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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
Ficha
Nombre: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú)
Autor: Ángeles Ibirika
Adaptación: Si
Género: Drama y Romance
Advertencias: Lenguaje fuerte.
Otras Páginas: No lose, ya que es una adaptación
Nombre: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú)
Autor: Ángeles Ibirika
Adaptación: Si
Género: Drama y Romance
Advertencias: Lenguaje fuerte.
Otras Páginas: No lose, ya que es una adaptación
Última edición por Natuu! el Jue 12 Abr 2012, 4:33 pm, editado 1 vez
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
Antes y después de odiarte...
Bajo la lluvia de un Bilbao que se prepara para un nuevo invierno, se encuentra el corazón de un hombre resentido y lleno de dolor. Un hombre con una sola razón para vivir: la venganza. Una venganza que planeó durante años tras las rejas de una prisión, cuando la mujer a la que amaba más que a su propia vida le traicionó y acabó con todo su mundo.
Ahora él acabará con el suyo...
Para lograrlo está dispuesto a poner en riesgo su recién conseguida libertad, la nueva vida que se está forjando con esfuerzo y hasta el poco corazón que ella le dejó en pie y al que sólo siente latir cuando la tiene cerca.
Lo que no sospecha es que el arrebato con el que le bulle la sangre cada vez que la ve no lo provoca sólo el odio que asegura sentir por ella, sino otro poderoso sentimiento al que ni el rencor más profundo conseguirá jamás extinguir.
Lo que no sospecha es que el arrebato con el que le bulle la sangre cada vez que la ve no lo provoca sólo el odio que asegura sentir por ella, sino otro poderoso sentimiento al que ni el rencor más profundo conseguirá jamás extinguir.
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
primera lectora... porfavor sube pronto el primer cap
DanyelitaJonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
Prólogo
Aún ardían las sábanas de su cama cuando nos despedimos, y no me había parecido suficiente. Nada bastaba cuando se trataba de ella. La amaba tanto, que hasta la vida le habría entregado tan solo con que me lo hubiera pedido.
Pero no lo hizo.
Prefirió jugar a amarme cuando, en realidad, me preparaba para el sacrificio.
Jugó a ser la mantis religiosa que seduce al macho. La que lo enamora, la que lo enloquece hasta hacerse dueña de su voluntad, la que consigue que se deje devorar mientras se aparean.
Solo que yo nunca lo supe.
No pude elegir. La necesitaba de tal manera, que de haberlo sabido tampoco habría podido hacer nada para evitarlo. Una noche a su lado me aportaba más placer y más vida que toda cuanta había tenido antes de que ella apareciera.
Hasta esa tarde.
Esa tarde la besé en la boca y deseé tenderla de nuevo sobre las sábanas revueltas. La abracé acomodándola en mi pecho y hundí el rostro en su sedoso cabello. Le dije que la amaba más que a nadie en el mundo. Le confesé que si algún día llegaba a perderla, tan solo querría morir.
Nada en sus gestos, nada en su voz, nada en sus besos me hizo sospechar que me había traicionado. Nada podía hacerme imaginar que ya me había vendido. Iba hacia el final que ella me había preparado y no vi nada, no sospeché nada.
Ahora vivo en un cuerpo sin alma.
Ahora vivo tan solo porque respirar no requiere de mi esfuerzo.
Ahora vivo porque el dolor me destroza cada día pero nunca termina de matarme.
Ahora vivo únicamente para volver a verla. Para arrancarle del pecho su corazón despiadado y negro. Para precipitarla a la misma agonía que ella fraguó para mí.
Porque, aun a mi pesar, ella continúa siendo la única razón de mi existencia.
Aquí les dejo el prólogo, haganme saber si quieren que suba el primer capítulo.
De verdad espero que esta novela les guste tanto como a mi, que definitivamente es una de las mejores que he leido *-*
Natuu♥!
Pero no lo hizo.
Prefirió jugar a amarme cuando, en realidad, me preparaba para el sacrificio.
Jugó a ser la mantis religiosa que seduce al macho. La que lo enamora, la que lo enloquece hasta hacerse dueña de su voluntad, la que consigue que se deje devorar mientras se aparean.
Solo que yo nunca lo supe.
No pude elegir. La necesitaba de tal manera, que de haberlo sabido tampoco habría podido hacer nada para evitarlo. Una noche a su lado me aportaba más placer y más vida que toda cuanta había tenido antes de que ella apareciera.
Hasta esa tarde.
Esa tarde la besé en la boca y deseé tenderla de nuevo sobre las sábanas revueltas. La abracé acomodándola en mi pecho y hundí el rostro en su sedoso cabello. Le dije que la amaba más que a nadie en el mundo. Le confesé que si algún día llegaba a perderla, tan solo querría morir.
Nada en sus gestos, nada en su voz, nada en sus besos me hizo sospechar que me había traicionado. Nada podía hacerme imaginar que ya me había vendido. Iba hacia el final que ella me había preparado y no vi nada, no sospeché nada.
Ahora vivo en un cuerpo sin alma.
Ahora vivo tan solo porque respirar no requiere de mi esfuerzo.
Ahora vivo porque el dolor me destroza cada día pero nunca termina de matarme.
Ahora vivo únicamente para volver a verla. Para arrancarle del pecho su corazón despiadado y negro. Para precipitarla a la misma agonía que ella fraguó para mí.
Porque, aun a mi pesar, ella continúa siendo la única razón de mi existencia.
Aquí les dejo el prólogo, haganme saber si quieren que suba el primer capítulo.
De verdad espero que esta novela les guste tanto como a mi, que definitivamente es una de las mejores que he leido *-*
Natuu♥!
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
nueva lectora esta interesante seguila!!!
Let's Go
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
wow nueva lectora ai me encanto el prologo y claro qe qiero el primer cap lo esperare con ansias siguela pronto plis
Nani Jonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
pero que pregunta oviamente tienes que subir el primer capitulo me muero por leerlo
SIGUELA
SIGUELA
DanyelitaJonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
1
El sonido de abrir y cerrar las rejas en la prisión le había acompañado durante cuatro interminables años. En un lugar en el que no existe el silencio a ninguna hora del día ni de la noche, era ese chirrido el que se le clavaba en el cerebro. Allí, entre los ojos. Y esa repetición áspera se transformaba en una cruel cantinela que le recordaba que estaba encerrado... encerrado, encerrado...
Ahora, por fin, lo escuchaba a su espalda por última vez. Porque si de algo estaba seguro, era que únicamente muerto conseguirían meterle de nuevo en esa prisión.
Aunque... existía un único motivo por el que podría pasar allí el resto de su miserable vida.
Estaría dispuesto, una y mil veces, a volver a ese infierno si a cambio la viera, a ella, consumirse en el suyo.
Con las pocas pertenencias que llevaba en la mochila al hombro fue contando los pasos que le alejaban de las rejas y el viciado olor a deshumanización.
Uno, dos...
El olor aún llegaba con fuerza y penetraba por sus fosas nasales.
Tres, cuatro...
Se acercaba al portón por el que cruzaría el muro que componía la fachada, y la familiar peste seguía sin desaparecer.
Cinco, seis, siete, ocho...
Alcanzó el exterior. Sus ojos se clavaron en la última y solitaria garita, en medio del camino que terminaba en la carretera comarcal. Tal vez, pensó, la pestilencia desaparecería cuando el funcionario levantara la barrera y él la dejara también atrás. Pero no fue así. El olor continuaba allí. Estaba en su ropa, estaba en su piel. Ese olor repulsivo formaba ya parte de él.
Sin detenerse, alzó los ojos al cielo, cerrado y gris, y llenó sus pulmones de oxígeno. La sensación de libertad le alcanzó la sangre y recorrió sus venas hasta incrustársele en el corazón. Seguía estando junto al presidio, respiraba el mismo aire que le había mantenido vivo los últimos cuatro años, sin embargo, todo era distinto. No había guardianes, no había límites. Podía mirar a lo lejos sin que ninguna pared marcara el final. Podía caminar hasta la extenuación y pararse cuando se le antojara hacerlo.
Pero había algo en la ansiada y emocionante libertad que dolía. Dolía hasta el desgarro. Regresaba a un mundo que ya no era el suyo, a vivir una vida que no merecía. Coexistía con el sentimiento de que, aunque su condena fuera eterna, nunca acabaría de pagar el daño irreparable que hizo a quien tanto quería.
Una ráfaga de viento le azotó de frente. Observó el movimiento de los árboles que se hacinaban a las orillas del río Zadorra. No recordaba que la naturaleza fuera tan verde ni tan majestuosa. Miró a su alrededor. El mosaico de tierras aradas se extendía en algunas zonas hacia el infinito, en otras iba a morir al inicio de suaves y verdes colinas. No había, tras él, más vestigio humano que la fría edificación del presidio. Y, por primera vez en años, viéndose físicamente solo, se sintió dueño de sí mismo.
Volvió a golpearle el viento. La tarde en la que se le detuvo la vida también soplaba recio y helador. Aquel día el cielo amenazaba tormenta. Había salido de casa con el corazón tan encogido, que ni aun abriéndole el pecho hubiera podido nadie encontrarlo. Después llegó a aquel condenado polígono industrial convencido de que si esa tarde no moría de un infarto ya nunca lo haría.
Apretó con fuerza los párpados cuando las imágenes de aquellos momentos llegaron para torturarle una vez más el pensamiento.
—¡¿Dónde está la ambulancia, hijos de puta?! —grita a la vez que presiona sobre la herida que pierde sangre a borbotones—. ¡¿Van a dejar que muera como un perro?!
Desesperado, arrodillado en el suelo, gira el rostro hacia los lados. Los agentes armados le observan sin apiadarse. Vuelve a gritar. En realidad no deja de hacerlo ni un instante, igual que no deja de apretar sobre el maldito agujero. Mira a su alrededor en busca de ayuda. Se siente impotente, perdido. Y de pronto la ve...
A su espalda, junto a todos esos policías, ella contempla cómo él se hunde en el abismo. Solo la mira un instante, y el poco oxígeno con el que se mantiene vivo se evapora. El aire agita el largo cabello castaño que ha acariciado tantas veces. Es el único asomo de humanidad que ve en ella, que se mantiene rígida, imperturbable. Como un juez. Su juez.
Sacudió la cabeza espantando recuerdos. ¿Cuántas veces le había atormentado ese instante concreto en el que la vio? Muchas. Cientos de veces en las que estaba despierto, como ahora. Cientos de noches mientras dormía en el duro camastro de una pequeña celda, acompañado por un intenso olor a sudor y por la respiración y los ronquidos de dos extraños.
Comenzó a andar con calma hacia el pueblo de Nanclares. El viento helado penetró a través de la cremallera abierta de su cazadora y continuó hostigándole del mismo modo durante los dos kilómetros de caminata. No le importó. Estaba acostumbrado a la temperatura gélida de la prisión, a la humedad. Este frío de ahora le gustaba. Tenía sabor a libertad y, además, acabaría en cuanto él decidiera cubrirse.
Joe cogió aire al recibir el estrecho saludo de bienvenida de Rodrigo. Esa era la parte que le había resultado más dura de la privación de libertad: no tener a quién abrazar y nadie que le abrazara en los momentos de desánimo. Aquellos interminables y duros momentos de desánimo.
Había pasado medio día en el rellano de la escalera aguardando a que su amigo regresara del trabajo. La vecina, una mujer de mediana edad, con el cabello blanco sujeto por unos enormes rulos azules, había salido al oírle llamar con insistencia y le había revelado que el joven acostumbraba a regresar una vez caída la noche. Corrían los últimos días de noviembre y anochecía sobre las cinco y media de la tarde: una larga y tediosa espera para cualquier mortal. Pero él tomó asiento en un escalón, junto a la puerta, dispuesto a fumar con paciencia un cigarro tras otro. Estaba acostumbrado a pasar las horas como un camaleón al sol, inmóvil, mimetizado con el paisaje, ausente hasta de sus propios pensamientos.
Le había fascinado viajar, desde el penal de Nanclares hasta el pueblo de Basauri, respirando libertad y percibiendo el lento despertar de sus sentidos mientras sus ojos devoraban cielos abiertos, llanuras verdes, montañas, gentes que no habían pisado ni jamás pisarían una prisión. Lo peor había sido la sensación de ser observado que le había acompañado todo el tiempo. Ni se le había ocurrido pensar que alguien pudiera mirarle porque le pareciera un hombre guapo. En los últimos cuatro años y un mes, había dejado de ser consciente de la atracción que despertaba su cabello café, ahora extremadamente corto; sus cristalinos ojos castaños; su metro ochenta y cinco de estatura en una complexión delgada y musculosa. No. Para él, las miradas que había sentido eran de reprobación porque llevaba escrito, en algún lugar visible que no podía concretar, que era un convicto. Que aun viviendo en libertad sería un convicto eternamente. Opinaba que incluso el suave color dorado que llevaba en la piel era el sello en el que todos veían las muchas horas transcurridas en el patio, bajo el tibio sol de otoño.
—¿Cómo no me has advertido que te adelantaban la salida? —preguntó Rodrigo tras el cariñoso recibimiento—. Te habría ido a buscar.
—No era necesario que abandonaras tus obligaciones para eso. Me ha gustado coger autobuses después de tanto tiempo.
—Pero habrás desperdiciado el día dando vueltas. Debiste avisarme.
—No creas que ha sido un desperdicio. He salido en cuatro miserables ocasiones del talego y siempre acompañado por el cura, como en una excursión de niños de colegio —Presionó con su mano el hombro de Rodrigo, emocionado aún por el abrazo—. Te aseguro que, en esta salida de verdad, me ha venido bien enfrentarme a las dificultades en solitario. Además, tenía que usar el magnífico mapa que me hiciste —comentó sonriendo.
—Soy bueno, ¿eh? —bromeó al tiempo que abría y entraba en la casa—. Creo que estoy desperdiciando mi talento al trabajar con plantas en lugar de con lápices de colores.
Joe sintió un dolor agudo, como si las puntas de esos lapiceros le hubieran atravesado el corazón. Trató de recuperarse mientras recogía su mochila del suelo y, al erguirse, se encontró con la espalda inmóvil de su amigo. Le escuchó maldecir entre dientes y girarse hacia él.
—Lo siento. —La culpa le brillaba en sus ojos marrones—. No quise decir que tú...
—Sé muy bien lo que quisiste decir —respondió Joe—. No te disculpes por tonterías y pasa de una vez —le empujó con el hombro, riendo—. Estoy cansado de estar aquí fuera contando manchas en las paredes.
Rodrigo entró agitando la cabeza, recriminándose que a veces fuera tan bocazas. Joe caminó tras él, observándolo todo. La sencillez del piso destacaba desde el recibidor, pequeño y de paredes blancas, en el que había un aparador y un paragüero metálico.
Sin proponérselo, comparó la casa con la que él habitó en el centro de Bilbao y que la policía registró y puso patas arriba.
No sintió nostalgia. Cualquier rincón servía para dejar pasar la vida, pensó mientras Rodrigo le señalaba una puerta, a su izquierda, que daba a la cocina. Los dos espacios siguientes eran habitaciones; una ya estaba preparada para que él la ocupara. Frente a ellas quedaba el pequeño cuarto de baño con ducha. El largo pasillo finalizaba en un salón, de paredes también blancas, en el que dos sofás floreados estaban orientados frente a un pequeño televisor.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? —preguntó Rodrigo mientras arrojaba las llaves sobre la mesita de centro.
—Desde las doce del mediodía —respondió Joe, dejándose caer junto a su mochila en uno de los sofás.
—¡No jodas! —exclamó su amigo—. Creo que tendremos que adelantar la lección de abrir puertas. Hoy te habría venido bien haber sabido franquear esta.
—Todo a su tiempo —dijo Joe—. Además, solo existe una puerta que me interesa forzar.
—Abrir, no forzar —puntualizó Rodrigo—. Abrir sin que se note que lo has hecho. No lo olvides.
—Descuida. No lo olvido.
—¿Dónde has comido? —preguntó, parado ante él—. Los bares de esta zona son...
—No me he movido de la escalera —interrumpió—. No tenía hambre.
—¡Y un cuerno no tenías hambre! Anda, ven y hablamos mientras preparamos algo de cena. —Se detuvo y se acarició la bien recortada perilla—. Y otra cosa. —Chasqueó los labios a la vez que hacía un guiño—. Estos días duermes en el talego, pero prepárate para el viernes. Conozco un local en el que las mujeres...
—No te ofendas, Rodrigo, pero prefiero dejarlo para otra ocasión. —Buscó en su mochila el paquete de tabaco—. No me siento preparado para eso.
—Llevas años sin probar algo bueno. En realidad, ni bueno ni malo. Llevas años sin probar. —Alzó las cejas y balanceó la cabeza riendo—. No puedo creer que no te mueras por hacerlo.
Joe sacó un cigarro y lo giró entre los dedos mientras lo contemplaba como si fuera el primero que veía en su vida.
—Se puede decir que sí, que me muero por follar con una mujer, pero... —Se colocó el pitillo entre los labios y lo prendió—. Tal vez más adelante —propuso mientras expulsaba el humo de la primera calada.
Rodrigo se sentó en el borde de la mesita, frente a su amigo.
—El miedo a fastidiarla es normal en estos casos —dijo en tono paternal—. Eso no te ocurre solo a ti. —Joe bajó la mirada y jugueteó con el encendedor—. Por eso te estoy planteando ir de putas. Ahí ellas trabajan y tú pagas. No hay presión.
Joe rio. Le gustó eso de restar presión. La idea de estar con una mujer le seducía tanto como le aterraba. Antes de entrar en la cárcel pensaba que no se podía vivir sin sexo igual que no se podía vivir sin respirar o sin comer. Pero lo había hecho. Había estado solo durante cuatro años y había sobrevivido. Ahora el problema estaba en cómo y cuándo podría retomar algo para lo que no sabía si estaba preparado. ¿Qué recordaba, qué había olvidado? Existía un único modo de responderse y, si podía elegir, prefería hacerlo sin presión.
—Gracias. De verdad. Pero sé que no me apetecerá pasar mi primera noche en libertad en un lugar así. —Alzó sus desabrigados ojos castaños—. Lo que sí te pediría es que hoy me acompañaras hasta esa prisión. Imagino que será como todas, pero la novedad me pone nervioso.
—Eso está hecho —garantizó Rodrigo—. Te escoltaré hasta la misma puerta. En cuanto a las mujeres y todo lo demás, iremos a tu ritmo.
—Solo necesito situarme un poco —aseguró sin vacilar.
—Me parece perfecto. De momento vamos a situarnos en la cocina mientras preparamos la cena. —Se puso en pie. Joe le imitó—. Tengo que hablarte del trabajo y de mi jefe. Bueno, de nuestro jefe. Recuerdas que comienzas el próximo lunes, ¿no? —preguntó mientras se alejaba por el pasillo.
—Lo recuerdo. —Aplastó la colilla en el cenicero calculando el margen de días que eso dejaba a sus intenciones.
—Por cierto —oyó decir a su amigo—. ¿Has comprobado lo cerca que te queda la cárcel?
Sí, lo había hecho.
Nada más bajar del tren, había sacado del deshilachado bolsillo de sus vaqueros el burdo y simpático plano que le había hecho Rodrigo para que diera sin problemas con la calle Catalunya. En ese punto le había hecho dos anotaciones. Una para que avanzara hasta el número doce, que quedaba al fondo de la calle, después de pasar la Casa Torre de Ariz. La otra indicaba que antes de nada mirara al frente, en dirección al río, para que viera un costado de la prisión en la que pasaría cuatro noches de cada semana. Se había tensado al divisar el grueso muro y la cerca superior de alambre. Cuatro noches no eran mucho, se había dicho para animarse. No tendría que soportar rencillas ni broncas en las duchas, ni se vería obligado a comer el rancho saturado de grasa, ni a compartir la peligrosidad del patio, ni a hacer sus flexiones en una reducida celda. Solo se trataba de dormir. Dormir y salir de allí antes incluso de que asomara la luz del día.
En la radio sonaba la incombustible Footloose, de Kenny Loggins, y _____ la tarareaba mientras se movía por la cocina para preparar su desayuno.
Tras los cristales, las hojas doradas de los árboles del parque se agitaban con las rigurosas ráfagas de un viento frío. Pero ella, con el cabello aún desordenado sobre sus hombros, era la imagen palpable de la serenidad. Hacía rato que se había puesto en marcha la calefacción, y la temperatura le permitía andar por la casa vestida tan solo con el breve pantalón y la camiseta de tirantes con los que le gustaba dormir.
Había madrugado. Quería estudiar con detenimiento el catálogo de tejidos que habían recibido de una nueva firma. Si les gustaban los diseños, la incluirían entre los proveedores de la tienda que regentaba junto a su socia y amiga, Lourdes.
Abrió el catálogo sobre la mesa, al lado de su desayuno, y bailó en dirección al frigorífico. Balanceaba las caderas a la vez que sus pies, cubiertos por unos gruesos calcetines blancos, saltaban sobre las baldosas azules. Cogió el brick de leche y, con la misma danza de brincos, alcanzó de nuevo la mesa. Llenó hasta el borde el tazón, que ya contenía café negro, y regresó sobre sus pasos. Al llegar de nuevo al frigorífico se detuvo un instante. Rozó con los dedos las letras imantadas que formaban la palabra «Tsamoha». Apartó la s hacia un lado y después hizo lo mismo con la h. Suspiró, como si algo en aquel simple acto le provocara dolor, y acarició de nuevo las que permanecían en su lugar.
Dos horas después, asombrada por la cantidad de tiempo que había consumido, se disculpaba por teléfono.
—Lo siento, Lourdes. Me he entretenido con el catálogo. Pero es que tiene unos diseños preciosos. Te va a embrujar —aseguró mientras introducía la taza en el lavavajillas—. Esa empresa tiene verdaderos artistas. Por mi parte estaría encantada de trabajar con ellos.
—Luego lo miramos, cielo. Aunque, si a ti te gusta, seguro que yo pienso lo mismo —dijo Lourdes con voz calmada—. Y no te preocupes por la tardanza. No tenemos nada pendiente y de momento la tienda está vacía.
Continuó hablando a la vez que ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta el comercio en la calle Ercilla. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.
Al cabo de veinte minutos salió del portal, en Botica Vieja, frente a los jardines que separan la calle de la ría y del Palacio Euskalduna. Un golpe de viento le agitó el cabello y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de mohair.
No percibió la ira de unos ojos castaños que controlaban sus gestos.
El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona.
La actitud, casi siempre alerta de _____, esa mañana se distrajo.
Condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista para contemplar el movimiento de las copas de los árboles. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo del parque infantil.
Introdujo la correa de su bolso por la cabeza y se lo colgó en bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas, separándose de la protección que le daba el edificio. Y, confiada, sin reparar en que una mirada de hielo la acompañaba, se dirigió al puente levadizo que une el barrio de Deusto con el centro de Bilbao.
Joe, que había pasado por su primer despertar en la prisión de Basauri y por su primera salida a las siete de la mañana para acudir a un trabajo que aún no había comenzado, no estuvo preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.
Pero le había pillado desprevenido. Verla fue un estallido de furia, de rencor. Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un único propósito: acabar con ella.
Pero no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.
_____ llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.
Con el mismo cuidado la siguió por las calles de Bilbao. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los pillaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancia. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si ella los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.
Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.
No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.
Llegaron a la zona peatonal de la calle Ercilla. Allí fue más sencillo seguirla, al amparo de árboles y bancos, y mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Hasta que ella entró en uno.
Se encajó el gorro hasta los ojos, se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz y pasó ante la puerta y el escaparate.
Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.
Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que aquel espacio lleno de tejidos, pequeños muebles y adornos era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí para hacer cambios en su viejo piso.
Recordó el último en el que Manu y él vivieron.
Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.
Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además ya había visto suficiente, al menos de momento.
Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Cogió aire y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza.
Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento _____ podía poner sus ojos en él.
Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó.
Se detuvo y echó un vistazo al tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le vio entrar mientras recordaba la primera vez que se encontraron.
Fue en el piso de _____. Una tarde.
No han quedado, pero necesita verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla. Lleva un gran ramo de rosas rojas que interpone entre su rostro y la puerta para que sea lo primero que ella vea. Pero ni siquiera las mira. Está demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudea al preguntarle qué hace allí. Y él, como un tonto, deja caer las flores en la entrada, la besa, la coge por la cintura y la arrastra por el pasillo mientras le dice que está loco por ella.
El juego cesa en cuanto alcanzan la cocina.
El tipo está allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud es desafiante. Su mirada está cargada de odio. «¿Qué está pasando aquí?», se pregunta mientras suelta a _____ y se mantiene firme aceptando un desafío que no entiende.
Es ella quien rompe el embarazoso silencio. Lo hace a la vez que se baja la camiseta, que ha terminado enrollada a la altura del sujetador.
—Te presento a Carlos —dice con voz temblorosa—. Es un amigo.
No la cree. No puede hacerlo después de verla alarmada, confusa.
Después, la desconfianza y los celos no le dejan vivir durante días. Pero en algún momento olvida la preocupación. Ella es convincente cuando a él le asaltan las dudas. A su incansable respuesta, «es un amigo», le siguen caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas. ¡Cómo no va a creerla, si le jura que le ama con toda el alma, si se abandona a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no vuelve a aparecer... hasta el final!
Apartó los recuerdos cuando lo vio dentro de la tienda. Abrazaba a _____ mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado, como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno.
Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, comenzó a caminar hacia la plaza Moyúa. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera lo devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.
—Lo siento —susurró Joe mientras retorcía el gorro entre los dedos, enrojecidos por el frío—. Tenía que haber cuidado de ti...
El dolor era tan grande y tan profundo que lo abarcaba todo, lo oscurecía todo. No hizo ningún esfuerzo por contener las lágrimas. No eran las primeras que derramaba en aquel cementerio, ni siquiera ante aquella sepultura. Pero sí las primeras que vertía allí por él; una parte irreemplazable de su vida.
—Perdóname por no haber sabido cuidarte —repitió en voz baja—. Soy yo quien debería estar ahí dentro.
Acarició con la mirada los surcos tallados en la lápida hasta completar el nombre de Manu.
—Manu Jonas —leyó en un susurro—. Nadie debería morir a los dieciocho años.
Las últimas palabras se fundieron con un gemido desgarrado. Volvió a enroscar la lana entre los dedos y miró hacia los lados, hacia las tumbas y panteones adornados con flores. La tarde avanzaba y la luz se extinguía. Los escasos visitantes se alejaban con andar exhausto, como si también a ellos les costara arrastrar su alma solitaria. Se preguntó si alguno se sentiría tan responsable de la pérdida de su ser querido como se juzgaba él mismo.
Con los ojos cerrados se dejó envolver por el sonido del cimbrear de los cipreses. Altivos, imperturbables, de un verde negruzco, silenciosos solo durante los breves instantes en los que el viento no les arrancaba involuntarios quejidos.
Tomó una gran bocanada de ese aire de lamentos, y caminó hacia su derecha con paso decidido. Se detuvo ante un ramo de crisantemos rojos que cubrían parcialmente el nombre de Aura sobre una gruesa losa de granito gris. Pensó que era un nombre dulce sobre una materia impersonal y fría; lo único que quedaba cuando la fatalidad tomaba las riendas de una vida.
«Disculpa», musitó antes de coger dos flores con cuidado.
Regresó ante el lecho de Manu. Se arrodilló e introdujo los tallos en una de las anillas que estaba encajada junto a los nombres de los seres que allí descansaban. Ahora ellos velaban por el sueño del chico.
—No tengas en cuenta que son robadas, ¿de acuerdo? —Oprimió con fuerza los párpados y apoyó el rostro en la fría piedra, junto a los crisantemos—. ¡Perdóname! Perdóname tú, porque yo no puedo hacerlo. —Tras unos segundos alzó la cabeza y se pasó por la cara la manga de la cazadora—. Pero lo pagará. Lo juro. Juro que ella pagará por todo el daño que nos hizo.
¡Bienvenidas chicas!
Espero les guste el primer capítulo
Natuu!
Ahora, por fin, lo escuchaba a su espalda por última vez. Porque si de algo estaba seguro, era que únicamente muerto conseguirían meterle de nuevo en esa prisión.
Aunque... existía un único motivo por el que podría pasar allí el resto de su miserable vida.
Estaría dispuesto, una y mil veces, a volver a ese infierno si a cambio la viera, a ella, consumirse en el suyo.
Con las pocas pertenencias que llevaba en la mochila al hombro fue contando los pasos que le alejaban de las rejas y el viciado olor a deshumanización.
Uno, dos...
El olor aún llegaba con fuerza y penetraba por sus fosas nasales.
Tres, cuatro...
Se acercaba al portón por el que cruzaría el muro que componía la fachada, y la familiar peste seguía sin desaparecer.
Cinco, seis, siete, ocho...
Alcanzó el exterior. Sus ojos se clavaron en la última y solitaria garita, en medio del camino que terminaba en la carretera comarcal. Tal vez, pensó, la pestilencia desaparecería cuando el funcionario levantara la barrera y él la dejara también atrás. Pero no fue así. El olor continuaba allí. Estaba en su ropa, estaba en su piel. Ese olor repulsivo formaba ya parte de él.
Sin detenerse, alzó los ojos al cielo, cerrado y gris, y llenó sus pulmones de oxígeno. La sensación de libertad le alcanzó la sangre y recorrió sus venas hasta incrustársele en el corazón. Seguía estando junto al presidio, respiraba el mismo aire que le había mantenido vivo los últimos cuatro años, sin embargo, todo era distinto. No había guardianes, no había límites. Podía mirar a lo lejos sin que ninguna pared marcara el final. Podía caminar hasta la extenuación y pararse cuando se le antojara hacerlo.
Pero había algo en la ansiada y emocionante libertad que dolía. Dolía hasta el desgarro. Regresaba a un mundo que ya no era el suyo, a vivir una vida que no merecía. Coexistía con el sentimiento de que, aunque su condena fuera eterna, nunca acabaría de pagar el daño irreparable que hizo a quien tanto quería.
Una ráfaga de viento le azotó de frente. Observó el movimiento de los árboles que se hacinaban a las orillas del río Zadorra. No recordaba que la naturaleza fuera tan verde ni tan majestuosa. Miró a su alrededor. El mosaico de tierras aradas se extendía en algunas zonas hacia el infinito, en otras iba a morir al inicio de suaves y verdes colinas. No había, tras él, más vestigio humano que la fría edificación del presidio. Y, por primera vez en años, viéndose físicamente solo, se sintió dueño de sí mismo.
Volvió a golpearle el viento. La tarde en la que se le detuvo la vida también soplaba recio y helador. Aquel día el cielo amenazaba tormenta. Había salido de casa con el corazón tan encogido, que ni aun abriéndole el pecho hubiera podido nadie encontrarlo. Después llegó a aquel condenado polígono industrial convencido de que si esa tarde no moría de un infarto ya nunca lo haría.
Apretó con fuerza los párpados cuando las imágenes de aquellos momentos llegaron para torturarle una vez más el pensamiento.
—¡¿Dónde está la ambulancia, hijos de puta?! —grita a la vez que presiona sobre la herida que pierde sangre a borbotones—. ¡¿Van a dejar que muera como un perro?!
Desesperado, arrodillado en el suelo, gira el rostro hacia los lados. Los agentes armados le observan sin apiadarse. Vuelve a gritar. En realidad no deja de hacerlo ni un instante, igual que no deja de apretar sobre el maldito agujero. Mira a su alrededor en busca de ayuda. Se siente impotente, perdido. Y de pronto la ve...
A su espalda, junto a todos esos policías, ella contempla cómo él se hunde en el abismo. Solo la mira un instante, y el poco oxígeno con el que se mantiene vivo se evapora. El aire agita el largo cabello castaño que ha acariciado tantas veces. Es el único asomo de humanidad que ve en ella, que se mantiene rígida, imperturbable. Como un juez. Su juez.
Sacudió la cabeza espantando recuerdos. ¿Cuántas veces le había atormentado ese instante concreto en el que la vio? Muchas. Cientos de veces en las que estaba despierto, como ahora. Cientos de noches mientras dormía en el duro camastro de una pequeña celda, acompañado por un intenso olor a sudor y por la respiración y los ronquidos de dos extraños.
Comenzó a andar con calma hacia el pueblo de Nanclares. El viento helado penetró a través de la cremallera abierta de su cazadora y continuó hostigándole del mismo modo durante los dos kilómetros de caminata. No le importó. Estaba acostumbrado a la temperatura gélida de la prisión, a la humedad. Este frío de ahora le gustaba. Tenía sabor a libertad y, además, acabaría en cuanto él decidiera cubrirse.
Joe cogió aire al recibir el estrecho saludo de bienvenida de Rodrigo. Esa era la parte que le había resultado más dura de la privación de libertad: no tener a quién abrazar y nadie que le abrazara en los momentos de desánimo. Aquellos interminables y duros momentos de desánimo.
Había pasado medio día en el rellano de la escalera aguardando a que su amigo regresara del trabajo. La vecina, una mujer de mediana edad, con el cabello blanco sujeto por unos enormes rulos azules, había salido al oírle llamar con insistencia y le había revelado que el joven acostumbraba a regresar una vez caída la noche. Corrían los últimos días de noviembre y anochecía sobre las cinco y media de la tarde: una larga y tediosa espera para cualquier mortal. Pero él tomó asiento en un escalón, junto a la puerta, dispuesto a fumar con paciencia un cigarro tras otro. Estaba acostumbrado a pasar las horas como un camaleón al sol, inmóvil, mimetizado con el paisaje, ausente hasta de sus propios pensamientos.
Le había fascinado viajar, desde el penal de Nanclares hasta el pueblo de Basauri, respirando libertad y percibiendo el lento despertar de sus sentidos mientras sus ojos devoraban cielos abiertos, llanuras verdes, montañas, gentes que no habían pisado ni jamás pisarían una prisión. Lo peor había sido la sensación de ser observado que le había acompañado todo el tiempo. Ni se le había ocurrido pensar que alguien pudiera mirarle porque le pareciera un hombre guapo. En los últimos cuatro años y un mes, había dejado de ser consciente de la atracción que despertaba su cabello café, ahora extremadamente corto; sus cristalinos ojos castaños; su metro ochenta y cinco de estatura en una complexión delgada y musculosa. No. Para él, las miradas que había sentido eran de reprobación porque llevaba escrito, en algún lugar visible que no podía concretar, que era un convicto. Que aun viviendo en libertad sería un convicto eternamente. Opinaba que incluso el suave color dorado que llevaba en la piel era el sello en el que todos veían las muchas horas transcurridas en el patio, bajo el tibio sol de otoño.
—¿Cómo no me has advertido que te adelantaban la salida? —preguntó Rodrigo tras el cariñoso recibimiento—. Te habría ido a buscar.
—No era necesario que abandonaras tus obligaciones para eso. Me ha gustado coger autobuses después de tanto tiempo.
—Pero habrás desperdiciado el día dando vueltas. Debiste avisarme.
—No creas que ha sido un desperdicio. He salido en cuatro miserables ocasiones del talego y siempre acompañado por el cura, como en una excursión de niños de colegio —Presionó con su mano el hombro de Rodrigo, emocionado aún por el abrazo—. Te aseguro que, en esta salida de verdad, me ha venido bien enfrentarme a las dificultades en solitario. Además, tenía que usar el magnífico mapa que me hiciste —comentó sonriendo.
—Soy bueno, ¿eh? —bromeó al tiempo que abría y entraba en la casa—. Creo que estoy desperdiciando mi talento al trabajar con plantas en lugar de con lápices de colores.
Joe sintió un dolor agudo, como si las puntas de esos lapiceros le hubieran atravesado el corazón. Trató de recuperarse mientras recogía su mochila del suelo y, al erguirse, se encontró con la espalda inmóvil de su amigo. Le escuchó maldecir entre dientes y girarse hacia él.
—Lo siento. —La culpa le brillaba en sus ojos marrones—. No quise decir que tú...
—Sé muy bien lo que quisiste decir —respondió Joe—. No te disculpes por tonterías y pasa de una vez —le empujó con el hombro, riendo—. Estoy cansado de estar aquí fuera contando manchas en las paredes.
Rodrigo entró agitando la cabeza, recriminándose que a veces fuera tan bocazas. Joe caminó tras él, observándolo todo. La sencillez del piso destacaba desde el recibidor, pequeño y de paredes blancas, en el que había un aparador y un paragüero metálico.
Sin proponérselo, comparó la casa con la que él habitó en el centro de Bilbao y que la policía registró y puso patas arriba.
No sintió nostalgia. Cualquier rincón servía para dejar pasar la vida, pensó mientras Rodrigo le señalaba una puerta, a su izquierda, que daba a la cocina. Los dos espacios siguientes eran habitaciones; una ya estaba preparada para que él la ocupara. Frente a ellas quedaba el pequeño cuarto de baño con ducha. El largo pasillo finalizaba en un salón, de paredes también blancas, en el que dos sofás floreados estaban orientados frente a un pequeño televisor.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? —preguntó Rodrigo mientras arrojaba las llaves sobre la mesita de centro.
—Desde las doce del mediodía —respondió Joe, dejándose caer junto a su mochila en uno de los sofás.
—¡No jodas! —exclamó su amigo—. Creo que tendremos que adelantar la lección de abrir puertas. Hoy te habría venido bien haber sabido franquear esta.
—Todo a su tiempo —dijo Joe—. Además, solo existe una puerta que me interesa forzar.
—Abrir, no forzar —puntualizó Rodrigo—. Abrir sin que se note que lo has hecho. No lo olvides.
—Descuida. No lo olvido.
—¿Dónde has comido? —preguntó, parado ante él—. Los bares de esta zona son...
—No me he movido de la escalera —interrumpió—. No tenía hambre.
—¡Y un cuerno no tenías hambre! Anda, ven y hablamos mientras preparamos algo de cena. —Se detuvo y se acarició la bien recortada perilla—. Y otra cosa. —Chasqueó los labios a la vez que hacía un guiño—. Estos días duermes en el talego, pero prepárate para el viernes. Conozco un local en el que las mujeres...
—No te ofendas, Rodrigo, pero prefiero dejarlo para otra ocasión. —Buscó en su mochila el paquete de tabaco—. No me siento preparado para eso.
—Llevas años sin probar algo bueno. En realidad, ni bueno ni malo. Llevas años sin probar. —Alzó las cejas y balanceó la cabeza riendo—. No puedo creer que no te mueras por hacerlo.
Joe sacó un cigarro y lo giró entre los dedos mientras lo contemplaba como si fuera el primero que veía en su vida.
—Se puede decir que sí, que me muero por follar con una mujer, pero... —Se colocó el pitillo entre los labios y lo prendió—. Tal vez más adelante —propuso mientras expulsaba el humo de la primera calada.
Rodrigo se sentó en el borde de la mesita, frente a su amigo.
—El miedo a fastidiarla es normal en estos casos —dijo en tono paternal—. Eso no te ocurre solo a ti. —Joe bajó la mirada y jugueteó con el encendedor—. Por eso te estoy planteando ir de putas. Ahí ellas trabajan y tú pagas. No hay presión.
Joe rio. Le gustó eso de restar presión. La idea de estar con una mujer le seducía tanto como le aterraba. Antes de entrar en la cárcel pensaba que no se podía vivir sin sexo igual que no se podía vivir sin respirar o sin comer. Pero lo había hecho. Había estado solo durante cuatro años y había sobrevivido. Ahora el problema estaba en cómo y cuándo podría retomar algo para lo que no sabía si estaba preparado. ¿Qué recordaba, qué había olvidado? Existía un único modo de responderse y, si podía elegir, prefería hacerlo sin presión.
—Gracias. De verdad. Pero sé que no me apetecerá pasar mi primera noche en libertad en un lugar así. —Alzó sus desabrigados ojos castaños—. Lo que sí te pediría es que hoy me acompañaras hasta esa prisión. Imagino que será como todas, pero la novedad me pone nervioso.
—Eso está hecho —garantizó Rodrigo—. Te escoltaré hasta la misma puerta. En cuanto a las mujeres y todo lo demás, iremos a tu ritmo.
—Solo necesito situarme un poco —aseguró sin vacilar.
—Me parece perfecto. De momento vamos a situarnos en la cocina mientras preparamos la cena. —Se puso en pie. Joe le imitó—. Tengo que hablarte del trabajo y de mi jefe. Bueno, de nuestro jefe. Recuerdas que comienzas el próximo lunes, ¿no? —preguntó mientras se alejaba por el pasillo.
—Lo recuerdo. —Aplastó la colilla en el cenicero calculando el margen de días que eso dejaba a sus intenciones.
—Por cierto —oyó decir a su amigo—. ¿Has comprobado lo cerca que te queda la cárcel?
Sí, lo había hecho.
Nada más bajar del tren, había sacado del deshilachado bolsillo de sus vaqueros el burdo y simpático plano que le había hecho Rodrigo para que diera sin problemas con la calle Catalunya. En ese punto le había hecho dos anotaciones. Una para que avanzara hasta el número doce, que quedaba al fondo de la calle, después de pasar la Casa Torre de Ariz. La otra indicaba que antes de nada mirara al frente, en dirección al río, para que viera un costado de la prisión en la que pasaría cuatro noches de cada semana. Se había tensado al divisar el grueso muro y la cerca superior de alambre. Cuatro noches no eran mucho, se había dicho para animarse. No tendría que soportar rencillas ni broncas en las duchas, ni se vería obligado a comer el rancho saturado de grasa, ni a compartir la peligrosidad del patio, ni a hacer sus flexiones en una reducida celda. Solo se trataba de dormir. Dormir y salir de allí antes incluso de que asomara la luz del día.
En la radio sonaba la incombustible Footloose, de Kenny Loggins, y _____ la tarareaba mientras se movía por la cocina para preparar su desayuno.
Tras los cristales, las hojas doradas de los árboles del parque se agitaban con las rigurosas ráfagas de un viento frío. Pero ella, con el cabello aún desordenado sobre sus hombros, era la imagen palpable de la serenidad. Hacía rato que se había puesto en marcha la calefacción, y la temperatura le permitía andar por la casa vestida tan solo con el breve pantalón y la camiseta de tirantes con los que le gustaba dormir.
Había madrugado. Quería estudiar con detenimiento el catálogo de tejidos que habían recibido de una nueva firma. Si les gustaban los diseños, la incluirían entre los proveedores de la tienda que regentaba junto a su socia y amiga, Lourdes.
Abrió el catálogo sobre la mesa, al lado de su desayuno, y bailó en dirección al frigorífico. Balanceaba las caderas a la vez que sus pies, cubiertos por unos gruesos calcetines blancos, saltaban sobre las baldosas azules. Cogió el brick de leche y, con la misma danza de brincos, alcanzó de nuevo la mesa. Llenó hasta el borde el tazón, que ya contenía café negro, y regresó sobre sus pasos. Al llegar de nuevo al frigorífico se detuvo un instante. Rozó con los dedos las letras imantadas que formaban la palabra «Tsamoha». Apartó la s hacia un lado y después hizo lo mismo con la h. Suspiró, como si algo en aquel simple acto le provocara dolor, y acarició de nuevo las que permanecían en su lugar.
Dos horas después, asombrada por la cantidad de tiempo que había consumido, se disculpaba por teléfono.
—Lo siento, Lourdes. Me he entretenido con el catálogo. Pero es que tiene unos diseños preciosos. Te va a embrujar —aseguró mientras introducía la taza en el lavavajillas—. Esa empresa tiene verdaderos artistas. Por mi parte estaría encantada de trabajar con ellos.
—Luego lo miramos, cielo. Aunque, si a ti te gusta, seguro que yo pienso lo mismo —dijo Lourdes con voz calmada—. Y no te preocupes por la tardanza. No tenemos nada pendiente y de momento la tienda está vacía.
Continuó hablando a la vez que ponía un poco de orden en la cocina. Aún tenía que hacer la cama, ducharse, vestirse y llegar hasta el comercio en la calle Ercilla. Le gustaba ir caminando, ensancharse los pulmones con el aire fresco de la mañana y disfrutar del bullicio con el que comenzaba a llenarse la ciudad.
Al cabo de veinte minutos salió del portal, en Botica Vieja, frente a los jardines que separan la calle de la ría y del Palacio Euskalduna. Un golpe de viento le agitó el cabello y se detuvo sin llegar a pisar la acera. Sujetó el catálogo entre las rodillas y mordió con fuerza el asa del bolso. Con las dos manos libres, se agarró la melena, la enrolló como si tratara de escurrirla y se la metió bajo su abrigo gris, de mohair.
No percibió la ira de unos ojos castaños que controlaban sus gestos.
El peligro no siempre se huele. El sexto sentido no siempre funciona.
La actitud, casi siempre alerta de _____, esa mañana se distrajo.
Condujo su mirada en dirección al parque y los jardines, pero alzó la vista para contemplar el movimiento de las copas de los árboles. No prestó atención a la figura alargada y oscura que apoyaba la espalda en el tobogán rojo del parque infantil.
Introdujo la correa de su bolso por la cabeza y se lo colgó en bandolera. Se colocó con tranquilidad los guantes y recuperó el catálogo de entre sus piernas, separándose de la protección que le daba el edificio. Y, confiada, sin reparar en que una mirada de hielo la acompañaba, se dirigió al puente levadizo que une el barrio de Deusto con el centro de Bilbao.
Joe, que había pasado por su primer despertar en la prisión de Basauri y por su primera salida a las siete de la mañana para acudir a un trabajo que aún no había comenzado, no estuvo preparado para el impacto que sintió al verla. No había contado con que la encontraría con tanta rapidez. Ni siquiera había estado seguro de que ese fuera en realidad su domicilio. ¡Le había mentido en tantas cosas! Pero sí. Aquella había sido y seguía siendo su casa. La suerte, por una vez en la vida, estaba de su parte. Lo que había creído que sería una espera larga e inútil, había resultado ser breve y provechosa.
Pero le había pillado desprevenido. Verla fue un estallido de furia, de rencor. Un temblor incontrolado se apoderó de sus dedos. Sujetó el cigarrillo entre los labios y metió las manos en los bolsillos. Para no salir tras ella, se apretó contra la bajada del tobogán hasta que el borde redondeado se le clavó en la espalda. La había encontrado dichosa, como si las vidas que había destrozado no contaran. Y deseó acercarse, mirarla a los ojos y decirle que el momento de ajustar cuentas había llegado. Que riera mientras le quedara tiempo, porque después solo podría llorar. Que él llevaba años viviendo con un único propósito: acabar con ella.
Pero no se movió. Permaneció encogido y tenso bajo su cazadora de cuero y su gorro de lana. Observó de lejos su figura poco nítida y dejó que el resentimiento le fuera empapando hasta desbordarle. Se recreó con la dolorosa sensación. Sabía que cuanto más la odiara más certero estaría en su venganza.
_____ llegó a la escalera de caracol. Él arrojó el cigarro al suelo y corrió. Atravesó la carretera sorteando coches y se arrimó a los edificios de Botica Vieja. Avanzó con la rapidez de un felino mientras ella ascendía. Cuando comenzó a cruzar sobre el puente él ya estaba debajo, fuera de su área de visión.
Con el mismo cuidado la siguió por las calles de Bilbao. Los semáforos fueron una zona de riesgo. Si ella los pillaba en rojo, él se detenía. No podía acortar distancia. Alzaba el cuello de su cazadora y trataba de pasar desapercibido. Si ella los encontraba en verde, a él se le cerraban y los atravesaba esquivando el tráfico para no perderla.
Además estaba lo de su visión. La persecución le había demostrado que era cierto lo que había escuchado durante años: la prisión anula la capacidad de ver de lejos con nitidez.
No se le daba bien el acecho. Más que cazador, él había sido presa arrinconada. Pero ahora se invertía esa malentendida cadena de supervivencia. Ahora él no tenía nada que perder. Ahora él pasaba a ser la alimaña sin corazón.
Llegaron a la zona peatonal de la calle Ercilla. Allí fue más sencillo seguirla, al amparo de árboles y bancos, y mezclado entre el gentío que entraba y salía de los comercios. Hasta que ella entró en uno.
Se encajó el gorro hasta los ojos, se aseguró que el cuello le cubriera hasta la nariz y pasó ante la puerta y el escaparate.
Una mirada disimulada y rápida y retuvo todos los detalles.
Ella hablaba con la dependienta mientras parecía examinar una pieza de tela que estaba sobre el mostrador. Era evidente que aquel espacio lleno de tejidos, pequeños muebles y adornos era una cuidada tienda de decoración, y que ella estaba allí para hacer cambios en su viejo piso.
Recordó el último en el que Manu y él vivieron.
Era injusto, pensó. Que ella lo tuviera todo mientras a él no le quedaba nada, era injusto, pero no era algo nuevo. Tenía siete años cuando descubrió que la vida ni es justa ni es fácil.
Resopló para expulsar un poco del veneno que le estaba nublando la razón. Tenía que apartarse de ella para no hacer una tontería que lo estropeara todo. Además ya había visto suficiente, al menos de momento.
Se preparó para pasar de nuevo ante el escaparate. Esta vez no miraría. Simplemente se alejaría de allí. Cogió aire y se frotó las manos, una contra otra. No entendía por qué no dejaban de temblar. Las metió en los bolsillos de su cazadora, alzó los hombros y bajó la cabeza.
Caminó despacio, camuflado entre sus ropas, consciente de que en algún momento _____ podía poner sus ojos en él.
Un fuerte golpe en el hombro le desestabilizó.
Se detuvo y echó un vistazo al tipo que había pretendido atravesarle. Su rostro se quedó lívido. Sus manos se crisparon en el interior de los bolsillos y el temblor cesó. Inmóvil ante la puerta, le vio entrar mientras recordaba la primera vez que se encontraron.
Fue en el piso de _____. Una tarde.
No han quedado, pero necesita verla, escuchar su voz, su risa; acariciarla. Lleva un gran ramo de rosas rojas que interpone entre su rostro y la puerta para que sea lo primero que ella vea. Pero ni siquiera las mira. Está demasiado nerviosa. En lugar de echarse a sus brazos, tartamudea al preguntarle qué hace allí. Y él, como un tonto, deja caer las flores en la entrada, la besa, la coge por la cintura y la arrastra por el pasillo mientras le dice que está loco por ella.
El juego cesa en cuanto alcanzan la cocina.
El tipo está allí, de pie, junto a la ventana, con una copa en la mano. Su actitud es desafiante. Su mirada está cargada de odio. «¿Qué está pasando aquí?», se pregunta mientras suelta a _____ y se mantiene firme aceptando un desafío que no entiende.
Es ella quien rompe el embarazoso silencio. Lo hace a la vez que se baja la camiseta, que ha terminado enrollada a la altura del sujetador.
—Te presento a Carlos —dice con voz temblorosa—. Es un amigo.
No la cree. No puede hacerlo después de verla alarmada, confusa.
Después, la desconfianza y los celos no le dejan vivir durante días. Pero en algún momento olvida la preocupación. Ella es convincente cuando a él le asaltan las dudas. A su incansable respuesta, «es un amigo», le siguen caricias, besos, palabras de amor, noches apasionadas. ¡Cómo no va a creerla, si le jura que le ama con toda el alma, si se abandona a él con un ardor imposible de fingir, si el tipo no vuelve a aparecer... hasta el final!
Apartó los recuerdos cuando lo vio dentro de la tienda. Abrazaba a _____ mientras ella reía. Echaba la cabeza hacia atrás y reía como había hecho cientos de veces a su lado, como había hecho mientras le engañaba y abría para él las puertas del infierno.
Apretó los dientes hasta que el chirrido le perforó el cerebro. Asqueado y furioso, comenzó a caminar hacia la plaza Moyúa. No podía estar allí más tiempo sin que la cólera lo devorara. No podía soportar ser testigo de que nada había cambiado para ella durante los cuatro años que él había subsistido entre tinieblas.
—Lo siento —susurró Joe mientras retorcía el gorro entre los dedos, enrojecidos por el frío—. Tenía que haber cuidado de ti...
El dolor era tan grande y tan profundo que lo abarcaba todo, lo oscurecía todo. No hizo ningún esfuerzo por contener las lágrimas. No eran las primeras que derramaba en aquel cementerio, ni siquiera ante aquella sepultura. Pero sí las primeras que vertía allí por él; una parte irreemplazable de su vida.
—Perdóname por no haber sabido cuidarte —repitió en voz baja—. Soy yo quien debería estar ahí dentro.
Acarició con la mirada los surcos tallados en la lápida hasta completar el nombre de Manu.
—Manu Jonas —leyó en un susurro—. Nadie debería morir a los dieciocho años.
Las últimas palabras se fundieron con un gemido desgarrado. Volvió a enroscar la lana entre los dedos y miró hacia los lados, hacia las tumbas y panteones adornados con flores. La tarde avanzaba y la luz se extinguía. Los escasos visitantes se alejaban con andar exhausto, como si también a ellos les costara arrastrar su alma solitaria. Se preguntó si alguno se sentiría tan responsable de la pérdida de su ser querido como se juzgaba él mismo.
Con los ojos cerrados se dejó envolver por el sonido del cimbrear de los cipreses. Altivos, imperturbables, de un verde negruzco, silenciosos solo durante los breves instantes en los que el viento no les arrancaba involuntarios quejidos.
Tomó una gran bocanada de ese aire de lamentos, y caminó hacia su derecha con paso decidido. Se detuvo ante un ramo de crisantemos rojos que cubrían parcialmente el nombre de Aura sobre una gruesa losa de granito gris. Pensó que era un nombre dulce sobre una materia impersonal y fría; lo único que quedaba cuando la fatalidad tomaba las riendas de una vida.
«Disculpa», musitó antes de coger dos flores con cuidado.
Regresó ante el lecho de Manu. Se arrodilló e introdujo los tallos en una de las anillas que estaba encajada junto a los nombres de los seres que allí descansaban. Ahora ellos velaban por el sueño del chico.
—No tengas en cuenta que son robadas, ¿de acuerdo? —Oprimió con fuerza los párpados y apoyó el rostro en la fría piedra, junto a los crisantemos—. ¡Perdóname! Perdóname tú, porque yo no puedo hacerlo. —Tras unos segundos alzó la cabeza y se pasó por la cara la manga de la cazadora—. Pero lo pagará. Lo juro. Juro que ella pagará por todo el daño que nos hizo.
¡Bienvenidas chicas!
Espero les guste el primer capítulo
Natuu!
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
nueva lectora..la verdad si ve muuuy interesante, aunque no he entendido muy bn...que jizo la rayis tan malo...lo estaba engañando..jummm ya quiero saber..siguela!!!!!!
Julieta♥
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
nueva lectora...
esta super interesante tu nove..siguela
esta super interesante tu nove..siguela
jonatic&diectioner
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
qe si me gusto claro qe si tienes qe subir otro cap porfavor
esta super interesante siguela plis
esta super interesante siguela plis
Nani Jonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
2
Aún no había amanecido del todo cuando Joe abandonó la prisión. Era viernes. Después de haber pasado dos noches en aquel lugar, tenía ante sí cuatro largos días en los que su modo de vida no diferiría del de Rodrigo o del de cualquier otro hombre libre. La excitación debería hacerle sentir ebrio, pero no era así. Su primera toma de contacto con la verdadera libertad no le provocaba ninguna sensación especial, ya que su pensamiento seguía centrado en esa mujer maldita.
Alcanzó la carretera que discurre frente a la puerta del penal y caminó con lentitud hacia el centro urbano. Pasaba por el puente que cruza el río Nervión cuando le envolvió una ventolera helada. Se detuvo para inspirar con fuerza. Esperaba que la sensación gélida deslizándose por la tráquea y llenándole los pulmones le despertaría, le haría tomar conciencia de ese primer día de libertad completa. Pero nada cambió. Contempló el rápido descenso de las aguas mientras únicamente la veía a ella y sus ingratos ojos grises.
Tardó en reanudar el camino. Cuando lo hizo le temblaba todo el cuerpo en el interior de sus ropas heladas. Aun así continuó despacio, sin ninguna prisa por llegar a su destino. Dejó a su derecha un pequeño parque, encajado entre edificios por tres de sus cuatro costados, y siguió hasta la calle Catalunya. Ni aun resoplando consiguió acabar con sus temblores. Aún le tiritaban los labios cuando entró en el portal.
Mientras subía las escaleras pausadamente, sus pensamientos le llevaron a Rodrigo. Se preguntaba si habría salido ya de casa. Su trabajo al aire libre precisaba de luz. Le había contado que, por eso, durante todo el año amoldaban las jornadas al horario solar. Sobre todo durante los meses en los que las noches eran más largas que los días.
Lo encontró en la cocina. Ya había desayunado y se ponía su gruesa parka gris.
—Pensé que hoy no te dejarían salir —bromeó por su tardanza—. Me alegra haberme equivocado, porque quería asegurarme de que estabas bien. Anoche no volviste por aquí antes de ir a dormir a la cárcel.
Joe dejó la mochila en la mesa y, sobre ella, el gorro de lana.
—Fui a Derio. —Se frotó las mejillas, que comenzaban a reaccionar con el calor de la casa—. Quería visitar la tumba de Manu. Necesitaba estar con él un rato.
—No estuviste en su entierro —comentó Rodrigo en voz baja.
—No. No estuve en su entierro —repitió entre dientes—. ¡Esos malditos cabrones sin alma!
Sacó el paquete de tabaco y el mechero de un bolsillo de su cazadora, después se la quitó y la dejó caer sobre el respaldo de una silla.
—¿Cómo te fue? —preguntó Rodrigo dejando a un lado el doloroso asunto de Manu.
—Bien. —Prendió un cigarro antes de meter el encendedor en la cajetilla y arrojarla a la mesa—. Sigue viviendo en Deusto, en el piso de siempre.
—Eso es bueno. Imagino que te aseguraste de que no te viera.
—Claro. Aunque no fue fácil —confesó con una sonrisa—. Estuve a punto de tragarme más de un coche.
—¡No te puedo dejar solo! —bromeó—. Pero ya está hecho, ¿no?
—Pues no. —Se acercó al frigorífico y sacó un brick de leche—. La seguí, pero no fue a trabajar. Sigo sin saber a qué horas está fuera de casa.
—No hay prisa para eso. Tómatelo con tranquilidad.
—Tengo que resolverlo mañana como muy tarde. A partir de la semana que viene no tendré tiempo para hacerlo.
—Tienes razón. —Hundió las manos en los bolsillos de su prenda y alzó los hombros—. Por cierto. Esta es tu primera gran noche. Saldremos, ¿verdad?
—Espero a Bego. —Dejó el brick sobre la encimera de granito—. Ayer la llamé por teléfono.
—¡Tu ángel de la guarda! Me preguntaba cuándo aparecería.
—Sí. Mi ángel de la guarda, yo diría que desde que la conocí en el instituto. —Su rostro se dulcificó al recordarla—. La amiga más fiel, la que no desapareció cuando me hundí. La que no se cansó de viajar para visitarme en esa cloaca.
—Deberías enrollarte con esa chica.
—¡No digas tonterías! —exclamó riendo—. Las cosas están bien así. No se puede mezclar amistad y sexo. Si lo haces, tanto si va bien como si va mal, pierdes una amiga.
—Tal vez tengas razón. Pero te lo diré cuando la conozca, a no ser que hayas quedado para salir y me quede sin verla.
—Viene a casa. Trae mis cosas. —Miró a su alrededor hasta localizar el cenicero—. Ella y unos pocos amigos las recogieron cuando la policía les dejó entrar en mi piso. Bego las ha guardado todos estos años.
—Entonces esta noche haremos un poco de ejercicio subiendo cajas —dijo mientras se dirigía a la puerta—. Y me largo, que se me hace tarde. —Aún se asomó un segundo para decir—: Disfruta del desayuno. Y del día.
Joe sonrió, pero su semblante cambió al quedarse solo. Sujetó el cigarrillo entre los labios, apoyó las manos en el granito y tensó los brazos dejando caer la cabeza hacia delante.
No había imaginado que ver a _____ le iba a desestabilizar de esa manera. Llevaba años aborreciendo su recuerdo y volviendo su frustración contra sí mismo. Ahora la había visto. Ahora podía volcar su rabia contra ella. Y eso había hecho que todo tomara una mayor dimensión; también el sufrimiento.
Aplastó la colilla en el cenicero y, sin moverse, volvió a empujar las horas como había hecho sin descanso durante sus años de encierro. A veces tenía la sensación de que tratar de acelerar el tiempo lo ralentizaba hasta la desesperación. Pero ya en semilibertad seguía necesitando que avanzara con rapidez, y no solo para conseguir la esperada libertad condicional. Quería que el momento de tomarse la revancha llegara y pasara como una exhalación. Tenía la esperanza de que tras ella encontraría, al fin, un poco de paz.
Después de tres días de viento intenso, ese viernes amaneció con una fina lluvia que amenazaba con prolongarse toda la jornada. _____ salió del portal y se detuvo para ponerse los guantes. Le gustaban los días desapacibles. Eran la disculpa perfecta para estar más tiempo en casa. Recibió el aire frío con satisfacción y dejó que la inundara la serenidad.
Mientras tanto, a dos manzanas de distancia, un coche se ponía en marcha, abandonaba la acera en la que llevaba rato estacionado y avanzaba hacia ella.
_____ alzó el cuello de su gabardina verde y abrió el paraguas estampado con pequeñas mariposas de colores. Comenzó a caminar sin prisa hacia la escalera de caracol que conduce al puente de Deusto.
El automóvil frenó a su espalda y chirrió hasta colocarse a su lado. Ella se detuvo sobresaltada.
—Sube. —Carlos bajó hasta la mitad el cristal de la ventanilla. Sonrió mientras la analizaba con admiración—. Te acerco a la tienda.
—¡Me has asustado! —exclamó _____ a la vez que reía—. ¿Qué haces por aquí?
—¿Qué haces tú para estar tan bonita desde la mañana? —preguntó él a su vez. Imaginó su cuerpo, delgado y esbelto, debajo de la prenda que le cubría hasta el inicio de unas botas marrones de cuero.
Ella rio a carcajadas. Inclinó el paraguas y lo zarandeó para que las gotas se precipitaran contra el radiante rostro de Carlos.
—¿Y tú cómo haces para estar tan tonto desde tan temprano?
—Anda, entra —pidió de nuevo—. Entra y te cuento. Estoy ocupando el carril contrario y me van a multar. —Se pasó la mano por su eterna barba de dos días y suspiró con resignación—. Ya ves lo que soy capaz de hacer por ti.
Los coches le venían a Carlos de frente y, entre pitidos, le sorteaban para invadir de modo obligado la calzada izquierda.
—Estás loco —dijo mientras saltaba a la carretera y cerraba el paraguas. Entró al vehículo y lo dejó junto a sus pies.
—Pasaba por aquí y te vi salir del portal. —Ella se revolvió el cabello con los dedos para sacudir el agua, y él la miró embobado—. Casualidades de la vida —opinó sin dejar de contemplarla.
—Pues, si no pones el coche en movimiento, otra casualidad de la vida se estrellará contra nosotros —dijo _____ ajustándose el cinturón de seguridad.
Carlos se puso en marcha. En cuanto se incorporó a su carril oteó los jardines que quedaban a su derecha. La fuente, los árboles, los bancos, el tobogán rojo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella después de comprobar la dirección de su mirada—. ¿Buscas a alguien? ¿Por eso estás aquí?
—No. —Rio, y fijó su atención en el tráfico—. Ya te he dicho que ha sido una coincidencia. Esto de ojear hacia los lados es deformación profesional.
Pero mientras se alejaban lanzó otro vistazo por el espejo retrovisor.
—Créeme que te entiendo —dijo _____—. Yo también conservo algunas costumbres de los pocos años que pasé en el cuerpo.
Frente a la universidad, doblaron a la izquierda para dirigirse hacia la rotonda de Deusto y adentrarse, en silencio, por el puente levadizo que cruza la ría. La lluvia seguía cayendo fina y tupida, dando a la ciudad un fascinante aspecto de espejo. En el revestimiento de titanio del Guggenheim se reflejaba el color tempestuoso del cielo mientras, en el interior del coche, el sonido rítmico del limpiaparabrisas acrecentaba la sensación de intimidad. _____ suspiró ante el inclemente y maravilloso día que le llenaba el alma de nostalgia.
El semáforo a la altura del Museo de Bellas Artes cambió a rojo. Carlos detuvo el automóvil, se pasó los dedos por su corto cabello negro y la miró.
—Tengo entradas para el teatro. —Sonrió como quien sabe que peca y lo hace con placer—. Son para esta noche.
—Lo siento —suspiró ella, alzando los hombros—. No podré acompañarte. Lourdes y yo tenemos una cita de trabajo.
—¿Por la noche? —Arrugó el ceño, más contrariado que sorprendido.
—El cliente lo ha pedido así. Mañana temprano sale de viaje y no quiere hacerlo sin habernos contratado en firme. —Su gesto de pena se volvió gozoso—. ¡Tanta insistencia es un halago para nosotras!
El disco pasó a verde. Un peatón cruzó a la carrera, con las manos sobre la cabeza para proteger inútilmente su cabello empapado. Carlos no protestó, no tenía prisa por llegar, y esperó a que la calle estuviera despejada para avanzar de nuevo.
—Lo entiendo —respondió sin convicción—. Pero, ¿no puede atenderle Lourdes?
—Esto es importante. Se trata de uno de esos hombres que encienden puros con billetes de quinientos euros.
—¿Te estás volviendo materialista? —dijo aguantando la sonrisa. Desde que ella cambió de trabajo había ironizado mucho con eso.
—¡No vuelvas a las andadas! —ordenó fingiendo enfado—. Sabes muy bien que no es cierto. Es fácil entender que, si quien nos contrata no escatima en gastos, podremos crear lo que queramos, sin obstáculos. Nunca hemos trabajado así —confesó casi con euforia—. ¡Si la vieras! Es una casita en la playa Cuberris, en Ajo. Tiene un jardín precioso que termina junto a la arena.
—Entonces no es nueva —afirmó con la atención puesta en el coche que tenía enfrente, que aceleraba y frenaba aparentemente sin ningún sentido.
—Al parecer es una herencia —explicó _____—. No puede derribarla porque no le dejarían volver a construir tan cerca de la playa. Por eso la está modificando por dentro tirando tabiques y cambiando la distribución.
Carlos suspiró mientras su automóvil abandonaba Máximo Aguirre para girar a la izquierda y adentrarse en la Gran Vía.
—Aún estoy a tiempo de cambiar las entradas por otras para la semana que viene. —La miró suplicando una respuesta afirmativa.
—Sería estupendo —respondió _____—. Elige el día, porque cualquiera me irá bien.
Sonrió satisfecho. Entró en la plaza Federico Moyúa y se pegó a su lado derecho. Pensó que en unos segundos ella se iría y no la vería hasta el día siguiente.
—Decoradora... —musitó sin apartar la vista del abundante tráfico—. ¡Quién me iba a decir que acabarías siendo decoradora!
—¿No creías que pudiera hacerlo?
—Nunca me cupo duda de que lo harías. —Detuvo el coche al inicio de la calle Ercilla—. Me dolió que te fueras a pesar de las normas que quebranté para evitarlo, pero después lo comprendí —dijo mirándola con embeleso—. Eres la mujer más atractiva y especial que conozco. Estabas destinada a hacer cosas hermosas.
—Gracias, señor comisario —bromeó a la vez que abría la puerta y descendía—. Pero eres tú el que me mira desde esos maravillosos ojos color miel —arrugó la nariz antes de cerrar la puerta—. Con ese cristal ámbar debes de verlo todo precioso.
Se cubrió con el paraguas y Carlos bajó la ventanilla.
—Piensa en mí —pidió con una sonrisa—. Yo nunca dejo de pensar en ti —añadió antes de alejarse y terminar con los bocinazos que le instaban a que se moviera.
_____ suspiró. Se subió el cuello de su gabardina y avanzó por la calle peatonal mientras la lluvia comenzaba a salpicarle las botas. A su espalda, el vehículo de Carlos rodeó la plaza y se internó de nuevo por la Gran Vía... en dirección a Deusto.
Rodrigo, inmóvil en medio del pasillo, los miraba en silencio. Podía tocar la emoción, podía olerla mientras Joe estrechaba contra sí a Bego y la elevaba en el aire unos centímetros. Además, sabía exactamente lo que sentía su amigo. Solo tenía que recordar cuando él mismo salió de la cárcel tras seis meses de encierro y pudo abrazar a los suyos, y multiplicarlo después por ocho. Sus ojos se dirigían una y otra vez a Bego: a su cabello azabache, largo, liso y brillante como el de una hechicera india bajo el resplandor de una luna llena. A su boca grande, de labios gruesos que temblaban sobre el cuello desnudo de Joe. A sus largas pestañas, tan hermosas como las alas de una insólita mariposa negra, y sus cejas oscuras que dibujaban un arco delgado y perfecto. Le pareció la mujer más bella y exótica de todas cuantas había visto, de todas cuantas seguramente vería durante el resto de su vida.
—Es un nuevo comienzo —dijo ella al fin, descubriéndole el tono dulce de su voz y esbozando la que a él le pareció una maravillosa sonrisa.
Y esas mismas palabras repitió Joe, un rato después, cuando se paró ante ella llevando una caja con el nombre de Manu escrito con rotulador. Cargaba el bulto en los brazos; sin embargo, ella supo que el dolor y la sombra en sus ojos castaños nacían del peso que soportaba su alma al pensar que tenía sus cosas, pero que a él no volvería a verlo nunca.
Una a una subieron las pertenencias que durante años habían dormitado en cajas de cartón esperando su regreso. Un regreso que celebró con una reunión íntima y perfecta, con sus dos mejores amigos, disfrutando de la conversación y de risas que le llevaron a rozar instantes de verdadera felicidad: un sentimiento que llegó a creer que no volvería a experimentar por haberlo perdido entre los muros de Nanclares.
—Es lo bueno de seguir viviendo con mis padres —confesó Bego un poco sonrojada—. Puedo emplear mi sueldo en cosas superfluas y caprichosas, porque ellos siguen ocupándose de las importantes.
Su tímida risa se fundió con la abierta de Joe, que aseguró que hablaría con esos cándidos padres para que no siguieran malcriándola y la dejaran crecer. Rodrigo, sumido en sus pensamientos, simplemente sonrió. Habían llegado a esa conversación por su imprudencia al indagar en la vida de Bego. Por saber de ella más cosas de las que su amigo le había contado. Descubrir que vivía en el centro de Bilbao, que hablaba cinco idiomas, que trabajaba en una empresa de traducción y que utilizaba una buena parte de su salario en viajar por el mundo, la convirtió a sus ojos en una mujer inaccesible para él, que tenía un trabajo carente por completo de glamour, aunque estuviera muy bien pagado. Entendió que era una mujer con la que nunca habría coincidido de no ser por el revés que torció la vida de Joe.
Bego permaneció en silencio cuando los dos hombres recordaron anécdotas del tiempo que habían compartido en prisión. Pensativa, fue observándoles cómo ironizaban sobre hechos que, estaba segura, en su momento debieron de resultarles traumáticos. Comprendió que restarles importancia era la forma que habían elegido para superarlos. Examinando sus risas, sus bromas y las fugaces sombras en los ojos de Joe, fue intuyendo que el tormento vivido en prisión fue mayor del que él le había dejado entrever durante sus visitas.
Con el mismo interés que Rodrigo había mostrado haciéndole preguntas sobre su vida, retomó ella hacia él el interrogatorio con el propósito de saber cómo conoció a Joe, por qué le mostraba tanto agradecimiento, cuáles eran los pesares que había soportado el hombre que llevaba en el corazón.
—Entonces yo llevaba casi tres años de encierro —explicó Joe para completar la historia—. Había aprendido a pasar desapercibido y ya nadie se metía conmigo. Me acerqué a él en el patio, le expliqué la situación y le invité a compartir la estrechez de mi celda. —Miró a Rodrigo y sonrió—. Todos dieron por hecho que yo me había adueñado del corderito y lo dejaron en paz.
Bego se había encogido en el sofá, en el recodo que formaban el respaldo y el fuerte brazo de Joe, mientras les oía contar cosas que siempre creyó que eran leyendas urbanas, historias para las novelas y el cine. Él le explicó que no era tan difícil de entender cuando se veía desde dentro. Allí, el que no podía demostrar que había convivido con una mujer no tenía derecho a contacto físico con ella. Era un mundo sin mujeres en el que cada cual lo sufría a su manera. Y, el que había sido violento fuera, dentro encontraba motivos más poderosos para seguir siéndolo.
—Ahora cuéntale tú por qué acabaste en el talego —exigió con sorna a Rodrigo—. Anda, cuéntaselo.
Lo había relatado muchas veces, pero por alguna razón le avergonzaba comentárselo a Bego. Decir que le habían procesado por despilfarrar un dinero que legalmente no le pertenecía, no le parecía lo mismo que detallar, a una hermosa mujer como era ella, en qué lo había gastado. Por eso decidió aclararlo todo desde el principio.
Le habían condenado por insolvencia punible. Según él, por demasiado confiado. Había avalado a un amigo para que montara un bar de copas. Dijo que debió imaginar que un vago como aquel acabaría liándosela, pero que cuando le pidió ayuda no lo pensó. Un amigo es siempre un amigo, aseguró con aire solemne, y a los amigos se les tiende la mano cuando lo necesitan. Pero el amigo en cuestión malgastó el dinero, se declaró insolvente y desapareció para no tener que dar explicaciones, así que él tuvo que hacer frente al compromiso que había adquirido con el banco.
La gota que le desbordó llegó cuando más cansado se sentía de pagar la deuda de otro. La entidad le embargó su única propiedad: su lujoso coche. Ahí se reveló. Decidió que si alguien debía quedarse con el valor del vehículo que tantos sudores le había costado amortizar, era él. Aun siendo consciente de que ya no era suyo, lo vendió con rapidez, y antes de que le confiscaran los casi treinta mil euros los hizo desaparecer. Se los gastó en una serie interminable de juergas con amigos y en prostitutas de alto standing con las que ninguno se había atrevido ni a soñar. Se sintió satisfecho y orgulloso al entrar en la cárcel para año y medio por aquello, y aún lo estaba al recuperar la libertad al cabo de seis meses.
—Que me condenaran me hizo perder amigos —reveló para terminar—. No demasiados, pero los perdí. Y eso que los muy cabrones me habían ayudado a gastar una gran parte del dinero que me llevó a prisión.
Joe sonrió sin hacer comentarios. También él perdió amigos, pero no le preocupaba. En realidad nada había cambiado: los que quedaban eran los que había tenido siempre, solo que tuvo que tocar fondo para descubrirlo.
—Lo peor es que mientras estás encerrado idealizas todo lo que has dejado fuera —dijo mientras observaba disiparse el humo de su última bocanada—. Tu obsesión se centra en salir, y cuando lo consigues descubres que el mundo no se detuvo cuando tú lo hiciste; ya no encajas.
Bego se pegó más a él, sobrecogida por el dolor que encerraba esa sencilla confesión. Deseó abrazarle y decirle que no se preocupara, que lo conseguiría, que ella estaría a su lado para ayudarle a hacerlo. Sin embargo, calló, del mismo modo que llevaba callando, durante casi toda su vida, que le amaba. Y callaba aun a pesar de presentir que él lo sabía. Lo dedujo por detalles simples, como el cariño y el tacto con que la trataba, diferenciándola del resto, haciéndola especial. Aunque no todo lo especial que ella hubiera deseado.
No parecía preocuparles, a Joe y a Bego, que la noche avanzara. Cuando Rodrigo salió para acudir a una supuesta cita, ellos siguieron sentados en el mismo lugar conversando como si el tiempo no fuera a acabárseles nunca.
Joe le fue detallando las normas que debía seguir si no quería que le devolvieran al segundo grado y, con él, a la vida en prisión: el trabajo fijo y el domicilio permanente que le había facilitado Rodrigo eran solo las primeras de una larga lista. Pero, al final, todas esas reglas quedaban reducidas a una sola: que no se metiera en líos.
—No lo harás —aseguró Bego cuando terminó de escucharle—. No eres un hombre problemático; nunca lo fuiste.
—Quieres decir, si apartamos la estupidez sin nombre que cometí, ¿no? —preguntó con ironía.
Bego apoyó con languidez su costado derecho sobre el sofá y fijó su atención en su perfil, en el ansia con que inspiraba de su cigarrillo, en el modo indolente con el que sus carnosos labios expulsaban el humo.
—Disculpas el error en el que cayó tu amigo, pero no eres capaz de perdonarte el tuyo —musitó sin moverse.
—No es igual. Rodrigo no mató a nadie.
—¡Tú tampoco! —exclamó sorprendida.
Joe volvió el rostro hacia ella. En sus ojos castaños se transparentaban el dolor y la culpa.
—Manu está muerto —dijo con contundencia—. Y lo está porque no hice bien las cosas. Hay muchas formas de apretar un gatillo.
Bego no esperaba esa revelación. Sabía que el sufrimiento que arrastraba por esa pérdida era inmenso, pero nunca imaginó que se sintiera tan directamente responsable. Debió haberlo presentido, pensó, cuando ni una sola vez durante sus visitas llegó a pronunciar el nombre de Manu.
—Eres cruel contigo mismo.
—Soy justo. —Apoyó la nuca en el respaldo y fijó la mirada vacía en el techo—. Yo le llevé allí; yo le maté.
Ella suspiró para no insistir, apenada por no saber cómo ayudarlo. Deseó abrazarle para darle consuelo, pero lo que sentía por él le impidió hacerlo con naturalidad. Se acercó, despacio, y se atrevió a posar la cabeza en su hombro.
El gesto conmovió a Joe, que inhaló el pitillo como si le faltara el aliento. Necesitaba contacto y no era capaz de pedirlo, menos aún de tomarlo. Pero, de alguna extraña manera, ella lo sabía, igual que sabía muchas otras cosas con solo mirarle. Nadie le conocía tan bien, nadie se preocupaba por él como lo hacía ella, nadie le quería como ella.
Por eso no le sorprendió que, de pronto, cambiara de conversación para darle un respiro. En cuanto la escuchó decir que necesitaba un teléfono, respondió que ya se le había adelantado, que esa misma mañana había comprado un móvil sencillo, el más económico que tenían en la primera tienda en la que había preguntado.
Bego disfrutó explicándole todas las funciones del aparato a la vez que se recreaba en lo que estaba sintiendo. Un cosquilleo se apiñaba en su pecho cuando le mostraba algo en la pequeña pantalla y Joe acercaba su rostro al suyo. En el instante en el que se rozaban sus dedos sobre las teclas, algo, cercano a una corriente eléctrica, le recorría la piel activando a su paso sus puntos más sensibles. Era la dicha que le emborrachaba los sentidos cada vez que le escuchaba respirar, reír, bromear. Y retrasó cuanto pudo el momento de separarse grabando en la agenda todos los números de aquellos amigos comunes que en su embriaguez de sentimiento fue capaz de recordar.
Al oírle hablar del trabajo que comenzaría el lunes siguiente, Bego no opinó demasiado. No le gustaba. No era para él y además le parecía peligroso. Pero no quería mentir y tampoco provocarle preocupaciones. Él aseguró que un empleo al aire libre era algo fantástico, y ella no le contradijo. Le observó encender un nuevo cigarro mientras lo recordaba absorto, trazando las líneas de maravillosos y sorprendentes dibujos en sus cuadernos.
Cuando él se dejó caer sobre el respaldo del sofá, ella se acercó y apoyó la cabeza en su hombro, como había hecho hacía un rato. Le gustaba oler su piel y sentir el leve mecer de su respiración. Ni siquiera el humo, que a ratos los envolvía como si estuvieran en una mágica noche de San Juan, le molestaba. Él soltó una humarada lenta, y ella, con una inocente pregunta, le devolvió sin pretenderlo al recuerdo amargo de su vida en presidio.
—Antes no fumabas —dijo con dulzura.
—Los días allí son muy largos —confesó sin mirarla—. Y las semanas, y los meses. Un minuto de privación de libertad no es un minuto, es una eternidad. —Pasó los dedos por su corto cabello—. Necesitaba algo y probé con el tabaco. Me fue bien. Me ayudó a no volverme loco.
Bego recordó cómo, antes de entrar en la cárcel, él echaba hacia atrás su largo y sedoso pelo café. Ahora no había nada que apartar, pero, sin embargo, él continuaba haciendo el mismo gesto de hundir los dedos y peinar una melena inexistente. Lo imaginó pidiendo que le rasuraran para deshacerse de uno de sus símbolos de identidad, tal vez el último. Según le había confesado durante una de las visitas, lo hizo para tener aspecto de tipo duro. Al preguntarle el motivo por el que quería parecer duro, él rio y aseguró que en realidad era el modo de no llenarse de piojos. Ella siempre creyó que le mentía, y ahora estaba segura de eso. Ahora era más consciente que nunca del infierno en el que había vivido los últimos cuatro años.
Joe contempló el extremo candente del cigarrillo.
—La nicotina adormece el cerebro —sopló hasta dejar a la vista la brasa rojiza—. Cuanto más fumas, menos piensas.
La mano izquierda de Bego se posó con descuido en su torso, en el pequeño bolsillo que quedaba sobre su corazón.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó en tono de broma.
—La verdad es que no. —Una risa relajada escapó de su boca—. Es difícil detener los pensamientos. Sobre todo cuando lo único que tienes es tiempo.
Se quedaron en silencio. Una vez más, Bego volvió a pensar en la dureza y la desesperanza del encierro y, sin ser demasiado consciente de lo que hacía, se pegó más a Joe y recorrió las costuras del bolsillo con las puntas de los dedos. Él cerró los ojos y se sumergió en el agradable cosquilleo que sintió bajo la tela.
—Nunca me dijiste nada —acusó ella con voz tenue.
—¿Para qué iba a hacerlo? No podías ayudarme —afirmó a la vez que extendía el brazo para apagar la colilla en el cenicero.
Bego aceptó la sencilla explicación, pero añadió que le hubiera gustado saberlo. Se sentía estúpida por haberle creído cuando le aseguró que todo iba bien allí dentro.
—Créeme que no te mentía —susurró Joe con cariño—. Cuando estabas conmigo todo era perfecto.
Le habló de que en prisión no se viven trescientos sesenta y cinco días al año, sino que un mismo día se repite trescientas sesenta y cinco veces. Le dijo que ella le había cambiado muchos de esos terribles días llenándolos de luz. Le confesó que cuando esperaba su visita hasta los amaneceres le parecían diferentes; se levantaba sabiendo que la vería, que charlarían juntos, que por unos momentos olvidaría sus problemas y volvería a sonreír.
—No podía estropear esos encuentros contándote penas.
Bego le escuchó, silenciosa, con la cabeza apoyada en su pecho y aguantando las lágrimas. Nunca lo había sentido tan cerca como en esos instantes. El amor que llevaba años profesándole en secreto por fin cobraba sentido. Había llegado hasta él, le había llevado un poco de felicidad en los peores momentos de su vida.
—Yo haría cualquier cosa por ti —musitó cuando estuvo segura de que podría abrir la boca sin echarse a llorar, pero notó que Joe contenía la respiración y ella volvió a quedarse sin palabras.
Se preguntó si había dicho algo demasiado comprometido, si había mostrado con excesiva claridad que estaba loca por él. Ignoraba que Joe contenía la respiración para ser más consciente de las sensaciones. Hacía demasiado tiempo que no le invadía aquella placidez, aquella «casi dicha». No sabía que él lamentaba no ser capaz de detener el tiempo o simplemente de alargar los momentos, pues, de haber podido, habría convertido aquel instante, en el que apenas si sentía dolor, en eterno. Se habría quedado para siempre allí, a su lado, sustentándose del amor que ella le rendía.
Confundida por el leve estremecimiento con el que el abdomen se agitó bajo sus dedos, alzó el rostro sin saber qué decir. No existían palabras que fueran más claras y abiertas que el amor que reflejaban sus ojos cuando le miraban.
Joe necesitó encender otro cigarro, pero no fue capaz de moverse. Ella era su amiga y era sagrada, siempre lo había sido, por eso le asustaba lo que estaba comenzando a sentir. No era solo que llevara rato erizándosele la piel al paso de las yemas de sus dedos sobre la tela de su camiseta. No. No era solo la normal reacción física ante esos roces, ni el hecho de que fuera la primera mujer que le tocaba en años o que hubiera comenzado colocando la cabeza en su hombro para terminar recostada sobre su pecho. Era la mezcla de todas esas cosas con la ternura con que ella le estaba alimentando el corazón.
Apartó el rostro para no ver el amor en su mirada. No le pertenecía, pero sabía que si lo contemplaba por más tiempo querría adueñarse de él.
—Te amo —susurró ella de pronto—. Creo que sabes que te he amado siempre.
Lo sabía. Pero además ese amor silencioso le había ayudado a sobrevivir cuando sus fuerzas le abandonaron. Aunque exclusivamente fuera por eso, le debía la más completa sinceridad.
—Te quiero, Bego —confesó mientras con dedos inseguros le colocaba un mechón de cabello tras la oreja—. Te quiero mucho más de lo que imaginas, pero eso no es amor.
—Yo necesito quererte y tú necesitas que te quieran —dijo emocionada—. ¿Puede existir un amor más hermoso que ese? ¿Puede haber algo malo en necesitarse y quererse de esa manera?
Tragó saliva. No había nada malo si pasaba por alto el detalle de que la utilizaría para calmar su necesidad de afecto, para satisfacer un deseo físico, para volver a sentirse un hombre, para vivir rodeado de esa paz que estaba experimentando a su lado. No. No solo era malo; era ruin y despreciable aprovecharse de alguien que le amaba con tanta fidelidad.
De pronto sintió los labios de Bego sobre los suyos. Suaves, dóciles, temblorosos. Los delicados labios de una mujer que buscaban su boca. Todo su cuerpo se estremeció. Tomó el rostro de su amiga entre sus manos y la apartó para mirarle a los ojos.
—Me odiarás —aseguró con un susurro—. Sé que terminarás odiándome si seguimos adelante.
—Nunca —musitó convencida—. Nada ni nadie conseguirá que yo te odie.
Joe dudó. Le seducía la idea de dejarse arrastrar por esa dulce ebriedad, de apartarse del sufrimiento, aunque fuera por un corto espacio de tiempo. Pero no podía pensar únicamente en lo que él necesitaba. No cuando se trataba de su amiga y su apoyo.
—Eres lo mejor que tengo —reconoció a la vez que le rozaba las mejillas con los pulgares—. En realidad... eres lo único que tengo. No puedo estropearlo.
La dicha brilló de pronto en la cara de Bego, como si acabara de escuchar la más tierna y apasionada de las declaraciones de amor.
—Eso es lo más hermoso que me han dicho nunca —musitó con emoción—. Te amo —susurró muy bajito.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Joe sacudiéndole el corazón. Necesitaba que alguien le quisiera. Lo necesitaba como respirar. Pero no estaba preparado para corresponder con el mismo amor ni la misma entrega.
—¿Sabes lo que la hiedra hace al árbol cuando se abraza a él? —preguntó, y ella pestañeó tan atenta como si pretendiera beberse su explicación—. Lo ahoga, lo asfixia, le roba el agua, los nutrientes, la luz —explicó en un susurro lento—. Tengo miedo de ser hiedra. Si lo hiciera jamás me lo perdonaría.
—Estoy segura de que no ocurrirá —prometió con dulzura—. Déjame quererte.
Joe hizo acopio de aire y lo expulsó despacio. Si no podía convencerla, ¿cómo podría convencerse a sí mismo, si necesitaba de su cálida compañía para que le convirtiera en luz las sombras en las que estaba hundido?
—No saldrá bien —insistió con suavidad.
—¿Cómo puedes saberlo? En esto no existen garantías. Nadie las tiene.
Pensó en _____. En que la quiso más que a sí mismo, en que ella juró quererle a él del mismo modo, en que creyó que su amor sería eterno. Si un amor como aquel pudo fallar, ¿por qué no iba a prosperar el que aún no sentía por Bego? Tal vez la felicidad estaba en el cariño sincero que apacigua el alma y no en el amor apasionado que enloquece la razón.
Suspiró despacio y volvió a cerrar los ojos. Sin apartar las manos de su rostro, le permitió avanzar hasta sentir de nuevo la suavidad aterciopelada de sus labios. Fue una percepción dulce y cálida que le erizó la piel y le llenó el alma de pasiones casi olvidadas. Entreabrió la boca cuando ella reclamó acceso con su lengua. Le permitió explorar mientras él mismo la rozaba tímidamente con la suya.
Hasta que ya no fue dueño de su voluntad y no encontró fuerzas para razonar ni detenerse.
Hasta que dejó de buscarlas.
Necesitaba desear y sentirse deseado, querer y sentirse querido. Necesitaba perderse entre abrazos y caricias; volver a beber de los labios de una mujer, una mujer que le amara. Necesitaba perder de nuevo la lucidez, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera durante unos segundos. Necesitaba, por encima de todas esas cosas, convencerse de que ya no estaba preso, de que ya no estaba solo.
¡Bienvenidas a las nuevas lectoras! (:
Natuu!
Alcanzó la carretera que discurre frente a la puerta del penal y caminó con lentitud hacia el centro urbano. Pasaba por el puente que cruza el río Nervión cuando le envolvió una ventolera helada. Se detuvo para inspirar con fuerza. Esperaba que la sensación gélida deslizándose por la tráquea y llenándole los pulmones le despertaría, le haría tomar conciencia de ese primer día de libertad completa. Pero nada cambió. Contempló el rápido descenso de las aguas mientras únicamente la veía a ella y sus ingratos ojos grises.
Tardó en reanudar el camino. Cuando lo hizo le temblaba todo el cuerpo en el interior de sus ropas heladas. Aun así continuó despacio, sin ninguna prisa por llegar a su destino. Dejó a su derecha un pequeño parque, encajado entre edificios por tres de sus cuatro costados, y siguió hasta la calle Catalunya. Ni aun resoplando consiguió acabar con sus temblores. Aún le tiritaban los labios cuando entró en el portal.
Mientras subía las escaleras pausadamente, sus pensamientos le llevaron a Rodrigo. Se preguntaba si habría salido ya de casa. Su trabajo al aire libre precisaba de luz. Le había contado que, por eso, durante todo el año amoldaban las jornadas al horario solar. Sobre todo durante los meses en los que las noches eran más largas que los días.
Lo encontró en la cocina. Ya había desayunado y se ponía su gruesa parka gris.
—Pensé que hoy no te dejarían salir —bromeó por su tardanza—. Me alegra haberme equivocado, porque quería asegurarme de que estabas bien. Anoche no volviste por aquí antes de ir a dormir a la cárcel.
Joe dejó la mochila en la mesa y, sobre ella, el gorro de lana.
—Fui a Derio. —Se frotó las mejillas, que comenzaban a reaccionar con el calor de la casa—. Quería visitar la tumba de Manu. Necesitaba estar con él un rato.
—No estuviste en su entierro —comentó Rodrigo en voz baja.
—No. No estuve en su entierro —repitió entre dientes—. ¡Esos malditos cabrones sin alma!
Sacó el paquete de tabaco y el mechero de un bolsillo de su cazadora, después se la quitó y la dejó caer sobre el respaldo de una silla.
—¿Cómo te fue? —preguntó Rodrigo dejando a un lado el doloroso asunto de Manu.
—Bien. —Prendió un cigarro antes de meter el encendedor en la cajetilla y arrojarla a la mesa—. Sigue viviendo en Deusto, en el piso de siempre.
—Eso es bueno. Imagino que te aseguraste de que no te viera.
—Claro. Aunque no fue fácil —confesó con una sonrisa—. Estuve a punto de tragarme más de un coche.
—¡No te puedo dejar solo! —bromeó—. Pero ya está hecho, ¿no?
—Pues no. —Se acercó al frigorífico y sacó un brick de leche—. La seguí, pero no fue a trabajar. Sigo sin saber a qué horas está fuera de casa.
—No hay prisa para eso. Tómatelo con tranquilidad.
—Tengo que resolverlo mañana como muy tarde. A partir de la semana que viene no tendré tiempo para hacerlo.
—Tienes razón. —Hundió las manos en los bolsillos de su prenda y alzó los hombros—. Por cierto. Esta es tu primera gran noche. Saldremos, ¿verdad?
—Espero a Bego. —Dejó el brick sobre la encimera de granito—. Ayer la llamé por teléfono.
—¡Tu ángel de la guarda! Me preguntaba cuándo aparecería.
—Sí. Mi ángel de la guarda, yo diría que desde que la conocí en el instituto. —Su rostro se dulcificó al recordarla—. La amiga más fiel, la que no desapareció cuando me hundí. La que no se cansó de viajar para visitarme en esa cloaca.
—Deberías enrollarte con esa chica.
—¡No digas tonterías! —exclamó riendo—. Las cosas están bien así. No se puede mezclar amistad y sexo. Si lo haces, tanto si va bien como si va mal, pierdes una amiga.
—Tal vez tengas razón. Pero te lo diré cuando la conozca, a no ser que hayas quedado para salir y me quede sin verla.
—Viene a casa. Trae mis cosas. —Miró a su alrededor hasta localizar el cenicero—. Ella y unos pocos amigos las recogieron cuando la policía les dejó entrar en mi piso. Bego las ha guardado todos estos años.
—Entonces esta noche haremos un poco de ejercicio subiendo cajas —dijo mientras se dirigía a la puerta—. Y me largo, que se me hace tarde. —Aún se asomó un segundo para decir—: Disfruta del desayuno. Y del día.
Joe sonrió, pero su semblante cambió al quedarse solo. Sujetó el cigarrillo entre los labios, apoyó las manos en el granito y tensó los brazos dejando caer la cabeza hacia delante.
No había imaginado que ver a _____ le iba a desestabilizar de esa manera. Llevaba años aborreciendo su recuerdo y volviendo su frustración contra sí mismo. Ahora la había visto. Ahora podía volcar su rabia contra ella. Y eso había hecho que todo tomara una mayor dimensión; también el sufrimiento.
Aplastó la colilla en el cenicero y, sin moverse, volvió a empujar las horas como había hecho sin descanso durante sus años de encierro. A veces tenía la sensación de que tratar de acelerar el tiempo lo ralentizaba hasta la desesperación. Pero ya en semilibertad seguía necesitando que avanzara con rapidez, y no solo para conseguir la esperada libertad condicional. Quería que el momento de tomarse la revancha llegara y pasara como una exhalación. Tenía la esperanza de que tras ella encontraría, al fin, un poco de paz.
Después de tres días de viento intenso, ese viernes amaneció con una fina lluvia que amenazaba con prolongarse toda la jornada. _____ salió del portal y se detuvo para ponerse los guantes. Le gustaban los días desapacibles. Eran la disculpa perfecta para estar más tiempo en casa. Recibió el aire frío con satisfacción y dejó que la inundara la serenidad.
Mientras tanto, a dos manzanas de distancia, un coche se ponía en marcha, abandonaba la acera en la que llevaba rato estacionado y avanzaba hacia ella.
_____ alzó el cuello de su gabardina verde y abrió el paraguas estampado con pequeñas mariposas de colores. Comenzó a caminar sin prisa hacia la escalera de caracol que conduce al puente de Deusto.
El automóvil frenó a su espalda y chirrió hasta colocarse a su lado. Ella se detuvo sobresaltada.
—Sube. —Carlos bajó hasta la mitad el cristal de la ventanilla. Sonrió mientras la analizaba con admiración—. Te acerco a la tienda.
—¡Me has asustado! —exclamó _____ a la vez que reía—. ¿Qué haces por aquí?
—¿Qué haces tú para estar tan bonita desde la mañana? —preguntó él a su vez. Imaginó su cuerpo, delgado y esbelto, debajo de la prenda que le cubría hasta el inicio de unas botas marrones de cuero.
Ella rio a carcajadas. Inclinó el paraguas y lo zarandeó para que las gotas se precipitaran contra el radiante rostro de Carlos.
—¿Y tú cómo haces para estar tan tonto desde tan temprano?
—Anda, entra —pidió de nuevo—. Entra y te cuento. Estoy ocupando el carril contrario y me van a multar. —Se pasó la mano por su eterna barba de dos días y suspiró con resignación—. Ya ves lo que soy capaz de hacer por ti.
Los coches le venían a Carlos de frente y, entre pitidos, le sorteaban para invadir de modo obligado la calzada izquierda.
—Estás loco —dijo mientras saltaba a la carretera y cerraba el paraguas. Entró al vehículo y lo dejó junto a sus pies.
—Pasaba por aquí y te vi salir del portal. —Ella se revolvió el cabello con los dedos para sacudir el agua, y él la miró embobado—. Casualidades de la vida —opinó sin dejar de contemplarla.
—Pues, si no pones el coche en movimiento, otra casualidad de la vida se estrellará contra nosotros —dijo _____ ajustándose el cinturón de seguridad.
Carlos se puso en marcha. En cuanto se incorporó a su carril oteó los jardines que quedaban a su derecha. La fuente, los árboles, los bancos, el tobogán rojo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella después de comprobar la dirección de su mirada—. ¿Buscas a alguien? ¿Por eso estás aquí?
—No. —Rio, y fijó su atención en el tráfico—. Ya te he dicho que ha sido una coincidencia. Esto de ojear hacia los lados es deformación profesional.
Pero mientras se alejaban lanzó otro vistazo por el espejo retrovisor.
—Créeme que te entiendo —dijo _____—. Yo también conservo algunas costumbres de los pocos años que pasé en el cuerpo.
Frente a la universidad, doblaron a la izquierda para dirigirse hacia la rotonda de Deusto y adentrarse, en silencio, por el puente levadizo que cruza la ría. La lluvia seguía cayendo fina y tupida, dando a la ciudad un fascinante aspecto de espejo. En el revestimiento de titanio del Guggenheim se reflejaba el color tempestuoso del cielo mientras, en el interior del coche, el sonido rítmico del limpiaparabrisas acrecentaba la sensación de intimidad. _____ suspiró ante el inclemente y maravilloso día que le llenaba el alma de nostalgia.
El semáforo a la altura del Museo de Bellas Artes cambió a rojo. Carlos detuvo el automóvil, se pasó los dedos por su corto cabello negro y la miró.
—Tengo entradas para el teatro. —Sonrió como quien sabe que peca y lo hace con placer—. Son para esta noche.
—Lo siento —suspiró ella, alzando los hombros—. No podré acompañarte. Lourdes y yo tenemos una cita de trabajo.
—¿Por la noche? —Arrugó el ceño, más contrariado que sorprendido.
—El cliente lo ha pedido así. Mañana temprano sale de viaje y no quiere hacerlo sin habernos contratado en firme. —Su gesto de pena se volvió gozoso—. ¡Tanta insistencia es un halago para nosotras!
El disco pasó a verde. Un peatón cruzó a la carrera, con las manos sobre la cabeza para proteger inútilmente su cabello empapado. Carlos no protestó, no tenía prisa por llegar, y esperó a que la calle estuviera despejada para avanzar de nuevo.
—Lo entiendo —respondió sin convicción—. Pero, ¿no puede atenderle Lourdes?
—Esto es importante. Se trata de uno de esos hombres que encienden puros con billetes de quinientos euros.
—¿Te estás volviendo materialista? —dijo aguantando la sonrisa. Desde que ella cambió de trabajo había ironizado mucho con eso.
—¡No vuelvas a las andadas! —ordenó fingiendo enfado—. Sabes muy bien que no es cierto. Es fácil entender que, si quien nos contrata no escatima en gastos, podremos crear lo que queramos, sin obstáculos. Nunca hemos trabajado así —confesó casi con euforia—. ¡Si la vieras! Es una casita en la playa Cuberris, en Ajo. Tiene un jardín precioso que termina junto a la arena.
—Entonces no es nueva —afirmó con la atención puesta en el coche que tenía enfrente, que aceleraba y frenaba aparentemente sin ningún sentido.
—Al parecer es una herencia —explicó _____—. No puede derribarla porque no le dejarían volver a construir tan cerca de la playa. Por eso la está modificando por dentro tirando tabiques y cambiando la distribución.
Carlos suspiró mientras su automóvil abandonaba Máximo Aguirre para girar a la izquierda y adentrarse en la Gran Vía.
—Aún estoy a tiempo de cambiar las entradas por otras para la semana que viene. —La miró suplicando una respuesta afirmativa.
—Sería estupendo —respondió _____—. Elige el día, porque cualquiera me irá bien.
Sonrió satisfecho. Entró en la plaza Federico Moyúa y se pegó a su lado derecho. Pensó que en unos segundos ella se iría y no la vería hasta el día siguiente.
—Decoradora... —musitó sin apartar la vista del abundante tráfico—. ¡Quién me iba a decir que acabarías siendo decoradora!
—¿No creías que pudiera hacerlo?
—Nunca me cupo duda de que lo harías. —Detuvo el coche al inicio de la calle Ercilla—. Me dolió que te fueras a pesar de las normas que quebranté para evitarlo, pero después lo comprendí —dijo mirándola con embeleso—. Eres la mujer más atractiva y especial que conozco. Estabas destinada a hacer cosas hermosas.
—Gracias, señor comisario —bromeó a la vez que abría la puerta y descendía—. Pero eres tú el que me mira desde esos maravillosos ojos color miel —arrugó la nariz antes de cerrar la puerta—. Con ese cristal ámbar debes de verlo todo precioso.
Se cubrió con el paraguas y Carlos bajó la ventanilla.
—Piensa en mí —pidió con una sonrisa—. Yo nunca dejo de pensar en ti —añadió antes de alejarse y terminar con los bocinazos que le instaban a que se moviera.
_____ suspiró. Se subió el cuello de su gabardina y avanzó por la calle peatonal mientras la lluvia comenzaba a salpicarle las botas. A su espalda, el vehículo de Carlos rodeó la plaza y se internó de nuevo por la Gran Vía... en dirección a Deusto.
Rodrigo, inmóvil en medio del pasillo, los miraba en silencio. Podía tocar la emoción, podía olerla mientras Joe estrechaba contra sí a Bego y la elevaba en el aire unos centímetros. Además, sabía exactamente lo que sentía su amigo. Solo tenía que recordar cuando él mismo salió de la cárcel tras seis meses de encierro y pudo abrazar a los suyos, y multiplicarlo después por ocho. Sus ojos se dirigían una y otra vez a Bego: a su cabello azabache, largo, liso y brillante como el de una hechicera india bajo el resplandor de una luna llena. A su boca grande, de labios gruesos que temblaban sobre el cuello desnudo de Joe. A sus largas pestañas, tan hermosas como las alas de una insólita mariposa negra, y sus cejas oscuras que dibujaban un arco delgado y perfecto. Le pareció la mujer más bella y exótica de todas cuantas había visto, de todas cuantas seguramente vería durante el resto de su vida.
—Es un nuevo comienzo —dijo ella al fin, descubriéndole el tono dulce de su voz y esbozando la que a él le pareció una maravillosa sonrisa.
Y esas mismas palabras repitió Joe, un rato después, cuando se paró ante ella llevando una caja con el nombre de Manu escrito con rotulador. Cargaba el bulto en los brazos; sin embargo, ella supo que el dolor y la sombra en sus ojos castaños nacían del peso que soportaba su alma al pensar que tenía sus cosas, pero que a él no volvería a verlo nunca.
Una a una subieron las pertenencias que durante años habían dormitado en cajas de cartón esperando su regreso. Un regreso que celebró con una reunión íntima y perfecta, con sus dos mejores amigos, disfrutando de la conversación y de risas que le llevaron a rozar instantes de verdadera felicidad: un sentimiento que llegó a creer que no volvería a experimentar por haberlo perdido entre los muros de Nanclares.
—Es lo bueno de seguir viviendo con mis padres —confesó Bego un poco sonrojada—. Puedo emplear mi sueldo en cosas superfluas y caprichosas, porque ellos siguen ocupándose de las importantes.
Su tímida risa se fundió con la abierta de Joe, que aseguró que hablaría con esos cándidos padres para que no siguieran malcriándola y la dejaran crecer. Rodrigo, sumido en sus pensamientos, simplemente sonrió. Habían llegado a esa conversación por su imprudencia al indagar en la vida de Bego. Por saber de ella más cosas de las que su amigo le había contado. Descubrir que vivía en el centro de Bilbao, que hablaba cinco idiomas, que trabajaba en una empresa de traducción y que utilizaba una buena parte de su salario en viajar por el mundo, la convirtió a sus ojos en una mujer inaccesible para él, que tenía un trabajo carente por completo de glamour, aunque estuviera muy bien pagado. Entendió que era una mujer con la que nunca habría coincidido de no ser por el revés que torció la vida de Joe.
Bego permaneció en silencio cuando los dos hombres recordaron anécdotas del tiempo que habían compartido en prisión. Pensativa, fue observándoles cómo ironizaban sobre hechos que, estaba segura, en su momento debieron de resultarles traumáticos. Comprendió que restarles importancia era la forma que habían elegido para superarlos. Examinando sus risas, sus bromas y las fugaces sombras en los ojos de Joe, fue intuyendo que el tormento vivido en prisión fue mayor del que él le había dejado entrever durante sus visitas.
Con el mismo interés que Rodrigo había mostrado haciéndole preguntas sobre su vida, retomó ella hacia él el interrogatorio con el propósito de saber cómo conoció a Joe, por qué le mostraba tanto agradecimiento, cuáles eran los pesares que había soportado el hombre que llevaba en el corazón.
—Entonces yo llevaba casi tres años de encierro —explicó Joe para completar la historia—. Había aprendido a pasar desapercibido y ya nadie se metía conmigo. Me acerqué a él en el patio, le expliqué la situación y le invité a compartir la estrechez de mi celda. —Miró a Rodrigo y sonrió—. Todos dieron por hecho que yo me había adueñado del corderito y lo dejaron en paz.
Bego se había encogido en el sofá, en el recodo que formaban el respaldo y el fuerte brazo de Joe, mientras les oía contar cosas que siempre creyó que eran leyendas urbanas, historias para las novelas y el cine. Él le explicó que no era tan difícil de entender cuando se veía desde dentro. Allí, el que no podía demostrar que había convivido con una mujer no tenía derecho a contacto físico con ella. Era un mundo sin mujeres en el que cada cual lo sufría a su manera. Y, el que había sido violento fuera, dentro encontraba motivos más poderosos para seguir siéndolo.
—Ahora cuéntale tú por qué acabaste en el talego —exigió con sorna a Rodrigo—. Anda, cuéntaselo.
Lo había relatado muchas veces, pero por alguna razón le avergonzaba comentárselo a Bego. Decir que le habían procesado por despilfarrar un dinero que legalmente no le pertenecía, no le parecía lo mismo que detallar, a una hermosa mujer como era ella, en qué lo había gastado. Por eso decidió aclararlo todo desde el principio.
Le habían condenado por insolvencia punible. Según él, por demasiado confiado. Había avalado a un amigo para que montara un bar de copas. Dijo que debió imaginar que un vago como aquel acabaría liándosela, pero que cuando le pidió ayuda no lo pensó. Un amigo es siempre un amigo, aseguró con aire solemne, y a los amigos se les tiende la mano cuando lo necesitan. Pero el amigo en cuestión malgastó el dinero, se declaró insolvente y desapareció para no tener que dar explicaciones, así que él tuvo que hacer frente al compromiso que había adquirido con el banco.
La gota que le desbordó llegó cuando más cansado se sentía de pagar la deuda de otro. La entidad le embargó su única propiedad: su lujoso coche. Ahí se reveló. Decidió que si alguien debía quedarse con el valor del vehículo que tantos sudores le había costado amortizar, era él. Aun siendo consciente de que ya no era suyo, lo vendió con rapidez, y antes de que le confiscaran los casi treinta mil euros los hizo desaparecer. Se los gastó en una serie interminable de juergas con amigos y en prostitutas de alto standing con las que ninguno se había atrevido ni a soñar. Se sintió satisfecho y orgulloso al entrar en la cárcel para año y medio por aquello, y aún lo estaba al recuperar la libertad al cabo de seis meses.
—Que me condenaran me hizo perder amigos —reveló para terminar—. No demasiados, pero los perdí. Y eso que los muy cabrones me habían ayudado a gastar una gran parte del dinero que me llevó a prisión.
Joe sonrió sin hacer comentarios. También él perdió amigos, pero no le preocupaba. En realidad nada había cambiado: los que quedaban eran los que había tenido siempre, solo que tuvo que tocar fondo para descubrirlo.
—Lo peor es que mientras estás encerrado idealizas todo lo que has dejado fuera —dijo mientras observaba disiparse el humo de su última bocanada—. Tu obsesión se centra en salir, y cuando lo consigues descubres que el mundo no se detuvo cuando tú lo hiciste; ya no encajas.
Bego se pegó más a él, sobrecogida por el dolor que encerraba esa sencilla confesión. Deseó abrazarle y decirle que no se preocupara, que lo conseguiría, que ella estaría a su lado para ayudarle a hacerlo. Sin embargo, calló, del mismo modo que llevaba callando, durante casi toda su vida, que le amaba. Y callaba aun a pesar de presentir que él lo sabía. Lo dedujo por detalles simples, como el cariño y el tacto con que la trataba, diferenciándola del resto, haciéndola especial. Aunque no todo lo especial que ella hubiera deseado.
No parecía preocuparles, a Joe y a Bego, que la noche avanzara. Cuando Rodrigo salió para acudir a una supuesta cita, ellos siguieron sentados en el mismo lugar conversando como si el tiempo no fuera a acabárseles nunca.
Joe le fue detallando las normas que debía seguir si no quería que le devolvieran al segundo grado y, con él, a la vida en prisión: el trabajo fijo y el domicilio permanente que le había facilitado Rodrigo eran solo las primeras de una larga lista. Pero, al final, todas esas reglas quedaban reducidas a una sola: que no se metiera en líos.
—No lo harás —aseguró Bego cuando terminó de escucharle—. No eres un hombre problemático; nunca lo fuiste.
—Quieres decir, si apartamos la estupidez sin nombre que cometí, ¿no? —preguntó con ironía.
Bego apoyó con languidez su costado derecho sobre el sofá y fijó su atención en su perfil, en el ansia con que inspiraba de su cigarrillo, en el modo indolente con el que sus carnosos labios expulsaban el humo.
—Disculpas el error en el que cayó tu amigo, pero no eres capaz de perdonarte el tuyo —musitó sin moverse.
—No es igual. Rodrigo no mató a nadie.
—¡Tú tampoco! —exclamó sorprendida.
Joe volvió el rostro hacia ella. En sus ojos castaños se transparentaban el dolor y la culpa.
—Manu está muerto —dijo con contundencia—. Y lo está porque no hice bien las cosas. Hay muchas formas de apretar un gatillo.
Bego no esperaba esa revelación. Sabía que el sufrimiento que arrastraba por esa pérdida era inmenso, pero nunca imaginó que se sintiera tan directamente responsable. Debió haberlo presentido, pensó, cuando ni una sola vez durante sus visitas llegó a pronunciar el nombre de Manu.
—Eres cruel contigo mismo.
—Soy justo. —Apoyó la nuca en el respaldo y fijó la mirada vacía en el techo—. Yo le llevé allí; yo le maté.
Ella suspiró para no insistir, apenada por no saber cómo ayudarlo. Deseó abrazarle para darle consuelo, pero lo que sentía por él le impidió hacerlo con naturalidad. Se acercó, despacio, y se atrevió a posar la cabeza en su hombro.
El gesto conmovió a Joe, que inhaló el pitillo como si le faltara el aliento. Necesitaba contacto y no era capaz de pedirlo, menos aún de tomarlo. Pero, de alguna extraña manera, ella lo sabía, igual que sabía muchas otras cosas con solo mirarle. Nadie le conocía tan bien, nadie se preocupaba por él como lo hacía ella, nadie le quería como ella.
Por eso no le sorprendió que, de pronto, cambiara de conversación para darle un respiro. En cuanto la escuchó decir que necesitaba un teléfono, respondió que ya se le había adelantado, que esa misma mañana había comprado un móvil sencillo, el más económico que tenían en la primera tienda en la que había preguntado.
Bego disfrutó explicándole todas las funciones del aparato a la vez que se recreaba en lo que estaba sintiendo. Un cosquilleo se apiñaba en su pecho cuando le mostraba algo en la pequeña pantalla y Joe acercaba su rostro al suyo. En el instante en el que se rozaban sus dedos sobre las teclas, algo, cercano a una corriente eléctrica, le recorría la piel activando a su paso sus puntos más sensibles. Era la dicha que le emborrachaba los sentidos cada vez que le escuchaba respirar, reír, bromear. Y retrasó cuanto pudo el momento de separarse grabando en la agenda todos los números de aquellos amigos comunes que en su embriaguez de sentimiento fue capaz de recordar.
Al oírle hablar del trabajo que comenzaría el lunes siguiente, Bego no opinó demasiado. No le gustaba. No era para él y además le parecía peligroso. Pero no quería mentir y tampoco provocarle preocupaciones. Él aseguró que un empleo al aire libre era algo fantástico, y ella no le contradijo. Le observó encender un nuevo cigarro mientras lo recordaba absorto, trazando las líneas de maravillosos y sorprendentes dibujos en sus cuadernos.
Cuando él se dejó caer sobre el respaldo del sofá, ella se acercó y apoyó la cabeza en su hombro, como había hecho hacía un rato. Le gustaba oler su piel y sentir el leve mecer de su respiración. Ni siquiera el humo, que a ratos los envolvía como si estuvieran en una mágica noche de San Juan, le molestaba. Él soltó una humarada lenta, y ella, con una inocente pregunta, le devolvió sin pretenderlo al recuerdo amargo de su vida en presidio.
—Antes no fumabas —dijo con dulzura.
—Los días allí son muy largos —confesó sin mirarla—. Y las semanas, y los meses. Un minuto de privación de libertad no es un minuto, es una eternidad. —Pasó los dedos por su corto cabello—. Necesitaba algo y probé con el tabaco. Me fue bien. Me ayudó a no volverme loco.
Bego recordó cómo, antes de entrar en la cárcel, él echaba hacia atrás su largo y sedoso pelo café. Ahora no había nada que apartar, pero, sin embargo, él continuaba haciendo el mismo gesto de hundir los dedos y peinar una melena inexistente. Lo imaginó pidiendo que le rasuraran para deshacerse de uno de sus símbolos de identidad, tal vez el último. Según le había confesado durante una de las visitas, lo hizo para tener aspecto de tipo duro. Al preguntarle el motivo por el que quería parecer duro, él rio y aseguró que en realidad era el modo de no llenarse de piojos. Ella siempre creyó que le mentía, y ahora estaba segura de eso. Ahora era más consciente que nunca del infierno en el que había vivido los últimos cuatro años.
Joe contempló el extremo candente del cigarrillo.
—La nicotina adormece el cerebro —sopló hasta dejar a la vista la brasa rojiza—. Cuanto más fumas, menos piensas.
La mano izquierda de Bego se posó con descuido en su torso, en el pequeño bolsillo que quedaba sobre su corazón.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó en tono de broma.
—La verdad es que no. —Una risa relajada escapó de su boca—. Es difícil detener los pensamientos. Sobre todo cuando lo único que tienes es tiempo.
Se quedaron en silencio. Una vez más, Bego volvió a pensar en la dureza y la desesperanza del encierro y, sin ser demasiado consciente de lo que hacía, se pegó más a Joe y recorrió las costuras del bolsillo con las puntas de los dedos. Él cerró los ojos y se sumergió en el agradable cosquilleo que sintió bajo la tela.
—Nunca me dijiste nada —acusó ella con voz tenue.
—¿Para qué iba a hacerlo? No podías ayudarme —afirmó a la vez que extendía el brazo para apagar la colilla en el cenicero.
Bego aceptó la sencilla explicación, pero añadió que le hubiera gustado saberlo. Se sentía estúpida por haberle creído cuando le aseguró que todo iba bien allí dentro.
—Créeme que no te mentía —susurró Joe con cariño—. Cuando estabas conmigo todo era perfecto.
Le habló de que en prisión no se viven trescientos sesenta y cinco días al año, sino que un mismo día se repite trescientas sesenta y cinco veces. Le dijo que ella le había cambiado muchos de esos terribles días llenándolos de luz. Le confesó que cuando esperaba su visita hasta los amaneceres le parecían diferentes; se levantaba sabiendo que la vería, que charlarían juntos, que por unos momentos olvidaría sus problemas y volvería a sonreír.
—No podía estropear esos encuentros contándote penas.
Bego le escuchó, silenciosa, con la cabeza apoyada en su pecho y aguantando las lágrimas. Nunca lo había sentido tan cerca como en esos instantes. El amor que llevaba años profesándole en secreto por fin cobraba sentido. Había llegado hasta él, le había llevado un poco de felicidad en los peores momentos de su vida.
—Yo haría cualquier cosa por ti —musitó cuando estuvo segura de que podría abrir la boca sin echarse a llorar, pero notó que Joe contenía la respiración y ella volvió a quedarse sin palabras.
Se preguntó si había dicho algo demasiado comprometido, si había mostrado con excesiva claridad que estaba loca por él. Ignoraba que Joe contenía la respiración para ser más consciente de las sensaciones. Hacía demasiado tiempo que no le invadía aquella placidez, aquella «casi dicha». No sabía que él lamentaba no ser capaz de detener el tiempo o simplemente de alargar los momentos, pues, de haber podido, habría convertido aquel instante, en el que apenas si sentía dolor, en eterno. Se habría quedado para siempre allí, a su lado, sustentándose del amor que ella le rendía.
Confundida por el leve estremecimiento con el que el abdomen se agitó bajo sus dedos, alzó el rostro sin saber qué decir. No existían palabras que fueran más claras y abiertas que el amor que reflejaban sus ojos cuando le miraban.
Joe necesitó encender otro cigarro, pero no fue capaz de moverse. Ella era su amiga y era sagrada, siempre lo había sido, por eso le asustaba lo que estaba comenzando a sentir. No era solo que llevara rato erizándosele la piel al paso de las yemas de sus dedos sobre la tela de su camiseta. No. No era solo la normal reacción física ante esos roces, ni el hecho de que fuera la primera mujer que le tocaba en años o que hubiera comenzado colocando la cabeza en su hombro para terminar recostada sobre su pecho. Era la mezcla de todas esas cosas con la ternura con que ella le estaba alimentando el corazón.
Apartó el rostro para no ver el amor en su mirada. No le pertenecía, pero sabía que si lo contemplaba por más tiempo querría adueñarse de él.
—Te amo —susurró ella de pronto—. Creo que sabes que te he amado siempre.
Lo sabía. Pero además ese amor silencioso le había ayudado a sobrevivir cuando sus fuerzas le abandonaron. Aunque exclusivamente fuera por eso, le debía la más completa sinceridad.
—Te quiero, Bego —confesó mientras con dedos inseguros le colocaba un mechón de cabello tras la oreja—. Te quiero mucho más de lo que imaginas, pero eso no es amor.
—Yo necesito quererte y tú necesitas que te quieran —dijo emocionada—. ¿Puede existir un amor más hermoso que ese? ¿Puede haber algo malo en necesitarse y quererse de esa manera?
Tragó saliva. No había nada malo si pasaba por alto el detalle de que la utilizaría para calmar su necesidad de afecto, para satisfacer un deseo físico, para volver a sentirse un hombre, para vivir rodeado de esa paz que estaba experimentando a su lado. No. No solo era malo; era ruin y despreciable aprovecharse de alguien que le amaba con tanta fidelidad.
De pronto sintió los labios de Bego sobre los suyos. Suaves, dóciles, temblorosos. Los delicados labios de una mujer que buscaban su boca. Todo su cuerpo se estremeció. Tomó el rostro de su amiga entre sus manos y la apartó para mirarle a los ojos.
—Me odiarás —aseguró con un susurro—. Sé que terminarás odiándome si seguimos adelante.
—Nunca —musitó convencida—. Nada ni nadie conseguirá que yo te odie.
Joe dudó. Le seducía la idea de dejarse arrastrar por esa dulce ebriedad, de apartarse del sufrimiento, aunque fuera por un corto espacio de tiempo. Pero no podía pensar únicamente en lo que él necesitaba. No cuando se trataba de su amiga y su apoyo.
—Eres lo mejor que tengo —reconoció a la vez que le rozaba las mejillas con los pulgares—. En realidad... eres lo único que tengo. No puedo estropearlo.
La dicha brilló de pronto en la cara de Bego, como si acabara de escuchar la más tierna y apasionada de las declaraciones de amor.
—Eso es lo más hermoso que me han dicho nunca —musitó con emoción—. Te amo —susurró muy bajito.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Joe sacudiéndole el corazón. Necesitaba que alguien le quisiera. Lo necesitaba como respirar. Pero no estaba preparado para corresponder con el mismo amor ni la misma entrega.
—¿Sabes lo que la hiedra hace al árbol cuando se abraza a él? —preguntó, y ella pestañeó tan atenta como si pretendiera beberse su explicación—. Lo ahoga, lo asfixia, le roba el agua, los nutrientes, la luz —explicó en un susurro lento—. Tengo miedo de ser hiedra. Si lo hiciera jamás me lo perdonaría.
—Estoy segura de que no ocurrirá —prometió con dulzura—. Déjame quererte.
Joe hizo acopio de aire y lo expulsó despacio. Si no podía convencerla, ¿cómo podría convencerse a sí mismo, si necesitaba de su cálida compañía para que le convirtiera en luz las sombras en las que estaba hundido?
—No saldrá bien —insistió con suavidad.
—¿Cómo puedes saberlo? En esto no existen garantías. Nadie las tiene.
Pensó en _____. En que la quiso más que a sí mismo, en que ella juró quererle a él del mismo modo, en que creyó que su amor sería eterno. Si un amor como aquel pudo fallar, ¿por qué no iba a prosperar el que aún no sentía por Bego? Tal vez la felicidad estaba en el cariño sincero que apacigua el alma y no en el amor apasionado que enloquece la razón.
Suspiró despacio y volvió a cerrar los ojos. Sin apartar las manos de su rostro, le permitió avanzar hasta sentir de nuevo la suavidad aterciopelada de sus labios. Fue una percepción dulce y cálida que le erizó la piel y le llenó el alma de pasiones casi olvidadas. Entreabrió la boca cuando ella reclamó acceso con su lengua. Le permitió explorar mientras él mismo la rozaba tímidamente con la suya.
Hasta que ya no fue dueño de su voluntad y no encontró fuerzas para razonar ni detenerse.
Hasta que dejó de buscarlas.
Necesitaba desear y sentirse deseado, querer y sentirse querido. Necesitaba perderse entre abrazos y caricias; volver a beber de los labios de una mujer, una mujer que le amara. Necesitaba perder de nuevo la lucidez, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera durante unos segundos. Necesitaba, por encima de todas esas cosas, convencerse de que ya no estaba preso, de que ya no estaba solo.
¡Bienvenidas a las nuevas lectoras! (:
Natuu!
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
hay no q no se enamore de su amiga...
siguela... :bounce:
siguela... :bounce:
jonatic&diectioner
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
noooooo....q pasa!!!!..primero quiero saber que es lo que paso con la rayis!!!!!
es necesario saberlo ya!!!!!!
es necesario saberlo ya!!!!!!
Julieta♥
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
ok eso si ya no me gusto ojala no se enamore de su amiga
siguela pronto plis
siguela pronto plis
Nani Jonas
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