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[Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 10
El sonido de aquella voz
grave fue como un chorro de agua que la dejó aturdida.
Saturó todos sus poros y
todas sus terminaciones nerviosas, del cuero cabelludo a las puntas de los
pies, y Annabel se quedó inmóvil frente a la puerta de la salita familiar y
contuvo la respiración.
Nadie la había informado
de que Nicholas vendría a tomar el té. Nunca venía a la hora del té. Jamás.
Dios del cielo, ¿no había
sido ya bastante terrible haberle visto la noche anterior? Aún le dolía la cara
por el esfuerzo de reír durante la pequeña recepción que Margaret había
organizado. La fiesta había sido un gesto considerado, y sabía que Thomas y
Margaret únicamente deseaban apoyar su decisión de casarse con Alfred. Toda la
familia Drake la había tratado siempre como si fuera una más, y habían mostrado
un maravilloso entusiasmo ante la inminente boda. Pero, por desgracia, era
previsible que Nicholas estuviera invitado a todo. Siempre lo estaba, aunque
solía declinar las celebraciones domésticas. Salvo la noche anterior, cuando
apareció de repente con un aspecto pecaminosamente atractivo y aburrido hasta
decir basta. También había marchado pronto, se había escabullido poco después
la cena. Ella había conseguido ser educada durante las cuatro palabras amables
que intercambiaron, pero ¿de verdad tenía que volver a pasar por aquello tan
pronto?
—¿Has olvidado algo,
hija?
Al oír la voz de su tutor
se dio la vuelta inmediatamente. Vio a Thomas que la contemplaba con su
habitual sonrisa dibujada en el bondadoso rostro.
—Me parece que los dos
llegamos un poco tarde, ¿verdad? Yo estoy bastante sediento y ahora mismo me
vendría muy bien un bollo. ¿Entramos? —le dijo él.
¿Qué otra opción había?
Debería haber subido corriendo a su habitación con la excusa de una jaqueca, en
cuanto tuvo la oportunidad, en lugar de vacilar junto a la puerta. Debería
haber enviado a su doncella abajo, para decirles que no los acompañaría a tomar
el té porque estaba indispuesta. Pero no había pensado con la suficiente
rapidez.
—Sí, sería delicioso
—musitó mintiendo descaradamente, pues sintió un repentino nudo en el estómago.
Entraron los dos juntos,
y aunque Annabel deseaba no tener que darse por enterada de la presencia del
conde de Manderville, cuando él se puso de pie cortésmente, apretó los dientes
y consiguió asentir con rigidez. Todo era familiar: las butacas azules de
brocado dispuestas con cierto desorden, el viejo pianoforte en un rincón, la
alfombra con un dibujo oriental en tonos añil v crema, e incluso el carrito del
té junto a una antigua mesa barnizada. Pero cuando él estaba allí todo parecía
distinto.
Siempre era así. Si él
estaba en la habitación, ella no veía nada más, y sintió un intenso rencor
sumado a la aflicción.
Margaret, rellenita,
bonita y muy femenina, sonreía serenamente con una taza en la mano.
—Nicholas ha aparecido en
el momento adecuado y yo he insistido para que se quedara a tomar el té.
Annabel no dijo nada y
apartó la mirada. Sabía que no había posibilidad alguna de que Margaret y
Thomas no hubieran notado la animosidad entre su sobrino y ella. Thomas había
intentado preguntar por ello una vez, pero era impensable que ella le hablara a
nadie de aquel fatídico beso, ni de con qué se había tropezado después.
Todavía estaba muy vivo
en su memoria, marcado a fuego con dolorosa claridad. Nicholas inclinado sobre
lady Bellvue, quien por cierto tenía el valor de ser sofisticada y bellísima, y
ella tenía el corpiño desabrochado y él puso la boca sobre...
En aquel momento las
lágrimas le habían emborronado la vista y, para no derrumbarse en sollozos
descontrolados delante de ambos, Annabel había salido corriendo del invernadero
tan deprisa como pudo. No, lo había dejado para después; cuando llegó a su
dormitorio lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Resultaba irónico que
aquel beso tierno en la biblioteca hubiera sido la culminación de todas sus
fantasías románticas, y que después, ese mismo día, él hubiera destruido sus
sueños. Ella se había hecho mayor en aquel segundo exacto en el que se dio
cuenta de que la apariencia del joven de sonrisa fácil y naturaleza generosa
era una fachada para ocultar su vacuidad y su indiferencia ante los
sentimientos de los demás. Siempre había considerado la inteligencia innata y
cordial de Nicholas como una prueba de su humanidad, pero entonces comprendió
que sus defectos excedían en mucho a sus virtudes. Todos los rumores eran
ciertos. Lo único que él quería era un buen revolcón. La insensibilidad de
aquello le revolvía el estómago. ¿Cuántos corazones había roto él aparte del
suyo? Aquello que ella creyó haber amado había sido una ilusión, nada más.
—¿... bombón?
Annabel levantó la mirada
y parpadeó.
—¿Disculpa?
El protagonista de sus
pensamientos hizo un gesto en dirección a la bombonera que había en el carrito
del té. Sus vividos ojos azules estaban sombríos, pero en su boca brillaba el
tenue destello de una sonrisa.
—¿Puedo comerme uno?
—Estoy segura de que ya
te has comido suficientes... bombones. —Las palabras salieron sin más y, para
empeorar las cosas, la edulcorada malicia de su voz fue una prueba reveladora
de su antipatía.
Dios del cielo,
¿realmente había dicho eso en voz alta?
—Oh, querida —murmuró
Margaret.
Nicholas alzó de pronto
sus cejas castañas. Sentado en su butaca con una postura perezosa, las largas
piernas extendidas y una copa en la mano, parecía cordialmente ofendido.
Estaba, como de costumbre, muy atractivo con una chaqueta azul oscuro, unos
pantalones canela, las botas bruñidas y la corbata tan bien anudada como
siempre. La luz que entraba por uno de los ventanales confería un brillo
tostado a sus mechones de pelo dorado, y acentuaba asimismo la nítida silueta
de su mejilla y su frente.
—Admito que me gustan
los... bombones de todas clases, pero con el té prefiero los de chocolate —dijo
él arrastrando las palabras.
Disgustada, porque se
había asegurado a sí misma cada día que ya no le importaba en absoluto lo que
pasara entre ellos. Annabel cogió la bombonera de cristal y se la tendió con
brusquedad. El contenido se deslizó peligrosamente hacia el borde, pero por
fortuna ninguno cayó sobre el estampado floral de la costosa alfombra. Ya se
había puesto en ridículo; no había la menor necesidad de empeorarlo.
Maldito fuera, Nicholas
se entretuvo un rato en escoger uno obligándola a sostener la bombonera como
una especie de sumisa camarera. Sin duda se había acostado con aquellos
bombones también, pensó indignada, sin saber si estaba más enfadada consigo
misma por perder el control con tanta facilidad o con él por considerarlo
cómico.
Siempre tenía la
sensación de que la seguridad y la confianza de Nicholas acrecentaban la falta
de sofisticación de ella, pero iba aprendiendo. Desde aquella horrible tarde,
Annabel había convertido en un arte el evitarle, y también más de una vez se
había preguntado si él no estaba esforzándose demasiado por declinar todas las
invitaciones a actos en los que ella iba a estar presente también. Como es
natural, en las fiestas familiares tenían que relacionarse un poco, pero
ninguno de los dos hacía apenas nada más que constatar la presencia del otro.
Nicholas nunca, nunca
aparecía a la hora del té. Sobre todo si sabía que ella iba a estar presente.
—Gracias. —Él cogió un
bombón del recipiente de cristal y lo puso en su plato. Fue un movimiento
grácil y elegante, con un estilo absolutamente varonil, como todo lo suyo,
incluida aquella fastidiosa sonrisita en su cara.
—De nada —dijo ella entre
dientes, odiando la rudeza de su tono.
—Creo que aún no he
tenido la oportunidad de felicitarte por tu compromiso, Annie. La otra noche
estabas muy ocupada y tuve que marcharme temprano.
«Por Dios santo, no me
llames Annie.» Era el único que usaba ese diminutivo. Siempre lo había hecho,
desde que era una niña. Pero ahora no era una niña, era una mujer, y el sonido
vagamente familiar con el que lo dijo le traía recuerdos que era mejor olvidar.
Se puso tensa, pero consiguió asentir.
—Le comunicaré a Alfred
tus buenos deseos.
—Es un hombre bastante
agradable.
Ella sintió un destello
de irritación al oír aquel tono de voz. Apenas un ligerísimo matiz de crítica,
como si agradable fuera acompañado de aburrido y pesado. No. Alfred no era
gallardo emocionante, pero era estable.
—Es un auténtico
caballero —señaló a la defensiva. Con eso dejaba claro que Niholas no
pertenecía a esa categoría. O al menos esperaba haberlo dejado claro, porque lo
había dicho con toda la intención.
—Estoy de acuerdo con Nicholas;
lord Hyatt es bastante amable —intervino Thomas con una mirada inexpresiva,
antes de beber un sorbo de té. —Un buen tipo. Fiable y todo eso.
—No es mala cosa para un
marido —corroboró Margaret.
—Ni para un caballo. —Nicholas
se hundió un poco más en la butaca. La elasticidad de su cuerpo, alto y
musculoso, contrastaba con la atmósfera pastel del salón. Si se había sentido
insultado por el sarcasmo de Annabel, no lo demostró, como siempre.
—¿Un caballo? —Ella le
miró fijamente, ofendida porque compararan a su prometido con un equino.
Él parecía tan inocente
como podía serlo un depravado calavera.
—Sí, desde luego. ¿No
estás de acuerdo? ¿Qué preferirías montar, un animal plácido y digno de
confianza que te llevara a donde quisieras por un sendero tranquilo, o una
bestia más fogosa?
Tal vez fuera
infinitamente menos experimentada que él, pero no se le escapó la connotación
sexual, y para su total y absoluta desgracia enrojeció.
Solo Nicholas podía decir
algo así y salir indemne. Estaba acostumbrado a utilizar su aspecto y sus
elegantes maneras para excusarse de multitud de pecados. Eso también le
funcionaba para todo lo demás, maldito fuera. Pero no con ella. Nunca más.
El problema era que Annabel
le conocía. Conocía aquel ingenio travieso, la chispa de burla en sus ojos, y
en el pasado puede que incluso se hubiera echado a reír. Sin embargo, estaban
hablando de su matrimonio con otro hombre, y que él pudiera bromear sobre
ello... bien, era doloroso.
No, no lo era. Annabel se
contradijo a sí misma e irguió la espalda. Nicholas ya no tenía ese poder sobre
ella. Lo había perdido el día que la había besado y después le destrozó el
corazón con una traición ocasional con la que se burló de sus sentimientos.
Le miró a los ojos.
—Dice mucho en su favor
que sea digno de confianza. La sonrisa de Nicholas desapareció cuando replicó
en voz baja: —Hasta la criatura más salvaje puede ser domesticada con el
procedimiento adecuado.
—No todas justifican el
esfuerzo —contraatacó ella.
—Eso es difícil de saber
si no se intenta.
Margaret intervino en un
pobre intento por cambiar de tema:
—Yo creo que la fiesta
resultó bien, ¿no os parece?
Annabel asintió, pero fue
un gesto ausente, indiferente.
—Fue encantadora.
—Estabas preciosa
—murmuró Nicholas como si hablara del tiempo.
No, no había dicho
únicamente eso. Fue un cumplido tan espontáneo, tan sincera la inflexión de su
tono, que ella se sorprendió por un momento. Nicholas la miró como solo él
podía hacerlo y durante un segundo ella olvidó que Margaret y Thomas estaban
allí.
Como una tontita.
Aunque él lo pensara
realmente, ¿qué importancia tenía? ¿Por qué le importaba lo que un hombre tan
inmoral y con tan mala fama opinara de ella? ¿Por qué había escogido el vestido
con tanto cuidado la noche anterior, solo porque sabía que él estaría allí?
Le resultaba imposible
estar tan cerca de Nicholas ni un minuto más. Ser consciente de ello la abrumó
y le provocó un acceso de pánico que le agarrotó la garganta. Sin duda era
mejor cuando ambos se evitaban, aunque no estaba segura de que a él le hubiera
afectado hasta ese punto. Para un libertino de tal calibre, un beso baladí no
tenía importancia. Fue ella quien puso demasiado en aquello.
Pero aun así... aquel
beso. La caricia leve pero firme de los labios de Nicholas mientras poseía su
boca, su lengua deslizante, la tentadora sensación de sus brazos reteniéndola.
Su aroma, su sabor, aquel suspiro quedo en el interior de la boca, más
embriagador que cualquier bebida...
No. A ella no le importaba
recordarlo. Era más molesto que permaneciera todavía en su mente.
—Por favor, disculpadme.
—Annabel se levantó, echó una rada al reloj del rincón y vio que la inclinación
de las agujas formaban un ángulo determinado, sin apreciar realmente qué hora
era. —Lo siento, pero he de escribir un montón de cartas y tengo un ligero
dolor de cabeza. Creo que me retiraré arriba hasta la hora de cenar.
El sonido de aquella voz
grave fue como un chorro de agua que la dejó aturdida.
Saturó todos sus poros y
todas sus terminaciones nerviosas, del cuero cabelludo a las puntas de los
pies, y Annabel se quedó inmóvil frente a la puerta de la salita familiar y
contuvo la respiración.
Nadie la había informado
de que Nicholas vendría a tomar el té. Nunca venía a la hora del té. Jamás.
Dios del cielo, ¿no había
sido ya bastante terrible haberle visto la noche anterior? Aún le dolía la cara
por el esfuerzo de reír durante la pequeña recepción que Margaret había
organizado. La fiesta había sido un gesto considerado, y sabía que Thomas y
Margaret únicamente deseaban apoyar su decisión de casarse con Alfred. Toda la
familia Drake la había tratado siempre como si fuera una más, y habían mostrado
un maravilloso entusiasmo ante la inminente boda. Pero, por desgracia, era
previsible que Nicholas estuviera invitado a todo. Siempre lo estaba, aunque
solía declinar las celebraciones domésticas. Salvo la noche anterior, cuando
apareció de repente con un aspecto pecaminosamente atractivo y aburrido hasta
decir basta. También había marchado pronto, se había escabullido poco después
la cena. Ella había conseguido ser educada durante las cuatro palabras amables
que intercambiaron, pero ¿de verdad tenía que volver a pasar por aquello tan
pronto?
—¿Has olvidado algo,
hija?
Al oír la voz de su tutor
se dio la vuelta inmediatamente. Vio a Thomas que la contemplaba con su
habitual sonrisa dibujada en el bondadoso rostro.
—Me parece que los dos
llegamos un poco tarde, ¿verdad? Yo estoy bastante sediento y ahora mismo me
vendría muy bien un bollo. ¿Entramos? —le dijo él.
¿Qué otra opción había?
Debería haber subido corriendo a su habitación con la excusa de una jaqueca, en
cuanto tuvo la oportunidad, en lugar de vacilar junto a la puerta. Debería
haber enviado a su doncella abajo, para decirles que no los acompañaría a tomar
el té porque estaba indispuesta. Pero no había pensado con la suficiente
rapidez.
—Sí, sería delicioso
—musitó mintiendo descaradamente, pues sintió un repentino nudo en el estómago.
Entraron los dos juntos,
y aunque Annabel deseaba no tener que darse por enterada de la presencia del
conde de Manderville, cuando él se puso de pie cortésmente, apretó los dientes
y consiguió asentir con rigidez. Todo era familiar: las butacas azules de
brocado dispuestas con cierto desorden, el viejo pianoforte en un rincón, la
alfombra con un dibujo oriental en tonos añil v crema, e incluso el carrito del
té junto a una antigua mesa barnizada. Pero cuando él estaba allí todo parecía
distinto.
Siempre era así. Si él
estaba en la habitación, ella no veía nada más, y sintió un intenso rencor
sumado a la aflicción.
Margaret, rellenita,
bonita y muy femenina, sonreía serenamente con una taza en la mano.
—Nicholas ha aparecido en
el momento adecuado y yo he insistido para que se quedara a tomar el té.
Annabel no dijo nada y
apartó la mirada. Sabía que no había posibilidad alguna de que Margaret y
Thomas no hubieran notado la animosidad entre su sobrino y ella. Thomas había
intentado preguntar por ello una vez, pero era impensable que ella le hablara a
nadie de aquel fatídico beso, ni de con qué se había tropezado después.
Todavía estaba muy vivo
en su memoria, marcado a fuego con dolorosa claridad. Nicholas inclinado sobre
lady Bellvue, quien por cierto tenía el valor de ser sofisticada y bellísima, y
ella tenía el corpiño desabrochado y él puso la boca sobre...
En aquel momento las
lágrimas le habían emborronado la vista y, para no derrumbarse en sollozos
descontrolados delante de ambos, Annabel había salido corriendo del invernadero
tan deprisa como pudo. No, lo había dejado para después; cuando llegó a su
dormitorio lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas. Resultaba irónico que
aquel beso tierno en la biblioteca hubiera sido la culminación de todas sus
fantasías románticas, y que después, ese mismo día, él hubiera destruido sus
sueños. Ella se había hecho mayor en aquel segundo exacto en el que se dio
cuenta de que la apariencia del joven de sonrisa fácil y naturaleza generosa
era una fachada para ocultar su vacuidad y su indiferencia ante los
sentimientos de los demás. Siempre había considerado la inteligencia innata y
cordial de Nicholas como una prueba de su humanidad, pero entonces comprendió
que sus defectos excedían en mucho a sus virtudes. Todos los rumores eran
ciertos. Lo único que él quería era un buen revolcón. La insensibilidad de
aquello le revolvía el estómago. ¿Cuántos corazones había roto él aparte del
suyo? Aquello que ella creyó haber amado había sido una ilusión, nada más.
—¿... bombón?
Annabel levantó la mirada
y parpadeó.
—¿Disculpa?
El protagonista de sus
pensamientos hizo un gesto en dirección a la bombonera que había en el carrito
del té. Sus vividos ojos azules estaban sombríos, pero en su boca brillaba el
tenue destello de una sonrisa.
—¿Puedo comerme uno?
—Estoy segura de que ya
te has comido suficientes... bombones. —Las palabras salieron sin más y, para
empeorar las cosas, la edulcorada malicia de su voz fue una prueba reveladora
de su antipatía.
Dios del cielo,
¿realmente había dicho eso en voz alta?
—Oh, querida —murmuró
Margaret.
Nicholas alzó de pronto
sus cejas castañas. Sentado en su butaca con una postura perezosa, las largas
piernas extendidas y una copa en la mano, parecía cordialmente ofendido.
Estaba, como de costumbre, muy atractivo con una chaqueta azul oscuro, unos
pantalones canela, las botas bruñidas y la corbata tan bien anudada como
siempre. La luz que entraba por uno de los ventanales confería un brillo
tostado a sus mechones de pelo dorado, y acentuaba asimismo la nítida silueta
de su mejilla y su frente.
—Admito que me gustan
los... bombones de todas clases, pero con el té prefiero los de chocolate —dijo
él arrastrando las palabras.
Disgustada, porque se
había asegurado a sí misma cada día que ya no le importaba en absoluto lo que
pasara entre ellos. Annabel cogió la bombonera de cristal y se la tendió con
brusquedad. El contenido se deslizó peligrosamente hacia el borde, pero por
fortuna ninguno cayó sobre el estampado floral de la costosa alfombra. Ya se
había puesto en ridículo; no había la menor necesidad de empeorarlo.
Maldito fuera, Nicholas
se entretuvo un rato en escoger uno obligándola a sostener la bombonera como
una especie de sumisa camarera. Sin duda se había acostado con aquellos
bombones también, pensó indignada, sin saber si estaba más enfadada consigo
misma por perder el control con tanta facilidad o con él por considerarlo
cómico.
Siempre tenía la
sensación de que la seguridad y la confianza de Nicholas acrecentaban la falta
de sofisticación de ella, pero iba aprendiendo. Desde aquella horrible tarde,
Annabel había convertido en un arte el evitarle, y también más de una vez se
había preguntado si él no estaba esforzándose demasiado por declinar todas las
invitaciones a actos en los que ella iba a estar presente también. Como es
natural, en las fiestas familiares tenían que relacionarse un poco, pero
ninguno de los dos hacía apenas nada más que constatar la presencia del otro.
Nicholas nunca, nunca
aparecía a la hora del té. Sobre todo si sabía que ella iba a estar presente.
—Gracias. —Él cogió un
bombón del recipiente de cristal y lo puso en su plato. Fue un movimiento
grácil y elegante, con un estilo absolutamente varonil, como todo lo suyo,
incluida aquella fastidiosa sonrisita en su cara.
—De nada —dijo ella entre
dientes, odiando la rudeza de su tono.
—Creo que aún no he
tenido la oportunidad de felicitarte por tu compromiso, Annie. La otra noche
estabas muy ocupada y tuve que marcharme temprano.
«Por Dios santo, no me
llames Annie.» Era el único que usaba ese diminutivo. Siempre lo había hecho,
desde que era una niña. Pero ahora no era una niña, era una mujer, y el sonido
vagamente familiar con el que lo dijo le traía recuerdos que era mejor olvidar.
Se puso tensa, pero consiguió asentir.
—Le comunicaré a Alfred
tus buenos deseos.
—Es un hombre bastante
agradable.
Ella sintió un destello
de irritación al oír aquel tono de voz. Apenas un ligerísimo matiz de crítica,
como si agradable fuera acompañado de aburrido y pesado. No. Alfred no era
gallardo emocionante, pero era estable.
—Es un auténtico
caballero —señaló a la defensiva. Con eso dejaba claro que Niholas no
pertenecía a esa categoría. O al menos esperaba haberlo dejado claro, porque lo
había dicho con toda la intención.
—Estoy de acuerdo con Nicholas;
lord Hyatt es bastante amable —intervino Thomas con una mirada inexpresiva,
antes de beber un sorbo de té. —Un buen tipo. Fiable y todo eso.
—No es mala cosa para un
marido —corroboró Margaret.
—Ni para un caballo. —Nicholas
se hundió un poco más en la butaca. La elasticidad de su cuerpo, alto y
musculoso, contrastaba con la atmósfera pastel del salón. Si se había sentido
insultado por el sarcasmo de Annabel, no lo demostró, como siempre.
—¿Un caballo? —Ella le
miró fijamente, ofendida porque compararan a su prometido con un equino.
Él parecía tan inocente
como podía serlo un depravado calavera.
—Sí, desde luego. ¿No
estás de acuerdo? ¿Qué preferirías montar, un animal plácido y digno de
confianza que te llevara a donde quisieras por un sendero tranquilo, o una
bestia más fogosa?
Tal vez fuera
infinitamente menos experimentada que él, pero no se le escapó la connotación
sexual, y para su total y absoluta desgracia enrojeció.
Solo Nicholas podía decir
algo así y salir indemne. Estaba acostumbrado a utilizar su aspecto y sus
elegantes maneras para excusarse de multitud de pecados. Eso también le
funcionaba para todo lo demás, maldito fuera. Pero no con ella. Nunca más.
El problema era que Annabel
le conocía. Conocía aquel ingenio travieso, la chispa de burla en sus ojos, y
en el pasado puede que incluso se hubiera echado a reír. Sin embargo, estaban
hablando de su matrimonio con otro hombre, y que él pudiera bromear sobre
ello... bien, era doloroso.
No, no lo era. Annabel se
contradijo a sí misma e irguió la espalda. Nicholas ya no tenía ese poder sobre
ella. Lo había perdido el día que la había besado y después le destrozó el
corazón con una traición ocasional con la que se burló de sus sentimientos.
Le miró a los ojos.
—Dice mucho en su favor
que sea digno de confianza. La sonrisa de Nicholas desapareció cuando replicó
en voz baja: —Hasta la criatura más salvaje puede ser domesticada con el
procedimiento adecuado.
—No todas justifican el
esfuerzo —contraatacó ella.
—Eso es difícil de saber
si no se intenta.
Margaret intervino en un
pobre intento por cambiar de tema:
—Yo creo que la fiesta
resultó bien, ¿no os parece?
Annabel asintió, pero fue
un gesto ausente, indiferente.
—Fue encantadora.
—Estabas preciosa
—murmuró Nicholas como si hablara del tiempo.
No, no había dicho
únicamente eso. Fue un cumplido tan espontáneo, tan sincera la inflexión de su
tono, que ella se sorprendió por un momento. Nicholas la miró como solo él
podía hacerlo y durante un segundo ella olvidó que Margaret y Thomas estaban
allí.
Como una tontita.
Aunque él lo pensara
realmente, ¿qué importancia tenía? ¿Por qué le importaba lo que un hombre tan
inmoral y con tan mala fama opinara de ella? ¿Por qué había escogido el vestido
con tanto cuidado la noche anterior, solo porque sabía que él estaría allí?
Le resultaba imposible
estar tan cerca de Nicholas ni un minuto más. Ser consciente de ello la abrumó
y le provocó un acceso de pánico que le agarrotó la garganta. Sin duda era
mejor cuando ambos se evitaban, aunque no estaba segura de que a él le hubiera
afectado hasta ese punto. Para un libertino de tal calibre, un beso baladí no
tenía importancia. Fue ella quien puso demasiado en aquello.
Pero aun así... aquel
beso. La caricia leve pero firme de los labios de Nicholas mientras poseía su
boca, su lengua deslizante, la tentadora sensación de sus brazos reteniéndola.
Su aroma, su sabor, aquel suspiro quedo en el interior de la boca, más
embriagador que cualquier bebida...
No. A ella no le importaba
recordarlo. Era más molesto que permaneciera todavía en su mente.
—Por favor, disculpadme.
—Annabel se levantó, echó una rada al reloj del rincón y vio que la inclinación
de las agujas formaban un ángulo determinado, sin apreciar realmente qué hora
era. —Lo siento, pero he de escribir un montón de cartas y tengo un ligero
dolor de cabeza. Creo que me retiraré arriba hasta la hora de cenar.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
no habia comentado perdon!!!!!!!
ya es hora de que subas!!!!!!!!!!!
ya quiero saber q pasa!!!!!!!!!!!!!!!!!!
sigue sigue sigue
ya es hora de que subas!!!!!!!!!!!
ya quiero saber q pasa!!!!!!!!!!!!!!!!!!
sigue sigue sigue
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
onde andasssssssssss
quiero cappppppppppppppp
quiero cappppppppppppppp
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hacía una tarde tan
calurosa que ______ se había quitado la chaqueta del traje de montar, y ahora
colgaba del arzón de la silla mientras los caballos deambulaban tranquilamente
por un sendero apenas trazado a la orilla de un río perezoso. Allá en lo alto
el cielo era límpido, de un azul prístino libre de nubes, y una ligerísima
brisa de aire que contenía la fragancia de los prados le acariciaba el rostro.
Aquel día idílico se
ajustaba perfectamente al estado de ánimo de ambos.
______ era muy consciente
de que iba a caer víctima del encanto del infame Rothay por una razón
premeditada —la escandalosa apuesta, —pero estaba más que dispuesta a aceptar
aquella fantasía.
Tras una noche de
descubrimientos y de rendido placer en brazos de él, ambos habían dormido hasta
tarde, habían tomado un ligero desayuno juntos y pasaron el resto del día en
una camaradería similar, despreocupada y relajada, que incluía el presente
paseo a caballo a última hora de la tarde.
Aquello constituía un
placentero cambio de su rutinaria existencia, y no todo el placer que sentía
era debido a su despertar sexual. Le resultaría fácil acostumbrarse a que un hombre
atractivo estuviera pendiente de ella, sobre todo porque se sentía
sorprendentemente cómoda en su compañía. Tal vez fuera solo por la intimidad
sexual, pero tal vez no.
Aunque aún no habían
culminado el coito, sentía cada vez menos aprensión y más y más curiosidad.
Hasta el momento él le había dedicado toda su atención y el opulento placer de
sus instructivas caricias, pero no había obtenido nada para sí.
Por supuesto. Lo único
que él quería era ganar la apuesta.
Y como si ________ fuera
capaz de leer sus pensamientos, Joe dijo:
—Debería hacerlo más a
menudo.
Ella le miró. El tampoco
llevaba chaqueta. El delicado lino de su camisa acentuaba la anchura de sus
hombros. La tela, abierta a la altura del cuello, dejaba ver su piel bronceada,
y estaba sentado en la silla con naturalidad y estilo. Joseph cabalgaba todos
los días sin falta, y había ordenado que le enviaran previamente los caballos,
puesto que en Essex no tenía establos. Montaba un bayo magnífico, lustroso y
poderoso, apropiado para el jinete, y el de ella, una yegua con manchas grises,
era el caballo mejor entrenado que había montado nunca.
—¿Hacer qué más a menudo?
—______ enarcó una ceja. —¿Llevarse a una extraña al campo para una tutoría
sexual?
Resonó la risa espontánea
de Joe.
—Bien, no, no era
precisamente en eso en lo que estaba pensando, pero ahora que lo menciona, las
cosas han ido bastante bien hasta el momento.
Ella difícilmente podía
disentir, si pensaba en lo reveladora que había resultado la noche anterior.
Había vivido un placer pecaminoso; todas las caricias, los sabores y los
movimientos fueron una experiencia única para ella. El tenía bien merecida su
reputación, si siempre era tan generoso. El exceso de sensaciones la había
dejado tan exhausta que se había quedado dormida en sus brazos. Si alguien
hubiera predicho tal cosa unos días antes, se habría burlado de esa
posibilidad.
Un disfrute desenfrenado
y una creciente sensación de libertad, aunque esta no fuera más que el fruto de
una rivalidad masculina provocada por el abuso del alcohol, eran exactamente lo
que _______ había estado buscando cuando hizo su escandalosa propuesta. Cuando
esto terminara, estaría eternamente en deuda con él, porque Joseph Jonas por
fin le había enseñado lo que ella podía ser.
—¿En qué estaba pensando,
pues? —_______ se apartó un mechón de cabello suelto de la mejilla y observó su
cara con curiosidad.
Nunca en su vida le había
preguntado a un hombre en qué pensaba. Con Edward no se habría atrevido jamás.
Ni tampoco habría querido saberlo, probablemente. Con Joe ya tenía la sensación
de poder preguntar con toda libertad, con total impunidad.
—En que malgasto
demasiado tiempo en la ciudad. Demasiado tiempo hasta altas horas en fiestas y
veladas, demasiado tiempo en mi club, demasiado tiempo en mi estudio y con mis
abogados. —Se encogió de hombros. Su cabello brillaba con un matiz azul muy
oscuro, como el ala de un cuervo bajo los sesgados rayos del sol. —No dejo de
decirme que cuando llegue el momento de estabilizarme en un estilo de vida
menos frenético, lo sabré.
Se refería,
inevitablemente, a tener una esposa y a engendrar un heredero. Ella se dio
cuenta y sintió una punzada inesperada.
Aquella apuesta era una
competición pasajera y un aprendizaje para ella. Lo que sucediera después del
tiempo que pasarían juntos apenas tenía importancia.
Hizo lo posible por
aparentar indiferencia.
—Usted todavía es joven,
pero imagino que su familia espera que cumpla con su deber.
Joseph adoptó un aire
aristocrático y un tanto severo. Durante un segundo no pareció en absoluto
sofisticado y libertino, sino más bien sombrío. Incluso su voz sonó fría.
—Eso esperan, por
supuesto.
Aquello no era asunto
suyo, pero por alguna razón ______ se oyó preguntar:
—Pero ¿usted es reacio?
—Siento un patente desinterés
por tomar esposa para procrear sin más. —En su tono había un punto de
impaciencia.
Una postura curiosa para
un noble, ya que él sabía, probablemente desde que se puso pantalones cortos,
que tendría que hacer justamente eso.
—Posee usted una sensibilidad
romántica.
—No.
—Si he interpretado bien
lo que acaba de decir, usted desea enamorarse.
La boca de Joseph se
curvó en una sonrisa cínica.
—Me temo que ha
malinterpretado del todo lo que he dicho, querida. Enamorarse es algo que
espero que no me pase nunca, ni tampoco lo deseo. Me parece que ni siquiera lo
creo posible.
Si _______ había oído
alguna vez convicción en las palabras de alguien era en esas. Dicha afirmación
resultaba un tanto incongruente en boca del mismo hombre de quien ella sabía, de
primera mano, capaz de una ternura infinita y desinteresada.
—Todos queremos que nos
amen —aventuró ella, pese a que probablemente era la última persona del mundo
con autoridad en la materia.
—Ser amado no es lo mismo
que amar a alguien.
La yegua se puso a
deambular alrededor de un pequeño arbusto y ella la condujo de nuevo al sendero
con aire ausente.
—Supongo que eso es
verdad.
No sabía mucho sobre los
hombres, pero en el tono de Joseph había cierta tensión que ni siquiera ella
podía ignorar. Esa conversación tenía cierto aire personal desconocido para
ella.
Entonces él volvió a
sonreír, desechó todo aquello, y en su lugar surgió aquel fogonazo de encanto,
travieso e irresistible que cautivaba a todas las mujeres.
—Si le dice a alguien que
ha estado hablando de vínculos sentimentales con el duque diabólico, lo negaré,
querida mía, de modo que, por favor, guárdelo para sí misma.
Si ella se lo contaba a
alguien, él sufriría un acoso aún mayor por parte de damitas ansiosas, deseosas
de conquistar no solo su rulo y su fortuna, sino también su corazón.
—Se supone que no le
conozco más que de vista y de un modo ocasional, ¿recuerda? Difícilmente puedo
afirmar que sé algo de sus sentimientos personales sobre ningún asunto, y mucho
menos sobre el matrimonio.
Él la miró; los caballos
pasaron lentamente junto a una arboleda de frondosos sauces, cuyas largas ramas
colgaban sobre las aguas mansas y claras. Ella notó la calidez del sol en la
espalda.
—Tengo la sensación de
que cuando termine esta semana va a ser un poco difícil fingir que no nos
conocemos. Según me han dicho, una mujer nunca olvida a su primer amante.
Lo que él había dicho era
correcto, sin duda, porque lo que Edward le había hecho a ella le descalificaba
como tal.
Joseph era absolutamente
distinto y aunque el cuerpo de ______ no era virgen, tenía razón; él siempre
sería su primer ante.
Era asombroso ser
consciente de ello, pero estaba perdiendo sus aprensivos temores y lo esperaba
con ganas. Puede que incluso con muchas ganas. Se aclaró la garganta.
—Estoy segura de que eso
es cierto, porque tiene usted razón... no olvidaré su... amabilidad.
Divertido, sus labios se
curvaron.
—¿Amabilidad? Una palabra
extraña para describir el deseo carnal, querida mía. Ya que admite que está
aquí para una tutoría sexual, permítame continuar con mi papel de instructor
informándola de que su disfrute cuando yacemos juntos será primordial para el
mío propio. Saber qué proporciona placer a una mujer es un poderoso afrodisíaco
para cualquier hombre.
Desgraciadamente, ella
sabía de primera mano que él se equivocaba. Fue como si dejaran caer una jarra
de agua fría sobre ella.
—No para todos, Joseph
—le informó con serenidad, —y desearía poder decir esto sin tanta seguridad.
En el incómodo silencio
que se produjo entre ambos, solo se oyó el ruido sordo de los cascos de los
caballos y el trino de un pájaro cantor.
—He vuelto a ser
presuntuoso —dijo él finalmente. —Mis disculpas.
Ella no quería pensar en
su lóbrego matrimonio al menos en un día tan radiante, cuando estaba con uno de
los hombres más atractivos de Inglaterra y ambos disponían del resto de una
semana que prometía ser memorable.
Le obsequió con una
picara sonrisa.
—Opino, excelencia, que
nació presuntuoso. Por suerte para usted, creo que es parte de su atractivo.
—¿Me considera atractivo?
Quizá anoche la impresioné, después de todo. —Parecía deseoso de evitar que la
conversación tomara un tono serio y de volver a sus despreocupadas bromas de
siempre. —¿Le importa decirme qué parte le pareció más instructiva?
Eso no era difícil de
contestar y ella se lo debía.
—Todo.
Era cierto. Aquellos
besos devastadoramente suaves y persuasivos, la delicadeza de sus caricias
íntimas, el regalo de un placer que ella no había imaginado que existiera.
La cara de Joseph cambió
casi al instante.
—Creo que puedo aprender
mucho de usted esta semana, mi gélida lady Wynn —dijo en voz baja, —tanto como
usted de mí.
calurosa que ______ se había quitado la chaqueta del traje de montar, y ahora
colgaba del arzón de la silla mientras los caballos deambulaban tranquilamente
por un sendero apenas trazado a la orilla de un río perezoso. Allá en lo alto
el cielo era límpido, de un azul prístino libre de nubes, y una ligerísima
brisa de aire que contenía la fragancia de los prados le acariciaba el rostro.
Aquel día idílico se
ajustaba perfectamente al estado de ánimo de ambos.
______ era muy consciente
de que iba a caer víctima del encanto del infame Rothay por una razón
premeditada —la escandalosa apuesta, —pero estaba más que dispuesta a aceptar
aquella fantasía.
Tras una noche de
descubrimientos y de rendido placer en brazos de él, ambos habían dormido hasta
tarde, habían tomado un ligero desayuno juntos y pasaron el resto del día en
una camaradería similar, despreocupada y relajada, que incluía el presente
paseo a caballo a última hora de la tarde.
Aquello constituía un
placentero cambio de su rutinaria existencia, y no todo el placer que sentía
era debido a su despertar sexual. Le resultaría fácil acostumbrarse a que un hombre
atractivo estuviera pendiente de ella, sobre todo porque se sentía
sorprendentemente cómoda en su compañía. Tal vez fuera solo por la intimidad
sexual, pero tal vez no.
Aunque aún no habían
culminado el coito, sentía cada vez menos aprensión y más y más curiosidad.
Hasta el momento él le había dedicado toda su atención y el opulento placer de
sus instructivas caricias, pero no había obtenido nada para sí.
Por supuesto. Lo único
que él quería era ganar la apuesta.
Y como si ________ fuera
capaz de leer sus pensamientos, Joe dijo:
—Debería hacerlo más a
menudo.
Ella le miró. El tampoco
llevaba chaqueta. El delicado lino de su camisa acentuaba la anchura de sus
hombros. La tela, abierta a la altura del cuello, dejaba ver su piel bronceada,
y estaba sentado en la silla con naturalidad y estilo. Joseph cabalgaba todos
los días sin falta, y había ordenado que le enviaran previamente los caballos,
puesto que en Essex no tenía establos. Montaba un bayo magnífico, lustroso y
poderoso, apropiado para el jinete, y el de ella, una yegua con manchas grises,
era el caballo mejor entrenado que había montado nunca.
—¿Hacer qué más a menudo?
—______ enarcó una ceja. —¿Llevarse a una extraña al campo para una tutoría
sexual?
Resonó la risa espontánea
de Joe.
—Bien, no, no era
precisamente en eso en lo que estaba pensando, pero ahora que lo menciona, las
cosas han ido bastante bien hasta el momento.
Ella difícilmente podía
disentir, si pensaba en lo reveladora que había resultado la noche anterior.
Había vivido un placer pecaminoso; todas las caricias, los sabores y los
movimientos fueron una experiencia única para ella. El tenía bien merecida su
reputación, si siempre era tan generoso. El exceso de sensaciones la había
dejado tan exhausta que se había quedado dormida en sus brazos. Si alguien
hubiera predicho tal cosa unos días antes, se habría burlado de esa
posibilidad.
Un disfrute desenfrenado
y una creciente sensación de libertad, aunque esta no fuera más que el fruto de
una rivalidad masculina provocada por el abuso del alcohol, eran exactamente lo
que _______ había estado buscando cuando hizo su escandalosa propuesta. Cuando
esto terminara, estaría eternamente en deuda con él, porque Joseph Jonas por
fin le había enseñado lo que ella podía ser.
—¿En qué estaba pensando,
pues? —_______ se apartó un mechón de cabello suelto de la mejilla y observó su
cara con curiosidad.
Nunca en su vida le había
preguntado a un hombre en qué pensaba. Con Edward no se habría atrevido jamás.
Ni tampoco habría querido saberlo, probablemente. Con Joe ya tenía la sensación
de poder preguntar con toda libertad, con total impunidad.
—En que malgasto
demasiado tiempo en la ciudad. Demasiado tiempo hasta altas horas en fiestas y
veladas, demasiado tiempo en mi club, demasiado tiempo en mi estudio y con mis
abogados. —Se encogió de hombros. Su cabello brillaba con un matiz azul muy
oscuro, como el ala de un cuervo bajo los sesgados rayos del sol. —No dejo de
decirme que cuando llegue el momento de estabilizarme en un estilo de vida
menos frenético, lo sabré.
Se refería,
inevitablemente, a tener una esposa y a engendrar un heredero. Ella se dio
cuenta y sintió una punzada inesperada.
Aquella apuesta era una
competición pasajera y un aprendizaje para ella. Lo que sucediera después del
tiempo que pasarían juntos apenas tenía importancia.
Hizo lo posible por
aparentar indiferencia.
—Usted todavía es joven,
pero imagino que su familia espera que cumpla con su deber.
Joseph adoptó un aire
aristocrático y un tanto severo. Durante un segundo no pareció en absoluto
sofisticado y libertino, sino más bien sombrío. Incluso su voz sonó fría.
—Eso esperan, por
supuesto.
Aquello no era asunto
suyo, pero por alguna razón ______ se oyó preguntar:
—Pero ¿usted es reacio?
—Siento un patente desinterés
por tomar esposa para procrear sin más. —En su tono había un punto de
impaciencia.
Una postura curiosa para
un noble, ya que él sabía, probablemente desde que se puso pantalones cortos,
que tendría que hacer justamente eso.
—Posee usted una sensibilidad
romántica.
—No.
—Si he interpretado bien
lo que acaba de decir, usted desea enamorarse.
La boca de Joseph se
curvó en una sonrisa cínica.
—Me temo que ha
malinterpretado del todo lo que he dicho, querida. Enamorarse es algo que
espero que no me pase nunca, ni tampoco lo deseo. Me parece que ni siquiera lo
creo posible.
Si _______ había oído
alguna vez convicción en las palabras de alguien era en esas. Dicha afirmación
resultaba un tanto incongruente en boca del mismo hombre de quien ella sabía, de
primera mano, capaz de una ternura infinita y desinteresada.
—Todos queremos que nos
amen —aventuró ella, pese a que probablemente era la última persona del mundo
con autoridad en la materia.
—Ser amado no es lo mismo
que amar a alguien.
La yegua se puso a
deambular alrededor de un pequeño arbusto y ella la condujo de nuevo al sendero
con aire ausente.
—Supongo que eso es
verdad.
No sabía mucho sobre los
hombres, pero en el tono de Joseph había cierta tensión que ni siquiera ella
podía ignorar. Esa conversación tenía cierto aire personal desconocido para
ella.
Entonces él volvió a
sonreír, desechó todo aquello, y en su lugar surgió aquel fogonazo de encanto,
travieso e irresistible que cautivaba a todas las mujeres.
—Si le dice a alguien que
ha estado hablando de vínculos sentimentales con el duque diabólico, lo negaré,
querida mía, de modo que, por favor, guárdelo para sí misma.
Si ella se lo contaba a
alguien, él sufriría un acoso aún mayor por parte de damitas ansiosas, deseosas
de conquistar no solo su rulo y su fortuna, sino también su corazón.
—Se supone que no le
conozco más que de vista y de un modo ocasional, ¿recuerda? Difícilmente puedo
afirmar que sé algo de sus sentimientos personales sobre ningún asunto, y mucho
menos sobre el matrimonio.
Él la miró; los caballos
pasaron lentamente junto a una arboleda de frondosos sauces, cuyas largas ramas
colgaban sobre las aguas mansas y claras. Ella notó la calidez del sol en la
espalda.
—Tengo la sensación de
que cuando termine esta semana va a ser un poco difícil fingir que no nos
conocemos. Según me han dicho, una mujer nunca olvida a su primer amante.
Lo que él había dicho era
correcto, sin duda, porque lo que Edward le había hecho a ella le descalificaba
como tal.
Joseph era absolutamente
distinto y aunque el cuerpo de ______ no era virgen, tenía razón; él siempre
sería su primer ante.
Era asombroso ser
consciente de ello, pero estaba perdiendo sus aprensivos temores y lo esperaba
con ganas. Puede que incluso con muchas ganas. Se aclaró la garganta.
—Estoy segura de que eso
es cierto, porque tiene usted razón... no olvidaré su... amabilidad.
Divertido, sus labios se
curvaron.
—¿Amabilidad? Una palabra
extraña para describir el deseo carnal, querida mía. Ya que admite que está
aquí para una tutoría sexual, permítame continuar con mi papel de instructor
informándola de que su disfrute cuando yacemos juntos será primordial para el
mío propio. Saber qué proporciona placer a una mujer es un poderoso afrodisíaco
para cualquier hombre.
Desgraciadamente, ella
sabía de primera mano que él se equivocaba. Fue como si dejaran caer una jarra
de agua fría sobre ella.
—No para todos, Joseph
—le informó con serenidad, —y desearía poder decir esto sin tanta seguridad.
En el incómodo silencio
que se produjo entre ambos, solo se oyó el ruido sordo de los cascos de los
caballos y el trino de un pájaro cantor.
—He vuelto a ser
presuntuoso —dijo él finalmente. —Mis disculpas.
Ella no quería pensar en
su lóbrego matrimonio al menos en un día tan radiante, cuando estaba con uno de
los hombres más atractivos de Inglaterra y ambos disponían del resto de una
semana que prometía ser memorable.
Le obsequió con una
picara sonrisa.
—Opino, excelencia, que
nació presuntuoso. Por suerte para usted, creo que es parte de su atractivo.
—¿Me considera atractivo?
Quizá anoche la impresioné, después de todo. —Parecía deseoso de evitar que la
conversación tomara un tono serio y de volver a sus despreocupadas bromas de
siempre. —¿Le importa decirme qué parte le pareció más instructiva?
Eso no era difícil de
contestar y ella se lo debía.
—Todo.
Era cierto. Aquellos
besos devastadoramente suaves y persuasivos, la delicadeza de sus caricias
íntimas, el regalo de un placer que ella no había imaginado que existiera.
La cara de Joseph cambió
casi al instante.
—Creo que puedo aprender
mucho de usted esta semana, mi gélida lady Wynn —dijo en voz baja, —tanto como
usted de mí.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
ohhhh...me encanta la nove
pero la rayis ya esta sintiendo algo????
jummm ese jo es todo pretensioso
jejejeje
sigue pronto
no nos abandones!!!!!!!!
pero la rayis ya esta sintiendo algo????
jummm ese jo es todo pretensioso
jejejeje
sigue pronto
no nos abandones!!!!!!!!
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hola volvi estaba sin internet pero aprobeche para editar toda la nove...la verdad q no sabia q hacer si seguirla o no pero por mi fiel lectora (y unica) la voy a seguir aparte la nove es tan linda :) q no la quiero edjar incompleta aca una mini maraton por todos los dias q no subi :D
Espero te guste..
Espero te guste..
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 11
La luz del sol caía
oblicuamente sobre la hierba del pequeño claro, y el tenue sonido del río era
relajante. Joseph desmontó, se dio la vuelta para levantar a ______ de la
silla, y cuando la dejó en el suelo sus manos se entretuvieron en su delicada
cintura. Sonrió con indolencia al rostro que ella había alzado para mirarle.
—Es un lugar agradable,
¿no le parece? Y privado también. Las delicadas cejas de _______ se arquearon.
—¿Es importante eso?
Era endiabladamente
importante, porque casi desde el momento en el que habían salido de la cama esa
mañana, él había estado sopesando su abrumador deseo de llevarla otra vez allí.
No obstante, una cama no era necesaria si había un rincón romántico y discreto
disponible, y no quería esperar hasta que se acostaran para hacer el amor con
ella.
La contención estaba muy
bien, pero ¿durante cuánto tiempo tenía que contenerse?
Por desgracia la
respuesta era sencilla. Hasta que ella estuviera preparada. Había una enorme
diferencia entre lo que ella le permitiría hacer y lo que deseaba que hiciera.
______ se lo habría permitido en cualquier momento desde que llegó. Lo más
probable era que el día anterior por la tarde y por la noche no hubiera sentido
deseo, tan solo habría capitulado.
Si hacía las cosas a su
manera, como pensaba hacer, ella aprendería.
No estaba seguro de por
qué estaba tan fascinado con la encantadora pero inexperta lady Wynn, pero lo
estaba. En parte era por su candor, en parte por su belleza, y, para su
sorpresa, Joseph se preguntó si no era en parte también por el matiz de
vulnerabilidad con el que le miraba con aquellos gloriosos ojos plateados.
En circunstancias
normales, solo eso le habría bastado para salir corriendo lo más rápido
posible. Las jóvenes vulnerables activaban sus defensas al instante.
—Pensé que podíamos
sentarnos un rato a la sombra. —Joseph dejó caer los párpados un milímetro y
dirigió la mirada hacia la boca de ella. —Y admirar la vista. Podemos hablar de
literatura, ya que es una de sus pasiones.
—Por alguna razón nunca
imaginé al duque diabólico como alguien que se sentara al borde de un arroyo y
contemplase la belleza de la naturaleza o la estructura de un poema. En sociedad
aún se consideraría más increíble que tuviera una opinión sobre el tema del
amor.
—Usted podrá comprobar
que se equivocan.
—¿Lo comprobaré? —Ella
enarcó una ceja y se echó a reír. —Estoy intentando imaginarme cuál debe de ser
su opinión sobre Homero o Rousseau.
No era habitual verla
sonreír, y él estaba fascinado. Era una mezcla de reserva y sensualidad
subyacente, como la mujer, pensó mirándola fijamente. Y añadió con acento
indolente:
—¿Insinúa usted que soy
un ignorante, lady Wynn?
—Me parece que su especialidad
son más bien los placeres terrenales, excelencia.
—Permítame cambiar su
opinión sobre mi personalidad.
La respuesta de ella fue
casi coqueta.
—Puede intentarlo.
¿Cómo iba a retirarse
ante tamaño desafío? Joseph escogió un lugar cómodo con vistas al meandro del
río, donde la hierba e incluso la tierra eran mullidas y fragantes. Se sentaron
y hablaron mientras sus caballos pastaban... De nuevo, Joseph se descubrió
fascinado por el modo como los ojos de _______ se iluminaban cuando se
concentraba en un punto importante para rebatirlo con él. Mientras conversaban
sobre todo, desde arquitectura hasta religión, se dio cuenta de que la
independencia de los puntos de vista de su vieja institutriz había sido en
efecto muy variada. ______ le dijo que la señorita Dunsworth, a quien recordó
con una mirada emotiva de sus magníficos ojos, había fomentado su educación en
todos los sentidos posibles, no solo en función de los intereses habituales de
las damas jóvenes y recatadas.
—Murió de una infección
pulmonar —dijo con la voz algo afectada —al terminar el año en que yo cumplí
dieciséis. Aún la echo de menos.
Aquello permitió que él
condujera de nuevo la conversación, forma deliberada, al tema de la familia de _______.
Hizo girar distraídamente entre los dedos una larga brizna hierba y observó la
cara de ________ por debajo de sus párpados un tanto caídos.
—Ya veo que no tiene
deseos de volver a York.
Sin dudarlo, ella negó
con la cabeza. Estaba deliciosa con una blusa sencilla, la falda de montar y
unas botas de media caña, aunque estaba sentada con las piernas dobladas hacia
un lado, con una postura de decoro y formalidad propia de una dama, conseguía
tener un aspecto adorable y encantador.
—No
volveré nunca.
—Eso suena definitivo.
—Lo es. —Un breve
destello de melancolía cruzó su cara—.Y tampoco mi padre me quiere allí.
—Entonces es que es un
idiota. —Joseph se acercó y le acarició la mano.
Descubrió que su
continencia anterior estaba desapareciendo. La creciente naturalidad que
_______ mostraba con él aumentaba su interés. Por lo general, él no solía
sentarse y charlar de temas intelectuales con una mujer, y desde luego nunca
esperó que eso le excitara sexualmente, pero con ella era distinto. Qué
curioso.
_______ le miró
fijamente.
—Debe de ser agradable
tener una hermana.
Joseph casi nunca pensaba
en ello, pero la mirada melancólica en la cara de ella le hizo ser consciente
de la buena suerte que tenía con su familia. Deseaba consolarla, prometerle que
encontraría la tranquilidad y la paz, pero ¿cómo demonios lo haría?
El único consuelo real
que él sabía ofrecer era físico, y en aquel momento su cuerpo le animó a
actuar.
La seducción le era mucho
más familiar que la indecisión emocional.
Se inclinó hacia delante
y le acarició la boca con los labios, sin hacer caso de su gesto de sorpresa.
Aparte de ayudarla a bajar del caballo, no había hecho ningún movimiento para
tocarla.
—Hacer el amor al aire
libre tiene algo de excitante —susurró. —Es más primario.
—¿Aquí?
Como respuesta a aquella
atribulada pregunta, él la besó, divertido por aquella reacción atónita ante
sus manos que ya estaban ocupadas. Primero le soltó el cabello, porque quería
sentir el peso de aquel satén cuando estaba expuesto al sol, y al intensificar
sus besos sintió su seductora fragancia. Para su satisfacción, ella le rodeó el
cuello con los brazos y, pese a que no se pegó a él, descansó conformada en su
abrazo.
La conformidad de nuevo,
pensó él con una sonrisa interna de resignación. Aquello iba a costar algo de
esfuerzo por su parte. Lo raro era que estaba disfrutando del desafío, pese a
un comprensible grado de frustración.
Su erección creció de un
modo inmediato y su corazón latió con una velocidad mayor, mientras admiraba el
esplendor irresistible de la belleza de ________. Su deleite se vio incrementado
por el sonido amable del curso de agua, que apenas se dejaba oír por encima de
la respiración cada vez más agitada de ambos.
—Desnúdese para mí
—murmuró Joseph. —Deseo mirar. No hay nada más excitante que ver el cuerpo de
una mujer desnudándose poco a poco.
Bueno, no era del todo
cierto. Ver cómo una mujer te besaba el cuerpo, llegaba hasta tu miembro erecto
y se lo metía en la boca, quizá eclipsara el que ella se desnudase pero, en cualquier
caso, ______ no estaba aún preparada para eso. Esa semana debía dedicarla a
darle placer, y no solo por causa de aquella malura apuesta. Ninguna mujer tan
hermosa y con aquella sensualidad innata debía temer la intimidad sexual.
Joseph esperó, con el
brazo apoyado sobre una rodilla doblada, en una postura deliberadamente
despreocupada, excepto por el bulto de su creciente erección que colmaba sus
pantalones ajustados.
Hubo un único momento de
vacilación antes de que ella se levantara y empezase a desabrocharse la blusa.
Bajo sus párpados caídos, él observó cómo se soltaba cada trabilla, hasta que
tiró de la tela del cinturón de la falda de montar y lo dejó caer. Botas,
medias y falda vinieron después, mientras las mejillas de ________ se teñían
más y más de rosa a medida que se desnudaba. Finalmente, deshizo el lazo de la
camisola y levantó la barbilla, pero sin dejar que la tela de encaje se
deslizara por sus hombros.
—No se detenga ahora
—dijo él de forma persuasiva. —Lo mejor está por llegar.
—Usted lleva toda la ropa
puesta. —Ella estaba allí de pie, como una seductora desnuda, sosteniendo con
la mano la tela del corpiño.
—¿Quiere que me la quite?
—Él le aguantó la mirada. Quería cerciorarse de que ella supiera que, con él,
siempre podría elegir. Normalmente, Joseph prefería tomar la iniciativa en los
juegos sexuales, pero estaba dispuesto a hacer concesiones para asegurarse de
que ella nunca se sintiera abrumada.
—Estoy segura de que es
usted consciente de que se le considera muy apuesto. ¿Hay alguna razón por la
que yo no pueda admirarle de la misma manera?
Aquello era bastante
directo. Sin trucos, una vez más.
—Lo que milady desee.
—Sonrió y tiró del talón de una bota, sin quitarle la vista de encima.
Con una sonrisa
temblorosa y sin artificios, ella soltó su camisola, que cayó a sus pies.
Él se detuvo un segundo
con la bota en la mano, y bebió de la gloria inmaculada de aquel cuerpo
desnudo, con una admiración acentuada por la conciencia de que ella estaba allí
para él.
Se despojó de la ropa con
una velocidad que le pareció insuficiente.
Había algo en el escenario
boscoso, en la forma como la tamizada luz del sol acariciaba con un destello
dorado la satinada piel de ella, en el sonido musical de los pájaros en los
árboles... Aquello llevaba la excitación a un estadio nuevo. Aquello era
primario, elemental, y cuando consiguió quitarse los pantalones, descubrió
sorprendido que le temblaban las manos.
No le había pasado nunca.
Tendría que analizarlo.
Más tarde. Después.
—Venga a tumbarse a mi lado.
—Joseph se reclinó en la hierba. Aquella sensación táctil bajo su cuerpo
contrastaba de un modo interesante con su ardoroso deseo. Sobre el indolente
dosel de las ramas, el cielo era de un azul intenso.
—Eso deseo. —_______
pronunció esas palabras en voz baja y con una sorpresa subyacente, mientras
daba un paso hacia él.
Él tenía la endiablada
esperanza de que fuera así, porque estaba más que preparado. Cuando ella se
arrodilló a su lado, él le cogió la cintura y la colocó sobre su cuerpo
hambriento para darle un ardiente beso con la boca abierta. No se refrenó tanto
como la noche anterior, pero a ella no pareció importarle, pues esta vez su
respuesta no fue tan vacilante. Cuando sus dedos se enredaron en el cabello de
Joseph, este sintió un fogonazo de triunfo que atravesó su ardor, y el
endurecimiento de los pezones de ella contra su pecho dejó claro lo lejos que
_________ había llegado en tan poco tiempo.
Si le correspondía a él
juzgar, y se sentía calificado para ello, diría que, en cuanto la semana
terminara, ella iba a ser una compañera de cama muy apasionada para algún
hombre afortunado.
Claro que entonces
pasaría el tiempo correspondiente con Nicholas. Un temblor de insatisfacción se
revolvió en su interior al imaginar a su amigo abrazando aquel cuerpo exquisito
como hacia él ahora.
Sofocar aquella emoción
fue un acto reflejo. No era un hombre celoso. O no lo había sido antes, en
ningún sentido. Considerando el ilícito pacto que había entre ellos, este no
parecía el momento adecuado para adquirir ese hábito.
Joseph se dio la vuelta
de modo que la cabellera de _______ se derramó sobre la hierba como una masa
exuberante y reluciente. Él le rozó el mentón con la boca, dibujó con la lengua
un sendero y escarbó en la elegante curva de su cuello. _______ arqueó debajo
de él, con la respiración acelerada. Joseph le acarició la cadera desnuda.
—Hábleme.
Ella alzó sus gruesas
pestañas y abrió la boca mientras fruncía ligeramente la frente.
—¿No hemos estado
hablando?
—Sí, pero cambiemos de
tema.
—Habría jurado, Rothay,
que usted deseaba hacer otra cosa aparte de conversar, ¿o está así siempre? —Se
apretó de forma sugerente contra su pene rígido. —Eso parece.
Si Joseph no consiguió
una sonrisa maliciosa, desde luego intentó.
—Oh, yo terminaré
haciéndole el amor al final, eso está fuera de duda, pero hay una inmensa
variedad de formas de hacerlo solo me pregunto si es usted consciente de lo
excitante que puede ser que los amantes se digan el uno al otro cómo se sienten
y, algo aún más importante, qué desean.
_______ negó con la
cabeza, sus rizos caoba se movieron y sus ojos se iluminaron cuando levantó la
mirada hacia él.
—No tengo ni idea de lo
que quiere decir, pero sospecho en cualquier caso que usted ya lo suponía.
Lo suponía. Para ella los
juegos de cama eran tan extraños como un beso romántico.
El tendría el placer de
cambiar eso.
—Empezaré yo. —Se colocó
sobre ella, apoyó su peso en un codo y le acercó la boca a la oreja, mientras
le acariciaba un pecho rotundo y maravilloso. —Me encanta sentir su tacto, su
piel de seda bajo mis dedos. Tiene usted los pechos más bonitos que he visto en
mi vida, llenos y firmes, pero también suaves y perfectos para mis manos.
Ella sintió un pequeño
estremecimiento en todo el cuerpo cuando él apretó con delicadeza aquel
flexible montículo de carne y esperó, mientras él dibujaba perezosamente con el
pulgar un círculo alrededor del pezón rosado, gratificado por la respuesta
física de ella. Ya había aprendido que ______ era inteligente, si bien algo
tímida. Con cierto aprendizaje en el arte de la coquetería, podría escoger a
cualquier hombre de la alta sociedad.
Había unos cuantos
canallas por ahí y ella no solo era preciosa, sino además rica. Joseph confiaba
que escogería con prudencia.
La idea de que le
importara lo que pudiese pasarle a ______ cuando terminara la semana le
sobresaltó. Tal vez simplemente trataba de redimir a su propio sexo ante los
ojos de ella, ya que durante la conversación anterior se había dado cuenta de
que su padre no parecía mucho mejor que el difunto lord Wynn. No es que ella se
hubiera explayado sobre el tema, pero había captado el dolor que subyacía en su
voz.
Sí, eso era. El
conservaba cierta caballerosidad, a pesar de lo que había sucedido con Helena.
Ahora no era el momento
de pensar en aquel espantoso error.
—Le toca a usted
—insistió mordisqueándole el lóbulo de la oreja. —Cuénteme.
—Yo... yo... —titubeó y
después susurró: —yo estoy empezando a pensar que usted no solo es un amante
competente, Joseph, sino también un hombre muy bueno.
Desconcertado y
expectante, dejó de acariciarle el pezón.
Aquello difícilmente era
una insinuación sexual, ni aun dicho con un parpadeo de pestañas y una sonrisa
seductora, pero se sintió inesperadamente conmovido, no solo por la mera frase
sino también por la emoción implícita. Joseph sabía que tenía fama de ser
muchas cosas, pero dudaba que bueno estuviera entre ellas. A la gente no le
importaba que fuera un ser humano decente. Por lo general la riqueza, el
atractivo y el encanto superficial en abundancia eran más que suficientes. El
verdadero nombre que había detrás no era el objetivo de la mayoría de las
mujeres que conocía.
Joseph descubrió que no
estaba seguro de qué decir y aquello le incomodó. Ella le había puesto en esa
tesitura más de una vez.
—Gracias —murmuró
finalmente.
El suspiro de ______ le
rozó la mejilla.
—No es el tipo de cosas a
las que usted se refería, ¿verdad? No soy buena en esto.
El pensó que era mágica y
de otro mundo. Le apartó con mucha suavidad un rizo del hombro y se acomodó
sobre ella apoyando el pene tenso contra su muslo.
—Ha sido perfecto.
—¿Usted nunca es
descortés? —En sus labios sonrosados se dibujó un gesto casi melancólico. El
sonrió.
—Soy detestable cuando
mis caballos pierden.
—Algo que, según he oído,
es bastante raro.
—Tengo un entrenador
excelente y los mejores jinetes de Inglaterra... pero, querida _______, aunque
el tema de las carreras me encanta, ¿podemos dejarlo para cuando no esté usted
desnuda en mis brazos?
La dulce risa de ________
le rozó la mejilla.
—El experto en lo que se
supone que hay que hacer en este tipo de situación es usted, no yo.
Damas desnudas en sus
brazos, sí, podía atribuirse modestamente cierta experiencia. Damas inexpertas
y temerosas... en esa categoría no era tan versado, pero estaba aprendiendo.
Joseph le besó el cuello.
—Haremos lo que quiera
que hagamos. Nada más.
—Béseme.
Aquello no le resultó
nada difícil. Se apropió de su boca, imitando escandalosamente esta vez con
pequeñas embestidas de la lengua lo que le gustaría hacerle a su cuerpo. Ella
reaccionó de forma maravillosa; enredó los dedos en su cabello, y se pegó a él
con flexible y seductora calidez.
—Ahora tóqueme. —Aquella
orden jadeante cruzó el pecho de Joseph como una dulce exhalación, mientras un
par de brazos esbeltos se enroscaban en su cuello. —Como anoche.
Una indolente tarde de
verano, una extensa arboleda y el encuentro de dos amantes sobre la hierba
fragante. Aquello era un sueño sibarítico y él era el sátiro, un papel que
probablemente le iba bien. Solo con un levísimo toque de depravación, pero esa
experiencia reportaba únicamente beneficios a su compañera. Joseph se giró un
poco y la atrajo hacia sí.
—A las órdenes de milady.
Sus dedos deambularon,
descubrieron lo que buscaban y ella sintió un leve y revelador escalofrío.
Cuando _______ se arqueó
lo suficiente como para que sus senos tensos le presionaran con suavidad el
pecho, él pensó divertido en todos aquellos pretendientes desechados que
murmuraban en sociedad sobre su permanente indiferencia y su desinterés frío y
distante.
Fría no era la dama.
Pequeños estallidos de
dicha recorrieron su cuerpo y _______ no pudo reprimir un sonido sordo de
placer, que seguía luchando contra una sombra de incredulidad ante su
licencioso comportamiento.
Bien, estaba desnuda en
brazos del delicioso granuja de Joseph Jonas. ¿Qué mujer no sería licenciosa?
¿Acababa de pedirle que la tocara, realmente? Sí, lo había hecho.
Aquello era estimulante,
y aunque la razón principal por la que estaban juntos era tan frívola como
fuente de posibles desgracias, con sus brazos alrededor y con sus habilidosos
dedos ocupados en un cautivador hechizo, decidió que aquello valía la pena.
Sentía la ardiente
presión de su erección, aquel miembro largo y rígido entre los dos, mientras él
la abrazaba y la palpaba. El se había privado del placer propio en dos
ocasiones anteriores, y tuvo la sensación de que volvería a hacerlo si ella no
iniciaba el acto de la consumación.
Para su sorpresa, lo
deseaba. No como una especie de prueba sobre si las acusaciones de Edward, que
ella había soportado apretando los dientes y con miedo a fracasar, eran
ciertas. No, no de ese modo, en absoluto. Lo deseaba porque estaba dolida, se
sentía incompleta y de un modo intuitivo sabía que el hombre que la abrazaba
con tal fuerza tenía el poder de curarla.
Sus caricias eran
mágicas. ¿Cómo sería una parte más potente de él?
______ se movió. No fue
algo consciente, solo una sutil señal de esa ansia nueva.
Él lo entendió a la
perfección. Aquellos dedos exploratorios se deslizaron entre sus piernas
mientras le murmuraba al oído:
—¿Está segura?
Visto que su actual naturaleza
temeraria quedaba fuera de duda, ella asintió. Allí estaba, en pleno día, en el
claro de un bosque sin llevar nada encima, en brazos de un notorio libertino
después de haber aceptado entregar su cuerpo a dos hombres a los que casi no
conocía... así que, bien, sí, ¿por qué no dar el siguiente paso sin más, pero
disfrutándolo todo lo posible?
—Deseo que...
Él le mordisqueó el
cuello, provocándole un estremecimiento en la espina dorsal.
—Sí. Dígalo.
—Le deseo.
—Entonces tenemos mucho
en común, lady Wynn, aparte de lo que hemos descubierto con anterioridad. Yo
también la deseo.
Sería entonces cuando la
pesadilla resurgiría. Cuando él se movió para recostarse sobre ella,
separándole las piernas con las rodillas, _____ esperó un acceso de pavor. El
impacto de su miembro rígido debería haberle provocado una arcada y una
sensación de sumisión, pero en lugar de eso descubrió una expectativa creciente
y sorprendente.
—Sí —musitó, mirando
fijamente aquellos ojos oscuros. —Sí, por favor.
—Como si fuera a negarme.
—Joseph no sonrió, sino que le sostuvo la mirada mientras empujaba solo lo
bastante para que la punta de su pene henchido entrara en ella.
Y luego más.
Mucho más. A fondo,
increíblemente a fondo. Todo él.
Ella estaba tendida,
poseída, tomada. Joseph descansaba sus esbeltas caderas contra la parte interna
de sus muslos, tenía los brazos alrededor de sus hombros y le rozó levemente la
boca con los labios con un gesto tranquilizador. Aquello no era en absoluto
como ella lo había imaginado, y desde luego no se parecía a lo que había
experimentado antes.
Él le acarició la cara
con dedos cariñosos y no se movió; en su piel perduraba el arrebato de la
excitación, la mirada de sus ojos oscuros era intensa.
—¿_______?
Ella sabía qué le
preguntaba.
—Estoy bien —murmuró,
incapaz de reprimir el tono de felicidad exultante de su voz. —Mejor que bien.
—Iré despacio.
—No creo que eso sea
necesario. —Le tocó con el pie la parte de atrás de la musculosa pantorrilla
con una sugerente caricia. —No soy frágil.
—Si usted...
—Joseph —le interrumpió
ella sin aliento y clavándole ligeramente las uñas en la parte superior de los
brazos.
Fue un mensaje claro,
porque él se deslizó hacia atrás con un movimiento fascinante, para embestir de
nuevo de tal modo que ella se sintió atravesada por una sacudida que creyó que
llegaba a todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.
Cómo el mismo acto podía
ser doloroso y degradante con un hombre y algo parecido al éxtasis con otro,
fue una revelación. Él la tocaba con una persuasión muy dulce, animándola a
corresponderle con su pasión, en lugar de utilizarla como un recipiente para
saciar rápidamente su lujuria.
______ apretó los dedos
sobre los poderosos hombros de Joseph, cuya corpulencia y fuerza no la
intimidaban sino que la cautivaban tantos como la fricción de su sexo en el
interior del suyo.
Era una sensación
extraordinariamente agradable y _______ exhaló otro pequeño gemido.
«El riesgo vale la
pena... cada minuto...»
Él le rozaba el cuello
con su cabello negro y sedoso, mientras se movía dentro de ella con aquel ritmo
erótico que acrecentaba el placer sensual. La piel de _____ ardía al calor de
la expectativa, acariciada por una agradable brisa vespertina.
—Joseph —respondió con un
jadeo y levantó la pelvis, deseando que él alcanzara una profundidad imposible.
Todo aquello era
imposible. Imposible desear algo tanto como ella anhelaba el estallido del
éxtasis; imposible creer que estaba allí, en la ribera de un río, en una tarde
soleada, desnuda v entregada a su amor; imposible experimentar una dicha tan
apoteósica.
El se alzó entre ambos,
la acarició y de repente el mundo de ______ estalló en llamas. Gritó, fue un
sonido desenfrenado, y él respondió con la rigidez de su cuerpo entre los
muslos de ella; la fuerza de su eyaculación la colmó. Permanecieron allí, en
aquel momento estremecedor, hasta que se desvaneció, y entonces él se dejó caer
a su lado y la mantuvo abrazada.
Saciada en aquella
secuela confortable y tranquila, reclinó la cabeza en el pecho húmedo de él,
meditando inopinadamente sobre a cuántas mujeres habría transportado al paraíso
con su consumada habilidad.
A muchas. Aquello no era
solo un rumor, ya que de hecho él no lo había negado.
Esa forma fluida de hacer
el amor no era real, se recordó a sí misma, mientras escuchaba los fuertes
latidos del corazón de Joseph. El conseguía que se sintiera deseada y atractiva
entre sus brazos, porque era quien era: uno de los granujas más consumados de
Londres, con la suficiente confianza en sí mismo como para arriesgarse a una
apuesta pública sobre su talento en la cama.
Esto era algo premeditado
y no personal, y ella debía recordarlo para no interpretar erróneamente las
intenciones de él.
Ella no solo era otra
presa fácil; había pedido serlo de forma descarada.
—Esta ha sido una de mis
ideas más inspiradas. —Joseph interrumpió sus pensamientos, con los ojos
oscuros apenas ensombrecidos por sus párpados entornados y una de sus
cautivadoras sonrisas. La luz del sol se filtraba y doraba los contornos de su
cuerpo musculoso. Aquellos pómulos prominentes proyectaban leves sombras sobre
sus mejillas. —Deberíamos salir a cabalgar todas las tardes mientras estemos
aquí.
—¿Hace este tipo de cosas
a menudo? —_______ hizo acopio de fuerza suficiente como para levantar la
cabeza y observar la expresión de Joseph. El dulce aroma de la hierba aplastada
emergió entre ellos, mezclado con la fragancia aún más terrenal del acto
sexual.
En los ojos negros de él
había una chispa de cautela.
—¿Puede usted precisar su
pregunta?
—No creí que fuera poco
clara. —Ella ensayó una sonrisa. —Ni es nada complicado. Me refiero de manera
espontánea y... al aire libre...
—Ah, ¿hacer el amor? No,
estas manchas verdes de mis rodillas son solo para usted. —Le acarició
ligeramente el labio inferior con la punta de un dedo juguetón. —No tenía
intenciones de esperar hasta más tarde para tocarla y ¿por qué desaprovechar
este precioso día y este lugar retirado?
¿Era sincero? No estaba
segura.
—Es encantador —admitió.
Sus cuerpos seguían entrelazados, los brazos de Joseph fuertes y seguros. —A mí
siempre me ha gustado mucho más el campo que la ciudad, pero los derechos
hereditarios de nuestra residencia campestre estaban restringidos a los varones
de la familia, de modo que cuando Edward murió fue a parar a su primo, junto
con el título. Afortunadamente, yo poseo la casa de la ciudad libre de cargas.
La única cosa decente que
Edward había hecho por ella fue dejarle lo bastante como para ser
autosuficiente, y _______ sospechaba que lo hizo a propósito para fastidiar a
Franklin, ya que ninguno de los dos se habían tenido nunca demasiado aprecio.
Se había quedado atónita
cuando se enteró del montante de su herencia, pero ni la mitad de sorprendida
que el nuevo lord Wynn. Afortunadamente, Edward había sido tan despiadado en
sus asuntos de negocios como lo fue en cualquier otro sentido, y lo dejó todo
muy bien atado, de modo que impugnar el legado resultó inútil. Tras la disputa,
Franklin la trataba como lo había hecho el otro día cuando se vieron después de
las carreras, con una condescendencia irritante, y la miraba de una forma que
no le gustaba. Ella creía que lo mejor era evitarle y eso hacía en la medida de
lo posible.
—Tengo entendido que su
marido murió de unas fiebres.
______ miró abstraída una
larga rama que colgaba sobre el agua y cuyas hojas verdes se agitaban con
fuerza. La brisa acariciaba su piel ardiente.
—No están seguros de lo
que fue. Empezó a tener dolores de estómago y empeoró mucho. No se recuperó.
Murió a los dos días.
—Le diría que lo siento,
pero por alguna razón no creo que ansié usted recibir condolencias por dicha
pérdida.
—Sería hipócrita por mi
parte aceptarlas. No deseaba que muriese, pero tampoco me apenó que sucediera.
—Imagino que se da cuenta
de que si decide volver a casarse, esta vez la elección será enteramente suya.
El tono anodino de su voz
hizo que ella inclinara la cabeza hacia atrás y le mirase a la cara.
—No le negaré que me
produce recelo. ¿Quién puede asegurar en qué se convertirá un hombre una vez
que se han pronunciado los votos? Edward parecía bastante encantador cuando nos
vimos por primera vez, pero tiene usted razón, no le elegí yo. Mi tía y mi
padre concertaron el matrimonio y a mí no me consultaron.
El hombre que la abrazaba
no hizo ningún comentario. Acordar una unión sin intervención de la novia era
una práctica bastante común.
—Además... no tuve hijos
—murmuró ______.
Por mucho que intentó que
su voz sonara distante y pragmática, seguía recordando el desdén de Edward ante
el hecho de que no pudiera darle un heredero. Ella siempre tuvo esperanzas de
tenerlo también. Alguien a quien amar y que quizá la amara a ella a su vez. Ya
que él deseaba tanto un hijo, ella también confiaba en que su marido no la
trataría con tanto sadismo cuando estuviera embarazada, o bien que la dejaría
completamente sola durante ese período de reclusión.
Joseph la estrechó un
poco más entre sus brazos.
—La posible infertilidad
puede tomarse en consideración —reconoció él finalmente en voz baja, —en
función de cuál sea el deber de cada uno. Pero hay muchos hombres que lo pasarían
por alto a la vista de su exquisita belleza, _____.
Vaya una forma
diplomática de decir que un hombre como él no podía arriesgarse a tener una
esposa estéril. No cuando su responsabilidad era perpetuar el linaje y el apellido
de su familia. _______ lo comprendía. Desde su matrimonio había adquirido una
comprensión mucho mayor sobre cómo funcionaba el mundo. Aun así, le dolió un
poco.
Lo olvidó al cabo de un
segundo, cuando Joseph ajustó su postura con destreza, la besó y murmuró junto
a sus labios:
—Disponemos de varias
horas antes de tener que regresar a cambiarnos para la cena.
______ le rodeó el cuello
con los brazos.
—Eso suena maravilloso.
Él le sonrió de un modo
que hizo que algo se derritiera en su interior.
—Adoro su entusiasmo,
querida.
Hacer cumplidos le
resultaba muy fácil, los utilizaba con la espontánea seguridad de un hombre que
sabía lo que las mujeres querían oír de sus labios.
Aquellos labios
extraordinariamente diestros. Movida por un impulso, _______ se colocó de modo
que pudiera lamer la parte inferior de la curva que formaba su jugosa boca. De
lado a lado, con un barrido lento y provocativo. En los ojos de Joseph apareció
un destello de sorprendida satisfacción y se echó a reír, con su cálida
respiración pegada a la boca de ella.
—Milady, es una alumna
rápida, por lo que veo.
¿Lo era? Tal vez fuera
aquella tarde templada y el escenario lo que la hacía sentirse tan audaz. Tal
vez fuera la libertad de saber que todos los comentarios horribles y las
crueles pullas que le lanzaba Edward, las noches en las que acudía a su
dormitorio, cuando había terminado y se ponía la bata, eran falsos. Tal vez
fuera incluso que el guapísimo e indudablemente viril duque era irresistible,
no solo para su usual elenco de experimentadas compañeras de cama, sino también
para alguien tan ignorante de la sexualidad como ella misma.
Fuera lo que fuese,
______ sabía que deseaba de nuevo a Joseph; deseaba sentir su pasión, sus
atentas caricias, saber que ella le daba placer como mujer.
Aunque todo aquello fuera
una ilusión.
La luz del sol caía
oblicuamente sobre la hierba del pequeño claro, y el tenue sonido del río era
relajante. Joseph desmontó, se dio la vuelta para levantar a ______ de la
silla, y cuando la dejó en el suelo sus manos se entretuvieron en su delicada
cintura. Sonrió con indolencia al rostro que ella había alzado para mirarle.
—Es un lugar agradable,
¿no le parece? Y privado también. Las delicadas cejas de _______ se arquearon.
—¿Es importante eso?
Era endiabladamente
importante, porque casi desde el momento en el que habían salido de la cama esa
mañana, él había estado sopesando su abrumador deseo de llevarla otra vez allí.
No obstante, una cama no era necesaria si había un rincón romántico y discreto
disponible, y no quería esperar hasta que se acostaran para hacer el amor con
ella.
La contención estaba muy
bien, pero ¿durante cuánto tiempo tenía que contenerse?
Por desgracia la
respuesta era sencilla. Hasta que ella estuviera preparada. Había una enorme
diferencia entre lo que ella le permitiría hacer y lo que deseaba que hiciera.
______ se lo habría permitido en cualquier momento desde que llegó. Lo más
probable era que el día anterior por la tarde y por la noche no hubiera sentido
deseo, tan solo habría capitulado.
Si hacía las cosas a su
manera, como pensaba hacer, ella aprendería.
No estaba seguro de por
qué estaba tan fascinado con la encantadora pero inexperta lady Wynn, pero lo
estaba. En parte era por su candor, en parte por su belleza, y, para su
sorpresa, Joseph se preguntó si no era en parte también por el matiz de
vulnerabilidad con el que le miraba con aquellos gloriosos ojos plateados.
En circunstancias
normales, solo eso le habría bastado para salir corriendo lo más rápido
posible. Las jóvenes vulnerables activaban sus defensas al instante.
—Pensé que podíamos
sentarnos un rato a la sombra. —Joseph dejó caer los párpados un milímetro y
dirigió la mirada hacia la boca de ella. —Y admirar la vista. Podemos hablar de
literatura, ya que es una de sus pasiones.
—Por alguna razón nunca
imaginé al duque diabólico como alguien que se sentara al borde de un arroyo y
contemplase la belleza de la naturaleza o la estructura de un poema. En sociedad
aún se consideraría más increíble que tuviera una opinión sobre el tema del
amor.
—Usted podrá comprobar
que se equivocan.
—¿Lo comprobaré? —Ella
enarcó una ceja y se echó a reír. —Estoy intentando imaginarme cuál debe de ser
su opinión sobre Homero o Rousseau.
No era habitual verla
sonreír, y él estaba fascinado. Era una mezcla de reserva y sensualidad
subyacente, como la mujer, pensó mirándola fijamente. Y añadió con acento
indolente:
—¿Insinúa usted que soy
un ignorante, lady Wynn?
—Me parece que su especialidad
son más bien los placeres terrenales, excelencia.
—Permítame cambiar su
opinión sobre mi personalidad.
La respuesta de ella fue
casi coqueta.
—Puede intentarlo.
¿Cómo iba a retirarse
ante tamaño desafío? Joseph escogió un lugar cómodo con vistas al meandro del
río, donde la hierba e incluso la tierra eran mullidas y fragantes. Se sentaron
y hablaron mientras sus caballos pastaban... De nuevo, Joseph se descubrió
fascinado por el modo como los ojos de _______ se iluminaban cuando se
concentraba en un punto importante para rebatirlo con él. Mientras conversaban
sobre todo, desde arquitectura hasta religión, se dio cuenta de que la
independencia de los puntos de vista de su vieja institutriz había sido en
efecto muy variada. ______ le dijo que la señorita Dunsworth, a quien recordó
con una mirada emotiva de sus magníficos ojos, había fomentado su educación en
todos los sentidos posibles, no solo en función de los intereses habituales de
las damas jóvenes y recatadas.
—Murió de una infección
pulmonar —dijo con la voz algo afectada —al terminar el año en que yo cumplí
dieciséis. Aún la echo de menos.
Aquello permitió que él
condujera de nuevo la conversación, forma deliberada, al tema de la familia de _______.
Hizo girar distraídamente entre los dedos una larga brizna hierba y observó la
cara de ________ por debajo de sus párpados un tanto caídos.
—Ya veo que no tiene
deseos de volver a York.
Sin dudarlo, ella negó
con la cabeza. Estaba deliciosa con una blusa sencilla, la falda de montar y
unas botas de media caña, aunque estaba sentada con las piernas dobladas hacia
un lado, con una postura de decoro y formalidad propia de una dama, conseguía
tener un aspecto adorable y encantador.
—No
volveré nunca.
—Eso suena definitivo.
—Lo es. —Un breve
destello de melancolía cruzó su cara—.Y tampoco mi padre me quiere allí.
—Entonces es que es un
idiota. —Joseph se acercó y le acarició la mano.
Descubrió que su
continencia anterior estaba desapareciendo. La creciente naturalidad que
_______ mostraba con él aumentaba su interés. Por lo general, él no solía
sentarse y charlar de temas intelectuales con una mujer, y desde luego nunca
esperó que eso le excitara sexualmente, pero con ella era distinto. Qué
curioso.
_______ le miró
fijamente.
—Debe de ser agradable
tener una hermana.
Joseph casi nunca pensaba
en ello, pero la mirada melancólica en la cara de ella le hizo ser consciente
de la buena suerte que tenía con su familia. Deseaba consolarla, prometerle que
encontraría la tranquilidad y la paz, pero ¿cómo demonios lo haría?
El único consuelo real
que él sabía ofrecer era físico, y en aquel momento su cuerpo le animó a
actuar.
La seducción le era mucho
más familiar que la indecisión emocional.
Se inclinó hacia delante
y le acarició la boca con los labios, sin hacer caso de su gesto de sorpresa.
Aparte de ayudarla a bajar del caballo, no había hecho ningún movimiento para
tocarla.
—Hacer el amor al aire
libre tiene algo de excitante —susurró. —Es más primario.
—¿Aquí?
Como respuesta a aquella
atribulada pregunta, él la besó, divertido por aquella reacción atónita ante
sus manos que ya estaban ocupadas. Primero le soltó el cabello, porque quería
sentir el peso de aquel satén cuando estaba expuesto al sol, y al intensificar
sus besos sintió su seductora fragancia. Para su satisfacción, ella le rodeó el
cuello con los brazos y, pese a que no se pegó a él, descansó conformada en su
abrazo.
La conformidad de nuevo,
pensó él con una sonrisa interna de resignación. Aquello iba a costar algo de
esfuerzo por su parte. Lo raro era que estaba disfrutando del desafío, pese a
un comprensible grado de frustración.
Su erección creció de un
modo inmediato y su corazón latió con una velocidad mayor, mientras admiraba el
esplendor irresistible de la belleza de ________. Su deleite se vio incrementado
por el sonido amable del curso de agua, que apenas se dejaba oír por encima de
la respiración cada vez más agitada de ambos.
—Desnúdese para mí
—murmuró Joseph. —Deseo mirar. No hay nada más excitante que ver el cuerpo de
una mujer desnudándose poco a poco.
Bueno, no era del todo
cierto. Ver cómo una mujer te besaba el cuerpo, llegaba hasta tu miembro erecto
y se lo metía en la boca, quizá eclipsara el que ella se desnudase pero, en cualquier
caso, ______ no estaba aún preparada para eso. Esa semana debía dedicarla a
darle placer, y no solo por causa de aquella malura apuesta. Ninguna mujer tan
hermosa y con aquella sensualidad innata debía temer la intimidad sexual.
Joseph esperó, con el
brazo apoyado sobre una rodilla doblada, en una postura deliberadamente
despreocupada, excepto por el bulto de su creciente erección que colmaba sus
pantalones ajustados.
Hubo un único momento de
vacilación antes de que ella se levantara y empezase a desabrocharse la blusa.
Bajo sus párpados caídos, él observó cómo se soltaba cada trabilla, hasta que
tiró de la tela del cinturón de la falda de montar y lo dejó caer. Botas,
medias y falda vinieron después, mientras las mejillas de ________ se teñían
más y más de rosa a medida que se desnudaba. Finalmente, deshizo el lazo de la
camisola y levantó la barbilla, pero sin dejar que la tela de encaje se
deslizara por sus hombros.
—No se detenga ahora
—dijo él de forma persuasiva. —Lo mejor está por llegar.
—Usted lleva toda la ropa
puesta. —Ella estaba allí de pie, como una seductora desnuda, sosteniendo con
la mano la tela del corpiño.
—¿Quiere que me la quite?
—Él le aguantó la mirada. Quería cerciorarse de que ella supiera que, con él,
siempre podría elegir. Normalmente, Joseph prefería tomar la iniciativa en los
juegos sexuales, pero estaba dispuesto a hacer concesiones para asegurarse de
que ella nunca se sintiera abrumada.
—Estoy segura de que es
usted consciente de que se le considera muy apuesto. ¿Hay alguna razón por la
que yo no pueda admirarle de la misma manera?
Aquello era bastante
directo. Sin trucos, una vez más.
—Lo que milady desee.
—Sonrió y tiró del talón de una bota, sin quitarle la vista de encima.
Con una sonrisa
temblorosa y sin artificios, ella soltó su camisola, que cayó a sus pies.
Él se detuvo un segundo
con la bota en la mano, y bebió de la gloria inmaculada de aquel cuerpo
desnudo, con una admiración acentuada por la conciencia de que ella estaba allí
para él.
Se despojó de la ropa con
una velocidad que le pareció insuficiente.
Había algo en el escenario
boscoso, en la forma como la tamizada luz del sol acariciaba con un destello
dorado la satinada piel de ella, en el sonido musical de los pájaros en los
árboles... Aquello llevaba la excitación a un estadio nuevo. Aquello era
primario, elemental, y cuando consiguió quitarse los pantalones, descubrió
sorprendido que le temblaban las manos.
No le había pasado nunca.
Tendría que analizarlo.
Más tarde. Después.
—Venga a tumbarse a mi lado.
—Joseph se reclinó en la hierba. Aquella sensación táctil bajo su cuerpo
contrastaba de un modo interesante con su ardoroso deseo. Sobre el indolente
dosel de las ramas, el cielo era de un azul intenso.
—Eso deseo. —_______
pronunció esas palabras en voz baja y con una sorpresa subyacente, mientras
daba un paso hacia él.
Él tenía la endiablada
esperanza de que fuera así, porque estaba más que preparado. Cuando ella se
arrodilló a su lado, él le cogió la cintura y la colocó sobre su cuerpo
hambriento para darle un ardiente beso con la boca abierta. No se refrenó tanto
como la noche anterior, pero a ella no pareció importarle, pues esta vez su
respuesta no fue tan vacilante. Cuando sus dedos se enredaron en el cabello de
Joseph, este sintió un fogonazo de triunfo que atravesó su ardor, y el
endurecimiento de los pezones de ella contra su pecho dejó claro lo lejos que
_________ había llegado en tan poco tiempo.
Si le correspondía a él
juzgar, y se sentía calificado para ello, diría que, en cuanto la semana
terminara, ella iba a ser una compañera de cama muy apasionada para algún
hombre afortunado.
Claro que entonces
pasaría el tiempo correspondiente con Nicholas. Un temblor de insatisfacción se
revolvió en su interior al imaginar a su amigo abrazando aquel cuerpo exquisito
como hacia él ahora.
Sofocar aquella emoción
fue un acto reflejo. No era un hombre celoso. O no lo había sido antes, en
ningún sentido. Considerando el ilícito pacto que había entre ellos, este no
parecía el momento adecuado para adquirir ese hábito.
Joseph se dio la vuelta
de modo que la cabellera de _______ se derramó sobre la hierba como una masa
exuberante y reluciente. Él le rozó el mentón con la boca, dibujó con la lengua
un sendero y escarbó en la elegante curva de su cuello. _______ arqueó debajo
de él, con la respiración acelerada. Joseph le acarició la cadera desnuda.
—Hábleme.
Ella alzó sus gruesas
pestañas y abrió la boca mientras fruncía ligeramente la frente.
—¿No hemos estado
hablando?
—Sí, pero cambiemos de
tema.
—Habría jurado, Rothay,
que usted deseaba hacer otra cosa aparte de conversar, ¿o está así siempre? —Se
apretó de forma sugerente contra su pene rígido. —Eso parece.
Si Joseph no consiguió
una sonrisa maliciosa, desde luego intentó.
—Oh, yo terminaré
haciéndole el amor al final, eso está fuera de duda, pero hay una inmensa
variedad de formas de hacerlo solo me pregunto si es usted consciente de lo
excitante que puede ser que los amantes se digan el uno al otro cómo se sienten
y, algo aún más importante, qué desean.
_______ negó con la
cabeza, sus rizos caoba se movieron y sus ojos se iluminaron cuando levantó la
mirada hacia él.
—No tengo ni idea de lo
que quiere decir, pero sospecho en cualquier caso que usted ya lo suponía.
Lo suponía. Para ella los
juegos de cama eran tan extraños como un beso romántico.
El tendría el placer de
cambiar eso.
—Empezaré yo. —Se colocó
sobre ella, apoyó su peso en un codo y le acercó la boca a la oreja, mientras
le acariciaba un pecho rotundo y maravilloso. —Me encanta sentir su tacto, su
piel de seda bajo mis dedos. Tiene usted los pechos más bonitos que he visto en
mi vida, llenos y firmes, pero también suaves y perfectos para mis manos.
Ella sintió un pequeño
estremecimiento en todo el cuerpo cuando él apretó con delicadeza aquel
flexible montículo de carne y esperó, mientras él dibujaba perezosamente con el
pulgar un círculo alrededor del pezón rosado, gratificado por la respuesta
física de ella. Ya había aprendido que ______ era inteligente, si bien algo
tímida. Con cierto aprendizaje en el arte de la coquetería, podría escoger a
cualquier hombre de la alta sociedad.
Había unos cuantos
canallas por ahí y ella no solo era preciosa, sino además rica. Joseph confiaba
que escogería con prudencia.
La idea de que le
importara lo que pudiese pasarle a ______ cuando terminara la semana le
sobresaltó. Tal vez simplemente trataba de redimir a su propio sexo ante los
ojos de ella, ya que durante la conversación anterior se había dado cuenta de
que su padre no parecía mucho mejor que el difunto lord Wynn. No es que ella se
hubiera explayado sobre el tema, pero había captado el dolor que subyacía en su
voz.
Sí, eso era. El
conservaba cierta caballerosidad, a pesar de lo que había sucedido con Helena.
Ahora no era el momento
de pensar en aquel espantoso error.
—Le toca a usted
—insistió mordisqueándole el lóbulo de la oreja. —Cuénteme.
—Yo... yo... —titubeó y
después susurró: —yo estoy empezando a pensar que usted no solo es un amante
competente, Joseph, sino también un hombre muy bueno.
Desconcertado y
expectante, dejó de acariciarle el pezón.
Aquello difícilmente era
una insinuación sexual, ni aun dicho con un parpadeo de pestañas y una sonrisa
seductora, pero se sintió inesperadamente conmovido, no solo por la mera frase
sino también por la emoción implícita. Joseph sabía que tenía fama de ser
muchas cosas, pero dudaba que bueno estuviera entre ellas. A la gente no le
importaba que fuera un ser humano decente. Por lo general la riqueza, el
atractivo y el encanto superficial en abundancia eran más que suficientes. El
verdadero nombre que había detrás no era el objetivo de la mayoría de las
mujeres que conocía.
Joseph descubrió que no
estaba seguro de qué decir y aquello le incomodó. Ella le había puesto en esa
tesitura más de una vez.
—Gracias —murmuró
finalmente.
El suspiro de ______ le
rozó la mejilla.
—No es el tipo de cosas a
las que usted se refería, ¿verdad? No soy buena en esto.
El pensó que era mágica y
de otro mundo. Le apartó con mucha suavidad un rizo del hombro y se acomodó
sobre ella apoyando el pene tenso contra su muslo.
—Ha sido perfecto.
—¿Usted nunca es
descortés? —En sus labios sonrosados se dibujó un gesto casi melancólico. El
sonrió.
—Soy detestable cuando
mis caballos pierden.
—Algo que, según he oído,
es bastante raro.
—Tengo un entrenador
excelente y los mejores jinetes de Inglaterra... pero, querida _______, aunque
el tema de las carreras me encanta, ¿podemos dejarlo para cuando no esté usted
desnuda en mis brazos?
La dulce risa de ________
le rozó la mejilla.
—El experto en lo que se
supone que hay que hacer en este tipo de situación es usted, no yo.
Damas desnudas en sus
brazos, sí, podía atribuirse modestamente cierta experiencia. Damas inexpertas
y temerosas... en esa categoría no era tan versado, pero estaba aprendiendo.
Joseph le besó el cuello.
—Haremos lo que quiera
que hagamos. Nada más.
—Béseme.
Aquello no le resultó
nada difícil. Se apropió de su boca, imitando escandalosamente esta vez con
pequeñas embestidas de la lengua lo que le gustaría hacerle a su cuerpo. Ella
reaccionó de forma maravillosa; enredó los dedos en su cabello, y se pegó a él
con flexible y seductora calidez.
—Ahora tóqueme. —Aquella
orden jadeante cruzó el pecho de Joseph como una dulce exhalación, mientras un
par de brazos esbeltos se enroscaban en su cuello. —Como anoche.
Una indolente tarde de
verano, una extensa arboleda y el encuentro de dos amantes sobre la hierba
fragante. Aquello era un sueño sibarítico y él era el sátiro, un papel que
probablemente le iba bien. Solo con un levísimo toque de depravación, pero esa
experiencia reportaba únicamente beneficios a su compañera. Joseph se giró un
poco y la atrajo hacia sí.
—A las órdenes de milady.
Sus dedos deambularon,
descubrieron lo que buscaban y ella sintió un leve y revelador escalofrío.
Cuando _______ se arqueó
lo suficiente como para que sus senos tensos le presionaran con suavidad el
pecho, él pensó divertido en todos aquellos pretendientes desechados que
murmuraban en sociedad sobre su permanente indiferencia y su desinterés frío y
distante.
Fría no era la dama.
Pequeños estallidos de
dicha recorrieron su cuerpo y _______ no pudo reprimir un sonido sordo de
placer, que seguía luchando contra una sombra de incredulidad ante su
licencioso comportamiento.
Bien, estaba desnuda en
brazos del delicioso granuja de Joseph Jonas. ¿Qué mujer no sería licenciosa?
¿Acababa de pedirle que la tocara, realmente? Sí, lo había hecho.
Aquello era estimulante,
y aunque la razón principal por la que estaban juntos era tan frívola como
fuente de posibles desgracias, con sus brazos alrededor y con sus habilidosos
dedos ocupados en un cautivador hechizo, decidió que aquello valía la pena.
Sentía la ardiente
presión de su erección, aquel miembro largo y rígido entre los dos, mientras él
la abrazaba y la palpaba. El se había privado del placer propio en dos
ocasiones anteriores, y tuvo la sensación de que volvería a hacerlo si ella no
iniciaba el acto de la consumación.
Para su sorpresa, lo
deseaba. No como una especie de prueba sobre si las acusaciones de Edward, que
ella había soportado apretando los dientes y con miedo a fracasar, eran
ciertas. No, no de ese modo, en absoluto. Lo deseaba porque estaba dolida, se
sentía incompleta y de un modo intuitivo sabía que el hombre que la abrazaba
con tal fuerza tenía el poder de curarla.
Sus caricias eran
mágicas. ¿Cómo sería una parte más potente de él?
______ se movió. No fue
algo consciente, solo una sutil señal de esa ansia nueva.
Él lo entendió a la
perfección. Aquellos dedos exploratorios se deslizaron entre sus piernas
mientras le murmuraba al oído:
—¿Está segura?
Visto que su actual naturaleza
temeraria quedaba fuera de duda, ella asintió. Allí estaba, en pleno día, en el
claro de un bosque sin llevar nada encima, en brazos de un notorio libertino
después de haber aceptado entregar su cuerpo a dos hombres a los que casi no
conocía... así que, bien, sí, ¿por qué no dar el siguiente paso sin más, pero
disfrutándolo todo lo posible?
—Deseo que...
Él le mordisqueó el
cuello, provocándole un estremecimiento en la espina dorsal.
—Sí. Dígalo.
—Le deseo.
—Entonces tenemos mucho
en común, lady Wynn, aparte de lo que hemos descubierto con anterioridad. Yo
también la deseo.
Sería entonces cuando la
pesadilla resurgiría. Cuando él se movió para recostarse sobre ella,
separándole las piernas con las rodillas, _____ esperó un acceso de pavor. El
impacto de su miembro rígido debería haberle provocado una arcada y una
sensación de sumisión, pero en lugar de eso descubrió una expectativa creciente
y sorprendente.
—Sí —musitó, mirando
fijamente aquellos ojos oscuros. —Sí, por favor.
—Como si fuera a negarme.
—Joseph no sonrió, sino que le sostuvo la mirada mientras empujaba solo lo
bastante para que la punta de su pene henchido entrara en ella.
Y luego más.
Mucho más. A fondo,
increíblemente a fondo. Todo él.
Ella estaba tendida,
poseída, tomada. Joseph descansaba sus esbeltas caderas contra la parte interna
de sus muslos, tenía los brazos alrededor de sus hombros y le rozó levemente la
boca con los labios con un gesto tranquilizador. Aquello no era en absoluto
como ella lo había imaginado, y desde luego no se parecía a lo que había
experimentado antes.
Él le acarició la cara
con dedos cariñosos y no se movió; en su piel perduraba el arrebato de la
excitación, la mirada de sus ojos oscuros era intensa.
—¿_______?
Ella sabía qué le
preguntaba.
—Estoy bien —murmuró,
incapaz de reprimir el tono de felicidad exultante de su voz. —Mejor que bien.
—Iré despacio.
—No creo que eso sea
necesario. —Le tocó con el pie la parte de atrás de la musculosa pantorrilla
con una sugerente caricia. —No soy frágil.
—Si usted...
—Joseph —le interrumpió
ella sin aliento y clavándole ligeramente las uñas en la parte superior de los
brazos.
Fue un mensaje claro,
porque él se deslizó hacia atrás con un movimiento fascinante, para embestir de
nuevo de tal modo que ella se sintió atravesada por una sacudida que creyó que
llegaba a todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.
Cómo el mismo acto podía
ser doloroso y degradante con un hombre y algo parecido al éxtasis con otro,
fue una revelación. Él la tocaba con una persuasión muy dulce, animándola a
corresponderle con su pasión, en lugar de utilizarla como un recipiente para
saciar rápidamente su lujuria.
______ apretó los dedos
sobre los poderosos hombros de Joseph, cuya corpulencia y fuerza no la
intimidaban sino que la cautivaban tantos como la fricción de su sexo en el
interior del suyo.
Era una sensación
extraordinariamente agradable y _______ exhaló otro pequeño gemido.
«El riesgo vale la
pena... cada minuto...»
Él le rozaba el cuello
con su cabello negro y sedoso, mientras se movía dentro de ella con aquel ritmo
erótico que acrecentaba el placer sensual. La piel de _____ ardía al calor de
la expectativa, acariciada por una agradable brisa vespertina.
—Joseph —respondió con un
jadeo y levantó la pelvis, deseando que él alcanzara una profundidad imposible.
Todo aquello era
imposible. Imposible desear algo tanto como ella anhelaba el estallido del
éxtasis; imposible creer que estaba allí, en la ribera de un río, en una tarde
soleada, desnuda v entregada a su amor; imposible experimentar una dicha tan
apoteósica.
El se alzó entre ambos,
la acarició y de repente el mundo de ______ estalló en llamas. Gritó, fue un
sonido desenfrenado, y él respondió con la rigidez de su cuerpo entre los
muslos de ella; la fuerza de su eyaculación la colmó. Permanecieron allí, en
aquel momento estremecedor, hasta que se desvaneció, y entonces él se dejó caer
a su lado y la mantuvo abrazada.
Saciada en aquella
secuela confortable y tranquila, reclinó la cabeza en el pecho húmedo de él,
meditando inopinadamente sobre a cuántas mujeres habría transportado al paraíso
con su consumada habilidad.
A muchas. Aquello no era
solo un rumor, ya que de hecho él no lo había negado.
Esa forma fluida de hacer
el amor no era real, se recordó a sí misma, mientras escuchaba los fuertes
latidos del corazón de Joseph. El conseguía que se sintiera deseada y atractiva
entre sus brazos, porque era quien era: uno de los granujas más consumados de
Londres, con la suficiente confianza en sí mismo como para arriesgarse a una
apuesta pública sobre su talento en la cama.
Esto era algo premeditado
y no personal, y ella debía recordarlo para no interpretar erróneamente las
intenciones de él.
Ella no solo era otra
presa fácil; había pedido serlo de forma descarada.
—Esta ha sido una de mis
ideas más inspiradas. —Joseph interrumpió sus pensamientos, con los ojos
oscuros apenas ensombrecidos por sus párpados entornados y una de sus
cautivadoras sonrisas. La luz del sol se filtraba y doraba los contornos de su
cuerpo musculoso. Aquellos pómulos prominentes proyectaban leves sombras sobre
sus mejillas. —Deberíamos salir a cabalgar todas las tardes mientras estemos
aquí.
—¿Hace este tipo de cosas
a menudo? —_______ hizo acopio de fuerza suficiente como para levantar la
cabeza y observar la expresión de Joseph. El dulce aroma de la hierba aplastada
emergió entre ellos, mezclado con la fragancia aún más terrenal del acto
sexual.
En los ojos negros de él
había una chispa de cautela.
—¿Puede usted precisar su
pregunta?
—No creí que fuera poco
clara. —Ella ensayó una sonrisa. —Ni es nada complicado. Me refiero de manera
espontánea y... al aire libre...
—Ah, ¿hacer el amor? No,
estas manchas verdes de mis rodillas son solo para usted. —Le acarició
ligeramente el labio inferior con la punta de un dedo juguetón. —No tenía
intenciones de esperar hasta más tarde para tocarla y ¿por qué desaprovechar
este precioso día y este lugar retirado?
¿Era sincero? No estaba
segura.
—Es encantador —admitió.
Sus cuerpos seguían entrelazados, los brazos de Joseph fuertes y seguros. —A mí
siempre me ha gustado mucho más el campo que la ciudad, pero los derechos
hereditarios de nuestra residencia campestre estaban restringidos a los varones
de la familia, de modo que cuando Edward murió fue a parar a su primo, junto
con el título. Afortunadamente, yo poseo la casa de la ciudad libre de cargas.
La única cosa decente que
Edward había hecho por ella fue dejarle lo bastante como para ser
autosuficiente, y _______ sospechaba que lo hizo a propósito para fastidiar a
Franklin, ya que ninguno de los dos se habían tenido nunca demasiado aprecio.
Se había quedado atónita
cuando se enteró del montante de su herencia, pero ni la mitad de sorprendida
que el nuevo lord Wynn. Afortunadamente, Edward había sido tan despiadado en
sus asuntos de negocios como lo fue en cualquier otro sentido, y lo dejó todo
muy bien atado, de modo que impugnar el legado resultó inútil. Tras la disputa,
Franklin la trataba como lo había hecho el otro día cuando se vieron después de
las carreras, con una condescendencia irritante, y la miraba de una forma que
no le gustaba. Ella creía que lo mejor era evitarle y eso hacía en la medida de
lo posible.
—Tengo entendido que su
marido murió de unas fiebres.
______ miró abstraída una
larga rama que colgaba sobre el agua y cuyas hojas verdes se agitaban con
fuerza. La brisa acariciaba su piel ardiente.
—No están seguros de lo
que fue. Empezó a tener dolores de estómago y empeoró mucho. No se recuperó.
Murió a los dos días.
—Le diría que lo siento,
pero por alguna razón no creo que ansié usted recibir condolencias por dicha
pérdida.
—Sería hipócrita por mi
parte aceptarlas. No deseaba que muriese, pero tampoco me apenó que sucediera.
—Imagino que se da cuenta
de que si decide volver a casarse, esta vez la elección será enteramente suya.
El tono anodino de su voz
hizo que ella inclinara la cabeza hacia atrás y le mirase a la cara.
—No le negaré que me
produce recelo. ¿Quién puede asegurar en qué se convertirá un hombre una vez
que se han pronunciado los votos? Edward parecía bastante encantador cuando nos
vimos por primera vez, pero tiene usted razón, no le elegí yo. Mi tía y mi
padre concertaron el matrimonio y a mí no me consultaron.
El hombre que la abrazaba
no hizo ningún comentario. Acordar una unión sin intervención de la novia era
una práctica bastante común.
—Además... no tuve hijos
—murmuró ______.
Por mucho que intentó que
su voz sonara distante y pragmática, seguía recordando el desdén de Edward ante
el hecho de que no pudiera darle un heredero. Ella siempre tuvo esperanzas de
tenerlo también. Alguien a quien amar y que quizá la amara a ella a su vez. Ya
que él deseaba tanto un hijo, ella también confiaba en que su marido no la
trataría con tanto sadismo cuando estuviera embarazada, o bien que la dejaría
completamente sola durante ese período de reclusión.
Joseph la estrechó un
poco más entre sus brazos.
—La posible infertilidad
puede tomarse en consideración —reconoció él finalmente en voz baja, —en
función de cuál sea el deber de cada uno. Pero hay muchos hombres que lo pasarían
por alto a la vista de su exquisita belleza, _____.
Vaya una forma
diplomática de decir que un hombre como él no podía arriesgarse a tener una
esposa estéril. No cuando su responsabilidad era perpetuar el linaje y el apellido
de su familia. _______ lo comprendía. Desde su matrimonio había adquirido una
comprensión mucho mayor sobre cómo funcionaba el mundo. Aun así, le dolió un
poco.
Lo olvidó al cabo de un
segundo, cuando Joseph ajustó su postura con destreza, la besó y murmuró junto
a sus labios:
—Disponemos de varias
horas antes de tener que regresar a cambiarnos para la cena.
______ le rodeó el cuello
con los brazos.
—Eso suena maravilloso.
Él le sonrió de un modo
que hizo que algo se derritiera en su interior.
—Adoro su entusiasmo,
querida.
Hacer cumplidos le
resultaba muy fácil, los utilizaba con la espontánea seguridad de un hombre que
sabía lo que las mujeres querían oír de sus labios.
Aquellos labios
extraordinariamente diestros. Movida por un impulso, _______ se colocó de modo
que pudiera lamer la parte inferior de la curva que formaba su jugosa boca. De
lado a lado, con un barrido lento y provocativo. En los ojos de Joseph apareció
un destello de sorprendida satisfacción y se echó a reír, con su cálida
respiración pegada a la boca de ella.
—Milady, es una alumna
rápida, por lo que veo.
¿Lo era? Tal vez fuera
aquella tarde templada y el escenario lo que la hacía sentirse tan audaz. Tal
vez fuera la libertad de saber que todos los comentarios horribles y las
crueles pullas que le lanzaba Edward, las noches en las que acudía a su
dormitorio, cuando había terminado y se ponía la bata, eran falsos. Tal vez
fuera incluso que el guapísimo e indudablemente viril duque era irresistible,
no solo para su usual elenco de experimentadas compañeras de cama, sino también
para alguien tan ignorante de la sexualidad como ella misma.
Fuera lo que fuese,
______ sabía que deseaba de nuevo a Joseph; deseaba sentir su pasión, sus
atentas caricias, saber que ella le daba placer como mujer.
Aunque todo aquello fuera
una ilusión.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 12
—Así que… ¿cómo va la
campaña? Me atrevería a decir que nos hemos visto más a menudo en los últimos
días que en varios años.
Nicholas lanzó una hastiada mirada de reproche
a su tío.
—Ya sabes que no va bien,
puesto que la has presenciado en gran parte. La cena de hoy es un ejemplo
perfecto. Creo que ella no me ha dirigido más de una docena de palabras y
después ha argüido dolor de cabeza otra vez, y ha abandonado la mesa temprano.
—Acomodado en una butaca del estudio, cerca de una copa de oporto colocada
sobre una mesita de estilo árabe con incrustaciones de piedras pulidas que formaban
un brillante mosaico, Nicholas preguntó de un modo que confiaba que sonara a
vaga curiosidad: —¿Ella ha dicho algo?
—¿A tu tía Margaret,
quieres decir? —Thomas apoyó la espalda y meneó la cabeza. —No, que yo sepa,
pero tengo entendido que existe una singular conspiración femenina de silenciar
las confesiones románticas mutuas; algo extraordinario en unas criaturas que,
en principio, no son demasiado dadas al silencio.
Nicholas quiso reír ante
aquel comentario mordaz, pero estaba demasiado frustrado y desanimado.
—No puedo creer que
Annabel no haya notado mi reiterada y repentina presencia aquí.
Dios bendito, parecía un
patético adolescente enamorado. Se movió con impaciencia, molesto consigo mismo
y con todo en general. La situación con Annabel ya era bastante mala de por sí,
pero la apuesta hacía que asistir a fiestas fuera una especie de juicio, sobre
todo a causa de la visible ausencia de Joseph. La sociedad londinense se dio
cuenta de que no estaba. Las preguntas maliciosas sobre su paradero eran un engorro
innecesario para Nicholas.
—Sigo diciendo que
deberías intentar hablar con ella a solas.
—Lo he intentado en
varias ocasiones. Está claro que no le interesa. —Hizo un gesto de desesperanza
con la mano, recordando aquellos intentos con una aflicción impropia e
indeseada. —¿Sabes?, el escándalo alrededor de Phoebe Tanner coincidió
exactamente con el momento en el que me di cuenta de que necesitaba cambiar la
opinión de Annabel sobre mi carácter. Aunque la drástica decisión del marido de
Phoebe de pedir el divorcio no tuvo nada que ver conmigo, los rumores no
ayudaron. Estoy seguro de que eso ha bastado para confirmar la pobre opinión
que ella tiene de mí, como un descarado sin vergüenza. No hay nada peor que
verte envuelto en una demanda de divorcio. Por suerte, no solo soy
absolutamente inocente de haber tocado jamás a la dama, sino que además lord
Tanner ha retirado sus acusaciones. Pero demasiado tarde, me temo.
Thomas se limitó a
mirarle con ironía y solidaridad masculina.
—El nivel de la opinión
que Annabel tiene sobre mí hace que el fondo del mar parezca la cima de una
montaña. — Nicholas se hundió más en su butaca con un suspiro de frustración.
—Ah.
Bien, ¿qué demonios
significaba eso? Aunque finalmente Nick no se había visto mezclado en el
embrollo de lady Tanner, aquello fue de lo más inoportuno. El escándalo del
divorcio de los Tanner había sucedido justo cuando él finalmente admitió su
incapacidad de olvidar el incidente con Annabel, y seguir adelante con su vida.
No iba a ser capaz de olvidar a Annabel. Y pese a que el rumor era falso, que
su nombre estuviera en boca de todos como la posible causa de la ira de lord
Tanner, no había ayudado a su causa en lo más mínimo. Phoebe Tanner había
protegido a su verdadero amante y de ahí el error, pues cuando los descubrió el
enfurecido marido, aquel desventurado caballero, que debía tener una talla y un
aspecto parecidos a Nicholas, había huido por la ventana. Disponer de una
coartada sólida de la noche en cuestión, le ayudó a probar que sus afirmaciones
de inocencia eran ciertas. Pero lo que quedó grabado en la mente de la gente no
fueron las pruebas de que él no era culpable, sino la intensidad del escándalo.
Había escrito a Annabel
hacía varios meses. Trabajó en la carta como si fuera un colegial; estuvo horas
sentado ante su escritorio intentando pensar cómo explicar sus actos de aquella
fatídica tarde en la biblioteca y, para su pesar, no había recibido ninguna
respuesta. Estaba casi seguro de que Annabel ni siquiera se había molestado en
leerla.
—Esto... es bastante
distinto de una desenfadada seducción —espetó Nicholas.
Su tío arqueó la boca con
ironía.
—Podrías intentar
pronunciar la palabra.
—¿Qué palabra? —Optó por
no servirse otra copa de oporto. Beber demasiado no resolvería sus problemas,
aunque él había probado ese método a conciencia.
—Amor —dijo Thomas con
suavidad. —Creo que deberías acostumbrarte a decirla.
Sobre la chimenea había
un cuadro de un perro con un zorro sin vida a sus pies, y Nicholas centró su
atención en él para distraerse. Por qué un artista escogía representar animales
muertos sobre un lienzo con propósitos estéticos le parecía un misterio...
Amor. No, no estaba
seguro de poder hablar con elocuencia sobre ese tema. En la carta había
incluido una disculpa y pedía una oportunidad para hablar con ella, pero sin
floridas declaraciones. Él sabía cómo complacer a una mujer con un cumplido
elegante, cómo susurrarle las palabras apropiadas al oído cuando estaban en la
cama, cómo hacerla suspirar tan solo con la caricia justa, pero no tenía ni
idea de cómo pronunciar aquellas sencillas dos palabras.
«Te amo.»
—Debes decirlo —continuó
Thomas. —Las mujeres necesitan oírlo. Les gusta oírlo y es importante crear un
vínculo fuerte. Admitir a regañadientes que te casarías con ella es muy
distinto que explicarle simplemente cómo te sientes.
—No fue a regañadientes
—protestó Nick.
—Tuvo que pasar un año.
Bien, ese era un
argumento sólido. El se había presentado, solo que doce cruciales meses tarde.
—¿Cómo me siento? —Musitó,
—eso es fácil. Desdichado.
Una sonrisa benigna
iluminó la cara de su tío.
—Tu actual estado de
desasosiego me dice que eres sincero, Nicholas. Pero simplemente apareciendo y frunciendo
el ceño cada vez que ella menciona el nombre de lord Hyatt, no vas a hacer
muchos progresos.
—No frunzo el ceño.
—Intentó a conciencia no hacerlo en aquel momento.
—No. —Estalló en una
carcajada. —En absoluto.
—Tu regocijo a costa de
mi presente aflicción es muy poco deportivo, ¿no te parece? Yo creía que los
hombres tenían una norma escrita, según la cual la compasión era lo apropiado
ante un camarada caído en desgracia. —Nick se dio impulso para levantarse y se
acercó apresuradamente a la ventana. Fuera la oscuridad era total y el vidrio
le devolvió el reflejo de su imagen y el gesto de su boca, infeliz y tenso.
—Confía en mí, no es que
no me compadezca de tu dilema, Nicholas. Yo quiero a Annabel como si fuera mi
propia hija. He sido su padre desde que cumplió ocho años y su felicidad es muy
importante para mí. También me gustaría verte a ti estable y feliz con la mujer
apropiada, más que repartiendo tu tiempo entre aburridas obligaciones de
negocios y frívolas aventuras amorosas. Dudo que ninguna de las dos cosas te
llene.
Era un comentario
bastante certero y Nick hizo una pequeña mueca y se dio la vuelta.
—Durante el año pasado
hice lo posible para convencerme de que tan solo sentía un ligero
enamoramiento, que pasaría como cualquier otro.
—Yo creo que Annabel ha
estado muy ocupada haciendo lo mismo.
—¿Y si te equivocas? ¿Y
si lo que siente por Hyatt es auténtico? Al fin y al cabo aceptó ser su esposa.
Esa última palabra le
salió algo entrecortada. De repente tuvo la sensación de que la corbata le
apretaba demasiado y se la deshizo de un tirón, sin prestar atención.
Thomas juntó las manos y
meneó la cabeza.
—¿Dónde está ahora el
joven seguro de sí mismo, que apenas necesitaba mirar a las damas aristócratas
para que se desmayaran en sus brazos? Seguro que tú sabes mucho más de mujeres
que yo. Tuve una existencia bastante más aburrida en mi juventud, de manera que
mi experiencia se limita en su mayoría a mis años de vida matrimonial. Pero
puedo decir con bastante certeza que la forma intencionada con la que Annabel
actúa en tu presencia es bastante distinta de la persona más abatida que yo veo
cuando tú no estás delante para ser testigo de su supuesta felicidad.
—¿Piensas que intenta
ponerme celoso? —Se sentía ridículo solo con preguntarlo, pero también tenía
auténticos deseos de saberlo.
—La otra noche en la
fiesta familiar estuvo más coqueta y pendiente de lord Hyatt que de costumbre.
Cuando te fuiste estuvo mucho más apagada. Para serte sincero, yo creo que
Hyatt lo notó e incluso él mismo relacionó tu marcha con su cambio de actitud.
No creo que fuera algo consciente por parte de Annabel, porque no es una
persona vengativa. Pero pienso que pretende hacerte creer que ya no quiere
saber nada de ti, en ningún sentido.
—Lo está consiguiendo. — Nicholas suspiró entrecortadamente. —Estoy
celoso y confuso a la vez, y detesto ambos estados.
—Eso me apena, pero, con
franqueza, empezaba a preguntarme si habías sentido alguna vez algo más que un
interés pasajero por alguna mujer. —Thomas se sirvió con tranquilidad más
oporto. —Parecías tan empeñado en evitar cualquier relación que pudiera ser
remotamente estable... Supongo que por eso no me preocupé cuando me di cuenta
por primera vez de los infantiles sentimientos románticos de Annabel hacia ti.
A pesar de las habladurías, yo te conozco bien y eres demasiado honorable para
comprometerla. Me di cuenta de que algo pasaba, pero no quise preguntar el qué.
Yo confío en ti.
Si Thomas llegara a
conocer algunas de las fantasías muy poco honorables que había tenido sobre su
preciosa pupila, puede que no conservara su sangre fría, pero en resumen tenía
razón: él nunca se habría aprovechado del enamoramiento de Annabel.
Hasta entonces. Ahora el
juego era algo distinto.
—Un solo beso —admitió
Nicholas.
—Ah.
—Me di un susto de
muerte. —Aún recordaba con intensa claridad no solo el dulce y seductor sabor
de su boca, sino también el rayo de esperanza de sus preciosos ojos, que le
hicieron darse cuenta de que había caído por algún precipicio figurado, en
dirección al abismo.
Tal vez no fue solo que
recelara de atarse a una mujer; aquello fue un temor interno a no merecer una
confianza y un sentimiento tan patentes.
Thomas arqueó las cejas y
se echó a reír.
—Dudo que en los círculos
sociales haya mucha gente que creyera que el escandaloso conde de Manderville
se asustó por darle un simple beso a una inocente jovencita.
—Se equivocarían. —Era
difícil formular todo aquello de forma que tuviera sentido. Nicholas lo explicó
despacio: —Fue más su mirada después de aquello. De repente me di cuenta de que
era un punto decisivo de mi vida. Podía salir corriendo tan aprisa como pudiera
y fingir que no había ocurrido, o podía considerar una opción en la que no
había pensado nunca, que era el matrimonio. Escogí la primera, pero no
funcionó. Ahora parece que mi única opción posible era la segunda.
¿Cómo se declaraba uno a
una mujer comprometida, a una que mostraba de manera muy convincente el
profundo desagrado que sentía hacia él?
Joseph sonrió ante la
mirada deleitada de la mujer que tenía enfrente.
—Pensé que esto sería más
agradable que cenar dentro. Hace una noche preciosa, ¿verdad?
______ se acercó a la
silla que él le ofreció y se acomodó con elegante naturalidad. Cuando se sentó,
sus faldas de seda revolotearon y ella las recolocó con una mano grácil. Miró
con cierta expresión de desconcierto los gigantescos ramilletes en jarrones
esparcidos por toda la terraza. El perfume de las flores llenaba el aire. La
mesa también estaba muy bien dispuesta, con un inmaculado mantel blanco, la vajilla
de porcelana y una reluciente cubertería de plata; la habían colocado cerca de
la escalera, para que ellos pudieran disfrutar de la vista sobre los jardines.
Como si la naturaleza hubiera colaborado gustosa con el capricho de Joseph, la
luna se posó sobre la copa de los árboles, el aire era cálido y la brisa poco
más que un placentero susurro. Las docenas de velas de los candelabros
estratégicamente colocados apenas parpadeaban.
La señora Sims,
responsable de todo excepto de la luna y de la perfecta luz de las estrellas,
se merecía un buen aumento, decidió él mientras se acercaba una silla y cogía
la botella de vino para servir una copa a ambos. Joseph no visitaba Essex a
menudo, pero quizá utilizaría más la finca después de este interludio. Para su
sorpresa, la tranquilidad le gustaba. Cuando era joven le irritaba estar tan
aislado. Ahora que era un hombre de casi treinta años, su perspectiva estaba
cambiando.
—Esto es encantador. Qué
idea tan maravillosa. —_______ le miró fijamente desde el otro extremo de
aquella mesita íntima. —Estoy bastante impresionada con sus ideas.
Era él quien estaba
impresionado. Ella solía preferir los verdes y los grises, pero esa noche
llevaba un vestido añil, cuyo tono oscuro realzaba la pureza de su piel y la
espesa cabellera de color caoba suelta, con un estilo sencillo que armonizaba
con su belleza clásica. En el tentador valle que se formaba entre sus
exquisitos senos, anidaba un zafiro solitario; una gema cuyo tamaño no era
ostentoso, tallada en forma de un óvalo perfecto y sostenida por una fina
cadena de oro alrededor de su esbelto cuello.
Al preguntarse si el
collar se lo habría regalado su marido, sintió la punzada de un sentimiento
extraño. No estaba seguro de por qué demonios le importaba, pero sintió un
impulso sin precedentes de regalarle algo aún más resplandeciente. Quizá unos
pendientes de rubíes, pues esas joyas resaltarían los reflejos sutiles de su
esplendoroso cabello. Tal vez le buscaría un regalo cuando regresaran a
Londres. Al fin y al cabo, él también estaba disfrutando muchísimo.
—Está usted maravillosa.
Me gusta cómo le queda ese color —dijo.
—Usted también está
bastante guapo, pero gracias. —En su cara se dibujó una sonrisa de malicia. —Lord
Manderville tendrá que emplearse a fondo para competir con una perfecta velada
a la luz de la luna, con cena y vino en la terraza.
Si el collar le había
molestado, la mera alusión a que Nicholas pudiera estar simplemente sentado
frente a ella en la mesa le provocó una sensación desagradable. La desechó lo
mejor que pudo y sonrió.
—Si es tan amable de
atribuirme el mérito del tiempo, lady Wynn, lo acepto. Encargué esta noche
espléndida especialmente para usted.
—Si hay alguien capaz de
que los elementos se dobleguen a sus deseos, es usted, Rothay —dijo _______
entre risas, mientras aceptaba una copa de vino y rodeaba la base con sus finos
dedos. —Me temo que me estoy malacostumbrando.
—Así es como debe ser.
Las damas tan encantadoras como usted no deberían hacer nada más que decorar el
mundo que las rodea.
Ella le lanzó una mirada
con los párpados levemente entornados, y el brillo de los candelabros rivalizó
con la luz de las estrellas para iluminar su cara y sus delicados hombros
desnudos.
—Es usted muy galante.
—Con usted es muy fácil. —Con
un gesto lánguido, Joseph se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo de
vino.
—Me gustaría... —Ella se
quedó callada, se mordió el labio y luego apartó la mirada un segundo. De
pronto su perfil adoptó una expresión distante.
Él esperó,
endiabladamente intrigado ante lo que ella estaba a punto de decir, confiando
en que su habitual carencia de hipocresía la hiciera terminar. Como no lo hizo,
insistió en voz baja:
—¿Qué le gustaría?
Ella se limitó a mover la
cabeza y los rizos de su cabello le acariciaron el cuello.
—Estaba a punto de decir
algo que estoy segura de que usted considerará alarmante e ingenuo, de manera
que por una vez no seré tan franca.
Él dejó la copa en la
mesa con deliberada tranquilidad.
—He descubierto que me
gusta su falta de artificios. Dígame.
Ella le miró desde el
otro lado de aquella mesa íntima, y separó los labios apenas un milímetro.
—Iba a decir que me
gustaría que esto fuera real.
Tenía razón. Joseph
sintió una corriente de alarma en todo el cuerpo. El problema era que no fue el
impulso de desechar inmediatamente cualquier insinuación de relación romántica,
sino una reacción mucho más inquietante: una pequeña parte de él, una que creía
muerta y enterrada después de su experiencia con Helena, estaba de acuerdo con
ella.
Para empeorar aún más las
cosas, ella bajó los párpados solo un milímetro y se explicó:
—Me refiero a que si la
ilusión es tan placentera, cuánto mejor sería si fuera...
Joseph agradeció
inmensamente la aparición de su ama de llaves escocesa con el primer plato, que
evitó que ella terminara la frase y a él le permitió no hacer ningún
comentario. Mientras probaba la sopa desechó su inquietud al comprender lo que
ella quería decir.
Al fin y al cabo, era él
quien había organizado el escenario romántico y la atmósfera seductora. Joseph
se creía inmune, pero tal vez aquel embrujo planeado de antemano estaba
surtiendo efecto.
Comieron, conversaron
tranquilamente y bebieron vino, mientras el cielo se llenaba de estrellas y los
insectos emitían un sonido adormecedor desde los árboles. La comida era, como
siempre, sencilla pero tan fresca y bien cocinada que no importó que no hubiera
salsas muy elaboradas ni ingredientes exóticos. Durante el postre, él se
encontró, sin saber cómo, hablando de sus opiniones políticas, de su familia y
otra vez de sus caballos. _______ era muy culta y tenía una fascinante
capacidad para involucrarle en una conversación en la que no aparecían las
habladurías sin sentido, ni la moda, cosa aún más aburrida.
Sentado frente a ella y
viendo cómo la luz de la luna iluminaba su cabello, Joseph decidió que, de
hecho, el intelecto podía ser tan atractivo como todas las demás partes
deliciosas de una mujer.
______ le gustaría a su
madre.
Dios bendito, ¿de dónde
había salido esa idea?
—¿De veras ha estado
usted en Roma? —preguntó ella, llevándole de vuelta al tema de la conversación
que mantenían, sobre los viajes que él había hecho al terminar la universidad.
—¿Vio el Coliseo, los acueductos, las grandes iglesias?
—Me gustó más Florencia
—contestó él disfrutando al ver que el interés iluminaba el rostro de ______ y
confería una vivacidad aún más atractiva a sus facciones casi perfectas. —Tiene
usted que hacer lo posible para ir algún día. Grecia también es fascinante y
tiene algunos lugares extrañamente primitivos, para ser un país con tanta
cultura y una historia tan rica. La atmósfera de Creta es particularmente
salvaje, a pesar de esa famosa civilización antigua y compleja que fue
destruida, y en la que es posible que esté inspirada la Atlántida de Platón.
En aquel momento, _______
apoyó los codos en la mesa con naturalidad y se quedó mirándolo.
—¿Usted cree que esa
teoría tiene alguna validez? Recientemente se presentó un documento a la Royal
Society que sugiere lo mismo. Dicha suposición me pareció interesante en su
momento. Supuestamente un maremoto catastrófico, causado por una erupción
volcánica a miles de kilómetros de distancia, engulló la metrópoli y la barrió
para siempre.
Fue él quien se sintió
barrido por aquel cándido interés.
—Yo no soy historiador,
desde luego, pero es una hipótesis interesante, ¿no le parece?
—Siento unos celos
inmensos de sus experiencias. —A ella se le ensombreció la cara un momento,
pero luego sonrió y movió la cabeza, compungida. —Ya habrá notado usted que yo
no tengo demasiadas oportunidades de tener este tipo de charlas. La señorita
Dunsworth solía sentarse durante horas a hablarme de las teorías y los viajes
de su padre, mientras tomábamos el té. Sinceramente creo que nunca le importó
que él la dejara en la indigencia a cambio de las historias y los objetos que
traía. Ella me inculcó una sed enorme por el mundo. Me temo que le he estado
acosando a preguntas como una niña curiosa.
No parecía en absoluto
una niña, pensó él, paseando la vista sobre sus formas suaves y tentadoras.
—Me parece que ya le he dicho
que responderé a todas las preguntas que tenga.
Pero eso había sido en la
cama, donde él captó su inexperiencia y sus vacilaciones. _______ recordó eso
mismo, pues una expresión de rubor apareció en su cara.
—Eso dijo.
El alzó una ceja con un
gesto indolente y sugestivo.
—¿Hay algo más que desee
saber?
La connotación sexual de
la pregunta era inequívoca. _______ torció la boca, aquella boca tan primorosa
y placentera, y dijo con aspereza:
—Estoy segura de que si
lo hubiera, la persona a quien se lo preguntaría sería usted.
—¿Alguna objeción a mi
pericia? —Joseph mantuvo el tono amigable e irónico.
Una expresión
indefinible, casi melancólica, cruzó la cara de ella.
—No.
—Venga —dijo él,
levantándose y tendiéndole la mano. —Baile conmigo.
—No tenemos música
—objetó ella, pero se puso de pie obediente, entrelazó los dedos con los de
Joseph y le rozó las piernas con la seda del vestido.
—¿La necesitamos? —Le
deslizó un brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia sí, demasiado cerca
para una abarrotada sala de baile londinense, pero de un modo perfecto para un
vals retirado en una terraza a la luz de las estrellas, en la cálida oscuridad
del bucólico paisaje campestre.
Ella le dejó hacer; sus
senos le rozaban la chaqueta y sentir la flexibilidad de aquel cuerpo fue tan
embriagador como un licor.
—Pero no me pida que
cante —le dijo con ironía. —O nos caeremos redondos al suelo. Me temo que en
ese terreno no tengo talento.
La carcajada de Joseph
agitó la fragante cabellera de ______.
—Entonces reproduciré la
pieza en la mente.
—Será mejor, hágame caso.
—Su falta de vanidad es
notable en una mujer tan hermosa.
Ella alzó la vista y le
miró con aquellos ojos de un color extraordinario y luminoso, que expresaban
una dolorosa incertidumbre.
—Me parece que en cuestiones
de vanidad no tengo demasiada práctica.
El estaba de acuerdo.
También pensaba que no la tenía, y esa era una verdad sorprendente considerando
su deslumbrante atractivo, pero quizá no era una sorpresa si tenía en cuenta su
pasado. Joseph se movió despacio, con pequeños pasos, mientras daban vueltas y
giraban juntos, y disfrutó de la sensación suave y exquisita de tenerla
abrazada.
Siguieron bailando. Fue
un momento de una cualidad idílica que él no experimentaba muy a menudo en su
agitada vida. Pero ¿qué hombre, se dijo con filosofía, no gozaría con una
velada tan exquisita, con una mujer atractiva en los brazos y sabiendo que el
vals silencioso e íntimo que compartían no sería más que el preludio de otro
tipo de baile, en cuanto la llevara arriba, a su dormitorio? Notó que su
erección aumentaba, tensa y reprimida bajo sus pantalones entallados.
Finalmente, Joseph
aminoró los pasos y se inclinó para susurrarle al oído:
—La deseo.
—Ya lo noto. —Ella
también habló con voz sorda y se le escapó un suspiro risueño. —Me sujeta usted
escandalosamente cerca, excelencia, y su entusiasmo es obvio.
—Preferiría estar más
cerca. —Con un movimiento teatral, Joseph la levantó en brazos y vio que tenía
las mejillas ruborizadas; no podía ser por el lento balanceo ni por los giros
que habían dado por la terraza. —Déjeme ver qué puedo hacer.
Recorrió las baldosas con
un par de zancadas y se abrió paso a través de las cristaleras entreabiertas al
agradable atardecer. La señora Sims estaba en el vestíbulo principal, y sorprendida
por su aparición, dirigió una mirada hacia _____.
—Excelencia... ¿hay algún
problema?
Ella emitió un ruidito
que él interpretó de azoramiento y él respondió con total serenidad:
—Todo está bien. La cena
ha sido soberbia. Dígaselo a la cocinera, por favor.
—Sí, por supuesto. —La
señora Sims consiguió borrar su expresión de leve extrañeza.
—Milady está cansada. Le
aconsejé que se retirara.
La pura verdad. Ella
podría dormir, después.
La angustia de _______
porque el ama de llaves había sido testigo del impetuoso arrebato de su amante
de llevarla escalera arriba se vio mitigada por una sensación excitante que
corrió por sus venas como el vino dulce. Su amante.
Al margen de cómo hubiera
ocurrido, al margen del poco tiempo que había pasado, el carismático Joseph
Jonas era su amante, aunque solo fuera durante una semana.
El grandilocuente gesto
que había culminado su cena romántica era parte de algo que _______ vivía como
una especie de sueño utópico. Que él la llevara en brazos hasta su dormitorio
era el colofón natural de un vals lento v seductor.
—No ha creído en absoluto
que yo esté simplemente cansada —murmuró al tiempo que apoyaba la cabeza en un
hombro enorme.
______ sabía que tenía
las mejillas vivamente sonrosadas, pero no estaba segura de hasta qué punto le
importaba eso. Joseph olía de un modo maravilloso y totalmente varonil, cuyos
embriagadores efectos le provocaron tirantez en los pezones y una cálida
pulsación entre las piernas.
—La opinión del ama de
llaves no me interesa, la verdad, aunque tengo la intención de recompensarla y
hacerle un par de observaciones acerca de cómo le agradecería que no hablara de
mi visita. —Joseph parecía sostenerla sin esfuerzo, hasta el punto de que su
respiración no se alteró en absoluto, ni siquiera cuando empezó a subir la
escalera con un ritmo atlético y acompasado.
Ella deseaba poder
compartir su indiferencia ante la opinión de los demás, pero la verdad era que
él estaba acostumbrado a que le criticaran constantemente. El esplendor de su
belleza morena, su gran fortuna y el elevado rango de su título le convertían
en objeto de interés por parte de todos. Si la alta sociedad supiera que ella
había participado en la infame apuesta, adquiriría tan mala fama como él, y
tenía que ser prudente para no llegar a esa situación.
No, se dijo ______
rápidamente cuando Joseph dio un puntapié con la bota para abrir la puerta de
la alcoba. Nadie lo averiguaría.
La depositó en la cama y
empezó a deshacerse la corbata con sus dedos ágiles.
—Necesito que se desnude.
No fueron unas palabras
pronunciadas con ternura, sino con una urgencia concluyente.
—¿Eso es una proposición
o una orden?
Era extraordinario cómo
habían cambiado las cosas en tan solo unos días. Si Edward le hubiera dicho
esas mismas palabras, ______ habría deseado salir corriendo de la habitación.
Con el duque diabólico, se sentó, se sacó los zapatos y se levantó
descaradamente las faldas para quitarse las medias. El observó con una mirada
centelleante todos sus movimientos, incluso cuando se apartó de los hombros la
finísima chaqueta.
—Aprisa —dijo Joseph en
voz baja.
Y de algún modo aquella
escueta palabra tuvo un efecto excitante. _____ sintió un breve fogonazo, cerró
los ojos, y después se levantó las faldas que se arrugaron alrededor de su
cintura. Separó las piernas con descaro.
—¿Así es suficientemente
rápido?
Joseph lanzó una
maldición en voz baja, inaudible; el sentimiento estaba bastante claro y no
necesitaba palabras. Se abrió los pantalones de un tirón.
—Es perfecto.
¿Por qué no estaba
asustada?
Porque él no le haría
daño. Lo sabía. El miedo era lo último que tenía en mente cuando él deslizó los
pantalones por sus esbeltas caderas y subió encima de ella. No iba a forzarla a
hacer nada que no deseara, y sin duda _______ deseaba esto en todos los
sentidos. Entró en ella con ímpetu y, aun en aquel momento de impaciente y
total necesidad, se detuvo en medio de la penetración carnal y preguntó con voz
áspera:
—¿Está bien?
—Le necesito. —Ella
sintió el calor que emanaba de aquel cuerpo poderoso a través de la tela de la
camisa de Joseph. Palpó los contornos de los músculos con los dedos separados y
apoyados en su pecho.
En respuesta a la
protesta de ______ ante su vacilación, Joseph se dejó llevar y se envolvió en
su interior, hasta el fondo, de modo que ella sintió toda la rigidez y el
tamaño de su deseo, el alcance de la excitación que le había provocado.
«Eso significa ser una
mujer.»
«Oh, Dios.»
Sus caderas se alzaron
obedeciendo una orden que ni siquiera sabía que había dado. El se deslizó hacia
atrás y después tomó impulso para poseerla otra vez, con tanta fuerza que ella
jadeó. Sensaciones delirantes saturaron sus sentidos, se apropiaron de su
cuerpo hambriento y ella se regodeó en ello, como si el ostentoso atractivo
carnal de Joseph fuera una droga. Bajo la fina capa de su camisa, sus músculos
eran rocas endurecidas por la tensión.
A pesar de sus
propósitos, ella había sentido miedo la primera noche que estuvieron juntos,
pero él se contuvo y la tranquilizó. La tarde que pasaron haciendo el amor en
aquel claro soleado, había estado un poco más suelta, menos cohibida por su
pasado, curiosa pero todavía cauta.
Ahora estaba... ansiosa.
Húmeda. Necesitada.
De él. De su generosidad
y de su hábil aportación de placer extático. Cada embestida traía consigo un
quejido sordo y revelador, y arqueó la espalda y respondió a su ímpetu, como si
el decadente hecho de no poder esperar a estar desnudos inflamara su deseo.
Se sentía lasciva. Era
maravilloso.
Joseph había hecho que
sintiera lascivia.
Y ella se regodeó en
ello.
Ambos incrementaron el
ritmo, el cuerpo de Joseph fluyó en su interior de un modo más frenético, más
salvaje, y ella se agarró a él con una urgencia creciente. Dejó caer la cabeza
hacia atrás mientras gemía de placer, y él susurraba algo que no pudo entender.
Entonces él llegó al clímax.
Ella notó cómo su cuerpo esbelto se tensaba, cómo los jadeos salían de su
pecho, cómo dejó caer de repente los párpados y se quedó completamente inmóvil,
salvo por una sucesión de intensos estremecimientos cuando se dejó llevar. Su
útero recibió una ráfaga tan enérgica y precipitada como la urgencia con que la
había llevado en volandas de la terraza y por la escalera.
El ardor de su
respiración le acarició la mejilla cuando, pasados unos instantes, Joseph soltó
una risita.
—Mis disculpas. Deme un
par de minutos y le prometo que me pongo a su altura. Por lo visto, los bailes
a la luz de la luna con preciosas damas de pelo castaño rojizo, excitan mis
pasiones a un nivel vergonzoso. No recuerdo que nunca me haya dado tanta prisa.
Aunque ______ dudaba de
que él se diera cuenta, la idea de haber hecho que el relajado, experimentado
y, ah, tan maligno duque de Rothay perdiera el control era estimulante,
embriagadora. Cerró los ojos para que él no viera el repentino brillo de sus
lágrimas. Eran de gozo; la punzante evidencia sensorial de que todos los
dolorosos golpes y escarnios que había experimentado a manos de su marido
estaban siendo borrados con cada caricia tierna, con cada sonrisa deslumbrante
y con cada beso salvaje y malicioso.
Deseó que esa semana no
terminara nunca.
Joseph se apartó y ella
dejó escapar un suspiro de decepción que a él no le costó interpretar. Su
sonrisa fue un fogonazo de dientes blancos. Se tumbó a su lado apoyado en un
codo con los pantalones desabrochados y el pelo negro ligeramente alborotado.
Era la imagen de una erótica y decadente promesa. Dibujó con el dedo un sendero
que descendió por la mejilla y recorrió el labio inferior de ______.
—No se preocupe. Estoy
decidido a redimirme en todos los sentidos de mi actual estado de humillación
masculina. Déjeme desnudarla y volveremos a empezar, mi querida ______.
A ella le gustó la idea
de ser «su querida».
Una leve sonrisa se
dibujó en sus labios. Medio desnuda y con las faldas todavía apelotonadas
alrededor de la cintura, se sentía indolente e insatisfecha, aunque dudaba que
eso durara mucho.
—No me ha decepcionado
todavía.
—Agradezco el voto de
confianza. —Le desabrochó el vestido con sus hábiles dedos y la tomó en sus
brazos. —Ya le dije que una mujer posee un gran control sobre un hombre, cuando
la desea como yo la deseo.
—Lástima que ello se deba
únicamente al desafío entre Manderville y usted.
Él se detuvo y se quedó
muy quieto. Ella, a su vez, se quedó horrorizada.
Lo había vuelto a hacer;
por segunda vez en una noche había dicho lo que pensaba. ¿Qué esperaba? ¿Una
declaración de afecto de un hombre que apenas la conocía? Puede que él hubiera
explorado cada milímetro de su cuerpo, pero unos pocos días en compañía mutua
difícilmente constituían una relación profunda, y había que tener en cuenta las
circunstancias inusuales en las que se encontraban.
Se le ruborizaron las
mejillas ante su propia audacia e inoportuna habilidad para hacer una
afirmación equivocada en el momento equivocado. Esa era la razón por la que
solía quedarse tan callada, tan tensa y contenida en las conversaciones en
público. Era capaz, como acababa de demostrar, de soltar algo embarazoso.
Por suerte, él era mucho
más experto en la complejidad de las relaciones ocasionales que pueden darse entre
hombres y mujeres y encogió los hombros, como si no supiera las implicaciones
del inoportuno comentario de _______. Liberó con suavidad el último botón de su
vestido y sonrió de aquel modo triste.
—Esa apuesta infernal nos
ha unido, así que no voy a lamentarlo. En este momento usted está aquí —le bajó
el vestido con delicadeza y aparecieron sus pechos tirantes bajo la leve
camisola —y muy disponible en un sentido carnal.
La besó mientras seguía
despojándola sin prisas de la ropa. Con besos suaves, pausados, tentadores, que
seducían y cautivaban y daban prueba de su bien merecida reputación. En las
horas siguientes hizo algo más que compensar su pequeño traspié sexual. Hizo
que ella experimentara una y otra vez el cénit orgásmico, desinteresadamente, y
demostró que su resistencia legendaria no era un mito, sino algo basado en
hechos comprobables.
Más tarde, saciada, adormecida
y pegada a él, ______ sopesó el futuro con una sensación de fatalidad. Para
ella era fácil sentirse deseada cuando estaba acurrucada en brazos de Joseph,
cuya estilizada presencia simbolizaba un cambio monumental en su vida.
Tenía que preguntarse si
a pesar de que quizá estaba curada de su atroz inseguridad, no estaba también
condenada. Debido a su inexperiencia, había aceptado ingenuamente que podía
hacer caso omiso de la intimidad del acto sexual. Al fin y al cabo, tanto
Joseph como Nicholas Drake tenían fama de ser capaces de seducir y abandonar
sin problemas, con el placer transitorio como único objetivo.
¿Y si ella no podía ser tan
desapegada?
Joseph se había quedado
dormido a su lado; su pecho se alzaba con el ritmo estable de su respiración
acompasada. _____ observó cómo la brisa nocturna levantaba ligeramente las
cortinas y se dio cuenta de que él era el problema. Ya que todo eso, todo él...
era tan nuevo, tan extraordinario, que se le hacía difícil filtrar la realidad
de la fantasía.
Él hablaba con ella.
Aquello era más irresistible que su indudable habilidad para excitar su cuerpo.
Si desde el principio se hubiera limitado a hacer lo que ella esperaba,
reteniéndola en el dormitorio durante toda la semana, tal vez no se sentiría
tan inquieta. En lugar de eso había sido considerado, gentil, y atento en todos
los sentidos.
______ tenía el punzante
temor de que ahora no podría alejarse de él con facilidad.
Joseph cambió de postura
y aun estando profundamente dormido la abrazó más fuerte, como si hubiera hecho
lo mismo miles de veces con otras amantes.
Probablemente lo había
hecho miles de veces. No debería preocuparse por eso.
Pero lo hizo.
—Así que… ¿cómo va la
campaña? Me atrevería a decir que nos hemos visto más a menudo en los últimos
días que en varios años.
Nicholas lanzó una hastiada mirada de reproche
a su tío.
—Ya sabes que no va bien,
puesto que la has presenciado en gran parte. La cena de hoy es un ejemplo
perfecto. Creo que ella no me ha dirigido más de una docena de palabras y
después ha argüido dolor de cabeza otra vez, y ha abandonado la mesa temprano.
—Acomodado en una butaca del estudio, cerca de una copa de oporto colocada
sobre una mesita de estilo árabe con incrustaciones de piedras pulidas que formaban
un brillante mosaico, Nicholas preguntó de un modo que confiaba que sonara a
vaga curiosidad: —¿Ella ha dicho algo?
—¿A tu tía Margaret,
quieres decir? —Thomas apoyó la espalda y meneó la cabeza. —No, que yo sepa,
pero tengo entendido que existe una singular conspiración femenina de silenciar
las confesiones románticas mutuas; algo extraordinario en unas criaturas que,
en principio, no son demasiado dadas al silencio.
Nicholas quiso reír ante
aquel comentario mordaz, pero estaba demasiado frustrado y desanimado.
—No puedo creer que
Annabel no haya notado mi reiterada y repentina presencia aquí.
Dios bendito, parecía un
patético adolescente enamorado. Se movió con impaciencia, molesto consigo mismo
y con todo en general. La situación con Annabel ya era bastante mala de por sí,
pero la apuesta hacía que asistir a fiestas fuera una especie de juicio, sobre
todo a causa de la visible ausencia de Joseph. La sociedad londinense se dio
cuenta de que no estaba. Las preguntas maliciosas sobre su paradero eran un engorro
innecesario para Nicholas.
—Sigo diciendo que
deberías intentar hablar con ella a solas.
—Lo he intentado en
varias ocasiones. Está claro que no le interesa. —Hizo un gesto de desesperanza
con la mano, recordando aquellos intentos con una aflicción impropia e
indeseada. —¿Sabes?, el escándalo alrededor de Phoebe Tanner coincidió
exactamente con el momento en el que me di cuenta de que necesitaba cambiar la
opinión de Annabel sobre mi carácter. Aunque la drástica decisión del marido de
Phoebe de pedir el divorcio no tuvo nada que ver conmigo, los rumores no
ayudaron. Estoy seguro de que eso ha bastado para confirmar la pobre opinión
que ella tiene de mí, como un descarado sin vergüenza. No hay nada peor que
verte envuelto en una demanda de divorcio. Por suerte, no solo soy
absolutamente inocente de haber tocado jamás a la dama, sino que además lord
Tanner ha retirado sus acusaciones. Pero demasiado tarde, me temo.
Thomas se limitó a
mirarle con ironía y solidaridad masculina.
—El nivel de la opinión
que Annabel tiene sobre mí hace que el fondo del mar parezca la cima de una
montaña. — Nicholas se hundió más en su butaca con un suspiro de frustración.
—Ah.
Bien, ¿qué demonios
significaba eso? Aunque finalmente Nick no se había visto mezclado en el
embrollo de lady Tanner, aquello fue de lo más inoportuno. El escándalo del
divorcio de los Tanner había sucedido justo cuando él finalmente admitió su
incapacidad de olvidar el incidente con Annabel, y seguir adelante con su vida.
No iba a ser capaz de olvidar a Annabel. Y pese a que el rumor era falso, que
su nombre estuviera en boca de todos como la posible causa de la ira de lord
Tanner, no había ayudado a su causa en lo más mínimo. Phoebe Tanner había
protegido a su verdadero amante y de ahí el error, pues cuando los descubrió el
enfurecido marido, aquel desventurado caballero, que debía tener una talla y un
aspecto parecidos a Nicholas, había huido por la ventana. Disponer de una
coartada sólida de la noche en cuestión, le ayudó a probar que sus afirmaciones
de inocencia eran ciertas. Pero lo que quedó grabado en la mente de la gente no
fueron las pruebas de que él no era culpable, sino la intensidad del escándalo.
Había escrito a Annabel
hacía varios meses. Trabajó en la carta como si fuera un colegial; estuvo horas
sentado ante su escritorio intentando pensar cómo explicar sus actos de aquella
fatídica tarde en la biblioteca y, para su pesar, no había recibido ninguna
respuesta. Estaba casi seguro de que Annabel ni siquiera se había molestado en
leerla.
—Esto... es bastante
distinto de una desenfadada seducción —espetó Nicholas.
Su tío arqueó la boca con
ironía.
—Podrías intentar
pronunciar la palabra.
—¿Qué palabra? —Optó por
no servirse otra copa de oporto. Beber demasiado no resolvería sus problemas,
aunque él había probado ese método a conciencia.
—Amor —dijo Thomas con
suavidad. —Creo que deberías acostumbrarte a decirla.
Sobre la chimenea había
un cuadro de un perro con un zorro sin vida a sus pies, y Nicholas centró su
atención en él para distraerse. Por qué un artista escogía representar animales
muertos sobre un lienzo con propósitos estéticos le parecía un misterio...
Amor. No, no estaba
seguro de poder hablar con elocuencia sobre ese tema. En la carta había
incluido una disculpa y pedía una oportunidad para hablar con ella, pero sin
floridas declaraciones. Él sabía cómo complacer a una mujer con un cumplido
elegante, cómo susurrarle las palabras apropiadas al oído cuando estaban en la
cama, cómo hacerla suspirar tan solo con la caricia justa, pero no tenía ni
idea de cómo pronunciar aquellas sencillas dos palabras.
«Te amo.»
—Debes decirlo —continuó
Thomas. —Las mujeres necesitan oírlo. Les gusta oírlo y es importante crear un
vínculo fuerte. Admitir a regañadientes que te casarías con ella es muy
distinto que explicarle simplemente cómo te sientes.
—No fue a regañadientes
—protestó Nick.
—Tuvo que pasar un año.
Bien, ese era un
argumento sólido. El se había presentado, solo que doce cruciales meses tarde.
—¿Cómo me siento? —Musitó,
—eso es fácil. Desdichado.
Una sonrisa benigna
iluminó la cara de su tío.
—Tu actual estado de
desasosiego me dice que eres sincero, Nicholas. Pero simplemente apareciendo y frunciendo
el ceño cada vez que ella menciona el nombre de lord Hyatt, no vas a hacer
muchos progresos.
—No frunzo el ceño.
—Intentó a conciencia no hacerlo en aquel momento.
—No. —Estalló en una
carcajada. —En absoluto.
—Tu regocijo a costa de
mi presente aflicción es muy poco deportivo, ¿no te parece? Yo creía que los
hombres tenían una norma escrita, según la cual la compasión era lo apropiado
ante un camarada caído en desgracia. —Nick se dio impulso para levantarse y se
acercó apresuradamente a la ventana. Fuera la oscuridad era total y el vidrio
le devolvió el reflejo de su imagen y el gesto de su boca, infeliz y tenso.
—Confía en mí, no es que
no me compadezca de tu dilema, Nicholas. Yo quiero a Annabel como si fuera mi
propia hija. He sido su padre desde que cumplió ocho años y su felicidad es muy
importante para mí. También me gustaría verte a ti estable y feliz con la mujer
apropiada, más que repartiendo tu tiempo entre aburridas obligaciones de
negocios y frívolas aventuras amorosas. Dudo que ninguna de las dos cosas te
llene.
Era un comentario
bastante certero y Nick hizo una pequeña mueca y se dio la vuelta.
—Durante el año pasado
hice lo posible para convencerme de que tan solo sentía un ligero
enamoramiento, que pasaría como cualquier otro.
—Yo creo que Annabel ha
estado muy ocupada haciendo lo mismo.
—¿Y si te equivocas? ¿Y
si lo que siente por Hyatt es auténtico? Al fin y al cabo aceptó ser su esposa.
Esa última palabra le
salió algo entrecortada. De repente tuvo la sensación de que la corbata le
apretaba demasiado y se la deshizo de un tirón, sin prestar atención.
Thomas juntó las manos y
meneó la cabeza.
—¿Dónde está ahora el
joven seguro de sí mismo, que apenas necesitaba mirar a las damas aristócratas
para que se desmayaran en sus brazos? Seguro que tú sabes mucho más de mujeres
que yo. Tuve una existencia bastante más aburrida en mi juventud, de manera que
mi experiencia se limita en su mayoría a mis años de vida matrimonial. Pero
puedo decir con bastante certeza que la forma intencionada con la que Annabel
actúa en tu presencia es bastante distinta de la persona más abatida que yo veo
cuando tú no estás delante para ser testigo de su supuesta felicidad.
—¿Piensas que intenta
ponerme celoso? —Se sentía ridículo solo con preguntarlo, pero también tenía
auténticos deseos de saberlo.
—La otra noche en la
fiesta familiar estuvo más coqueta y pendiente de lord Hyatt que de costumbre.
Cuando te fuiste estuvo mucho más apagada. Para serte sincero, yo creo que
Hyatt lo notó e incluso él mismo relacionó tu marcha con su cambio de actitud.
No creo que fuera algo consciente por parte de Annabel, porque no es una
persona vengativa. Pero pienso que pretende hacerte creer que ya no quiere
saber nada de ti, en ningún sentido.
—Lo está consiguiendo. — Nicholas suspiró entrecortadamente. —Estoy
celoso y confuso a la vez, y detesto ambos estados.
—Eso me apena, pero, con
franqueza, empezaba a preguntarme si habías sentido alguna vez algo más que un
interés pasajero por alguna mujer. —Thomas se sirvió con tranquilidad más
oporto. —Parecías tan empeñado en evitar cualquier relación que pudiera ser
remotamente estable... Supongo que por eso no me preocupé cuando me di cuenta
por primera vez de los infantiles sentimientos románticos de Annabel hacia ti.
A pesar de las habladurías, yo te conozco bien y eres demasiado honorable para
comprometerla. Me di cuenta de que algo pasaba, pero no quise preguntar el qué.
Yo confío en ti.
Si Thomas llegara a
conocer algunas de las fantasías muy poco honorables que había tenido sobre su
preciosa pupila, puede que no conservara su sangre fría, pero en resumen tenía
razón: él nunca se habría aprovechado del enamoramiento de Annabel.
Hasta entonces. Ahora el
juego era algo distinto.
—Un solo beso —admitió
Nicholas.
—Ah.
—Me di un susto de
muerte. —Aún recordaba con intensa claridad no solo el dulce y seductor sabor
de su boca, sino también el rayo de esperanza de sus preciosos ojos, que le
hicieron darse cuenta de que había caído por algún precipicio figurado, en
dirección al abismo.
Tal vez no fue solo que
recelara de atarse a una mujer; aquello fue un temor interno a no merecer una
confianza y un sentimiento tan patentes.
Thomas arqueó las cejas y
se echó a reír.
—Dudo que en los círculos
sociales haya mucha gente que creyera que el escandaloso conde de Manderville
se asustó por darle un simple beso a una inocente jovencita.
—Se equivocarían. —Era
difícil formular todo aquello de forma que tuviera sentido. Nicholas lo explicó
despacio: —Fue más su mirada después de aquello. De repente me di cuenta de que
era un punto decisivo de mi vida. Podía salir corriendo tan aprisa como pudiera
y fingir que no había ocurrido, o podía considerar una opción en la que no
había pensado nunca, que era el matrimonio. Escogí la primera, pero no
funcionó. Ahora parece que mi única opción posible era la segunda.
¿Cómo se declaraba uno a
una mujer comprometida, a una que mostraba de manera muy convincente el
profundo desagrado que sentía hacia él?
Joseph sonrió ante la
mirada deleitada de la mujer que tenía enfrente.
—Pensé que esto sería más
agradable que cenar dentro. Hace una noche preciosa, ¿verdad?
______ se acercó a la
silla que él le ofreció y se acomodó con elegante naturalidad. Cuando se sentó,
sus faldas de seda revolotearon y ella las recolocó con una mano grácil. Miró
con cierta expresión de desconcierto los gigantescos ramilletes en jarrones
esparcidos por toda la terraza. El perfume de las flores llenaba el aire. La
mesa también estaba muy bien dispuesta, con un inmaculado mantel blanco, la vajilla
de porcelana y una reluciente cubertería de plata; la habían colocado cerca de
la escalera, para que ellos pudieran disfrutar de la vista sobre los jardines.
Como si la naturaleza hubiera colaborado gustosa con el capricho de Joseph, la
luna se posó sobre la copa de los árboles, el aire era cálido y la brisa poco
más que un placentero susurro. Las docenas de velas de los candelabros
estratégicamente colocados apenas parpadeaban.
La señora Sims,
responsable de todo excepto de la luna y de la perfecta luz de las estrellas,
se merecía un buen aumento, decidió él mientras se acercaba una silla y cogía
la botella de vino para servir una copa a ambos. Joseph no visitaba Essex a
menudo, pero quizá utilizaría más la finca después de este interludio. Para su
sorpresa, la tranquilidad le gustaba. Cuando era joven le irritaba estar tan
aislado. Ahora que era un hombre de casi treinta años, su perspectiva estaba
cambiando.
—Esto es encantador. Qué
idea tan maravillosa. —_______ le miró fijamente desde el otro extremo de
aquella mesita íntima. —Estoy bastante impresionada con sus ideas.
Era él quien estaba
impresionado. Ella solía preferir los verdes y los grises, pero esa noche
llevaba un vestido añil, cuyo tono oscuro realzaba la pureza de su piel y la
espesa cabellera de color caoba suelta, con un estilo sencillo que armonizaba
con su belleza clásica. En el tentador valle que se formaba entre sus
exquisitos senos, anidaba un zafiro solitario; una gema cuyo tamaño no era
ostentoso, tallada en forma de un óvalo perfecto y sostenida por una fina
cadena de oro alrededor de su esbelto cuello.
Al preguntarse si el
collar se lo habría regalado su marido, sintió la punzada de un sentimiento
extraño. No estaba seguro de por qué demonios le importaba, pero sintió un
impulso sin precedentes de regalarle algo aún más resplandeciente. Quizá unos
pendientes de rubíes, pues esas joyas resaltarían los reflejos sutiles de su
esplendoroso cabello. Tal vez le buscaría un regalo cuando regresaran a
Londres. Al fin y al cabo, él también estaba disfrutando muchísimo.
—Está usted maravillosa.
Me gusta cómo le queda ese color —dijo.
—Usted también está
bastante guapo, pero gracias. —En su cara se dibujó una sonrisa de malicia. —Lord
Manderville tendrá que emplearse a fondo para competir con una perfecta velada
a la luz de la luna, con cena y vino en la terraza.
Si el collar le había
molestado, la mera alusión a que Nicholas pudiera estar simplemente sentado
frente a ella en la mesa le provocó una sensación desagradable. La desechó lo
mejor que pudo y sonrió.
—Si es tan amable de
atribuirme el mérito del tiempo, lady Wynn, lo acepto. Encargué esta noche
espléndida especialmente para usted.
—Si hay alguien capaz de
que los elementos se dobleguen a sus deseos, es usted, Rothay —dijo _______
entre risas, mientras aceptaba una copa de vino y rodeaba la base con sus finos
dedos. —Me temo que me estoy malacostumbrando.
—Así es como debe ser.
Las damas tan encantadoras como usted no deberían hacer nada más que decorar el
mundo que las rodea.
Ella le lanzó una mirada
con los párpados levemente entornados, y el brillo de los candelabros rivalizó
con la luz de las estrellas para iluminar su cara y sus delicados hombros
desnudos.
—Es usted muy galante.
—Con usted es muy fácil. —Con
un gesto lánguido, Joseph se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo de
vino.
—Me gustaría... —Ella se
quedó callada, se mordió el labio y luego apartó la mirada un segundo. De
pronto su perfil adoptó una expresión distante.
Él esperó,
endiabladamente intrigado ante lo que ella estaba a punto de decir, confiando
en que su habitual carencia de hipocresía la hiciera terminar. Como no lo hizo,
insistió en voz baja:
—¿Qué le gustaría?
Ella se limitó a mover la
cabeza y los rizos de su cabello le acariciaron el cuello.
—Estaba a punto de decir
algo que estoy segura de que usted considerará alarmante e ingenuo, de manera
que por una vez no seré tan franca.
Él dejó la copa en la
mesa con deliberada tranquilidad.
—He descubierto que me
gusta su falta de artificios. Dígame.
Ella le miró desde el
otro lado de aquella mesa íntima, y separó los labios apenas un milímetro.
—Iba a decir que me
gustaría que esto fuera real.
Tenía razón. Joseph
sintió una corriente de alarma en todo el cuerpo. El problema era que no fue el
impulso de desechar inmediatamente cualquier insinuación de relación romántica,
sino una reacción mucho más inquietante: una pequeña parte de él, una que creía
muerta y enterrada después de su experiencia con Helena, estaba de acuerdo con
ella.
Para empeorar aún más las
cosas, ella bajó los párpados solo un milímetro y se explicó:
—Me refiero a que si la
ilusión es tan placentera, cuánto mejor sería si fuera...
Joseph agradeció
inmensamente la aparición de su ama de llaves escocesa con el primer plato, que
evitó que ella terminara la frase y a él le permitió no hacer ningún
comentario. Mientras probaba la sopa desechó su inquietud al comprender lo que
ella quería decir.
Al fin y al cabo, era él
quien había organizado el escenario romántico y la atmósfera seductora. Joseph
se creía inmune, pero tal vez aquel embrujo planeado de antemano estaba
surtiendo efecto.
Comieron, conversaron
tranquilamente y bebieron vino, mientras el cielo se llenaba de estrellas y los
insectos emitían un sonido adormecedor desde los árboles. La comida era, como
siempre, sencilla pero tan fresca y bien cocinada que no importó que no hubiera
salsas muy elaboradas ni ingredientes exóticos. Durante el postre, él se
encontró, sin saber cómo, hablando de sus opiniones políticas, de su familia y
otra vez de sus caballos. _______ era muy culta y tenía una fascinante
capacidad para involucrarle en una conversación en la que no aparecían las
habladurías sin sentido, ni la moda, cosa aún más aburrida.
Sentado frente a ella y
viendo cómo la luz de la luna iluminaba su cabello, Joseph decidió que, de
hecho, el intelecto podía ser tan atractivo como todas las demás partes
deliciosas de una mujer.
______ le gustaría a su
madre.
Dios bendito, ¿de dónde
había salido esa idea?
—¿De veras ha estado
usted en Roma? —preguntó ella, llevándole de vuelta al tema de la conversación
que mantenían, sobre los viajes que él había hecho al terminar la universidad.
—¿Vio el Coliseo, los acueductos, las grandes iglesias?
—Me gustó más Florencia
—contestó él disfrutando al ver que el interés iluminaba el rostro de ______ y
confería una vivacidad aún más atractiva a sus facciones casi perfectas. —Tiene
usted que hacer lo posible para ir algún día. Grecia también es fascinante y
tiene algunos lugares extrañamente primitivos, para ser un país con tanta
cultura y una historia tan rica. La atmósfera de Creta es particularmente
salvaje, a pesar de esa famosa civilización antigua y compleja que fue
destruida, y en la que es posible que esté inspirada la Atlántida de Platón.
En aquel momento, _______
apoyó los codos en la mesa con naturalidad y se quedó mirándolo.
—¿Usted cree que esa
teoría tiene alguna validez? Recientemente se presentó un documento a la Royal
Society que sugiere lo mismo. Dicha suposición me pareció interesante en su
momento. Supuestamente un maremoto catastrófico, causado por una erupción
volcánica a miles de kilómetros de distancia, engulló la metrópoli y la barrió
para siempre.
Fue él quien se sintió
barrido por aquel cándido interés.
—Yo no soy historiador,
desde luego, pero es una hipótesis interesante, ¿no le parece?
—Siento unos celos
inmensos de sus experiencias. —A ella se le ensombreció la cara un momento,
pero luego sonrió y movió la cabeza, compungida. —Ya habrá notado usted que yo
no tengo demasiadas oportunidades de tener este tipo de charlas. La señorita
Dunsworth solía sentarse durante horas a hablarme de las teorías y los viajes
de su padre, mientras tomábamos el té. Sinceramente creo que nunca le importó
que él la dejara en la indigencia a cambio de las historias y los objetos que
traía. Ella me inculcó una sed enorme por el mundo. Me temo que le he estado
acosando a preguntas como una niña curiosa.
No parecía en absoluto
una niña, pensó él, paseando la vista sobre sus formas suaves y tentadoras.
—Me parece que ya le he dicho
que responderé a todas las preguntas que tenga.
Pero eso había sido en la
cama, donde él captó su inexperiencia y sus vacilaciones. _______ recordó eso
mismo, pues una expresión de rubor apareció en su cara.
—Eso dijo.
El alzó una ceja con un
gesto indolente y sugestivo.
—¿Hay algo más que desee
saber?
La connotación sexual de
la pregunta era inequívoca. _______ torció la boca, aquella boca tan primorosa
y placentera, y dijo con aspereza:
—Estoy segura de que si
lo hubiera, la persona a quien se lo preguntaría sería usted.
—¿Alguna objeción a mi
pericia? —Joseph mantuvo el tono amigable e irónico.
Una expresión
indefinible, casi melancólica, cruzó la cara de ella.
—No.
—Venga —dijo él,
levantándose y tendiéndole la mano. —Baile conmigo.
—No tenemos música
—objetó ella, pero se puso de pie obediente, entrelazó los dedos con los de
Joseph y le rozó las piernas con la seda del vestido.
—¿La necesitamos? —Le
deslizó un brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia sí, demasiado cerca
para una abarrotada sala de baile londinense, pero de un modo perfecto para un
vals retirado en una terraza a la luz de las estrellas, en la cálida oscuridad
del bucólico paisaje campestre.
Ella le dejó hacer; sus
senos le rozaban la chaqueta y sentir la flexibilidad de aquel cuerpo fue tan
embriagador como un licor.
—Pero no me pida que
cante —le dijo con ironía. —O nos caeremos redondos al suelo. Me temo que en
ese terreno no tengo talento.
La carcajada de Joseph
agitó la fragante cabellera de ______.
—Entonces reproduciré la
pieza en la mente.
—Será mejor, hágame caso.
—Su falta de vanidad es
notable en una mujer tan hermosa.
Ella alzó la vista y le
miró con aquellos ojos de un color extraordinario y luminoso, que expresaban
una dolorosa incertidumbre.
—Me parece que en cuestiones
de vanidad no tengo demasiada práctica.
El estaba de acuerdo.
También pensaba que no la tenía, y esa era una verdad sorprendente considerando
su deslumbrante atractivo, pero quizá no era una sorpresa si tenía en cuenta su
pasado. Joseph se movió despacio, con pequeños pasos, mientras daban vueltas y
giraban juntos, y disfrutó de la sensación suave y exquisita de tenerla
abrazada.
Siguieron bailando. Fue
un momento de una cualidad idílica que él no experimentaba muy a menudo en su
agitada vida. Pero ¿qué hombre, se dijo con filosofía, no gozaría con una
velada tan exquisita, con una mujer atractiva en los brazos y sabiendo que el
vals silencioso e íntimo que compartían no sería más que el preludio de otro
tipo de baile, en cuanto la llevara arriba, a su dormitorio? Notó que su
erección aumentaba, tensa y reprimida bajo sus pantalones entallados.
Finalmente, Joseph
aminoró los pasos y se inclinó para susurrarle al oído:
—La deseo.
—Ya lo noto. —Ella
también habló con voz sorda y se le escapó un suspiro risueño. —Me sujeta usted
escandalosamente cerca, excelencia, y su entusiasmo es obvio.
—Preferiría estar más
cerca. —Con un movimiento teatral, Joseph la levantó en brazos y vio que tenía
las mejillas ruborizadas; no podía ser por el lento balanceo ni por los giros
que habían dado por la terraza. —Déjeme ver qué puedo hacer.
Recorrió las baldosas con
un par de zancadas y se abrió paso a través de las cristaleras entreabiertas al
agradable atardecer. La señora Sims estaba en el vestíbulo principal, y sorprendida
por su aparición, dirigió una mirada hacia _____.
—Excelencia... ¿hay algún
problema?
Ella emitió un ruidito
que él interpretó de azoramiento y él respondió con total serenidad:
—Todo está bien. La cena
ha sido soberbia. Dígaselo a la cocinera, por favor.
—Sí, por supuesto. —La
señora Sims consiguió borrar su expresión de leve extrañeza.
—Milady está cansada. Le
aconsejé que se retirara.
La pura verdad. Ella
podría dormir, después.
La angustia de _______
porque el ama de llaves había sido testigo del impetuoso arrebato de su amante
de llevarla escalera arriba se vio mitigada por una sensación excitante que
corrió por sus venas como el vino dulce. Su amante.
Al margen de cómo hubiera
ocurrido, al margen del poco tiempo que había pasado, el carismático Joseph
Jonas era su amante, aunque solo fuera durante una semana.
El grandilocuente gesto
que había culminado su cena romántica era parte de algo que _______ vivía como
una especie de sueño utópico. Que él la llevara en brazos hasta su dormitorio
era el colofón natural de un vals lento v seductor.
—No ha creído en absoluto
que yo esté simplemente cansada —murmuró al tiempo que apoyaba la cabeza en un
hombro enorme.
______ sabía que tenía
las mejillas vivamente sonrosadas, pero no estaba segura de hasta qué punto le
importaba eso. Joseph olía de un modo maravilloso y totalmente varonil, cuyos
embriagadores efectos le provocaron tirantez en los pezones y una cálida
pulsación entre las piernas.
—La opinión del ama de
llaves no me interesa, la verdad, aunque tengo la intención de recompensarla y
hacerle un par de observaciones acerca de cómo le agradecería que no hablara de
mi visita. —Joseph parecía sostenerla sin esfuerzo, hasta el punto de que su
respiración no se alteró en absoluto, ni siquiera cuando empezó a subir la
escalera con un ritmo atlético y acompasado.
Ella deseaba poder
compartir su indiferencia ante la opinión de los demás, pero la verdad era que
él estaba acostumbrado a que le criticaran constantemente. El esplendor de su
belleza morena, su gran fortuna y el elevado rango de su título le convertían
en objeto de interés por parte de todos. Si la alta sociedad supiera que ella
había participado en la infame apuesta, adquiriría tan mala fama como él, y
tenía que ser prudente para no llegar a esa situación.
No, se dijo ______
rápidamente cuando Joseph dio un puntapié con la bota para abrir la puerta de
la alcoba. Nadie lo averiguaría.
La depositó en la cama y
empezó a deshacerse la corbata con sus dedos ágiles.
—Necesito que se desnude.
No fueron unas palabras
pronunciadas con ternura, sino con una urgencia concluyente.
—¿Eso es una proposición
o una orden?
Era extraordinario cómo
habían cambiado las cosas en tan solo unos días. Si Edward le hubiera dicho
esas mismas palabras, ______ habría deseado salir corriendo de la habitación.
Con el duque diabólico, se sentó, se sacó los zapatos y se levantó
descaradamente las faldas para quitarse las medias. El observó con una mirada
centelleante todos sus movimientos, incluso cuando se apartó de los hombros la
finísima chaqueta.
—Aprisa —dijo Joseph en
voz baja.
Y de algún modo aquella
escueta palabra tuvo un efecto excitante. _____ sintió un breve fogonazo, cerró
los ojos, y después se levantó las faldas que se arrugaron alrededor de su
cintura. Separó las piernas con descaro.
—¿Así es suficientemente
rápido?
Joseph lanzó una
maldición en voz baja, inaudible; el sentimiento estaba bastante claro y no
necesitaba palabras. Se abrió los pantalones de un tirón.
—Es perfecto.
¿Por qué no estaba
asustada?
Porque él no le haría
daño. Lo sabía. El miedo era lo último que tenía en mente cuando él deslizó los
pantalones por sus esbeltas caderas y subió encima de ella. No iba a forzarla a
hacer nada que no deseara, y sin duda _______ deseaba esto en todos los
sentidos. Entró en ella con ímpetu y, aun en aquel momento de impaciente y
total necesidad, se detuvo en medio de la penetración carnal y preguntó con voz
áspera:
—¿Está bien?
—Le necesito. —Ella
sintió el calor que emanaba de aquel cuerpo poderoso a través de la tela de la
camisa de Joseph. Palpó los contornos de los músculos con los dedos separados y
apoyados en su pecho.
En respuesta a la
protesta de ______ ante su vacilación, Joseph se dejó llevar y se envolvió en
su interior, hasta el fondo, de modo que ella sintió toda la rigidez y el
tamaño de su deseo, el alcance de la excitación que le había provocado.
«Eso significa ser una
mujer.»
«Oh, Dios.»
Sus caderas se alzaron
obedeciendo una orden que ni siquiera sabía que había dado. El se deslizó hacia
atrás y después tomó impulso para poseerla otra vez, con tanta fuerza que ella
jadeó. Sensaciones delirantes saturaron sus sentidos, se apropiaron de su
cuerpo hambriento y ella se regodeó en ello, como si el ostentoso atractivo
carnal de Joseph fuera una droga. Bajo la fina capa de su camisa, sus músculos
eran rocas endurecidas por la tensión.
A pesar de sus
propósitos, ella había sentido miedo la primera noche que estuvieron juntos,
pero él se contuvo y la tranquilizó. La tarde que pasaron haciendo el amor en
aquel claro soleado, había estado un poco más suelta, menos cohibida por su
pasado, curiosa pero todavía cauta.
Ahora estaba... ansiosa.
Húmeda. Necesitada.
De él. De su generosidad
y de su hábil aportación de placer extático. Cada embestida traía consigo un
quejido sordo y revelador, y arqueó la espalda y respondió a su ímpetu, como si
el decadente hecho de no poder esperar a estar desnudos inflamara su deseo.
Se sentía lasciva. Era
maravilloso.
Joseph había hecho que
sintiera lascivia.
Y ella se regodeó en
ello.
Ambos incrementaron el
ritmo, el cuerpo de Joseph fluyó en su interior de un modo más frenético, más
salvaje, y ella se agarró a él con una urgencia creciente. Dejó caer la cabeza
hacia atrás mientras gemía de placer, y él susurraba algo que no pudo entender.
Entonces él llegó al clímax.
Ella notó cómo su cuerpo esbelto se tensaba, cómo los jadeos salían de su
pecho, cómo dejó caer de repente los párpados y se quedó completamente inmóvil,
salvo por una sucesión de intensos estremecimientos cuando se dejó llevar. Su
útero recibió una ráfaga tan enérgica y precipitada como la urgencia con que la
había llevado en volandas de la terraza y por la escalera.
El ardor de su
respiración le acarició la mejilla cuando, pasados unos instantes, Joseph soltó
una risita.
—Mis disculpas. Deme un
par de minutos y le prometo que me pongo a su altura. Por lo visto, los bailes
a la luz de la luna con preciosas damas de pelo castaño rojizo, excitan mis
pasiones a un nivel vergonzoso. No recuerdo que nunca me haya dado tanta prisa.
Aunque ______ dudaba de
que él se diera cuenta, la idea de haber hecho que el relajado, experimentado
y, ah, tan maligno duque de Rothay perdiera el control era estimulante,
embriagadora. Cerró los ojos para que él no viera el repentino brillo de sus
lágrimas. Eran de gozo; la punzante evidencia sensorial de que todos los
dolorosos golpes y escarnios que había experimentado a manos de su marido
estaban siendo borrados con cada caricia tierna, con cada sonrisa deslumbrante
y con cada beso salvaje y malicioso.
Deseó que esa semana no
terminara nunca.
Joseph se apartó y ella
dejó escapar un suspiro de decepción que a él no le costó interpretar. Su
sonrisa fue un fogonazo de dientes blancos. Se tumbó a su lado apoyado en un
codo con los pantalones desabrochados y el pelo negro ligeramente alborotado.
Era la imagen de una erótica y decadente promesa. Dibujó con el dedo un sendero
que descendió por la mejilla y recorrió el labio inferior de ______.
—No se preocupe. Estoy
decidido a redimirme en todos los sentidos de mi actual estado de humillación
masculina. Déjeme desnudarla y volveremos a empezar, mi querida ______.
A ella le gustó la idea
de ser «su querida».
Una leve sonrisa se
dibujó en sus labios. Medio desnuda y con las faldas todavía apelotonadas
alrededor de la cintura, se sentía indolente e insatisfecha, aunque dudaba que
eso durara mucho.
—No me ha decepcionado
todavía.
—Agradezco el voto de
confianza. —Le desabrochó el vestido con sus hábiles dedos y la tomó en sus
brazos. —Ya le dije que una mujer posee un gran control sobre un hombre, cuando
la desea como yo la deseo.
—Lástima que ello se deba
únicamente al desafío entre Manderville y usted.
Él se detuvo y se quedó
muy quieto. Ella, a su vez, se quedó horrorizada.
Lo había vuelto a hacer;
por segunda vez en una noche había dicho lo que pensaba. ¿Qué esperaba? ¿Una
declaración de afecto de un hombre que apenas la conocía? Puede que él hubiera
explorado cada milímetro de su cuerpo, pero unos pocos días en compañía mutua
difícilmente constituían una relación profunda, y había que tener en cuenta las
circunstancias inusuales en las que se encontraban.
Se le ruborizaron las
mejillas ante su propia audacia e inoportuna habilidad para hacer una
afirmación equivocada en el momento equivocado. Esa era la razón por la que
solía quedarse tan callada, tan tensa y contenida en las conversaciones en
público. Era capaz, como acababa de demostrar, de soltar algo embarazoso.
Por suerte, él era mucho
más experto en la complejidad de las relaciones ocasionales que pueden darse entre
hombres y mujeres y encogió los hombros, como si no supiera las implicaciones
del inoportuno comentario de _______. Liberó con suavidad el último botón de su
vestido y sonrió de aquel modo triste.
—Esa apuesta infernal nos
ha unido, así que no voy a lamentarlo. En este momento usted está aquí —le bajó
el vestido con delicadeza y aparecieron sus pechos tirantes bajo la leve
camisola —y muy disponible en un sentido carnal.
La besó mientras seguía
despojándola sin prisas de la ropa. Con besos suaves, pausados, tentadores, que
seducían y cautivaban y daban prueba de su bien merecida reputación. En las
horas siguientes hizo algo más que compensar su pequeño traspié sexual. Hizo
que ella experimentara una y otra vez el cénit orgásmico, desinteresadamente, y
demostró que su resistencia legendaria no era un mito, sino algo basado en
hechos comprobables.
Más tarde, saciada, adormecida
y pegada a él, ______ sopesó el futuro con una sensación de fatalidad. Para
ella era fácil sentirse deseada cuando estaba acurrucada en brazos de Joseph,
cuya estilizada presencia simbolizaba un cambio monumental en su vida.
Tenía que preguntarse si
a pesar de que quizá estaba curada de su atroz inseguridad, no estaba también
condenada. Debido a su inexperiencia, había aceptado ingenuamente que podía
hacer caso omiso de la intimidad del acto sexual. Al fin y al cabo, tanto
Joseph como Nicholas Drake tenían fama de ser capaces de seducir y abandonar
sin problemas, con el placer transitorio como único objetivo.
¿Y si ella no podía ser tan
desapegada?
Joseph se había quedado
dormido a su lado; su pecho se alzaba con el ritmo estable de su respiración
acompasada. _____ observó cómo la brisa nocturna levantaba ligeramente las
cortinas y se dio cuenta de que él era el problema. Ya que todo eso, todo él...
era tan nuevo, tan extraordinario, que se le hacía difícil filtrar la realidad
de la fantasía.
Él hablaba con ella.
Aquello era más irresistible que su indudable habilidad para excitar su cuerpo.
Si desde el principio se hubiera limitado a hacer lo que ella esperaba,
reteniéndola en el dormitorio durante toda la semana, tal vez no se sentiría
tan inquieta. En lugar de eso había sido considerado, gentil, y atento en todos
los sentidos.
______ tenía el punzante
temor de que ahora no podría alejarse de él con facilidad.
Joseph cambió de postura
y aun estando profundamente dormido la abrazó más fuerte, como si hubiera hecho
lo mismo miles de veces con otras amantes.
Probablemente lo había
hecho miles de veces. No debería preocuparse por eso.
Pero lo hizo.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 13
Annabel se dio la vuelta,
sumisa. La tela de su elaborado vestido de novia cayó a su alrededor en forma
de pliegues con agujas por todas partes, mientras la costurera se arrodillaba
en el suelo y daba vueltas al dobladillo. Margaret observaba con mirada crítica
y de vez en cuando hacía algún comentario.
Annabel se preguntó si
era evidente lo abstraída e indiferente que se mostraba ante algo que debería
ser muy importante para ella.
Confiaba en que no, pero
temía llevar la verdad escrita en la cara.
Aquel temor se vio
confirmado cuando una hora después abandonaron el establecimiento de la modista
y se dirigieron a casa. Margaret Drake aún era una mujer encantadora, con una
suave cabellera castaña que empezaba a encanecer de un modo elegante, y unas
pequeñas arruguitas en la piel, que no desmerecían su agraciada estructura
ósea, ni sus ojos bonitos y vivaces. Se acomodó en el asiento del carruaje
frente a Annabel y fue directa al grano.
—¿Pasa algo malo?
«¿Pasa algo bueno?»
Annabel intentó mostrar
una expresión neutra.
—No sé a qué te refieres
exactamente.
—Queridísima niña,
pareces cansada, apática casi y apenas comes. Ahora mismo, mientras te probabas
tu vestido de novia, nada menos, apenas has opinado, ni siquiera cuando te
preguntaban directamente.
Era todo cierto, y puesto
que Margaret era como una madre para ella, a Annabel le resultó difícil no
confesar lo que le preocupaba de verdad. Pero no podía. Si lo decía en voz alta
tendría que planteárselo realmente y eso era imposible.
—Nunca imaginé que
planear una boda fuera tan... absorbente —explicó con una sincera punzada de
culpa. No era del todo falso (de hecho, los detalles de la boda resultaban
abrumadores), pero esa tampoco era la verdad acerca de su ensimismamiento.
Margaret ladeó un poco la
cabeza y la examinó con los ojos algo entornados.
—Lord Hyatt dijo que
aceptaría el tipo de celebración que tú desearas. No hace falta que sea una
gran boda si prefieres algo más tranquilo.
Eso también era parte del
problema. Alfred era un hombre muy dócil y bueno. No como otro que ella
conocía, cierto conde que por fuera parecía extraordinariamente cortés y
absolutamente encantador, pero que debajo de aquella atractiva fachada era
egoísta e insensible.
—Yo quiero una gran
ceremonia. —Sus palabras sonaron demasiado cortantes y Annabel rectificó el
tono con cierto esfuerzo. —A lo que me refiero es que el matrimonio es un paso
importante, y yo deseo compartir mi felicidad con mis amigos y, por supuesto,
con mi familia.
Margaret enarcó las
cejas.
—Muy bien, pues entonces
deberías mostrar más entusiasmo por los detalles. Y sí, el vestido de novia
forma parte de esos detalles.
Ella se mordió el labio y
luego suspiró.
—Siento mucho no haber
sido una compañía agradable esta tarde.
—Mi querida niña, yo no
te riño, solo estoy preocupada. Si te arrepientes del compromiso ahora es el
momento de...
—No. —Annabel la
interrumpió de inmediato. —No me arrepiento de nada.
Qué forma más terrible de
mentir a alguien que amaba.
Hubo una prolongada pausa
durante la cual solo se oyó el traqueteo de las ruedas sobre la calle y el
grito de algún vendedor ocasional pregonando sus mercancías en una esquina.
Luego Margaret asintió y se irguió en el asiento con expresión seria.
—Si estás segura de que
deseas seguir adelante con esto, ya sabes que yo haré todo lo posible para que
sea un acontecimiento maravilloso que siempre recordarás.
Lo haría; Annabel nunca
dudó de ello y se sintió doblemente culpable por ser embustera.
—Alfred es amable,
generoso y gentil. Es más, de hecho es posible que sea fiel, algo en lo que la
mayoría de las esposas no pueden confiar. ¿Por qué no iba a querer seguir
adelante con esto?
—¿Me estás haciendo una
pregunta, de verdad? Si es así, ve con cuidado. Podría respondértela.
Entonces le tocó a Annabel
entornar los ojos y fijar la mirada.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que estoy
preocupada por ti. Pienso que por alguna razón, en realidad este matrimonio
inminente no te hace feliz, por mucho que finjas lo contrario. Incluso Thomas
ha comentado algo y, querida mía, cuando un hombre se da cuenta y hace
observaciones sobre lo que siente una mujer, es que es algo muy obvio. Ellos no
son las criaturas más observadoras del mundo.
No estaría tan nerviosa,
tan abiertamente infeliz, si Nicholas no apareciera de repente en todas partes
adónde iba. Durante el año anterior apenas le había visto, pero en los últimos
cinco días había venido a cenar tres veces y dos a tomar el té, e incluso se
presentó en una audición ofrecida por la hija de una de las amigas de Margaret.
Toda la sala se asombró ante aquel comportamiento sin precedentes, y la pobre
jovencita se ruborizó tanto por la asistencia del infame aristócrata, que
interpretó a Bach y Mozart de un modo tan aturullado que hubiera hecho
estremecer a ambos compositores. Annabel lo había soportado apretando los
dientes y no fueron las notas discordantes lo que le molestó, sino la magnética
presencia de Nicholas en una reunión tan íntima. Las mujeres le dedicaron
inconfundibles miradas de codicia.
Con un elegante traje de
noche y el cabello rubio brillando bajo la luz de los candelabros, él se sentó
a escuchar con una expresión inescrutable en la cara y aparentemente ajeno a la
incredulidad que provocó su asistencia en todos los de la sala.
Nadie estaba tan sorprendido
e incómodo como Annabel, que temió que incluso Alfred se diera cuenta.
La ausencia de Nicholas
en su vida lo hacía todo más fácil, pero su súbita reaparición perturbaba su
mundo.
Perturbaba su propósito
de olvidarle y ella se despreciaba a sí misma, y aún más a él, por provocarle
la más mínima duda.
En parte era por aquella
maldita carta que él le había escrito. La dejó en un cajón cerrado en el fondo
del armario, con el contenido intacto, como prueba de su indiferencia.
Pero todos los días, sin
falta, ella se preguntaba qué diría y estaba más tentada que nunca de abrirla y
leerla.
—Seguro que tengo derecho
a estar un poco nerviosa por la boda.
—Se alisó la falda con
una mano, intentando no parecer indiferente. —Estoy convencida de que la
mayoría de las novias tienen ciertas dudas de vez en cuando.
—Es probable, lo
reconozco, mientras solo sea eso. Nosotros deseamos tanto que seas feliz...
¿Feliz? ¿Cuándo fue la
última vez que se sintió feliz?
El carruaje dobló una
esquina y, cuando el vehículo se balanceó, Annabel se agarró a la correa para
mantener el equilibrio. Una imagen espontánea e indeseada acudió a su mente.
Una preciosa y cálida tarde de verano, la silenciosa biblioteca de Manderville
Hall, que para ella era casi como un refugio privado, y un beso mágico.
Nicholas, tan irresistiblemente atractivo con su pelo castaño algo revuelto, y
una mirada de sus ojos celestes que Annabel no había visto nunca, dirigida a
ella, bajando los ojos e inclinando la cabeza con una intención
inconfundible...
Y después la caricia de
su boca sobre los labios. Suave, tierna, tomando y dando, hasta robarle el aire
de los pulmones.
Pero entonces irrumpió
otro recuerdo, y era del mismo hombre que la había tomado con tanto cariño en
sus brazos, abrazando a otra mujer.
Annabel los borró ambos
con una voluntad implacable y le dijo a Margaret:
—Soy feliz.
Su madre putativa se
limitó a mirarla un segundo y después murmuró:
—Si tú lo dices, yo te
creo.
La calle estaba repleta a
última hora de la tarde y Nicholas salió de su tienda de tabaco favorita de
Bond Street y prácticamente topó con uno de los transeúntes que pasaban junto a
la puerta.
—Perdone —murmuró.
—Manderville. Qué
agradable chocar con usted. No en un sentido literal, por supuesto.
—El hombre acompañó aquel
comentario supuestamente frívolo con una mueca en los labios.
Dios santo, pensó
Nicholas con sarcasmo al verle. Maldita sea, de toda la gente de la maldita
ciudad, ¿por qué tenía que ser el hombre a quien menos deseaba ver, quien
prácticamente le había arrojado a la acera de un empujón?
—Sí, desde luego.
Alfred Hyatt también
llevaba un paquete.
—Acabo de salir de la
tienda de guantes. Hacer recados es muy aburrido, pero supongo que hay que
hacerlo de vez en cuando.
—Es inevitable. —Nicholas
le dio la razón con adusta corrección. —Bien, me parece que yo...
—¿Quiere tomar una copa
conmigo? Hay una pequeña taberna al final de la calle donde sirven un whisky
decente. —Cordial y cosmopolita, el prometido de Annabel le miró expectante.
El gentío iba y venía,
los carruajes traqueteaban al pasar y quizá fue el ruido y el aturdimiento, o
quizá simplemente estaba atontado en ese momento, porque ante la irónica
ocurrencia de beber en amigable compañía con su rival, Nicholas no fue capaz de
pensar en una excusa inmediata sin parecer maleducado.
¡Al infierno!
Probablemente, Hyatt ni siquiera sabía que ellos eran rivales.
—Un whisky me parece de
lo más apropiado —musitó, y en eso no mintió. Tal vez se bebería toda la
botella, pensó cuando se pusieron en marcha.
Resultó que la taberna
estaba repleta, entre los parroquianos había una mezcla de hombres bien
vestidos, tenderos y comerciantes. Ellos consiguieron encontrar un rincón
tranquilo, se sentaron, y una eficiente camarera con acento irlandés se
apresuró a servirles.
Hyatt sonrió con su
amabilidad habitual desde el otro extremo de aquella mesa desvencijada. Todo lo
relacionado con ese hombre, al infierno con él, era agradable. Apuesto en un
sentido discreto, vestía con estilo pero sin artificiosidad y su actitud no era
afectada ni fatua, de manera que los hombres le apreciaban y obviamente, si
Annabel había aceptado casarse con ese bastardo, también atraía a las mujeres.
Demonios.
—De hecho, es una suerte
que nos hayamos visto hoy —dijo Hyatt, con las manos entrelazadas sobre la mesa
mientras esperaban las bebidas. —He estado pensando en pedirle opinión sobre un
asunto de cierta importancia para mí.
Eso no era lo que
Nicholas esperaba oír. Arqueó una ceja.
—¿Ah?
—En un terreno en el que,
en cierto modo, es usted más experto que yo. —Hyatt soltó una carcajada de
autocompasión. —¿He dicho «en cierto modo»? Debería haber eliminado eso de mi
primera frase. Digamos que estoy razonablemente seguro, por varias razones, de
que será capaz de ayudarme con este dilema.
—¿Qué dilema?
—Bien... tiene que ver
con las mujeres, naturalmente. Digamos que supongo que a lo largo de sus...
esto... numerosas relaciones pasadas, ha averiguado lo que les complace en
cuestión de regalos. Sumando eso al simple hecho de que usted conoce bien a
Annabel, me preguntaba si podría orientarme sobre qué debo comprarle como
regalo de boda.
Nicholas se quedó
mirándolo, preguntándose qué pecado habría cometido para que el destino le
castigara con que precisamente el hombre que estaba prometido con la mujer que
amaba, le pidiera consejo sobre qué le gustaría a ella para celebrar su enlace.
Repasó su vida hasta el momento y decidió que no se le ocurría nada, ni
siquiera de sus momentos menos angelicales, que fuera tan malo como para
justificar esa tortura en particular.
Al ver que no respondía
inmediatamente, Hyatt añadió:
—Estoy muy perdido, pero
quiero hacerlo bien, como estoy seguro que comprenderá.
¿Dónde demonios está ese
whisky?
Nicholas carraspeó.
—Estoy convencido de que
lo que uno le compra a su amante y lo que le compra a su esposa son cosas
distintas. Dudo que yo pueda serle de mucha ayuda. Annabel no es tan vanidosa
como para codiciar joyas o perfumes caros, me temo.
—Lo ve, usted la conoce
—señaló Hyatt con innegable exactitud. —Con esto ya me ayuda. Continúe.
La camarera llegó con las
bebidas como un regalo del cielo. Nicholas la habría besado, aunque tenía la
piel picada de viruela y probablemente veinte años más que él. Levantó el vaso,
dio un trago tan largo que estuvo a punto de atragantarse y aceptó con gusto
que le abrasara al bajar.
Cuanto más rápido se lo
terminara, más pronto podría dar una excusa verosímil e irse.
—La conocía mejor cuando
era niña —dijo, lo cual no era la verdad exactamente pero se le acercaba
bastante. Aquella chiquilla abierta e inquisitiva había dado paso a una mujer,
con sueños de adulta y capacidad para seducir y fascinar. Si él hubiera
comprendido esa transformación un poco mejor, quizá no lo habría estropeado
todo. —En realidad no hablamos muy a menudo.
—Sí, ya me he dado cuenta
de eso. —Hyatt bebió un buen sorbo de su vaso.
Por primera vez, Nicholas
captó una expresión vigilante en los ojos de aquel hombre.
Tal vez habría que
reconsiderar la situación, pensó sobresaltado.
El tío Thomas dijo que le
había parecido que lord Hyatt había notado el comportamiento de Annabel en la
fiesta de compromiso. Quizá aquel hombre también era perspicaz en otros
sentidos. Thomas había adivinado lo que le pasaba a Nicholas. Quizá Hyatt
también le veía como un rival.
—No nos vemos muy a
menudo —dijo Nicholas con toda la tranquilidad que le fue posible.
—Ella me lo comentó una
vez. —Hyatt se recostó un poco en la silla con la mirada penetrante y la
expresión firme, si bien no abiertamente hostil. —He de decir que se pone
bastante tensa cuando se menciona su nombre.
Maravilloso. Ellos habían
hablado sobre él. Aunque Nicholas dudaba que Annabel hubiera dicho algo acerca
del beso, estaba convencido de que habría sido poco elogiosa por lo demás. No
estaba seguro de cómo justificar esos escarnios, pero hizo todo lo que pudo.
—Creo que en cuanto fue
lo suficientemente mayor para comprender todos los comentarios, decidió que yo
era bastante menos heroico de lo que pensaba cuando era más pequeña. —Dio otro
buen trago del vaso. —Tiene toda la razón, por supuesto.
—Ya —dijo Hyatt con
aparente indiferencia. —¿Quién sabe cuál será la reacción de una mujer ante las
cosas?
Era difícil saber cómo
responder, por lo que Nicholas declinó hacerlo. En lugar de eso apuró la bebida
y dejó el vaso en la mesa con un golpe seco.
—Lo siento, pero no puedo
ofrecerle una idea brillante para un regalo.
—No es necesario
disculparse. —Hyatt hizo un gesto de indiferencia con la mano, pero sin alterar
el atento escrutinio de su mirada. —En cualquier caso ha sido una charla
agradable. Al fin y al cabo, pronto formaremos parte de la misma familia y nos
veremos con frecuencia.
Y Nicholas no sabía cómo
demonios iba a soportar eso. Peor que las imágenes de su señoría y Annabel
juntos en la cama, era imaginarla embarazada del hijo de otro hombre, y aquello
le producía un desgarro que nunca creyó posible.
—Por supuesto —Hyatt
siguió con el mismo afable tono de conversación, que apenas se dejaba oír por
encima de la ruidosa clientela, —que después de la boda he pensando en
llevármela al extranjero una temporada, a Italia tal vez. ¿Cree que lo
disfrutará?
No. De ninguna manera;
Nicholas no iba a hablar con Hyatt del viaje de novios. La palabra «disfrutar»
en concreto le irritaba los nervios. Se puso de pie y consiguió fingir una
sonrisa.
—Estoy convencido de que
sí. A Annabel siempre le ha atraído la aventura. Ahora si me disculpa...
—¿Esa atracción por la
aventura la ha llevado alguna vez hasta usted, Manderville?
Nicholas se quedó
inmóvil. Entornó los ojos.
—¿Disculpe?
—Cualquiera que no esté
ciego se haría esa pregunta. Yo —añadió Hyatt sucintamente —no lo estoy. A ella
le afecta su presencia. Supongo que a la mayoría de las mujeres les pasa, de
modo que quizá no sea algo inusual. Pero tal vez significa algo.
Ese era el momento en el
que Nicholas debía ser capaz de declarar que él nunca la había tocado. Pero la
había tocado, la había probado, y aunque un único beso difícilmente la
comprometía, él seguía sin estar libre de culpa.
Miró a aquel hombre a los
ojos y dijo con sequedad:
—Esté tranquilo, su honor
está intacto. Gracias por la copa.
Dio media vuelta y salió
de la taberna con un leve sudor en la frente, abriéndose camino a empujones
entre los clientes que pululaban.
Una vez en el exterior,
bajó la calle decidido e indignado y debió de demostrarlo, porque la gente se
apartó a su paso.
Así que lord Hyatt tenía
sus dudas, ¿verdad?
¿Eso era buena o mala
señal? Annabel podía odiarle aún más si era causa de controversia entre ella y
su futuro marido. Pero Hyatt se había referido al comportamiento de ella, no al
suyo.
Necesitaba hablar con
Annabel.
Eso estaba fuera de duda.
Annabel se dio la vuelta,
sumisa. La tela de su elaborado vestido de novia cayó a su alrededor en forma
de pliegues con agujas por todas partes, mientras la costurera se arrodillaba
en el suelo y daba vueltas al dobladillo. Margaret observaba con mirada crítica
y de vez en cuando hacía algún comentario.
Annabel se preguntó si
era evidente lo abstraída e indiferente que se mostraba ante algo que debería
ser muy importante para ella.
Confiaba en que no, pero
temía llevar la verdad escrita en la cara.
Aquel temor se vio
confirmado cuando una hora después abandonaron el establecimiento de la modista
y se dirigieron a casa. Margaret Drake aún era una mujer encantadora, con una
suave cabellera castaña que empezaba a encanecer de un modo elegante, y unas
pequeñas arruguitas en la piel, que no desmerecían su agraciada estructura
ósea, ni sus ojos bonitos y vivaces. Se acomodó en el asiento del carruaje
frente a Annabel y fue directa al grano.
—¿Pasa algo malo?
«¿Pasa algo bueno?»
Annabel intentó mostrar
una expresión neutra.
—No sé a qué te refieres
exactamente.
—Queridísima niña,
pareces cansada, apática casi y apenas comes. Ahora mismo, mientras te probabas
tu vestido de novia, nada menos, apenas has opinado, ni siquiera cuando te
preguntaban directamente.
Era todo cierto, y puesto
que Margaret era como una madre para ella, a Annabel le resultó difícil no
confesar lo que le preocupaba de verdad. Pero no podía. Si lo decía en voz alta
tendría que planteárselo realmente y eso era imposible.
—Nunca imaginé que
planear una boda fuera tan... absorbente —explicó con una sincera punzada de
culpa. No era del todo falso (de hecho, los detalles de la boda resultaban
abrumadores), pero esa tampoco era la verdad acerca de su ensimismamiento.
Margaret ladeó un poco la
cabeza y la examinó con los ojos algo entornados.
—Lord Hyatt dijo que
aceptaría el tipo de celebración que tú desearas. No hace falta que sea una
gran boda si prefieres algo más tranquilo.
Eso también era parte del
problema. Alfred era un hombre muy dócil y bueno. No como otro que ella
conocía, cierto conde que por fuera parecía extraordinariamente cortés y
absolutamente encantador, pero que debajo de aquella atractiva fachada era
egoísta e insensible.
—Yo quiero una gran
ceremonia. —Sus palabras sonaron demasiado cortantes y Annabel rectificó el
tono con cierto esfuerzo. —A lo que me refiero es que el matrimonio es un paso
importante, y yo deseo compartir mi felicidad con mis amigos y, por supuesto,
con mi familia.
Margaret enarcó las
cejas.
—Muy bien, pues entonces
deberías mostrar más entusiasmo por los detalles. Y sí, el vestido de novia
forma parte de esos detalles.
Ella se mordió el labio y
luego suspiró.
—Siento mucho no haber
sido una compañía agradable esta tarde.
—Mi querida niña, yo no
te riño, solo estoy preocupada. Si te arrepientes del compromiso ahora es el
momento de...
—No. —Annabel la
interrumpió de inmediato. —No me arrepiento de nada.
Qué forma más terrible de
mentir a alguien que amaba.
Hubo una prolongada pausa
durante la cual solo se oyó el traqueteo de las ruedas sobre la calle y el
grito de algún vendedor ocasional pregonando sus mercancías en una esquina.
Luego Margaret asintió y se irguió en el asiento con expresión seria.
—Si estás segura de que
deseas seguir adelante con esto, ya sabes que yo haré todo lo posible para que
sea un acontecimiento maravilloso que siempre recordarás.
Lo haría; Annabel nunca
dudó de ello y se sintió doblemente culpable por ser embustera.
—Alfred es amable,
generoso y gentil. Es más, de hecho es posible que sea fiel, algo en lo que la
mayoría de las esposas no pueden confiar. ¿Por qué no iba a querer seguir
adelante con esto?
—¿Me estás haciendo una
pregunta, de verdad? Si es así, ve con cuidado. Podría respondértela.
Entonces le tocó a Annabel
entornar los ojos y fijar la mirada.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que estoy
preocupada por ti. Pienso que por alguna razón, en realidad este matrimonio
inminente no te hace feliz, por mucho que finjas lo contrario. Incluso Thomas
ha comentado algo y, querida mía, cuando un hombre se da cuenta y hace
observaciones sobre lo que siente una mujer, es que es algo muy obvio. Ellos no
son las criaturas más observadoras del mundo.
No estaría tan nerviosa,
tan abiertamente infeliz, si Nicholas no apareciera de repente en todas partes
adónde iba. Durante el año anterior apenas le había visto, pero en los últimos
cinco días había venido a cenar tres veces y dos a tomar el té, e incluso se
presentó en una audición ofrecida por la hija de una de las amigas de Margaret.
Toda la sala se asombró ante aquel comportamiento sin precedentes, y la pobre
jovencita se ruborizó tanto por la asistencia del infame aristócrata, que
interpretó a Bach y Mozart de un modo tan aturullado que hubiera hecho
estremecer a ambos compositores. Annabel lo había soportado apretando los
dientes y no fueron las notas discordantes lo que le molestó, sino la magnética
presencia de Nicholas en una reunión tan íntima. Las mujeres le dedicaron
inconfundibles miradas de codicia.
Con un elegante traje de
noche y el cabello rubio brillando bajo la luz de los candelabros, él se sentó
a escuchar con una expresión inescrutable en la cara y aparentemente ajeno a la
incredulidad que provocó su asistencia en todos los de la sala.
Nadie estaba tan sorprendido
e incómodo como Annabel, que temió que incluso Alfred se diera cuenta.
La ausencia de Nicholas
en su vida lo hacía todo más fácil, pero su súbita reaparición perturbaba su
mundo.
Perturbaba su propósito
de olvidarle y ella se despreciaba a sí misma, y aún más a él, por provocarle
la más mínima duda.
En parte era por aquella
maldita carta que él le había escrito. La dejó en un cajón cerrado en el fondo
del armario, con el contenido intacto, como prueba de su indiferencia.
Pero todos los días, sin
falta, ella se preguntaba qué diría y estaba más tentada que nunca de abrirla y
leerla.
—Seguro que tengo derecho
a estar un poco nerviosa por la boda.
—Se alisó la falda con
una mano, intentando no parecer indiferente. —Estoy convencida de que la
mayoría de las novias tienen ciertas dudas de vez en cuando.
—Es probable, lo
reconozco, mientras solo sea eso. Nosotros deseamos tanto que seas feliz...
¿Feliz? ¿Cuándo fue la
última vez que se sintió feliz?
El carruaje dobló una
esquina y, cuando el vehículo se balanceó, Annabel se agarró a la correa para
mantener el equilibrio. Una imagen espontánea e indeseada acudió a su mente.
Una preciosa y cálida tarde de verano, la silenciosa biblioteca de Manderville
Hall, que para ella era casi como un refugio privado, y un beso mágico.
Nicholas, tan irresistiblemente atractivo con su pelo castaño algo revuelto, y
una mirada de sus ojos celestes que Annabel no había visto nunca, dirigida a
ella, bajando los ojos e inclinando la cabeza con una intención
inconfundible...
Y después la caricia de
su boca sobre los labios. Suave, tierna, tomando y dando, hasta robarle el aire
de los pulmones.
Pero entonces irrumpió
otro recuerdo, y era del mismo hombre que la había tomado con tanto cariño en
sus brazos, abrazando a otra mujer.
Annabel los borró ambos
con una voluntad implacable y le dijo a Margaret:
—Soy feliz.
Su madre putativa se
limitó a mirarla un segundo y después murmuró:
—Si tú lo dices, yo te
creo.
La calle estaba repleta a
última hora de la tarde y Nicholas salió de su tienda de tabaco favorita de
Bond Street y prácticamente topó con uno de los transeúntes que pasaban junto a
la puerta.
—Perdone —murmuró.
—Manderville. Qué
agradable chocar con usted. No en un sentido literal, por supuesto.
—El hombre acompañó aquel
comentario supuestamente frívolo con una mueca en los labios.
Dios santo, pensó
Nicholas con sarcasmo al verle. Maldita sea, de toda la gente de la maldita
ciudad, ¿por qué tenía que ser el hombre a quien menos deseaba ver, quien
prácticamente le había arrojado a la acera de un empujón?
—Sí, desde luego.
Alfred Hyatt también
llevaba un paquete.
—Acabo de salir de la
tienda de guantes. Hacer recados es muy aburrido, pero supongo que hay que
hacerlo de vez en cuando.
—Es inevitable. —Nicholas
le dio la razón con adusta corrección. —Bien, me parece que yo...
—¿Quiere tomar una copa
conmigo? Hay una pequeña taberna al final de la calle donde sirven un whisky
decente. —Cordial y cosmopolita, el prometido de Annabel le miró expectante.
El gentío iba y venía,
los carruajes traqueteaban al pasar y quizá fue el ruido y el aturdimiento, o
quizá simplemente estaba atontado en ese momento, porque ante la irónica
ocurrencia de beber en amigable compañía con su rival, Nicholas no fue capaz de
pensar en una excusa inmediata sin parecer maleducado.
¡Al infierno!
Probablemente, Hyatt ni siquiera sabía que ellos eran rivales.
—Un whisky me parece de
lo más apropiado —musitó, y en eso no mintió. Tal vez se bebería toda la
botella, pensó cuando se pusieron en marcha.
Resultó que la taberna
estaba repleta, entre los parroquianos había una mezcla de hombres bien
vestidos, tenderos y comerciantes. Ellos consiguieron encontrar un rincón
tranquilo, se sentaron, y una eficiente camarera con acento irlandés se
apresuró a servirles.
Hyatt sonrió con su
amabilidad habitual desde el otro extremo de aquella mesa desvencijada. Todo lo
relacionado con ese hombre, al infierno con él, era agradable. Apuesto en un
sentido discreto, vestía con estilo pero sin artificiosidad y su actitud no era
afectada ni fatua, de manera que los hombres le apreciaban y obviamente, si
Annabel había aceptado casarse con ese bastardo, también atraía a las mujeres.
Demonios.
—De hecho, es una suerte
que nos hayamos visto hoy —dijo Hyatt, con las manos entrelazadas sobre la mesa
mientras esperaban las bebidas. —He estado pensando en pedirle opinión sobre un
asunto de cierta importancia para mí.
Eso no era lo que
Nicholas esperaba oír. Arqueó una ceja.
—¿Ah?
—En un terreno en el que,
en cierto modo, es usted más experto que yo. —Hyatt soltó una carcajada de
autocompasión. —¿He dicho «en cierto modo»? Debería haber eliminado eso de mi
primera frase. Digamos que estoy razonablemente seguro, por varias razones, de
que será capaz de ayudarme con este dilema.
—¿Qué dilema?
—Bien... tiene que ver
con las mujeres, naturalmente. Digamos que supongo que a lo largo de sus...
esto... numerosas relaciones pasadas, ha averiguado lo que les complace en
cuestión de regalos. Sumando eso al simple hecho de que usted conoce bien a
Annabel, me preguntaba si podría orientarme sobre qué debo comprarle como
regalo de boda.
Nicholas se quedó
mirándolo, preguntándose qué pecado habría cometido para que el destino le
castigara con que precisamente el hombre que estaba prometido con la mujer que
amaba, le pidiera consejo sobre qué le gustaría a ella para celebrar su enlace.
Repasó su vida hasta el momento y decidió que no se le ocurría nada, ni
siquiera de sus momentos menos angelicales, que fuera tan malo como para
justificar esa tortura en particular.
Al ver que no respondía
inmediatamente, Hyatt añadió:
—Estoy muy perdido, pero
quiero hacerlo bien, como estoy seguro que comprenderá.
¿Dónde demonios está ese
whisky?
Nicholas carraspeó.
—Estoy convencido de que
lo que uno le compra a su amante y lo que le compra a su esposa son cosas
distintas. Dudo que yo pueda serle de mucha ayuda. Annabel no es tan vanidosa
como para codiciar joyas o perfumes caros, me temo.
—Lo ve, usted la conoce
—señaló Hyatt con innegable exactitud. —Con esto ya me ayuda. Continúe.
La camarera llegó con las
bebidas como un regalo del cielo. Nicholas la habría besado, aunque tenía la
piel picada de viruela y probablemente veinte años más que él. Levantó el vaso,
dio un trago tan largo que estuvo a punto de atragantarse y aceptó con gusto
que le abrasara al bajar.
Cuanto más rápido se lo
terminara, más pronto podría dar una excusa verosímil e irse.
—La conocía mejor cuando
era niña —dijo, lo cual no era la verdad exactamente pero se le acercaba
bastante. Aquella chiquilla abierta e inquisitiva había dado paso a una mujer,
con sueños de adulta y capacidad para seducir y fascinar. Si él hubiera
comprendido esa transformación un poco mejor, quizá no lo habría estropeado
todo. —En realidad no hablamos muy a menudo.
—Sí, ya me he dado cuenta
de eso. —Hyatt bebió un buen sorbo de su vaso.
Por primera vez, Nicholas
captó una expresión vigilante en los ojos de aquel hombre.
Tal vez habría que
reconsiderar la situación, pensó sobresaltado.
El tío Thomas dijo que le
había parecido que lord Hyatt había notado el comportamiento de Annabel en la
fiesta de compromiso. Quizá aquel hombre también era perspicaz en otros
sentidos. Thomas había adivinado lo que le pasaba a Nicholas. Quizá Hyatt
también le veía como un rival.
—No nos vemos muy a
menudo —dijo Nicholas con toda la tranquilidad que le fue posible.
—Ella me lo comentó una
vez. —Hyatt se recostó un poco en la silla con la mirada penetrante y la
expresión firme, si bien no abiertamente hostil. —He de decir que se pone
bastante tensa cuando se menciona su nombre.
Maravilloso. Ellos habían
hablado sobre él. Aunque Nicholas dudaba que Annabel hubiera dicho algo acerca
del beso, estaba convencido de que habría sido poco elogiosa por lo demás. No
estaba seguro de cómo justificar esos escarnios, pero hizo todo lo que pudo.
—Creo que en cuanto fue
lo suficientemente mayor para comprender todos los comentarios, decidió que yo
era bastante menos heroico de lo que pensaba cuando era más pequeña. —Dio otro
buen trago del vaso. —Tiene toda la razón, por supuesto.
—Ya —dijo Hyatt con
aparente indiferencia. —¿Quién sabe cuál será la reacción de una mujer ante las
cosas?
Era difícil saber cómo
responder, por lo que Nicholas declinó hacerlo. En lugar de eso apuró la bebida
y dejó el vaso en la mesa con un golpe seco.
—Lo siento, pero no puedo
ofrecerle una idea brillante para un regalo.
—No es necesario
disculparse. —Hyatt hizo un gesto de indiferencia con la mano, pero sin alterar
el atento escrutinio de su mirada. —En cualquier caso ha sido una charla
agradable. Al fin y al cabo, pronto formaremos parte de la misma familia y nos
veremos con frecuencia.
Y Nicholas no sabía cómo
demonios iba a soportar eso. Peor que las imágenes de su señoría y Annabel
juntos en la cama, era imaginarla embarazada del hijo de otro hombre, y aquello
le producía un desgarro que nunca creyó posible.
—Por supuesto —Hyatt
siguió con el mismo afable tono de conversación, que apenas se dejaba oír por
encima de la ruidosa clientela, —que después de la boda he pensando en
llevármela al extranjero una temporada, a Italia tal vez. ¿Cree que lo
disfrutará?
No. De ninguna manera;
Nicholas no iba a hablar con Hyatt del viaje de novios. La palabra «disfrutar»
en concreto le irritaba los nervios. Se puso de pie y consiguió fingir una
sonrisa.
—Estoy convencido de que
sí. A Annabel siempre le ha atraído la aventura. Ahora si me disculpa...
—¿Esa atracción por la
aventura la ha llevado alguna vez hasta usted, Manderville?
Nicholas se quedó
inmóvil. Entornó los ojos.
—¿Disculpe?
—Cualquiera que no esté
ciego se haría esa pregunta. Yo —añadió Hyatt sucintamente —no lo estoy. A ella
le afecta su presencia. Supongo que a la mayoría de las mujeres les pasa, de
modo que quizá no sea algo inusual. Pero tal vez significa algo.
Ese era el momento en el
que Nicholas debía ser capaz de declarar que él nunca la había tocado. Pero la
había tocado, la había probado, y aunque un único beso difícilmente la
comprometía, él seguía sin estar libre de culpa.
Miró a aquel hombre a los
ojos y dijo con sequedad:
—Esté tranquilo, su honor
está intacto. Gracias por la copa.
Dio media vuelta y salió
de la taberna con un leve sudor en la frente, abriéndose camino a empujones
entre los clientes que pululaban.
Una vez en el exterior,
bajó la calle decidido e indignado y debió de demostrarlo, porque la gente se
apartó a su paso.
Así que lord Hyatt tenía
sus dudas, ¿verdad?
¿Eso era buena o mala
señal? Annabel podía odiarle aún más si era causa de controversia entre ella y
su futuro marido. Pero Hyatt se había referido al comportamiento de ella, no al
suyo.
Necesitaba hablar con
Annabel.
Eso estaba fuera de duda.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Nadie la lee creo q la voy a cancelar
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Soy una mala lectora u.u lo seeee u.u sorry por no haber pasado pero es que he andado muuy corta de tiempo u.u pleasee no la canceles! siguelaaa
.Lu' Anne Lovegood.
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
perdon!!!!!!!!!
en serio lamento no haber pasado antes..pero no me llegaban notificaciones..y ps leo varias noves y no sabia como se llamaba exactamente esta...pero estare pendiente lo prometo..esta nove me encanta..y la extrañaba muucho
en serio sube plisssssss
en serio lamento no haber pasado antes..pero no me llegaban notificaciones..y ps leo varias noves y no sabia como se llamaba exactamente esta...pero estare pendiente lo prometo..esta nove me encanta..y la extrañaba muucho
en serio sube plisssssss
Julieta♥
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Ahhhh por favor seguila!
Estuve buscando esta nove por todos lados pero no podía acordarme el nombre! -_-
También estoy leyendo tu otra novela "Ella fue la luz de sus ojos" que es hermosa. Que buenos gustos que tenes!
Estuve buscando esta nove por todos lados pero no podía acordarme el nombre! -_-
También estoy leyendo tu otra novela "Ella fue la luz de sus ojos" que es hermosa. Que buenos gustos que tenes!
Augustinesg
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hhahahah, Perdón! Es "Ella fue la luz de su mundo" hahha, le ponía el nombre que queria no más. xD
Siguela!, si queres te ayudo a auspiciarla y que de esta forma tengas mas lectoras, porque esta novela, definitivamente vale la pena leerla!
Siguela!, si queres te ayudo a auspiciarla y que de esta forma tengas mas lectoras, porque esta novela, definitivamente vale la pena leerla!
Augustinesg
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Augustinesg escribió:Ahhhh por favor seguila!
Estuve buscando esta nove por todos lados pero no podía acordarme el nombre! -_-
También estoy leyendo tu otra novela "Ella fue la luz de sus ojos" que es hermosa. Que buenos gustos que tenes!
Hola!! que bueno que te guste esta novela tambien la verdad es que a mi me encanto en cuanto la lei x eso la subi :)
esta novela la tenia casi toda editada pero despues se me rompio la compu y se me borro todo pero creo que la tengo en el mail si la encuentro y la puedo editar y las chicas que la leian la quieren seguir la sigo pq me da lastima que quede asi no importa que sean porquitas =) pero buenas!!! asiq si puedo la retomo..
y por el nombre de la otra no te preocupes porq en realidad te cuento un secreto no se llama asi tampoco pero yo me equivoque y no vi el nombre real que estaba mas arriba :) y es PROMESAS CIEGAS :)
zai
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