesto de ironía.
—Imagino que lord Newbury nunca se fijó en ti.
Louisa bajó la mirada hacia su cuerpo, ese cuerpo de cuarenta y siete kilos.
—Nunca. —Y entonces, en una muestra extraordinaria de blasfemia, añadió—: Gracias a Dios.
—¿Qué le pasó a lady Frances? —preguntó _______.
—Se fugó. Con un lacayo.
—Santo cielo. Pero debían de estar enamorados ya antes. Nadie se fuga con un lacayo para evitar una boda con un conde.
—¿Crees que no?
—No —dijo _______—. No es práctico.
—No creo que pensara en términos prácticos. Creo que estaba pensando en la posibilidad de casarse con ese… ese…
—No termines la frase, te lo suplico.
Louisa le hizo caso.
—Si alguien quisiera evitar un matrimonio con lord Newbury —continuó _______—, creo que debe de haber otras formas mejores de hacerlo que casándose con un lacayo. A menos, por supuesto, que estuviera enamorada del lacayo. Eso lo cambia todo.
—Bueno, ahora da igual. Se marchó a Escocia y nadie ha vuelto a saber de ella. Para entonces, la temporada había terminado. Estoy segura de que lord Newbury ha seguido buscando esposa, pero es mucho más fácil durante la temporada, cuando todo el mundo está en Londres. Además —añadió, por si acaso—, si hubiera estado persiguiendo a otra joven, yo no me habría enterado. Vive en Hampshire.
Mientras que Louisa se había pasado el invierno en Escocia, tiritando de frío en su castillo.
—Y ahora ha vuelto —dijo _______.
—Sí, y ahora que ha perdido un año entero, querrá encontrar a alguien deprisa. —Louisa la miró con una expresión horrible, entre lástima y resignación—. Si está interesado en ti, no va a querer perder el tiempo con ningún cortejo.
_______ sabía que era cierto y sabía que si lord Newbury le proponía matrimonio, le costaría mucho rechazarlo. Sus abuelos ya habían dejado claro que aprobaban la unión. Su madre le habría permitido oponerse, pero estaba a casi cien kilómetros de distancia. Además, ella sabía exactamente la expresión que vería en sus ojos mientras le decía que no tenía que casarse con el conde.
Habría amor, pero también preocupación. Últimamente, la cara de su madre siempre reflejaba preocupación. Durante el primer año después de la muerte de su padre, todo era dolor, pero ahora sólo había preocupación. _______ creía que su madre estaba tan preocupada por cómo mantener a la familia que ya no tenía tiempo para el dolor.
Si lord Newbury realmente quería casarse con ella, aportaría suficiente seguridad económica a la familia para aliviar las cargas de su madre. Pagaría la enseñanza de sus hermanos, y aportaría cuantiosas dotes para sus hermanas.
_______ no aceptaría casarse con él a menos que le garantizara esas dos cosas. Por escrito.
Pero se estaba adelantando a los acontecimientos. No le había pedido matrimonio. Y ella todavía no había decidido aceptar la propuesta. ¿O sí?
Cande Luque
Cande Luque


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Ten things I love about you (Joseph & Tu) - Página 2 Empty Re: Ten things I love about you (Joseph & Tu)

Mensaje por Cande Luque Miér 04 Jul 2012, 4:01 pm

CAPÍTULO 02

La mañana siguiente…

—Newbury tiene los ojos puestos en otra chica.
Joseph Jonas abrió un ojo para mirar a su primo Edward, que estaba sentado frente a él, comiéndose algo con aspecto de pastel, que, incluso desde el otro lado del salón, tenía un olor repugnante. Le dolía la cabeza, porque había tomado demasiado champán la noche anterior, y decidió que prefería el comedor a oscuras.
Cerró el ojo.
—Creo que esta vez va en serio —dijo Edward.
—Iba en serio las últimas tres veces —respondió Joseph, mirando fijamente la parte interior de sus párpados.
—Sí, claro —contestó aquel—. Ha tenido mala suerte. Muerte, fuga y… ¿qué le pasó a la tercera?
—Que se presentó en el altar embarazada.
Edward se rió.
—Quizá debería haberse quedado con esa. Al menos, sabía que era fértil.
—Me temo —respondió Joseph mientras cambiaba la posición para acomodarse mejor en el sofá con las piernas estiradas—, que incluso yo soy preferible al bastardo de otro hombre. —Tiró la toalla y dobló las piernas por encima del brazo del sofá, con los pies colgando—. Aunque cueste creerlo.
Pensó en su tío un instante y luego intentó apartarlo de su mente. El conde de Newbury siempre lo ponía de mal humor, y hoy ya tenía suficiente dolor de cabeza. Tío y sobrino siempre habían estado a la greña, pero nunca había importado hasta hacía un año y medio, cuando Geoffrey, el primo de Joseph, había muerto. En cuanto fue evidente que la viuda de Geoffrey no estaba embarazada y que Joseph era el heredero del título, Newbury se fue hacia Londres en busca de una nueva esposa y gritó a los cuatro vientos que moriría antes de permitir que Joseph heredara el título.
Por lo visto, el conde no se había dado cuenta de la inconsistencia logística de tal afirmación.
Por lo tanto, Joseph se encontró en una situación extraña y precaria. Si el conde encontraba una esposa y engendraba otro hijo, y Dios sabía que lo estaba intentando, él seguiría siendo otro de los caballeros apuestos, aunque sin título, de Londres. Si, por otro lado, Newbury no conseguía reproducirse o, algo peor, sólo engendraba hijas, heredaría cuatro casas, montañas de dinero y el octavo condado más antiguo de Inglaterra.
Y eso significaba que nadie sabía demasiado qué hacer con él. ¿Era el soltero de oro del mercado o sólo otro cazafortunas? Era imposible saberlo.
Y era muy divertido. Al menos, para Joseph.
Nadie quería arriesgarse a que no se convirtiera en conde y, por lo tanto, lo invitaban a todas las fiestas, algo que siempre suponía una ventaja excelente para un hombre que disfrutaba de la buena comida, la buena música y la buena conversación. Las debutantes revoloteaban a su alrededor, generando un entretenimiento infinito. Y en cuanto a las damas más maduras, las que disponían de absoluta libertad para buscar el placer donde quisieran…
Bueno, frecuentemente solían escogerlo a él. Que fuera apuesto ayudaba mucho. Que fuera un amante excelente era delicioso. Que quizás acabara convirtiéndose en el conde de Newbury…
Lo convertía en irresistible.
Sin embargo, ahora mismo, con la cabeza dolorida y el estómago revuelto, se sentía absolutamente resistible. O, si no, resistente. Podría descender del techo la mismísima Afrodita, flotando en una concha marina, desnuda a excepción de unas flores colocadas de forma estratégica, y seguramente le vomitaría en los pies.
No, tendría que bajar completamente desnuda. Si Joseph quería comprobar la existencia de una diosa, en ese mismo salón, tendría que estar desnuda.
Sin embargo, igualmente le vomitaría en los pies.
Bostezó y apoyó el peso del cuerpo un poco más sobre la cadera izquierda. Se preguntó si podría quedarse dormido. No había dormido demasiado bien la noche anterior (champán) ni la otra (por nada en particular), y el sofá de su primo era un sitio tan bueno como cualquier otro. Como tenía los ojos cerrados y el salón estaba bastante oscuro, sólo oía cómo Edward masticaba.
Ese ruido.
Era increíble lo intenso que era, ahora que se paraba a pensarlo.
Sin mencionar el olor. Pastel de carne. ¿Quién era capaz de comerse un pastel de carne delante de alguien en su estado?
Joseph gimió.
—¿Perdón? —dijo Edward.
—Tu comida —gruñó él.
—¿Quieres un poco?
—No, por Dios.
Joseph mantuvo los ojos cerrados, pero prácticamente oyó cómo su primo se encogía de hombros. Esa mañana, nadie se apiadaría de él.
De modo que Newbury iba detrás de otra yegua de cría. Joseph suponía que no tenía que sorprenderle. Demonios, no estaba sorprendido. Es que…
Es que…
Diantres, no sabía qué era. Pero era algo.
—¿De quién se trata, esta vez? —preguntó, porque no es que estuviera completamente desinteresado.
Se produjo una pausa, seguramente mientras Edward tragaba la comida, y luego:
—La nieta de Vickers.
Joseph lo consideró. Lord Vickers tenía varias nietas. Aunque tenía sentido, porque lady Vickers y él habían tenido algo así como quince hijos.
—Bueno, me alegro por ella —gruñó.
—¿La has visto? —preguntó Edward.
—¿Y tú? —respondió Seb. Había llegado a la ciudad cuando la temporada ya había empezado. Si la chica era nueva, seguro que no la conocía.
—De campo, dicen, y tan fértil que los pájaros cantan cuando se les acerca.
Vaya, eso merecía que abriera un ojo. En realidad, los dos.
—Pájaros —repitió Joseph con la voz neutra—. ¿De veras?
—Me pareció una frase divertida —dijo Edward, defendiéndose.
Con un gruñido, Joseph levantó las piernas y se sentó en el sofá. Bueno, al menos, en una posición que se acercaba más a estar sentado que la anterior.
—Y si esa chica es la Blancanieves virgen que Newbury asegura, ¿cómo se juzga su fecundidad?
Edward se encogió de hombros.
—Es obvio. Tiene unas caderas… —Dibujó un arco extraño en el aire y le empezaron a brillar los ojos—. Y unos pechos… —Prácticamente estaba temblando y a Joseph no le hubiera extrañado que empezara a babear.
—Contrólate, Edward —dijo Joseph—. Por si lo has olvidado, estás sentado en el sofá recién tapizado de Olivia.
Edward lo miró malhumorado y volvió a concentrarse en la comida del plato. Estaban sentados en el salón de casa de sir Harry y lady Olivia Valentine, como casi siempre. Edward era hermano de Harry y, por lo tanto, vivía allí. Joseph había ido a desayunar. La cocinera de Harry había cambiado la receta de los huevos cocidos, con unos resultados excelentes. (Joseph sospechaba que le echaba más mantequilla; todo estaba más sabroso con más mantequilla.) No se había perdido un desayuno en «La Casa de Valentine» en una semana.
Además, le gustaba la compañía.
Harry y Olivia que, por cierto no eran españoles, aunque a Joseph le gustaba decir «La Casa de Valentine», habían ido al campo durante quince días, seguramente para escapar de Edward y Joseph. Los dos jóvenes enseguida habían dejado que su actitud de solteros degenerara y dormían hasta mediodía, comían en el salón y habían colgado una diana detrás de la puerta de la segunda habitación de invitados.
De momento, Joseph ganaba catorce partidas a tres.
En realidad, eran dieciséis a una. Se había apiadado de Edward a medio torneo. Y eso había añadido interés al asunto. Era mucho más difícil perder a propósito de forma realista que ganar. Pero lo había conseguido. Edward no había sospechado nada.
La partida número dieciocho se celebraría esa misma noche. Y Joseph allí estaría, por supuesto. Prácticamente vivía en esa casa. Se decía que era porque alguien tenía que vigilar al joven Edward, pero la verdad era que…
Seb sacudió la cabeza mentalmente. Ya había dicho suficientes verdades.
Bostezó. Dios, estaba cansado. No sabía por qué había bebido tanto la noche anterior. Hacía siglos que no lo hacía. Pero se había acostado temprano, y no podía dormir, y entonces se levantó, pero no podía escribir porque…
Porque nada. Había sido terriblemente irritante. No podía escribir. Las palabras no le venían a la mente a pesar de que había dejado a la pobre heroína escondida debajo de una cama. Y al héroe, en esa misma cama. Iba a ser la escena más arriesgada hasta la fecha. Cualquiera creería que, al ser tan nuevo, le resultaría fácil.
Pero no. La señorita Spencer seguía debajo de la cama y su escocés seguía encima del colchón, y Joseph no estaba más cerca del final del capítulo doce que la semana pasada.
Después de dos horas sentado en el escritorio, mirando una hoja en blanco, se había dado por vencido. No podía dormir y no podía escribir y, más por inquina que por otra cosa, se levantó, se vistió y se marchó al club.
Había champán. Alguien estaba celebrando algo y habría sido de mala educación no unirse a la fiesta. También había varias jóvenes muy guapas, aunque Joseph desconocía el motivo por el cual estaban en el club.
O quizá no las había visto en el club. ¿Había ido a algún sitio, después?
Santo Dios, se estaba haciendo demasiado viejo para aquellas tonterías.
—Quizá diga que no —dijo Edward, por lo visto sin ningún motivo.
—¿Eh?
—La chica Vickers. Quizá le diga que no a Newbury.
Joseph reclinó la espalda y se presionó las sienes con los dedos.
—No dirá que no.
—Creí que no la conocías.
—Y no la conozco. Pero Vickers estará deseoso por emparentar con Newbury. Son amigos y Newbury tiene dinero. A menos que la chica tenga un padre realmente indulgente, tendrá que hacer lo que diga su abuelo. Eh, un momento. —Arqueó las cejas y las arrugas de la frente pareció que le activaban su perezosa mente—. Si es la hija de los Fenniwick, dirá que no.
—¿Cómo sabes todo eso?
Seb se encogió de hombros.
—Sé cosas.
Básicamente, se limitaba a observar. Era increíble lo que se podía llegar a saber acerca de otro ser humano a través de la observación. Y escuchando. Y comportándose de forma tan encantadora que la gente solía olvidarse de que tenía un cerebro.
No solían tomárselo en serio, y él casi lo prefería así.
—No, espera —dijo, recreando la imagen de una chica muy delgada, tanto que desaparecía cuando se ponía de perfil—. Es imposible que sea la hija de los Fenniwick. No tiene pechos.
Edward se terminó el último trozo de pastel de carne. Por desgracia, el olor no desapareció tan deprisa.
—Espero que no lo sepas de primera mano —dijo.
—Soy un excelente juez de la forma femenina, incluso desde lejos. —Joseph miró a su alrededor, buscando algo sin alcohol para beber. Un té. Un té le sentaría bien. Su abuela solía decir que, después del vodka, era lo mejor del mundo.
—Bueno —dijo Edward, observando cómo Joseph se levantaba y tocaba la campana para llamar al mayordomo—, si lo acepta, prácticamente habrás perdido el condado.
Seb volvió a dejarse caer en el sofá.
—Nunca fue mío, para empezar.
—Pero podría serlo —dijo Edward, inclinándose hacia delante—. Podría ser tuyo. Yo, seguramente soy el trigésimo noveno en la línea de sucesión de algo importante, pero tú… tú podrías ser el próximo conde de Newbury.
Joseph contuvo la arcada que le subió por la garganta. El conde de Newbury era su tío, enorme y escandaloso, con su mal aliento y su carácter todavía peor. Le costaba imaginarse, algún día, respondiendo a ese nombre.
—Sinceramente, Edward —dijo, mirando a su primo con la mayor franqueza que pudo—, me da igual una cosa y la otra.
—¿No lo dirás en serio?
—Pues sí —murmuró Seb.
Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco. Joseph decidió responderle volviendo a tenderse en el sofá. Cerró los ojos y estaba decidido a mantenerlos así hasta que llegara el té.
—No digo que no apreciara las facilidades que acompañan al título —dijo—, pero he vivido treinta años sin ellas y veintinueve sin ni siquiera imaginarme que podrían ser mías.
—Facilidades —repitió Edward, considerando la palabra—. ¿Facilidades?
Seb se encogió de hombros.
—El dinero sería muy conveniente.
—Conveniente —repitió Edward, atónito—. Sólo tú definirías algo así como conveniente.
Seb volvió a encogerse de hombros e intentó echar una cabezadita. Casi siempre acababa durmiendo así, a ratitos, en sofás, sillas, cualquier sitio excepto su cama. No obstante, su mente se negaba a relajarse y a olvidarse de los últimos chismes acerca de su tío.
Realmente le daba igual heredar el condado. A la gente le solía costar creérselo, pero era cierto. Si su tío acababa casándose con la chica de los Vickers y tenía un hijo con ella, mejor para él. El título no sería para él. Joseph no podía tomarse la molestia de enfadarse por haber perdido algo que, para empezar, nunca fue suyo.
—La mayor parte de la gente —dijo Joseph en voz alta, puesto que sólo estaba Edward en la habitación y podía permitirse parecer un bufón sin pensar en las consecuencias—, sabe si va a heredar un condado. Yo sólo soy el heredero aparente. Aparentemente, el heredero. A menos que alguien consiga matarme antes, heredaré.
—¿Perdón?
—Que alguien podría redefinir el concepto como heredero obvio —murmuró Seb.
—¿Siempre das lecciones de vocabulario cuando has bebido demasiado?
—Cachorro. —Era el apodo preferido de Seb para referirse a Edward y, siempre que quedara en la familia, a Edward parecía no importarle.
Edward chasqueó la lengua.
—Monólogo interrumpido —dijo Joseph, y luego continuó—: Con el presunto heredero, todo son presunciones.
—¿Me estás diciendo algo que no sepa? —preguntó Edward, sin una gota de sarcasmo. Sólo era para asegurarse de si tenía que prestarle atención o no.
Joseph lo ignoró.
—Uno es el presunto heredero, a menos y siempre que… etcétera, como en mi caso, Newbury consiga casarse con una pobre de caderas fértiles y pechos grandes.
Edward volvió a suspirar.
—Cállate —dijo Seb.
—Si los hubieras visto, sabrías a qué me refiero.
Su voz estaba tan cargada de lujuria que Joseph tuvo que abrir los ojos y mirar a su primo.
—Necesitas una mujer.
—Envíame una. No me importa aprovecharme de lo que tú no quieres.
Se merecía algo mejor, pero a Joseph no le apetecía tener esa conversación, al menos no sin una base.
—Necesito esa taza de té.
—Sospecho que necesitas algo más que una taza de té.
Seb arrugó una ceja.
—Pareces bastante molesto con la endeblez de tu posición —explicó Edward.
Joseph se lo pensó unos segundos.
—No, no estoy molesto. Pero fingiré estar ligeramente irritado.
Edward cogió el periódico y se quedaron en un amigable silencio. Joseph miró hacia el otro lado del salón, hacia la ventana. Siempre había tenido muy buena vista y ahora veía a las jóvenes que paseaban por el otro lado de la calle. Las observó durante un buen rato, sin pensar en nada importante. Parecía que el color de moda era el azul celeste. Una buena elección; le sentaba bien a casi todo el mundo. Aunque no estaba tan seguro sobre la forma de las faldas; parecían un poco más tiesas y de forma cónica. Eran atractivas, sí, pero suponían un mayor reto para cualquier hombre que quisiera levantarlas.
—El té —dijo Edward, interrumpiendo los pensamientos de Joseph. Una doncella depositó la bandeja en la mesa, entre los dos y, durante unos segundos, esos dos hombres grandes con manos grandes se quedaron mirando el delicado conjunto de té.
—¿Dónde está nuestra adorada Olivia cuando la necesitamos? —preguntó Joseph.
Edward se rió.
—Me aseguraré de explicarle lo mucho que valoras sus habilidades para servir el té.
—Seguramente, es el motivo más lógico para conseguir una esposa. —Joseph se inclinó hacia delante y examinó la bandeja en busca de la pequeña jarra de la leche—. ¿Quieres?
Edward meneó la cabeza.
Joseph se sirvió un poco de leche en la taza y luego decidió que necesitaba tanto el té que no tenía tiempo para dejarlo reposar. Se lo sirvió e inhaló el aroma cuando invadió el ambiente. Era impresionante lo bien que le sentaba al estómago.
Quizá debería irse a la India. Tierra de promesas. Tierra de té.
Bebió un sorbo y notó cómo el líquido caliente le resbalaba por la garganta hasta el estómago. Era perfecto, sencillamente perfecto.
—¿Te has planteado alguna vez ir a la India? —le preguntó a Edward.
Edward levantó la mirada con las cejas ligeramente arqueadas. Era un cambio de tema repentino, aunque ya conocía a Joseph lo suficiente para extrañarse por algo.
—No —respondió—. Hace demasiado calor.
Seb reflexionó sobre esa respuesta.
—Supongo que tienes razón.
—Además, está la malaria —añadió Edward—. Una vez conocí a un hombre que la padecía. —Se estremeció—. No te gustaría.
Joseph había sufrido malaria mientras luchaba con el 18º Regimiento de los Húsares en Portugal y España. «No te gustaría» parecía una frase muy irónica.
Además, le resultaría muy complicado continuar con su carrera de escritor clandestino desde el extranjero. Su primera novela, La señorita Sainsbury y el misterioso coronel, había sido un éxito rotundo. Tanto, que Joseph enseguida había escrito La señorita Davenport y el oscuro marqués, La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero, y el mayor éxito hasta la fecha: La señorita Butterworth y el alocado barón.
Todos ellos publicados bajo un seudónimo, claro. Si se descubriera que escribía novelas góticas…
Se quedó pensativo unos segundos. ¿Qué sucedería si se descubriera? Los miembros más rígidos de la alta sociedad lo vetarían, aunque quizá ya le estaría bien. El resto de la alta sociedad se sentiría encantada. Darían fiestas en su honor durante semanas.
Pero también le harían preguntas. Y la gente le pediría que escribiera sus historias personales. Sería horrible.
Le gustaba tener un secreto. Ni siquiera su familia lo sabía. Si alguno de ellos se preguntaba de dónde sacaba el dinero, jamás se lo había dicho abiertamente. Seguramente, Harry daba por sentado que lo recibía de su madre. Y que iba a desayunar a su casa cada día para ahorrar.
Además, a Harry no le gustaban sus libros. Los estaba traduciendo al ruso (y le pagaban una fortuna. Seguramente, más de lo que el propio Joseph había cobrado por escribirlos), pero no le gustaban. Le parecía que eran estúpidos. Lo decía con bastante frecuencia. Y Joseph no se atrevía a decirle que, en realidad, Sarah Gorely, la escritora, era Joseph Jonas, su primo.
Lo incomodaría mucho.
Joseph se bebió el té y observó cómo Edward leía el periódico. Si se inclinaba hacia delante, quizá pudiera leer la página que estaba girada hacia él. Siempre había tenido muy buena vista.
Aunque, por lo visto, no era tan buena como creía. El London Times utilizaba una letra ridículamente diminuta. Aún así, lo intentó. Al menos, podía leer los titulares.
Edward bajó el periódico y lo miró fijamente.
—¿Estás muy aburrido?
Seb se bebió el último sorbo de té.
—Mucho. ¿Y tú?
—Bastante, puesto que no puedo leer el periódico si no dejas de mirarme.
—¿Tanto te distraigo? —Seb sonrió—. Excelente.
Edward meneó la cabeza y le ofreció el periódico.
—¿Quieres leerlo?
—Dios, no. Anoche me vi atrapado en una conversación con lord Worth sobre impuestos indirectos. Leer sobre ello en el periódico sería poco más agradable que arrancarme una uña del pie.
Edward lo miró fijamente.
—Tu imaginación roza lo macabro.
—¿Sólo lo roza? —murmuró Seb.
—Intentaba ser educado.
—Por mí, no tienes que hacerlo.
—Obviamente.
Seb hizo una pausa lo suficientemente larga como para que Edward pensara que se había olvidado del tema, y entonces dijo:
—Te estás volviendo más aburrido con los años, cachorro.
Edward arqueó una ceja.
—¿Y eso te convierte a ti en…?
—Un anciano, pero interesante — respondió Joseph, con una sonrisa. Ya fuera por el té o por la diversión que le provocaba atormentar a su primo pequeño, empezaba a encontrarse mejor. Todavía le dolía la cabeza, pero, al menos, ya no tenía la sensación constante de querer vomitar en la alfombra—. ¿Acudirás a la fiesta de lady Trowbridge esta noche?
—¿En Hampstead? —preguntó Edward.
Seb asintió y se sirvió otro té.
—Creo que sí. No tengo otra cosa mejor que hacer. ¿Y tú?
—Creo que tengo una cita con la encantadora lady Cellars en el brezal.
—¿En el brezal?
—Siempre me ha gustado la naturaleza —murmuró Joseph—. Sólo tengo que encontrar la forma de entrar en la fiesta con una manta sin que nadie se dé cuenta.
—Por lo visto, la naturaleza no te gusta tanto como dices.
—Sólo el aire fresco y la aventura. Puedo pasar sin las ramas y las quemaduras de la hierba.
Edward se levantó.
—Bueno, si hay alguien que puede conseguirlo, ese eres tú.
Seb levantó la mirada, sorprendido y quizás un poco decepcionado.
—¿Adónde vas?
—He quedado con Hoby.
—Ah. —En tal caso, no podía retenerlo. Nadie decepcionaba al señor Hoby y, ciertamente, nadie se interponía entre un caballero y sus botas.
—¿Estarás aquí cuando vuelva? —preguntó Edward desde la puerta—. ¿O tienes pensado volver a tu casa?
—Seguramente, seguiré aquí —respondió Joseph, y bebió un último sorbo de té antes de tenderse en el sofá. Apenas era mediodía y todavía quedaban horas para tener que arreglarse para lady Trowbridge y lady Cellars.
Edward asintió y se marchó. Joseph cerró los ojos e intentó dormir, pero, al cabo de diez minutos, tiró la toalla y cogió el periódico.
Le costaba mucho dormir cuando estaba solo.
Cande Luque
Cande Luque


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Ten things I love about you (Joseph & Tu) - Página 2 Empty Re: Ten things I love about you (Joseph & Tu)

Mensaje por Cande Luque Miér 04 Jul 2012, 4:03 pm


CAPÍTULO 03


Esa misma noche…

No podía casarse con él. Santo Dios, no podía.
_______ avanzaba por el oscuro pasillo a toda velocidad, sin importarle dónde iba. Había intentado cumplir con su obligación. Había intentando comportarse como le correspondía. Pero ahora estaba asqueada, con el estómago revuelto y, sobre todo, necesitaba respirar aire fresco.
Su abuela había insistido en que debían asistir a la fiesta anual de lady Trowbridge, y cuando Louisa le explicó que estaba fuera de la ciudad, en Hampstead, _______ se animó. Lady Trowbridge tenía un jardín espléndido, con vistas al famoso brezal de Hampstead y, si hacía buen tiempo, seguramente lo engalanaría con antorchas y adornos, con lo que la fiesta podría celebrarse fuera.
Sin embargo, antes de que _______ pudiera ir más allá del salón de baile, lord Newbury ya la había encontrado. Ella había hecho una reverencia y había sonreído, fingiendo ante el mundo que se sentía honrada por sus atenciones. Había bailado con él, dos veces, y no dijo nada cuando lord Newbury la pisó.
Y tampoco cuando descendió la mano hasta su trasero.
Bebió limonada con él en una esquina e intentó entablar un poco de conversación, con la esperanza de que algo, lo que fuera, le resultara a él más interesante que sus pechos.
Pero entonces, lord Newbury había conseguido llevarla hasta el pasillo. _______ no sabía cómo lo había hecho. Dijo algo acerca de un amigo y un mensaje que tenía que transmitir y, antes de darse cuenta, la tenía arrinconada en el oscuro pasillo, pegada a la pared.
—Santo Dios —gruñó él, cubriéndole uno de los pechos con la enorme mano—. Ni siquiera llego a cubrirlo entero.
—¡Lord Newbury! —exclamó _______, intentando quitárselo de encima—. Deténgase, por favor…
—Rodéame con las piernas —le ordenó él, dándole un beso en los labios.
Ella intentó decir: «¿Qué?», intentó gritar, pero apenas podía mover los labios bajo la presión.
Él gruñó y se abalanzó sobre ella, con la erección dura contra ella. Se aferró a su nalga con una mano para intentar que llevara la pierna hacia donde él quería.
—Levántate la falda, si es necesario. Quiero ver hasta dónde puedes abrirte.
—No —jadeó ella—. Por favor. No puedo.
—La moral de una dama y el cuerpo de una ramera. —Lord Newbury chasqueó la lengua y jugueteó con un pezón por encima de la delicada tela del vestido—. La combinación perfecta.
_______ notaba cómo el pánico se le acumulaba en el pecho. Había tenido que hacer frente a otros intentos de sobrepasarse con anterioridad, pero nunca por parte de nadie de la nobleza. Y jamás por parte de un hombre con el que se suponía que tenía que casarse.
¿Significaba eso que esperaba que se tomara demasiadas confianzas? ¿Antes incluso de pedir su mano?
No, era imposible. Puede que fuera un conde y que estuviera acostumbrado a ver cumplidas todas sus órdenes, pero seguro que no quería comprometer a una joven dama.
—Lord Newbury —dijo, con la intención de parecer firme—. Suélteme. Ahora mismo.
Sin embargo, él sólo sonrió e intentó besarla otra vez.
Olía a pescado y sus manos parecían dos enormes cosas fofas, y _______ no podía tolerarlo. No se suponía que tenía que ser así. Ella no esperaba ningún príncipe azul, ni el amor verdadero, ni… Dios, no sabía qué esperaba. Pero esto no. No a ese horrible hombre abalanzándose sobre ella en una casa extraña.
Su vida no podía ser eso. No podía ser su vida.
No supo dónde encontró las fuerzas, porque debía de pesar casi ciento veinte kilos, pero consiguió colocar las manos entre los dos y lo empujó con fuerza.
Él retrocedió a trompicones, maldijo cuando se golpeó contra una mesa y estuvo a punto de perder el equilibrio. _______ tuvo el tiempo justo para arremangarse la falda por encima de los tobillos y echar a correr. No tenía ni idea de si lord Newbury la seguía; no se detuvo para mirar atrás hasta que llegó a una cristalera y salió a lo que parecía un jardín lateral.
Se apoyó en la pared de piedra de la casa e intentó recuperar el aliento. Tenía el corazón acelerado y la piel cubierta por una fina capa de sudor, lo que provocaba que temblara ligeramente con la brisa fresca.
Se sentía sucia. No por dentro. Lord Newbury no podría hacerla dudar de sus valores y de su conciencia. Pero por fuera, sobre la piel, allí donde la había tocado…
Quería bañarse. Quería agarrar un trapo y una pastilla de jabón y borrar cualquier rastro de él. Incluso ahora notaba algo extraño en el pecho derecho, donde la había tocado. No era dolor. Era una sensación extraña. Tenía esa misma sensación por todo el cuerpo. No le dolía nada, pero era una sensación indescriptible de que algo no estaba bien.
A lo lejos, veía la luz de las antorchas del jardín principal, pero aquí estaba casi oscuro. Estaba claro que se suponía que los invitados no tenían que estar en esa parte de la casa. No debería estar allí, seguro, pero no podía reunir el valor para regresar a la fiesta. Todavía no.
En el césped había un banco de piedra, así que se acercó y se dejó caer en la piedra fría con un «¡Uf!». Era el tipo de expresión poco femenina, acompañada de ese tipo de movimiento poco elegante, que no podía permitirse en Londres.
El tipo de cosas que hacía cuando corría alegremente con sus hermanos en Gloucestershire.
Echaba de menos su casa. Echaba de menos su cama, su perro y las tartas de ciruela de la cocinera.
Echaba de menos a su madre, echaba mucho de menos a su padre, pero, sobre todo, echaba de menos la tierra firme bajo sus pies. En Gloucestershire sabía quién era. Sabía qué se esperaba de ella. Y sabía qué esperar de los demás.
¿Era pedir demasiado tener la sensación de saber lo que hacía? Seguro que no era un deseo poco razonable.
Levantó la mirada para intentar localizar las constelaciones. La fiesta desprendía demasiada luz para ver el cielo nocturno con claridad, pero igualmente veía el brillo de alguna estrella ocasional.
Las pobres, pensó _______, tenían que luchar contra la polución para poder brillar. Una polución lumínica, de brillo.
En cierto modo, parecía que estaba mal.
—Cinco minutos —dijo, en voz alta. Dentro de cinco minutos volvería a la fiesta. Dentro de cinco minutos habría recuperado el equilibrio. Dentro de cinco minutos sería capaz de volver a dibujar una sonrisa y hacer una reverencia al hombre que acababa de atacarla.
Dentro de cinco minutos se convencería de que podía casarse con él.
Y, con un poco de suerte, dentro de diez minutos quizá se lo creyera.
Pero, mientras tanto, tenía cuatro minutos más para ella.
Cuatro minutos.
O no.
_______ oyó unos susurros y, con el ceño fruncido, se giró y miró hacia la casa. Vio a dos personas que cruzaban las cristaleras y, a juzgar por las siluetas, eran un hombre y una mujer. _______ gruñó. Seguro que habían huido de la fiesta para tener una cita secreta. No podía haber ninguna otra explicación. Si habían buscado esa parte del jardín y habían elegido esa puerta, entonces es que querían evitar que los vieran.
Y ella no quería ser quien les arruinara los planes.
Se levantó e intentó encontrar una ruta alternativa hacia la casa, pero la pareja avanzaba deprisa y, si quería evitarlos, sólo podía adentrarse más entre las sombras. Se movió con rapidez, sin correr, pero a paso muy ligero, hasta que llegó al seto que marcaba el límite de la propiedad. No la entusiasmaba la idea de pegarse a las zarzas, así que se deslizó hacia la izquierda, donde vio una abertura en el seto que, probablemente, daba al brezal.
El brezal. El enorme, maravilloso y glorioso espacio que era todo lo que Londres no era.
Seguro que aquí no es donde se suponía que debía estar. Seguro que no. Louisa se horrorizaría. Su abuelo se pondría furioso. Y su abuela…
Bueno, su abuela seguramente se reiría, pero _______ ya hacía tiempo que había aprendido a no basar ninguno de sus juicios morales en el comportamiento de su abuela.
Se preguntó si podría encontrar otra entrada en el seto que llevara a la casa de lady Trowbridge. Era una propiedad gigantesca; seguro que había varias entradas por ahí. Pero, mientras tanto…
Dejó que la vista se perdiera en la enorme extensión de tierra. Era increíble encontrar aquella naturaleza pura tan cerca de la ciudad. Era salvaje y oscura y el aire arrastraba una claridad fresca que ni siquiera se había dado cuenta que añoraba. Pero no era sólo que fuera fresco y limpio, ya sabía que añoraba eso, incluso desde el primer día que respiró el gas ligeramente opaco que sustituía al aire en Londres. Aquí, el aire era cortante, un poco frío y un poco penetrante. Cada bocanada le provocaba un cosquilleo en los pulmones.
Era el cielo.
Levantó la mirada y se preguntó si desde allí se verían mejor las estrellas. Y la respuesta era que no, no mucho mejor, aunque ella mantuvo la cara hacia el cielo y retrocedió muy despacio mientras contemplaba la delgada tajada de luna que flotaba por encima de las copas de los árboles.
Era una de aquellas noches que tenían que ser mágicas. Y lo habría sido si no la hubiera manoseado un hombre con la edad suficiente para ser su abuelo. Lo habría sido si le hubieran dejado ponerse un vestido rojo, que favorecía a su complexión mucho más que aquel tono rosa pastel.
Habría sido mágica si el viento hubiera soplado al ritmo de un vals. Si el susurro de las hojas fueran castañuelas españolas y hubiera un príncipe apuesto esperándola entre la niebla.
No había niebla, claro, pero tampoco había príncipe. Sólo un horrible viejo que quería hacerle cosas horribles. Y, al final, tendría que dejar que se las hiciera.
La habían besado tres veces en la vida. El primero fue Johnny Metham, que ahora insistía en que lo llamaran John, pero sólo tenía ocho años cuando le había dado un beso en los labios, de modo que siempre sería Johnny.
El segundo fue Lawrence Fenstone, que le había dado un beso el primero de mayo de hacía tres años. Estaba oscuro y alguien había puesto ron en los dos cuencos de ponche, con lo que la ciudad entera perdió el norte. A _______ la sorprendió, pero no se enfadó y, en realidad, se rió cuando él intentó meterle la lengua en la boca.
Le pareció lo más ridículo del mundo.
A Lawrence no le hizo tanta gracia y se marchó, con el orgullo por lo visto demasiado herido para continuar. No le dirigió la palabra en un año, hasta que regresó de Bristol con su nueva esposa: rubia, menuda y sin cerebro. Todo lo que _______ no era y aliviada reconoció que no pretendía ser.
El tercer beso había sido esa noche, cuando lord Newbury se había abalanzado sobre ella y había intentado hacerle lo mismo con la boca.
De repente, todo aquel episodio con la lengua de Lawrence Fenstone ya no parecía tan gracioso.
Lord Newbury le había hecho lo mismo, intentando meterle la lengua entre los labios, pero ella había apretado tanto los dientes que creía que se iba a hacer daño en la mandíbula. Y, entonces, había echado a correr. Siempre había equiparado correr con la cobardía, pero ahora, después de haber huido, se dio cuenta de que a veces es la única acción prudente, incluso si significaba que tenía que estar sola en un brezal con una pareja de amantes bloqueándole el camino hasta el baile. Era casi cómico.
Casi.
Llenó la boca de aire y luego lo soltó, retrocediendo muy despacio. Menuda noche. No era mágica en absoluto. Era…
—¡Oh!
Su tacón chocó con algo; Dios mío, ¿era una pierna?, y cayó al suelo. Y lo único que le venía a la mente, por macabro que pareciera, era que había topado con un cadáver.
O, al menos, esperaba que lo fuera. Un cadáver dañaría menos su reputación que un ser vivo.


Joseph era un hombre paciente y no le importaba esperar veinte minutos con tal de que Elizabeth y él pudieran reaparecer en el salón de baile por separado y de forma respetable. La encantadora lady Cellars tenía que mantener su reputación, aunque él no. Aunque su relación no era ningún secreto. Elizabeth era joven y guapa, ya le había dado dos hijos a su marido y, si Joseph estaba bien informado, lord Cellars estaba mucho más interesado en su secretario que en su esposa.
Nadie esperaba que lady Cellars fuera fiel a su marido. Nadie.
No obstante, tenían que mantener las apariencias, así que Joseph se quedó encantado allí, estirado en la manta (que había introducido en la fiesta un intrépido lacayo), observando el cielo nocturno.
Allí fuera en el brezal había un silencio extraordinario, a pesar de que se oían los ruidos de la fiesta. No se había alejado demasiado de los límites de la propiedad Trowbridge; Elizabeth no era tan aventurera. Sin embargo, se sentía bastante solo.
Y lo más extraño era que le gustaba.
No solía disfrutar de la soledad. En realidad, casi nunca lo hacía. Pero había algo encantador en el hecho de estar solo en el brezal, al aire libre. Le recordaba a la guerra, a todas esas noches en las que se acostaba debajo de las copas de los árboles.
Odiaba esas noches. No tenía sentido que algo que le traía recuerdos de la guerra le gustara ahora, aunque casi nada de lo que le pasaba por la mente tenía sentido. Como tampoco lo tenía cuestionárselo.
Cerró los ojos. La parte interior de los párpados era de color marrón ennegrecido, un color completamente distinto al azul oscuro de la noche. La oscuridad tenía muchos colores. Era extraño, y quizás un poco inquietante pero…
—¡Oh!
Un pie le golpeó en la espinilla izquierda y abrió los ojos justo a tiempo para ver a una mujer que caía al suelo.
Encima de la manta.
Sonrió. Los dioses todavía lo querían.
—Buenas noches —dijo, apoyando el peso del tronco en los codos.
La mujer no respondió, aunque eso no lo sorprendió, puesto que la pobre todavía estaba intentando entender cómo había acabado en el suelo. La observó mientras ella intentaba volver a levantarse. Y le estaba costando un poco. El suelo bajo la manta no era firme y ella había perdido el equilibrio, a juzgar por el ritmo acelerado de su respiración.
Joseph se preguntó si también venía de una cita secreta. Quizás había otro caballero en medio del oscuro brezal, oculto y esperando el momento para atacar.
Joseph ladeó la cabeza, observó a la chica mientras se sacudía el vestido y luego decidió que, seguramente, no. No tenía ese aspecto furtivo. Además, iba de blanco, o de rosa claro, o algún otro color virginal. A las debutantes se las podía seducir, aunque Joseph no lo había hecho nunca; se regía por un determinado código moral, aunque nadie se lo reconociera nunca. Pero, por lo que había observado, las vírgenes había que cortejarlas in situ. Era imposible convencer a una para que saliera al jardín y fuera hasta el brezal para buscarse su propia ruina. Incluso la más estúpida de todas entraría en razón antes de llegar a su destino.
A menos que…
Esto podía ser interesante. Quizás a aquella joven patosa ya la habían desflorado. Quizás iba camino de reunirse con su amante. El intrépido caballero debía de haberlo hecho de maravilla la primera vez para que ella quisiera repetir. Joseph sabía de buena fuente que una chica no solía disfrutar con la primera vez.
Aunque claro, quizá su muestra científica estaba sesgada. Todas las mujeres con las que se había acostado últimamente habían experimentado la primera vez con sus maridos que, casi por definición, eran malos en la cama. Si no, ¿por qué otro motivos sus esposas buscaban sus atenciones?
En cualquier caso, por deliciosas que fueran sus deliberaciones, era casi imposible que aquella joven fuera a reunirse con su amante. La virginidad era el único aspecto de la vida de las jóvenes solteras que contaba y, generalmente, no la descuidaban.
Entonces, ¿qué hacía allí fuera? Y sola. Sonrió. Le encantaba una buena historia de misterio. Casi tanto como un buen melodrama.
—¿Puedo ayudarla? —le preguntó, puesto que la chica no había respondido al saludo anterior.
—No —respondió ella, meneando la cabeza—. Lo siento. Me voy enseguida. Es que no puedo… —Lo miró y tragó saliva.
¿Lo conocía? Parecía como si lo conociera. O quizá lo había reconocido por lo que era, una especie de libertino; alguien con quien no debería estar a solas.
Joseph no podía culparla por esa reacción.
No la conocía, de eso estaba seguro. No solía olvidar una cara y de esa le habría sido imposible olvidarse. Era preciosa en el sentido más salvaje de la palabra, casi como si encajara a la perfección en el entorno del brezal. Tenía el pelo oscuro y, seguramente, ondulado; los pocos mechones que se le habían soltado del recogido formaban unos preciosos rizos que le acariciaban el cuello. Parecía de risa fácil y pícara, incluso ahora, que estaba absolutamente sonrojada y avergonzada.
Básicamente, parecía… cálida.
Sintió curiosidad por su propia elección de ese adjetivo. No recordaba haberlo utilizado antes, y menos para referirse a una completa extraña. Pero parecía cálida, y si su personalidad era cálida, su risa sería cálida, y su amistad también.
Y en la cama… seguro que allí también sería cálida.
Aunque no se estaba planteando comprobarlo. Todo su aturdimiento destilaba virginidad.
Lo que significaba que estaba muy lejos de su territorio.
Era alguien en quien no estaba interesado. Para nada. Ni siquiera podía ser amigo de una virgen, porque siempre habría alguien que seguro que lo malinterpretaría, y luego vendrían las recriminaciones o, peor, las expectativas, y al final él acabaría en alguna cabaña de Escocia huyendo de todo.
Sabía lo que tenía que hacer. Siempre sabía lo que tenía que hacer. Lo complicado, al menos para él, era hacerlo.
Podría levantarse como el caballero que era, indicarle la dirección de la casa y dejar que se marchara.
Podría hacerlo, pero, si lo hacía, ¿dónde estaría la diversión?

Hope you like it.
Cande Luque
Cande Luque


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Mensaje por Julieta♥ Miér 04 Jul 2012, 8:08 pm

jajaj ese joe e sun cuento
prefiere la diversion que la caballerosidad y eso es lo q lo hace mas atractivo
siguela pronto plisssss
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Creadora Miér 04 Jul 2012, 9:03 pm

Nueva lectora! :D

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Mensaje por Cande Luque Miér 15 Ago 2012, 9:20 pm

Perdón, las abandoné maaaaaaaaaaal y odio que me hagan eso pero bueno, el viernes me pongo las pilas chicas, gracias por leer (:
Cande Luque
Cande Luque


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Mensaje por Cande Luque Jue 23 Ago 2012, 11:43 am

Acá estoy con dos capítulos (:

CAPÍTULO 04

Cuando el cadáver dijo: «Buenas noches», ____ tuvo que enfrentarse a la triste conclusión de que no estaba tan muerto como le hubiera gustado.
Se alegraba por él, claro, porque no estuviera muerto, pero, en cuanto a ella, bueno, su vitalidad era un inconveniente espectacular.
«Santo Dios —quería gemir—, sólo me faltaba esto.»
Rechazó su ofrecimiento para ayudarla, aunque había sido muy educado, y consiguió levantarse sin ponerse más en evidencia.
—¿Qué la ha traído al brezal? —preguntó el joven (vivo) como si nada, como si estuvieran charlando frente a la iglesia, rodeados de corrección y decoro.
Ella lo miró. Seguía tendido en la manta… ¡Una manta! ¿Tenía una manta?
Aquello no podía ser buena señal.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó ella. Y eso pareció la prueba de que había perdido la sensatez por completo. Estaba claro que debería haberlo esquivado y regresar a la casa corriendo. O haber pasado por encima de él. Pero, sobre todo, no debería haber entablado una conversación. Aunque hubiera chocado con la pareja de amantes que había en el jardín, aquello hubiera sido menos peligroso para su reputación que el hecho de que la descubrieran sola con un extraño en el brezal.
Sin embargo, si ese hombre tenía alguna intención de atacarla y sobrepasarse con ella, no parecía tener ninguna prisa, pues lo único que hizo fue encogerse de hombros y decirle:
—Sólo es curiosidad.
Ella se lo quedó mirando unos segundos. No le sonaba, pero, claro, estaba muy oscuro. Y le hablaba como si los hubieran presentado.
—¿Le conozco? —preguntó ella.
Él sonrió con gesto misterioso.
—No creo.
—¿Debería?
Ante eso, soltó una carcajada y, con firmeza, respondió:
—Le aseguro que no. Pero eso no significa que no podamos mantener una agradable conversación.
A partir de ahí, ____ dedujo que era un granuja y estaba orgulloso de serlo, y que, por lo tanto, no era la mejor compañía para una joven soltera. Se volvió hacia la casa. Debería regresar. Sí que debería.
—No muerdo —la tranquilizó él—. O cualquier otra cosa que deba preocuparla. —Se incorporó y dio unas palmaditas en la manta—. Siéntese.
—Me quedaré de pie —respondió ella. Porque, al fin y al cabo, todavía le quedaba un poco de sensatez. Al menos, eso esperaba.
—¿Seguro? —Le ofreció una sonrisa ganadora—. Aquí se está mucho más cómodo.
Le dijo la araña a la mosca. ____ apenas pudo reprimir un grito de risa nerviosa.
—¿Está esquivando a alguien? —le preguntó.
Había vuelto a girarse hacia la casa, pero, en cuanto oyó la pregunta, se volvió hacia él.
—Sucede en las mejores familias —dijo él, casi a modo de disculpa.
—Entonces, ¿usted también esquiva a alguien?
—No exactamente —respondió él, con la cabeza ladeada de forma que casi encogía el hombro—. Estoy esperando mi turno.
____ había querido hacer un esfuerzo por mostrarse impasible, pero notó cómo arqueaba las cejas.
Él la miró, con una pequeña sonrisa dibujada en los labios. No había malicia en su expresión y, a pesar de todo, ella notó un estremecimiento, una oleada de emoción que la invadía.
—Podría darle los detalles —murmuró él—, pero sospecho que no sería adecuado.
Nada de esa noche había sido adecuado. Difícilmente podría empeorar.
—No pretendo sacar conclusiones a la ligera —continuó él, en tono suave—, pero a juzgar por el largo de su vestido, deduzco que es soltera.
Ella asintió enseguida.
—Lo que significa que no debería, bajo ningún concepto, explicarle que estaba aquí fuera con una mujer que no es mi esposa.
____ debería escandalizarse. Aunque no lo consiguió. Era un tipo encantador. Rezumaba encanto. Le estaba sonriendo, como si estuvieran compartiendo una broma particular, y ella no pudo evitarlo; quería compartir la broma con él. Quería formar parte de su club, su grupo, su lo que fuera. Ese hombre tenía algo, un carisma especial, un magnetismo particular, y ____ supo que, si pudiera retroceder en el tiempo y en el espacio, hasta Eton, suponía, o donde fuera que hubiera estudiado, seguro que era el chico alrededor del cual todos querían estar.
Algunas personas nacían con esa cualidad.
—¿A quién está evitando? —le preguntó—. Lo más probable es que a un pretendiente pesado, pero eso no explicaría que hubiera salido aquí fuera. Es bastante fácil despistar a alguien entre el gentío, y mucho menos peligroso para la reputación de una joven.
—No debería decirlo —murmuró ella.
—No, por supuesto que no —asintió él—. Sería indiscreto. Pero será mucho más divertido si me lo dice.
Ella apretó los labios con fuerza mientras intentaba no sonreír.
—¿La echará de menos alguien? —preguntó él.
—Al final, supongo que sí.
Él asintió.
—¿La persona que intenta evitar?
____ pensó en lord Newbury y en su orgullo herido.
—Supongo que todavía tengo un poco de tiempo antes de que ese hombre empiece a buscarme.
—¿Un hombre? —preguntó el caballero—. Vaya, la trama se pone interesante.
—¿Trama? —respondió ella, con una mueca—. Me parece que no ha sido la mejor elección. Es un libro que no le gustaría a nadie. Créame.
Él chasqueó la lengua y volvió a dar unas palmaditas en la manta.
—Siéntese. Ofende todos mis principios caballerescos que usted esté de pie mientras yo estoy tendido.
Ella intentó imitar un tono de superioridad lo mejor que supo.
—Quizá debería levantarse usted.
—Uy no, no podría. Si lo hiciera, todo sería demasiado formal, ¿no cree?
—Teniendo en cuenta que no nos hemos presentado, quizá lo lógico sería la formalidad.
—Para nada —protestó él—. Lo ha entendido mal.
—Entonces, ¿debería presentarme?
—No, por favor —dijo, con un tono ligeramente dramático—. Por favor, no me diga su nombre. Si lo hace, seguramente despertará a mi conciencia, y es lo último que queremos.
—Ah, ¿tiene conciencia?
—Por desgracia, sí.
Aquello era un alivio. No iba a esconderla entre la oscuridad ni a abusar de ella como lord Newbury. Sin embargo, debería regresar a la fiesta. Con o sin conciencia, no era el tipo de hombre con quien una joven soltera debería estar a solas. De eso estaba segura.
Y volvió a pensar en lord Newbury, que era el tipo de hombre con quien se suponía que tenía que estar.
Se sentó en la manta.
—Una elección excelente —dijo él, mientras aplaudía.
—Sólo será un momento —murmuró ella.
—Por supuesto.
—No es por usted —respondió ella, con cierto descaro. Pero no quería que pensara que se quedaba por él.
—¿Ah, no?
—Por ahí —dijo ella, señalando hacia el jardín lateral con un movimiento de la muñeca—, hay un hombre y una mujer… eh…
—¿Disfrutando de la compañía mutua?
—Exacto.
—Y no puede volver a la fiesta.
—Preferiría no interrumpir.
Él la miró, apiadándose de ella.
—Extraño.
—Mucho.
Él frunció el ceño mientras pensaba.
—Aunque creo que sería más extraño si fueran dos hombres.
____ contuvo la respiración, aunque en realidad no estaba tan indignada como debería. Le gustaba demasiado estar cerca de él y participar de sus comentarios.
—O dos mujeres. Aunque eso no me importaría verlo.
Ella se volvió, para esconder que se había sonrojado, aunque luego se sintió estúpida porque estaba tan oscuro que, de cualquier forma, tampoco hubiera visto nada.
O quizá sí. Parecía de esos hombres que sabían cuándo una mujer se sonrojaba por el aroma del viento o por una alineación de las estrellas.
Era un hombre que conocía a las mujeres.
—Imagino que no habrá podido verlos bien, ¿no? —preguntó él, y luego añadió—: A nuestros amigos amantes.
____ meneó la cabeza.
—Estaba más preocupada por esconderme.
—Claro. Muy noble por su parte. Aunque es una lástima. Si los conociera, quizá supiera si iban a tardar mucho o poco.
—¿De veras?
—No todos los hombres se crearon igual, ¿sabe? —dijo, con modestia.
—Sospecho que no debería indagar en esa afirmación —respondió ella, con osadía.
—Si es sensata, no. —Él volvió a sonreírle y, por todos los santos, la dejó sin aliento.
Quien quiera que fuera ese hombre, los dioses de la odontología lo habían visitado muchas veces. Tenía unos dientes blancos y perfectos, y una sonrisa amplia y contagiosa.
Era muy injusto. Ella tenía los dientes de abajo amontonados, igual que sus hermanos. Una vez, un cirujano le había dicho que podía arreglárselos, pero cuando lo vio venir con un par de alicates, ____ salió corriendo.
Este hombre, en cambio, tenía una sonrisa que le subía hasta los ojos, le iluminaba la cara y toda la habitación. Aunque era una estupidez, porque estaban al aire libre. Y estaba oscuro. Sin embargo, ____ habría jurado que el aire que los rodeaba había empezado a brillar.
Eso o se había servido ponche del cuenco incorrecto. Había uno para las jóvenes y otro para el resto de los invitados y ella estaba segura de que… O, al menos, bastante segura. Lo había cogido del de la derecha. Louisa le había dicho que era el de la derecha, ¿verdad?
Bueno, como mucho, era uno de los dos.
—¿Conoce a todo el mundo? —le preguntó porque, en realidad, ella tenía que conocerlos. Además, él había sacado el tema.
Él arqueó las cejas, porque no entendía nada.
—¿Cómo dice?
—Me ha pedido una descripción de la pareja —se explicó ella—. ¿Conoce a todo el mundo o sólo a los que se comportan con falta de decoro?
Él soltó una carcajada.
—No, no conozco a todo el mundo, pero, por desgracia, y es una desgracia mayor que la existencia de mi conciencia, sí a casi todo el mundo.
____ repasó mentalmente a varias de las personas que había conocido en las últimas semanas y le ofreció una irónica sonrisa.
—Entiendo por qué le resulta tan desalentador.
—Una dama inteligente y con buen gusto —dijo él—. Mis preferidas.
Estaba flirteando con ella. ____ intentó contener el escalofrío de emoción que le recorría la piel. Ese hombre era realmente apuesto. Tenía el pelo oscuro, seguramente entre el nogal y el chocolate, y lo llevaba limpio y despeinado de aquella forma que todos los jóvenes se pasaban horas intentando imitar. Y su cara era… Bueno, ____ no era artista y nunca había aprendido a describir una cara, pero esta era irregular y perfecta al mismo tiempo.
—Me alegro mucho de que tenga conciencia —susurró.
Él la miró y se acercó más a ella, con una sonrisa cargada de diversión.
—¿Qué ha dicho?
Ella se sonrojó y, esta vez, sabía que él podía verlo. ¿Qué se suponía que tenía que decir, ahora? «¿Me alegro mucho de que tenga conciencia porque, si decidiera besarme, creo que le dejaría?»
Era todo lo que lord Newbury no era. Joven, atractivo y astuto. Un poco gallardo y muy peligroso. Era la clase de caballero que las jóvenes juraban evitar, pero con quien soñaban en secreto. Y, durante los siguientes instantes, lo tenía sólo para ella.
Sólo unos minutos más. Se daba unos minutos más. Sólo eso.
Él debió de darse cuenta de que ella no iba a decirle qué había dicho, así que le preguntó (otra vez, como si aquello fuera una conversación en un marco convencional):
—¿Es su primera temporada?
—Sí.
—¿Y se lo está pasando bien?
—Eso depende de cuándo me haga la pregunta.
Él sonrió con ironía.
—Una verdad irrefutable. ¿Se lo está pasando bien ahora?
El corazón de ____ dio un vuelco.
—Mucho —respondió, y no acababa de creerse lo firme que había sonado su voz. Debía de estar aprendiendo el arte de fingir en las conversaciones que tanto abundaba en la ciudad.
—Me complace oírlo. —Se inclinó un poco más hacia ella y ladeó la cabeza en un gesto que casi denotaba desaprobación hacia él mismo—. Me enorgullezco de ser un buen anfitrión.
____ deslizó la mirada hasta la manta, y luego lo miró con reservas.
Él la miró con calidez.
—Uno siempre debe ser un buen anfitrión, por humilde que sea el domicilio.
—Seguro que no intenta decirme que vive aquí, en el brezal de Hampstead.
—No, por Dios. Me gustan demasiado las comodidades modernas. Pero, por un par de días, sería divertido, ¿no le parece?
—No sé por qué, pero creo que toda novedad desaparecería con el amanecer.
—No —respondió él, pensando en voz alta. Adquirió un gesto ausente y dijo—: Quizás un poco después, sí, pero no con la primera luz de la mañana.
Ella quería preguntarle a qué se refería, pero no sabía cómo hacerlo. Parecía tan ensimismado en sus pensamientos que casi era de mala educación interrumpirlo. De modo que esperó, y lo observó con curiosidad, aunque sabía que si se volvía hacia ella, vería la pregunta en sus ojos.
Él no se volvió, pero, al cabo de un minuto, dijo:
—Por la mañana, es distinta. La luz es más plana. Más roja. Se aferra a la neblina del aire, casi como si quisiera escalarla desde abajo. Todo es nuevo —dijo, con suavidad—. Todo.
____ contuvo la respiración. Parecía muy melancólico. Ella tuvo ganas de quedarse justo donde estaba, a su lado, en la manta, hasta que el sol empezara a aparecer por el horizonte. Le hacía tener ganas de ver el brezal al amanecer. Le hacía tener ganas de verlo a él al amanecer.
—Me gustaría bañarme en ella —murmuró él—. En la luz de la mañana y nada más.
Debería haberse escandalizado, pero ____ presentía que no hablaba con ella. Durante la conversación, se había burlado y le había tomado el pelo, y había comprobado hasta dónde podía llegar antes de que ella se asustara y saliera corriendo. Pero esto… Era quizá lo más sugerente que había dicho y, sin embargo, ella lo sabía…
No había ido dirigido a ella.
—Creo que es un poeta —dijo, y estaba sonriendo porque, por algún motivo desconocido, eso le provocaba una gran alegría.
Él soltó una risotada.
—Sería precioso, de ser cierto. —Se volvió hacia ella y ____ supo que el momento había desaparecido. La parte oculta que había sacado a relucir había vuelto a su sitio, bien encerrada, y él volvía a ser el seductor empedernido con el que todas las chicas querían estar.
Y el que todos los chicos querían ser.
Y ni siquiera sabía su nombre.
Aunque era mejor así. Al final, se enteraría de quién era, y él también, y entonces se apiadaría de ella, de la pobre chica obligada a casarse con lord Newbury. O quizá le echaría una reprimenda porque creería que lo hacía por el dinero, que era la verdad.
Dobló las piernas debajo del cuerpo, no del todo, pero descansó sobre la cadera derecha. Era su posición preferida, absolutamente incorrecta en Londres, pero, sin duda alguna, la forma en que a su cuerpo le gustaba estar. Dejó la mirada perdida hacia delante y se dio cuenta de que estaba mirando en dirección contraria a la casa. Le gustaba. Aunque no sabía qué marcaría una brújula. ¿Estaba mirando hacia el oeste, hacia su casa? ¿O hacia el este, hacia el continente, donde nunca había estado y adonde, seguramente, nunca iría? Lord Newbury no parecía muy aficionado a viajar y, puesto que su interés en ella se limitaba a su capacidad reproductora, dudaba que la dejara viajar sin él.
Siempre había querido visitar Roma. Seguramente, aunque no hubiera aparecido lord Newbury babeando por sus anchas caderas, tampoco habría ido nunca, pero siempre hubiera existido la posibilidad.
Cerró los ojos un momento, casi con dolor. Ya pensaba como si el matrimonio fuera un hecho consumado. Se había estado diciendo que todavía podía rechazarlo, pero sólo era la parte desesperada de su cerebro que intentaba hacerse notar. La parte práctica ya había aceptado.
Así que ya estaba. Si lord Newbury se lo pedía, se casaría con él. Por repulsiva y horrible que le resultara la idea, lo haría.
Suspiró, porque se sentía derrotada. No habría Roma para ella, ni historia de amor, ni un millón más de cosas que ahora ni siquiera se le ocurrían. Sin embargo, su familia estaría atendida y, como había dicho su abuela, quizá Newbury muriera pronto. Era un pensamiento inmoral, pero ____ no creía que pudiera afrontar el matrimonio sin aferrarse a esa idea como su tabla de salvación.
—Parece muy pensativa —dijo la cálida voz a su lado.
____ asintió muy despacio.
—Un penique por sus pensamientos.
Ella sonrió con melancolía.
—Sólo pensaba.
—En todo lo que tiene que hacer —intentó adivinar él. Aunque no sonó como una pregunta.
—No. —Se quedó callada un momento, y luego añadió—: En todas las cosas que nunca haré.
—Entiendo. —Él se quedó callado un instante y luego dijo—: Lo siento.
Ella se volvió hacia él de golpe, se sacudió la neblina que le cubría los ojos y lo miró con franqueza.
—¿Ha estado alguna vez en Roma? Sé que es una locura, porque ni siquiera conozco su nombre, ni quiero saberlo, al menos por esta noche, pero ¿ha estado alguna vez en Roma?
Él meneó la cabeza.
—¿Y usted?
—No.
—He estado en París —dijo él—. Y en Madrid.
—Era soldado —dijo ella. Porque, ¿qué otra cosa podía ser, habiendo visitado aquellas ciudades en un momento como ese?
Él se encogió de hombros.
—No es la forma más agradable de ver el mundo, pero matas dos pájaros de un tiro.
—Aquí es lo más lejos que he estado nunca de casa —dijo ____.
—¿Aquí? —La miró, parpadeó, y luego señaló el suelo—. ¿Este brezal?
—Este brezal —confirmó ella—. Creo que Hampstead está más lejos de casa que Londres. O quizá no.
—¿Importa?
—Sí —respondió ella, sorprendiéndose a sí misma con la respuesta, porque estaba claro que no importaba.
Aunque el cuerpo le decía que sí.
—Nadie puede discutir ante tanta certeza —dijo él, en un murmullo teñido de sonrisa.
Ella también sonrió.
—Me gusta mucho la certeza.
—¿No nos gusta a todos?
—Quizá sólo a los mejores —dijo ella, con aire de superioridad, siguiéndole el juego.
—Algunos dicen que es temerario disfrutar con esa certeza eterna.
—¿Algunos?
—Sí, pero yo no —la tranquilizó—. Sólo algunos.
Ella se rió, a carcajadas y desde lo más profundo de su ser. Resultó una risa sonora y poco refinada, pero le sentó de maravilla.
Él se rió con ella y luego dijo:
—Entonces, debo entender que Roma está en la lista de cosas que nunca hará, ¿no es cierto?
—Sí —respondió ella, con los pulmones todavía llenos de alegría. De repente, no parecía tan triste que nunca pudiera ver Roma. Al menos, no cuando acababa de reírse con tantas ganas.
—He oído que puede llegar a ser muy polvorienta.
Los dos estaban mirando al frente, así que ella se volvió y alineó el perfil con el hombro.
—¿De veras?
Él también se volvió, de modo que ahora estaban frente a frente.
—Cuando no llueve.
—Es lo que ha oído —dijo ella.
Él sonrió, aunque sólo un poco, y ni siquiera movió la boca.
—Es lo que he oído.
Sus ojos… Oh, sus ojos. La miraban abiertamente. Y lo que ella veía en ellos… No era pasión porque, ¿por qué iba a ser pasión? Pero igualmente era algo increíble, algo ardiente, y conspiratorio, y…
Desgarrador. Era desgarrador. Porque, mientras lo miraba, mientras miraba a ese atractivo hombre que perfectamente podía ser producto de su imaginación, sólo veía la cara de lord Newbury, colorada y flácida, y su voz resonaba en sus oídos, burlona, y ____ se vio invadida por una repentina lástima.
Este momento… Cualquier momento como ese…
No podría vivirlos.
—Debería irme —dijo, muy despacio.
—Sé que debería irse —respondió él, igual de serio.
Ella no se movió. No conseguía que sus músculos reaccionaran.
Y entonces, él se levantó porque era, como ____ sospechaba, un caballero. Y no sólo en teoría, sino también en la práctica. Le ofreció la mano, ella la aceptó y acto seguido… fue como si flotara sobre los pies, se levantó, echó la cabeza hacia atrás, lo miró y en ese momento lo vio… vio su vida futura.
Todas las cosas que no tendría.
Y susurró.
—¿Querría besarme?
Cande Luque
Cande Luque


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Mensaje por Cande Luque Jue 23 Ago 2012, 11:44 am

CAPÍTULO 05

Había miles de razones por las que Joseph no debía hacer lo que la joven le pedía y sólo una, el deseo, por la que aceptar.
Se quedó con el deseo.
Ni siquiera se había dado cuenta de que la deseaba. Sí, se había fijado en que era adorable, incluso sensual, de una forma deliciosamente natural. Pero siempre se fijaba en esas cosas en las mujeres. Para él, era algo tan normal como fijarse en el tiempo. Para él, «Lydia Smithstone tiene un labio inferior extraordinariamente atractivo» no era tan distinto a «Esa nube de allí parece que predice lluvia».
Al menos, en su mente no lo eran.
Sin embargo, cuando la chica lo había tomado de la mano y sus pieles se habían rozado, algo en su interior ardió en llamas. El corazón le dio un vuelco, le faltó el aliento y, cuando ella se levantó, fue como si fuera algo mágico y sereno que avanzaba con el viento hacia sus brazos.
Excepto que, cuando se levantó, no estaba en sus brazos. Estaba de pie frente a él. Cerca, aunque no lo suficiente.
Se sentía desnudo.
—Béseme —susurró ella, y no podía ignorarla por más tiempo, como tampoco podía ignorar el latido de su corazón. La tomó de la mano, se acercó los dedos a los labios y luego le acarició la mejilla. Ella lo miró, con los ojos llenos de anhelo.
Y entonces, él también se llenó de anhelo. Fuera lo que fuera lo que vio en sus ojos, de algún modo se le contagió, suave y dulce. Incluso melancólico.
Y provocó que deseara ese beso, y a ella, con la intensidad más extraña.
No se notaba acalorado. No se notaba sudoroso. Pero algo en su interior, quizá su conciencia o quizá su alma, estaba ardiendo.
No sabía cómo se llamaba, no sabía nada de ella, excepto que soñaba con ir a Roma y que olía a violetas.
Y que sabía a vainilla. Eso lo sabía ahora. Eso, pensó mientras le acariciaba la parte interior del labio superior con la lengua, nunca lo olvidaría.
¿A cuántas mujeres había besado? Demasiadas para llevar la cuenta. Había empezado a besar a las chicas mucho antes de descubrir que se podían hacer otras cosas con ellas, y nunca había parado. De joven, en Hampshire, como soldado en España, como granuja en Londres… las mujeres siempre le habían resultado intrigantes. Y las recordaba a todas. De veras. Tenía al sexo débil en demasiada buena estima para permitir que se convirtieran en algo confuso en su mente.
Sin embargo, esto era distinto. No sólo iba a recordar a la mujer, sino también el momento. La sensación de tenerla en los brazos, su sabor, su tacto y el sonido increíblemente perfecto que hizo cuando su respiración se convirtió en un gemido.
Recordaría la temperatura del aire, la dirección del viento, el tono exacto de plata con que la luna bañaba la hierba.
No se atrevió a besarla con pasión. Era una inocente. Era astuta, y reflexiva, pero era una inocente, y Joseph se dijo que si la habían besado dos veces antes de ese momento, él se comería su sombrero. Por lo tanto, le dio un primer beso con el que toda joven sueña. Suave. Delicado. Un ligero roce de los labios, unas cosquillas y la mínima y traviesa caricia de la lengua.
Y aquello tenía que ser todo. Había algunas cosas que, sencillamente, un caballero no podía hacer, por muy mágico que fuera el momento. Así que, a regañadientes, se separó de ella.
Aunque sólo lo suficiente para apoyar la nariz en la de ella.
Sonrió.
Estaba feliz.
Y entonces, ella habló:
—¿Ya está?
Joseph se quedó de piedra.
—¿Cómo dice?
—Pensé que habría algo más —dijo ella, con respeto. De hecho, parecía más perpleja que otra cosa.
Él intentó no reírse. Sabía que podía. La chica parecía muy sincera; sería un gran insulto reírse de ella. Apretó los labios para intentar reprimir la explosión de risa que se estaba produciendo en su interior.
—Ha sido bonito —dijo ella, y casi pareció que lo estaba consolando.
Joseph tuvo que morderse la lengua. Era la única manera.
—No pasa nada —dijo ella, y le ofreció una de esas sonrisas compasivas que se le ofrece a un niño que no sabe hacer algo.
Él abrió la boca para pronunciar su nombre, pero entonces recordó que no lo sabía.
Y levantó una mano. Un dedo, para ser más exactos. Una orden simple y concisa. «Quieta —decía, claramente—. No digas nada más.»
Ella arqueó las cejas, intrigada.
—Hay más —dijo él.
Ella empezó a decir algo.
Él le selló la boca con un dedo.
—Hay mucho más.
Y, esta vez, la besó de verdad. Le tomó los labios con los suyos, la exploró, la mordisqueó, la devoró. La abrazó, la pegó a él, con fuerza, hasta que pudo sentir todas y cada una de las deliciosas curvas de su cuerpo pegadas a él.
Y era deliciosa. No, era exuberante. Tenía el cuerpo de una mujer, redondeado y cálido, con suaves curvas que pedían a gritos que las acariciaran y las tocaran. Era una de esas mujeres en las que un hombre podía perderse, olvidándose encantado de cualquier tipo de sensatez y razón.
Era una de esas mujeres a las que un hombre no abandona en mitad de la noche. Sería cálida y suave, una delicada almohada y manta, dos en uno.
Era una sirena. Una tentación exótica y preciosa que, a la vez, también era inocente. Esa chica no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Demonios, seguramente tampoco tenía ni idea de lo que él estaba haciendo. Y, sin embargo, sólo fue necesaria una sincera sonrisa y un pequeño suspiro, y estuvo perdido.
La deseaba. Quería conocerla. Cada centímetro de su cuerpo. Le ardía la sangre, le temblaba el cuerpo, y si no hubieran oído un estridente grito que venía de la casa, sólo Dios sabe lo que habría hecho.
Ella también se tensó y giró la cabeza ligeramente hacia la conmoción.
Bastó para que Joseph recobrara la sensatez o, al menos, una pequeña parte. La separó de él, de forma más brusca de lo que le habría gustado, y colocó los brazos en jarra mientras respiraba con dificultad.
—Sí que había más —dijo ella, aturdida.
Él la miró. No iba despeinada, pero el recogido no estaba tan firme como antes. Y sus labios… si antes le habían parecido carnosos y grandes, ahora parecía que le había picado una abeja.
A cualquiera que hubieran besado alguna vez sabría que acababan de hacerle lo mismo a ella. Y con pasión.
—A lo mejor quiere arreglarse el pelo —dijo, y estaba seguro de que era la frase posterior a un beso más desafortunada que había dicho nunca. Sin embargo, parecía que no podía recuperar su elegancia habitual. Por lo visto, el estilo y la gracia requieren sensatez.
¿Quién lo habría dicho?
—Oh —dijo ella, que enseguida se llevó las manos al pelo e intentó, sin demasiado éxito, arreglárselo—. Lo siento.
Y no es que tuviera que disculparse por nada, aunque Joseph estaba demasiado ocupado intentando encontrar su cerebro para comentárselo.
—Esto no debería haber pasado —dijo, al final. Porque era la verdad. Y él lo sabía. No coqueteaba con inocentes y menos (casi) delante de un salón lleno de gente.
No perdía el control. Él no era así.
Estaba furioso consigo mismo. Furioso. Era una emoción desconocida y francamente desagradable. Sentía lástima, y se burlaba de sí mismo, y podría haber escrito un libro sobre el enojo superficial. Pero ¿furia?
No era algo que le preocupara experimentar. Ni hacia los demás ni, mucho menos, hacia sí mismo.
Si ella no se lo hubiera pedido… Si no lo hubiera mirado con esos enormes ojos sin fondo y hubiera susurrado: «Béseme», no lo habría hecho. Era una excusa muy pobre, y lo sabía, pero saber que él no había iniciado el beso era un pequeño consuelo.
Pequeño, pero consuelo al fin y al cabo. Podía ser muchas cosas, pero no un mentiroso.
—Siento mucho habérselo pedido —dijo ella.
Él se sentía como un canalla.
—No tenía que obedecer —respondió él, aunque no con la elegancia que debería.
—Obviamente, soy irresistible —farfulló ella.
Él la miró fijamente. Porque lo era. Tenía el cuerpo de una diosa y la sonrisa de una sirena. Incluso ahora, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano por no abalanzarse sobre ella. Tenderla en el suelo y besarla otra vez… y otra vez…
Se estremeció. Aquello no estaba bien.
—Debería marcharse —dijo ella.
Él consiguió alargar el brazo en un grácil y caballeroso movimiento.
—Después de usted.
Ella abrió los ojos como platos.
—No pienso entrar primero.
—¿De veras cree que voy a entrar y dejarla sola aquí fuera?
Ella apoyó las manos en las caderas.
—Me ha besado sin ni siquiera saber cómo me llamo.
—Usted ha hecho lo mismo —le espetó él.
Ella abrió la boca en un gesto indignado y Joseph descubrió una alarmante satisfacción por haber ganado la discusión. Cosa que lo incomodó todavía más. Adoraba un buen intercambio verbal, pero era un baile, por el amor de Dios, no una competición.
Durante unos segundos interminables, se quedaron mirando el uno al otro, y Joseph no estaba seguro de si esperaba que ella dijera su nombre o le pidiera que revelara el suyo.
Y sospechaba que ella se estaba preguntando lo mismo.
Sin embargo, la chica no dijo nada, sólo lo miró.
—A pesar de mi reciente comportamiento —dijo él, al final, porque uno de los dos tenía que demostrar madurez y sospechaba que tenía que ser él—, soy un caballero. Y, como tal, no puedo abandonarla en medio de la nada.
Ella arqueó las cejas y miró a un lado y al otro.
—¿Llama a esto en medio de la nada?
Joseph empezó a preguntarse qué tenía esa chica que lo volvía loco, porque, por Dios, podía ser muy irritante cuando quería.
—Le ruego que me disculpe —dijo, con la suficiente sofisticación urbana para poder volver a sentirse un poco él mismo—. Está claro que me he equivocado. —Le sonrió de manera insulsa.
—¿Y si esa pareja todavía está…? —Dejó la pregunta por terminar mientras agitaba la mano hacia la casa.
Joseph suspiró con fuerza. Si estuviera solo, que es como debería haber estado, habría regresado a la casa con un animado: «¡Cuidado! ¡Cualquiera que esté con alguien con quien no esté unido mediante una obligación legal, por favor, que se largue!»
Le habría encantado. Y era, exactamente, lo que la sociedad esperaba de él.
Pero era imposible hacerlo con una dama soltera a su lado.
—Estoy casi seguro de que ya se habrán ido —dijo, mientras se acercaba a la abertura del seto y se asomaba. Se volvió y añadió—: Y si no, querrán esconderse de usted tanto como usted de ellos. Baje la cabeza y vaya directa hacia la casa.
—Parece que tiene mucha experiencia en situaciones como esta —afirmó ella.
—Mucha. —Y era cierto.
—Ya. —Tensó la mandíbula y Joseph sospechó que, si hubiera estado más cerca, hubiera oído cómo le rechinaban los dientes—. Qué afortunada —dijo—. Alumna de un maestro.
—Muy afortunada.
—¿Es siempre tan desagradable con las mujeres?
—Casi nunca —respondió, sin pensar.
Ella abrió la boca y él tuvo ganas de pegarse una patada. La chica lo ocultó bien (estaba claro que era una joven de reflejos emocionales rápidos), pero antes de que la sorpresa se transformara en indignación, vio un destello de dolor puro y duro.
—Lo que quería decir —empezó, con unas ganas enormes de gruñir—, es que cuando he… No, cuando usted…
Ella lo estaba mirando expectante. No tenía ni idea de qué decir. Y él se dio cuenta, mientras estaba allí de pie como un idiota, de que había al menos diez razones por las que aquella situación era absolutamente inaceptable.
Uno, no tenía ni idea de qué decir. Quizá sonara repetitivo, excepto que, dos, siempre sabía qué decir, y tres, especialmente con las mujeres.
Lo que conducía inevitablemente a cuatro, una agradable consecuencia de su labia era que, cinco, nunca había insultado a una mujer en su vida, no a menos que realmente se lo mereciera, aunque, seis, esta mujer en concreto no se lo merecía. Lo que significaba que, siete, tenía que disculparse y, ocho, no tenía ni idea de cómo hacerlo.
Tener facilidad con las disculpas iba de la mano de un comportamiento propenso a disculpar. Y no era su caso. Era una de las pocas cosas en su vida de las que estaba extraordinariamente orgulloso.
Sin embargo, esto lo hacía regresar a nueve, no tenía ni idea de qué decir, y, diez, esa chica tenía algo que lo convertía en un auténtico estúpido.
Estúpido.
¿Cómo soportaba el resto de la humanidad un silencio tan extraño delante de una mujer? A Joseph le resultaba intolerable.
—Usted me pidió que la besara —dijo. No fue lo primero que le vino a la mente, sino lo segundo.
Y a juzgar por la expresión de sorpresa de ella, que Joseph sospechaba que bastaría para cambiar las mareas, tuvo la sensación de que debería haberse esperado hasta lo séptimo.
—¿Me está acusando de…? —Ella se interrumpió y apretó los labios en un gesto furioso e frustrado—. Bueno, sea lo que sea… de lo que… me está… —Y entonces, justo cuando él creía que había terminado, continuó con—, acusando…
—No la acuso de nada —dijo él—. Sólo digo que usted quería un beso, yo se lo he dado y…
¿Y qué? ¿Qué estaba diciendo? ¿Dónde tenía la cabeza? Era incapaz de construir una frase entera, y mucho menos de verbalizarla.
—Podría haberme aprovechado de usted —dijo, muy tenso. Santo Dios, parecía muy serio.
—¿Está diciendo que no lo ha hecho?
¿Era posible que fuera tan inocente? Se inclinó hacia delante y se pegó a su cara.
—No tiene ni idea de todas las formas en que no me he aprovechado de usted —le explicó—. De todo lo que habría podido hacer. De…
—¿Qué? —le espetó ella—. ¿Qué?
Joseph se calló, o quizás era más adecuado decir que se mordió la lengua. No iba a decirle de todas las formas en que había querido aprovecharse de ella.
De ella. De la señorita sin nombre.
Así era mucho mejor.
—Oh, por el amor de Dios —se oyó decir—. Dígame cómo se llama de una maldita vez.
—Veo que está muy impaciente por saberlo —respondió ella, cortante.
—Su nombre —gruñó él.
—¿Antes de que usted me diga el suyo?
Él soltó el aire, una larga y frustrada exhalación, y luego se pasó la mano por el pelo.
—¿Era mi imaginación o teníamos una conversación perfectamente civilizada hace apenas diez minutos?
Ella abrió la boca para responder, pero él no la dejó.
—No, no —continuó, quizá con demasiada pompa—, era una conversación más que civilizada. Me atrevería a decir que era agradable.
Ella suavizó la expresión de los ojos, aunque no hasta el extremo de que él la consideraría maleable, pero… De acuerdo, está bien, ni siquiera se acercó a ese punto, pero los suavizó.
—No debería haberle pedido que me besara —dijo ella.
Sin embargo, él se fijó en que no se disculpó. Y en que él se alegraba mucho de que no lo hiciera.
—Seguro que comprende —continuó ella, en voz baja—, que es mucho más importante que conozca su identidad que al revés.
Él le miró las manos. No las tenía cerradas, ni apretadas, ni retorcidas. Las manos siempre delataban a las personas. Se tensaban, o temblaban, o se aferraban la una a la otra como si pudieran, mediante algún hechizo imposible, salvarlas del oscuro destino que las esperaba. La chica se estaba sujetando el tejido de la falda. Con fuerza. Estaba nerviosa. Y, a pesar de todo, mantenía el tipo con mucha dignidad. Y Joseph sabía que sus palabras eran ciertas. Ella no podía hacer nada que arruinara su reputación mientras que él, con una palabra de más o una confesión falsa, podía destruirla para siempre. No era la primera vez que se alegraba sobremanera de no haber nacido mujer, pero sí que era la primera que tenía pruebas tan claras de que los hombres lo tenían mucho más fácil.
—Me llamo Joseph Grey —dijo, inclinando la cabeza de forma respetuosa—. Y estoy encantado de conocerla, señorita…
Pero no pudo continuar, porque ella contuvo la respiración, palideció y pareció que iba a ponerse mala.
—Le aseguro —dijo, sin saber si la nota aguda de su voz se debía a la diversión o a la irritación—, que mi reputación no es tan mala como la pintan.
—No debería estar aquí con usted —dijo ella, asustada.
—Eso ya lo sabíamos.
—Joseph Grey. Dios mío, Joseph Grey.
Él la observó con interés. Y un poco de enojo, aunque eso era de esperar. De veras, no era tan malo.
—Le aseguro —dijo, algo enfadado por las veces que estaba empezando las frases de esa forma—, que no tengo ninguna intención de permitir que su reputación se vea afectada por ninguna asociación con mi persona.
—No, por supuesto que no —dijo ella, y entonces estropeó el momento con una risa nerviosa—. No querría hacerlo. Joseph Grey. —Miró hacia el cielo y él casi esperaba que cerrara el puño y amenazara a los dioses—. Joseph Grey —dijo. Otra vez.
—¿Debo asumir que le han hablado de mí?
—Sí —respondió ella, enseguida. Y entonces volvió a concentrarse y lo miró a los ojos—. Tengo que marcharme. Ahora.
—Como recordará que le había aconsejado antes —murmuró él.
Ella miró hacia el jardín lateral y frunció el ceño ante la idea de toparse con los amantes.
—Cabeza baja —se dijo en voz baja—. Paso firme.
—Hay quien vive su vida bajo ese lema —dijo él, divertido.
Ella lo miró fijamente y se preguntó si se había vuelto loco en los últimos dos segundos. Él se encogió de hombros, porque no quería disculparse. Por fin empezaba a ser él mismo. Estaba en todo su derecho de estar contento.
—¿Usted lo hace? —preguntó ella.
—Para nada. Yo prefiero vivir con un poco más de estilo. Es cuestión de sutilezas, ¿no cree?
Ella lo miró. Parpadeó varias veces. Y luego dijo:
—Debo irme.
Y se marchó. Bajó la cabeza y avanzó con paso firme.
Sin decirle su nombre.

I hope you like it (:
Cande Luque
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Mensaje por helado00 Jue 23 Ago 2012, 4:48 pm

Dios .____________.
su encuentro fue tan askdhasdhjksd sin palabras!! yo quiero!! *o*
aparte Joseph Grey asdhaskd me acorde de 50 shades..y :arre:
siguela pronto porfavor!!
helado00
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Mensaje por Cande Luque Sáb 13 Oct 2012, 8:54 pm

¿quieren que la siga?
Cande Luque
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Mensaje por helado00 Miér 24 Jul 2013, 4:01 pm

si!!! lamento no habe rcomentado..prdi el link de la nove y askdhaskdhkasdasf la seguirás?
helado00
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