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[Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hola!!! bueno volvii!!!!
la verdad me siento mal por no terminar la novela :(
asique si quieren la sigo ;)
pero me van a tener paciencia xq se vienen los finales de la facu
y estoy en el horno con papas y batatas!!!
Pero les prometo que esta vez la termino :)
la verdad me siento mal por no terminar la novela :(
asique si quieren la sigo ;)
pero me van a tener paciencia xq se vienen los finales de la facu
y estoy en el horno con papas y batatas!!!
Pero les prometo que esta vez la termino :)
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Siiiiiiiiiiiiiiii!!! Iuuju!
:hug:
:hug:
Augustinesg
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hhaha, promesas ciegas? Wow, hah
Igual te digo que el nombre que le pusiste esta BARBARO!
Es como muy romantico! <3
Igual te digo que el nombre que le pusiste esta BARBARO!
Es como muy romantico! <3
Augustinesg
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 14
Le sorprendió, pero Joe descubrió que le gustaba la dulzura del amanecer. No es que él fuera perezoso en absoluto, había días en los que tenía demasiadas cosas que hacer, pero solía acostarse tarde y raramente se levantaba hasta que el sol coronaba el horizonte. Después de pasar algunas mañanas en la cama contemplando cómo se iluminaba el cielo, se dio cuenta de que aquello le gustaba.
Decidió que, por supuesto, ayudaba bastante tener a una mujer cautivadora al lado, y quizá esa fuera la razón por la que de repente desarrolló un apego sentimental por el alba, después de veintiocho años sobre la tierra ignorándola completamente.
_____ dormía como una niña a su lado, con una mano bajo la mejilla y la respiración tranquila y acompasada. Pero ciertamente ella no tenía nada de infantil en ningún otro sentido. Parte de su cuerpo desnudo y voluptuoso estaba cubierto por las sábanas de seda, y sus senos, coronados de rosa, eran visibles y demasiado tentadores. La espesa cabellera desparramada sobre sus hombros pálidos adornaba la manta con una centelleante cascada de rizos desordenados. Dormida, se parecía a lo que Joe suponía que era su ideal de mujer, pletórica de elegante sensualidad y atractivo natural.
Y delicada vulnerabilidad femenina, sumada a una admirable fuerza interior que le conmovían.
Joe se incorporó, se apoyó en las almohadas contemplando aquella silueta flexible y frunció levemente el ceño. Esto era algo sexual y nada más, se recordó con severidad. En el fondo de su corazón él era un hombre práctico.
Pero ella se despertaba temprano y él había descubierto que le gustaba despertarse con ella.
En efecto, en cuanto la habitación se iluminó de modo que los muebles dejaron de ser sombras vagas, y la luz sobre los cortinajes corridos proyectó un cálido reflejo en la alfombra oriental, ella se movió. Sus largas pestañas temblaron, suspiró, se desperezó apenas y abrió los ojos.
—Buenos días.
______ se dio la vuelta para obsequiarle con una sonrisa somnolienta. Con un recato para el que ya era algo tarde y que resultaba sobre todo innecesario, tiró de la sábana hasta cubrirse los pechos desnudos, mientras se despertaba con un parpadeo.
—Buenos días.
—Siempre. Cuando me despierto contigo.
—Es demasiado temprano para tu elocuente encanto, Rothay —rió ella mientras se desperezaba indolente otra vez.
—¿Y si resulta que soy sincero?
—No nos conocemos lo bastante el uno al otro para que sea sincero.
—Siempre existe la posibilidad de que lo sea de todos modos.
Despeinada y exquisita, ______ era la viva imagen del atractivo femenino. Cercana, cálida y cautivadora. El tuvo que cerrar las manos para abstenerse de tocarla.
Joe deseaba explicarse. Decir que él no solía quedarse a pasar la noche. Si había bebido más de lo acostumbrado, o si hacía muy mal tiempo, a veces dormía en la cama de la dama con quien había estado, pero eso era por mero espíritu práctico y no porque deseara despertarse al lado de nadie.
Pero no dijo nada. Expresar los verdaderos sentimientos era más difícil de lo que imaginaba. En eso tenía poca práctica. Normalmente no le costaba nada marcharse.
Eso lo había aprendido de su romance con Helena. Mantener el apego al mínimo, porque tal cosa no aportaría más que dolor a su vida. La confianza era frágil y se destrozaba con mucha facilidad.
______ se sentó, echó el cabello hacia atrás y deslizó las piernas desnudas por un lado de la cama. Joe la cogió por la muñeca.
—No te levantes aún, ángel mío.
Ella se echó a reír y le retiró los dedos.
—Perdóname, pero he de...
Él sonrió cuando ella señaló la cortina que separaba discretamente el retrete del resto de la estancia.
—Por supuesto. Qué falta de tacto por mi parte. Date prisa en volver.
______ arqueó con delicadeza una ceja cobriza.
—Veo que estás en tu estado habitual.
El actual grado de excitación de Joe, que como la silueta de un mástil erecto levantaba la sábana que le cubría hasta la cintura, era una visible declaración del porqué deseaba que ella volviera con la mayor premura posible. Hizo una mueca.
—Esto es un cumplido a tu incomparable encanto —dijo. —Una causa y su efecto directo. En el momento en el que despertaste, cierta parte de mi anatomía hizo lo mismo.
«Y eres en verdad encantadora», pensó mientras la veía cruzar la habitación para ocuparse de una necesidad humana básica. Esa piel tan blanca, como bañada de rocío, y esas curvas redondeadas y perfectas... Cuando _______ volvió pocos minutos después, él disfrutó del privilegio de contemplar el balanceo de sus pechos a cada paso, de aquella exquisita carne que atraía su boca y sus manos.
Ella volvió a subir a su lado con una mirada expectante en su precioso rostro. Joe olió el aroma característico del jabón de violetas, y la miró a su vez con los párpados ligeramente entornados, mientras se recostaba en las almohadas.
A medida que su timidez y su turbación se desvanecían de día en día, ______ estaba empezando a explorar su faceta pasional. Asistir a esa evolución era fascinante, y él tenía la fortuna de participar de ese viaje. Ella era virgen en todos los sentidos salvo en el físico cuando había acudido a él, y cada vez que hacía el amor era un poco más audaz.
Se preguntó si cuando todo esto hubiera terminado, _______ habría cambiado de opinión sobre el matrimonio. Suponía que, como mínimo, se buscaría un amante.
Pensar en eso le hizo entornar los ojos, un molesto arrebato de posesión mitigó su deseo por un momento.______, de lado junto a él, con aquellos sedosos rizos castaños desparramados sobre los hombros y la espalda, se mordió el labio inferior y abrió los ojos un poco más.
—¿Pasa algo malo?
El no podía retenerla. Esto era lujuria transitoria, nada más. Con cualquier otra mujer sería algo pasajero y con ella sería igual. Por otro lado, era demasiado joven y casadera para ser su amante, y la posibilidad de que fuera estéril era un riesgo demasiado importante para que él considerara algún tipo de acuerdo distinto.
De hecho, apenas podía creer que esa opción se le hubiera ocurrido, aunque fuera a la ligera.
El momento pasó. Joe sonrió, preguntándose si esos pocos días en un ambiente campestre habían alterado el equilibrio de su condición de hombre de mundo. Tal vez había respirado demasiado aire fresco o se había excedido con la mantequilla casera. O quizá, con una joven preciosidad desnuda y disponible a su lado, y sin otra cosa que hacer en todo el día más que disfrutar de su cuerpo cálido y complaciente, su impetuosa ansia sexual se había apropiado del control de su cerebro. La semana próxima había sesión del Parlamento y tendría que volver a su rutina habitual. Por ahora no debía complicar las cosas y limitarse a vivir el momento. Tantos días de vida relajada eran una excepción.
—No pasa nada malo, más bien al contrario. —Se acercó a ella y le acarició la mejilla primero. Después deslizó los dedos con mucha suavidad por el arco de su cuello. —Hace una mañana maravillosa y estás desnuda a mi lado. ¿Qué puede haber de malo, ángel mío?
—No lo sé. Por un momento, parecías un poco... feroz.
—Lo único feroz que hay en mí es lo mucho que te deseo.
Aquel instante se convirtió en pasado cuando él se inclinó hacia delante y la besó; le rozó los labios con la boca, saboreándolos. Ella respondió como lo hacía siempre, después de una breve vacilación que significaba que estaba haciendo progresos en el mundo del placer carnal, pero que acababa de iniciarse en ese camino.
El estaba más que encantado de ser su guía y así, la idea de una mañana entre las sábanas, tiñó su mundo de un brillo rosado y borró su efímera y atípica reflexión sobre el tema de la permanencia.
—Así.
Aquellas palabras, musitadas junto a la boca de ______, fueron acompañadas de la ansiedad de sus manos.
_____ obedeció. Era terrorífico admitirlo, pero probablemente ella haría todo lo que le pidiera. Sobre todo después del subyugador beso que acababan de compartir. Era vagamente consciente del gorjeo de los pájaros en el exterior, del aroma refrescante de la brisa de la madrugada que entraba por la ventana abierta, del elegante dosel de seda de la cama y de la luz creciente de la habitación a medida que nacía el día...
Pero en aquel momento para _____ el mundo entero era él.
Y lo que él deseaba, en apariencia, era que ella se sentara a horcajadas sobre sus esbeltas caderas.
Joe, con su cabello negro alborotado y sus llamativos rasgos clásicos sobre el fondo blanco de la almohada, parecía una especie de príncipe medieval decadente. Su piel estaba teñida de un levísimo rubor y su torso musculoso se elevaba a un ritmo ligeramente agitado.
—Tómame en tus manos y guíame.
La confusión de ______debió de ser evidente.
—Dentro de ti —aclaró él, y la pequeña mueca de sus labios reveló cómo le divertía la ignorancia de ella. —El hombre no siempre ha de estar encima.
La idea de que pudiera haber más de una posición era un tanto sorprendente. Hasta el momento, aquello había sido completamente diferente en todos los sentidos posibles y ____ daba sinceras gracias a Dios por ello; pero la mecánica del asunto era la misma que recordaba con Edward. Tumbada sobre la espalda con las piernas separadas y Joe encima.
—A algunas mujeres les gusta mucho. Veamos si a ti también. —Su voz tenía aquel leve matiz rasposo que ella había terminado por asociar al anhelo sexual.
Algunas mujeres. Él lo sabía, por supuesto, pensó con un indeseado e irracional... resentimiento. El duque diabólico probablemente era capaz de dibujar gráficos y escribir ensayos sobre las preferencias sexuales de la mayoría de las damas de la alta sociedad del momento, incluidas sus posturas ideales.
El pene erecto se levantó con firmeza sobre el abdomen plano de Joe; en la punta brillaba la evidencia líquida de su deseo. ______ se desplazó un poco hacia delante. Guiada por las manos de él puso los dedos alrededor de la carne hinchada y se levantó un poco para colocar la punta en la entrada de su sexo.
Él emitió un pequeño sonido inarticulado, sus dedos se tensaron un instante sobre las caderas de ella cuando se dejó caer, y el miembro se deslizó despacio en su interior hasta que el extremo le llegó al útero. _____ se vio una vez más en la habitual y frustrante situación de no saber exactamente cómo proceder, pero cuando empezó a moverse, Joe la ayudó susurrándole frases y palabras de ánimo. Mientras se alzaba y caía, Joe sentía bajo las palmas de las manos el pecho ardiente y duro de él, y finalmente se habituó a un ritmo y el placer desplazó a la incomodidad.
Si ladeaba un poco el cuerpo, la sensación era tan sublime que la hacía temblar. Era una fricción deliciosamente perfecta y apasionada y ambos se contemplaron, mientras sus cuerpos escalaban la cúspide común. Arriba, abajo, arriba otra vez... Dios santo, no podía contenerse, sobre todo cuando él movía la mano entre ambos y hacia algo muy malicioso con el pulgar, justo en el punto adecuado.
—Creo que este sería un buen momento, cariño. —Él pronunció esas palabras con un siseo entre clientes. Sus caderas embestían hacia arriba para encontrarse con ella, que se deslizaba hacia abajo.
El mundo de ______ se desmoronó. Lo mismo hizo su cuerpo tembloroso, mientras emitía un pequeño chillido y encogía los hombros, apretando la cara contra el poderoso cuello de Joe , y rompía y se retiraba oleada tras oleada, hasta que se quedó temblando y sin fuerzas, derrotada en las secuelas del orgasmo.
Él gimió abrazándola con fuerza y se quedó inmóvil, penetrándola hasta una profundidad imposible, y ella sintió su eyaculación como una ola a través de la bruma.
Jadeantes, sudorosos, silenciosos, yacieron juntos en un indolente abandono. Finalmente él rió en voz baja.
—Me atrevería a decir que has disfrutado siendo un poco más aventurera. Hay más cosas qué aprender, ¿sabes?, y aún nos quedan tres días.
Una caprichosa parte del cerebro de ______ tradujo esas palabras. Solo tres días.
—Estoy segura de que sabes todo lo que hay que saber, Rothay.
Consiguió levantar la cabeza y confió en que su expresión fuera tan neutra como pretendía. Quería ser distante, ser indiferente, al estilo de las mujeres a las que él estaba acostumbrado, porque si conseguía emular con eficacia a una de esas sofisticadas bellezas de la buena sociedad, tal vez podría asumir la displicente actitud de estas ante las relaciones sexuales superficiales. En ella había una faceta perversa tremendamente curiosa, e hizo la pregunta que estaba en la retaguardia de su mente casi desde el momento en el que le conoció.
—Dime, entre todas las mujeres que has conocido, ¿hubo alguna vez alguien especial?
Probablemente era una pregunta malintencionada y que, pese a la postura íntima en la que se encontraban, no era asunto suyo, pero _______ quería saberlo.
—Todas ellas. —La voz de Joe tenía aquel familiar encanto frívolo e irónico, pero en su mandíbula se tensó un músculo.
Allí estaba otra vez, una especie de relámpago en su rostro, algo que ella no lograba entender.
Le miró con todo el escepticismo que le permitía su estado lánguido y placentero. Aún sentía vibraciones en el cuerpo y el sexo de Joe seguía dentro de ella.
—Ese no es mi tema favorito —admitió él con un sombrío candor, al cabo de un momento. Sus atractivas facciones expresaban algo que ella interpretó como un matiz de reproche, y la mirada de sus ojos negros era difícil de interpretar.
Puesto que él ya había confesado que el matrimonio no le interesaba, ella lo entendió e intentó soslayar la tristeza de estar aparentemente incluida en aquella cifra incalculable de amoríos pasados. Eso no importaba, se dijo de pronto con una lógica implacable. Ella comprendía el juego y él había cumplido con creces su parte del trato.
Era gentil, ardiente, hábil y generoso.
Esta era la semana más hermosa de su vida, pero él la olvidaría, y ante esa verdad incuestionable _______ se sintió sumida en una intensa sensación de pesar. El no era un amante constante y desde luego nunca había prometido serlo, de manera que no tenía derecho a concebir esperanzas de ningún tipo.
En la frente de Joe había una pequeña gota de sudor y, dispuesta a saborear cada segundo y a desechar cualquier pensamiento que interfiriera en ello, _______ la secó con la punta del dedo en un gesto juguetón.
—¿Se da cuenta, excelencia, de que puede verse en apuros para superar su despliegue de romanticismo de anoche?
Aunque se marchara de allí sin nada más, _______ siempre conservaría el recuerdo de una terraza a la luz de la luna y de unos brazos fuertes que la rodeaban, mientras ellos se movían al ritmo de una preciosa y silenciosa danza.
Joe arqueó una ceja de ébano y sonrió con languidez e infinita malicia, como un auténtico tributo a su sobrenombre.
—¿Me desafía, lady Wynn?
—Supongo que puede interpretarse así.
—Mmm. — Joe le dibujó el contorno de la columna vertebral hasta la curva de una nalga desnuda, abarcó el trasero con la mano y apretó levemente. —Tendré que ser creativo, ¿verdad?
—¿Para superar a lord Manderville? Le conoces mejor que yo, pero dado que él participa en la apuesta, imagino que también pondrá todo su empeño.
Para sorpresa de _____, aquello apareció de nuevo. Cierto destello lúgubre en la expresión, que cruzó la cara de Joe y que solo podía describirse como enojo. Se dio cuenta de que él solo había mencionado al conde un par de veces en los últimos días. La propia apuesta tampoco había sido tema de conversación.
—No es su empeño lo que me preocupa —musitó él.
Eso provocó una carcajada que _______ no pudo reprimir, aunque tuvo la sensación de que su sonrisa era algo trémula.
—No es que quiera alimentar tu arrogancia, pero en cualquier caso dudo que debas preocuparte.
—¿Te he impresionado? —Él curvó la boca con aquel gesto pícaro y familiar, y le levantó ligeramente la barbilla con el dedo. Ella sintió con desazón que aquello la perseguiría en sueños.
Habría sido mejor que hubiera sabido mentir. En lugar de eso dijo sin más:
—Sí.
Él le dio media vuelta y la impresionó otra vez.
Le sorprendió, pero Joe descubrió que le gustaba la dulzura del amanecer. No es que él fuera perezoso en absoluto, había días en los que tenía demasiadas cosas que hacer, pero solía acostarse tarde y raramente se levantaba hasta que el sol coronaba el horizonte. Después de pasar algunas mañanas en la cama contemplando cómo se iluminaba el cielo, se dio cuenta de que aquello le gustaba.
Decidió que, por supuesto, ayudaba bastante tener a una mujer cautivadora al lado, y quizá esa fuera la razón por la que de repente desarrolló un apego sentimental por el alba, después de veintiocho años sobre la tierra ignorándola completamente.
_____ dormía como una niña a su lado, con una mano bajo la mejilla y la respiración tranquila y acompasada. Pero ciertamente ella no tenía nada de infantil en ningún otro sentido. Parte de su cuerpo desnudo y voluptuoso estaba cubierto por las sábanas de seda, y sus senos, coronados de rosa, eran visibles y demasiado tentadores. La espesa cabellera desparramada sobre sus hombros pálidos adornaba la manta con una centelleante cascada de rizos desordenados. Dormida, se parecía a lo que Joe suponía que era su ideal de mujer, pletórica de elegante sensualidad y atractivo natural.
Y delicada vulnerabilidad femenina, sumada a una admirable fuerza interior que le conmovían.
Joe se incorporó, se apoyó en las almohadas contemplando aquella silueta flexible y frunció levemente el ceño. Esto era algo sexual y nada más, se recordó con severidad. En el fondo de su corazón él era un hombre práctico.
Pero ella se despertaba temprano y él había descubierto que le gustaba despertarse con ella.
En efecto, en cuanto la habitación se iluminó de modo que los muebles dejaron de ser sombras vagas, y la luz sobre los cortinajes corridos proyectó un cálido reflejo en la alfombra oriental, ella se movió. Sus largas pestañas temblaron, suspiró, se desperezó apenas y abrió los ojos.
—Buenos días.
______ se dio la vuelta para obsequiarle con una sonrisa somnolienta. Con un recato para el que ya era algo tarde y que resultaba sobre todo innecesario, tiró de la sábana hasta cubrirse los pechos desnudos, mientras se despertaba con un parpadeo.
—Buenos días.
—Siempre. Cuando me despierto contigo.
—Es demasiado temprano para tu elocuente encanto, Rothay —rió ella mientras se desperezaba indolente otra vez.
—¿Y si resulta que soy sincero?
—No nos conocemos lo bastante el uno al otro para que sea sincero.
—Siempre existe la posibilidad de que lo sea de todos modos.
Despeinada y exquisita, ______ era la viva imagen del atractivo femenino. Cercana, cálida y cautivadora. El tuvo que cerrar las manos para abstenerse de tocarla.
Joe deseaba explicarse. Decir que él no solía quedarse a pasar la noche. Si había bebido más de lo acostumbrado, o si hacía muy mal tiempo, a veces dormía en la cama de la dama con quien había estado, pero eso era por mero espíritu práctico y no porque deseara despertarse al lado de nadie.
Pero no dijo nada. Expresar los verdaderos sentimientos era más difícil de lo que imaginaba. En eso tenía poca práctica. Normalmente no le costaba nada marcharse.
Eso lo había aprendido de su romance con Helena. Mantener el apego al mínimo, porque tal cosa no aportaría más que dolor a su vida. La confianza era frágil y se destrozaba con mucha facilidad.
______ se sentó, echó el cabello hacia atrás y deslizó las piernas desnudas por un lado de la cama. Joe la cogió por la muñeca.
—No te levantes aún, ángel mío.
Ella se echó a reír y le retiró los dedos.
—Perdóname, pero he de...
Él sonrió cuando ella señaló la cortina que separaba discretamente el retrete del resto de la estancia.
—Por supuesto. Qué falta de tacto por mi parte. Date prisa en volver.
______ arqueó con delicadeza una ceja cobriza.
—Veo que estás en tu estado habitual.
El actual grado de excitación de Joe, que como la silueta de un mástil erecto levantaba la sábana que le cubría hasta la cintura, era una visible declaración del porqué deseaba que ella volviera con la mayor premura posible. Hizo una mueca.
—Esto es un cumplido a tu incomparable encanto —dijo. —Una causa y su efecto directo. En el momento en el que despertaste, cierta parte de mi anatomía hizo lo mismo.
«Y eres en verdad encantadora», pensó mientras la veía cruzar la habitación para ocuparse de una necesidad humana básica. Esa piel tan blanca, como bañada de rocío, y esas curvas redondeadas y perfectas... Cuando _______ volvió pocos minutos después, él disfrutó del privilegio de contemplar el balanceo de sus pechos a cada paso, de aquella exquisita carne que atraía su boca y sus manos.
Ella volvió a subir a su lado con una mirada expectante en su precioso rostro. Joe olió el aroma característico del jabón de violetas, y la miró a su vez con los párpados ligeramente entornados, mientras se recostaba en las almohadas.
A medida que su timidez y su turbación se desvanecían de día en día, ______ estaba empezando a explorar su faceta pasional. Asistir a esa evolución era fascinante, y él tenía la fortuna de participar de ese viaje. Ella era virgen en todos los sentidos salvo en el físico cuando había acudido a él, y cada vez que hacía el amor era un poco más audaz.
Se preguntó si cuando todo esto hubiera terminado, _______ habría cambiado de opinión sobre el matrimonio. Suponía que, como mínimo, se buscaría un amante.
Pensar en eso le hizo entornar los ojos, un molesto arrebato de posesión mitigó su deseo por un momento.______, de lado junto a él, con aquellos sedosos rizos castaños desparramados sobre los hombros y la espalda, se mordió el labio inferior y abrió los ojos un poco más.
—¿Pasa algo malo?
El no podía retenerla. Esto era lujuria transitoria, nada más. Con cualquier otra mujer sería algo pasajero y con ella sería igual. Por otro lado, era demasiado joven y casadera para ser su amante, y la posibilidad de que fuera estéril era un riesgo demasiado importante para que él considerara algún tipo de acuerdo distinto.
De hecho, apenas podía creer que esa opción se le hubiera ocurrido, aunque fuera a la ligera.
El momento pasó. Joe sonrió, preguntándose si esos pocos días en un ambiente campestre habían alterado el equilibrio de su condición de hombre de mundo. Tal vez había respirado demasiado aire fresco o se había excedido con la mantequilla casera. O quizá, con una joven preciosidad desnuda y disponible a su lado, y sin otra cosa que hacer en todo el día más que disfrutar de su cuerpo cálido y complaciente, su impetuosa ansia sexual se había apropiado del control de su cerebro. La semana próxima había sesión del Parlamento y tendría que volver a su rutina habitual. Por ahora no debía complicar las cosas y limitarse a vivir el momento. Tantos días de vida relajada eran una excepción.
—No pasa nada malo, más bien al contrario. —Se acercó a ella y le acarició la mejilla primero. Después deslizó los dedos con mucha suavidad por el arco de su cuello. —Hace una mañana maravillosa y estás desnuda a mi lado. ¿Qué puede haber de malo, ángel mío?
—No lo sé. Por un momento, parecías un poco... feroz.
—Lo único feroz que hay en mí es lo mucho que te deseo.
Aquel instante se convirtió en pasado cuando él se inclinó hacia delante y la besó; le rozó los labios con la boca, saboreándolos. Ella respondió como lo hacía siempre, después de una breve vacilación que significaba que estaba haciendo progresos en el mundo del placer carnal, pero que acababa de iniciarse en ese camino.
El estaba más que encantado de ser su guía y así, la idea de una mañana entre las sábanas, tiñó su mundo de un brillo rosado y borró su efímera y atípica reflexión sobre el tema de la permanencia.
—Así.
Aquellas palabras, musitadas junto a la boca de ______, fueron acompañadas de la ansiedad de sus manos.
_____ obedeció. Era terrorífico admitirlo, pero probablemente ella haría todo lo que le pidiera. Sobre todo después del subyugador beso que acababan de compartir. Era vagamente consciente del gorjeo de los pájaros en el exterior, del aroma refrescante de la brisa de la madrugada que entraba por la ventana abierta, del elegante dosel de seda de la cama y de la luz creciente de la habitación a medida que nacía el día...
Pero en aquel momento para _____ el mundo entero era él.
Y lo que él deseaba, en apariencia, era que ella se sentara a horcajadas sobre sus esbeltas caderas.
Joe, con su cabello negro alborotado y sus llamativos rasgos clásicos sobre el fondo blanco de la almohada, parecía una especie de príncipe medieval decadente. Su piel estaba teñida de un levísimo rubor y su torso musculoso se elevaba a un ritmo ligeramente agitado.
—Tómame en tus manos y guíame.
La confusión de ______debió de ser evidente.
—Dentro de ti —aclaró él, y la pequeña mueca de sus labios reveló cómo le divertía la ignorancia de ella. —El hombre no siempre ha de estar encima.
La idea de que pudiera haber más de una posición era un tanto sorprendente. Hasta el momento, aquello había sido completamente diferente en todos los sentidos posibles y ____ daba sinceras gracias a Dios por ello; pero la mecánica del asunto era la misma que recordaba con Edward. Tumbada sobre la espalda con las piernas separadas y Joe encima.
—A algunas mujeres les gusta mucho. Veamos si a ti también. —Su voz tenía aquel leve matiz rasposo que ella había terminado por asociar al anhelo sexual.
Algunas mujeres. Él lo sabía, por supuesto, pensó con un indeseado e irracional... resentimiento. El duque diabólico probablemente era capaz de dibujar gráficos y escribir ensayos sobre las preferencias sexuales de la mayoría de las damas de la alta sociedad del momento, incluidas sus posturas ideales.
El pene erecto se levantó con firmeza sobre el abdomen plano de Joe; en la punta brillaba la evidencia líquida de su deseo. ______ se desplazó un poco hacia delante. Guiada por las manos de él puso los dedos alrededor de la carne hinchada y se levantó un poco para colocar la punta en la entrada de su sexo.
Él emitió un pequeño sonido inarticulado, sus dedos se tensaron un instante sobre las caderas de ella cuando se dejó caer, y el miembro se deslizó despacio en su interior hasta que el extremo le llegó al útero. _____ se vio una vez más en la habitual y frustrante situación de no saber exactamente cómo proceder, pero cuando empezó a moverse, Joe la ayudó susurrándole frases y palabras de ánimo. Mientras se alzaba y caía, Joe sentía bajo las palmas de las manos el pecho ardiente y duro de él, y finalmente se habituó a un ritmo y el placer desplazó a la incomodidad.
Si ladeaba un poco el cuerpo, la sensación era tan sublime que la hacía temblar. Era una fricción deliciosamente perfecta y apasionada y ambos se contemplaron, mientras sus cuerpos escalaban la cúspide común. Arriba, abajo, arriba otra vez... Dios santo, no podía contenerse, sobre todo cuando él movía la mano entre ambos y hacia algo muy malicioso con el pulgar, justo en el punto adecuado.
—Creo que este sería un buen momento, cariño. —Él pronunció esas palabras con un siseo entre clientes. Sus caderas embestían hacia arriba para encontrarse con ella, que se deslizaba hacia abajo.
El mundo de ______ se desmoronó. Lo mismo hizo su cuerpo tembloroso, mientras emitía un pequeño chillido y encogía los hombros, apretando la cara contra el poderoso cuello de Joe , y rompía y se retiraba oleada tras oleada, hasta que se quedó temblando y sin fuerzas, derrotada en las secuelas del orgasmo.
Él gimió abrazándola con fuerza y se quedó inmóvil, penetrándola hasta una profundidad imposible, y ella sintió su eyaculación como una ola a través de la bruma.
Jadeantes, sudorosos, silenciosos, yacieron juntos en un indolente abandono. Finalmente él rió en voz baja.
—Me atrevería a decir que has disfrutado siendo un poco más aventurera. Hay más cosas qué aprender, ¿sabes?, y aún nos quedan tres días.
Una caprichosa parte del cerebro de ______ tradujo esas palabras. Solo tres días.
—Estoy segura de que sabes todo lo que hay que saber, Rothay.
Consiguió levantar la cabeza y confió en que su expresión fuera tan neutra como pretendía. Quería ser distante, ser indiferente, al estilo de las mujeres a las que él estaba acostumbrado, porque si conseguía emular con eficacia a una de esas sofisticadas bellezas de la buena sociedad, tal vez podría asumir la displicente actitud de estas ante las relaciones sexuales superficiales. En ella había una faceta perversa tremendamente curiosa, e hizo la pregunta que estaba en la retaguardia de su mente casi desde el momento en el que le conoció.
—Dime, entre todas las mujeres que has conocido, ¿hubo alguna vez alguien especial?
Probablemente era una pregunta malintencionada y que, pese a la postura íntima en la que se encontraban, no era asunto suyo, pero _______ quería saberlo.
—Todas ellas. —La voz de Joe tenía aquel familiar encanto frívolo e irónico, pero en su mandíbula se tensó un músculo.
Allí estaba otra vez, una especie de relámpago en su rostro, algo que ella no lograba entender.
Le miró con todo el escepticismo que le permitía su estado lánguido y placentero. Aún sentía vibraciones en el cuerpo y el sexo de Joe seguía dentro de ella.
—Ese no es mi tema favorito —admitió él con un sombrío candor, al cabo de un momento. Sus atractivas facciones expresaban algo que ella interpretó como un matiz de reproche, y la mirada de sus ojos negros era difícil de interpretar.
Puesto que él ya había confesado que el matrimonio no le interesaba, ella lo entendió e intentó soslayar la tristeza de estar aparentemente incluida en aquella cifra incalculable de amoríos pasados. Eso no importaba, se dijo de pronto con una lógica implacable. Ella comprendía el juego y él había cumplido con creces su parte del trato.
Era gentil, ardiente, hábil y generoso.
Esta era la semana más hermosa de su vida, pero él la olvidaría, y ante esa verdad incuestionable _______ se sintió sumida en una intensa sensación de pesar. El no era un amante constante y desde luego nunca había prometido serlo, de manera que no tenía derecho a concebir esperanzas de ningún tipo.
En la frente de Joe había una pequeña gota de sudor y, dispuesta a saborear cada segundo y a desechar cualquier pensamiento que interfiriera en ello, _______ la secó con la punta del dedo en un gesto juguetón.
—¿Se da cuenta, excelencia, de que puede verse en apuros para superar su despliegue de romanticismo de anoche?
Aunque se marchara de allí sin nada más, _______ siempre conservaría el recuerdo de una terraza a la luz de la luna y de unos brazos fuertes que la rodeaban, mientras ellos se movían al ritmo de una preciosa y silenciosa danza.
Joe arqueó una ceja de ébano y sonrió con languidez e infinita malicia, como un auténtico tributo a su sobrenombre.
—¿Me desafía, lady Wynn?
—Supongo que puede interpretarse así.
—Mmm. — Joe le dibujó el contorno de la columna vertebral hasta la curva de una nalga desnuda, abarcó el trasero con la mano y apretó levemente. —Tendré que ser creativo, ¿verdad?
—¿Para superar a lord Manderville? Le conoces mejor que yo, pero dado que él participa en la apuesta, imagino que también pondrá todo su empeño.
Para sorpresa de _____, aquello apareció de nuevo. Cierto destello lúgubre en la expresión, que cruzó la cara de Joe y que solo podía describirse como enojo. Se dio cuenta de que él solo había mencionado al conde un par de veces en los últimos días. La propia apuesta tampoco había sido tema de conversación.
—No es su empeño lo que me preocupa —musitó él.
Eso provocó una carcajada que _______ no pudo reprimir, aunque tuvo la sensación de que su sonrisa era algo trémula.
—No es que quiera alimentar tu arrogancia, pero en cualquier caso dudo que debas preocuparte.
—¿Te he impresionado? —Él curvó la boca con aquel gesto pícaro y familiar, y le levantó ligeramente la barbilla con el dedo. Ella sintió con desazón que aquello la perseguiría en sueños.
Habría sido mejor que hubiera sabido mentir. En lugar de eso dijo sin más:
—Sí.
Él le dio media vuelta y la impresionó otra vez.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
siiiii por fa
trata de subirla
a mi me encanta!!!!!
trata de subirla
a mi me encanta!!!!!
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
nueva lectora me encanta
siguela!!!!!!!!!!!!!!!
siguela!!!!!!!!!!!!!!!
aranzhitha
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Julieta♥ escribió:siiiii por fa
trata de subirla
a mi me encanta!!!!!
que bueno tenerte de nuevo por aca :)
sisi esta vez la termino lo juro
asiq ya mismo subo otro capitulo
sisi esta vez la termino lo juro
asiq ya mismo subo otro capitulo
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
JB&1D2 escribió:Nueva lectoraaa
Hola!!!
Bienvenida :)
espero que te guste la novela
Bienvenida :)
espero que te guste la novela
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
aranzhitha escribió:nueva lectora me encanta
siguela!!!!!!!!!!!!!!!
Bienvenida
que bueno que te gusta la novela =)
ahora mismo la sigo
que bueno que te gusta la novela =)
ahora mismo la sigo
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 15
La desesperación era una fuerza poderosa cuando se trataba de ingeniar métodos, decidió Nicholas burlándose con ironía de sí mismo mientras se arrastraba hasta la cornisa y recuperaba el aliento. Lo que estaba haciendo era indigno e imprudente, pero esperaba que demostrara su tesón y la profundidad de sus sentimientos.
Lo único que quería era tener una conversación breve y civilizada.
Bueno, eso no era lo único que quería, pero le daría la oportunidad de explicarse.
La ventana estaba entreabierta porque la noche era calurosa, algo con lo que él contaba. Se apostó en su estrecho puesto de vigilancia, oyó un murmullo de voces en el interior y esperó a que la doncella de Annabel se fuera. Cuando le llegó el leve sonido de la puerta al cerrarse, se preparó confiando en que el objeto de su visita no chillara hasta echar la casa abajo.
Por suerte para él, ella estaba de espaldas cuando apartó las cortinas y se deslizó al interior de la alcoba. Annabel estaba sentada ante el tocador y no se percató de su abrupta aparición hasta que le vio reflejado en el espejo; entonces abrió los ojos como platos.
—No —dijo él inmediatamente. —Si gritas, todos los de la casa sabrán que estoy en tu dormitorio.
La boca de ella, que ya estaba abierta, se cerró de golpe. Annabel se dio la vuelta en la silla con tanta violencia que casi se cayó al suelo. Recuperó el equilibrio y le miró colérica a los ojos. Las mejillas le ardían.
—Sal de aquí.
Nicholas, que no esperaba un recibimiento cálido, no se amedrentó.
—No. No hasta que hablemos unos minutos.
—¿Estás loco? Acabas de entrar a rastras por la ventana. Si deseas hablar conmigo, pídelo de forma normal —dijo ella con sequedad, y añadió: —milord.
Al oír aquel tratamiento formal él casi se echó a reír. Annabel le había llamado por su nombre de pila desde que era una niña, pero en la situación actual, Nicholas se sentía demasiado desgraciado para que algo le pareciera gracioso, y se limitó a mirarla con una expresión que esperaba que fuera neutra.
—Lo he intentado. Por si no te has dado cuenta, esta semana he bebido más tazas de insípido té que en todo el año pasado. He ido a fiestas a las que en mi estado normal ni se me habría ocurrido asistir, y me he esforzado en soportar hasta el final unas cuantas cenas aquí. Es imposible estar a solas contigo ni un minuto, querida. Esta es la solución que se me ha ocurrido. A menos que desees un escándalo, no puedes alertar de mi presencia.
Ella se quedó mirándolo como si realmente estuviera loco y él tampoco estaba seguro de no estarlo. Por todos los diablos, esta era la casa de su tío y podía entrar por la puerta siempre que quisiera con total impunidad, y ser bien recibido. No obstante, ni siquiera el tolerante Thomas permitiría que estuviera en la habitación de Annabel.
Nicholas expuso con cinismo y amargura evidentes:
—¿Has olvidado mi carta? Por favor, no intentes decirme que no la recibiste, Annie.
—No la leí. La tiré.
Aquella confirmación no favoreció en nada la seguridad de Nicholas, que dijo con voz queda:
—Ya veo. Me alegro de haber perdido el tiempo.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué estás haciendo esto? —Como si de pronto se hubiera dado cuenta de que solo llevaba puesto el camisón, Annabel se llevó la mano al escote y la apoyó allí. —A Alfred no le gustaría encontrarte aquí.
—No le he pedido permiso.
Al infierno con lord Hyatt. Nicholas la amaba.
—Te ruego nuevamente que te vayas.
Por todos los demonios, ella tenía un aspecto encantador, cubierta únicamente de encajes y bordados blancos, con el cabello dorado suelto alrededor de los hombros y la cara ladeada, de forma que él podía contemplar aquel perfil perfecto. Sus largas pestañas proyectaban sombras sobre sus mejillas.
—No hasta que no haya dicho unas cuantas cosas. —Nicholas no se movió de su puesto junto a la ventana y, en lugar de eso, apoyó un hombro en el marco. No estaba seguro de poder prometer una conducta caballerosa si se acercaba a ella. —¿Puedo hablar?
—¿Puedo impedirlo? —La voz de Annabel estaba llena de resentimiento. —Ya has irrumpido aquí y me has amenazado. No veo que tenga elección.
—He trepado por el muro de la casa de mi propio tío, arriesgándome a partirme el cuello. —Nicholas cruzó los brazos sobre el pecho. —¿Eso no te dice que debe ser importante?
Annabel levantó la barbilla sin dejar de sujetarse el camisón al cuello, como si él fuera un canalla capaz de abalanzarse sobre ella.
—No puedo imaginar qué tenemos que decirnos. Yo estoy prometida y tú eres... tú.
Aquello le dolió, sobre todo dicho en un tono tan mordaz. «Tú eres tú.»
—Sí, lo soy. Un hombre. Uno que comete fallos normales como cualquier otro —dijo él con una voz letal.
—¿Normales? No todos los hombres fornican indiscriminadamente con todas las mujeres con las que se topan. —Se levantó, caminó hasta el otro extremo de la habitación y se volvió hacia él. —Lo que sea que hayas venido a buscar, no vas a encontrarlo. Perdí toda fe en ti hace un año, y me doy cuenta de que, para empezar, esa fe estaba fuera de lugar. Sé que fui absolutamente ingenua y estúpida al enamorarme de ti, pero ya no soy esa misma inocente fascinada que era. ¿Ya no era inocente?
Nicholas rechazó aquella idea con una sensación de opresión en el pecho. Dio un paso hacia delante de forma involuntaria.
—¿Él te ha puesto en una situación comprometida?
Ante el tono acusatorio de su voz, las mejillas de Annabel se tiñeron de carmesí.
—Por supuesto que no. Si te refieres a Alfred, él jamás lo haría. No todo el mundo es como tú.
Ahí estaba otra vez esa palabra, lanzada contra él como un dardo. De todas formas, Nicholas sintió una oleada de alivio. No, Hyatt no la había tocado, de ahí el rencor y las suspicacias de aquel hombre durante aquella copa, no especialmente amigable, que habían compartido. Cuando se trataba de ella, Nicholas carecía de perspectiva.
El desprecio que ella le mostraba le hizo sentir vergüenza, aunque esperaba no demostrarlo, y dijo entre dientes:
—No soy un santo. Nunca he pretendido serlo. Pero tampoco carezco de conciencia. Por eso estoy aquí. Nunca tuve la oportunidad de disculparme por lo que pasó, salvo por carta y por lo visto eso no basta para ti.
—¿Lo que pasó? —Se alzaron unas cejas doradas.
—En la biblioteca —aclaró él con brusquedad.
—Ah. —Fue una respuesta de una sola palabra, fría, como una piedra en invierno.
Una brisa suave hizo crujir las cortinas a espaldas de Nicholas, que dijo con voz tranquila:
—Te besé. ¿Lo recuerdas?
Nicholas sabía que ella lo recordaba. Ella sabía que él lo sabía. Los ojos de Annabel centellearon.
—De hecho, me acuerdo de ese día. De todo.
—Te hice daño —observó con ternura.
—No te hagas ilusiones, milord.
Annabel mentía si lo negaba. Igual que él había visto la felicidad en sus ojos desorbitados después del beso, recordaba a la perfección la mirada pálida y aterrorizada de su rostro cuando ella salió bruscamente del invernadero donde le había descubierto con Isabella. Nicholas suponía que en realidad no tenía importancia que a continuación él se hubiera disculpado con Isabella y se hubiera marchado. El daño ya estaba hecho. Aquella no había sido una velada afortunada. Después de que Annabel saliera corriendo y llorando de la estancia, Isabella había aireado su indignada decepción ante su retirada. Nicholas no sabía si alguien podía sentirse tan canalla y despreciable como él. Aquella noche se había llevado una botella de coñac a la cama, pero no a lady Bellvue.
Luchando por recuperar una calma que en realidad no sentía, dijo:
—Eso es lo que hemos de hablar, Annie. El beso y lo que pasó después, porque una cosa y otra están directamente relacionadas.
—No veo cómo un simple beso puede estar relacionado con tu sórdido y repugnante comportamiento posterior.
El cabello de Annabel brillaba bajo la luz de una sola lámpara, sus mechones rubios enmarcaban aquellas delicadas facciones. Sus ojos azul oscuro le miraban con evidente censura.
—Sé que te decepcioné, pero no fue algo intencionado. Además fue un simple beso y nada más, y ambos lo sabemos.
Los labios de Annabel temblaron ligeramente.
—Para ti solo uno más entre un millar, estoy segura. Por favor, no intentes decirme que aquello tuvo algún significado. Yo te vi después, Nicholas. Y según dicen todos desde entonces no has vivido como un monje precisamente. Hay maridos indignados por todas partes, que pueden confirmar esa suposición, como lord Tanner, por ejemplo. He de admitir que no me sorprendió cuando esa historia salió a la luz.
—Yo nunca he aspirado a la santidad. Lo único que puedo decir es que el asunto Tanner no tuvo nada que ver conmigo. Nunca. No estoy seguro de qué otros comentarios te han llegado, pero créeme, lo que he hecho este último año ha sido pensar en ti.
—¿Todo por un beso? Perdona mi escepticismo, pero que sepas que eso es difícil de creer.
Confiando en que ella captara la sinceridad de su voz, él le dijo la verdad.
—Ese beso cambió mi vida.
¿Cómo podía hacerle esto a ella? La última semana había sido una tortura, porque de pronto Nicholas parecía estar en todas partes, era imposible no hacerle caso... ¿Y ahora esto? Él tenía razón. Annabel le había evitado de forma deliberada tanto como pudo, porque lo último que quería era recordar su infortunado encaprichamiento con el desleal y notorio conde de Manderville.
Pero ciertamente ahora no podía evitarle. No cuando él estaba allí de pie, en su dormitorio nada menos. Esa austera belleza masculina en las sombras y las hendiduras de su rostro bajo la luz tenue; ese denso cabello rozando el cuello de su fina camisa de lino, que realzaba la impresionante anchura de sus hombros. Y aunque para esa peligrosa ascensión no se hubiera puesto ni corbata ni chaqueta, los pantalones negros y las botas de caña alta destacaban la longitud de sus piernas.
Era desconcertante que él hubiera hecho todo eso, y esa última declaración la había dejado sin palabras.
—Aquel beso... —repitió Nicholas con la misma voz ronca —ese que nunca hubiera debido suceder... cambió mi vida, Annie. Te juro por mi honor que es cierto.
¿Acababa de decir la palabra «honor»?
Pero el recuerdo todavía era muy doloroso, como una herida en carne viva que se negaba a cicatrizar, y por ello Annabel dijo con amarga convicción:
—Estoy segura de que eres capaz de afirmar todo tipo de cosas, poniendo tu honor como prueba de tu convicción, dado que este no existe.
Nicholas torció el gesto apenas y ella supo que le había herido en lo más profundo.
—Supongo que no me sorprende que tengas una opinión tan pobre de mí, puesto que ya lo has dejado claro. Pero también es verdad que nos conocemos desde hace mucho tiempo así que, ¿no podrías hacerme el favor de escucharme? —En sus ojos, de un azul vivísimo, había una inusual mirada de súplica. —Seguro que estás intrigada, visto que lo que tengo que decir es lo suficientemente importante como para que haya arriesgado el cuello para contártelo.
Ella sentía curiosidad, pero admitirlo parecería una debilidad. La capacidad de seducción de Nicholas estaba fuera de duda.
Por otro lado, ella había mentido abiertamente con respecto a la carta.
Lo que no estaba tan claro era su capacidad de resistencia. Tal vez no había llegado en absoluto a la sofisticación y experiencia de él, pero al menos era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de ello y saber que bajar la guardia, ni tan siquiera un segundo, era una imprudencia. En su estado actual de escasa satisfacción ante su inminente matrimonio, Nicholas Drake era un peligro.
—No —mintió. —No me intriga lo más mínimo.
Nicholas tensó un músculo de la mandíbula.
—Mi familia... y... yo nos hemos ocupado de ti durante todos estos años y eso debe valer para algo.
—Eso no es justo. —Ella se irguió y le miró fijamente. —No es culpa mía que me quedara huérfana.
—No, claro que no. —Su implacable expresión no varió. —Pero creo que yo hablo de algo más que de justicia. Al menos me debes una oportunidad de hablar. ¿Hablamos?
Él era el conde, su título le convertía en última instancia en el responsable, en el aspecto financiero, de la propiedad que ella consideraba su hogar, y sí, su familia había sido más que generosa con ella y lo sabía. Si no por él mismo, al menos por Thomas y Margaret le debía algo a Nicholas. Annabel inclinó la cabeza con cierta descortesía.
—De acuerdo —dijo.
El fantasma de su usual y maravillosa sonrisa planeó sobre la boca de Nicholas.
—Primero me veo obligado a suplicar y luego al chantaje.
—Limítate a decir eso que te parece tan endiabladamente importante y luego vete. Si alguien te encontrara en mi dormitorio, a la hora que sea e incluso completamente vestido, para mí sería la ruina.
Por desgracia eso era cierto. Annabel dudaba de que Alfred lo entendiera, por muy comprensivo que fuera.
Pero en cuanto obtuvo el permiso, Nicholas pareció dudar. Al cabo de un momento dijo simplemente:
—Nada de lo que pasó ese día fue tal como yo pretendía. No tenía intención de besarte y tampoco tenía intención de tocar a Isabella Bellvue después, y aquello no pasó de ahí. Si lo recuerdas, yo llevaba días evitándola.
Ella recordaba a la coqueta condesa porque la estuvo observando devorada por los celos, mientras lady Bellvue perseguía sin piedad a Nicholas con un propósito tan evidente, que no podía pasar inadvertido ni a una ingenua de diecisiete años.
—Aquella noche en el invernadero, desde luego no la estabas evitando —dijo con dureza.
—Eso fue porque te había besado a ti antes.
—Nunca en mi vida he oído algo tan absurdo.
—¿No? Bien, escucha. —Había cierto matiz irónico en su voz. —Si quieres algo absurdo yo puedo proporcionártelo. Aquella tarde, cuando te tuve entre mis brazos, me di cuenta de que con respecto a ti solo tenía una elección, y esa era retirarme o actuar con intenciones honorables. No intento ocultar que pensar en eso último me alteró en lo más profundo. Cuando más tarde Isabella se me acercó, yo estaba intentando negar que tuviera que tomar una decisión. La conciencia de que mi vida iba a cambiar de forma tan radical no era fácil de asumir. No soy el primer hombre que se asusta ante la idea del amor, y mucho menos del matrimonio.
¿El... Nicholas Drake, cuya indiferencia era tristemente famosa... acababa de pronunciar las palabras amor y matrimonio en la misma frase?
Y lo que es más, Annabel recordaba muy bien la mirada que había en el rostro de él cuando se fue de la biblioteca de forma tan repentina. Tal vez existía la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad.
—Supongo que pensé —siguió Nicholas—que un breve episodio con una mujer complaciente podría curar mi locura momentánea.
Notar que su corazón había empezado a latir más deprisa era irritante.
—¿Y fue así? —preguntó Annabel en un tono lo más frío posible.
Pero tenía las palmas de las manos húmedas. Había un gesto en la boca de Nicholas que era nuevo para ella; pensó que aunque fuera tan alto y varonil, en aquel hombre al que siempre había considerado invencible había una chispa de vulnerabilidad.
Eso era lo último que le convenía. El dijo en voz baja:
—No. Como acabo de decir, no pasó nada más que lo que tú viste. En cuanto tú saliste de allí yo también me fui. Isabella estaba furiosa, créeme.
—Disculpa que no sienta mucha lástima por ella —espetó Annabel. —De todos modos, lo que me pasó ya me parece más que suficiente. Ella estaba medio desnuda y tú estabas... —Se detuvo, avergonzada. Sin duda él había acariciado los pechos de tantas mujeres, que no le daba la menor importancia a aquel incidente.
Para su pesar, Nicholas interpretó sus titubeos al hablar como lo que eran.
—Eso es porque tú aún eres muy inocente, lo cual es parte de nuestro problema. Confía en mí, hay mucho más.
—¿Confiar en ti? Por favor. Además nosotros no tenemos ningún problema en común. Nosotros no compartimos nada. —Annabel escupió deliberadamente cada palabra.
—Vamos, Annie, eso no es verdad. —La expresión de Nicholas era dura, casi acusatoria. —Tú me evitas. Dios sabe que yo he intentado mantenerme alejado de ti. No nos funciona. A ninguno de los dos. Otras personas lo han notado. Tu prometido lo ha notado, por Dios santo.
—Deja a Alfred al margen de esta... ridícula discusión. Para empezar no estoy segura de por qué la estamos teniendo. —Apretó las manos como puños y tuvo una extraña sensación en el estómago, como si se hubiera tragado algo indigesto. —En cualquier caso, ¿cómo puedes saber tú lo que él piensa?
—Los hombres tienen una forma de comunicarse más directa que las mujeres —dijo él con una sonrisa leve e irónica. —Por lo general, cuando nos ronda algo en la cabeza, simplemente preguntamos para aclarar el asunto. Si la respuesta no es de nuestro agrado, a veces utilizamos los puños o las pistolas al amanecer. Es propio de bárbaros, lo sé, pero nosotros tendemos a ser más directos con los temas del mundo que nos rodea.
Annabel le clavó la mirada.
—¿El te preguntó por mí? Por...
—¿Nosotros? —añadió él. —Me temo que sí.
Sí, definitivamente ella tenía el estómago revuelto.
—¿Y tú qué le contaste?
Nicholas alzó una ceja con un gesto de exasperación.
—Nada. Yo soy un caballero, aunque tú opines todo lo contrario.
—¿De verdad esperas que crea eso?
—¿Qué otra cosa puedo ofrecerte aparte de la verdad? Para eso estoy aquí.
Él estaba allí de pie, tan apuesto como siempre, aunque no hubiera rastro de su notable encanto. Su cara tenía por el contrario una expresión clara, franca, nada parecido a su habitual y carismático atractivo indolente.
No había duda de que las rodillas de Annabel habían empezado a temblar. Ella hizo lo posible por aparentar compostura, pero en realidad su mente era un torbellino.
—Déjame ver si entiendo eso que has venido a contarme desde tan lejos. Después de besarme aquella tarde, te preocupó que cualquier jugueteo amoroso posterior te colocara en la peligrosa situación de hacer algo impensable como casarte conmigo, y en lugar de eso utilizaste de forma desalmada a otra mujer para calmar tu lujuria. ¿Tengo razón?
El suspiró y pasó los dedos por su espesa cabellera. Annabel no sabía cómo era posible que estuviera aún más atractivo cuando lo tenía revuelto, pero de algún modo así era, por lo visto.
—Dicho de esa forma suena bastante mal, eso es cierto. No piensas ponérmelo fácil, ¿verdad? Y como ya he dicho, yo no calmé nada.
—¿Hay alguna razón por la que deba ponértelo fácil?
—Me comporté de un modo abominable, así que imagino que no.
Annabel, perfectamente consciente de que no iba vestida, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Por fin hay un punto en el que estamos de acuerdo.
—Annie, te amo. «¿Qué acaba de decir?» Ella dejó de respirar.
Maldito fuera, pensó sin fuerzas, Nicholas ya no debería ser capaz de hacerle esto.
Pero lo era. Que Dios la ayudara, era capaz.
—Te amo —repitió él en voz baja. —No puedo pensar en otra cosa y, francamente, me estoy volviendo loco. Me costó un año y tu maldito compromiso darme cuenta de lo intenso que es, pero te juro que es verdad.
Ella avanzó a ciegas hacia el tocador y se sentó. Inspiró temblando una profunda bocanada de aire y preguntó:
—¿Fue por eso por lo que apostaste ante los ojos de toda la alta sociedad que eras el amante más hábil de toda Inglaterra? Ese tipo de alarde no procede de un hombre que algún día va a ser fiel a una sola mujer.
—Todo lo contrario, ese es justo el tipo de comportamiento idiota provocado por ese sentimiento tristemente célebre que acabo de declararte, querida. —Sonreía con tristeza. —En este caso, se vio inspirado por el anuncio de tu compromiso en el periódico. Durante mucho tiempo he estado intentando aceptar no solo mis sentimientos, sino la idea de que te había alejado para siempre. Y allí estaba la prueba impresa de que nunca tendría la oportunidad de hacer nada respecto a ninguno de los dos problemas. Añade una buena dosis de clarete a la situación, y un hombre es capaz de hacer algo bastante estúpido.
No podía decirlo en serio. «Por favor, no permitas que ninguna parte de mí crea que lo dice en serio.»
—Eso fue una estupidez —musitó ella.
El dio un paso hacia delante.
—Bastante parecido a trepar por un muro y deslizarse por una ventana, como un personaje de novela.
Aunque Annabel rechazaba la idea de que él pudiera tocarla, una traicionera parte de sí misma lo deseaba. Tres pasos más... quizá cuatro, y él podría volver a tomarla en sus brazos y...
Enderezó la espalda. Se recordó a sí misma aquella terrible traición del año anterior y la infelicidad resultante.
—No te acerques más. Por favor, solo... vete.
El se quedó inmóvil, con los brazos en los costados. La tenue luz resaltaba los ángulos de su cara.
—Annie.
Ignorar la honda plegaria que había en su voz fue la cosa más difícil que ella había hecho en su vida.
—Por favor.
Si él la acariciaba una vez, solo una, ella podría derrumbarse.
Horrorizada notó una lágrima, que bajó lentamente por su mejilla como una gota cálida y cayó en sus manos, unidas sobre el regazo con tanta fiereza que le dolían los nudillos.
Y pensar que había jurado no derramar nunca otra lágrima por él. Cómo se atrevía Nicholas, después de todas sus múltiples ofensas, a convertirla además en mentirosa.
El se quedó allí de pie sin más y luego, para sorpresa de Annabel, inclinó la cabeza y cumplió con lo que ella le había pedido sin añadir una palabra. Se coló por la ventana y desapareció de su vista.
Estaba sola.
Si se hubiera caído y se hubiera partido el cuello, al menos no estaría en su actual estado de infelicidad y frustración, decidió Nicholas mientras recorría las dos manzanas hasta su propia casa; pero no se cayó. Aparte de eso, su brillante plan había fallado por completo por culpa de una lágrima. No podía soportar hacerla llorar.
Tenía muchos defectos, probablemente demasiados para llevar la cuenta, pero no era cruel. La mirada de Annabel le había dicho todo lo que necesitaba saber sobre lo que él le había hecho pasar ya, y si hubiera seguido adelante y hubiera puesto en práctica la seducción, después se habría odiado a sí mismo.
Y algo peor, tal vez ella le odiaría también.
La única parte agradable de todo aquello, pensó al entrar en su casa y dirigirse al estudio, era que habría podido seducirla. Estaba allí, en sus ojos, mientras le miraba fijamente, en su reacción de pánico cuando él avanzó un paso hacia ella, en la tensión de ese cuerpo tan deseable.
De manera que la partida no estaba perdida. Solo necesitaba replantear la estrategia.
Se sirvió una copa de coñac, se sentó detrás del escritorio y meditó frente a la chimenea vacía.
Por un lado abandonaría esa ridícula apuesta. No iba a marcharse una semana con la deliciosa lady Wynn. Debía afrontarlo. ¿Y si existía la más mínima posibilidad de que Annabel cambiara de idea, y él lo echaba a perder por comprometer aún más su reputación que ya era muy poco intachable? Esperaba que Joseph estuviera pasándolo bien, pero tenía serias dudas de ser capaz de afrontar ese asunto con parecido entusiasmo. No, cuando al otro lado de la balanza estaba toda su felicidad futura.
La única mujer que él deseaba era Annabel. Con ella o sin ella, tenía la sensación de que sus días de calavera se habían terminado.
La desesperación era una fuerza poderosa cuando se trataba de ingeniar métodos, decidió Nicholas burlándose con ironía de sí mismo mientras se arrastraba hasta la cornisa y recuperaba el aliento. Lo que estaba haciendo era indigno e imprudente, pero esperaba que demostrara su tesón y la profundidad de sus sentimientos.
Lo único que quería era tener una conversación breve y civilizada.
Bueno, eso no era lo único que quería, pero le daría la oportunidad de explicarse.
La ventana estaba entreabierta porque la noche era calurosa, algo con lo que él contaba. Se apostó en su estrecho puesto de vigilancia, oyó un murmullo de voces en el interior y esperó a que la doncella de Annabel se fuera. Cuando le llegó el leve sonido de la puerta al cerrarse, se preparó confiando en que el objeto de su visita no chillara hasta echar la casa abajo.
Por suerte para él, ella estaba de espaldas cuando apartó las cortinas y se deslizó al interior de la alcoba. Annabel estaba sentada ante el tocador y no se percató de su abrupta aparición hasta que le vio reflejado en el espejo; entonces abrió los ojos como platos.
—No —dijo él inmediatamente. —Si gritas, todos los de la casa sabrán que estoy en tu dormitorio.
La boca de ella, que ya estaba abierta, se cerró de golpe. Annabel se dio la vuelta en la silla con tanta violencia que casi se cayó al suelo. Recuperó el equilibrio y le miró colérica a los ojos. Las mejillas le ardían.
—Sal de aquí.
Nicholas, que no esperaba un recibimiento cálido, no se amedrentó.
—No. No hasta que hablemos unos minutos.
—¿Estás loco? Acabas de entrar a rastras por la ventana. Si deseas hablar conmigo, pídelo de forma normal —dijo ella con sequedad, y añadió: —milord.
Al oír aquel tratamiento formal él casi se echó a reír. Annabel le había llamado por su nombre de pila desde que era una niña, pero en la situación actual, Nicholas se sentía demasiado desgraciado para que algo le pareciera gracioso, y se limitó a mirarla con una expresión que esperaba que fuera neutra.
—Lo he intentado. Por si no te has dado cuenta, esta semana he bebido más tazas de insípido té que en todo el año pasado. He ido a fiestas a las que en mi estado normal ni se me habría ocurrido asistir, y me he esforzado en soportar hasta el final unas cuantas cenas aquí. Es imposible estar a solas contigo ni un minuto, querida. Esta es la solución que se me ha ocurrido. A menos que desees un escándalo, no puedes alertar de mi presencia.
Ella se quedó mirándolo como si realmente estuviera loco y él tampoco estaba seguro de no estarlo. Por todos los diablos, esta era la casa de su tío y podía entrar por la puerta siempre que quisiera con total impunidad, y ser bien recibido. No obstante, ni siquiera el tolerante Thomas permitiría que estuviera en la habitación de Annabel.
Nicholas expuso con cinismo y amargura evidentes:
—¿Has olvidado mi carta? Por favor, no intentes decirme que no la recibiste, Annie.
—No la leí. La tiré.
Aquella confirmación no favoreció en nada la seguridad de Nicholas, que dijo con voz queda:
—Ya veo. Me alegro de haber perdido el tiempo.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué estás haciendo esto? —Como si de pronto se hubiera dado cuenta de que solo llevaba puesto el camisón, Annabel se llevó la mano al escote y la apoyó allí. —A Alfred no le gustaría encontrarte aquí.
—No le he pedido permiso.
Al infierno con lord Hyatt. Nicholas la amaba.
—Te ruego nuevamente que te vayas.
Por todos los demonios, ella tenía un aspecto encantador, cubierta únicamente de encajes y bordados blancos, con el cabello dorado suelto alrededor de los hombros y la cara ladeada, de forma que él podía contemplar aquel perfil perfecto. Sus largas pestañas proyectaban sombras sobre sus mejillas.
—No hasta que no haya dicho unas cuantas cosas. —Nicholas no se movió de su puesto junto a la ventana y, en lugar de eso, apoyó un hombro en el marco. No estaba seguro de poder prometer una conducta caballerosa si se acercaba a ella. —¿Puedo hablar?
—¿Puedo impedirlo? —La voz de Annabel estaba llena de resentimiento. —Ya has irrumpido aquí y me has amenazado. No veo que tenga elección.
—He trepado por el muro de la casa de mi propio tío, arriesgándome a partirme el cuello. —Nicholas cruzó los brazos sobre el pecho. —¿Eso no te dice que debe ser importante?
Annabel levantó la barbilla sin dejar de sujetarse el camisón al cuello, como si él fuera un canalla capaz de abalanzarse sobre ella.
—No puedo imaginar qué tenemos que decirnos. Yo estoy prometida y tú eres... tú.
Aquello le dolió, sobre todo dicho en un tono tan mordaz. «Tú eres tú.»
—Sí, lo soy. Un hombre. Uno que comete fallos normales como cualquier otro —dijo él con una voz letal.
—¿Normales? No todos los hombres fornican indiscriminadamente con todas las mujeres con las que se topan. —Se levantó, caminó hasta el otro extremo de la habitación y se volvió hacia él. —Lo que sea que hayas venido a buscar, no vas a encontrarlo. Perdí toda fe en ti hace un año, y me doy cuenta de que, para empezar, esa fe estaba fuera de lugar. Sé que fui absolutamente ingenua y estúpida al enamorarme de ti, pero ya no soy esa misma inocente fascinada que era. ¿Ya no era inocente?
Nicholas rechazó aquella idea con una sensación de opresión en el pecho. Dio un paso hacia delante de forma involuntaria.
—¿Él te ha puesto en una situación comprometida?
Ante el tono acusatorio de su voz, las mejillas de Annabel se tiñeron de carmesí.
—Por supuesto que no. Si te refieres a Alfred, él jamás lo haría. No todo el mundo es como tú.
Ahí estaba otra vez esa palabra, lanzada contra él como un dardo. De todas formas, Nicholas sintió una oleada de alivio. No, Hyatt no la había tocado, de ahí el rencor y las suspicacias de aquel hombre durante aquella copa, no especialmente amigable, que habían compartido. Cuando se trataba de ella, Nicholas carecía de perspectiva.
El desprecio que ella le mostraba le hizo sentir vergüenza, aunque esperaba no demostrarlo, y dijo entre dientes:
—No soy un santo. Nunca he pretendido serlo. Pero tampoco carezco de conciencia. Por eso estoy aquí. Nunca tuve la oportunidad de disculparme por lo que pasó, salvo por carta y por lo visto eso no basta para ti.
—¿Lo que pasó? —Se alzaron unas cejas doradas.
—En la biblioteca —aclaró él con brusquedad.
—Ah. —Fue una respuesta de una sola palabra, fría, como una piedra en invierno.
Una brisa suave hizo crujir las cortinas a espaldas de Nicholas, que dijo con voz tranquila:
—Te besé. ¿Lo recuerdas?
Nicholas sabía que ella lo recordaba. Ella sabía que él lo sabía. Los ojos de Annabel centellearon.
—De hecho, me acuerdo de ese día. De todo.
—Te hice daño —observó con ternura.
—No te hagas ilusiones, milord.
Annabel mentía si lo negaba. Igual que él había visto la felicidad en sus ojos desorbitados después del beso, recordaba a la perfección la mirada pálida y aterrorizada de su rostro cuando ella salió bruscamente del invernadero donde le había descubierto con Isabella. Nicholas suponía que en realidad no tenía importancia que a continuación él se hubiera disculpado con Isabella y se hubiera marchado. El daño ya estaba hecho. Aquella no había sido una velada afortunada. Después de que Annabel saliera corriendo y llorando de la estancia, Isabella había aireado su indignada decepción ante su retirada. Nicholas no sabía si alguien podía sentirse tan canalla y despreciable como él. Aquella noche se había llevado una botella de coñac a la cama, pero no a lady Bellvue.
Luchando por recuperar una calma que en realidad no sentía, dijo:
—Eso es lo que hemos de hablar, Annie. El beso y lo que pasó después, porque una cosa y otra están directamente relacionadas.
—No veo cómo un simple beso puede estar relacionado con tu sórdido y repugnante comportamiento posterior.
El cabello de Annabel brillaba bajo la luz de una sola lámpara, sus mechones rubios enmarcaban aquellas delicadas facciones. Sus ojos azul oscuro le miraban con evidente censura.
—Sé que te decepcioné, pero no fue algo intencionado. Además fue un simple beso y nada más, y ambos lo sabemos.
Los labios de Annabel temblaron ligeramente.
—Para ti solo uno más entre un millar, estoy segura. Por favor, no intentes decirme que aquello tuvo algún significado. Yo te vi después, Nicholas. Y según dicen todos desde entonces no has vivido como un monje precisamente. Hay maridos indignados por todas partes, que pueden confirmar esa suposición, como lord Tanner, por ejemplo. He de admitir que no me sorprendió cuando esa historia salió a la luz.
—Yo nunca he aspirado a la santidad. Lo único que puedo decir es que el asunto Tanner no tuvo nada que ver conmigo. Nunca. No estoy seguro de qué otros comentarios te han llegado, pero créeme, lo que he hecho este último año ha sido pensar en ti.
—¿Todo por un beso? Perdona mi escepticismo, pero que sepas que eso es difícil de creer.
Confiando en que ella captara la sinceridad de su voz, él le dijo la verdad.
—Ese beso cambió mi vida.
¿Cómo podía hacerle esto a ella? La última semana había sido una tortura, porque de pronto Nicholas parecía estar en todas partes, era imposible no hacerle caso... ¿Y ahora esto? Él tenía razón. Annabel le había evitado de forma deliberada tanto como pudo, porque lo último que quería era recordar su infortunado encaprichamiento con el desleal y notorio conde de Manderville.
Pero ciertamente ahora no podía evitarle. No cuando él estaba allí de pie, en su dormitorio nada menos. Esa austera belleza masculina en las sombras y las hendiduras de su rostro bajo la luz tenue; ese denso cabello rozando el cuello de su fina camisa de lino, que realzaba la impresionante anchura de sus hombros. Y aunque para esa peligrosa ascensión no se hubiera puesto ni corbata ni chaqueta, los pantalones negros y las botas de caña alta destacaban la longitud de sus piernas.
Era desconcertante que él hubiera hecho todo eso, y esa última declaración la había dejado sin palabras.
—Aquel beso... —repitió Nicholas con la misma voz ronca —ese que nunca hubiera debido suceder... cambió mi vida, Annie. Te juro por mi honor que es cierto.
¿Acababa de decir la palabra «honor»?
Pero el recuerdo todavía era muy doloroso, como una herida en carne viva que se negaba a cicatrizar, y por ello Annabel dijo con amarga convicción:
—Estoy segura de que eres capaz de afirmar todo tipo de cosas, poniendo tu honor como prueba de tu convicción, dado que este no existe.
Nicholas torció el gesto apenas y ella supo que le había herido en lo más profundo.
—Supongo que no me sorprende que tengas una opinión tan pobre de mí, puesto que ya lo has dejado claro. Pero también es verdad que nos conocemos desde hace mucho tiempo así que, ¿no podrías hacerme el favor de escucharme? —En sus ojos, de un azul vivísimo, había una inusual mirada de súplica. —Seguro que estás intrigada, visto que lo que tengo que decir es lo suficientemente importante como para que haya arriesgado el cuello para contártelo.
Ella sentía curiosidad, pero admitirlo parecería una debilidad. La capacidad de seducción de Nicholas estaba fuera de duda.
Por otro lado, ella había mentido abiertamente con respecto a la carta.
Lo que no estaba tan claro era su capacidad de resistencia. Tal vez no había llegado en absoluto a la sofisticación y experiencia de él, pero al menos era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de ello y saber que bajar la guardia, ni tan siquiera un segundo, era una imprudencia. En su estado actual de escasa satisfacción ante su inminente matrimonio, Nicholas Drake era un peligro.
—No —mintió. —No me intriga lo más mínimo.
Nicholas tensó un músculo de la mandíbula.
—Mi familia... y... yo nos hemos ocupado de ti durante todos estos años y eso debe valer para algo.
—Eso no es justo. —Ella se irguió y le miró fijamente. —No es culpa mía que me quedara huérfana.
—No, claro que no. —Su implacable expresión no varió. —Pero creo que yo hablo de algo más que de justicia. Al menos me debes una oportunidad de hablar. ¿Hablamos?
Él era el conde, su título le convertía en última instancia en el responsable, en el aspecto financiero, de la propiedad que ella consideraba su hogar, y sí, su familia había sido más que generosa con ella y lo sabía. Si no por él mismo, al menos por Thomas y Margaret le debía algo a Nicholas. Annabel inclinó la cabeza con cierta descortesía.
—De acuerdo —dijo.
El fantasma de su usual y maravillosa sonrisa planeó sobre la boca de Nicholas.
—Primero me veo obligado a suplicar y luego al chantaje.
—Limítate a decir eso que te parece tan endiabladamente importante y luego vete. Si alguien te encontrara en mi dormitorio, a la hora que sea e incluso completamente vestido, para mí sería la ruina.
Por desgracia eso era cierto. Annabel dudaba de que Alfred lo entendiera, por muy comprensivo que fuera.
Pero en cuanto obtuvo el permiso, Nicholas pareció dudar. Al cabo de un momento dijo simplemente:
—Nada de lo que pasó ese día fue tal como yo pretendía. No tenía intención de besarte y tampoco tenía intención de tocar a Isabella Bellvue después, y aquello no pasó de ahí. Si lo recuerdas, yo llevaba días evitándola.
Ella recordaba a la coqueta condesa porque la estuvo observando devorada por los celos, mientras lady Bellvue perseguía sin piedad a Nicholas con un propósito tan evidente, que no podía pasar inadvertido ni a una ingenua de diecisiete años.
—Aquella noche en el invernadero, desde luego no la estabas evitando —dijo con dureza.
—Eso fue porque te había besado a ti antes.
—Nunca en mi vida he oído algo tan absurdo.
—¿No? Bien, escucha. —Había cierto matiz irónico en su voz. —Si quieres algo absurdo yo puedo proporcionártelo. Aquella tarde, cuando te tuve entre mis brazos, me di cuenta de que con respecto a ti solo tenía una elección, y esa era retirarme o actuar con intenciones honorables. No intento ocultar que pensar en eso último me alteró en lo más profundo. Cuando más tarde Isabella se me acercó, yo estaba intentando negar que tuviera que tomar una decisión. La conciencia de que mi vida iba a cambiar de forma tan radical no era fácil de asumir. No soy el primer hombre que se asusta ante la idea del amor, y mucho menos del matrimonio.
¿El... Nicholas Drake, cuya indiferencia era tristemente famosa... acababa de pronunciar las palabras amor y matrimonio en la misma frase?
Y lo que es más, Annabel recordaba muy bien la mirada que había en el rostro de él cuando se fue de la biblioteca de forma tan repentina. Tal vez existía la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad.
—Supongo que pensé —siguió Nicholas—que un breve episodio con una mujer complaciente podría curar mi locura momentánea.
Notar que su corazón había empezado a latir más deprisa era irritante.
—¿Y fue así? —preguntó Annabel en un tono lo más frío posible.
Pero tenía las palmas de las manos húmedas. Había un gesto en la boca de Nicholas que era nuevo para ella; pensó que aunque fuera tan alto y varonil, en aquel hombre al que siempre había considerado invencible había una chispa de vulnerabilidad.
Eso era lo último que le convenía. El dijo en voz baja:
—No. Como acabo de decir, no pasó nada más que lo que tú viste. En cuanto tú saliste de allí yo también me fui. Isabella estaba furiosa, créeme.
—Disculpa que no sienta mucha lástima por ella —espetó Annabel. —De todos modos, lo que me pasó ya me parece más que suficiente. Ella estaba medio desnuda y tú estabas... —Se detuvo, avergonzada. Sin duda él había acariciado los pechos de tantas mujeres, que no le daba la menor importancia a aquel incidente.
Para su pesar, Nicholas interpretó sus titubeos al hablar como lo que eran.
—Eso es porque tú aún eres muy inocente, lo cual es parte de nuestro problema. Confía en mí, hay mucho más.
—¿Confiar en ti? Por favor. Además nosotros no tenemos ningún problema en común. Nosotros no compartimos nada. —Annabel escupió deliberadamente cada palabra.
—Vamos, Annie, eso no es verdad. —La expresión de Nicholas era dura, casi acusatoria. —Tú me evitas. Dios sabe que yo he intentado mantenerme alejado de ti. No nos funciona. A ninguno de los dos. Otras personas lo han notado. Tu prometido lo ha notado, por Dios santo.
—Deja a Alfred al margen de esta... ridícula discusión. Para empezar no estoy segura de por qué la estamos teniendo. —Apretó las manos como puños y tuvo una extraña sensación en el estómago, como si se hubiera tragado algo indigesto. —En cualquier caso, ¿cómo puedes saber tú lo que él piensa?
—Los hombres tienen una forma de comunicarse más directa que las mujeres —dijo él con una sonrisa leve e irónica. —Por lo general, cuando nos ronda algo en la cabeza, simplemente preguntamos para aclarar el asunto. Si la respuesta no es de nuestro agrado, a veces utilizamos los puños o las pistolas al amanecer. Es propio de bárbaros, lo sé, pero nosotros tendemos a ser más directos con los temas del mundo que nos rodea.
Annabel le clavó la mirada.
—¿El te preguntó por mí? Por...
—¿Nosotros? —añadió él. —Me temo que sí.
Sí, definitivamente ella tenía el estómago revuelto.
—¿Y tú qué le contaste?
Nicholas alzó una ceja con un gesto de exasperación.
—Nada. Yo soy un caballero, aunque tú opines todo lo contrario.
—¿De verdad esperas que crea eso?
—¿Qué otra cosa puedo ofrecerte aparte de la verdad? Para eso estoy aquí.
Él estaba allí de pie, tan apuesto como siempre, aunque no hubiera rastro de su notable encanto. Su cara tenía por el contrario una expresión clara, franca, nada parecido a su habitual y carismático atractivo indolente.
No había duda de que las rodillas de Annabel habían empezado a temblar. Ella hizo lo posible por aparentar compostura, pero en realidad su mente era un torbellino.
—Déjame ver si entiendo eso que has venido a contarme desde tan lejos. Después de besarme aquella tarde, te preocupó que cualquier jugueteo amoroso posterior te colocara en la peligrosa situación de hacer algo impensable como casarte conmigo, y en lugar de eso utilizaste de forma desalmada a otra mujer para calmar tu lujuria. ¿Tengo razón?
El suspiró y pasó los dedos por su espesa cabellera. Annabel no sabía cómo era posible que estuviera aún más atractivo cuando lo tenía revuelto, pero de algún modo así era, por lo visto.
—Dicho de esa forma suena bastante mal, eso es cierto. No piensas ponérmelo fácil, ¿verdad? Y como ya he dicho, yo no calmé nada.
—¿Hay alguna razón por la que deba ponértelo fácil?
—Me comporté de un modo abominable, así que imagino que no.
Annabel, perfectamente consciente de que no iba vestida, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Por fin hay un punto en el que estamos de acuerdo.
—Annie, te amo. «¿Qué acaba de decir?» Ella dejó de respirar.
Maldito fuera, pensó sin fuerzas, Nicholas ya no debería ser capaz de hacerle esto.
Pero lo era. Que Dios la ayudara, era capaz.
—Te amo —repitió él en voz baja. —No puedo pensar en otra cosa y, francamente, me estoy volviendo loco. Me costó un año y tu maldito compromiso darme cuenta de lo intenso que es, pero te juro que es verdad.
Ella avanzó a ciegas hacia el tocador y se sentó. Inspiró temblando una profunda bocanada de aire y preguntó:
—¿Fue por eso por lo que apostaste ante los ojos de toda la alta sociedad que eras el amante más hábil de toda Inglaterra? Ese tipo de alarde no procede de un hombre que algún día va a ser fiel a una sola mujer.
—Todo lo contrario, ese es justo el tipo de comportamiento idiota provocado por ese sentimiento tristemente célebre que acabo de declararte, querida. —Sonreía con tristeza. —En este caso, se vio inspirado por el anuncio de tu compromiso en el periódico. Durante mucho tiempo he estado intentando aceptar no solo mis sentimientos, sino la idea de que te había alejado para siempre. Y allí estaba la prueba impresa de que nunca tendría la oportunidad de hacer nada respecto a ninguno de los dos problemas. Añade una buena dosis de clarete a la situación, y un hombre es capaz de hacer algo bastante estúpido.
No podía decirlo en serio. «Por favor, no permitas que ninguna parte de mí crea que lo dice en serio.»
—Eso fue una estupidez —musitó ella.
El dio un paso hacia delante.
—Bastante parecido a trepar por un muro y deslizarse por una ventana, como un personaje de novela.
Aunque Annabel rechazaba la idea de que él pudiera tocarla, una traicionera parte de sí misma lo deseaba. Tres pasos más... quizá cuatro, y él podría volver a tomarla en sus brazos y...
Enderezó la espalda. Se recordó a sí misma aquella terrible traición del año anterior y la infelicidad resultante.
—No te acerques más. Por favor, solo... vete.
El se quedó inmóvil, con los brazos en los costados. La tenue luz resaltaba los ángulos de su cara.
—Annie.
Ignorar la honda plegaria que había en su voz fue la cosa más difícil que ella había hecho en su vida.
—Por favor.
Si él la acariciaba una vez, solo una, ella podría derrumbarse.
Horrorizada notó una lágrima, que bajó lentamente por su mejilla como una gota cálida y cayó en sus manos, unidas sobre el regazo con tanta fiereza que le dolían los nudillos.
Y pensar que había jurado no derramar nunca otra lágrima por él. Cómo se atrevía Nicholas, después de todas sus múltiples ofensas, a convertirla además en mentirosa.
El se quedó allí de pie sin más y luego, para sorpresa de Annabel, inclinó la cabeza y cumplió con lo que ella le había pedido sin añadir una palabra. Se coló por la ventana y desapareció de su vista.
Estaba sola.
Si se hubiera caído y se hubiera partido el cuello, al menos no estaría en su actual estado de infelicidad y frustración, decidió Nicholas mientras recorría las dos manzanas hasta su propia casa; pero no se cayó. Aparte de eso, su brillante plan había fallado por completo por culpa de una lágrima. No podía soportar hacerla llorar.
Tenía muchos defectos, probablemente demasiados para llevar la cuenta, pero no era cruel. La mirada de Annabel le había dicho todo lo que necesitaba saber sobre lo que él le había hecho pasar ya, y si hubiera seguido adelante y hubiera puesto en práctica la seducción, después se habría odiado a sí mismo.
Y algo peor, tal vez ella le odiaría también.
La única parte agradable de todo aquello, pensó al entrar en su casa y dirigirse al estudio, era que habría podido seducirla. Estaba allí, en sus ojos, mientras le miraba fijamente, en su reacción de pánico cuando él avanzó un paso hacia ella, en la tensión de ese cuerpo tan deseable.
De manera que la partida no estaba perdida. Solo necesitaba replantear la estrategia.
Se sirvió una copa de coñac, se sentó detrás del escritorio y meditó frente a la chimenea vacía.
Por un lado abandonaría esa ridícula apuesta. No iba a marcharse una semana con la deliciosa lady Wynn. Debía afrontarlo. ¿Y si existía la más mínima posibilidad de que Annabel cambiara de idea, y él lo echaba a perder por comprometer aún más su reputación que ya era muy poco intachable? Esperaba que Joseph estuviera pasándolo bien, pero tenía serias dudas de ser capaz de afrontar ese asunto con parecido entusiasmo. No, cuando al otro lado de la balanza estaba toda su felicidad futura.
La única mujer que él deseaba era Annabel. Con ella o sin ella, tenía la sensación de que sus días de calavera se habían terminado.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hola soy nueva lectora ;) me ha encantado la nove siguelaaa!!!!!!!!!!!! esta interesante
https://onlywn.activoforo.com/t20686-rendicion-adaptada-joe-y-tu esta es mi web porsiquieres pasarte por ella
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Sooky
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
:o
pobre nicholas
y esa annabel es muy mala con el
siguela mujer por q nos tuviste muy abandonadas y sufri por tu culpa :D
sigue ya!!!!!!!!!!!!!!
pobre nicholas
y esa annabel es muy mala con el
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sigue ya!!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 16
La carta trajo consigo un sentimiento de decepción muy real. Joseph leyó la nota por segunda vez y después la dejó a un lado y sopesó sus opciones. En realidad solo había una.
—¿Malas noticias? —______ le miró desde el otro lado de la mesa con el ceño fruncido, preocupada.
El esperaba con ansia otro paseo a caballo a lo largo del río y quizá convencerla de nadar a media tarde. Ella le había confesado que siempre había querido aprender. ______, desnuda en el agua, ofrecía varias posibilidades tentadoras.
—Me temo que he de volver a Londres.
—Ah, ya veo. —Por un momento, ella apartó la mirada como fascinada por algo al otro lado de la ventana, pero después se dio la vuelta con una expresión de resignación en la cara. —Espero que no haya ningún problema.
Pese a que él no solía dar explicaciones, y mucho menos a sus amantes ocasionales, descubrió que reaccionaba al repentino distanciamiento en la mirada de ella.
—El primer ministro desea reunirse conmigo. Presido un comité y al parecer hay un asunto que le gustaría que transmitiera a los demás miembros antes de la reunión de la semana próxima.
Ella sonrió con cierta melancolía.
—Ya imaginé que una semana fuera era demasiado para que un hombre de tus responsabilidades se la concediera a alguien. Me pregunté cómo ibas a arreglártelas.
¿Realmente ella pensaba que él le había concedido algo? La miró y se dio cuenta de lo confortable que era estar sentado disfrutando de algo tan banal como un sencillo almuerzo frío, sobre todo porque le gustaba la compañía de ella. Aparte de su insólita belleza, era peculiar porque no practicaba ninguna triquiñuela femenina. En su opinión, y después de pasar cinco placenteros días en su compañía, _______ Wynn carecía de artificios. Tampoco le impresionaban demasiado ni su fortuna ni su título y Joseph sentía, quizá por primera vez con una mujer, que ella verdaderamente no quería nada de él, al margen de lo que ya compartían.
—Vuelve conmigo —sugirió, echándose hacia delante para cogerle la mano. —Este asunto es importante, pero no requerirá más de un par de horas. Todavía me debes dos días.
—¿Y cómo se supone que podremos hacerlo con cierta discreción, Joseph? —Apoyó tranquilamente sus dedos en la palma de él. —Me encantaría decir que sí, pero me parece una imprudencia.
Ahí estaba otra vez la refrescante honestidad que a él le resultaba tan cautivadora.
—Tendrá que ocurrírsenos el modo. Nada es imposible. Ella arqueó una ceja.
—Hablas con la auténtica seguridad de un duque. Lamento disentir, pero algunas cosas son imposibles. ¿Qué vas a hacer, colarme en tu dormitorio metida en el bolsillo?
Ella tenía razón, naturalmente; los criados hablaban. Su casa quedaba descartada.
—Podríamos encontrarnos en algún sitio.
—En Londres no, no sin ninguna medida de seguridad. Tú apenas tienes nada que perder si nos vemos envueltos en un escándalo. Yo sí. Así que lo siento, pero debo negarme.
La luz del sol que entraba por el ventanal iluminaba su centelleante cabellera castaño rojiza convirtiéndola en una cálida hoguera. Llevaba un vestido de día amarillo claro de encaje de muselina, que la hacía parecer muy joven, como una colegiala ingenua. Pero, después de las recientes y satisfactorias jornadas de revelación sexual, Joseph podía atestiguar que bajo ese discreto exterior había una mujer apasionada. Los hombres lo notarían, pues lo que antes era una postura distante, había sido reemplazado ahora por seguridad femenina. Ya se arremolinaban a su alrededor cuando se suponía que era fría y altanera. Ahora la asediarían.
Era doloroso darse cuenta de que cualquier hombre podría acercársele, pero la propia naturaleza de los días que acababan de pasar y la infame apuesta significaban que él debía mantenerse abiertamente a distancia.
«Rayos y centellas.»
Era un verdadero dilema. Sobre todo porque se suponía que ella iba a pasar la misma cantidad de tiempo con Nicholas.
Maldición, Joseph empezaba a pensar que esa realidad le hacía claramente muy infeliz.
Tal vez esta separación era lo mejor. Estaba decepcionado, pero que interrumpieran su interludio tal vez mitigaría, al menos, esas irracionales punzadas de algo que solo podían ser celos. ¿Quién era él para pedirle que no cumpliera con la segunda parte del trato? El no podía exigirle nada y ella acababa de rechazar tranquilamente cualquier relación posterior.
Era innegable que la línea que delimitaba la opinión que aquella sociedad tan moralista tenía de una mujer era muy estrecha; tanto si ella escogía el territorio de la virtud como si no. Si ______ prefería ser ese personaje gélido, que así fuera. Sin duda él era capaz, y tenía mucha más experiencia que ella, de distanciarse de las aventuras puramente sexuales.
Joseph le soltó la mano y sacó el reloj del bolsillo.
—Me iré en cuanto mi cochero tenga el carruaje preparado. Considérate, por favor, mi invitada y quédate unos cuantos días más, si lo deseas.
Ella asintió; aquellos ojos grises de largas pestañas eran inescrutables.
—He pasado unos días encantadores. Supongo que debo considerarme promiscua...
—Por supuesto que no —la interrumpió él. —Eres una mujer preciosa y sensual. No hay nada malo en ello. Justo lo contrario.
—Nosotros vivimos vidas muy distintas, ¿verdad?
Eso era quedarse corta. Él tenía la libertad derivada de su título y su fortuna, y aunque ella también era de clase alta, sus circunstancias eran distintas.
—En muchos sentidos —reconoció él, recordando lo rápidamente que había argumentado para ser el primero en llevársela, lo aprisa que había organizado sus asuntos para poder hacerlo. Sintió otro de aquellos extraños fogonazos de conciencia.
Iba a lamentar tener que dejarla.
La inesperada fascinación no había terminado ni mucho menos.
Aquello era inquietante y lo empeoraba el hecho de que ella rechazara tener una relación clandestina cuando volvieran a Londres. Él comprendía sus motivos. Su reputación era importante. Sobre todo si pensaba volver a casarse algún día.
Se puso en pie bruscamente y la saludó con una ligera inclinación, consciente de que necesitaba alejarse de ella de inmediato.
—Por favor, perdóname.
________contempló distraída a través de la ventana el espacioso césped del parque que rodeaba la casa. Tenía el equipaje preparado, y en cuanto Huw trajera el carruaje se marcharía. Irse había sido una buena decisión, porque desde el momento en el que desapareció la vibrante presencia de Joseph, la casa le pareció insoportablemente vacía. Un paseo por el jardín le bastó para saber que no iba a ser capaz de quedarse. Lo más probable es que fuera un poco temerario llegar a Londres justo después de que él regresara, porque eso podría poner de relieve la ausencia de ambos, pero sencillamente no podía aceptar su oferta de quedarse como invitada.
Estaba la prudencia y después estaba la melancolía. De la segunda ya había habido demasiada en su vida.
El duque de Rothay había alterado profundamente su sensatez.
Desde donde estaba, ______ veía la terraza donde se habían sentado primero a tomar el té... bueno, él había bebido su acostumbrado coñac... y después bailaron una música de vals inaudible.
Quizá debería haber aceptado volver a verle. Si lo hubiera hecho, ¿se sentiría tan... desamparada?
Su mano se agarró con fuerza a la delicada tela de la cortina. No había previsto la complicación de estar encaprichada de aquel duque tan diabólicamente atractivo y sensual. Sabía que no era la primera, y tampoco creía que fuera a ser la última, pero era innegable que le costaría olvidarle.
Nada relacionado con Joseph había sido como esperaba, salvo sus legendarias habilidades sexuales. Aquel hombre había estado a la altura de su reputación sin problemas. Lo que ella no imaginaba era esa atenta expresión de su cara cuando le habló sobre la visita que había hecho a las mezquitas bizantinas, que ella solo conocía por los libros. Ni su indulgencia ante las preguntas agotadoras que ella le había hecho, ni aquella amabilidad ante su falta de mundo y su cautelosa actitud en sociedad...
Él no se comportaba como un esnob y sin duda su linaje y su riqueza le autorizaban a hacerlo. Ella incluso le había sorprendido un día junto a los establos, charlando con su cochero Huw, y sentado sobre una bala de paja, con la camisa medio desabrochada y heno en las botas, prueba de que había ayudado a limpiar la casilla de su impaciente y enorme semental. El noble y el criado reían juntos, y ______ había sentido un afecto interior por aquel hombre, que no tenía nada que ver con su persuasiva pericia sexual.
Si era sincera consigo misma, cosa que no era fácil, debía reconocer que sabía muy poco del amor. Su insensible padre ciertamente no inspiraba tal sentimiento; su tía tampoco había sido cariñosa ni maternal, y Edward había sido una pesadilla. Tal vez todo el problema residía en que, por una vez en su vida, alguien la había tratado con afecto, con ternura y, sobre todo, como si fuera una persona con ideas y sentimientos propios. Ellos habían hablado de todo, dentro y fuera de la cama, desde política hasta historia, y cuando ella no estuvo de acuerdo con su opinión, a él le interesó el porqué. El concepto de una discusión amigable era algo nuevo y Joseph, con su formidable seguridad y aguda inteligencia, no era en absoluto el granuja egocéntrico que ella había supuesto. Eso la confundía y _______ sabía que era terriblemente sensible, cosa que no ayudaba mucho. Ese juego en el que él era tan diestro era nuevo para ella, y por ser una principiante había hecho lo impensable y se había enamorado.
Al menos esa creía que era la enfermedad que padecía en ese momento. Habían bastado unos pocos días. Incluso cuando sabía que él estaba esforzándose deliberadamente para fascinarla.
Eso provocaba que se considerara insensata, torpe y muy poco mundana. Aunque él pretendiera continuar con la aventura, no significaba que ella fuera más que una ocasional excepción en su dieta regular de amantes experimentadas, y _______ era lo suficientemente pragmática para saberlo.
—Milady, creo que todo está preparado.
Ella se dio la vuelta y despertó de su ensimismamiento.
—Ah, sí. Gracias, señora Sims.
El ama de llaves asintió. Iba impecablemente vestida, como siempre, con un delantal limpio y almidonado sobre un sencillo vestido oscuro, y el pelo canoso peinado con un austero recogido.
—Debo decir que fue muy agradable tener a su excelencia aquí.
Era fácil responder a eso con total honestidad.
—Es un hombre encantador.
—Lo es, se lo aseguro. Siempre tan educado y cordial a pesar de su posición.
—Sí.
—Espero que haya disfrutado de su estancia, milady.
Puesto que la señora Sims organizaba la casa, seguramente sabía que Joseph y ella habían dormido juntos todas las noches, pues solo se había usado una cama. _______ intentó evitar el rubor aunque no lo consiguió del todo.
—Fue maravilloso, gracias.
—Yo siempre confío en que su excelencia acabará tomándole aprecio a este viejo lugar. Esto es muy agradable, aunque imagino que no muy estimulante para un hombre joven. Le recuerdo de niño y siempre fue un poco precoz; capaz de conseguir golosinas extra de la cocinera y de engañar a su tutor para saltarse las clases. Y de hacer enfadar a su madre, claro, pero se ha convertido en un buen hombre, digan lo que digan sobre él.
________ no sabía si le sorprendía más que aquella mujer se entretuviera a hablar con ella o que supiera tantas cosas, y no pudo evitar preguntar:
—¿Usted le conocía de niño?
Imaginó a un muchachito moreno, alocado y juguetón, y el corazón se le encogió un poco.
—Ah, sí. Yo llevaba años en Rothay Hall. —El ama de llaves alisó su delantal, que ya estaba perfecto, con un gesto ausente. —Cuando quise algo menos absorbente, él me ofreció venir aquí. A veces tengo unos dolores terribles en las articulaciones y esto es bastante tranquilo.
Lo era. Tenía la pacífica belleza que _______ prefería, y más de una vez había pensado en vender la casa de Londres y comprar un sitio aislado y bonito, igual que este.
—Su excelencia me encargó que le dijera que si desea usted usar Tenterden Manor en cualquier momento, siempre será bienvenida.
________ estaba más que levemente sorprendida y no supo qué decir.
La señora Sims asintió con un gesto breve y enérgico.
—Me dijo que echa usted de menos el campo, milady, y que venga a visitarnos siempre que le apetezca. Espero que lo tenga en cuenta de vez en cuando, cuando la ciudad la agobie.
Sus ojos se le humedecieron ante ese considerado gesto. Si aún no había sentido el impulso de llorar como una tonta porque él se había ido, aquello lo provocó. Fue un comentario casual y él lo había recordado.
Aparte de su virtuosismo en la cama, eso era lo que realmente la había desarmado. Fuera parte de la apuesta o no, él actuaba como si le importaran las cosas que ella sentía.
Si antes no estaba perdida, lo estaba ahora, sin duda.
Pestañeó y se aclaró la garganta.
—Gracias, señora Sims. Es muy generoso por parte del duque. Será maravilloso venir otra vez de visita.
Había viajado a casa sumido en la impaciencia; la reunión a la que debía asistir era a primera hora de la mañana, y realmente lo que menos le convenía era la noticia de que su madre estaba en casa. Nicholas la adoraba, pero ella no tenía ningún problema en entrometerse en su vida. Cansado del viaje y un poco contrariado, entró en la salita familiar y ensayó una sonrisa.
—Buenas tardes, madre.
—Nicholas...
Ella se levantó de un elegante sofá y atravesó la estancia para ofrecerle la mejilla con una postura gentil. La habitación estaba profusamente amueblada con alfombras persas, una serie de butacas confortables de estilo Luis XIV y algunas obras de arte dignas de las paredes de un museo. Su madre se correspondía con el escenario, siempre regia, siempre arreglada y perfecta con el cabello oscuro recogido hacia atrás, y capaz de atraer la atención tanto con su belleza como con su actitud. Su porte distinguido incluía una mente astuta, cuya perspicacia a menudo le sorprendía y le incomodaba. Nicholas ya había superado con creces la edad en la que necesitaba la orientación de su madre en determinados aspectos de su vida. Desgraciadamente, esos eran justo los aspectos que más le interesaban a ella.
Deseaba verle casado y asentado, y a pesar de que no conversaban sobre ello, el tema surgía lo suficientemente a menudo como para exasperarle.
La besó con cariño sumiso y después se irguió.
—Qué sorpresa más agradable.
—Llegué esta tarde. Althea ha venido conmigo. Está en el piso de arriba cambiándose para la cena. Los niños se quedaron en Kent con su niñera, y Charles va a reunirse con nosotros. Ha estado tres semanas en Londres y ella le extrañaba. Por eso estamos aquí.
De modo que su madre, su hermana mayor y su cuñado. Por lo visto iba a cenar en familia, al contrario de lo que había imaginado. Echó una ojeada al reloj, confiando en no demostrar su evidente consternación.
—Eso suena delicioso.
—Sí, se te ve encantado, querido. —La excelentísima duquesa de Rothay ladeó un poco la cabeza con irónico reproche. —Veo que hemos interferido en tus planes. No hace falta que te quedes y cenes con nosotros, si no lo deseas. Soy consciente de que no te informamos de nuestra repentina llegada.
Su desasosiego no tenía nada que ver con ningún plan, sino con una mujer joven muy encantadora, que había ocupado sus pensamientos durante las horas del trayecto hasta casa. ¿Caroline habría escogido quedarse? Sus sentimientos a ese respecto eran ambivalentes. La imaginaba perfectamente, dormida en la cama donde habían compartido tantas horas de placer, y eso le inquietaba.
¿Por qué? No estaba seguro. Por lo general, él se iba y ya no volvía la vista atrás.
—No tengo planes concretos, pero yo también acabo de llegar. He estado fuera de la ciudad.
—Eso me han dicho. —Su madre, astuta y sagaz, le miró de forma inquisitiva. —¿Quién es ella?
—¿Qué te hace pensar que existe una «ella»? Tengo decenas de motivos para irme de la ciudad y a menudo lo hago.
Ella le examinó detenidamente en silencio.
Señor, no era eso lo que necesitaba. ¿Todas las mujeres eran tan perspicaces o solo las madres con sus hijos? Sonrió y meneó la cabeza. Era un hombre adulto y poco dispuesto a hablar del asunto, sobre todo porque el tema era Caroline.
—No voy a hacer comentarios. ¿Qué tal tu viaje?
—Estuvo bien.
Al menos ella aceptó la derrota, pero él tenía la sensación de que la conversación no había acabado ni mucho menos. Intercambiaron unos cuantos comentarios amables, hasta que Nicholas se excusó:
—Me encantaría cenar con mis dos damas favoritas y ya sabes que me gusta Charles. Deja que vaya a cambiarme. Estoy un poco polvoriento. No me apetecía ir en carruaje esta tarde y preferí cabalgar.
Hizo una reverencia cortés y se fue arriba, en busca de los familiares confines de su dormitorio, algo más tranquilos al menos. Su ayuda de cámara, que conocía su llegada y le esperaba con su eficiencia habitual, dijo:
—Buenas tardes, excelencia. El agua caliente estará lista enseguida.
Nicholas asintió.
—Gracias, Patrick.
Tímido y serio, con un espeso pelo rojo y la piel pecosa, el joven se apresuró a recoger cada pieza de ropa que él se iba quitando.
—Confío en que haya tenido un viaje placentero. «Más que placentero, de hecho.» —Fue... satisfactorio.
Satisfactorio. Le pareció adecuado optar por esa palabra.
La verdadera pregunta era: ¿seguiría satisfecho?
Caroline se había opuesto claramente a volver a tener contacto con él, de manera que no tenía elección.
Debía admitirlo; no estaba acostumbrado a esto y le irritaba. Sin embargo, era un hombre experimentado y se daba cuenta de que ella se le había metido en el cuerpo de una forma extraña. Dicha conclusión se hizo evidente en cuanto se alejó a caballo de Essex. Tenía impresa en la mente la vivida imagen de la dulzura con la que ella le había besado antes de que se fuera; los esbeltos brazos de Caroline rodeándole el cuello, su boca suave, cálida y receptiva.
Había sido un beso de despedida endiablado. ¿Fue su imaginación o ella se agarró a él durante un instante demasiado largo, antes de que se separaran?
Se deshizo de aquel recuerdo, se bañó y se vistió con rapidez, fue al piso de abajo y allí descubrió que su cuñado ya había llegado. Charles Peyton, diez años mayor que él, tenía un carácter afable y una mente aguda. Nicholas no sabía exactamente qué hacía en el Ministerio de la Guerra, pero sí que era muy respetado en todos los círculos, y sospechaba que ese secretismo tenía algo que ver con el espionaje militar.
—Nicholas... me alegro de verte. —Peyton, que se paseaba con un clarete, le observó con expresión inocente por encima del borde de la copa. —Tengo entendido que has estado fuera de la ciudad.
—Unos días —admitió Nicholas, ya que por lo visto era algo del dominio público. Entonces, cuando la seductora imagen de Caroline surgió de forma descarnada en su mente, murmuró: —No el tiempo suficiente.
—¿Tiene algo que ver con tu pequeña competición con Manderville?
No estaba seguro de por qué le sorprendía que alguien pudiera deducirlo con tanta facilidad. Especialmente Charles, que era tan certero como un espadachín.
—¿La gente sigue comentando aquel momento de estupidez?
Charles rió entre dientes; sus ojos azul pálido estaban llenos de amable ironía.
—Oh, por supuesto. Tu precipitada e inexplicada ausencia no ha ayudado a acallar los rumores.
—Solo he estado fuera cinco días y no le debo explicaciones a nadie, por Dios.
Nicholas sentía en muy pocas ocasiones que su privilegiado estatus le inmunizaba contra las mismas normas que regían para aquellos de menor rango, y esta era una de ellas. ¿Por qué debía dar cuentas a nadie de su paradero? Ya dedicaba gran parte de su tiempo a Inglaterra habitualmente.
—Yo no he dicho lo contrario. Pero todo el mundo está pendiente del solemne anuncio de los resultados.
—Me alegro de que te parezca divertido.
—Hasta cierto punto —reconoció su cuñado, esbozando apenas una sonrisa—permite que nosotros, los que llevamos mucho tiempo casados, revivamos a través de tus hazañas, ¿te parece? Se especula más sobre quién juzgará vuestro extravagante concurso que sobre el resultado. Se ha apostado una cantidad de dinero bastante importante en vuestro pequeño enfrentamiento.
—Vaya; maldición —musitó Nicholas con cuidado, asegurándose de que su madre no oía la palabrota. —Ah. Exactamente.
Viniendo de Charles eso podría significar cualquier cosa, y la llegada de Althea acompañada de un remolino de seda violeta, perlas centelleantes y perfume caro detuvo en seco la charla.
El agradeció en silencio la interrupción y confió en que nadie se diera cuenta de que la ausencia de Caroline coincidió con su viaje no aclarado, y sospechara la verdad. Eso no pasará, se dijo inmediatamente. No con lady Wynn, cuya frialdad y displicencia eran famosas.
Ella estaba a salvo.
Aca les dejo otro capitulo rapido porq me tengo que ir a estudiar esq hoy tengo parcial
La carta trajo consigo un sentimiento de decepción muy real. Joseph leyó la nota por segunda vez y después la dejó a un lado y sopesó sus opciones. En realidad solo había una.
—¿Malas noticias? —______ le miró desde el otro lado de la mesa con el ceño fruncido, preocupada.
El esperaba con ansia otro paseo a caballo a lo largo del río y quizá convencerla de nadar a media tarde. Ella le había confesado que siempre había querido aprender. ______, desnuda en el agua, ofrecía varias posibilidades tentadoras.
—Me temo que he de volver a Londres.
—Ah, ya veo. —Por un momento, ella apartó la mirada como fascinada por algo al otro lado de la ventana, pero después se dio la vuelta con una expresión de resignación en la cara. —Espero que no haya ningún problema.
Pese a que él no solía dar explicaciones, y mucho menos a sus amantes ocasionales, descubrió que reaccionaba al repentino distanciamiento en la mirada de ella.
—El primer ministro desea reunirse conmigo. Presido un comité y al parecer hay un asunto que le gustaría que transmitiera a los demás miembros antes de la reunión de la semana próxima.
Ella sonrió con cierta melancolía.
—Ya imaginé que una semana fuera era demasiado para que un hombre de tus responsabilidades se la concediera a alguien. Me pregunté cómo ibas a arreglártelas.
¿Realmente ella pensaba que él le había concedido algo? La miró y se dio cuenta de lo confortable que era estar sentado disfrutando de algo tan banal como un sencillo almuerzo frío, sobre todo porque le gustaba la compañía de ella. Aparte de su insólita belleza, era peculiar porque no practicaba ninguna triquiñuela femenina. En su opinión, y después de pasar cinco placenteros días en su compañía, _______ Wynn carecía de artificios. Tampoco le impresionaban demasiado ni su fortuna ni su título y Joseph sentía, quizá por primera vez con una mujer, que ella verdaderamente no quería nada de él, al margen de lo que ya compartían.
—Vuelve conmigo —sugirió, echándose hacia delante para cogerle la mano. —Este asunto es importante, pero no requerirá más de un par de horas. Todavía me debes dos días.
—¿Y cómo se supone que podremos hacerlo con cierta discreción, Joseph? —Apoyó tranquilamente sus dedos en la palma de él. —Me encantaría decir que sí, pero me parece una imprudencia.
Ahí estaba otra vez la refrescante honestidad que a él le resultaba tan cautivadora.
—Tendrá que ocurrírsenos el modo. Nada es imposible. Ella arqueó una ceja.
—Hablas con la auténtica seguridad de un duque. Lamento disentir, pero algunas cosas son imposibles. ¿Qué vas a hacer, colarme en tu dormitorio metida en el bolsillo?
Ella tenía razón, naturalmente; los criados hablaban. Su casa quedaba descartada.
—Podríamos encontrarnos en algún sitio.
—En Londres no, no sin ninguna medida de seguridad. Tú apenas tienes nada que perder si nos vemos envueltos en un escándalo. Yo sí. Así que lo siento, pero debo negarme.
La luz del sol que entraba por el ventanal iluminaba su centelleante cabellera castaño rojiza convirtiéndola en una cálida hoguera. Llevaba un vestido de día amarillo claro de encaje de muselina, que la hacía parecer muy joven, como una colegiala ingenua. Pero, después de las recientes y satisfactorias jornadas de revelación sexual, Joseph podía atestiguar que bajo ese discreto exterior había una mujer apasionada. Los hombres lo notarían, pues lo que antes era una postura distante, había sido reemplazado ahora por seguridad femenina. Ya se arremolinaban a su alrededor cuando se suponía que era fría y altanera. Ahora la asediarían.
Era doloroso darse cuenta de que cualquier hombre podría acercársele, pero la propia naturaleza de los días que acababan de pasar y la infame apuesta significaban que él debía mantenerse abiertamente a distancia.
«Rayos y centellas.»
Era un verdadero dilema. Sobre todo porque se suponía que ella iba a pasar la misma cantidad de tiempo con Nicholas.
Maldición, Joseph empezaba a pensar que esa realidad le hacía claramente muy infeliz.
Tal vez esta separación era lo mejor. Estaba decepcionado, pero que interrumpieran su interludio tal vez mitigaría, al menos, esas irracionales punzadas de algo que solo podían ser celos. ¿Quién era él para pedirle que no cumpliera con la segunda parte del trato? El no podía exigirle nada y ella acababa de rechazar tranquilamente cualquier relación posterior.
Era innegable que la línea que delimitaba la opinión que aquella sociedad tan moralista tenía de una mujer era muy estrecha; tanto si ella escogía el territorio de la virtud como si no. Si ______ prefería ser ese personaje gélido, que así fuera. Sin duda él era capaz, y tenía mucha más experiencia que ella, de distanciarse de las aventuras puramente sexuales.
Joseph le soltó la mano y sacó el reloj del bolsillo.
—Me iré en cuanto mi cochero tenga el carruaje preparado. Considérate, por favor, mi invitada y quédate unos cuantos días más, si lo deseas.
Ella asintió; aquellos ojos grises de largas pestañas eran inescrutables.
—He pasado unos días encantadores. Supongo que debo considerarme promiscua...
—Por supuesto que no —la interrumpió él. —Eres una mujer preciosa y sensual. No hay nada malo en ello. Justo lo contrario.
—Nosotros vivimos vidas muy distintas, ¿verdad?
Eso era quedarse corta. Él tenía la libertad derivada de su título y su fortuna, y aunque ella también era de clase alta, sus circunstancias eran distintas.
—En muchos sentidos —reconoció él, recordando lo rápidamente que había argumentado para ser el primero en llevársela, lo aprisa que había organizado sus asuntos para poder hacerlo. Sintió otro de aquellos extraños fogonazos de conciencia.
Iba a lamentar tener que dejarla.
La inesperada fascinación no había terminado ni mucho menos.
Aquello era inquietante y lo empeoraba el hecho de que ella rechazara tener una relación clandestina cuando volvieran a Londres. Él comprendía sus motivos. Su reputación era importante. Sobre todo si pensaba volver a casarse algún día.
Se puso en pie bruscamente y la saludó con una ligera inclinación, consciente de que necesitaba alejarse de ella de inmediato.
—Por favor, perdóname.
________contempló distraída a través de la ventana el espacioso césped del parque que rodeaba la casa. Tenía el equipaje preparado, y en cuanto Huw trajera el carruaje se marcharía. Irse había sido una buena decisión, porque desde el momento en el que desapareció la vibrante presencia de Joseph, la casa le pareció insoportablemente vacía. Un paseo por el jardín le bastó para saber que no iba a ser capaz de quedarse. Lo más probable es que fuera un poco temerario llegar a Londres justo después de que él regresara, porque eso podría poner de relieve la ausencia de ambos, pero sencillamente no podía aceptar su oferta de quedarse como invitada.
Estaba la prudencia y después estaba la melancolía. De la segunda ya había habido demasiada en su vida.
El duque de Rothay había alterado profundamente su sensatez.
Desde donde estaba, ______ veía la terraza donde se habían sentado primero a tomar el té... bueno, él había bebido su acostumbrado coñac... y después bailaron una música de vals inaudible.
Quizá debería haber aceptado volver a verle. Si lo hubiera hecho, ¿se sentiría tan... desamparada?
Su mano se agarró con fuerza a la delicada tela de la cortina. No había previsto la complicación de estar encaprichada de aquel duque tan diabólicamente atractivo y sensual. Sabía que no era la primera, y tampoco creía que fuera a ser la última, pero era innegable que le costaría olvidarle.
Nada relacionado con Joseph había sido como esperaba, salvo sus legendarias habilidades sexuales. Aquel hombre había estado a la altura de su reputación sin problemas. Lo que ella no imaginaba era esa atenta expresión de su cara cuando le habló sobre la visita que había hecho a las mezquitas bizantinas, que ella solo conocía por los libros. Ni su indulgencia ante las preguntas agotadoras que ella le había hecho, ni aquella amabilidad ante su falta de mundo y su cautelosa actitud en sociedad...
Él no se comportaba como un esnob y sin duda su linaje y su riqueza le autorizaban a hacerlo. Ella incluso le había sorprendido un día junto a los establos, charlando con su cochero Huw, y sentado sobre una bala de paja, con la camisa medio desabrochada y heno en las botas, prueba de que había ayudado a limpiar la casilla de su impaciente y enorme semental. El noble y el criado reían juntos, y ______ había sentido un afecto interior por aquel hombre, que no tenía nada que ver con su persuasiva pericia sexual.
Si era sincera consigo misma, cosa que no era fácil, debía reconocer que sabía muy poco del amor. Su insensible padre ciertamente no inspiraba tal sentimiento; su tía tampoco había sido cariñosa ni maternal, y Edward había sido una pesadilla. Tal vez todo el problema residía en que, por una vez en su vida, alguien la había tratado con afecto, con ternura y, sobre todo, como si fuera una persona con ideas y sentimientos propios. Ellos habían hablado de todo, dentro y fuera de la cama, desde política hasta historia, y cuando ella no estuvo de acuerdo con su opinión, a él le interesó el porqué. El concepto de una discusión amigable era algo nuevo y Joseph, con su formidable seguridad y aguda inteligencia, no era en absoluto el granuja egocéntrico que ella había supuesto. Eso la confundía y _______ sabía que era terriblemente sensible, cosa que no ayudaba mucho. Ese juego en el que él era tan diestro era nuevo para ella, y por ser una principiante había hecho lo impensable y se había enamorado.
Al menos esa creía que era la enfermedad que padecía en ese momento. Habían bastado unos pocos días. Incluso cuando sabía que él estaba esforzándose deliberadamente para fascinarla.
Eso provocaba que se considerara insensata, torpe y muy poco mundana. Aunque él pretendiera continuar con la aventura, no significaba que ella fuera más que una ocasional excepción en su dieta regular de amantes experimentadas, y _______ era lo suficientemente pragmática para saberlo.
—Milady, creo que todo está preparado.
Ella se dio la vuelta y despertó de su ensimismamiento.
—Ah, sí. Gracias, señora Sims.
El ama de llaves asintió. Iba impecablemente vestida, como siempre, con un delantal limpio y almidonado sobre un sencillo vestido oscuro, y el pelo canoso peinado con un austero recogido.
—Debo decir que fue muy agradable tener a su excelencia aquí.
Era fácil responder a eso con total honestidad.
—Es un hombre encantador.
—Lo es, se lo aseguro. Siempre tan educado y cordial a pesar de su posición.
—Sí.
—Espero que haya disfrutado de su estancia, milady.
Puesto que la señora Sims organizaba la casa, seguramente sabía que Joseph y ella habían dormido juntos todas las noches, pues solo se había usado una cama. _______ intentó evitar el rubor aunque no lo consiguió del todo.
—Fue maravilloso, gracias.
—Yo siempre confío en que su excelencia acabará tomándole aprecio a este viejo lugar. Esto es muy agradable, aunque imagino que no muy estimulante para un hombre joven. Le recuerdo de niño y siempre fue un poco precoz; capaz de conseguir golosinas extra de la cocinera y de engañar a su tutor para saltarse las clases. Y de hacer enfadar a su madre, claro, pero se ha convertido en un buen hombre, digan lo que digan sobre él.
________ no sabía si le sorprendía más que aquella mujer se entretuviera a hablar con ella o que supiera tantas cosas, y no pudo evitar preguntar:
—¿Usted le conocía de niño?
Imaginó a un muchachito moreno, alocado y juguetón, y el corazón se le encogió un poco.
—Ah, sí. Yo llevaba años en Rothay Hall. —El ama de llaves alisó su delantal, que ya estaba perfecto, con un gesto ausente. —Cuando quise algo menos absorbente, él me ofreció venir aquí. A veces tengo unos dolores terribles en las articulaciones y esto es bastante tranquilo.
Lo era. Tenía la pacífica belleza que _______ prefería, y más de una vez había pensado en vender la casa de Londres y comprar un sitio aislado y bonito, igual que este.
—Su excelencia me encargó que le dijera que si desea usted usar Tenterden Manor en cualquier momento, siempre será bienvenida.
________ estaba más que levemente sorprendida y no supo qué decir.
La señora Sims asintió con un gesto breve y enérgico.
—Me dijo que echa usted de menos el campo, milady, y que venga a visitarnos siempre que le apetezca. Espero que lo tenga en cuenta de vez en cuando, cuando la ciudad la agobie.
Sus ojos se le humedecieron ante ese considerado gesto. Si aún no había sentido el impulso de llorar como una tonta porque él se había ido, aquello lo provocó. Fue un comentario casual y él lo había recordado.
Aparte de su virtuosismo en la cama, eso era lo que realmente la había desarmado. Fuera parte de la apuesta o no, él actuaba como si le importaran las cosas que ella sentía.
Si antes no estaba perdida, lo estaba ahora, sin duda.
Pestañeó y se aclaró la garganta.
—Gracias, señora Sims. Es muy generoso por parte del duque. Será maravilloso venir otra vez de visita.
Había viajado a casa sumido en la impaciencia; la reunión a la que debía asistir era a primera hora de la mañana, y realmente lo que menos le convenía era la noticia de que su madre estaba en casa. Nicholas la adoraba, pero ella no tenía ningún problema en entrometerse en su vida. Cansado del viaje y un poco contrariado, entró en la salita familiar y ensayó una sonrisa.
—Buenas tardes, madre.
—Nicholas...
Ella se levantó de un elegante sofá y atravesó la estancia para ofrecerle la mejilla con una postura gentil. La habitación estaba profusamente amueblada con alfombras persas, una serie de butacas confortables de estilo Luis XIV y algunas obras de arte dignas de las paredes de un museo. Su madre se correspondía con el escenario, siempre regia, siempre arreglada y perfecta con el cabello oscuro recogido hacia atrás, y capaz de atraer la atención tanto con su belleza como con su actitud. Su porte distinguido incluía una mente astuta, cuya perspicacia a menudo le sorprendía y le incomodaba. Nicholas ya había superado con creces la edad en la que necesitaba la orientación de su madre en determinados aspectos de su vida. Desgraciadamente, esos eran justo los aspectos que más le interesaban a ella.
Deseaba verle casado y asentado, y a pesar de que no conversaban sobre ello, el tema surgía lo suficientemente a menudo como para exasperarle.
La besó con cariño sumiso y después se irguió.
—Qué sorpresa más agradable.
—Llegué esta tarde. Althea ha venido conmigo. Está en el piso de arriba cambiándose para la cena. Los niños se quedaron en Kent con su niñera, y Charles va a reunirse con nosotros. Ha estado tres semanas en Londres y ella le extrañaba. Por eso estamos aquí.
De modo que su madre, su hermana mayor y su cuñado. Por lo visto iba a cenar en familia, al contrario de lo que había imaginado. Echó una ojeada al reloj, confiando en no demostrar su evidente consternación.
—Eso suena delicioso.
—Sí, se te ve encantado, querido. —La excelentísima duquesa de Rothay ladeó un poco la cabeza con irónico reproche. —Veo que hemos interferido en tus planes. No hace falta que te quedes y cenes con nosotros, si no lo deseas. Soy consciente de que no te informamos de nuestra repentina llegada.
Su desasosiego no tenía nada que ver con ningún plan, sino con una mujer joven muy encantadora, que había ocupado sus pensamientos durante las horas del trayecto hasta casa. ¿Caroline habría escogido quedarse? Sus sentimientos a ese respecto eran ambivalentes. La imaginaba perfectamente, dormida en la cama donde habían compartido tantas horas de placer, y eso le inquietaba.
¿Por qué? No estaba seguro. Por lo general, él se iba y ya no volvía la vista atrás.
—No tengo planes concretos, pero yo también acabo de llegar. He estado fuera de la ciudad.
—Eso me han dicho. —Su madre, astuta y sagaz, le miró de forma inquisitiva. —¿Quién es ella?
—¿Qué te hace pensar que existe una «ella»? Tengo decenas de motivos para irme de la ciudad y a menudo lo hago.
Ella le examinó detenidamente en silencio.
Señor, no era eso lo que necesitaba. ¿Todas las mujeres eran tan perspicaces o solo las madres con sus hijos? Sonrió y meneó la cabeza. Era un hombre adulto y poco dispuesto a hablar del asunto, sobre todo porque el tema era Caroline.
—No voy a hacer comentarios. ¿Qué tal tu viaje?
—Estuvo bien.
Al menos ella aceptó la derrota, pero él tenía la sensación de que la conversación no había acabado ni mucho menos. Intercambiaron unos cuantos comentarios amables, hasta que Nicholas se excusó:
—Me encantaría cenar con mis dos damas favoritas y ya sabes que me gusta Charles. Deja que vaya a cambiarme. Estoy un poco polvoriento. No me apetecía ir en carruaje esta tarde y preferí cabalgar.
Hizo una reverencia cortés y se fue arriba, en busca de los familiares confines de su dormitorio, algo más tranquilos al menos. Su ayuda de cámara, que conocía su llegada y le esperaba con su eficiencia habitual, dijo:
—Buenas tardes, excelencia. El agua caliente estará lista enseguida.
Nicholas asintió.
—Gracias, Patrick.
Tímido y serio, con un espeso pelo rojo y la piel pecosa, el joven se apresuró a recoger cada pieza de ropa que él se iba quitando.
—Confío en que haya tenido un viaje placentero. «Más que placentero, de hecho.» —Fue... satisfactorio.
Satisfactorio. Le pareció adecuado optar por esa palabra.
La verdadera pregunta era: ¿seguiría satisfecho?
Caroline se había opuesto claramente a volver a tener contacto con él, de manera que no tenía elección.
Debía admitirlo; no estaba acostumbrado a esto y le irritaba. Sin embargo, era un hombre experimentado y se daba cuenta de que ella se le había metido en el cuerpo de una forma extraña. Dicha conclusión se hizo evidente en cuanto se alejó a caballo de Essex. Tenía impresa en la mente la vivida imagen de la dulzura con la que ella le había besado antes de que se fuera; los esbeltos brazos de Caroline rodeándole el cuello, su boca suave, cálida y receptiva.
Había sido un beso de despedida endiablado. ¿Fue su imaginación o ella se agarró a él durante un instante demasiado largo, antes de que se separaran?
Se deshizo de aquel recuerdo, se bañó y se vistió con rapidez, fue al piso de abajo y allí descubrió que su cuñado ya había llegado. Charles Peyton, diez años mayor que él, tenía un carácter afable y una mente aguda. Nicholas no sabía exactamente qué hacía en el Ministerio de la Guerra, pero sí que era muy respetado en todos los círculos, y sospechaba que ese secretismo tenía algo que ver con el espionaje militar.
—Nicholas... me alegro de verte. —Peyton, que se paseaba con un clarete, le observó con expresión inocente por encima del borde de la copa. —Tengo entendido que has estado fuera de la ciudad.
—Unos días —admitió Nicholas, ya que por lo visto era algo del dominio público. Entonces, cuando la seductora imagen de Caroline surgió de forma descarnada en su mente, murmuró: —No el tiempo suficiente.
—¿Tiene algo que ver con tu pequeña competición con Manderville?
No estaba seguro de por qué le sorprendía que alguien pudiera deducirlo con tanta facilidad. Especialmente Charles, que era tan certero como un espadachín.
—¿La gente sigue comentando aquel momento de estupidez?
Charles rió entre dientes; sus ojos azul pálido estaban llenos de amable ironía.
—Oh, por supuesto. Tu precipitada e inexplicada ausencia no ha ayudado a acallar los rumores.
—Solo he estado fuera cinco días y no le debo explicaciones a nadie, por Dios.
Nicholas sentía en muy pocas ocasiones que su privilegiado estatus le inmunizaba contra las mismas normas que regían para aquellos de menor rango, y esta era una de ellas. ¿Por qué debía dar cuentas a nadie de su paradero? Ya dedicaba gran parte de su tiempo a Inglaterra habitualmente.
—Yo no he dicho lo contrario. Pero todo el mundo está pendiente del solemne anuncio de los resultados.
—Me alegro de que te parezca divertido.
—Hasta cierto punto —reconoció su cuñado, esbozando apenas una sonrisa—permite que nosotros, los que llevamos mucho tiempo casados, revivamos a través de tus hazañas, ¿te parece? Se especula más sobre quién juzgará vuestro extravagante concurso que sobre el resultado. Se ha apostado una cantidad de dinero bastante importante en vuestro pequeño enfrentamiento.
—Vaya; maldición —musitó Nicholas con cuidado, asegurándose de que su madre no oía la palabrota. —Ah. Exactamente.
Viniendo de Charles eso podría significar cualquier cosa, y la llegada de Althea acompañada de un remolino de seda violeta, perlas centelleantes y perfume caro detuvo en seco la charla.
El agradeció en silencio la interrupción y confió en que nadie se diera cuenta de que la ausencia de Caroline coincidió con su viaje no aclarado, y sospechara la verdad. Eso no pasará, se dijo inmediatamente. No con lady Wynn, cuya frialdad y displicencia eran famosas.
Ella estaba a salvo.
Aca les dejo otro capitulo rapido porq me tengo que ir a estudiar esq hoy tengo parcial
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