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[Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
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Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 21
El nombre que aparecía en la tarjeta le causó verdadera sorpresa. Annabel frunció el ceño, sin saber cómo interpretar la inesperada visita de una mujer que apenas conocía, pero asintió, porque no se le ocurrió razón alguna para no recibir a lady Wynn.
Por otro lado, tampoco se le ocurría ninguna razón para la visita de la joven viuda.
—Por favor, acompáñela a la salita. Yo iré enseguida —le dijo al lacayo que le había traído la tarjeta.
Thomas estaba fuera por algún asunto y Margaret había ido a la sombrerería, así que por lo visto le tocaba a ella el papel de anfitriona. Dejó a un lado el libro que había estado leyendo y se levantó, confiando en que su falda de muselina no estuviera demasiado arrugada, pues llevaba horas sentada allí, inmersa en una novela en la que las desgracias ajenas le hacían olvidar las propias.
Pocos minutos después entró en la salita de recibir, y vio que su invitada se había sentado en una de las butacas tapizadas de seda verde pálido, cuya tonalidad contrastaba con el vibrante colorido de su piel. Delicadamente hermosa con un vestido de día color crema bordado con florecillas azules, y su esplendorosa cabellera recogida en un tupido moño, lady Wynn la miró con aquellos característicos ojos grises de enormes pestañas y su típica actitud distante.
—Buenas tardes, señorita Reid.
—Buenas tardes, milady.
—Gracias por recibirme.
—No faltaría más. Me complace mucho que pase a verme.
Si a Annabel no le fallaba la memoria, las habían presentado en una ocasión, pero a menudo coincidían en acontecimientos sociales. Sin embargo, apenas se conocían lo justo para saludarse y se sentía desconcertada por la visita de lady Wynn.
—No es que pasara por aquí exactamente. Vine a verla con un propósito concreto, que espero que no considere reprobable.
Esto era más intrigante por momentos. Annabel se sentó frente a su inesperada invitada y se alisó casi instintivamente las arrugas de la falda. Aunque ________ era pocos años mayor que ella, tenía una actitud serena y distante que hacía que Annabel se sintiera como una colegiala. No pudo evitar preguntar:
—¿Reprobable?
—Le agradecería que lo que estamos a punto de hablar quedara entre nosotras.
Esa era una afirmación interesante.
—Si desea usted compartir algo confidencial, me sentiré muy honrada de complacerla. —Annabel habló despacio, sin intentar ocultar su sorpresa. —Aunque he de reconocer que estoy perpleja. Apenas nos conocemos.
En la boca de su visitante apareció algo que solo podía describirse como una sonrisa melancólica.
—Nadie tiene demasiados amigos y yo a veces pienso que tengo demasiado pocos. ¿Quién sabe? Tal vez nos sorprendamos mutuamente. Yo creo que, al fin y al cabo, tenemos bastante en común.
—¿Nosotras? ¿Y cómo es eso?
—Bien, para empezar, tenemos casi la misma edad. También, en cierto sentido, ambas estamos prácticamente solas en el mundo. Usted, debido a la muerte de sus padres y yo, puesto que el mío hace como si yo no existiera. No olvidemos que me casé con un hombre a quien no amaba y que usted, según dicen, está a punto de hacer lo mismo.
Dicho de aquella forma, resultaba espantoso. Annabel notó cuál era su reacción ante una observación tan directa, por cómo tensó la espalda y apretó los labios.
—¿Cómo diantre puede usted saber lo que yo siento por lord Hyatt?
No pareció que a _______ Wynn le afectara la acidez del tono de voz.
—No lo sé. Por eso es por lo que he venido aquí a hablar con usted.
Decir que Annabel estaba confusa era una obviedad.
—Discúlpeme, milady, pero no comprendo por qué eso puede importarle a usted.
Se alzó levemente una ceja caoba.
—Mi matrimonio fue algo terrible. Sinceramente no le deseo a nadie esa situación.
—Alfred no tiene nada de terrible. —«Aparte de aquel beso desapasionado, claro», susurró una voz insidiosa.
—Estoy de acuerdo. Por lo que yo sé es un buen hombre. —Lady Wynn emitió un suspiro revelador, casi imperceptible. —Pero ¿usted le ama?
Nadie le había preguntado eso. Nadie. Ni su tutor, ni Margaret, ni siquiera el propio Alfred. Aquello la perturbó y, gracias a Nicholas, a Annabel ya le perturbaba bastante pensar en sus futuras nupcias. Ni que le fuera la vida en ello, se le ocurría cómo responder a la pregunta que nunca esperó que le hicieran.
Cuando el silencio se prolongó, unos preciosos ojos de plata centellearon con aparente comprensión.
—Ya veo —murmuró finalmente lady Wynn.
Annabel tragó saliva de forma convulsa.
—Es un hombre amable.
—Tiene aspecto de serlo.
Ella odió el matiz de conmiseración que apreció en aquella ratificación.
—Y generoso.
—Estoy segura.
—Y buen partido. —Oh, maldición, ¿realmente había usado ella esa horrible expresión, diciéndolo así, abiertamente, como si fuera algo admirable?
—Lo es. —Lady Wynn sonrió apenas.
¿Por qué estaba pasando esto ahora? ¿Por qué una mujer a quien casi no conocía tenía que aparecer de repente para hablarle de sus dudas más determinantes? Ese era el peor momento posible.
O quizá el más fortuito considerando su persistente dilema.
Le resultaba imposible seguir sentada. Se levantó y cruzó la habitación. Apoyó un brazo en el pianoforte e inspiró larga y serenamente.
—¿Puedo preguntarle, por favor, por qué considera usted que esto es en algún sentido asunto suyo?
Lady Wynn vaciló y después irguió los hombros.
—Lord Manderville me pidió que hablara con usted en su nombre.
Nicholas.
«Maldito sea.»
Annabel se dio la vuelta con un movimiento rígido, propio de una muñeca, y clavó la mirada en su invitada. Naturalmente lady Wynn estaba exquisita con todo aquel brillante cabello castaño rojizo y su voluptuosa figura, esbelta pero curvilínea, como la tentación reencarnada para un varón lujurioso y lascivo como el conde de Manderville.
—¿El la envió para que intercediera en su favor? —preguntó con vehemencia.
—¿He intercedido?
Bien, lady Wynn tenía razón; no lo había hecho, pero aun así Annabel se sentía ofendida.
Y celosa. Muy celosa, de un modo que le afectaba al alma, la mente y definitivamente la boca del estómago. Era como si tuviera allí una bola negra y pesada como el plomo. Recuperó la compostura.
—Nunca he oído comentarios en los que apareciera su nombre, madame, pero puedo imaginar el tipo de amistad que Nicholas Drake debe de tener con usted. Es usted mujer y atractiva, y con eso está dicho todo.
Serena y sin dejar de mirarla con aquella ostentosa calma, lady Wynn negó con la cabeza.
—Él no me ha rozado la mano siquiera. Es más, ni lo ha intentado.
La situación se hacía más desconcertante por momentos.
—Entonces, ¿cómo puede ser amiga suya?
Un favorecedor rubor atravesó las facciones perfectas de la mujer en el otro extremo de la salita.
—Es una historia bastante complicada, pero en resumen yo opino que en realidad él es un hombre muy decente y que, sin ninguna duda, está más que un poco enamorado de usted. De ahí mi presencia aquí. Sí, deseaba que yo hablara con usted porque según él mismo reconoció, su encanto habitual no ha surtido efecto.
—Eso es porque usted está equivocada. Él es un espantoso canalla con los principios de un gato callejero.
Pero no fue una protesta dicha con suficiente convicción. Annabel le veía todavía, allí, de pie en su dormitorio, y oía su conmovedora declaración: «Te amo...».
Deseaba creerle y sentir aquel destello de esperanza de que pudiera ser cierto; era como estar en el cielo y el infierno al mismo tiempo. De cualquier forma, ahora tenía auténticas dudas sobre si casarse con Alfred, incluso sin las observaciones de su inesperada invitada.
—Comprendo que la reputación del conde la frene. Eso me indica que no está usted interesada solo en su físico, título y fortuna. El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos.
Annabel preguntó con cierta vacilación en la voz:
—¿Habla usted por experiencia, lady Wynn?
En la cara de la preciosa joven que tenía a escasos pasos de distancia había una mirada casi de censura; sus ojos azul oscuro estaban enormemente abiertos, y apretaba los puños en los costados.
Le había costado un poco decidirse a cruzar el umbral de la casa que Nicholas tenía en la ciudad, y aún sería más duro admitir la pasión que sentía en aquel momento por Joseph Jonas. No obstante, ______ había prometido a Nicholas que le ayudaría, y por la expresión de la cara de Annabel Reid, este estaba totalmente en lo cierto respecto a sus sentimientos hacia él. La postura de su cuerpo indicaba cierta vulnerabilidad en su conmovedora aflicción, y la mera mención del nombre de lord Manderville la había puesto vehementemente a la defensiva.
El tenía razón. La señorita Reid no sentía indiferencia en absoluto. Todo lo contrario, a juzgar por las intensas manchas de rubor que tenía en las mejillas.
—Sí, en efecto. —_____ fingió una despreocupación que no sentía. —Pero no es de mi insensatez ni mucho menos de lo que he venido a hablar aquí, sino de la suya. Dígame, ¿cree usted que puede casarse con lord Hyatt y no lamentar la decisión?
—Si no pensara que elegirle es acertado, no habría aceptado su proposición.
—Perdóneme, pero la palabra «acertado» no tiene nada que ver con un ideal romántico.
Los labios carnosos de Annabel se convirtieron en una línea tensa.
—Yo tuve un ideal romántico una vez, lady Wynn, y descubrí que estaba basado en una fábula, en un mito que mi propia mente pueril había inventado. Puesto que es obvio que Nicholas ha hablado de mí con usted, tal vez ya sepa que una vez creí estar enamorada de él. Su apariencia y su encanto me trastornaron cuando ni siquiera había sido presentada en sociedad, de modo que era especialmente vulnerable. Yo soñaba que tal vez un día él compartiría mis sentimientos. Como una tonta, imaginé que cambiaría por mí.
—Creo que la entiendo perfectamente —murmuró ______ sin poder evitarlo.
Annabel meneó la cabeza, algún recuerdo lejano hizo que sus ojos brillaran y pestañeó fugazmente varias veces.
—Estaba muy equivocada.
—Él me contó su versión de la historia, y he de reconocer que creo que lamenta sinceramente tanto haberle hecho daño como perder su estima.
Lord Manderville no había sido indulgente consigo mismo en aquella breve exposición, y calificó su propio comportamiento como insensible y egoísta. ______ imaginaba el precio que pagó su orgullo varonil al exponer con tanta franqueza sus sentimientos a una desconocida. Pero intuía que aquel comportamiento tan cándido se debía a que necesitaba su ayuda con verdadera desesperación. El incidente del carruaje con Joseph parecía demostrar que el conde estaba cumpliendo con su parte, así que _____ quería devolverle el favor. Aunque no se lo hubiera prometido a Nicholas, aquella deprimente mirada en la cara de la señorita Reid la había conmovido.
Ella sabía muy bien cómo se sentía Annabel.
La joven que estaba de pie junto al lustroso pianoforte se alisó la falda con una mano temblorosa, el gesto ausente y una mirada muy directa.
—Sí, él me hizo daño y sí, perdió mi estima.
—¿Y cree usted que lord Hyatt puede curar su corazón roto?
La pregunta quedó allí, suspendida en la quietud de la sala.
La respuesta fue el silencio.
Finalmente, Annabel dijo con dignidad:
—Yo creo que él me tratará bien, que me dará hijos y que nos entenderemos. El tampoco está enamorado de mí por lo que parece, y de hecho eso me tranquiliza. Significa que ambos queremos lo mismo de nuestro matrimonio. Compañía y una familia.
—¿Y la pasión? ¿Y si no hay hijos? Yo puedo decir con cierta autoridad que no hay garantías de eso. Entonces estarán ustedes dos solos… para siempre.
—Somos amigos. —La réplica fue inmediata, pero algo centelleó en los ojos de la otra mujer.
¿La duda? Quizá.
—Lo cual es agradable, estoy de acuerdo, pero no suficiente.
_____ no estaba en absoluto acostumbrada a hablar de sus sentimientos, y mucho menos de algo tan privado como lo que había compartido con Joseph; sin embargo, se dispuso a ser franca. Al fin y al cabo, se había presentado sin que la invitaran y con la intención de hablar sobre algo muy personal.
—Aunque nunca le he contado a nadie la verdad sobre mi propio matrimonio, estoy dispuesta a contársela a usted. Sé que me informaron de un modo deplorable sobre lo que me esperaba y el resultado fue desastroso. Nuestras circunstancias no son idénticas, pero existe similitud suficiente como para que yo sienta que puedo ayudarla, al margen de lo que decida usted sobre lord Manderville. No obstante, si está firmemente convencida de su decisión, me iré.
Por un momento, Annabel pareció sumida en un debate interior, pero entonces volvió y se sentó frente a ella en una butaca de brocado.
—No estoy segura —confesó con un ligero temblor de voz —de por qué exactamente deseo oír lo que tiene usted que decir, pero así es.
Tal vez fuera por cobardía, pero ______ había confiado en parte que la rechazara, para no tener que hablar de algo que había hecho todo lo posible por olvidar. Asintió y apartó la mirada, concediéndose un momento para recuperar la compostura. Se aclaró la garganta, volvió a mirarla, sonrió y reconoció con ironía:
—Yo haré todo lo que esté en mi mano, pero esto puede ser embarazoso para ambas. Permita que empiece con la sencilla afirmación de que la intimidad entre un hombre y una mujer puede significar muchas cosas. El hombre equivocado puede convertirla en una experiencia perturbadora y espantosa, y el adecuado puede hacerla más placentera de lo que pueda imaginar jamás. Confío en que no me juzgue con demasiada dureza si le digo que yo las he experimentado ambas, ya que es del dominio público que solo me he casado una vez.
Annabel la miró con aquellos encantadores ojos azul oscuro.
—Si su marido era el hombre equivocado, yo difícilmente la culparía por buscar consuelo en otra parte, milady.
—Mi marido, con toda franqueza, era un hombre terrible, y una mujer nunca es más vulnerable que cuando está sometida a las necesidades sexuales de un varón. Sí, sabemos que ellos suelen ser más altos que nosotras y que tienen una constitución física distinta, pero nosotras, en tanto que damas jóvenes y protegidas, no somos demasiado conscientes de hasta qué punto ellos son más fuertes. Tampoco somos conscientes, o yo no lo era, de la mecánica concreta del acto en sí. Si es usted como era yo, debe de haberse hecho preguntas, pero ese es un gran misterio del que nos mantienen al margen, porque hablar de ello se considera vulgar.
En las tersas mejillas de Annabel había aparecido un tenue rubor.
—Ni siquiera Margaret me contará demasiadas cosas. Ha prometido explicármelo antes de la boda.
Aunque solo era unos años mayor, ________ se sentía mucho más preparada y había pagado un precio muy alto por ese aprendizaje.
—Asegúrese de que lo haga, o no dude en preguntarme a mí. Un poco de información puede ayudar mucho para iniciarse en algo tan... personal. Mi intención ahora no es explicar los detalles anatómicos del proceso, sino explicarle la confianza emocional que implica. Supone un acto de fe inmenso. ¿Es usted capaz de imaginarse yaciendo desnuda junto a lord Hyatt durante el resto de su vida? ¿Puede imaginarle acariciándola por todas partes, incluso en las zonas más íntimas? ¿Quiere usted estar entre sus brazos, probar sus besos, o más bien le imagina pasándole la bandeja de las tostadas durante el desayuno?
—Por supuesto que he pensado en mí deber de esposa. —Annabel empezaba a ruborizarse más a cada momento.
—¿Deber? —Le vino a la mente la experta pericia de las caricias de Joseph y el oportuno e irresistible ardor que provocaban. Cómo la había hecho estremecer, notar en su interior hasta qué punto la necesitaba, el violento placer de sentir su boca pegada a la piel. ______ arqueó las cejas. —O se está usted engañando a sí misma, o el deber no ha de tener nada que ver con esto.
Le había tocado alguna fibra, porque Annabel dijo a la defensiva:
—La mayoría de los matrimonios de la alta sociedad no están basados en el amor, sino en aspectos prácticos.
—Ciertamente. Y ya ve los resultados. Tanto los maridos como las esposas se distancian e intentan buscar lo que no tienen entre las cuatro paredes de sus dormitorios. ¿Cómo cree que lord Manderville y el duque de Rothay han construido sus formidables reputaciones de viciosos? Seduciendo a jovencitas casaderas no. Eso seguro, o los hubieran arrastrado hasta el altar hace mucho tiempo. Incluso fueron capaces de hacer esa escandalosa apuesta y que a la gente bien le pareciera algo divertido y fascinante.
La mujer que tenía enfrente miró fijamente el estampado de la alfombra con los ojos entornados.
—Nicholas sostiene que hizo la apuesta en un momento de borrachera, provocado por mi compromiso.
—Tengo la confirmación de que dice la verdad.
Se arrepintió de aquellas palabras en cuanto las dijo. Annabel no era tonta y endureció la mirada al levantar la vista.
—¿Por parte del duque?
Sí, definitivamente había hablado demasiado. Era probable que la señorita Reid fuera de fiar, pero ________ acababa de relacionar su nombre con ambos hombres. Reprimió el impulso de hacer una mueca e intentó ofrecer su mejor imagen de viuda fría e irreprochable.
—La fuente no importa. Yo le creo. La cuestión es: ¿le cree usted? Lord Manderville afirma que la quiere, y con su título y su fortuna no puede considerarse un mal partido, por no mencionar que usted me acaba de decir que carece de sentimientos profundos por lord Hyatt.
Annabel hizo un ademán de impotencia.
—¿Y se supone que debo anular mi compromiso basándome en la leve posibilidad de que Nicholas diga realmente la verdad? No olvidemos que tengo la convicción de que aunque fuera sincero, nunca será fiel. ¿Qué sabe del amor un hombre como él?
—Yo diría... —considerando el desasosiego que a ella misma le producía ese asunto, ______ escogió cuidadosamente sus palabras —que él se daría cuenta de la diferencia con toda seguridad. Entre su habitual indiferencia y su amplia experiencia en esto, seguro que él más que nadie se daría cuenta de que con usted es diferente.
—Amplia experiencia, en efecto —musitó Annabel, aunque va no tenía aquella beligerante expresión de rabia y rechazo en la cara, sino una mirada más taciturna, cercana a la desesperanza. —Dígame, lady Wynn, si estuviera usted en mi lugar, ¿le creería? ¿Arriesgaría todo su futuro y desecharía la posibilidad de un matrimonio sólido y estable con un hombre bueno, para depositar sus esperanzas en un conocido libertino? No hace mucho, todo Londres se moría de curiosidad cuando su nombre apareció junto al de una reconocida adúltera en un caso de divorcio extraordinariamente escandaloso. Su alegato de inocencia puede ser cierto o no.
Joseph también menospreciaba su mala fama y había mencionado hasta qué punto era pura fantasía. _______ negó con la cabeza.
—Los rumores no son de fiar y no hay pruebas de que la acusación sea cierta.
Annabel parecía impertérrita, excepto por el temblor de la boca.
—De acuerdo. Eso lo admito, pero aunque él crea que es sincero respecto a sus sentimientos hacia mí, ¿quién sabe cuánto durará eso?
Ese era un argumento válido. _______ no podía negarlo.
Annabel continuó, casi como si hablara para sí misma:
—El se siente culpable conmigo. Eso lo ha reconocido. Así que ahora se le ha ocurrido una manera de solucionarlo y de excusarse por lo que pasó en el pasado. Bien, yo no estoy segura de si estoy dispuesta a olvidar o a perdonar, y su capacidad para el amor permanente sigue planteándome un auténtico interrogante.
Al menos había un destello de duda en la voz de la encantadora señorita Reid.
—Lo sé. —______ lo comprendía muy bien. Ella también era muy consciente de las consecuencias de estar enamorada de alguien con tan mala reputación como Manderville. El duque de Rothay ni siquiera había declarado que sintiera nada profundo por ella, de modo que su situación era aún peor.
Durante un momento ambas se limitaron a mirarse la una a la otra, y pareció surgir una especial atmósfera de fraternidad femenina.
Annabel sonrió y le hizo una proposición:
—Aunque no estoy segura de los sentimientos que me provoca su visita, lady Wynn, ¿le apetecería una copa de jerez?
—Me encantaría y, por favor, llámeme _____.
Queridísima Annie:
¿Tengo derecho al menos a pedir perdón por mi comportamiento de hace unos meses en Manderville Hall? He sopesado el asunto largamente y ni yo mismo soy capaz de responderme. Lo único que sé es que desearía borrar el recuerdo de tu expresión cuando saliste del invernadero aquella tarde. Si pudiera erradicar el acto que lo causó, ten por seguro que lo haría. Yo asumo toda la responsabilidad. Al fin y al cabo soy mayor, pero, por lo visto, estos años de más no han venido acompañados de mayor sabiduría.
El recuerdo de nuestro beso me obsesiona aún más. Quizá debería pedir perdón por ello pero, con toda franqueza, no puedo. No lamento que ocurriera. Solo lamento mi desconsiderada conducta posterior. Por favor, acepta mis más profundas disculpas.
No soy capaz de decirte cómo ansió ver que vuelves a sonreírme.
Tuyo, con total sinceridad,
Nicholas Drake, sexto conde de Manderville
A día 21 de noviembre de 1811
Annabel dejó deslizar el pergamino entre los dedos, con las manos temblorosas. Vio la carta planear hasta el suelo y quedarse allí, mientras ella se tragaba el nudo de la garganta.
¿Qué habría pasado si hubiera leído esto cuando llegó? Era una pregunta irrelevante, porque por entonces seguía todavía sumida en el desconcierto y la decepción, pero seguro que era significativo que no la hubiera tirado. ¿Podía ser en parte culpa suya todo esto? Al fin y al cabo, Nicholas no había pedido ser su caballero andante, el príncipe valeroso de sus sueños, el héroe apuesto de todas sus fantasías juveniles. Era solo un hombre y por lo tanto imperfecto.
«El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos...»
Ella había construido una imagen de Nicholas que no era del todo real, y cuando él no se ajustó a ella, su mundo se deshizo en pedazos. No es que careciera de defectos precisamente, se dijo, recordando a lady Bellvue entre sus brazos, pero también era cierto que quizá no era del todo culpa suya.
La diferencia era que él había pedido perdón.
Ella no.
CAPÍTULO 21
El nombre que aparecía en la tarjeta le causó verdadera sorpresa. Annabel frunció el ceño, sin saber cómo interpretar la inesperada visita de una mujer que apenas conocía, pero asintió, porque no se le ocurrió razón alguna para no recibir a lady Wynn.
Por otro lado, tampoco se le ocurría ninguna razón para la visita de la joven viuda.
—Por favor, acompáñela a la salita. Yo iré enseguida —le dijo al lacayo que le había traído la tarjeta.
Thomas estaba fuera por algún asunto y Margaret había ido a la sombrerería, así que por lo visto le tocaba a ella el papel de anfitriona. Dejó a un lado el libro que había estado leyendo y se levantó, confiando en que su falda de muselina no estuviera demasiado arrugada, pues llevaba horas sentada allí, inmersa en una novela en la que las desgracias ajenas le hacían olvidar las propias.
Pocos minutos después entró en la salita de recibir, y vio que su invitada se había sentado en una de las butacas tapizadas de seda verde pálido, cuya tonalidad contrastaba con el vibrante colorido de su piel. Delicadamente hermosa con un vestido de día color crema bordado con florecillas azules, y su esplendorosa cabellera recogida en un tupido moño, lady Wynn la miró con aquellos característicos ojos grises de enormes pestañas y su típica actitud distante.
—Buenas tardes, señorita Reid.
—Buenas tardes, milady.
—Gracias por recibirme.
—No faltaría más. Me complace mucho que pase a verme.
Si a Annabel no le fallaba la memoria, las habían presentado en una ocasión, pero a menudo coincidían en acontecimientos sociales. Sin embargo, apenas se conocían lo justo para saludarse y se sentía desconcertada por la visita de lady Wynn.
—No es que pasara por aquí exactamente. Vine a verla con un propósito concreto, que espero que no considere reprobable.
Esto era más intrigante por momentos. Annabel se sentó frente a su inesperada invitada y se alisó casi instintivamente las arrugas de la falda. Aunque ________ era pocos años mayor que ella, tenía una actitud serena y distante que hacía que Annabel se sintiera como una colegiala. No pudo evitar preguntar:
—¿Reprobable?
—Le agradecería que lo que estamos a punto de hablar quedara entre nosotras.
Esa era una afirmación interesante.
—Si desea usted compartir algo confidencial, me sentiré muy honrada de complacerla. —Annabel habló despacio, sin intentar ocultar su sorpresa. —Aunque he de reconocer que estoy perpleja. Apenas nos conocemos.
En la boca de su visitante apareció algo que solo podía describirse como una sonrisa melancólica.
—Nadie tiene demasiados amigos y yo a veces pienso que tengo demasiado pocos. ¿Quién sabe? Tal vez nos sorprendamos mutuamente. Yo creo que, al fin y al cabo, tenemos bastante en común.
—¿Nosotras? ¿Y cómo es eso?
—Bien, para empezar, tenemos casi la misma edad. También, en cierto sentido, ambas estamos prácticamente solas en el mundo. Usted, debido a la muerte de sus padres y yo, puesto que el mío hace como si yo no existiera. No olvidemos que me casé con un hombre a quien no amaba y que usted, según dicen, está a punto de hacer lo mismo.
Dicho de aquella forma, resultaba espantoso. Annabel notó cuál era su reacción ante una observación tan directa, por cómo tensó la espalda y apretó los labios.
—¿Cómo diantre puede usted saber lo que yo siento por lord Hyatt?
No pareció que a _______ Wynn le afectara la acidez del tono de voz.
—No lo sé. Por eso es por lo que he venido aquí a hablar con usted.
Decir que Annabel estaba confusa era una obviedad.
—Discúlpeme, milady, pero no comprendo por qué eso puede importarle a usted.
Se alzó levemente una ceja caoba.
—Mi matrimonio fue algo terrible. Sinceramente no le deseo a nadie esa situación.
—Alfred no tiene nada de terrible. —«Aparte de aquel beso desapasionado, claro», susurró una voz insidiosa.
—Estoy de acuerdo. Por lo que yo sé es un buen hombre. —Lady Wynn emitió un suspiro revelador, casi imperceptible. —Pero ¿usted le ama?
Nadie le había preguntado eso. Nadie. Ni su tutor, ni Margaret, ni siquiera el propio Alfred. Aquello la perturbó y, gracias a Nicholas, a Annabel ya le perturbaba bastante pensar en sus futuras nupcias. Ni que le fuera la vida en ello, se le ocurría cómo responder a la pregunta que nunca esperó que le hicieran.
Cuando el silencio se prolongó, unos preciosos ojos de plata centellearon con aparente comprensión.
—Ya veo —murmuró finalmente lady Wynn.
Annabel tragó saliva de forma convulsa.
—Es un hombre amable.
—Tiene aspecto de serlo.
Ella odió el matiz de conmiseración que apreció en aquella ratificación.
—Y generoso.
—Estoy segura.
—Y buen partido. —Oh, maldición, ¿realmente había usado ella esa horrible expresión, diciéndolo así, abiertamente, como si fuera algo admirable?
—Lo es. —Lady Wynn sonrió apenas.
¿Por qué estaba pasando esto ahora? ¿Por qué una mujer a quien casi no conocía tenía que aparecer de repente para hablarle de sus dudas más determinantes? Ese era el peor momento posible.
O quizá el más fortuito considerando su persistente dilema.
Le resultaba imposible seguir sentada. Se levantó y cruzó la habitación. Apoyó un brazo en el pianoforte e inspiró larga y serenamente.
—¿Puedo preguntarle, por favor, por qué considera usted que esto es en algún sentido asunto suyo?
Lady Wynn vaciló y después irguió los hombros.
—Lord Manderville me pidió que hablara con usted en su nombre.
Nicholas.
«Maldito sea.»
Annabel se dio la vuelta con un movimiento rígido, propio de una muñeca, y clavó la mirada en su invitada. Naturalmente lady Wynn estaba exquisita con todo aquel brillante cabello castaño rojizo y su voluptuosa figura, esbelta pero curvilínea, como la tentación reencarnada para un varón lujurioso y lascivo como el conde de Manderville.
—¿El la envió para que intercediera en su favor? —preguntó con vehemencia.
—¿He intercedido?
Bien, lady Wynn tenía razón; no lo había hecho, pero aun así Annabel se sentía ofendida.
Y celosa. Muy celosa, de un modo que le afectaba al alma, la mente y definitivamente la boca del estómago. Era como si tuviera allí una bola negra y pesada como el plomo. Recuperó la compostura.
—Nunca he oído comentarios en los que apareciera su nombre, madame, pero puedo imaginar el tipo de amistad que Nicholas Drake debe de tener con usted. Es usted mujer y atractiva, y con eso está dicho todo.
Serena y sin dejar de mirarla con aquella ostentosa calma, lady Wynn negó con la cabeza.
—Él no me ha rozado la mano siquiera. Es más, ni lo ha intentado.
La situación se hacía más desconcertante por momentos.
—Entonces, ¿cómo puede ser amiga suya?
Un favorecedor rubor atravesó las facciones perfectas de la mujer en el otro extremo de la salita.
—Es una historia bastante complicada, pero en resumen yo opino que en realidad él es un hombre muy decente y que, sin ninguna duda, está más que un poco enamorado de usted. De ahí mi presencia aquí. Sí, deseaba que yo hablara con usted porque según él mismo reconoció, su encanto habitual no ha surtido efecto.
—Eso es porque usted está equivocada. Él es un espantoso canalla con los principios de un gato callejero.
Pero no fue una protesta dicha con suficiente convicción. Annabel le veía todavía, allí, de pie en su dormitorio, y oía su conmovedora declaración: «Te amo...».
Deseaba creerle y sentir aquel destello de esperanza de que pudiera ser cierto; era como estar en el cielo y el infierno al mismo tiempo. De cualquier forma, ahora tenía auténticas dudas sobre si casarse con Alfred, incluso sin las observaciones de su inesperada invitada.
—Comprendo que la reputación del conde la frene. Eso me indica que no está usted interesada solo en su físico, título y fortuna. El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos.
Annabel preguntó con cierta vacilación en la voz:
—¿Habla usted por experiencia, lady Wynn?
En la cara de la preciosa joven que tenía a escasos pasos de distancia había una mirada casi de censura; sus ojos azul oscuro estaban enormemente abiertos, y apretaba los puños en los costados.
Le había costado un poco decidirse a cruzar el umbral de la casa que Nicholas tenía en la ciudad, y aún sería más duro admitir la pasión que sentía en aquel momento por Joseph Jonas. No obstante, ______ había prometido a Nicholas que le ayudaría, y por la expresión de la cara de Annabel Reid, este estaba totalmente en lo cierto respecto a sus sentimientos hacia él. La postura de su cuerpo indicaba cierta vulnerabilidad en su conmovedora aflicción, y la mera mención del nombre de lord Manderville la había puesto vehementemente a la defensiva.
El tenía razón. La señorita Reid no sentía indiferencia en absoluto. Todo lo contrario, a juzgar por las intensas manchas de rubor que tenía en las mejillas.
—Sí, en efecto. —_____ fingió una despreocupación que no sentía. —Pero no es de mi insensatez ni mucho menos de lo que he venido a hablar aquí, sino de la suya. Dígame, ¿cree usted que puede casarse con lord Hyatt y no lamentar la decisión?
—Si no pensara que elegirle es acertado, no habría aceptado su proposición.
—Perdóneme, pero la palabra «acertado» no tiene nada que ver con un ideal romántico.
Los labios carnosos de Annabel se convirtieron en una línea tensa.
—Yo tuve un ideal romántico una vez, lady Wynn, y descubrí que estaba basado en una fábula, en un mito que mi propia mente pueril había inventado. Puesto que es obvio que Nicholas ha hablado de mí con usted, tal vez ya sepa que una vez creí estar enamorada de él. Su apariencia y su encanto me trastornaron cuando ni siquiera había sido presentada en sociedad, de modo que era especialmente vulnerable. Yo soñaba que tal vez un día él compartiría mis sentimientos. Como una tonta, imaginé que cambiaría por mí.
—Creo que la entiendo perfectamente —murmuró ______ sin poder evitarlo.
Annabel meneó la cabeza, algún recuerdo lejano hizo que sus ojos brillaran y pestañeó fugazmente varias veces.
—Estaba muy equivocada.
—Él me contó su versión de la historia, y he de reconocer que creo que lamenta sinceramente tanto haberle hecho daño como perder su estima.
Lord Manderville no había sido indulgente consigo mismo en aquella breve exposición, y calificó su propio comportamiento como insensible y egoísta. ______ imaginaba el precio que pagó su orgullo varonil al exponer con tanta franqueza sus sentimientos a una desconocida. Pero intuía que aquel comportamiento tan cándido se debía a que necesitaba su ayuda con verdadera desesperación. El incidente del carruaje con Joseph parecía demostrar que el conde estaba cumpliendo con su parte, así que _____ quería devolverle el favor. Aunque no se lo hubiera prometido a Nicholas, aquella deprimente mirada en la cara de la señorita Reid la había conmovido.
Ella sabía muy bien cómo se sentía Annabel.
La joven que estaba de pie junto al lustroso pianoforte se alisó la falda con una mano temblorosa, el gesto ausente y una mirada muy directa.
—Sí, él me hizo daño y sí, perdió mi estima.
—¿Y cree usted que lord Hyatt puede curar su corazón roto?
La pregunta quedó allí, suspendida en la quietud de la sala.
La respuesta fue el silencio.
Finalmente, Annabel dijo con dignidad:
—Yo creo que él me tratará bien, que me dará hijos y que nos entenderemos. El tampoco está enamorado de mí por lo que parece, y de hecho eso me tranquiliza. Significa que ambos queremos lo mismo de nuestro matrimonio. Compañía y una familia.
—¿Y la pasión? ¿Y si no hay hijos? Yo puedo decir con cierta autoridad que no hay garantías de eso. Entonces estarán ustedes dos solos… para siempre.
—Somos amigos. —La réplica fue inmediata, pero algo centelleó en los ojos de la otra mujer.
¿La duda? Quizá.
—Lo cual es agradable, estoy de acuerdo, pero no suficiente.
_____ no estaba en absoluto acostumbrada a hablar de sus sentimientos, y mucho menos de algo tan privado como lo que había compartido con Joseph; sin embargo, se dispuso a ser franca. Al fin y al cabo, se había presentado sin que la invitaran y con la intención de hablar sobre algo muy personal.
—Aunque nunca le he contado a nadie la verdad sobre mi propio matrimonio, estoy dispuesta a contársela a usted. Sé que me informaron de un modo deplorable sobre lo que me esperaba y el resultado fue desastroso. Nuestras circunstancias no son idénticas, pero existe similitud suficiente como para que yo sienta que puedo ayudarla, al margen de lo que decida usted sobre lord Manderville. No obstante, si está firmemente convencida de su decisión, me iré.
Por un momento, Annabel pareció sumida en un debate interior, pero entonces volvió y se sentó frente a ella en una butaca de brocado.
—No estoy segura —confesó con un ligero temblor de voz —de por qué exactamente deseo oír lo que tiene usted que decir, pero así es.
Tal vez fuera por cobardía, pero ______ había confiado en parte que la rechazara, para no tener que hablar de algo que había hecho todo lo posible por olvidar. Asintió y apartó la mirada, concediéndose un momento para recuperar la compostura. Se aclaró la garganta, volvió a mirarla, sonrió y reconoció con ironía:
—Yo haré todo lo que esté en mi mano, pero esto puede ser embarazoso para ambas. Permita que empiece con la sencilla afirmación de que la intimidad entre un hombre y una mujer puede significar muchas cosas. El hombre equivocado puede convertirla en una experiencia perturbadora y espantosa, y el adecuado puede hacerla más placentera de lo que pueda imaginar jamás. Confío en que no me juzgue con demasiada dureza si le digo que yo las he experimentado ambas, ya que es del dominio público que solo me he casado una vez.
Annabel la miró con aquellos encantadores ojos azul oscuro.
—Si su marido era el hombre equivocado, yo difícilmente la culparía por buscar consuelo en otra parte, milady.
—Mi marido, con toda franqueza, era un hombre terrible, y una mujer nunca es más vulnerable que cuando está sometida a las necesidades sexuales de un varón. Sí, sabemos que ellos suelen ser más altos que nosotras y que tienen una constitución física distinta, pero nosotras, en tanto que damas jóvenes y protegidas, no somos demasiado conscientes de hasta qué punto ellos son más fuertes. Tampoco somos conscientes, o yo no lo era, de la mecánica concreta del acto en sí. Si es usted como era yo, debe de haberse hecho preguntas, pero ese es un gran misterio del que nos mantienen al margen, porque hablar de ello se considera vulgar.
En las tersas mejillas de Annabel había aparecido un tenue rubor.
—Ni siquiera Margaret me contará demasiadas cosas. Ha prometido explicármelo antes de la boda.
Aunque solo era unos años mayor, ________ se sentía mucho más preparada y había pagado un precio muy alto por ese aprendizaje.
—Asegúrese de que lo haga, o no dude en preguntarme a mí. Un poco de información puede ayudar mucho para iniciarse en algo tan... personal. Mi intención ahora no es explicar los detalles anatómicos del proceso, sino explicarle la confianza emocional que implica. Supone un acto de fe inmenso. ¿Es usted capaz de imaginarse yaciendo desnuda junto a lord Hyatt durante el resto de su vida? ¿Puede imaginarle acariciándola por todas partes, incluso en las zonas más íntimas? ¿Quiere usted estar entre sus brazos, probar sus besos, o más bien le imagina pasándole la bandeja de las tostadas durante el desayuno?
—Por supuesto que he pensado en mí deber de esposa. —Annabel empezaba a ruborizarse más a cada momento.
—¿Deber? —Le vino a la mente la experta pericia de las caricias de Joseph y el oportuno e irresistible ardor que provocaban. Cómo la había hecho estremecer, notar en su interior hasta qué punto la necesitaba, el violento placer de sentir su boca pegada a la piel. ______ arqueó las cejas. —O se está usted engañando a sí misma, o el deber no ha de tener nada que ver con esto.
Le había tocado alguna fibra, porque Annabel dijo a la defensiva:
—La mayoría de los matrimonios de la alta sociedad no están basados en el amor, sino en aspectos prácticos.
—Ciertamente. Y ya ve los resultados. Tanto los maridos como las esposas se distancian e intentan buscar lo que no tienen entre las cuatro paredes de sus dormitorios. ¿Cómo cree que lord Manderville y el duque de Rothay han construido sus formidables reputaciones de viciosos? Seduciendo a jovencitas casaderas no. Eso seguro, o los hubieran arrastrado hasta el altar hace mucho tiempo. Incluso fueron capaces de hacer esa escandalosa apuesta y que a la gente bien le pareciera algo divertido y fascinante.
La mujer que tenía enfrente miró fijamente el estampado de la alfombra con los ojos entornados.
—Nicholas sostiene que hizo la apuesta en un momento de borrachera, provocado por mi compromiso.
—Tengo la confirmación de que dice la verdad.
Se arrepintió de aquellas palabras en cuanto las dijo. Annabel no era tonta y endureció la mirada al levantar la vista.
—¿Por parte del duque?
Sí, definitivamente había hablado demasiado. Era probable que la señorita Reid fuera de fiar, pero ________ acababa de relacionar su nombre con ambos hombres. Reprimió el impulso de hacer una mueca e intentó ofrecer su mejor imagen de viuda fría e irreprochable.
—La fuente no importa. Yo le creo. La cuestión es: ¿le cree usted? Lord Manderville afirma que la quiere, y con su título y su fortuna no puede considerarse un mal partido, por no mencionar que usted me acaba de decir que carece de sentimientos profundos por lord Hyatt.
Annabel hizo un ademán de impotencia.
—¿Y se supone que debo anular mi compromiso basándome en la leve posibilidad de que Nicholas diga realmente la verdad? No olvidemos que tengo la convicción de que aunque fuera sincero, nunca será fiel. ¿Qué sabe del amor un hombre como él?
—Yo diría... —considerando el desasosiego que a ella misma le producía ese asunto, ______ escogió cuidadosamente sus palabras —que él se daría cuenta de la diferencia con toda seguridad. Entre su habitual indiferencia y su amplia experiencia en esto, seguro que él más que nadie se daría cuenta de que con usted es diferente.
—Amplia experiencia, en efecto —musitó Annabel, aunque va no tenía aquella beligerante expresión de rabia y rechazo en la cara, sino una mirada más taciturna, cercana a la desesperanza. —Dígame, lady Wynn, si estuviera usted en mi lugar, ¿le creería? ¿Arriesgaría todo su futuro y desecharía la posibilidad de un matrimonio sólido y estable con un hombre bueno, para depositar sus esperanzas en un conocido libertino? No hace mucho, todo Londres se moría de curiosidad cuando su nombre apareció junto al de una reconocida adúltera en un caso de divorcio extraordinariamente escandaloso. Su alegato de inocencia puede ser cierto o no.
Joseph también menospreciaba su mala fama y había mencionado hasta qué punto era pura fantasía. _______ negó con la cabeza.
—Los rumores no son de fiar y no hay pruebas de que la acusación sea cierta.
Annabel parecía impertérrita, excepto por el temblor de la boca.
—De acuerdo. Eso lo admito, pero aunque él crea que es sincero respecto a sus sentimientos hacia mí, ¿quién sabe cuánto durará eso?
Ese era un argumento válido. _______ no podía negarlo.
Annabel continuó, casi como si hablara para sí misma:
—El se siente culpable conmigo. Eso lo ha reconocido. Así que ahora se le ha ocurrido una manera de solucionarlo y de excusarse por lo que pasó en el pasado. Bien, yo no estoy segura de si estoy dispuesta a olvidar o a perdonar, y su capacidad para el amor permanente sigue planteándome un auténtico interrogante.
Al menos había un destello de duda en la voz de la encantadora señorita Reid.
—Lo sé. —______ lo comprendía muy bien. Ella también era muy consciente de las consecuencias de estar enamorada de alguien con tan mala reputación como Manderville. El duque de Rothay ni siquiera había declarado que sintiera nada profundo por ella, de modo que su situación era aún peor.
Durante un momento ambas se limitaron a mirarse la una a la otra, y pareció surgir una especial atmósfera de fraternidad femenina.
Annabel sonrió y le hizo una proposición:
—Aunque no estoy segura de los sentimientos que me provoca su visita, lady Wynn, ¿le apetecería una copa de jerez?
—Me encantaría y, por favor, llámeme _____.
Queridísima Annie:
¿Tengo derecho al menos a pedir perdón por mi comportamiento de hace unos meses en Manderville Hall? He sopesado el asunto largamente y ni yo mismo soy capaz de responderme. Lo único que sé es que desearía borrar el recuerdo de tu expresión cuando saliste del invernadero aquella tarde. Si pudiera erradicar el acto que lo causó, ten por seguro que lo haría. Yo asumo toda la responsabilidad. Al fin y al cabo soy mayor, pero, por lo visto, estos años de más no han venido acompañados de mayor sabiduría.
El recuerdo de nuestro beso me obsesiona aún más. Quizá debería pedir perdón por ello pero, con toda franqueza, no puedo. No lamento que ocurriera. Solo lamento mi desconsiderada conducta posterior. Por favor, acepta mis más profundas disculpas.
No soy capaz de decirte cómo ansió ver que vuelves a sonreírme.
Tuyo, con total sinceridad,
Nicholas Drake, sexto conde de Manderville
A día 21 de noviembre de 1811
Annabel dejó deslizar el pergamino entre los dedos, con las manos temblorosas. Vio la carta planear hasta el suelo y quedarse allí, mientras ella se tragaba el nudo de la garganta.
¿Qué habría pasado si hubiera leído esto cuando llegó? Era una pregunta irrelevante, porque por entonces seguía todavía sumida en el desconcierto y la decepción, pero seguro que era significativo que no la hubiera tirado. ¿Podía ser en parte culpa suya todo esto? Al fin y al cabo, Nicholas no había pedido ser su caballero andante, el príncipe valeroso de sus sueños, el héroe apuesto de todas sus fantasías juveniles. Era solo un hombre y por lo tanto imperfecto.
«El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos...»
Ella había construido una imagen de Nicholas que no era del todo real, y cuando él no se ajustó a ella, su mundo se deshizo en pedazos. No es que careciera de defectos precisamente, se dijo, recordando a lady Bellvue entre sus brazos, pero también era cierto que quizá no era del todo culpa suya.
La diferencia era que él había pedido perdón.
Ella no.
El nombre que aparecía en la tarjeta le causó verdadera sorpresa. Annabel frunció el ceño, sin saber cómo interpretar la inesperada visita de una mujer que apenas conocía, pero asintió, porque no se le ocurrió razón alguna para no recibir a lady Wynn.
Por otro lado, tampoco se le ocurría ninguna razón para la visita de la joven viuda.
—Por favor, acompáñela a la salita. Yo iré enseguida —le dijo al lacayo que le había traído la tarjeta.
Thomas estaba fuera por algún asunto y Margaret había ido a la sombrerería, así que por lo visto le tocaba a ella el papel de anfitriona. Dejó a un lado el libro que había estado leyendo y se levantó, confiando en que su falda de muselina no estuviera demasiado arrugada, pues llevaba horas sentada allí, inmersa en una novela en la que las desgracias ajenas le hacían olvidar las propias.
Pocos minutos después entró en la salita de recibir, y vio que su invitada se había sentado en una de las butacas tapizadas de seda verde pálido, cuya tonalidad contrastaba con el vibrante colorido de su piel. Delicadamente hermosa con un vestido de día color crema bordado con florecillas azules, y su esplendorosa cabellera recogida en un tupido moño, lady Wynn la miró con aquellos característicos ojos grises de enormes pestañas y su típica actitud distante.
—Buenas tardes, señorita Reid.
—Buenas tardes, milady.
—Gracias por recibirme.
—No faltaría más. Me complace mucho que pase a verme.
Si a Annabel no le fallaba la memoria, las habían presentado en una ocasión, pero a menudo coincidían en acontecimientos sociales. Sin embargo, apenas se conocían lo justo para saludarse y se sentía desconcertada por la visita de lady Wynn.
—No es que pasara por aquí exactamente. Vine a verla con un propósito concreto, que espero que no considere reprobable.
Esto era más intrigante por momentos. Annabel se sentó frente a su inesperada invitada y se alisó casi instintivamente las arrugas de la falda. Aunque ________ era pocos años mayor que ella, tenía una actitud serena y distante que hacía que Annabel se sintiera como una colegiala. No pudo evitar preguntar:
—¿Reprobable?
—Le agradecería que lo que estamos a punto de hablar quedara entre nosotras.
Esa era una afirmación interesante.
—Si desea usted compartir algo confidencial, me sentiré muy honrada de complacerla. —Annabel habló despacio, sin intentar ocultar su sorpresa. —Aunque he de reconocer que estoy perpleja. Apenas nos conocemos.
En la boca de su visitante apareció algo que solo podía describirse como una sonrisa melancólica.
—Nadie tiene demasiados amigos y yo a veces pienso que tengo demasiado pocos. ¿Quién sabe? Tal vez nos sorprendamos mutuamente. Yo creo que, al fin y al cabo, tenemos bastante en común.
—¿Nosotras? ¿Y cómo es eso?
—Bien, para empezar, tenemos casi la misma edad. También, en cierto sentido, ambas estamos prácticamente solas en el mundo. Usted, debido a la muerte de sus padres y yo, puesto que el mío hace como si yo no existiera. No olvidemos que me casé con un hombre a quien no amaba y que usted, según dicen, está a punto de hacer lo mismo.
Dicho de aquella forma, resultaba espantoso. Annabel notó cuál era su reacción ante una observación tan directa, por cómo tensó la espalda y apretó los labios.
—¿Cómo diantre puede usted saber lo que yo siento por lord Hyatt?
No pareció que a _______ Wynn le afectara la acidez del tono de voz.
—No lo sé. Por eso es por lo que he venido aquí a hablar con usted.
Decir que Annabel estaba confusa era una obviedad.
—Discúlpeme, milady, pero no comprendo por qué eso puede importarle a usted.
Se alzó levemente una ceja caoba.
—Mi matrimonio fue algo terrible. Sinceramente no le deseo a nadie esa situación.
—Alfred no tiene nada de terrible. —«Aparte de aquel beso desapasionado, claro», susurró una voz insidiosa.
—Estoy de acuerdo. Por lo que yo sé es un buen hombre. —Lady Wynn emitió un suspiro revelador, casi imperceptible. —Pero ¿usted le ama?
Nadie le había preguntado eso. Nadie. Ni su tutor, ni Margaret, ni siquiera el propio Alfred. Aquello la perturbó y, gracias a Nicholas, a Annabel ya le perturbaba bastante pensar en sus futuras nupcias. Ni que le fuera la vida en ello, se le ocurría cómo responder a la pregunta que nunca esperó que le hicieran.
Cuando el silencio se prolongó, unos preciosos ojos de plata centellearon con aparente comprensión.
—Ya veo —murmuró finalmente lady Wynn.
Annabel tragó saliva de forma convulsa.
—Es un hombre amable.
—Tiene aspecto de serlo.
Ella odió el matiz de conmiseración que apreció en aquella ratificación.
—Y generoso.
—Estoy segura.
—Y buen partido. —Oh, maldición, ¿realmente había usado ella esa horrible expresión, diciéndolo así, abiertamente, como si fuera algo admirable?
—Lo es. —Lady Wynn sonrió apenas.
¿Por qué estaba pasando esto ahora? ¿Por qué una mujer a quien casi no conocía tenía que aparecer de repente para hablarle de sus dudas más determinantes? Ese era el peor momento posible.
O quizá el más fortuito considerando su persistente dilema.
Le resultaba imposible seguir sentada. Se levantó y cruzó la habitación. Apoyó un brazo en el pianoforte e inspiró larga y serenamente.
—¿Puedo preguntarle, por favor, por qué considera usted que esto es en algún sentido asunto suyo?
Lady Wynn vaciló y después irguió los hombros.
—Lord Manderville me pidió que hablara con usted en su nombre.
Nicholas.
«Maldito sea.»
Annabel se dio la vuelta con un movimiento rígido, propio de una muñeca, y clavó la mirada en su invitada. Naturalmente lady Wynn estaba exquisita con todo aquel brillante cabello castaño rojizo y su voluptuosa figura, esbelta pero curvilínea, como la tentación reencarnada para un varón lujurioso y lascivo como el conde de Manderville.
—¿El la envió para que intercediera en su favor? —preguntó con vehemencia.
—¿He intercedido?
Bien, lady Wynn tenía razón; no lo había hecho, pero aun así Annabel se sentía ofendida.
Y celosa. Muy celosa, de un modo que le afectaba al alma, la mente y definitivamente la boca del estómago. Era como si tuviera allí una bola negra y pesada como el plomo. Recuperó la compostura.
—Nunca he oído comentarios en los que apareciera su nombre, madame, pero puedo imaginar el tipo de amistad que Nicholas Drake debe de tener con usted. Es usted mujer y atractiva, y con eso está dicho todo.
Serena y sin dejar de mirarla con aquella ostentosa calma, lady Wynn negó con la cabeza.
—Él no me ha rozado la mano siquiera. Es más, ni lo ha intentado.
La situación se hacía más desconcertante por momentos.
—Entonces, ¿cómo puede ser amiga suya?
Un favorecedor rubor atravesó las facciones perfectas de la mujer en el otro extremo de la salita.
—Es una historia bastante complicada, pero en resumen yo opino que en realidad él es un hombre muy decente y que, sin ninguna duda, está más que un poco enamorado de usted. De ahí mi presencia aquí. Sí, deseaba que yo hablara con usted porque según él mismo reconoció, su encanto habitual no ha surtido efecto.
—Eso es porque usted está equivocada. Él es un espantoso canalla con los principios de un gato callejero.
Pero no fue una protesta dicha con suficiente convicción. Annabel le veía todavía, allí, de pie en su dormitorio, y oía su conmovedora declaración: «Te amo...».
Deseaba creerle y sentir aquel destello de esperanza de que pudiera ser cierto; era como estar en el cielo y el infierno al mismo tiempo. De cualquier forma, ahora tenía auténticas dudas sobre si casarse con Alfred, incluso sin las observaciones de su inesperada invitada.
—Comprendo que la reputación del conde la frene. Eso me indica que no está usted interesada solo en su físico, título y fortuna. El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos.
Annabel preguntó con cierta vacilación en la voz:
—¿Habla usted por experiencia, lady Wynn?
En la cara de la preciosa joven que tenía a escasos pasos de distancia había una mirada casi de censura; sus ojos azul oscuro estaban enormemente abiertos, y apretaba los puños en los costados.
Le había costado un poco decidirse a cruzar el umbral de la casa que Nicholas tenía en la ciudad, y aún sería más duro admitir la pasión que sentía en aquel momento por Joseph Jonas. No obstante, ______ había prometido a Nicholas que le ayudaría, y por la expresión de la cara de Annabel Reid, este estaba totalmente en lo cierto respecto a sus sentimientos hacia él. La postura de su cuerpo indicaba cierta vulnerabilidad en su conmovedora aflicción, y la mera mención del nombre de lord Manderville la había puesto vehementemente a la defensiva.
El tenía razón. La señorita Reid no sentía indiferencia en absoluto. Todo lo contrario, a juzgar por las intensas manchas de rubor que tenía en las mejillas.
—Sí, en efecto. —_____ fingió una despreocupación que no sentía. —Pero no es de mi insensatez ni mucho menos de lo que he venido a hablar aquí, sino de la suya. Dígame, ¿cree usted que puede casarse con lord Hyatt y no lamentar la decisión?
—Si no pensara que elegirle es acertado, no habría aceptado su proposición.
—Perdóneme, pero la palabra «acertado» no tiene nada que ver con un ideal romántico.
Los labios carnosos de Annabel se convirtieron en una línea tensa.
—Yo tuve un ideal romántico una vez, lady Wynn, y descubrí que estaba basado en una fábula, en un mito que mi propia mente pueril había inventado. Puesto que es obvio que Nicholas ha hablado de mí con usted, tal vez ya sepa que una vez creí estar enamorada de él. Su apariencia y su encanto me trastornaron cuando ni siquiera había sido presentada en sociedad, de modo que era especialmente vulnerable. Yo soñaba que tal vez un día él compartiría mis sentimientos. Como una tonta, imaginé que cambiaría por mí.
—Creo que la entiendo perfectamente —murmuró ______ sin poder evitarlo.
Annabel meneó la cabeza, algún recuerdo lejano hizo que sus ojos brillaran y pestañeó fugazmente varias veces.
—Estaba muy equivocada.
—Él me contó su versión de la historia, y he de reconocer que creo que lamenta sinceramente tanto haberle hecho daño como perder su estima.
Lord Manderville no había sido indulgente consigo mismo en aquella breve exposición, y calificó su propio comportamiento como insensible y egoísta. ______ imaginaba el precio que pagó su orgullo varonil al exponer con tanta franqueza sus sentimientos a una desconocida. Pero intuía que aquel comportamiento tan cándido se debía a que necesitaba su ayuda con verdadera desesperación. El incidente del carruaje con Joseph parecía demostrar que el conde estaba cumpliendo con su parte, así que _____ quería devolverle el favor. Aunque no se lo hubiera prometido a Nicholas, aquella deprimente mirada en la cara de la señorita Reid la había conmovido.
Ella sabía muy bien cómo se sentía Annabel.
La joven que estaba de pie junto al lustroso pianoforte se alisó la falda con una mano temblorosa, el gesto ausente y una mirada muy directa.
—Sí, él me hizo daño y sí, perdió mi estima.
—¿Y cree usted que lord Hyatt puede curar su corazón roto?
La pregunta quedó allí, suspendida en la quietud de la sala.
La respuesta fue el silencio.
Finalmente, Annabel dijo con dignidad:
—Yo creo que él me tratará bien, que me dará hijos y que nos entenderemos. El tampoco está enamorado de mí por lo que parece, y de hecho eso me tranquiliza. Significa que ambos queremos lo mismo de nuestro matrimonio. Compañía y una familia.
—¿Y la pasión? ¿Y si no hay hijos? Yo puedo decir con cierta autoridad que no hay garantías de eso. Entonces estarán ustedes dos solos… para siempre.
—Somos amigos. —La réplica fue inmediata, pero algo centelleó en los ojos de la otra mujer.
¿La duda? Quizá.
—Lo cual es agradable, estoy de acuerdo, pero no suficiente.
_____ no estaba en absoluto acostumbrada a hablar de sus sentimientos, y mucho menos de algo tan privado como lo que había compartido con Joseph; sin embargo, se dispuso a ser franca. Al fin y al cabo, se había presentado sin que la invitaran y con la intención de hablar sobre algo muy personal.
—Aunque nunca le he contado a nadie la verdad sobre mi propio matrimonio, estoy dispuesta a contársela a usted. Sé que me informaron de un modo deplorable sobre lo que me esperaba y el resultado fue desastroso. Nuestras circunstancias no son idénticas, pero existe similitud suficiente como para que yo sienta que puedo ayudarla, al margen de lo que decida usted sobre lord Manderville. No obstante, si está firmemente convencida de su decisión, me iré.
Por un momento, Annabel pareció sumida en un debate interior, pero entonces volvió y se sentó frente a ella en una butaca de brocado.
—No estoy segura —confesó con un ligero temblor de voz —de por qué exactamente deseo oír lo que tiene usted que decir, pero así es.
Tal vez fuera por cobardía, pero ______ había confiado en parte que la rechazara, para no tener que hablar de algo que había hecho todo lo posible por olvidar. Asintió y apartó la mirada, concediéndose un momento para recuperar la compostura. Se aclaró la garganta, volvió a mirarla, sonrió y reconoció con ironía:
—Yo haré todo lo que esté en mi mano, pero esto puede ser embarazoso para ambas. Permita que empiece con la sencilla afirmación de que la intimidad entre un hombre y una mujer puede significar muchas cosas. El hombre equivocado puede convertirla en una experiencia perturbadora y espantosa, y el adecuado puede hacerla más placentera de lo que pueda imaginar jamás. Confío en que no me juzgue con demasiada dureza si le digo que yo las he experimentado ambas, ya que es del dominio público que solo me he casado una vez.
Annabel la miró con aquellos encantadores ojos azul oscuro.
—Si su marido era el hombre equivocado, yo difícilmente la culparía por buscar consuelo en otra parte, milady.
—Mi marido, con toda franqueza, era un hombre terrible, y una mujer nunca es más vulnerable que cuando está sometida a las necesidades sexuales de un varón. Sí, sabemos que ellos suelen ser más altos que nosotras y que tienen una constitución física distinta, pero nosotras, en tanto que damas jóvenes y protegidas, no somos demasiado conscientes de hasta qué punto ellos son más fuertes. Tampoco somos conscientes, o yo no lo era, de la mecánica concreta del acto en sí. Si es usted como era yo, debe de haberse hecho preguntas, pero ese es un gran misterio del que nos mantienen al margen, porque hablar de ello se considera vulgar.
En las tersas mejillas de Annabel había aparecido un tenue rubor.
—Ni siquiera Margaret me contará demasiadas cosas. Ha prometido explicármelo antes de la boda.
Aunque solo era unos años mayor, ________ se sentía mucho más preparada y había pagado un precio muy alto por ese aprendizaje.
—Asegúrese de que lo haga, o no dude en preguntarme a mí. Un poco de información puede ayudar mucho para iniciarse en algo tan... personal. Mi intención ahora no es explicar los detalles anatómicos del proceso, sino explicarle la confianza emocional que implica. Supone un acto de fe inmenso. ¿Es usted capaz de imaginarse yaciendo desnuda junto a lord Hyatt durante el resto de su vida? ¿Puede imaginarle acariciándola por todas partes, incluso en las zonas más íntimas? ¿Quiere usted estar entre sus brazos, probar sus besos, o más bien le imagina pasándole la bandeja de las tostadas durante el desayuno?
—Por supuesto que he pensado en mí deber de esposa. —Annabel empezaba a ruborizarse más a cada momento.
—¿Deber? —Le vino a la mente la experta pericia de las caricias de Joseph y el oportuno e irresistible ardor que provocaban. Cómo la había hecho estremecer, notar en su interior hasta qué punto la necesitaba, el violento placer de sentir su boca pegada a la piel. ______ arqueó las cejas. —O se está usted engañando a sí misma, o el deber no ha de tener nada que ver con esto.
Le había tocado alguna fibra, porque Annabel dijo a la defensiva:
—La mayoría de los matrimonios de la alta sociedad no están basados en el amor, sino en aspectos prácticos.
—Ciertamente. Y ya ve los resultados. Tanto los maridos como las esposas se distancian e intentan buscar lo que no tienen entre las cuatro paredes de sus dormitorios. ¿Cómo cree que lord Manderville y el duque de Rothay han construido sus formidables reputaciones de viciosos? Seduciendo a jovencitas casaderas no. Eso seguro, o los hubieran arrastrado hasta el altar hace mucho tiempo. Incluso fueron capaces de hacer esa escandalosa apuesta y que a la gente bien le pareciera algo divertido y fascinante.
La mujer que tenía enfrente miró fijamente el estampado de la alfombra con los ojos entornados.
—Nicholas sostiene que hizo la apuesta en un momento de borrachera, provocado por mi compromiso.
—Tengo la confirmación de que dice la verdad.
Se arrepintió de aquellas palabras en cuanto las dijo. Annabel no era tonta y endureció la mirada al levantar la vista.
—¿Por parte del duque?
Sí, definitivamente había hablado demasiado. Era probable que la señorita Reid fuera de fiar, pero ________ acababa de relacionar su nombre con ambos hombres. Reprimió el impulso de hacer una mueca e intentó ofrecer su mejor imagen de viuda fría e irreprochable.
—La fuente no importa. Yo le creo. La cuestión es: ¿le cree usted? Lord Manderville afirma que la quiere, y con su título y su fortuna no puede considerarse un mal partido, por no mencionar que usted me acaba de decir que carece de sentimientos profundos por lord Hyatt.
Annabel hizo un ademán de impotencia.
—¿Y se supone que debo anular mi compromiso basándome en la leve posibilidad de que Nicholas diga realmente la verdad? No olvidemos que tengo la convicción de que aunque fuera sincero, nunca será fiel. ¿Qué sabe del amor un hombre como él?
—Yo diría... —considerando el desasosiego que a ella misma le producía ese asunto, ______ escogió cuidadosamente sus palabras —que él se daría cuenta de la diferencia con toda seguridad. Entre su habitual indiferencia y su amplia experiencia en esto, seguro que él más que nadie se daría cuenta de que con usted es diferente.
—Amplia experiencia, en efecto —musitó Annabel, aunque va no tenía aquella beligerante expresión de rabia y rechazo en la cara, sino una mirada más taciturna, cercana a la desesperanza. —Dígame, lady Wynn, si estuviera usted en mi lugar, ¿le creería? ¿Arriesgaría todo su futuro y desecharía la posibilidad de un matrimonio sólido y estable con un hombre bueno, para depositar sus esperanzas en un conocido libertino? No hace mucho, todo Londres se moría de curiosidad cuando su nombre apareció junto al de una reconocida adúltera en un caso de divorcio extraordinariamente escandaloso. Su alegato de inocencia puede ser cierto o no.
Joseph también menospreciaba su mala fama y había mencionado hasta qué punto era pura fantasía. _______ negó con la cabeza.
—Los rumores no son de fiar y no hay pruebas de que la acusación sea cierta.
Annabel parecía impertérrita, excepto por el temblor de la boca.
—De acuerdo. Eso lo admito, pero aunque él crea que es sincero respecto a sus sentimientos hacia mí, ¿quién sabe cuánto durará eso?
Ese era un argumento válido. _______ no podía negarlo.
Annabel continuó, casi como si hablara para sí misma:
—El se siente culpable conmigo. Eso lo ha reconocido. Así que ahora se le ha ocurrido una manera de solucionarlo y de excusarse por lo que pasó en el pasado. Bien, yo no estoy segura de si estoy dispuesta a olvidar o a perdonar, y su capacidad para el amor permanente sigue planteándome un auténtico interrogante.
Al menos había un destello de duda en la voz de la encantadora señorita Reid.
—Lo sé. —______ lo comprendía muy bien. Ella también era muy consciente de las consecuencias de estar enamorada de alguien con tan mala reputación como Manderville. El duque de Rothay ni siquiera había declarado que sintiera nada profundo por ella, de modo que su situación era aún peor.
Durante un momento ambas se limitaron a mirarse la una a la otra, y pareció surgir una especial atmósfera de fraternidad femenina.
Annabel sonrió y le hizo una proposición:
—Aunque no estoy segura de los sentimientos que me provoca su visita, lady Wynn, ¿le apetecería una copa de jerez?
—Me encantaría y, por favor, llámeme _____.
Queridísima Annie:
¿Tengo derecho al menos a pedir perdón por mi comportamiento de hace unos meses en Manderville Hall? He sopesado el asunto largamente y ni yo mismo soy capaz de responderme. Lo único que sé es que desearía borrar el recuerdo de tu expresión cuando saliste del invernadero aquella tarde. Si pudiera erradicar el acto que lo causó, ten por seguro que lo haría. Yo asumo toda la responsabilidad. Al fin y al cabo soy mayor, pero, por lo visto, estos años de más no han venido acompañados de mayor sabiduría.
El recuerdo de nuestro beso me obsesiona aún más. Quizá debería pedir perdón por ello pero, con toda franqueza, no puedo. No lamento que ocurriera. Solo lamento mi desconsiderada conducta posterior. Por favor, acepta mis más profundas disculpas.
No soy capaz de decirte cómo ansió ver que vuelves a sonreírme.
Tuyo, con total sinceridad,
Nicholas Drake, sexto conde de Manderville
A día 21 de noviembre de 1811
Annabel dejó deslizar el pergamino entre los dedos, con las manos temblorosas. Vio la carta planear hasta el suelo y quedarse allí, mientras ella se tragaba el nudo de la garganta.
¿Qué habría pasado si hubiera leído esto cuando llegó? Era una pregunta irrelevante, porque por entonces seguía todavía sumida en el desconcierto y la decepción, pero seguro que era significativo que no la hubiera tirado. ¿Podía ser en parte culpa suya todo esto? Al fin y al cabo, Nicholas no había pedido ser su caballero andante, el príncipe valeroso de sus sueños, el héroe apuesto de todas sus fantasías juveniles. Era solo un hombre y por lo tanto imperfecto.
«El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos...»
Ella había construido una imagen de Nicholas que no era del todo real, y cuando él no se ajustó a ella, su mundo se deshizo en pedazos. No es que careciera de defectos precisamente, se dijo, recordando a lady Bellvue entre sus brazos, pero también era cierto que quizá no era del todo culpa suya.
La diferencia era que él había pedido perdón.
Ella no.
CAPÍTULO 21
El nombre que aparecía en la tarjeta le causó verdadera sorpresa. Annabel frunció el ceño, sin saber cómo interpretar la inesperada visita de una mujer que apenas conocía, pero asintió, porque no se le ocurrió razón alguna para no recibir a lady Wynn.
Por otro lado, tampoco se le ocurría ninguna razón para la visita de la joven viuda.
—Por favor, acompáñela a la salita. Yo iré enseguida —le dijo al lacayo que le había traído la tarjeta.
Thomas estaba fuera por algún asunto y Margaret había ido a la sombrerería, así que por lo visto le tocaba a ella el papel de anfitriona. Dejó a un lado el libro que había estado leyendo y se levantó, confiando en que su falda de muselina no estuviera demasiado arrugada, pues llevaba horas sentada allí, inmersa en una novela en la que las desgracias ajenas le hacían olvidar las propias.
Pocos minutos después entró en la salita de recibir, y vio que su invitada se había sentado en una de las butacas tapizadas de seda verde pálido, cuya tonalidad contrastaba con el vibrante colorido de su piel. Delicadamente hermosa con un vestido de día color crema bordado con florecillas azules, y su esplendorosa cabellera recogida en un tupido moño, lady Wynn la miró con aquellos característicos ojos grises de enormes pestañas y su típica actitud distante.
—Buenas tardes, señorita Reid.
—Buenas tardes, milady.
—Gracias por recibirme.
—No faltaría más. Me complace mucho que pase a verme.
Si a Annabel no le fallaba la memoria, las habían presentado en una ocasión, pero a menudo coincidían en acontecimientos sociales. Sin embargo, apenas se conocían lo justo para saludarse y se sentía desconcertada por la visita de lady Wynn.
—No es que pasara por aquí exactamente. Vine a verla con un propósito concreto, que espero que no considere reprobable.
Esto era más intrigante por momentos. Annabel se sentó frente a su inesperada invitada y se alisó casi instintivamente las arrugas de la falda. Aunque ________ era pocos años mayor que ella, tenía una actitud serena y distante que hacía que Annabel se sintiera como una colegiala. No pudo evitar preguntar:
—¿Reprobable?
—Le agradecería que lo que estamos a punto de hablar quedara entre nosotras.
Esa era una afirmación interesante.
—Si desea usted compartir algo confidencial, me sentiré muy honrada de complacerla. —Annabel habló despacio, sin intentar ocultar su sorpresa. —Aunque he de reconocer que estoy perpleja. Apenas nos conocemos.
En la boca de su visitante apareció algo que solo podía describirse como una sonrisa melancólica.
—Nadie tiene demasiados amigos y yo a veces pienso que tengo demasiado pocos. ¿Quién sabe? Tal vez nos sorprendamos mutuamente. Yo creo que, al fin y al cabo, tenemos bastante en común.
—¿Nosotras? ¿Y cómo es eso?
—Bien, para empezar, tenemos casi la misma edad. También, en cierto sentido, ambas estamos prácticamente solas en el mundo. Usted, debido a la muerte de sus padres y yo, puesto que el mío hace como si yo no existiera. No olvidemos que me casé con un hombre a quien no amaba y que usted, según dicen, está a punto de hacer lo mismo.
Dicho de aquella forma, resultaba espantoso. Annabel notó cuál era su reacción ante una observación tan directa, por cómo tensó la espalda y apretó los labios.
—¿Cómo diantre puede usted saber lo que yo siento por lord Hyatt?
No pareció que a _______ Wynn le afectara la acidez del tono de voz.
—No lo sé. Por eso es por lo que he venido aquí a hablar con usted.
Decir que Annabel estaba confusa era una obviedad.
—Discúlpeme, milady, pero no comprendo por qué eso puede importarle a usted.
Se alzó levemente una ceja caoba.
—Mi matrimonio fue algo terrible. Sinceramente no le deseo a nadie esa situación.
—Alfred no tiene nada de terrible. —«Aparte de aquel beso desapasionado, claro», susurró una voz insidiosa.
—Estoy de acuerdo. Por lo que yo sé es un buen hombre. —Lady Wynn emitió un suspiro revelador, casi imperceptible. —Pero ¿usted le ama?
Nadie le había preguntado eso. Nadie. Ni su tutor, ni Margaret, ni siquiera el propio Alfred. Aquello la perturbó y, gracias a Nicholas, a Annabel ya le perturbaba bastante pensar en sus futuras nupcias. Ni que le fuera la vida en ello, se le ocurría cómo responder a la pregunta que nunca esperó que le hicieran.
Cuando el silencio se prolongó, unos preciosos ojos de plata centellearon con aparente comprensión.
—Ya veo —murmuró finalmente lady Wynn.
Annabel tragó saliva de forma convulsa.
—Es un hombre amable.
—Tiene aspecto de serlo.
Ella odió el matiz de conmiseración que apreció en aquella ratificación.
—Y generoso.
—Estoy segura.
—Y buen partido. —Oh, maldición, ¿realmente había usado ella esa horrible expresión, diciéndolo así, abiertamente, como si fuera algo admirable?
—Lo es. —Lady Wynn sonrió apenas.
¿Por qué estaba pasando esto ahora? ¿Por qué una mujer a quien casi no conocía tenía que aparecer de repente para hablarle de sus dudas más determinantes? Ese era el peor momento posible.
O quizá el más fortuito considerando su persistente dilema.
Le resultaba imposible seguir sentada. Se levantó y cruzó la habitación. Apoyó un brazo en el pianoforte e inspiró larga y serenamente.
—¿Puedo preguntarle, por favor, por qué considera usted que esto es en algún sentido asunto suyo?
Lady Wynn vaciló y después irguió los hombros.
—Lord Manderville me pidió que hablara con usted en su nombre.
Nicholas.
«Maldito sea.»
Annabel se dio la vuelta con un movimiento rígido, propio de una muñeca, y clavó la mirada en su invitada. Naturalmente lady Wynn estaba exquisita con todo aquel brillante cabello castaño rojizo y su voluptuosa figura, esbelta pero curvilínea, como la tentación reencarnada para un varón lujurioso y lascivo como el conde de Manderville.
—¿El la envió para que intercediera en su favor? —preguntó con vehemencia.
—¿He intercedido?
Bien, lady Wynn tenía razón; no lo había hecho, pero aun así Annabel se sentía ofendida.
Y celosa. Muy celosa, de un modo que le afectaba al alma, la mente y definitivamente la boca del estómago. Era como si tuviera allí una bola negra y pesada como el plomo. Recuperó la compostura.
—Nunca he oído comentarios en los que apareciera su nombre, madame, pero puedo imaginar el tipo de amistad que Nicholas Drake debe de tener con usted. Es usted mujer y atractiva, y con eso está dicho todo.
Serena y sin dejar de mirarla con aquella ostentosa calma, lady Wynn negó con la cabeza.
—Él no me ha rozado la mano siquiera. Es más, ni lo ha intentado.
La situación se hacía más desconcertante por momentos.
—Entonces, ¿cómo puede ser amiga suya?
Un favorecedor rubor atravesó las facciones perfectas de la mujer en el otro extremo de la salita.
—Es una historia bastante complicada, pero en resumen yo opino que en realidad él es un hombre muy decente y que, sin ninguna duda, está más que un poco enamorado de usted. De ahí mi presencia aquí. Sí, deseaba que yo hablara con usted porque según él mismo reconoció, su encanto habitual no ha surtido efecto.
—Eso es porque usted está equivocada. Él es un espantoso canalla con los principios de un gato callejero.
Pero no fue una protesta dicha con suficiente convicción. Annabel le veía todavía, allí, de pie en su dormitorio, y oía su conmovedora declaración: «Te amo...».
Deseaba creerle y sentir aquel destello de esperanza de que pudiera ser cierto; era como estar en el cielo y el infierno al mismo tiempo. De cualquier forma, ahora tenía auténticas dudas sobre si casarse con Alfred, incluso sin las observaciones de su inesperada invitada.
—Comprendo que la reputación del conde la frene. Eso me indica que no está usted interesada solo en su físico, título y fortuna. El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos.
Annabel preguntó con cierta vacilación en la voz:
—¿Habla usted por experiencia, lady Wynn?
En la cara de la preciosa joven que tenía a escasos pasos de distancia había una mirada casi de censura; sus ojos azul oscuro estaban enormemente abiertos, y apretaba los puños en los costados.
Le había costado un poco decidirse a cruzar el umbral de la casa que Nicholas tenía en la ciudad, y aún sería más duro admitir la pasión que sentía en aquel momento por Joseph Jonas. No obstante, ______ había prometido a Nicholas que le ayudaría, y por la expresión de la cara de Annabel Reid, este estaba totalmente en lo cierto respecto a sus sentimientos hacia él. La postura de su cuerpo indicaba cierta vulnerabilidad en su conmovedora aflicción, y la mera mención del nombre de lord Manderville la había puesto vehementemente a la defensiva.
El tenía razón. La señorita Reid no sentía indiferencia en absoluto. Todo lo contrario, a juzgar por las intensas manchas de rubor que tenía en las mejillas.
—Sí, en efecto. —_____ fingió una despreocupación que no sentía. —Pero no es de mi insensatez ni mucho menos de lo que he venido a hablar aquí, sino de la suya. Dígame, ¿cree usted que puede casarse con lord Hyatt y no lamentar la decisión?
—Si no pensara que elegirle es acertado, no habría aceptado su proposición.
—Perdóneme, pero la palabra «acertado» no tiene nada que ver con un ideal romántico.
Los labios carnosos de Annabel se convirtieron en una línea tensa.
—Yo tuve un ideal romántico una vez, lady Wynn, y descubrí que estaba basado en una fábula, en un mito que mi propia mente pueril había inventado. Puesto que es obvio que Nicholas ha hablado de mí con usted, tal vez ya sepa que una vez creí estar enamorada de él. Su apariencia y su encanto me trastornaron cuando ni siquiera había sido presentada en sociedad, de modo que era especialmente vulnerable. Yo soñaba que tal vez un día él compartiría mis sentimientos. Como una tonta, imaginé que cambiaría por mí.
—Creo que la entiendo perfectamente —murmuró ______ sin poder evitarlo.
Annabel meneó la cabeza, algún recuerdo lejano hizo que sus ojos brillaran y pestañeó fugazmente varias veces.
—Estaba muy equivocada.
—Él me contó su versión de la historia, y he de reconocer que creo que lamenta sinceramente tanto haberle hecho daño como perder su estima.
Lord Manderville no había sido indulgente consigo mismo en aquella breve exposición, y calificó su propio comportamiento como insensible y egoísta. ______ imaginaba el precio que pagó su orgullo varonil al exponer con tanta franqueza sus sentimientos a una desconocida. Pero intuía que aquel comportamiento tan cándido se debía a que necesitaba su ayuda con verdadera desesperación. El incidente del carruaje con Joseph parecía demostrar que el conde estaba cumpliendo con su parte, así que _____ quería devolverle el favor. Aunque no se lo hubiera prometido a Nicholas, aquella deprimente mirada en la cara de la señorita Reid la había conmovido.
Ella sabía muy bien cómo se sentía Annabel.
La joven que estaba de pie junto al lustroso pianoforte se alisó la falda con una mano temblorosa, el gesto ausente y una mirada muy directa.
—Sí, él me hizo daño y sí, perdió mi estima.
—¿Y cree usted que lord Hyatt puede curar su corazón roto?
La pregunta quedó allí, suspendida en la quietud de la sala.
La respuesta fue el silencio.
Finalmente, Annabel dijo con dignidad:
—Yo creo que él me tratará bien, que me dará hijos y que nos entenderemos. El tampoco está enamorado de mí por lo que parece, y de hecho eso me tranquiliza. Significa que ambos queremos lo mismo de nuestro matrimonio. Compañía y una familia.
—¿Y la pasión? ¿Y si no hay hijos? Yo puedo decir con cierta autoridad que no hay garantías de eso. Entonces estarán ustedes dos solos… para siempre.
—Somos amigos. —La réplica fue inmediata, pero algo centelleó en los ojos de la otra mujer.
¿La duda? Quizá.
—Lo cual es agradable, estoy de acuerdo, pero no suficiente.
_____ no estaba en absoluto acostumbrada a hablar de sus sentimientos, y mucho menos de algo tan privado como lo que había compartido con Joseph; sin embargo, se dispuso a ser franca. Al fin y al cabo, se había presentado sin que la invitaran y con la intención de hablar sobre algo muy personal.
—Aunque nunca le he contado a nadie la verdad sobre mi propio matrimonio, estoy dispuesta a contársela a usted. Sé que me informaron de un modo deplorable sobre lo que me esperaba y el resultado fue desastroso. Nuestras circunstancias no son idénticas, pero existe similitud suficiente como para que yo sienta que puedo ayudarla, al margen de lo que decida usted sobre lord Manderville. No obstante, si está firmemente convencida de su decisión, me iré.
Por un momento, Annabel pareció sumida en un debate interior, pero entonces volvió y se sentó frente a ella en una butaca de brocado.
—No estoy segura —confesó con un ligero temblor de voz —de por qué exactamente deseo oír lo que tiene usted que decir, pero así es.
Tal vez fuera por cobardía, pero ______ había confiado en parte que la rechazara, para no tener que hablar de algo que había hecho todo lo posible por olvidar. Asintió y apartó la mirada, concediéndose un momento para recuperar la compostura. Se aclaró la garganta, volvió a mirarla, sonrió y reconoció con ironía:
—Yo haré todo lo que esté en mi mano, pero esto puede ser embarazoso para ambas. Permita que empiece con la sencilla afirmación de que la intimidad entre un hombre y una mujer puede significar muchas cosas. El hombre equivocado puede convertirla en una experiencia perturbadora y espantosa, y el adecuado puede hacerla más placentera de lo que pueda imaginar jamás. Confío en que no me juzgue con demasiada dureza si le digo que yo las he experimentado ambas, ya que es del dominio público que solo me he casado una vez.
Annabel la miró con aquellos encantadores ojos azul oscuro.
—Si su marido era el hombre equivocado, yo difícilmente la culparía por buscar consuelo en otra parte, milady.
—Mi marido, con toda franqueza, era un hombre terrible, y una mujer nunca es más vulnerable que cuando está sometida a las necesidades sexuales de un varón. Sí, sabemos que ellos suelen ser más altos que nosotras y que tienen una constitución física distinta, pero nosotras, en tanto que damas jóvenes y protegidas, no somos demasiado conscientes de hasta qué punto ellos son más fuertes. Tampoco somos conscientes, o yo no lo era, de la mecánica concreta del acto en sí. Si es usted como era yo, debe de haberse hecho preguntas, pero ese es un gran misterio del que nos mantienen al margen, porque hablar de ello se considera vulgar.
En las tersas mejillas de Annabel había aparecido un tenue rubor.
—Ni siquiera Margaret me contará demasiadas cosas. Ha prometido explicármelo antes de la boda.
Aunque solo era unos años mayor, ________ se sentía mucho más preparada y había pagado un precio muy alto por ese aprendizaje.
—Asegúrese de que lo haga, o no dude en preguntarme a mí. Un poco de información puede ayudar mucho para iniciarse en algo tan... personal. Mi intención ahora no es explicar los detalles anatómicos del proceso, sino explicarle la confianza emocional que implica. Supone un acto de fe inmenso. ¿Es usted capaz de imaginarse yaciendo desnuda junto a lord Hyatt durante el resto de su vida? ¿Puede imaginarle acariciándola por todas partes, incluso en las zonas más íntimas? ¿Quiere usted estar entre sus brazos, probar sus besos, o más bien le imagina pasándole la bandeja de las tostadas durante el desayuno?
—Por supuesto que he pensado en mí deber de esposa. —Annabel empezaba a ruborizarse más a cada momento.
—¿Deber? —Le vino a la mente la experta pericia de las caricias de Joseph y el oportuno e irresistible ardor que provocaban. Cómo la había hecho estremecer, notar en su interior hasta qué punto la necesitaba, el violento placer de sentir su boca pegada a la piel. ______ arqueó las cejas. —O se está usted engañando a sí misma, o el deber no ha de tener nada que ver con esto.
Le había tocado alguna fibra, porque Annabel dijo a la defensiva:
—La mayoría de los matrimonios de la alta sociedad no están basados en el amor, sino en aspectos prácticos.
—Ciertamente. Y ya ve los resultados. Tanto los maridos como las esposas se distancian e intentan buscar lo que no tienen entre las cuatro paredes de sus dormitorios. ¿Cómo cree que lord Manderville y el duque de Rothay han construido sus formidables reputaciones de viciosos? Seduciendo a jovencitas casaderas no. Eso seguro, o los hubieran arrastrado hasta el altar hace mucho tiempo. Incluso fueron capaces de hacer esa escandalosa apuesta y que a la gente bien le pareciera algo divertido y fascinante.
La mujer que tenía enfrente miró fijamente el estampado de la alfombra con los ojos entornados.
—Nicholas sostiene que hizo la apuesta en un momento de borrachera, provocado por mi compromiso.
—Tengo la confirmación de que dice la verdad.
Se arrepintió de aquellas palabras en cuanto las dijo. Annabel no era tonta y endureció la mirada al levantar la vista.
—¿Por parte del duque?
Sí, definitivamente había hablado demasiado. Era probable que la señorita Reid fuera de fiar, pero ________ acababa de relacionar su nombre con ambos hombres. Reprimió el impulso de hacer una mueca e intentó ofrecer su mejor imagen de viuda fría e irreprochable.
—La fuente no importa. Yo le creo. La cuestión es: ¿le cree usted? Lord Manderville afirma que la quiere, y con su título y su fortuna no puede considerarse un mal partido, por no mencionar que usted me acaba de decir que carece de sentimientos profundos por lord Hyatt.
Annabel hizo un ademán de impotencia.
—¿Y se supone que debo anular mi compromiso basándome en la leve posibilidad de que Nicholas diga realmente la verdad? No olvidemos que tengo la convicción de que aunque fuera sincero, nunca será fiel. ¿Qué sabe del amor un hombre como él?
—Yo diría... —considerando el desasosiego que a ella misma le producía ese asunto, ______ escogió cuidadosamente sus palabras —que él se daría cuenta de la diferencia con toda seguridad. Entre su habitual indiferencia y su amplia experiencia en esto, seguro que él más que nadie se daría cuenta de que con usted es diferente.
—Amplia experiencia, en efecto —musitó Annabel, aunque va no tenía aquella beligerante expresión de rabia y rechazo en la cara, sino una mirada más taciturna, cercana a la desesperanza. —Dígame, lady Wynn, si estuviera usted en mi lugar, ¿le creería? ¿Arriesgaría todo su futuro y desecharía la posibilidad de un matrimonio sólido y estable con un hombre bueno, para depositar sus esperanzas en un conocido libertino? No hace mucho, todo Londres se moría de curiosidad cuando su nombre apareció junto al de una reconocida adúltera en un caso de divorcio extraordinariamente escandaloso. Su alegato de inocencia puede ser cierto o no.
Joseph también menospreciaba su mala fama y había mencionado hasta qué punto era pura fantasía. _______ negó con la cabeza.
—Los rumores no son de fiar y no hay pruebas de que la acusación sea cierta.
Annabel parecía impertérrita, excepto por el temblor de la boca.
—De acuerdo. Eso lo admito, pero aunque él crea que es sincero respecto a sus sentimientos hacia mí, ¿quién sabe cuánto durará eso?
Ese era un argumento válido. _______ no podía negarlo.
Annabel continuó, casi como si hablara para sí misma:
—El se siente culpable conmigo. Eso lo ha reconocido. Así que ahora se le ha ocurrido una manera de solucionarlo y de excusarse por lo que pasó en el pasado. Bien, yo no estoy segura de si estoy dispuesta a olvidar o a perdonar, y su capacidad para el amor permanente sigue planteándome un auténtico interrogante.
Al menos había un destello de duda en la voz de la encantadora señorita Reid.
—Lo sé. —______ lo comprendía muy bien. Ella también era muy consciente de las consecuencias de estar enamorada de alguien con tan mala reputación como Manderville. El duque de Rothay ni siquiera había declarado que sintiera nada profundo por ella, de modo que su situación era aún peor.
Durante un momento ambas se limitaron a mirarse la una a la otra, y pareció surgir una especial atmósfera de fraternidad femenina.
Annabel sonrió y le hizo una proposición:
—Aunque no estoy segura de los sentimientos que me provoca su visita, lady Wynn, ¿le apetecería una copa de jerez?
—Me encantaría y, por favor, llámeme _____.
Queridísima Annie:
¿Tengo derecho al menos a pedir perdón por mi comportamiento de hace unos meses en Manderville Hall? He sopesado el asunto largamente y ni yo mismo soy capaz de responderme. Lo único que sé es que desearía borrar el recuerdo de tu expresión cuando saliste del invernadero aquella tarde. Si pudiera erradicar el acto que lo causó, ten por seguro que lo haría. Yo asumo toda la responsabilidad. Al fin y al cabo soy mayor, pero, por lo visto, estos años de más no han venido acompañados de mayor sabiduría.
El recuerdo de nuestro beso me obsesiona aún más. Quizá debería pedir perdón por ello pero, con toda franqueza, no puedo. No lamento que ocurriera. Solo lamento mi desconsiderada conducta posterior. Por favor, acepta mis más profundas disculpas.
No soy capaz de decirte cómo ansió ver que vuelves a sonreírme.
Tuyo, con total sinceridad,
Nicholas Drake, sexto conde de Manderville
A día 21 de noviembre de 1811
Annabel dejó deslizar el pergamino entre los dedos, con las manos temblorosas. Vio la carta planear hasta el suelo y quedarse allí, mientras ella se tragaba el nudo de la garganta.
¿Qué habría pasado si hubiera leído esto cuando llegó? Era una pregunta irrelevante, porque por entonces seguía todavía sumida en el desconcierto y la decepción, pero seguro que era significativo que no la hubiera tirado. ¿Podía ser en parte culpa suya todo esto? Al fin y al cabo, Nicholas no había pedido ser su caballero andante, el príncipe valeroso de sus sueños, el héroe apuesto de todas sus fantasías juveniles. Era solo un hombre y por lo tanto imperfecto.
«El no es perfecto, pero a veces es de los más granujas de quienes nosotras nos enamoramos...»
Ella había construido una imagen de Nicholas que no era del todo real, y cuando él no se ajustó a ella, su mundo se deshizo en pedazos. No es que careciera de defectos precisamente, se dijo, recordando a lady Bellvue entre sus brazos, pero también era cierto que quizá no era del todo culpa suya.
La diferencia era que él había pedido perdón.
Ella no.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 22
Aquella sala mal ventilada no era ideal ni mucho menos. Nicholas se sentía impaciente y se revolvió en la silla. La sesión se había prolongado de forma interminable y él empezaba a tener dolor de cabeza. Lord Norton no pareció darse cuenta del tiempo que llevaba perorando hasta que los bostezos en la Cámara adquirieron proporciones de epidemia, y finalmente cedió sin ni siquiera haber expuesto un argumento válido.
Nicholas no había sido el único en aburrirse hasta el hartazgo, a juzgar por la prontitud con la que los lores abandonaron el Parlamento. Fue un alivio salir al sol de la tarde.
Pocos días antes había recibido una breve nota de lady Wynn sobre su conversación con Annabel, en la que le manifestaba que ella había hecho todo lo posible, y la esperanza de que hubiera ido bien. Aquella tarde, Nicholas estuvo dando vueltas por su estudio como un colegial inexperto, y más tarde aguantó una ópera terrible que no le interesaba. La única parte positiva de la velada había sido que la mujer que amaba no había aparecido del brazo de su prometido. Al menos no se había visto obligado a estar sentado allí, evitando escrupulosamente mirarlos. Fue un pequeño respiro en una situación en la que parecía tenerlo todo en contra.
Así que ahora Nicholas tenía dos posibilidades. Podía ponerse su ridículo disfraz y visitar a ____ de madrugada, para suplicarle que le diera detalles sobre su conversación, o podía arrastrarse hasta el dormitorio de Annabel y preguntarle a ella.
Ninguna le atraía demasiado. Ambas ideas habían resultado precipitadas la primera vez.
Nicholas era un hombre que nunca se precipitaba. Es decir, excepto si se trataba de besar a damas jovencitas en bibliotecas o invadir sus dormitorios para ofrecer indeseadas y no correspondidas declaraciones de amor.
Bien, quizá se precipitaba de vez en cuando.
«Maldición.»
Estaba claro que tendría que suponer que había ido bien. Pero ¿por qué debía pensar eso? No había ningún motivo en absoluto. Annabel le había rechazado con toda frialdad.
Bueno, no, no le había rechazado. Con frialdad no. Le había despachado con el trémulo rastro de una lágrima involuntaria en la mejilla, y un tono de voz muy distinto del que habitualmente tenía.
Eso le dio esperanza. Puede que fuera una falsa esperanza, pero no sentía deseos de abandonar. Aunque esto fallara —si lo que fuese que _____ le había dicho a Annabel no surtía efecto porque él había arruinado las cosas de modo irremediable, —seguía queriendo ayudar a Joseph.
No había forma de arrojarse a las llamas sin chamuscarse un poco.
Rothay House era una impresionante mansión de Mayfair, situada en Grosvenor Square, con todas las galerías y entradas suntuosas de rigor, y una fachada de piedra digna de una residencia real. Le ordenó a su cochero que esperara y subió la escalera, confiando en que Joseph hubiera estado tan ansioso como él por volver a casa después del debate. El duque estaba allí, según le informó el conspicuo y formal mayordomo, y si su señoría fuera tan amable de esperar en el estudio como de costumbre...
Sí. Nicholas esperó. También se sirvió él mismo una copa, antes de instalarse en la butaca habitual junto a la chimenea. La estancia tenía un olor familiar de whisky y libros antiguos.
—No es que no sea siempre agradable verte, pero ¿no acabamos de pasar una tarde insoportable juntos? —Joseph entró y cerró la puerta. —Si has venido a quejarte de los argumentos de lord Norton, tendré que confesarte que no me he enterado de la mitad de su discurso.
Nicholas rió y negó con la cabeza.
—No, no es por eso. A mí no me preguntes tampoco. Seamos francos; cuando el primer ministro se adormece y empieza a roncar, es que ha perdido a la mitad de tu público.
—Cierto. —Joseph se sentó detrás del escritorio y extendió sus largas piernas con naturalidad y una expresión inescrutable. —De modo que deduzco que la política no tiene nada que ver con tu visita.
—No. ______ y yo nos iremos el lunes. He reservado una habitación en una posada retirada cerca de Aylesbury. No está lejos, pero tampoco demasiado cerca, y es perfecta para una cita discreta. Todo está dispuesto.
El duque de Rothay no era una leyenda sin motivo. Permaneció relajado en su silla, pero en sus ojos oscuros había cierto brillo que Nicholas identificó con certeza. Hubo una pausa breve, casi infinitesimal.
—Pues dejemos que gane el mejor.
—Ese ha sido nuestro objetivo desde el principio, ¿o no?
Nicholas oyó el choque de una espada imaginaria, la sacudida del metal contra el metal, casi inaudible en el silencio de la venerable estancia.
—Exactamente nuestro objetivo.
—Joseph parecía tan frío como siempre.
—¿No tienes ninguna objeción?
—¿Por qué debería, si no tengo ningún derecho sobre la dama?
¿Por qué ciertamente? La pregunta del día. Nicholas no se engañaba. O al menos confiaba en que no.
—Cuando volviste parecías un poco afectado.
Fue una afirmación imprecisa. Joseph echó una mirada a la ventana.
—Como ya sabes, el término afectación es ambiguo. Me sentía un poco afectado. Ya pasó.
¿Era cierto eso? No, no lo era. Si fuera así, su amigo no se mostraría tan cuidadosamente indiferente. La perfidia de Helena había dejado algunas cicatrices permanentes. Nicholas lo entendía, pero recordaba la mirada en la cara de _____ cuando él le preguntó si se sentía implicada emocionalmente. También recordaba la áspera advertencia de Joe aquella tarde en White's.
«Sé cuidadoso con ella...»
—Al menos, en cuanto esto haya terminado, ya no tendremos que ocuparnos de esa ridícula apuesta nunca más —dijo Nicholas en un tono introspectivo y meditabundo. —Fue una idea absurda desde el principio, pero hemos suscitado tal interés, que nuestra vida social se ha convertido en algo francamente incómodo.
—Tienes razón.
—Al final de la semana próxima, ya estará decidido. —Descubrirás que es encantadora. —Joseph volvió a moverse, como si no consiguiera estar cómodo. «Tozudo idiota.»
—Imagino que sí. —Nicholas bebió un sorbo de su copa con aparente naturalidad.
Joseph abrió la boca para decir otra cosa, pero la cerró de golpe y permaneció en silencio. Tamborileó los dedos sobre el escritorio con un gesto de impaciencia y luego se detuvo también, como si se diera cuenta de que aquel movimiento traicionaba sus sentimientos.
¿Una objeción? ¿Una solicitud de cancelarlo todo? Nicholas comprendía y le dolía sinceramente la intensidad de la batalla interior de Joseph. La ecuación era muy simple. Si Joseph cancelaba la apuesta, estaría confesando hasta qué punto eran profundos sus sentimientos hacia _____ Wynn.
Satisfecho de que todo hubiera salido según el plan, Nicholas se puso de pie.
—Únicamente pensé en pasarme y hacerte saber que nosotros ya lo teníamos todo arreglado. Vosotros volvisteis hace casi dos semanas, ¿verdad?
—Once días —Joseph captó la precisión de su respuesta y rectificó, —más o menos.
Nicholas casi no fue capaz de reprimir la risa. No es que disfrutara con la tortura que estaba soportando su amigo, sino que sentía una compasiva solidaridad masculina, que sabía que Joseph no apreciaría hasta que reconociera su propia situación.
—De modo que supongo que veremos lo que la dama tiene que decir cuando todo esto haya acabado.
«Eso ha debido de ser una puñalada trapera.»
—Supongo.
—Más vale que te prepares, Joe ; ella se habrá olvidado de ti en la primera noche.
Su amigo no se inmutó. Pero tampoco le dio su rápida y usual réplica.
Nicholas se fue pensando que al menos había plantado la semilla. La cuestión era: ¿daría fruto alguna vez?
La sala estaba llena de piezas de tela, de ayudantes charlatanas y del agobiante aroma del perfume de gardenias de la modista. Había una muchacha de cabello oscuro arrodillada a sus pies, ajustándole el ruedo de la falda.
Annabel se limitaba a estar inmóvil, con la espalda recta, las manos entrelazadas y un nudo de tristeza en la garganta.
—Es realmente magnífico, madame Dushane. —Margaret dedicó una sonrisa a la mujer que mariposeaba por allí. —Parecerás un ángel, Annabel.
¿Tenía que usar la palabra «ángel»? Eso le evocaba imágenes de un hombre con el cabello dorado, a quien, con ironía, habían bautizado con ese apodo, y no precisamente por la santidad de sus aficiones. Un hombre con los ojos tan azules, que mirarlo era como observar el fondo de un mar cristalino, y con una sonrisa tan cautivadora que ninguna mujer que estuviera a su alcance era inmune a su poder.
¿Realmente debía estar allí de pie, con su vestido de novia, y pensando en Nicholas Drake?
Pero ¿qué otra posibilidad tenía? Al fin, Annabel se obligó a darse la vuelta y a mirarse en el espejo de cuerpo entero. Sí, era un modelo encantador con una falda de satén azul pálido cubierta de encajes, que provocaban un efecto etéreo. Iba ceñido a la cintura y subía en forma de un pudoroso corpiño que apenas insinuaba la curva superior de sus senos. Sobre la tela de las mangas raglán y del cuello habían cosido una sarta de pequeñas perlas que brillaban a la luz. El vestido era sensacional.
Sin embargo, ella tenía un aspecto horrible en comparación. Estaba pálida como un fantasma; las sombras que tenía bajo los ojos por la falta de sueño empezaban a ser evidentes, y le temblaba la boca mientras luchaba contra un insuperable impulso de echarse a llorar.
¿Por qué había leído esa carta?
Margaret apareció detrás, reflejada en el espejo.
—Annabel.
—No puedo hacerlo.
Las palabras surgieron apenas como un leve suspiro. Margaret separó los labios y un destello de alarma cruzó su rostro. —Mi querida niña, yo...
—No puedo casarme con Alfred. —Annabel dio media vuelta. —Lo siento... Lo siento mucho...
Madame Dushane, una mujer de aspecto desaliñado con una barbilla prominente y unos pequeños ojos oscuros, alzó las manos con un gesto teatral.
—Es natural estar nerviosa, ¿no? Todas las novias sienten lo mismo. Se le pasará. Es usted como un sueño con este vestido. Él caerá de rodillas, rendido de amor a sus pies.
La inconsistente lógica de que un pedazo de tela pudiera inspirar una emoción que, en primer lugar, estaba casi segura de que Alfred no sentía por ella, provocó en Annabel el macabro impulso de echarse a reír, pero no lo hizo. En lugar de eso apretó los puños en los costados y negó con la cabeza.
—No son los nervios, madame. El vestido es muy bonito, pero dudo que vaya a necesitarlo.
Margaret se dio cuenta de que estaban en un local público y dijo inmediatamente:
—Querida, ¿por qué no le pedimos a una de las chicas que te ayude a quitarte el traje y a vestirte? Podemos hablar de esto en casa y volver después, en otro momento, para la última prueba.
Annabel se desvistió con rapidez y eficacia. Sustituyó el traje de novia por su vestido amarillo de día —ese que había escogido porque confiaba en que aquel color alegre le levantaría el ánimo, —y salió de la tienda detrás de Margaret, hacia el carruaje que las esperaba. Habían previsto parar en varios sitios más, pero Margaret le dio instrucciones al cochero para que las llevara de vuelta a casa.
Annabel se preparó para la regañina bien merecida que Margaret le daría, con su característico estilo cortés y conciliador. En lugar de eso, aquella mujer que la había criado como si fuera su propia hija se limitó a arquear las cejas en cuanto el coche se puso en marcha.
—Madame Dushane es una modista maravillosa, pero también una chismosa terrible. Creo que en cuanto lleguemos a casa deberías hablar con Thomas enseguida, de modo que lord Hyatt sea informado antes de que se entere por otra persona. Es un buen hombre y está a punto de que le dejen plantado. Cuanto menos humillante se lo hagas, mejor.
—¿No estás sorprendida?
—Queridísima Annabel, no soy ciega. ¿No te pregunté después de la última prueba si todavía querías seguir adelante con la boda?
—Sí —admitió ella con un suspiro. Las lágrimas seguían allí, escociéndole detrás de los párpados. ¿Qué más habría notado Margaret? La cariñosa comprensión en los ojos de la anciana la ponía aún más nerviosa.
—Por otro lado, está claro que algo va mal cuando una futura novia palidece un poco cada vez que se prueba el vestido de boda.
—Lo sé.
—Me alegro de que hayas llegado a esa conclusión antes de la ceremonia y no al día siguiente.
—Gracias a lady Wynn.
Annabel recordaba perfectamente la firme convicción en la voz de la joven viuda, cuando le habló de la trampa que suponía un matrimonio sin amor. Puede que ese fuera un punto de vista romántico, sobre todo entre la clase alta, donde los matrimonios concertados eran corrientes, pero la dama parecía hablar por amarga experiencia.
—¿Lady Wynn? Una mentora peculiar. No sabía que fuerais amigas.
De no haberse sentido tan perturbada por la dificultad de adaptarse a la firme decisión de cancelar el compromiso, a Annabel nunca se le habría escapado, pero dijo:
—No lo éramos especialmente hasta el otro día. Es amiga de Nicholas.
Siguieron traqueteando. La expresión de Margaret destilaba escepticismo.
—En circunstancias normales yo no hablaría de este tema contigo, pero dudo de que sea cierto. No he oído ni una palabra al respecto.
—No su amante. —A Annabel había dejado de preocuparle si se consideraba apropiado que ella estuviera informada del tema en cuestión. En las últimas semanas había crecido diez años. —Me dijo con bastante franqueza que él nunca la había abordado con intenciones dudosas.
—Dios del cielo —musitó Margaret. —Debe de haber sido una conversación muy interesante. Sus motivos me intrigan, pero no se lo reprocho. Me tenías preocupada y a Thomas también.
Annabel miró al suelo con las manos unidas sobre el regazo.
—Los dos sois demasiado buenos conmigo, como siempre.
—No digas bobadas. Aunque no te hayamos engendrado, tú eres hija nuestra en todos los sentidos. —Luego Margaret se aventuró a añadir: —También le tenemos mucho cariño a Nicholas. Siempre es difícil juzgar hasta qué punto debe uno interferir en la vida de los demás. Yo he estado intentando dejar que los dos lo averiguarais por vosotros mismos. He de decirte que no ha sido fácil.
Así que... ellos lo sabían. Conocían su pasión, los supuestos sentimientos de Nicholas... y parecía lógico deducir que también eran conscientes de la desilusión que ella sentía.
Ellos sabían de su corazón destrozado. ¿Cómo creyó que sería capaz de esconderlo?
—¿Cómo se fía una de un hombre con su reputación? —Preguntó Annabel con un terrible temblor en la voz. —Y rezo por que en este momento no me hagas el discurso del granuja reformado, porque no sería capaz de responderte como corresponde a una dama. Se trata del mismo hombre que recientemente hizo una escandalosa apuesta basada en su... bueno...
Se ruborizó. Aunque ella hubiera tenido... en fin, una cantidad embarazosa de... fantasías sobre cómo sería estar en sus brazos, hablar sobre ello era otro tema.
Margaret pareció entenderla.
—Los hombres jóvenes... o todos los hombres en realidad no son siempre las criaturas más prudentes del mundo.
—Eso es quedarse corta —refunfuñó Annabel.
Su acompañante le dirigió una mirada directa.
—¿No se parecen bastante a las jovencitas impulsivas, que aceptan casarse con alguien por quien no sienten casi nada, solo para demostrar una tesis absurda?
—No es lo mismo.
—Explícamelo.
¿Cómo podía discutir después de su comportamiento en la modista?
—¿Qué hago ahora? —susurró Annabel.
Margaret se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en las manos, que seguían rígidamente entrelazas en su regazo.
—El amor es una cosa maravillosa, mi querida niña. No lo subestimes.
Aquella sala mal ventilada no era ideal ni mucho menos. Nicholas se sentía impaciente y se revolvió en la silla. La sesión se había prolongado de forma interminable y él empezaba a tener dolor de cabeza. Lord Norton no pareció darse cuenta del tiempo que llevaba perorando hasta que los bostezos en la Cámara adquirieron proporciones de epidemia, y finalmente cedió sin ni siquiera haber expuesto un argumento válido.
Nicholas no había sido el único en aburrirse hasta el hartazgo, a juzgar por la prontitud con la que los lores abandonaron el Parlamento. Fue un alivio salir al sol de la tarde.
Pocos días antes había recibido una breve nota de lady Wynn sobre su conversación con Annabel, en la que le manifestaba que ella había hecho todo lo posible, y la esperanza de que hubiera ido bien. Aquella tarde, Nicholas estuvo dando vueltas por su estudio como un colegial inexperto, y más tarde aguantó una ópera terrible que no le interesaba. La única parte positiva de la velada había sido que la mujer que amaba no había aparecido del brazo de su prometido. Al menos no se había visto obligado a estar sentado allí, evitando escrupulosamente mirarlos. Fue un pequeño respiro en una situación en la que parecía tenerlo todo en contra.
Así que ahora Nicholas tenía dos posibilidades. Podía ponerse su ridículo disfraz y visitar a ____ de madrugada, para suplicarle que le diera detalles sobre su conversación, o podía arrastrarse hasta el dormitorio de Annabel y preguntarle a ella.
Ninguna le atraía demasiado. Ambas ideas habían resultado precipitadas la primera vez.
Nicholas era un hombre que nunca se precipitaba. Es decir, excepto si se trataba de besar a damas jovencitas en bibliotecas o invadir sus dormitorios para ofrecer indeseadas y no correspondidas declaraciones de amor.
Bien, quizá se precipitaba de vez en cuando.
«Maldición.»
Estaba claro que tendría que suponer que había ido bien. Pero ¿por qué debía pensar eso? No había ningún motivo en absoluto. Annabel le había rechazado con toda frialdad.
Bueno, no, no le había rechazado. Con frialdad no. Le había despachado con el trémulo rastro de una lágrima involuntaria en la mejilla, y un tono de voz muy distinto del que habitualmente tenía.
Eso le dio esperanza. Puede que fuera una falsa esperanza, pero no sentía deseos de abandonar. Aunque esto fallara —si lo que fuese que _____ le había dicho a Annabel no surtía efecto porque él había arruinado las cosas de modo irremediable, —seguía queriendo ayudar a Joseph.
No había forma de arrojarse a las llamas sin chamuscarse un poco.
Rothay House era una impresionante mansión de Mayfair, situada en Grosvenor Square, con todas las galerías y entradas suntuosas de rigor, y una fachada de piedra digna de una residencia real. Le ordenó a su cochero que esperara y subió la escalera, confiando en que Joseph hubiera estado tan ansioso como él por volver a casa después del debate. El duque estaba allí, según le informó el conspicuo y formal mayordomo, y si su señoría fuera tan amable de esperar en el estudio como de costumbre...
Sí. Nicholas esperó. También se sirvió él mismo una copa, antes de instalarse en la butaca habitual junto a la chimenea. La estancia tenía un olor familiar de whisky y libros antiguos.
—No es que no sea siempre agradable verte, pero ¿no acabamos de pasar una tarde insoportable juntos? —Joseph entró y cerró la puerta. —Si has venido a quejarte de los argumentos de lord Norton, tendré que confesarte que no me he enterado de la mitad de su discurso.
Nicholas rió y negó con la cabeza.
—No, no es por eso. A mí no me preguntes tampoco. Seamos francos; cuando el primer ministro se adormece y empieza a roncar, es que ha perdido a la mitad de tu público.
—Cierto. —Joseph se sentó detrás del escritorio y extendió sus largas piernas con naturalidad y una expresión inescrutable. —De modo que deduzco que la política no tiene nada que ver con tu visita.
—No. ______ y yo nos iremos el lunes. He reservado una habitación en una posada retirada cerca de Aylesbury. No está lejos, pero tampoco demasiado cerca, y es perfecta para una cita discreta. Todo está dispuesto.
El duque de Rothay no era una leyenda sin motivo. Permaneció relajado en su silla, pero en sus ojos oscuros había cierto brillo que Nicholas identificó con certeza. Hubo una pausa breve, casi infinitesimal.
—Pues dejemos que gane el mejor.
—Ese ha sido nuestro objetivo desde el principio, ¿o no?
Nicholas oyó el choque de una espada imaginaria, la sacudida del metal contra el metal, casi inaudible en el silencio de la venerable estancia.
—Exactamente nuestro objetivo.
—Joseph parecía tan frío como siempre.
—¿No tienes ninguna objeción?
—¿Por qué debería, si no tengo ningún derecho sobre la dama?
¿Por qué ciertamente? La pregunta del día. Nicholas no se engañaba. O al menos confiaba en que no.
—Cuando volviste parecías un poco afectado.
Fue una afirmación imprecisa. Joseph echó una mirada a la ventana.
—Como ya sabes, el término afectación es ambiguo. Me sentía un poco afectado. Ya pasó.
¿Era cierto eso? No, no lo era. Si fuera así, su amigo no se mostraría tan cuidadosamente indiferente. La perfidia de Helena había dejado algunas cicatrices permanentes. Nicholas lo entendía, pero recordaba la mirada en la cara de _____ cuando él le preguntó si se sentía implicada emocionalmente. También recordaba la áspera advertencia de Joe aquella tarde en White's.
«Sé cuidadoso con ella...»
—Al menos, en cuanto esto haya terminado, ya no tendremos que ocuparnos de esa ridícula apuesta nunca más —dijo Nicholas en un tono introspectivo y meditabundo. —Fue una idea absurda desde el principio, pero hemos suscitado tal interés, que nuestra vida social se ha convertido en algo francamente incómodo.
—Tienes razón.
—Al final de la semana próxima, ya estará decidido. —Descubrirás que es encantadora. —Joseph volvió a moverse, como si no consiguiera estar cómodo. «Tozudo idiota.»
—Imagino que sí. —Nicholas bebió un sorbo de su copa con aparente naturalidad.
Joseph abrió la boca para decir otra cosa, pero la cerró de golpe y permaneció en silencio. Tamborileó los dedos sobre el escritorio con un gesto de impaciencia y luego se detuvo también, como si se diera cuenta de que aquel movimiento traicionaba sus sentimientos.
¿Una objeción? ¿Una solicitud de cancelarlo todo? Nicholas comprendía y le dolía sinceramente la intensidad de la batalla interior de Joseph. La ecuación era muy simple. Si Joseph cancelaba la apuesta, estaría confesando hasta qué punto eran profundos sus sentimientos hacia _____ Wynn.
Satisfecho de que todo hubiera salido según el plan, Nicholas se puso de pie.
—Únicamente pensé en pasarme y hacerte saber que nosotros ya lo teníamos todo arreglado. Vosotros volvisteis hace casi dos semanas, ¿verdad?
—Once días —Joseph captó la precisión de su respuesta y rectificó, —más o menos.
Nicholas casi no fue capaz de reprimir la risa. No es que disfrutara con la tortura que estaba soportando su amigo, sino que sentía una compasiva solidaridad masculina, que sabía que Joseph no apreciaría hasta que reconociera su propia situación.
—De modo que supongo que veremos lo que la dama tiene que decir cuando todo esto haya acabado.
«Eso ha debido de ser una puñalada trapera.»
—Supongo.
—Más vale que te prepares, Joe ; ella se habrá olvidado de ti en la primera noche.
Su amigo no se inmutó. Pero tampoco le dio su rápida y usual réplica.
Nicholas se fue pensando que al menos había plantado la semilla. La cuestión era: ¿daría fruto alguna vez?
La sala estaba llena de piezas de tela, de ayudantes charlatanas y del agobiante aroma del perfume de gardenias de la modista. Había una muchacha de cabello oscuro arrodillada a sus pies, ajustándole el ruedo de la falda.
Annabel se limitaba a estar inmóvil, con la espalda recta, las manos entrelazadas y un nudo de tristeza en la garganta.
—Es realmente magnífico, madame Dushane. —Margaret dedicó una sonrisa a la mujer que mariposeaba por allí. —Parecerás un ángel, Annabel.
¿Tenía que usar la palabra «ángel»? Eso le evocaba imágenes de un hombre con el cabello dorado, a quien, con ironía, habían bautizado con ese apodo, y no precisamente por la santidad de sus aficiones. Un hombre con los ojos tan azules, que mirarlo era como observar el fondo de un mar cristalino, y con una sonrisa tan cautivadora que ninguna mujer que estuviera a su alcance era inmune a su poder.
¿Realmente debía estar allí de pie, con su vestido de novia, y pensando en Nicholas Drake?
Pero ¿qué otra posibilidad tenía? Al fin, Annabel se obligó a darse la vuelta y a mirarse en el espejo de cuerpo entero. Sí, era un modelo encantador con una falda de satén azul pálido cubierta de encajes, que provocaban un efecto etéreo. Iba ceñido a la cintura y subía en forma de un pudoroso corpiño que apenas insinuaba la curva superior de sus senos. Sobre la tela de las mangas raglán y del cuello habían cosido una sarta de pequeñas perlas que brillaban a la luz. El vestido era sensacional.
Sin embargo, ella tenía un aspecto horrible en comparación. Estaba pálida como un fantasma; las sombras que tenía bajo los ojos por la falta de sueño empezaban a ser evidentes, y le temblaba la boca mientras luchaba contra un insuperable impulso de echarse a llorar.
¿Por qué había leído esa carta?
Margaret apareció detrás, reflejada en el espejo.
—Annabel.
—No puedo hacerlo.
Las palabras surgieron apenas como un leve suspiro. Margaret separó los labios y un destello de alarma cruzó su rostro. —Mi querida niña, yo...
—No puedo casarme con Alfred. —Annabel dio media vuelta. —Lo siento... Lo siento mucho...
Madame Dushane, una mujer de aspecto desaliñado con una barbilla prominente y unos pequeños ojos oscuros, alzó las manos con un gesto teatral.
—Es natural estar nerviosa, ¿no? Todas las novias sienten lo mismo. Se le pasará. Es usted como un sueño con este vestido. Él caerá de rodillas, rendido de amor a sus pies.
La inconsistente lógica de que un pedazo de tela pudiera inspirar una emoción que, en primer lugar, estaba casi segura de que Alfred no sentía por ella, provocó en Annabel el macabro impulso de echarse a reír, pero no lo hizo. En lugar de eso apretó los puños en los costados y negó con la cabeza.
—No son los nervios, madame. El vestido es muy bonito, pero dudo que vaya a necesitarlo.
Margaret se dio cuenta de que estaban en un local público y dijo inmediatamente:
—Querida, ¿por qué no le pedimos a una de las chicas que te ayude a quitarte el traje y a vestirte? Podemos hablar de esto en casa y volver después, en otro momento, para la última prueba.
Annabel se desvistió con rapidez y eficacia. Sustituyó el traje de novia por su vestido amarillo de día —ese que había escogido porque confiaba en que aquel color alegre le levantaría el ánimo, —y salió de la tienda detrás de Margaret, hacia el carruaje que las esperaba. Habían previsto parar en varios sitios más, pero Margaret le dio instrucciones al cochero para que las llevara de vuelta a casa.
Annabel se preparó para la regañina bien merecida que Margaret le daría, con su característico estilo cortés y conciliador. En lugar de eso, aquella mujer que la había criado como si fuera su propia hija se limitó a arquear las cejas en cuanto el coche se puso en marcha.
—Madame Dushane es una modista maravillosa, pero también una chismosa terrible. Creo que en cuanto lleguemos a casa deberías hablar con Thomas enseguida, de modo que lord Hyatt sea informado antes de que se entere por otra persona. Es un buen hombre y está a punto de que le dejen plantado. Cuanto menos humillante se lo hagas, mejor.
—¿No estás sorprendida?
—Queridísima Annabel, no soy ciega. ¿No te pregunté después de la última prueba si todavía querías seguir adelante con la boda?
—Sí —admitió ella con un suspiro. Las lágrimas seguían allí, escociéndole detrás de los párpados. ¿Qué más habría notado Margaret? La cariñosa comprensión en los ojos de la anciana la ponía aún más nerviosa.
—Por otro lado, está claro que algo va mal cuando una futura novia palidece un poco cada vez que se prueba el vestido de boda.
—Lo sé.
—Me alegro de que hayas llegado a esa conclusión antes de la ceremonia y no al día siguiente.
—Gracias a lady Wynn.
Annabel recordaba perfectamente la firme convicción en la voz de la joven viuda, cuando le habló de la trampa que suponía un matrimonio sin amor. Puede que ese fuera un punto de vista romántico, sobre todo entre la clase alta, donde los matrimonios concertados eran corrientes, pero la dama parecía hablar por amarga experiencia.
—¿Lady Wynn? Una mentora peculiar. No sabía que fuerais amigas.
De no haberse sentido tan perturbada por la dificultad de adaptarse a la firme decisión de cancelar el compromiso, a Annabel nunca se le habría escapado, pero dijo:
—No lo éramos especialmente hasta el otro día. Es amiga de Nicholas.
Siguieron traqueteando. La expresión de Margaret destilaba escepticismo.
—En circunstancias normales yo no hablaría de este tema contigo, pero dudo de que sea cierto. No he oído ni una palabra al respecto.
—No su amante. —A Annabel había dejado de preocuparle si se consideraba apropiado que ella estuviera informada del tema en cuestión. En las últimas semanas había crecido diez años. —Me dijo con bastante franqueza que él nunca la había abordado con intenciones dudosas.
—Dios del cielo —musitó Margaret. —Debe de haber sido una conversación muy interesante. Sus motivos me intrigan, pero no se lo reprocho. Me tenías preocupada y a Thomas también.
Annabel miró al suelo con las manos unidas sobre el regazo.
—Los dos sois demasiado buenos conmigo, como siempre.
—No digas bobadas. Aunque no te hayamos engendrado, tú eres hija nuestra en todos los sentidos. —Luego Margaret se aventuró a añadir: —También le tenemos mucho cariño a Nicholas. Siempre es difícil juzgar hasta qué punto debe uno interferir en la vida de los demás. Yo he estado intentando dejar que los dos lo averiguarais por vosotros mismos. He de decirte que no ha sido fácil.
Así que... ellos lo sabían. Conocían su pasión, los supuestos sentimientos de Nicholas... y parecía lógico deducir que también eran conscientes de la desilusión que ella sentía.
Ellos sabían de su corazón destrozado. ¿Cómo creyó que sería capaz de esconderlo?
—¿Cómo se fía una de un hombre con su reputación? —Preguntó Annabel con un terrible temblor en la voz. —Y rezo por que en este momento no me hagas el discurso del granuja reformado, porque no sería capaz de responderte como corresponde a una dama. Se trata del mismo hombre que recientemente hizo una escandalosa apuesta basada en su... bueno...
Se ruborizó. Aunque ella hubiera tenido... en fin, una cantidad embarazosa de... fantasías sobre cómo sería estar en sus brazos, hablar sobre ello era otro tema.
Margaret pareció entenderla.
—Los hombres jóvenes... o todos los hombres en realidad no son siempre las criaturas más prudentes del mundo.
—Eso es quedarse corta —refunfuñó Annabel.
Su acompañante le dirigió una mirada directa.
—¿No se parecen bastante a las jovencitas impulsivas, que aceptan casarse con alguien por quien no sienten casi nada, solo para demostrar una tesis absurda?
—No es lo mismo.
—Explícamelo.
¿Cómo podía discutir después de su comportamiento en la modista?
—¿Qué hago ahora? —susurró Annabel.
Margaret se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en las manos, que seguían rígidamente entrelazas en su regazo.
—El amor es una cosa maravillosa, mi querida niña. No lo subestimes.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
CAPÍTULO 23
Una uña larga bajó por su pecho desnudo y le obligó a abrir los ojos. Joseph pestañeó, empezó a incorporarse y luego gruñó y se dejó caer otra vez.
—Dios santo, ¿qué hora es?
—Las once, querido.
—Maldición, ¿es verdad eso?
Elaine Fields rió en un tono quedo y musical.
—Sí, es verdad. Dime, ¿qué recuerdas de anoche?
El miró a la mujer que estaba sentada en el borde de la cama, la cama de ella, por el amor de Dios. La habitación era de un rosa resplandeciente. Cortinas rosa, tapices rosa, empapelado rosa, incluso olía a rosa si es que tal cosa era posible. Debía de ser un día soleado a juzgar por los ardientes haces de luz que había sobre la alfombra. Le dolía la cabeza y tenía una desagradable sensación de sequedad en la boca.
—No mucho.
Elaine arqueó una ceja delicada y perfectamente perfilada. Era una seductora pelirroja de curvas opulentas, diez años mayor que él, y a pesar de la breve aventura pasajera que tuvieron años atrás, habían conseguido seguir siendo amigos. Cuando su anciano esposo murió y la dejó inmersa en una batalla financiera con los acreedores, él había utilizado su influencia para ayudarla a librarse de sus maniobras codiciosas y arbitrarias. Ser el duque de Rothay tenía sus compensaciones de vez en cuando.
También tenía inconvenientes, si se tenía en cuenta que a ________ ni siquiera debían verla hablando con él.
—No me sorprende —murmuró Elaine. —Diría que nunca te había visto tan bebido, Joy. Debería haberme dado cuenta cuando llegaste, y haberme negado a ofrecerte más coñac. Sospecho que sufrirás las consecuencias durante todo el día.
El tenía la ominosa sensación de que tenía razón. ¿Qué demonios había pasado la noche anterior? ¿Cómo había acabado con su antigua amante? Había acudido a una pequeña reunión, había escuchado a una jovencita destrozando a Bach en el pianoforte y después... ¿fue Manderville quien propuso ir a uno de sus garitos de juego preferidos? Debió haber sido él... simplemente no podía recordarlo.
¿No había aprendido todavía a no dejarse llevar por Nicholas, nada menos?
—Solo me queda rezar para que estés equivocada —dijo con cínica resignación. —Por favor, dime que no fui demasiado grosero.
—En absoluto. Nunca había tenido una conversación tan interesante en toda mi vida.
—¿Conversación? —Al decirlo se dio cuenta de dos cosas. La primera que, aunque tenía el torso desnudo, seguía llevando los pantalones. Alguien considerado le había quitado las botas, gracias a Dios, pues no creía haber sido lo suficientemente educado como para quitárselas él mismo. La segunda era que ella le había traído té, y Joseph nunca se había sentido tan agradecido en toda su vida como al ver la bandeja y la tetera humeante.
Ella captó la dirección de su mirada y con una pequeña sonrisa fue a servirle una taza.
—Estuviste muy filosófico, querido.
Él se incorporó con esfuerzo hasta quedar medio sentado, y aceptó su ofrecimiento con gratitud. Después de un sorbo maravilloso musitó:
—De acuerdo, adelante, ¿qué dije?
Vestida de seda color cobre, con elegantes encajes blancos en el corpiño y los puños, y apenas la sombra de unas pocas pecas en la nariz, Elaine volvió a sentarse y le miró con una ironía evidente que suscitó un destello de alarma.
—Querías tener un debate profundo y concienzudo sobre un tema que yo creía que tú ni siquiera considerabas.
Amor.
Ella no tuvo ni que decirlo.
—Estaba borracho. —Su excusa pareció la protesta de un niño petulante.
—Por supuesto que lo estabas. Debías de estarlo, porque me dijiste su nombre. Admito que al principio me costó bastante creerlo.
Por todos los diablos, había roto la promesa que le hizo a ______. La cabeza le dolía más que nunca, aunque sabía que podía confiar en la discreción de Elaine.
Ella se echó a reír y continuó con toda tranquilidad:
—No hace falta que pongas esa cara de pena. Yo no diré nada sobre tu inusual relación con lady Wynn.
Era un imbécil. Un borracho estúpido que revelaba confidencias. Darse cuenta de ello no mejoró su estado de ánimo.
—Gracias. Y supongo que también debo darte las gracias por aguantar mis historias inducidas por el alcohol. Mis disculpas.
—No son necesarias. ¿Y lo eran? —Elaine le palmeó la rodilla.
—¿Qué? —Joseph bebió más té; ya no estaba tan mareado.
—Tan solo las historias de un hombre que se ha dejado llevar por la bebida. Parecías sorprendentemente sincero.
—¿Sincero en qué sentido? —Fue una pregunta cauta. ¿Quién sabía qué había dicho? Incluso era un misterio cómo había acabado en el endemoniado dormitorio rosa de ella.
—En creer que te has enamorado de la preciosa y distante viuda del difunto lord Wynn.
Verdaderamente había estado borracho.
—¿Yo dije eso?
Elaine asintió; una ligera sonrisa planeaba sobre su boca.
—Más que eso, ya lo creo.
—El coñac es un catalizador de la estupidez.
—Sí, cierto, pero también es un suero de la verdad.
Ella se recostó un poco y le miró con aire abiertamente especulativo.
—¿De verdad vas a permitir que se marche con Manderville durante una semana, si esa idea te produce tanto rechazo? ¿Por qué no le dices la verdad, sin más?
De modo que la traición era completa. No solo había revelado la verdad sobre el tiempo que pasaron juntos en Essex; había confesado todo lo relacionado con la propia apuesta y el papel de _______ en ella. «Por todos los malditos diablos.»
El té estaba ardiendo, pero bebió un larguísimo trago que le abrasó por dentro hasta llegar a su estómago revuelto.
—Si pudiera averiguar la verdad, tal vez lo haría.
—¿La verdad? Ese es tu problema, querido Joy. Has de averiguarla.
Las antiguas amantes convertidas en confidentes, reconvertidas en filósofas, no eran fáciles de tratar cuando uno sentía la cabeza pesada como una bala de plomo. Bebió otro sorbo de líquido humeante de la taza y se esforzó en reparar cualquier daño que hubiera hecho.
—Por favor, Elaine, estoy hundido. Ella es distinta, lo reconozco. Atrajo mi interés, por no decir que parecíamos tener cierta comunión en la cama. Sin embargo, no desea que su relación conmigo sea del dominio público y destruya su reputación, y ¿quién puede culparla? A menos que le proponga matrimonio, esto se ha terminado.
Silencio.
Elaine se limitó a mirarle. ¿Realmente había dicho matrimonio? Sí, lo había dicho. «Maldición.» Apretó los labios.
—Ella no está interesada en volver a casarse. Lo dejó bien claro.
—La mujer en cuestión es joven y ha vivido protegida. Tus historias sobre su marido me indican que tuvo una experiencia horrible pero, para empezar, el hecho de que aceptara ir contigo a Essex demuestra que no está resignada a evitar a los hombres para siempre. Por lo que dices, cambiaste su forma de pensar de un modo que solo tú puedes conseguir, querido. ¿Acaso no os entendisteis... divinamente?
—Sería infernal si alguien se entera. —Le latía la sien y se la masajeó. —¿Y quién sabe? A lo mejor Nicholas también le gusta.
Era una tortura imaginarlos juntos y notó que la cara se le tensaba con una mueca involuntaria.
A Elaine no le pasó inadvertida y le preguntó con afecto:
—¿Te gustaría oír el consejo que te di anoche, ahora que estás en condiciones de recordarlo?
La sonrisa de Joseph fue sincera y compungida.
—Ya que cometí la descortesía de irrumpir sin que me invitaras, de beber hasta aturdirme y de dormirme en tu cama, supongo que sería de mala educación negarse.
—Necesitas olvidarte de una vez para siempre de Helena.
La sonrisa desapareció.
No era ciertamente ese nombre lo que deseaba oír ahora, cuando su cabeza retumbaba como un tambor al frente de una columna de soldados franceses.
—Tú —dijo de un modo que esperaba que resultara tranquilo e indiferente—pones demasiado énfasis en algo que yo ya he olvidado por completo.
—No sé por qué pero lo dudo. Yo vi cómo pasaba, ¿recuerdas? Esa es la razón por la que acabaste en mi cama, por pasajero que fuera aquello. Cuando se terminó, te convertiste de repente en el duque diabólico, y la seducción superficial ocupó el lugar de una actitud ante la vida que por lo que yo recuerdo era mucho más abierta y menos cínica.
—Yo entonces era un estúpido y aparentemente no he mejorado mucho.
—Apuró el té y pensó en coger uno de los bollos que había en la bandeja, pero decidió que no. La mera mención del nombre de Helena le producía ese efecto. La sensación de incomodidad en el estómago no se debía solo a los excesos de la noche anterior.
—Ella te traicionó.
Sí, desde luego, esa era la verdad. Helena se había adueñado de su pasión juvenil y después destrozó su fe en el amor. Ella también era viuda y muy atractiva, y le había seducido tanto con provocaciones sexuales como con el patetismo de su situación supuestamente apremiante de mujer indefensa y sola.
Solo que ella no estaba sola. Él lo había descubierto de un modo que destrozó su vida.
Recibió una valiosa lección. Las damas vulnerables y hermosas probablemente solo le causaran dolor. Entonces... entraba en escena otra viuda tentadora, con la confianza herida y un potencial no explotado para la pasión, y allí estaba él otra vez, actuando como un ingenuo a pesar de su experiencia.
No. _______ no se parecía en nada a Helena. Estaba seguro de ello. Casi.
—No hace falta que hablemos de esto.
—Joseph se incorporó y dejó caer las piernas a un lado de la cama. —¿Dónde demonios están mis botas?
—Tal vez no hace falta que nosotros lo hablemos, pero quizá tú deberías hablar de esto con ella.
—No hace ni un mes que la conozco.
El fantasma de una sonrisa acarició la boca de Elaine. Se movió con su habitual gracia perezosa para recuperar las cosas que él buscaba, y recogió las botas tiradas en el suelo.
—Yo creo que es una buena señal que hiciera falta tan poco tiempo para que te implicaras tanto sentimentalmente. Ella parece perfecta para ti, si deseas saber mi opinión.
—No lo deseo —gruñó él, y aceptó una bota.
Dios santo, le dolía la cabeza.
—Pues la noche pasada sí.
Joseph levantó la vista mientras embutía el pie en el calzado.
—Si me caso será solo por cumplir con mi deber. Difícilmente puedo escoger a una mujer que ha dejado claro que no está interesada en un segundo acuerdo de este tipo, y que según las apariencias es estéril. Siento una pequeña obsesión lujuriosa que pasará. Siempre ocurre lo mismo.
Elaine le miró con gesto de preocupación y una expresión solemne.
—Mucho me temo que estás dejando que Helena te engañe por segunda vez.
Más valía que esto funcionara.
_________ se apeó del carruaje y miró a su alrededor con cuidado, sin ver nada más que una calle larga y silenciosa y unos techos de paja. Un escenario insulso que no se correspondía con la naturaleza del encuentro. Puede que no fuera la cita más notoria de toda la historia de Inglaterra, pero seguro que era el presente tema de conversación de la alta sociedad.
La propia posada era pequeña y sin pretensiones, con una fachada sencilla y una especie de cartel asimétrico descolorido por el sol y las inclemencias del tiempo. Difícilmente tenía el aspecto del sitio donde uno de los amantes más renombrados planearía una conquista.
Huw, como de costumbre, no dijo nada y se limitó a escoltarla al interior del establecimiento, con una actitud tan discreta como siempre. Sin embargo, cuando se dio la vuelta para irse se detuvo y se giró otra vez.
—Milady.
Ella había estado examinando la modesta taberna; poco más que unos suelos de madera y unas mesas vulgares. Aunque era sencilla resultaba atractiva, tenía cierta gracia pintoresca y afortunadamente estaba limpia. ________ arqueó las cejas.
—¿Sí?
—¿Está usted realmente convencida de que desea hacer esto?
Su mirada se tornó firme al observar al joven, cuya piel había adoptado un tono rojizo.
Por supuesto. El estaba al tanto de la apuesta y de su participación en ella. Durante los cinco días que ella había pasado con Joseph, Huw se había alojado en la zona de servicio de Tenterden Manor, y debía de haberlo deducido fácilmente. Se quedó allí de pie con el sombrero en la mano y una ligera capa de polvo sobre el uniforme, debida al viaje. Su cabello oscuro y rizado enmarcaba un rostro cuya expresión era una mezcla de vergüenza y preocupación. Resultaba conmovedor.
Aun así, ella intentó disimular y preguntó de un modo vago:
—¿Hacer qué?
—No me corresponde a mí decirlo, madame, pero el duque... bueno, si quiere saber mi opinión, a él no le gustaría que estuviera usted aquí.
_____ no pudo evitar el rubor, pues ese era el mismo muchacho que los había conducido a través de Londres, mientras ellos hacían el amor en su carruaje. Pero a pesar de eso, seguía molestándole un poco la presunción de que el duque pudiera opinar sobre lo que hacía. Al fin y al cabo, ese hombre no había declarado ningún sentimiento hacia ella hasta el momento.
Él la deseaba, cosa que era distinta. Ella ansiaba algo más. Sí, lo ansiaba, o ahora no estaría esperando a lord Manderville en una humilde posada rural.
Los criados lo sabían todo. Ese era un aspecto que _______ olvidaba a menudo, porque en el pasado ella nunca había dado nada de qué hablar.
Sonrió compungida.
—¿Para qué crees que estoy aquí, en primer lugar? Espero que a su excelencia no le guste en absoluto.
En la cara de Huw apareció el amago de una sonrisa.
—Ya veo.
El muchacho parecía verdaderamente aliviado. Hasta ese punto llegaba el convincente encanto de Rothay. Ella recordaba haber oído a los dos hombres charlando sobre caballos en la hacienda. La había impresionado que él se dirigiera al muchacho gales con la misma cordial camaradería que con cualquiera.
A Huw le gustaba él. A ella también le gustaba. Le gustaba demasiado para su tranquilidad de espíritu. La capacidad de gustar de Joseph era infinita. De eso no había duda. Demasiadas mujeres podían dar testimonio de su magnético encanto.
Cualquier cosa que pudiera haber dicho a continuación fue silenciada por la llegada del hombre a quien justo estaba esperando. Bien, eso no era exactamente así. Ella estaba citada con lord Manderville. Esperaba... y deseaba a Joseph.
El aspecto de Nicholas era tan gallardo como siempre, aunque fuera vestido de manera menos formal de la que solía. Llevaba una sencilla corbata de lino blanco y la chaqueta colgada en el brazo, en lugar de realzando sus espaldas. Tenía el pelo alborotado como un muchacho y sus ojos azules ardían. Saludó a Huw con una educada inclinación de cabeza y a ella le hizo una reverencia, con una sonrisa que favorecía sus rasgos aristocráticos.
—Milady.
______ hizo un gesto de asentimiento al joven cochero para que se retirara, manifiestamente conmovida por su deseo de protegerla.
—Gracias, Huw.
Él vaciló un momento y luego se fue. Ella se dirigió al conde.
—Veo que hemos llegado casi al mismo tiempo, milord.
El posadero, a quien no le había pasado por alto el cochero con librea, ni la forma como se dirigían el uno al otro, apareció enseguida. Era un hombre voluminoso con una coronilla calva, una cara rubicunda y una nariz con un tinte rojizo, que indicaba que tal vez él también consumía demasiada cerveza.
Nicholas le dio la mano a ______ y le apretó ligeramente los dedos. Arqueó la ceja con un gesto altanero al dirigirse al propietario.
—Nos quedaremos unos cuantos días. Debe de haber recibido usted correspondencia mía la semana pasada.
—Nuestra mejor habitación, sí, por supuesto, milord.
—El hombre se secó el rostro sudoroso con un pañuelo, volvió a meterse el reloj en el bolsillo y los condujo por un tramo corto de escalera.
Ellos le siguieron. ______ notó la ligera presión del brazo del conde y se dio cuenta de que había algo distinto en él. No le conocía bien, pero aun así lo sentía.
Entraron en una bonita habitación con paredes de entramado de madera, una enorme cama con una colcha estampada en distintos tonos azules y verdes, y dos ventanitas con vistas a un arroyo bordeado por un prado lleno de ovejas pastando. En la parte de atrás había un pequeño huerto rebosante de verduras que parecía prometedor, al menos en lo que al menú se refería.
Claro que ella no esperaba quedarse mucho tiempo.
¿Le importaría lo bastante a Joseph para venir e impedir lo que se suponía que él creía que iba a pasar?
Nicholas tenía la teoría de que sí. Ella no gozaba de esa misma confianza, pero suponía que no conocía tan bien a Joseph como su amigo, en cierto sentido. Pero quería conocerle. Dios del cielo, anhelaba otro baile en la terraza a la luz de la luna o, aún mejor, despertarse otra vez medio desnuda y somnolienta a su lado, rodeada por su brazo, con el halo de su respiración pegado a la mejilla mientras él dormía...
—Annie ha anulado su compromiso.
______, que estaba mirando por la ventana a una oveja flanqueada por un corderito a cada lado, se dio la vuelta y sonrió.
—Ya pensé que parecía usted aliviado cuando llegó. Ahora sé por qué.
—Lo que ha de saber es que cuenta con mi gratitud infinita. Lo que le dijo a ella tuvo el efecto deseado, fuera lo que fuese.
______ tomó asiento en una butaca junto a la pequeña chimenea.
—Simplemente le dije la verdad. Que si se casaba con lord Hyatt, estando enamorada de usted, los perjudicaría a ambos.
Nicholas escogió acomodarse en la cama con toda naturalidad.
Claro, pensó ______ con una punzada de ironía. No era precisamente novato en compartir pequeñas habitaciones de posada con gran variedad de damas. Para ella el riesgo era mucho mayor. Estaba poniendo en peligro su reputación, tanto como cuando había ido a Essex. No por pasión, sino por una treta.
Se sentía insegura, pero Nicholas le había jurado que aquello sería un éxito.
—¿Ella admitió que estaba enamorada de mí?
—No.
Su señoría pareció alicaído. Sí, ese calavera de primer orden, con una reputación que haría enrojecer a cualquier doncella, parecía un niño a quien le acababan de quitar un caramelo.
—Ya veo. Yo tenía la esperanza...
—¿De verdad creía que ella le iba a decir algo tan personal a una mera conocida? Yo hablé casi todo el tiempo, pero para ser sincera, milord, creo que ella ya estaba pensando en romper con lord Hyatt.
—______ enarcó una ceja. —Aunque haya roto el compromiso, dudo que le vaya a resultar fácil recuperarla. No es su amor por usted lo que está en duda, es su confianza. Ese es un material que una vez que se destruye es difícil de reconstruir.
—Eso ya lo sé. —Nicholas cambió ligeramente de postura en el borde de la cama y rascó el suelo con las botas. —Le he dado muchísimas vueltas a esto, créame.
Él le había dado muchas vueltas. Annabel era afortunada.
—Las mujeres tienen ideas románticas sobre cómo deben ser cortejadas y conquistadas.
Él sonrió débilmente.
—¿Va usted a darme lecciones sobre mujeres, milady? Le advierto que tengo fama de ser un experto.
Su encanto era ciertamente algo palpable. No era raro que Annabel hubiera sucumbido. La propia _____ habría sido vulnerable a él, si no estuviera tan atrapada por Joseph. Sonrió.
—Si no fuera por su reputación... y la de Joseph... nosotros no estaríamos sentados aquí, ¿no le parece?
Él la observó desde el otro extremo de la habitación.
—Si no fuera por la apuesta, usted y Joseph seguirían siendo solo conocidos, Annabel seguiría planeando su boda y yo me seguiría considerando impotente para cambiar las cosas. Creo que ahora no puedo lamentar esa apuesta.
—¿Vendrá él? —Su pregunta surgió de un modo involuntario y ella apartó la mirada al instante.
Nicholas rió entre dientes.
—Ah, sí.
Su confianza era tranquilizadora, pero ella no estaba segura de compartirla.
—¿Por qué está usted tan convencido?
—Por varias cosas, pero sobre todo por los once días.
_____ frunció el ceño.
—¿Once días?
—Él sabía exactamente cuántos días habían pasado desde que ustedes dos volvieron de Essex. Conozca yo a las mujeres o no, conozco a los machos de nuestra especie, ya que soy uno de ellos. Llevar la cuenta de algo así no suele formar parte de nuestra naturaleza. El contó los días. Con eso está dicho todo.
________ era aún una ingenua cuando se trataba de ese tipo de intrigas.
—¿Eso significa algo?
—Sí. Confíe en mi palabra.
—Confío en bastantes cosas. Si no me fiara de su integridad, no estaría ahora sentada aquí.
—Supongo que no. —Sus ojos azul celeste la miraron con algo parecido a una resignada ironía. —Joseph considera un engorro su actitud ante la censura de la sociedad.
—Un engorro para sus propósitos, quiere usted decir.
—Le gustan las relaciones sin ataduras, lo admito.
—Y la mayoría de las mujeres se pliegan a sus antojos.
—______ se irguió en la butaca.
Nicholas la miró muy serio.
—Cosa que usted no ha hecho. Mire cómo lo ha puesto de rodillas.
—Yo no he tenido demasiadas pruebas de ello.
—En el caso de Joe, que esté nervioso e irritable es una prueba en sí misma. Yo sé que nunca le había visto así antes. Bueno... —Nicholas vaciló—digamos que solo le había visto una vez. En aquel momento resultó un desastre. Es lógico que sea cauteloso.
Ella estaba intrigada y recordó lo displicente que se había mostrado Joseph cuando le preguntó si había habido alguien especial.
—¿Quién era ella?
—Si él desea decírselo, lo hará.
«Hombres», pensó _____, irritada. Cuando cerraban filas era imposible conseguir información.
Lord Manderville sonrió, arqueando aquella boca juvenil y bien perfilada.
Fue algo angelical y contagioso. _______ no pudo evitarlo y le devolvió la sonrisa.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
El dijo sucintamente:
—Esperar la grandiosa entrada.
Una uña larga bajó por su pecho desnudo y le obligó a abrir los ojos. Joseph pestañeó, empezó a incorporarse y luego gruñó y se dejó caer otra vez.
—Dios santo, ¿qué hora es?
—Las once, querido.
—Maldición, ¿es verdad eso?
Elaine Fields rió en un tono quedo y musical.
—Sí, es verdad. Dime, ¿qué recuerdas de anoche?
El miró a la mujer que estaba sentada en el borde de la cama, la cama de ella, por el amor de Dios. La habitación era de un rosa resplandeciente. Cortinas rosa, tapices rosa, empapelado rosa, incluso olía a rosa si es que tal cosa era posible. Debía de ser un día soleado a juzgar por los ardientes haces de luz que había sobre la alfombra. Le dolía la cabeza y tenía una desagradable sensación de sequedad en la boca.
—No mucho.
Elaine arqueó una ceja delicada y perfectamente perfilada. Era una seductora pelirroja de curvas opulentas, diez años mayor que él, y a pesar de la breve aventura pasajera que tuvieron años atrás, habían conseguido seguir siendo amigos. Cuando su anciano esposo murió y la dejó inmersa en una batalla financiera con los acreedores, él había utilizado su influencia para ayudarla a librarse de sus maniobras codiciosas y arbitrarias. Ser el duque de Rothay tenía sus compensaciones de vez en cuando.
También tenía inconvenientes, si se tenía en cuenta que a ________ ni siquiera debían verla hablando con él.
—No me sorprende —murmuró Elaine. —Diría que nunca te había visto tan bebido, Joy. Debería haberme dado cuenta cuando llegaste, y haberme negado a ofrecerte más coñac. Sospecho que sufrirás las consecuencias durante todo el día.
El tenía la ominosa sensación de que tenía razón. ¿Qué demonios había pasado la noche anterior? ¿Cómo había acabado con su antigua amante? Había acudido a una pequeña reunión, había escuchado a una jovencita destrozando a Bach en el pianoforte y después... ¿fue Manderville quien propuso ir a uno de sus garitos de juego preferidos? Debió haber sido él... simplemente no podía recordarlo.
¿No había aprendido todavía a no dejarse llevar por Nicholas, nada menos?
—Solo me queda rezar para que estés equivocada —dijo con cínica resignación. —Por favor, dime que no fui demasiado grosero.
—En absoluto. Nunca había tenido una conversación tan interesante en toda mi vida.
—¿Conversación? —Al decirlo se dio cuenta de dos cosas. La primera que, aunque tenía el torso desnudo, seguía llevando los pantalones. Alguien considerado le había quitado las botas, gracias a Dios, pues no creía haber sido lo suficientemente educado como para quitárselas él mismo. La segunda era que ella le había traído té, y Joseph nunca se había sentido tan agradecido en toda su vida como al ver la bandeja y la tetera humeante.
Ella captó la dirección de su mirada y con una pequeña sonrisa fue a servirle una taza.
—Estuviste muy filosófico, querido.
Él se incorporó con esfuerzo hasta quedar medio sentado, y aceptó su ofrecimiento con gratitud. Después de un sorbo maravilloso musitó:
—De acuerdo, adelante, ¿qué dije?
Vestida de seda color cobre, con elegantes encajes blancos en el corpiño y los puños, y apenas la sombra de unas pocas pecas en la nariz, Elaine volvió a sentarse y le miró con una ironía evidente que suscitó un destello de alarma.
—Querías tener un debate profundo y concienzudo sobre un tema que yo creía que tú ni siquiera considerabas.
Amor.
Ella no tuvo ni que decirlo.
—Estaba borracho. —Su excusa pareció la protesta de un niño petulante.
—Por supuesto que lo estabas. Debías de estarlo, porque me dijiste su nombre. Admito que al principio me costó bastante creerlo.
Por todos los diablos, había roto la promesa que le hizo a ______. La cabeza le dolía más que nunca, aunque sabía que podía confiar en la discreción de Elaine.
Ella se echó a reír y continuó con toda tranquilidad:
—No hace falta que pongas esa cara de pena. Yo no diré nada sobre tu inusual relación con lady Wynn.
Era un imbécil. Un borracho estúpido que revelaba confidencias. Darse cuenta de ello no mejoró su estado de ánimo.
—Gracias. Y supongo que también debo darte las gracias por aguantar mis historias inducidas por el alcohol. Mis disculpas.
—No son necesarias. ¿Y lo eran? —Elaine le palmeó la rodilla.
—¿Qué? —Joseph bebió más té; ya no estaba tan mareado.
—Tan solo las historias de un hombre que se ha dejado llevar por la bebida. Parecías sorprendentemente sincero.
—¿Sincero en qué sentido? —Fue una pregunta cauta. ¿Quién sabía qué había dicho? Incluso era un misterio cómo había acabado en el endemoniado dormitorio rosa de ella.
—En creer que te has enamorado de la preciosa y distante viuda del difunto lord Wynn.
Verdaderamente había estado borracho.
—¿Yo dije eso?
Elaine asintió; una ligera sonrisa planeaba sobre su boca.
—Más que eso, ya lo creo.
—El coñac es un catalizador de la estupidez.
—Sí, cierto, pero también es un suero de la verdad.
Ella se recostó un poco y le miró con aire abiertamente especulativo.
—¿De verdad vas a permitir que se marche con Manderville durante una semana, si esa idea te produce tanto rechazo? ¿Por qué no le dices la verdad, sin más?
De modo que la traición era completa. No solo había revelado la verdad sobre el tiempo que pasaron juntos en Essex; había confesado todo lo relacionado con la propia apuesta y el papel de _______ en ella. «Por todos los malditos diablos.»
El té estaba ardiendo, pero bebió un larguísimo trago que le abrasó por dentro hasta llegar a su estómago revuelto.
—Si pudiera averiguar la verdad, tal vez lo haría.
—¿La verdad? Ese es tu problema, querido Joy. Has de averiguarla.
Las antiguas amantes convertidas en confidentes, reconvertidas en filósofas, no eran fáciles de tratar cuando uno sentía la cabeza pesada como una bala de plomo. Bebió otro sorbo de líquido humeante de la taza y se esforzó en reparar cualquier daño que hubiera hecho.
—Por favor, Elaine, estoy hundido. Ella es distinta, lo reconozco. Atrajo mi interés, por no decir que parecíamos tener cierta comunión en la cama. Sin embargo, no desea que su relación conmigo sea del dominio público y destruya su reputación, y ¿quién puede culparla? A menos que le proponga matrimonio, esto se ha terminado.
Silencio.
Elaine se limitó a mirarle. ¿Realmente había dicho matrimonio? Sí, lo había dicho. «Maldición.» Apretó los labios.
—Ella no está interesada en volver a casarse. Lo dejó bien claro.
—La mujer en cuestión es joven y ha vivido protegida. Tus historias sobre su marido me indican que tuvo una experiencia horrible pero, para empezar, el hecho de que aceptara ir contigo a Essex demuestra que no está resignada a evitar a los hombres para siempre. Por lo que dices, cambiaste su forma de pensar de un modo que solo tú puedes conseguir, querido. ¿Acaso no os entendisteis... divinamente?
—Sería infernal si alguien se entera. —Le latía la sien y se la masajeó. —¿Y quién sabe? A lo mejor Nicholas también le gusta.
Era una tortura imaginarlos juntos y notó que la cara se le tensaba con una mueca involuntaria.
A Elaine no le pasó inadvertida y le preguntó con afecto:
—¿Te gustaría oír el consejo que te di anoche, ahora que estás en condiciones de recordarlo?
La sonrisa de Joseph fue sincera y compungida.
—Ya que cometí la descortesía de irrumpir sin que me invitaras, de beber hasta aturdirme y de dormirme en tu cama, supongo que sería de mala educación negarse.
—Necesitas olvidarte de una vez para siempre de Helena.
La sonrisa desapareció.
No era ciertamente ese nombre lo que deseaba oír ahora, cuando su cabeza retumbaba como un tambor al frente de una columna de soldados franceses.
—Tú —dijo de un modo que esperaba que resultara tranquilo e indiferente—pones demasiado énfasis en algo que yo ya he olvidado por completo.
—No sé por qué pero lo dudo. Yo vi cómo pasaba, ¿recuerdas? Esa es la razón por la que acabaste en mi cama, por pasajero que fuera aquello. Cuando se terminó, te convertiste de repente en el duque diabólico, y la seducción superficial ocupó el lugar de una actitud ante la vida que por lo que yo recuerdo era mucho más abierta y menos cínica.
—Yo entonces era un estúpido y aparentemente no he mejorado mucho.
—Apuró el té y pensó en coger uno de los bollos que había en la bandeja, pero decidió que no. La mera mención del nombre de Helena le producía ese efecto. La sensación de incomodidad en el estómago no se debía solo a los excesos de la noche anterior.
—Ella te traicionó.
Sí, desde luego, esa era la verdad. Helena se había adueñado de su pasión juvenil y después destrozó su fe en el amor. Ella también era viuda y muy atractiva, y le había seducido tanto con provocaciones sexuales como con el patetismo de su situación supuestamente apremiante de mujer indefensa y sola.
Solo que ella no estaba sola. Él lo había descubierto de un modo que destrozó su vida.
Recibió una valiosa lección. Las damas vulnerables y hermosas probablemente solo le causaran dolor. Entonces... entraba en escena otra viuda tentadora, con la confianza herida y un potencial no explotado para la pasión, y allí estaba él otra vez, actuando como un ingenuo a pesar de su experiencia.
No. _______ no se parecía en nada a Helena. Estaba seguro de ello. Casi.
—No hace falta que hablemos de esto.
—Joseph se incorporó y dejó caer las piernas a un lado de la cama. —¿Dónde demonios están mis botas?
—Tal vez no hace falta que nosotros lo hablemos, pero quizá tú deberías hablar de esto con ella.
—No hace ni un mes que la conozco.
El fantasma de una sonrisa acarició la boca de Elaine. Se movió con su habitual gracia perezosa para recuperar las cosas que él buscaba, y recogió las botas tiradas en el suelo.
—Yo creo que es una buena señal que hiciera falta tan poco tiempo para que te implicaras tanto sentimentalmente. Ella parece perfecta para ti, si deseas saber mi opinión.
—No lo deseo —gruñó él, y aceptó una bota.
Dios santo, le dolía la cabeza.
—Pues la noche pasada sí.
Joseph levantó la vista mientras embutía el pie en el calzado.
—Si me caso será solo por cumplir con mi deber. Difícilmente puedo escoger a una mujer que ha dejado claro que no está interesada en un segundo acuerdo de este tipo, y que según las apariencias es estéril. Siento una pequeña obsesión lujuriosa que pasará. Siempre ocurre lo mismo.
Elaine le miró con gesto de preocupación y una expresión solemne.
—Mucho me temo que estás dejando que Helena te engañe por segunda vez.
Más valía que esto funcionara.
_________ se apeó del carruaje y miró a su alrededor con cuidado, sin ver nada más que una calle larga y silenciosa y unos techos de paja. Un escenario insulso que no se correspondía con la naturaleza del encuentro. Puede que no fuera la cita más notoria de toda la historia de Inglaterra, pero seguro que era el presente tema de conversación de la alta sociedad.
La propia posada era pequeña y sin pretensiones, con una fachada sencilla y una especie de cartel asimétrico descolorido por el sol y las inclemencias del tiempo. Difícilmente tenía el aspecto del sitio donde uno de los amantes más renombrados planearía una conquista.
Huw, como de costumbre, no dijo nada y se limitó a escoltarla al interior del establecimiento, con una actitud tan discreta como siempre. Sin embargo, cuando se dio la vuelta para irse se detuvo y se giró otra vez.
—Milady.
Ella había estado examinando la modesta taberna; poco más que unos suelos de madera y unas mesas vulgares. Aunque era sencilla resultaba atractiva, tenía cierta gracia pintoresca y afortunadamente estaba limpia. ________ arqueó las cejas.
—¿Sí?
—¿Está usted realmente convencida de que desea hacer esto?
Su mirada se tornó firme al observar al joven, cuya piel había adoptado un tono rojizo.
Por supuesto. El estaba al tanto de la apuesta y de su participación en ella. Durante los cinco días que ella había pasado con Joseph, Huw se había alojado en la zona de servicio de Tenterden Manor, y debía de haberlo deducido fácilmente. Se quedó allí de pie con el sombrero en la mano y una ligera capa de polvo sobre el uniforme, debida al viaje. Su cabello oscuro y rizado enmarcaba un rostro cuya expresión era una mezcla de vergüenza y preocupación. Resultaba conmovedor.
Aun así, ella intentó disimular y preguntó de un modo vago:
—¿Hacer qué?
—No me corresponde a mí decirlo, madame, pero el duque... bueno, si quiere saber mi opinión, a él no le gustaría que estuviera usted aquí.
_____ no pudo evitar el rubor, pues ese era el mismo muchacho que los había conducido a través de Londres, mientras ellos hacían el amor en su carruaje. Pero a pesar de eso, seguía molestándole un poco la presunción de que el duque pudiera opinar sobre lo que hacía. Al fin y al cabo, ese hombre no había declarado ningún sentimiento hacia ella hasta el momento.
Él la deseaba, cosa que era distinta. Ella ansiaba algo más. Sí, lo ansiaba, o ahora no estaría esperando a lord Manderville en una humilde posada rural.
Los criados lo sabían todo. Ese era un aspecto que _______ olvidaba a menudo, porque en el pasado ella nunca había dado nada de qué hablar.
Sonrió compungida.
—¿Para qué crees que estoy aquí, en primer lugar? Espero que a su excelencia no le guste en absoluto.
En la cara de Huw apareció el amago de una sonrisa.
—Ya veo.
El muchacho parecía verdaderamente aliviado. Hasta ese punto llegaba el convincente encanto de Rothay. Ella recordaba haber oído a los dos hombres charlando sobre caballos en la hacienda. La había impresionado que él se dirigiera al muchacho gales con la misma cordial camaradería que con cualquiera.
A Huw le gustaba él. A ella también le gustaba. Le gustaba demasiado para su tranquilidad de espíritu. La capacidad de gustar de Joseph era infinita. De eso no había duda. Demasiadas mujeres podían dar testimonio de su magnético encanto.
Cualquier cosa que pudiera haber dicho a continuación fue silenciada por la llegada del hombre a quien justo estaba esperando. Bien, eso no era exactamente así. Ella estaba citada con lord Manderville. Esperaba... y deseaba a Joseph.
El aspecto de Nicholas era tan gallardo como siempre, aunque fuera vestido de manera menos formal de la que solía. Llevaba una sencilla corbata de lino blanco y la chaqueta colgada en el brazo, en lugar de realzando sus espaldas. Tenía el pelo alborotado como un muchacho y sus ojos azules ardían. Saludó a Huw con una educada inclinación de cabeza y a ella le hizo una reverencia, con una sonrisa que favorecía sus rasgos aristocráticos.
—Milady.
______ hizo un gesto de asentimiento al joven cochero para que se retirara, manifiestamente conmovida por su deseo de protegerla.
—Gracias, Huw.
Él vaciló un momento y luego se fue. Ella se dirigió al conde.
—Veo que hemos llegado casi al mismo tiempo, milord.
El posadero, a quien no le había pasado por alto el cochero con librea, ni la forma como se dirigían el uno al otro, apareció enseguida. Era un hombre voluminoso con una coronilla calva, una cara rubicunda y una nariz con un tinte rojizo, que indicaba que tal vez él también consumía demasiada cerveza.
Nicholas le dio la mano a ______ y le apretó ligeramente los dedos. Arqueó la ceja con un gesto altanero al dirigirse al propietario.
—Nos quedaremos unos cuantos días. Debe de haber recibido usted correspondencia mía la semana pasada.
—Nuestra mejor habitación, sí, por supuesto, milord.
—El hombre se secó el rostro sudoroso con un pañuelo, volvió a meterse el reloj en el bolsillo y los condujo por un tramo corto de escalera.
Ellos le siguieron. ______ notó la ligera presión del brazo del conde y se dio cuenta de que había algo distinto en él. No le conocía bien, pero aun así lo sentía.
Entraron en una bonita habitación con paredes de entramado de madera, una enorme cama con una colcha estampada en distintos tonos azules y verdes, y dos ventanitas con vistas a un arroyo bordeado por un prado lleno de ovejas pastando. En la parte de atrás había un pequeño huerto rebosante de verduras que parecía prometedor, al menos en lo que al menú se refería.
Claro que ella no esperaba quedarse mucho tiempo.
¿Le importaría lo bastante a Joseph para venir e impedir lo que se suponía que él creía que iba a pasar?
Nicholas tenía la teoría de que sí. Ella no gozaba de esa misma confianza, pero suponía que no conocía tan bien a Joseph como su amigo, en cierto sentido. Pero quería conocerle. Dios del cielo, anhelaba otro baile en la terraza a la luz de la luna o, aún mejor, despertarse otra vez medio desnuda y somnolienta a su lado, rodeada por su brazo, con el halo de su respiración pegado a la mejilla mientras él dormía...
—Annie ha anulado su compromiso.
______, que estaba mirando por la ventana a una oveja flanqueada por un corderito a cada lado, se dio la vuelta y sonrió.
—Ya pensé que parecía usted aliviado cuando llegó. Ahora sé por qué.
—Lo que ha de saber es que cuenta con mi gratitud infinita. Lo que le dijo a ella tuvo el efecto deseado, fuera lo que fuese.
______ tomó asiento en una butaca junto a la pequeña chimenea.
—Simplemente le dije la verdad. Que si se casaba con lord Hyatt, estando enamorada de usted, los perjudicaría a ambos.
Nicholas escogió acomodarse en la cama con toda naturalidad.
Claro, pensó ______ con una punzada de ironía. No era precisamente novato en compartir pequeñas habitaciones de posada con gran variedad de damas. Para ella el riesgo era mucho mayor. Estaba poniendo en peligro su reputación, tanto como cuando había ido a Essex. No por pasión, sino por una treta.
Se sentía insegura, pero Nicholas le había jurado que aquello sería un éxito.
—¿Ella admitió que estaba enamorada de mí?
—No.
Su señoría pareció alicaído. Sí, ese calavera de primer orden, con una reputación que haría enrojecer a cualquier doncella, parecía un niño a quien le acababan de quitar un caramelo.
—Ya veo. Yo tenía la esperanza...
—¿De verdad creía que ella le iba a decir algo tan personal a una mera conocida? Yo hablé casi todo el tiempo, pero para ser sincera, milord, creo que ella ya estaba pensando en romper con lord Hyatt.
—______ enarcó una ceja. —Aunque haya roto el compromiso, dudo que le vaya a resultar fácil recuperarla. No es su amor por usted lo que está en duda, es su confianza. Ese es un material que una vez que se destruye es difícil de reconstruir.
—Eso ya lo sé. —Nicholas cambió ligeramente de postura en el borde de la cama y rascó el suelo con las botas. —Le he dado muchísimas vueltas a esto, créame.
Él le había dado muchas vueltas. Annabel era afortunada.
—Las mujeres tienen ideas románticas sobre cómo deben ser cortejadas y conquistadas.
Él sonrió débilmente.
—¿Va usted a darme lecciones sobre mujeres, milady? Le advierto que tengo fama de ser un experto.
Su encanto era ciertamente algo palpable. No era raro que Annabel hubiera sucumbido. La propia _____ habría sido vulnerable a él, si no estuviera tan atrapada por Joseph. Sonrió.
—Si no fuera por su reputación... y la de Joseph... nosotros no estaríamos sentados aquí, ¿no le parece?
Él la observó desde el otro extremo de la habitación.
—Si no fuera por la apuesta, usted y Joseph seguirían siendo solo conocidos, Annabel seguiría planeando su boda y yo me seguiría considerando impotente para cambiar las cosas. Creo que ahora no puedo lamentar esa apuesta.
—¿Vendrá él? —Su pregunta surgió de un modo involuntario y ella apartó la mirada al instante.
Nicholas rió entre dientes.
—Ah, sí.
Su confianza era tranquilizadora, pero ella no estaba segura de compartirla.
—¿Por qué está usted tan convencido?
—Por varias cosas, pero sobre todo por los once días.
_____ frunció el ceño.
—¿Once días?
—Él sabía exactamente cuántos días habían pasado desde que ustedes dos volvieron de Essex. Conozca yo a las mujeres o no, conozco a los machos de nuestra especie, ya que soy uno de ellos. Llevar la cuenta de algo así no suele formar parte de nuestra naturaleza. El contó los días. Con eso está dicho todo.
________ era aún una ingenua cuando se trataba de ese tipo de intrigas.
—¿Eso significa algo?
—Sí. Confíe en mi palabra.
—Confío en bastantes cosas. Si no me fiara de su integridad, no estaría ahora sentada aquí.
—Supongo que no. —Sus ojos azul celeste la miraron con algo parecido a una resignada ironía. —Joseph considera un engorro su actitud ante la censura de la sociedad.
—Un engorro para sus propósitos, quiere usted decir.
—Le gustan las relaciones sin ataduras, lo admito.
—Y la mayoría de las mujeres se pliegan a sus antojos.
—______ se irguió en la butaca.
Nicholas la miró muy serio.
—Cosa que usted no ha hecho. Mire cómo lo ha puesto de rodillas.
—Yo no he tenido demasiadas pruebas de ello.
—En el caso de Joe, que esté nervioso e irritable es una prueba en sí misma. Yo sé que nunca le había visto así antes. Bueno... —Nicholas vaciló—digamos que solo le había visto una vez. En aquel momento resultó un desastre. Es lógico que sea cauteloso.
Ella estaba intrigada y recordó lo displicente que se había mostrado Joseph cuando le preguntó si había habido alguien especial.
—¿Quién era ella?
—Si él desea decírselo, lo hará.
«Hombres», pensó _____, irritada. Cuando cerraban filas era imposible conseguir información.
Lord Manderville sonrió, arqueando aquella boca juvenil y bien perfilada.
Fue algo angelical y contagioso. _______ no pudo evitarlo y le devolvió la sonrisa.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora?
El dijo sucintamente:
—Esperar la grandiosa entrada.
Bueno chicas aca les dejo el mini-maraton
y la verdad es que a la novela no le falta mucho para terminar
solo 5 capitulos mas creo y el epilogo :(
asi que como es la parte mas interesante voy a tratar de subir todos los dias :)
ustedes que dicen Joe ira o no a buscar a la rayis??? :scratch:
y la verdad es que a la novela no le falta mucho para terminar
solo 5 capitulos mas creo y el epilogo :(
asi que como es la parte mas interesante voy a tratar de subir todos los dias :)
ustedes que dicen Joe ira o no a buscar a la rayis??? :scratch:
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaAAAAAAAAAHHHH
DIOOO RESULTAADOO LA CHRLAAA DE ______ !!!!!!
ESPEREMOOSS QUE LA DE NIIICCKK TAMBIENN Y SE PRESENTEEEE JOOOEEEE!!!!!
AAAII SIGUEEE PORFIISS
DIOOO RESULTAADOO LA CHRLAAA DE ______ !!!!!!
ESPEREMOOSS QUE LA DE NIIICCKK TAMBIENN Y SE PRESENTEEEE JOOOEEEE!!!!!
AAAII SIGUEEE PORFIISS
chelis
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
mas le vale a Joe que vaya a buscarla
aww Annabel no se casa!! quiere a nICK!!
SIGUELA!!!!!!!!!
aww Annabel no se casa!! quiere a nICK!!
SIGUELA!!!!!!!!!
aranzhitha
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Hola chicas!!!!!
termine de editar lo que queda de novela no saben que lindo es el final
y eso que yo ya la habia leido!!!
como yo empiezo con las mesas de examenes de la facultad y no voy a tener mucho tiempo
pense que como ya tengo editada toda la novela
y como tambien tengo que subir la otra que no la tengo editada..
por cada comentario que veo subo otro capi como un regalito por ser tan buenas lectoras :)
pero uno por cada una no uno por cada comentario :P
Asi que espero les guste la idea
igual ahora les dejo el capitulo e hoy :)
termine de editar lo que queda de novela no saben que lindo es el final
y eso que yo ya la habia leido!!!
como yo empiezo con las mesas de examenes de la facultad y no voy a tener mucho tiempo
pense que como ya tengo editada toda la novela
y como tambien tengo que subir la otra que no la tengo editada..
por cada comentario que veo subo otro capi como un regalito por ser tan buenas lectoras :)
pero uno por cada una no uno por cada comentario :P
Asi que espero les guste la idea
igual ahora les dejo el capitulo e hoy :)
CAPÍTULO 24
Había esperado demasiado, demonios. Joseph detuvo su caballo y maldijo en voz baja. Sí, había estado dando rodeos, y aplazó e intentó negar su insoportable deseo de seguir sus impulsos, pero al fin había sucumbido. Dios, Dios. Los había seguido.
Todo el camino hasta Aylesbury. Una serie de inquisitivas preguntas a residentes locuaces, aunque solo parcialmente útiles, le indicaron que había localizado la posada correcta.
Por todos los demonios, estaba comportándose como un idiota.
Era modesta y pequeña, situada en un extremo del pueblo, con una cubierta a dos aguas y recipientes con flores bajo las ventanas. No era lo que él habría escogido, pero tampoco tenía derecho a escoger. Nicholas estaba intentando ser discreto a petición de ______, sin duda.
Nicholas y ______.
Juntos.
Joseph desmontó, le arrojó las riendas a un chico que salió de los establos y se dirigió indignado hacia la puerta. El interior del lugar se le antojó apropiado, en un sentido rústico, para una aventurilla romántica.
Que debía ser justamente lo que ella quería, se recordó a sí mismo.
¿Le había dado ______ alguna indicación de que deseara otra cosa?
Aquella noche en el carruaje, cuando él se había visto obligado a pedir favores a los sirvientes y a esconderse en la oscuridad como un ladrón solo para verla, la había decepcionado. ______ no era lo bastante sofisticada como para disimular su expresión cuando él le había confesado que ella le provocaba cautela, y le había preguntado el porqué.
La respuesta era clara, se reprochó a sí mismo con severidad: porque recelaba de que ella le hiciera hacer cosas ridículas como cabalgar a toda velocidad durante horas, hasta alguna posada pequeña y rústica, para evitar que ella decidiera sobre una apuesta desafortunada e infantil.
Él quería a Nichilas como a un hermano. Esta intromisión era también para salvar su amistad, al margen de otra cosa.
No, no lo era, se confesó a sí mismo con tristeza. Era por egoísmo, porque no podía soportar la idea de imaginarlos a los dos juntos.
En la cama. Acariciándose, besándose...
Tenía endiabladas esperanzas de que no fuera demasiado tarde.
Al verle entrar, un hombre pequeño y gordo había dejado de limpiar una de las mesas, como reacción al aire de impaciencia y determinación de la expresión de Joseph.
—Estoy buscando a dos huéspedes —dijo este con voz tensa. —Una hermosa mujer con el cabello caoba y un hombre rubio y alto. ¿Dónde están?
El propietario observó sus costosas ropas y dedujo su estatus social.
—Milord, yo no puedo...
—Debe llamarme excelencia. —Joseph le corrigió con un tono de voz letal. Si el peso de su título servía para proporcionarle las respuestas adecuadas, lo usaría. —Y por favor, responda a mi pregunta, o me limitaré a aporrear todas las puertas hasta descubrir dónde están.
—La primera habitación a la derecha, al final de la escalera.
—El posadero, que sujetaba el trapo de cocina con desgana con su mano regordeta, captó perfectamente la exasperación del tono.
Joseph asintió y se giró, pero entonces volvió a darse la vuelta.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—Varias horas, excelencia.
Al final de la confesión se oyó un chirrido. Joseph farfulló una maldición entre dientes. ¿Por qué demonios había esperado durante tanto tiempo, dando vueltas por su endiablado estudio? Fuera ya había empezado a oscurecer.
Subió los escalones de dos en dos, como si las prisas pudieran cambiar algo a esas alturas. Se detuvo frente a la puerta en cuestión, rígido e inmóvil, al oír una pequeña y leve carcajada.
Femenina y familiar. En Essex la había oído bastante a menudo, normalmente en forma de suspiro junto al oído, cuando estaban juntos en la cama. Espontánea y libre, y tan encantadora como todo lo de ella, cuando no lo reprimía bajo una gélida fachada de desinterés.
Joseph levantó la mano para llamar y, al recordar otra escena, como un fantasma del pasado que vagaba bajo la tenue luz del pasillo, se quedó quieto.
Helena había desaparecido. Él lo sabía porque había estado pendiente de ella en todo momento; de la grácil fluidez de su cuerpo cuando bailaba, de la curva de su sonrisa, del balanceo de sus caderas cuando andaba.
¿Dónde estaba?
¿Había salido a tomar un poco el aire? Verdaderamente hacía mucho calor; la estrechez de la sala era razón suficiente. ¿Por qué había ido a buscarla?
Porque lo supo. Al fin y al cabo a él le había pasado lo mismo. Aquella mirada fascinante, la breve presión sobre el brazo, la delicada y sutil escena de seducción.
Sí, lo supo.
De modo que en lugar de buscar en la terraza o en los jardines, había subido silenciosamente al piso de arriba. Y se quedó allí, en el lado equivocado de la puerta cerrada de un dormitorio, y los oyó.
Dios santo, los había oído. Se suponía que ella estaba enamorada de él; sin embargo, allí estaba, disfrutando de un momento de pasión con otro hombre... ni siquiera tuvo que entrar en la habitación para saber que era cierto.
Reconoció aquel leve gemido de placer... Él lo conocía. Lo tenía impreso en el cerebro, en las terminaciones nerviosas, en el corazón...
Entonces había abierto la puerta y ahora, comportándose como un idiota por segunda vez, la abrió de par en par con más fuerza de la que pretendía, haciéndola rebotar contra la pared con gran estrépito.
Con el corazón desbocado y dispuesto a enfrentarse a la peor de las posibilidades, descubrió en lugar de eso a la mujer con quien estaba obsesionado, sentada en una butaca junto a una chimenea de ladrillo, con una copa de jerez suspendida a la altura de los labios, y los ojos abiertos como platos ante su brusca aparición.
Completamente vestida, con todas las fruslerías femeninas en su sitio y el cabello todavía recogido en un sencillo moño. Nicholas, sentado sobre la cama, también estaba totalmente vestido, desde las botas hasta la corbata de lazo.
No, no era en absoluto la misma escena en la que había irrumpido diez años atrás.
«Alabado sea Dios.»
El alivio le dejó sin habla. O tal vez fue otra cosa, algo parecido a la contrición. Ante el silencio subsiguiente, se las arregló para decir con brillantez:
—Buenas tardes.
Fue Nicholas quien contestó. Su viejo amigo se puso en pie con un movimiento ágil y una discreta sonrisa de suficiencia en los labios. Sacó un reloj del bolsillo del chaleco con estudiada precisión, lo miró y volvió a guardarlo.
—Has tardado más de lo que pensé, Joe.
«¿Qué?»
Joseph quería fulminarle con la mirada, pero a pesar de llevar años de práctica en el control de sus emociones, no lo consiguió y dijo con frialdad:
—¿Te importaría explicar ese comentario?
—¿Te importaría explicar tu presencia aquí? —Nicholas se dirigió lentamente hacia la entrada. —No a mí, por supuesto, porque yo me voy. Pero estoy seguro de que lady Wynn querrá oír lo que tengas que decir. Ven a verme cuando vuelvas a Londres.
«¿Qué demonios está pasando?»
Joseph se apartó de la trayectoria de su amigo, que le rozó el hombro al pasar. En la cara de Nicholas había una ligera pero inconfundible sonrisa de ironía.
Sí, como si Joseph no se burlara ya suficientemente de sí mismo. Justo lo que necesitaba, que alguien más se riera de él.
Pero era difícil estar muy molesto, si de pronto estaba a solas con ______. Solo. Con ella. En una posada remota en el campo.
Un sueño hecho realidad. No, una fantasía masculina hecha realidad. O tal vez una combinación de ambas.
Definitivamente ella tenía un aspecto encantador, con su sencillo vestido de muselina rosa pálido, la ropa arrugada por el viaje, y aquellos luminosos ojos plateados que le clavaban la mirada desde el otro extremo de la pequeña habitación.
La cama, constató Joseph, parecía bastante confortable.
Más tarde le daría las gracias a Nicholas por haber elegido ese sitio.
—¿Me esperabas?
Ella respondió con voz queda:
—Confiaba en ello.
Ella confiaba. Dios santo, aquello le quedaba grande.
—Ni siquiera yo sé por qué estoy aquí. —Exasperado, Joseph se pasó una mano por el pelo con la respiración entrecortada. —Salvo que realmente no podía aceptar la idea de que soportaras la segunda parte del trato.
—¿Así que viniste a salvarme? —Estaba sentada allí, sujetando la copa con la punta de los dedos y el rostro impenetrable. Normalmente él interpretaba lo que estaban pensando las mujeres. No, eso era falso... suponía lo que pensaban las mujeres, pero interpretarlo era algo distinto. Ahora, la verdad, no tenía ni idea.
Joseph pasó al interior del dormitorio y cerró la puerta al entrar.
En ese momento desterró el fantasma de Helena no solo al pasillo, sino al pasado, para siempre.
—Vine por ti —dijo con simple honradez. —Ahora estás obligada a ayudarme a entender qué significa eso exactamente.
—¿Obligada? —______ alzó sus cejas caoba, pero cada vez estaba más ruborizada. —Rothay, debes comprender que solo porque seas un amante experimentado, atractivo en todos los sentidos y capaz de encantar a una serpiente para que salga de su cesta, eso no me convierte necesariamente en una de tus conquistas.
—Ah, ¿no? —sonrió él.
¿Cómo podía haberlo dudado en algún momento?
—Bien —dijo ella con esa misma voz pragmática y severa, típica de lady Wynn, que contradecía la ardiente expectativa que había en sus ojos, —no estoy convencida de ello.
Nadie sabía cómo lanzar un desafío como ella. Nadie. Con una sola nota había conseguido poner su vida del revés. Y mira lo que estaba haciéndole ahora. _______ seguía en el otro extremo de la habitación, y sin embargo él notaba cómo crecía su erección ante la simple posibilidad de tenerla cerca.
Esto no era simple deseo. Eso ya lo había sentido. Muchas, muchas veces. Era el agua que movía el molino, era lo que impedía que pensara en Helena, era el pasado.
Esto era diferente. Esto había sido diferente desde el momento en que la había besado, aquella cálida tarde en la terraza de Essex, y había probado por primera vez su vacilante pero ansiosa pasión.
O tal vez cuando ______ se había quitado el sombrero y el velo, allá en la sórdida tabernucha...
Oh, maldición, ¿a quién demonios le importaba cuándo? Había sucedido.
Sin más.
Él tenía un aspecto magnífico.
Hosco, un poco despeinado, desmejorado, irritado, y sin embargo ella reconocía con vivida claridad aquel brillo de sus preciosos ojos oscuros.
Deseo.
El escandalosamente delicioso duque de Rothay la deseaba.
¿Era excesivo esperar que eso no fuera lo único que le había hecho venir desde tan lejos?
Era difícil estar segura, a juzgar por el bulto que tenía en los pantalones cuando se despojó de la chaqueta. Pero, tal como lord Manderville había señalado, cuando el duque diabólico deseaba que una mujer colmara sus necesidades básicas, no precisaba recorrer ninguna distancia para encontrarla.
Pero él había venido.
El riesgo había valido la pena.
Joseph avanzó con determinación a través del dormitorio. ______ bebió compulsivamente un sorbo de jerez, sin apartar los ojos de la esbelta silueta que se acercaba a ella. Era tan alto, tan masculino y poderoso como le recordaba, e igual de intimidante que la última vez que ambos se habían sostenido la mirada a través de un salón de baile abarrotado.
Salvo que él se detuvo frente a su butaca y extendió la mano, en lugar de hacer algo más aparatoso como levantarla en brazos.
Una mano extendida. Solo eso.
Era un símbolo de lo que ella esperaba que le ofreciera. No solo placer pasajero, sino una unión mucho más determinante. Joseph había venido desde Londres para impedir que ella siguiera adelante con su oferta de arbitraje, y lord Manderville había hecho mutis como estaba planeado, dejándolos a solas. Hasta el momento todo estaba saliendo bien.
______ sintió vibrar en la muñeca y en la garganta el latido acompasado de su corazón.
Tomó la mano que él le tendía, entrelazó los dedos y dejó que Joseph la pusiera de pie con gentileza.
—Como dije, yo confiaba...
Se detuvo, vacilante, sin saber cuánto estaba dispuesta a ofrecer.
Él tenía una leve sonrisa dibujada en el rostro. Un mechón de pelo negro sobre la ceja. Polvo del camino en los pantalones y en las botas. Le cogió la copa de jerez de la mano y la dejó a un lado.
—¿Confiabas en qué?
Al fin y al cabo, ¿qué perjuicio había en decirlo? Bien, quizá había un riesgo, pero Joseph había recorrido una distancia importante para interponerse, y aunque Nicholas juró que eso pasaría, a ella le sorprendió y la hizo feliz.
—Confiaba en que vendrías.
Se arqueó una ceja de ébano.
—Yo confiaba en no hacerlo —dijo él con un quedo murmullo, antes de hundir sus labios en la boca de ________.
Aquello no fue en absoluto un beso tierno. Fue intenso, exigente, pero al mismo tiempo rendido en cierto sentido. ______ se apoyó en él, dejó que se abriera camino con la lengua y los labios, y descubrió que tenía las manos en la solapa de su chaqueta y los senos contra su pecho. Podía perdonarle incluso aquel áspero tono de voz, ya que obviamente él creía que estar allí era un error.
El duque diabólico no era en absoluto encantador en aquel momento... y a ella le encantaba. Adoraba el ansia impulsiva de aquel abrazo, adoraba la falta de gentileza. Él era capaz de fascinar de forma premeditada y tentadora, de seducir de un modo irresistible, pero esto era algo totalmente distinto. Sus manos deambularon sobre el cuerpo de ______ y ambos se fundieron en uno.
Una cabellera de ébano le acarició la mejilla. Una boca exigente y ardorosa le poseyó los labios y ella sintió su miembro, rígido y erecto, incluso a través de la ropa. La pequeñez de la habitación no importaba; la oscuridad del cielo no significaba nada; todo su mundo se reducía a un hombre.
Eso lo decía todo.
Un hombre.
—Joseph —murmuró junto a sus labios.
Él contestó con un susurro:
—Estoy aquí. Que Dios me ayude, no soportaba estar lejos.
Sí. Él estaba allí. Eso convertía su cuerpo en algo tenso y anhelante.
—Me alegro.
—Déjame demostrarte hasta qué punto estoy aquí. —La condujo hacia la cama.
Joseph conjuró la magia con sus manos. Ella no tuvo ninguna posibilidad, pero tampoco lo deseaba. Le desabrochó el vestido y lo retiró de sus hombros con tal rapidez, que ella apenas notó cómo se deslizaba y se desparramaba en el suelo. Camisola, medias y zapatos fueron despachados con la misma velocidad con la que la levantó para depositar su cuerpo desnudo sobre el cobertor.
—Ahora sí que vale la pena haber viajado desde Londres hasta aquí —dijo él mientras empezaba a desnudarse con parsimonia y sus ojos erraban por el cuerpo de ella.
______ había extrañado esto, mucho. La descarada audacia de aquella mirada y el consiguiente torbellino de excitación en su vientre. Él se despojó limpiamente de su ropa y durante un minuto se limitó a estar allí de pie, como si se diera cuenta, con una intensidad igual a la de su deseo, de que aquel momento era realmente importante para ambos.
Después trepó a la cama y al interior de los brazos de _______; se deslizó por completo sobre ella, y reclamó de nuevo su boca con los labios. Esta vez fue un beso lento y perverso, con su pene erecto y duro entre los dos. ______ se restregó contra aquel miembro henchido, y obtuvo un gruñido de aprobación desde lo más profundo del pecho de Joseph.
A ella le encantaba la forma como él movía las manos sobre su cuerpo; la cálida sensación de su boca sobre el cuello, mientras ella se arqueaba entre sus brazos; el aroma de su piel. Ya estaba húmeda y dispuesta, ansiosa por sentirle en su interior. Separó las piernas de forma natural; una invitación que él no dejó pasar. Joseph apuntaló su peso con los antebrazos y aceptó la oferta. Usó las rodillas para abrirle más los muslos mientras se preparaba para penetrarla.
Por un momento se detuvo; la tensión de su musculosa silueta puso de manifiesto la contención que ello suponía.
—Yo nunca soy posesivo.
No fue una sorpresa que todavía tuviera problemas para definir sus actos.
_______ miró hacia arriba. Un placer lánguido asaltó sus sentidos mientras la expectativa hacía vibrar todas sus terminaciones nerviosas.
—Lo sé.
La punta de su miembro erecto descansaba contra la cavidad de ______, pero él no se movió.
—Pensar en ti con Nicholas, oh demonios, en ti con cualquiera, era superior a mis fuerzas. Era una tortura.
Más que las palabras emotivas, fue la mirada lúgubre de su rostro tan apuesto lo que la hizo sonreír. Le acarició la mejilla.
—Yo no lo hubiera hecho en ningún caso.
—¿Por qué no? Dime.
Ella captó el tono intenso y ronco de su voz. El hecho de que Joseph Jonas, el diabólico amante de tantas mujeres, cuyo dulce y experto carisma era objeto de comentarios que se disimulaban tras manos enguantadas allá donde iba, le estuviera suplicando una especie de declaración previa le resultó patéticamente divertido. Él era muy bueno en todos los aspectos relacionados con hacer el amor, pero en apariencia ese mismo amor era algo que desestabilizaba su habitual calma imperturbable.
Ella tampoco era muy buena en esto. Pero lo intentó.
—No puedo imaginar estar con nadie más que contigo.
—¿Por qué no te habrías acostado con Nicholas? Ese era el pacto. Las mujeres le encuentran tremendamente atractivo.
¿Se sentía Joseph, Joseph, verdaderamente inseguro con respecto a ella?
Al darse cuenta de aquello, _______ se sintió eufórica.
—El pacto fue antes —dijo con un tono tranquilo y directo.
—¿Antes de qué?
Joseph entornó los ojos por un instante. Ella sentía el calor que emanaba de él, la evidencia de su deseo presionaba su piel ansiosa, el leve temblor en sus brazos mostraba la cantidad de control que le exigía no culminar el acto que ambos deseaban con tanta desesperación.
—Antes de ti, Joseph.
—Sigue. —Aquel tono de impaciencia exigía algo. La mirada de su rostro decía que había cabalgado tras ella, y que en la declaración que ella hiciera debía de haber una razón sólida para justificar eso.
_______ no había declarado su amor a nadie nunca en la vida, pero también era cierto que nunca había amado a nadie antes. A su madre quizá, de niña, pero no se acordaba de ella en realidad. Ni su padre frío, severo y distante, ni su tía insensible y sumisa, y menos que nadie Edward, a quien odiaba, le habían inspirado sentimientos de cariño. Joseph, con sus hábiles y gentiles caricias y su sonrisa irresistible, se había ganado no solo su cuerpo sino también su alma.
Un silencioso baile en una terraza a la luz de la luna y ella estuvo perdida.
Se esforzó en decir lo adecuado.
—Desde que me tocaste... desde Essex... supe que no podía. En cuanto volvimos se lo dije a Nicholas y retiré mi oferta.
—¿De modo que esto era una trampa?
La última cosa que ella deseaba era que él sintiera eso. Alzó la mano y le acarició la boca con la yema del dedo.
—No. No sé cómo llamarlo, pero así no. Creo que Nicholas suponía que si tú creías que iba a seguir adelante con esto, analizarías tus sentimientos.
—¿Se le ocurrió pensar que yo no tenía deseos de analizar mis sentimientos?
Ella no pudo evitar reír ante el tono de disgusto, pero seguía sintiendo cierta timidez cuando dijo:
—Estoy encantada de lo que pasó porque... —alzó ligeramente las caderas para enfatizar la frase, —ahora estamos aquí. Así. ¿Te importaría...?
Joseph pareció satisfecho con aquella declaración incompleta, pues gruñó con una sonrisa que tenía cierto aire lobuno.
—No me importaría en absoluto.
La penetró con rapidez, con ímpetu y con fuerza suficiente para hacerla jadear. Envainó por completo su pene rígido hasta el fondo y la maravillosa sensación la hizo temblar. ______ cerró los ojos.
—Sí.
Se movieron al unísono y sus cuerpos expresaron lo que por lo visto ellos no podían decir con palabras. El ritmo era desatado, salvaje, y _______ se deleitó en él mientras escalaba hacia aquel paraíso.
No, no podía imaginar hacer algo tan íntimo, tan maravilloso, con nadie que no fuera el hombre que se movía con ella ahora, buscando juntos... descubriendo...
La culminación fue extática, un placer tan agudo que ella sintió como si el mundo se parara y el cielo se desplomara. Se estremecieron a la vez, envueltos en sensaciones, inmóviles y regodeándose, tras dejarse caer en una maraña de brazos y piernas y ambos reacios a hablar, una vez que su aliento empezó a serenarse y a convertirse en respiración normal.
Joseph había llegado al clímax después que ella. Aún desnuda en sus brazos, con el cuerpo húmedo en la secuela de una pasión tempestuosa, una parte de ________ seguía atónita y sin creer que aquello hubiera sucedido realmente.
Un dedo esbelto dibujó un sendero a lo largo de su mandíbula y le acarició el labio inferior. La miraban unos ojos oscuros bajo un velo de pestañas entornadas. Joseph sonrió, pero aquella no era la mueca habitual y despreocupada de sus labios. Era, por el contrario, algo casi melancólico, una palabra que ella nunca habría aplicado al duque de Rothay.
—¿Aún sientes temor?
_______ se movió, cosa que le costó cierto esfuerzo pues se sentía tan maravillosamente saciada y satisfecha.
—¿Qué?
—Aquella noche en tu carruaje, me dijiste que yo te inspiraba temor.
Ella negó con la cabeza y su pelo recorrió sus hombros y su espalda desnudos.
—Dije que sentía temor al escándalo.
—¿Ya no lo sientes?
¿Eso quería decir que Joseph nunca iba a ofrecerle más que lo que acababan de compartir? Sin saber exactamente cómo responder, _______ se recostó contra él, en silencio, vacilante, sintiendo que su felicidad se desvanecía un poco.
—_______...
—Si me estás pidiendo que vuelva a tener una aventura contigo —admitió ella despacio, —confío que este no sea el motivo por el que cabalgaste hasta aquí. Aquellos días que pasamos juntos fueron una revelación para mí. Eso ya lo sabes. Sexualmente, sí. Pero en tu cama no descubrí solo sabiduría. ¿Recuerdas cuando estábamos en el claro del bosque e hicimos el amor por primera vez? Sé que no hice el comentario provocativo que tú deseabas, pero te dije la verdad. Eres un hombre muy bueno, Joseph. Aparte de todos esos detalles de título, linaje, riqueza y de la destreza sexual, tú eres... tú.
Él le acarició la barbilla con dulzura y la obligó a levantar la cabeza para poder compartir la mirada.
—¿Y eso qué significa?
Cómo deseaba _______ poder ser indiferente. Pero no pudo y susurró:
—Yo me enamoré de ti. De ese hombre, no del duque diabólico, sino del real.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHH!!!!!!!!
SIIIIIII... FUEEE JOEEE AL RESCAATEEEE!!!... JAJAJAJJAJAJA AUNQUE NO TENIA NI IDEA QUE ___CORRIERA PELIGROOOO!!!!!....
AAAAAAAAAAASIIIII NIIICK TENIA RAAZOONNN!!!!!
PORFIISSS SIGUELAAA
SIIIIIII... FUEEE JOEEE AL RESCAATEEEE!!!... JAJAJAJJAJAJA AUNQUE NO TENIA NI IDEA QUE ___CORRIERA PELIGROOOO!!!!!....
AAAAAAAAAAASIIIII NIIICK TENIA RAAZOONNN!!!!!
PORFIISSS SIGUELAAA
chelis
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
awwww Joe!! cabezota
siguela!!!
siguela!!!
aranzhitha
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Nueva Lectora! Joe al rescate *-* me encanta!!!!
Se pasan por mi novela? Es nueva u.u https://onlywn.activoforo.com/t23189-just-let-me-love-you-justin-liam-logan-y-tu?highlight=just+let+me+love+you
Se pasan por mi novela? Es nueva u.u https://onlywn.activoforo.com/t23189-just-let-me-love-you-justin-liam-logan-y-tu?highlight=just+let+me+love+you
Mrs.BieberMoustache
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Como prometi el primer capitulo dedicado para Chelis :)
Muchisimas Gracias por leer la nove
CAPÍTULO 25
Tres días. Habían pasado tres días desde que había vuelto a Londres, desde aquella pequeña posada donde imaginaba que Joseph y ______ estaban disfrutando inmensamente.
Nicholas, en cambio, no lo estaba pasando bien. Mantenerse alejado de la residencia de su tío en la ciudad había sido una tortura, pero no sentía ningún deseo de aparecer en la puerta, como un buitre que se posa sobre un cadáver, en el instante en el que se hizo pública la anulación del compromiso de Annabel. De modo que esperó.
Tres días muy largos.
El crepúsculo había llegado cargado de insidiosas intenciones y después la oscuridad, y él seguía sentado, taciturno y vacilante. Su escritorio, habitualmente limpio, estaba repleto de documentos que apenas había hojeado, porque no tenía capacidad para concentrarse. Una bocanada de brisa nocturna trajo consigo aromas de la calle y del jardín, el olor era una mezcla ecléctica del humo de la chimenea y de rosas a punto de marchitarse.
Era tarde. Quizá debería ir a White's o a Brook's, cualquiera de los dos clubes, buscar un rincón y una botella de whisky y...
¿Y qué? ¿Sentarse a pensar en ella en otra parte?
Sí, eso sería provechoso.
El sonido de un leve chirrido le despertó de su ensimismamiento. Al darse cuenta de que no estaba imaginando cosas frunció el ceño, alarmado, y al ver una esbelta pierna deslizándose sobre el alféizar, se sentó, paralizado.
Podía haberse asustado, pero puestos a pensar, los intrusos no solían tener unas pantorrillas tan bien formadas. Ni tampoco llevaban vestidos de noche de seda color crema. Fascinado por la sorpresa, Nicholas se quedó inmóvil en su butaca.
Pero su corazón había empezado a latir.
Annabel aterrizó en el suelo con la respiración apreciablemente agitada, y después se irguió y se sacudió la falda. Las cortinas que tenía detrás se movieron con un revoloteo que enmarcó su cuerpo estilizado. Como si fuera la cosa más natural del mundo que trepara por la ventana de su estudio, ella se limitó a decir:
—Vi que había luz.
Con cierta tardanza, porque seguía atónito, Nicholas se puso de pie de un salto y estuvo a punto de tirar la silla.
—Annie, ¿qué estás haciendo?
Ella, con su cabello dorado y su piel de marfil, siguió allí con la barbilla ligeramente levantada y una mirada desafiante en sus ojos azules.
—¿No es este el método que solemos usar para visitarnos el uno al otro?
Él le devolvió la mirada, preguntándose si no estaría sufriendo algún tipo de alucinación absurda.
—Demonios, no. Si quieres visitarme, y las damas no visitan a los caballeros, ven con un batallón de acompañantes y por la puerta principal.
La barbilla de Annabel se alzó un poco más.
—Ya entiendo. Hay una serie de normas para ti y otras muy distintas para mí. Es perfectamente correcto que tú trepes por la ventana de mi dormitorio, si tienes algo que decirme, ¿y yo no tengo la misma libertad?
Niholas se pasó la mano por el cabello.
—Por Dios santo, Annie, ya sabes que no. ¿Margaret y Thomas saben que estás aquí?
—Claro que no.
Él se sintió palidecer.
—Por favor, dime que no has venido andando.
—No iba a pedir el carruaje, ¿verdad? Esto no está lejos y yo no soy una lisiada.
Una mujer joven, sola por las calles a... Nicholas echó una ojeada al reloj y vio que era más de medianoche... aquellas horas; aunque el vecindario fuera tranquilo y respetable, era una imprudencia suficiente para que sintiera un temblor en las rodillas.
—Dios —musitó, —eres una pequeña majadera.
—Necesito hablar contigo.
El término obstinada no bastaba para describirla. Nicholas le habló con dureza, porque seguía conmocionado por el riesgo que ella había corrido, no solo para su reputación, también para su seguridad.
—Voy a dejarte a salvo en casa.
—No. —Ella inspiró bruscamente y meneó la cabeza. —Ahora tengo el valor para hacer esto. Mañana por la mañana quizá cambie de parecer. Además, quiero seguir adelante y no dedicar ni un minuto más a esta batalla interior que por lo visto no puedo resolver. ¿No estás interesado en lo que me ha traído hasta aquí?
Era la misma pregunta que él le había hecho, la noche que se había sentido tan desesperado como para trepar hasta su dormitorio.
Ella le había contestado que no.
Pero no había dicho la verdad. Él lo había visto en la vulnerabilidad de sus ojos.
Ya había habido bastantes malos entendidos entre ellos como para empeorar la situación con más mentiras. Nicholas dijo simplemente:
—Ya debes saber que sí.
Y con la venia, Annabel dudó. Estaba tan encantadora bajo el leve resplandor de la tenue luz de la lámpara... El vestido crema hacía que pareciera más joven e inocente que nunca. Aunque era lo bastante escotado para insinuar un poco las curvas superiores de sus pechos firmes. Ya no había nada infantil en ella. Era una mujer seductora en todos los aspectos, incluido su espíritu independiente.
Y eso era algo cautivador, cosa que él no necesitaba. Él ya era su cautivo.
—Me he enterado —dijo para ayudarla.
Ella no intentó fingir que no sabía de qué le hablaba.
—Sí. Imagino que a estas alturas todo el mundo sabe que cancelé mi compromiso con Alfred. Me sentí terriblemente mal al hacerlo, pero no tan mal como si le hubiera hecho el flaco favor de casarme con él. Me parece que ni siquiera le sorprendió demasiado, tal como tú dijiste.
Nicholas se limitó a mirarla. Arqueó una ceja, despacio.
—No seas engreído —dijo ella.
Habría sido más efectivo si no se le hubiera quebrado la voz. No fue gran cosa, tan solo un desliz en el tono, pero bastó. Para la esperanza.
—Intentaré no serlo —murmuró él. —Ni siquiera estoy seguro de que haya algún motivo para que sea engreído. ¿Lo hay? Salvo, quizá, tu insólita aparición y presencia aquí a estas horas.
—Sigo enfadada contigo. —Ella ni siquiera contestó a la pregunta.
—Lo he notado —admitió él con lúgubre ironía. —Nunca había pagado tan caro un error.
Ella le miró con ojos luminosos, la boca le temblaba solo un poco.
—Ni siquiera sé por qué he de hablar contigo. Durante todo el año pasado he estado intentando que la imagen de un hombre a quien creía conocer se ajustara a quien eres tú realmente, y no ha sido una tarea agradable. Dame una razón lógica para confiar en ti.
A él no se le había ocurrido pensar en ningún momento que aquello fuera a ser fácil. Había una cierta ventaja, y desventaja, en conocer tan bien a alguien. Ella amaba de forma total, pero acusaba la traición con el mismo apasionamiento. Nicholas se concedió un momento y después dijo en voz baja:
—Annie, sé que el año pasado me comporté de forma insensible y estúpida. Por favor, no dudes en considerarme así. Pero escúchame un momento, ¿no puedes entender que lo que estaba pasando entre nosotros me parecía tanto prohibido como antinatural? Tú eras tan joven y allí estaba yo, con esa reputación que no puedo evitar y que proviene en parte de mi padre. Más una desacertada inclinación por la protegida de mi tío. Me resultaba bastante difícil saber cómo actuar.
—De manera que caíste directamente en los complacientes brazos de lady Bellvue. —Su mirada acusadora era inconfundible. Aún estaba enfadada.
Pero también estaba allí. Había acudido a él.
—Te he explicado el porqué y me he disculpado.
—Nicholas buscó a tientas las palabras adecuadas, algo que mitigara la tensión que expresaba la postura de los gráciles hombros de Annabel. —Antes ni siquiera se me había ocurrido pensar en el compromiso.
—¿Antes?
Aquella pregunta, formulada con delicadeza, le planteaba un desafío. Muy bien. Ella necesitaba oírlo. El la satisfizo:
—Antes de ti.
—Y ¿ahora sí?
—¿Dispuesto a pensar en el compromiso?
—Sí.
Ella tragó saliva y los músculos de su cuello se tensaron visiblemente.
—Necesito pruebas.
Bien, era bastante difícil cumplir esa orden, pero ella merecía por lo menos lo que Hyatt le había dado, e incluso más.
—Cásate conmigo, Annie —dijo Nicholas con la voz ronca.
Ella dio un paso hacia él; en su cara había una expresión difícil de interpretar.
—¿Quieres que me case contigo?
—Te lo acabo de pedir. —Nicholas no podía creer que lo hubiera dicho tan fácilmente, renunciando a su libertad, sin dudas ni excusas. —Sí, quiero que te cases conmigo. Que seas mi esposa.
—Si eres sincero, zanjémoslo pues. —La cara de Annabel mostraba cierta determinación, con sus finas cejas ligeramente unidas y sus dulces labios apretados. —Tómame.
Él se quedó inmóvil, con todos los músculos en tensión. Atónito e impresionado, la miró fijamente.
—¿Qué?
—¿Tienes problemas de oído? —Ella se acercó más y a él no se le pasó por alto el gentil balanceo de sus caderas, provocativo tanto si lo hacía de forma consciente como si no. —Llévame a tu cama. Tenemos hasta el amanecer.
Nicholas se quedó sin habla. Aunque sus emociones se resistían a la sugerencia, sintió que su cuerpo reaccionaba. Al cabo de un momento acertó a decir:
—No tengo intención de tratarte de forma poco honorable.
La sonrisa de ella fue inesperadamente seductora para una joven inexperta.
—Se supone que tú eres el amante más hábil de Inglaterra, ¿no es verdad? Creo que es eso lo que has proclamado ante toda la alta sociedad. Incluso se dice que has apostado una pequeña fortuna para defender ese título.
—Estaba...
—Sí, lo sé —interrumpió ella levantando la vista hacia él, con la sombra de sus curvas y de sus exquisitas facciones iluminadas por la luz trémula. —En aquel momento estabas borracho, pero aun así esa idea debe de haber surgido de cierta convicción íntima y yo quiero que lo demuestres. A mí.
—Annabel. —El reproche perdió efecto cuando él dirigió la mirada hacia su boca de forma involuntaria. —No me tientes, por favor.
—¿Por qué no?
—Thomas me cortará la cabeza, para empezar.
—No se lo digamos. —Ella se acercó lo bastante para colocarle una mano sobre el pecho. Él sintió la leve presión a través de la ligera camisa de lino. —Es algo que yo deseo. Sin dudas, sin posibilidad de que tú cambies de opinión y sin que haya vuelta atrás para ninguno de los dos. Si hay algo que sé de ti es que no seduces a jovencitas inocentes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que te odiaba, consideraba que este fuera uno de tus pecados.
Era verdad. Él no hacía eso.
—Así que —ella continuó, como si estuviera proponiendo algo lógico y perfectamente coherente —si haces esto... si me comprometes, sabré que tu propuesta es auténtica.
—Es auténtica —protestó él sin saber cómo actuar, porque recibir proposiciones de una dama joven y respetable quedaba fuera del ámbito de su experiencia. Las dudas de Annabel eran en cierto modo ofensivas, pero él tampoco le había dado demasiados motivos para la confianza.
—Entonces ¿estás de acuerdo?
—Podemos esperar hasta la noche de bodas.
Nicholas luchaba desesperado por comportarse como un caballero y evitar aquella repentina erección. Ella estaba tan cerca, tan tentadora, focalizaba de tal modo todos sus deseos...
—Yo no quiero esperar. Esto es importante para mí.
La convicción de su voz le desarmó. Maldición, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Postularse para una canonización? La mujer que deseaba más que nada en el mundo le estaba pidiendo que la llevara a la cama. Por otro lado, susurró una voz traicionera en su interior, la anulación de su compromiso había generado bastantes rumores, y ella no podía prometerse formalmente de un modo inmediato sin que los comentarios adquirieran proporciones ensordecedoras, de modo que una boda rápida y discreta era apropiada en cualquier caso.
Nicholas lo intentó una vez más.
—Te acompañaré a casa.
—No. Tú afirmas que me amas. Demuéstralo. —Le temblaron los labios. No mucho, pero bastó para que él se diera cuenta.
—No solo lo afirmo. Te amo —dijo Nicholas con la voz tomada.
—Entonces bésame.
El deseaba tocarla, besar aquellos dulces labios, abrazarla fuerte y hacer que ella se preguntara cómo podía ser aquello.
Cómo sería. Él sabía cómo dar placer a una mujer, cómo provocar esos ardorosos suspiros y movimientos sutiles, cómo llevarla al borde del éxtasis y hacer que se deslizara por el precipicio, justo en el momento apropiado.
Annabel alzó la vista hacia él; estaba tan bella que Nicholas tuvo que contener la respiración.
—¿Entiendes lo que esto supone para mí? —Su voz era débil; sus ojos, acuosos.
—Durante el pasado año —le informó él, bastante afectado también, —he aprendido bastante sobre el amor frustrado, Annie.
—Enséñame. Creo que yo también sé lo que es.
No pudo resistirlo. El impulso de abrazarla era demasiado fuerte. Como el brillo azul celeste de sus ojos. Nicholas la atrajo hacia sí. Deslizó los pulgares por la superficie de sus mejillas, impregnadas ahora de una humedad reveladora, y le acarició apenas las cejas con los labios.
—Permite que te lo defina. Podemos comparar nuestras notas. Es una tortura, pero a la vez es el mayor de los placeres. Te destroza el corazón, pero también es algo jubiloso. Es prodigioso y desesperante al mismo tiempo. ¿Voy bien?
Un gesto de asentimiento casi imperceptible, entre sus manos que la acunaban.
—Annie. —Nicholas bajó la boca.
—Sí.
Sus labios se encontraron, se acariciaron, se separaron y volvieron a encontrarse. Con todas las legiones de mujeres, con todos aquellos coqueteos sin importancia, charlas desenfadadas y momentos de abandono en alcobas prohibidas, él jamás se había sentido así. Jamás ese derroche de ternura, jamás esa necesidad agónica, jamás un deseo tan intenso.
Solía sentirse orgulloso de su sutileza —eso era del dominio público, —pero cuando Annabel se movió entre sus brazos y su cuerpo esbelto tembló, Nicholas perdió la conciencia de lo que estaba haciendo. Lo único que podía pensar era lo cálida y sedosa que era la boca que sentía en los labios y en el tímido roce de aquella lengua, que envió una sacudida de puro deseo directamente a sus ingles; en lo celestial que era su sabor.
Aunque el planeta hubiera dejado de girar sobre su eje, aunque todos los pájaros de la tierra hubieran enmudecido y los océanos se hubieran secado, el mundo no habría cambiado tanto para Nicholas.
Prolongó el momento; probó, jugó, susurró su nombre al oído, reteniéndola con delicadeza con una mano en la parte baja de su espalda.
Pero finalmente aquello dejó de tener sentido; tuvo que levantar la cabeza y mirarla.
A los ojos, esperando, rezando por ver el mismo destello de luz que había allí un año antes de que él lo ensombreciera y lo destruyera.
Sus ojos eran de un azul intenso, pestañas muy largas, la nariz recta, la silueta de su enjuta mandíbula varonil y perfecta. Y su boca, tan capaz de esa devastadora sonrisa de la que tanto hablaban las mujeres, como de esos besos tan tiernos y persuasivos que le provocaban temblores en las rodillas... Bueno, ella no podía ni siquiera describirlo.
No obstante, en aquel momento, Nicholas no sonreía en absoluto. Posaba la mirada en ella como con una pregunta implícita.
—Te amo.
Esta vez él lo dijo sin vacilar. Sin sentir que se despeñaba por un precipicio hacia una muerte dolorosa, no hubo rastro de dudas.
Nicholas la amaba. Cuando Annabel pensó de nuevo en todas las fantasías infantiles —y ya no tan infantiles, a medida que fue creciendo—que había tenido sobre este momento, no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en sus labios.
—Siempre creí tener una imaginación excelente, pero ahora tú me has convencido de lo contrario.
Las manos que le rodeaban la cintura se tensaron levemente.
—¿Y eso?
—Aquel primer beso fue muy romántico y yo no creía que fueras capaz de superarlo. Quiero saber más.
—Esta vez no va a parecerse en nada a lo que pasó el año pasado, te lo prometo. —El tono alterado de su voz la hizo estremecerse ante la expectativa.
—Necesito esa promesa. —Ella le deslizó los dedos suavemente por el brazo. Notó sus músculos en tensión a través de la camisa.
—Ya lo sé. —El la besó otra vez, pero levemente ahora; tan solo rozó sus labios con los de ella. —Dime qué más quieres. Todos tus sueños.
No era poco lo que pedía aquel hombre. ¿Un acto de fe que la llevara a sus brazos y a su lecho, y sus sueños además? Annabel vaciló hasta que él dijo con voz grave:
—Ayúdame. No me interesa cometer más errores que tarde un año en reparar.
Puede que ella no fuera experimentada como las mujeres con las que él solía relacionarse, pero estaba suficientemente arropada entre sus brazos, como para notar la rígida protuberancia que sobresalía de sus pantalones. El rubor invadió sus mejillas y apretó el rostro ardiente contra su pecho.
El no pensaba soltarla. Le cogió la barbilla con sus exquisitos dedos y la levantó hasta que sus miradas se encontraron.
—Annabel...
—Te deseo —confesó.
—Oh, me tienes —respondió él. Intensificó el abrazo, con la respiración ardiente contra su sien.
Ella había pagado un elevado precio por esto, pero ahora ansiaba oírle decir aquellas palabras. Tal vez incluso un año de tristeza, rechazo y desilusión valía la pena por vivir este momento.
Él sonrió. Normalmente aquello hacía que palpitara el corazón de todas las mujeres presentes, pero esta vez era para ella sola, y ella era la única mujer que lo veía.
Annabel quería esto. Le quería a él.
—No pares —dijo. Esas dos palabras eran las mismas que había musitado un año antes, pero ahora tenían mucho más significado.
—No lo haré —le aseguró él. Sus ojos se habían oscurecido, tenía los párpados caídos. —Si lo intentara no podría. Si esto es lo que deseas, ven conmigo.
Nicholas le tiró de la mano con gentileza y la guió desde la habitación a través del pasillo en penumbra, hasta que llegaron a una escalera. La silenciosa quietud de la casa se le antojó algo prohibido, pero lo cierto era que ella estaba haciendo algo totalmente prohibido y que, no obstante, ella había requerido.
«Podemos esperar a nuestra noche de bodas...»
Su marido.
Iba a casarse con el infame conde de Manderville. El escándalo que se provocaría en cuanto la alta sociedad tuviera noticias de la pareja sería sobrecogedor, pero no tan sobrecogedor como la perspectiva de darle la mano y permitirle que la guiara hasta su alcoba.
Porque ella lo había pedido como si fuera una prueba de fuego.
Ahora no había vuelta atrás, pensó mientras subía los escalones y notaba la calidez y la firmeza con la que Nicholas mantenía sus largos dedos entrelazados con los suyos. Bien, eso no era exactamente cierto, porque aunque había notado lo excitado que estaba cuando la besó, ella sabía que si el coraje la abandonaba él la dejaría marchar.
—¿Todavía estás segura? —preguntó él como si leyera sus pensamientos, con la mano en el vistoso tirador de la primera puerta del pasillo del piso de arriba. —Aún puedo llevarte a casa y confiar que puedas colarte sin que te vean, pero de cualquier forma...
Ahora ya no había manera de que ella volviera. Había roto con Alfred, había arriesgado su reputación saliendo de la casa a hurtadillas, había desnudado su alma y había hecho esta escandalosa oferta.
—Nicholas, estoy segura.
Entonces él la besó. La besó mientras la hacía entrar, la besó mientras la conducía a la cama hasta que chocó con la parte de atrás de las piernas, y la besó mientras empezaba a desabrocharle el vestido. Annabel notó solo de un modo vago cómo caía la ropa. La única cosa en el mundo era la urgencia de la boca de Nicholas, enardecida y hambrienta, contra la suya. Ella ensartó los dedos en su cabello sedoso, sintió el ardor de su piel contra la palma de la mano y se deleitó en la certeza de que él la deseaba. Estaban tan estrechamente unidos que el poderoso latido del corazón de Nicholas hizo vibrar las puntas de sus senos. Cada sonido reverberaba a través de su propia alma.
—Annie, Annie —musitó él pegado a su boca, apartando prendas con las manos, recorriendo su piel.
Ella descubrió que no había tiempo de sentir vergüenza o timidez cuando él la desnudó de golpe y la dejó sobre la cama. Era grande, cómoda y espaciosa, tanto que incluso cuando él se despojó de la camisa y se despegó los pantalones del cuerpo, cuando se reunió con ella —absolutamente masculino, impresionante y excitado, —siguió habiendo espacio.
Era magnífico. Fuerte, escultural, bello.
—Te necesito. —La abrasó con la mirada. Ella sintió la ardiente vibración de su erección contra la cadera y supo que decía la verdad. Unos poderosos brazos la estrecharon y aunque quizá debía haber estado asustada, sencillamente... no lo estaba.
—Voy a darte placer hasta que grites —le prometió, mordisqueándole el cuello. —Hasta que grites mi nombre.
Annabel se arqueó, incapaz de creer lo que iba a hacer... entregarse a Nicholas finalmente.
—Hazlo —jadeó.
—Porque tú deseas comprometerte. Porque no quieres echarte atrás.
—Su respiración le hacía cosquillas en la oreja.
—Sí.
—Porque tú... ¿me deseas? —Nicholas trazó con la lengua un interesante arco a lo largo de su cuello. —¿Lo suficiente como para entregar tu virginidad, como una ofrenda para sellar nuestro pacto? Permite que te diga que es una estrategia efectiva, mi amor.
«Mi amor...»
En otras circunstancias, Annabel podía haber negado esa insinuación de que ella hubiera planeado algo de esto. Cuando en realidad había dado vueltas por su habitación, reflexionó, se enfadó, después lo pensó y volvió a enfadarse. Hasta que el reloj anunció la medianoche no reunió el valor suficiente para salir de la casa en la oscuridad como una ladrona. Bajó sigilosamente la escalera de atrás, cruzó la puerta de servicio y recorrió la calle aprisa para llegar hasta él. Esa luz en la ventana de la planta baja del domicilio de Nicholas había sido una bendición, un regalo. Ella había imaginado que tendría que llamar y preguntar por él, despertando a la mitad de los residentes. De este modo era mejor.
De este modo era como un sueño hecho realidad.
El descubrió su pecho desnudo con la boca. Un calor húmedo se cerró sobre su pezón y ella jadeó y se arqueó de nuevo sobre la suavidad de las almohadas, con el cuerpo repentinamente en llamas. Nicholas chupaba con dulzura. Enroscó la lengua alrededor del vértice tenso, hasta que ella se sintió como si hubiera dejado de respirar y se dio cuenta de que esto estaba pasando realmente. Estaban desnudos y abrazados; él inclinaba su cabeza rubia sobre ella y hacía cosas mágicas, mágicas, con la boca.
—Oh. —Annabel se agarró a él, con el cuerpo en tensión, sintiendo los efectos de los besos de Nicholas en la boca del estómago y en la cavidad entre las piernas.
¿Así era? ¿Era eso sobre lo que susurraban las mujeres?
—Dios, Annie, te deseo tanto... —Su barba incipiente le acarició la piel. Cogió entre las manos el pletórico montículo, lo moldeó, y rozó con el pulgar la punta erecta del pecho que tenía delante.
—Nicholas. —Ella tenía la voz crispada, vacilante.
—Necesito probar cada centímetro tuyo.
La seca aspereza de aquel tono incrementó la temblorosa reacción de ella a su seductora caricia. Él exploró sin prisas el otro pecho con los labios y la lengua, y después rozó con la boca el valle que había entre la carne que albergaban sus manos.
Ella deseaba gritar de placer y apenas consiguió contenerse. Retuvo el labio inferior entre los dientes y sofocó un quejido. ¿Se suponía que era así?, se preguntó. Aquellos besos embriagadores, el azote ardiente y perverso de su boca sobre la piel, la sensación de entrega y abandono.
Sí, decidió al cabo de un momento, mientras él lamía un enardecido sendero a lo largo de su clavícula, y emitía un sonido sordo con la garganta. Esa era exactamente la razón primigenia por la que él y el pecaminoso duque de Rothay habían hecho esa apuesta. Porque él sabía con exactitud qué hacer. Debía saberlo, porque ella no tenía ni idea y allí estaba, debajo de Nicholas, con el cuerpo entregado a su placer carnal... ¿o era el de ella? Sus sentidos estaban sojuzgados y los límites de la definición eran vagos, borrosos.
Cuando él se desplazó más abajo con una lluvia de besos a lo largo de su estómago, ella no lo comprendió hasta...
Oh, Dios, hasta que se dio cuenta de que la boca de Nicholas estaba en un sitio que nunca soñó que nadie quisiera probar, y de que él decía la verdad cuando prometió que sería por todas partes. El éxtasis feroz que provocó ese escandaloso beso entre sus muslos separados creó un torbellino en su cabeza. Nicholas la empujó y le separó las piernas para facilitarse el acceso; volvió a bajar la cabeza y obtuvo un grito revelador que ella no pudo evitar que surgiera de su interior más profundo.
—Perfecto —murmuró él, sin dejar de acariciar aquella carne sensible con la boca. —Déjate llevar, Annie. No te resistas. Vamos a hacer esto de la forma correcta. Quiero que estés unida a mí para siempre.
¿No resistirse a qué...? Oh, Dios, ella reaccionó con una sacudida a la invasión de su lengua, gimoteó ante el hábil coletazo de esta en el punto justo, y notó que su mano temblaba cuando le agarró la cabeza para apartarle.
O para acercarle más. No lo sabía; su cuerpo estaba tan subyugado...
Entonces llegó. Como una ola enorme que avanzó, permaneció suspendida y después bajó en picado con un estrépito desbordante. Annabel se retorció, intentó respirar, y se estremeció como si las ondas avanzaran a través de ella con extáticas pulsaciones.
Fue... increíble.
Tan irresistible que apenas se dio cuenta de que él ajustaba su posición, deslizándose hacia arriba, deslizándose hacia dentro. Su sexo la penetró, primero solo con una presión contundente, y después de forma más plena, mientras empezaba a tomar verdadera posesión de su cuerpo.
—Probablemente sientes esa prueba de mi lealtad que deseabas, Annie. —La besó, sus bocas se unieron de un modo breve y rudo y él cerró los ojos. Estaba más hermoso que el David de Miguel Ángel. Esculturales músculos de mármol y rasgos apolíneos, y una expresión que indicaba supremo control. —Yo tomaré lo que tú quieras ofrecerme e intentaré devolvértelo por partida doble. Ábrete solo un poco más para mí. Seré tan gentil como sea posible.
Estremecida aún por la intensidad del placer que él le había dado y vagando todavía entre las secuelas, Annabel no se resistió; dejó que él le separara más los muslos.
—Yo no he hecho esto nunca antes —susurró él pegado a su boca, y se hundió un poco más, extendiendo aquella cavidad femenina con su inexorable irrupción. —Si cometo algún error, perdóname.
Annabel luchó contra el impulso de reír, inapropiado en aquel momento.
—Pero tú has...
Ella se detuvo sin aliento al sentir la punzante sacudida de su membrana virginal al romperse, y entonces él se enterró por completo en su interior.
Todo él. Toda ella. Juntos. Era incómodo, pero era un dolor insignificante comparado con la maravilla de estar tan unidos, tan cerca.
—Lo siento —susurró Nicholas y le besó la mejilla, la punta de la nariz, la comisura de la boca. Después musitó contra sus labios: —Ahora eres mía... para siempre.
—Siempre he querido serlo —le dijo ella, y clavó apenas las uñas en sus musculosas espaldas, absolutamente triunfante. —Para siempre.
Nicholas se quedó quieto, atravesándola pero sin moverse. Tenía una expresión en la cara peculiar e intensa, que se contradecía con su habitual e indolente encanto.
—No lo has dicho. Diría que este es el momento perfecto. Sé que soy egoísta, pero aunque me acabas de obsequiar con lo más preciado que una mujer puede darle a un hombre, deseo más que tu pureza, Annie. Por favor, dime.
Ella miró fijamente sus ojos celestes, conmovida por la súplica que había en su voz.
—Te amo. Siempre te he amado. En parte ese era el problema. Incluso cuando me decía a mí misma que te odiaba, en el fondo sabía que te seguía amando.
—En este momento —dijo él en voz baja, con un sospechoso brillo acuoso en los ojos, —me siento el hombre más afortunado de la tierra. —Entonces se apoyó en un codo y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. —Soy el hombre más afortunado de la tierra.
¿Estaba de verdad el notorio conde de Manderville conmovido hasta las lágrimas?
Pues sí, comprobó ella, alzando la mano para acariciar maravillada esas pestañas aterciopeladas y el rabillo del ojo donde descubrió un minúsculo rastro de humedad.
—Nicholas.
Una mano resbaló sobre su hombro, los dedos gráciles de él se deslizaron con sugerentes caricias.
—Hablamos luego, ¿de acuerdo?
Annabel levantó las caderas un poco, sin pensar, feliz de que la incomodidad fuera cediendo, mientras su cuerpo se hacía a la sensación de plenitud y posesión.
—¿Se ha terminado? —dijo con la voz sin aliento, por una razón que casi no comprendía y una extraña excitación que reemplazó cualquier sensación de temor.
—No. —Resurgió aquella familiar sonrisa, esa que ella había echado tanto de menos, imprudente y juvenil, con un gesto de los labios tan embriagador como una copa de buen vino. —Ahora que nos hemos declarado nuestros sentimientos mutuos, acabemos esto tal como tú pediste. Créeme, no hemos terminado en absoluto. Deja que te enseñe.
Nicholas empezó a moverse, fluida y enérgicamente pegado a ella; en ella. Su miembro rígido se deslizó hacia atrás y luego embistió hacia delante y, para sorpresa de Annabel, esa fricción le pareció primero una sensación interesante, que luego se convirtió en algo completamente distinto.
Estimulante, decidió cuando su cuerpo empezó a adaptarse y a responder al ritmo de las embestidas y las retiradas. Él deslizó la mano entre ambos, la acarició y frotó mientras seguía y ella sintió destellos de placer con cada caricia, con cada sacudida.
—Otra vez, Annie —insistió él con los ojos entornados. —Por mí.
¿Qué quería?, se preguntó ella apuradísima, hasta que sintió aquella interesante tensión y arqueó la espalda. Apretó los muslos alrededor de las caderas de Nicholas y emitió un sonido muy impropio de una dama, un gemido que emergió de su garganta.
La sensación era tan... buena. Muy buena.
Increíble.
Inconcebible.
Se agarró a la colcha con los puños, dejó de respirar y el mundo se alejó volando. Ella se estremeció y se colgó de él, piel húmeda contra piel húmeda, con el cuerpo temblando de placer. Nicholas gruñó y se quedó inmóvil, con los músculos duros y rígidos, y ella notó el latido de un curioso fluido cálido en su interior.
El dormitorio quedó en silencio salvo por la respiración entrecortada de ambos. Annabel, por la razón que fuera, empezó a reír, débilmente, pues no estaba segura de poder respirar. Rodeó con los brazos el cuello de Nicholas y murmuró pegada a su piel:
—Ahora te creo. Deseas casarte conmigo.
Los labios de Nicholas planearon sobre su frente.
—Nunca he sido tan sincero en toda mi vida.
Muchisimas Gracias por leer la nove
CAPÍTULO 25
Tres días. Habían pasado tres días desde que había vuelto a Londres, desde aquella pequeña posada donde imaginaba que Joseph y ______ estaban disfrutando inmensamente.
Nicholas, en cambio, no lo estaba pasando bien. Mantenerse alejado de la residencia de su tío en la ciudad había sido una tortura, pero no sentía ningún deseo de aparecer en la puerta, como un buitre que se posa sobre un cadáver, en el instante en el que se hizo pública la anulación del compromiso de Annabel. De modo que esperó.
Tres días muy largos.
El crepúsculo había llegado cargado de insidiosas intenciones y después la oscuridad, y él seguía sentado, taciturno y vacilante. Su escritorio, habitualmente limpio, estaba repleto de documentos que apenas había hojeado, porque no tenía capacidad para concentrarse. Una bocanada de brisa nocturna trajo consigo aromas de la calle y del jardín, el olor era una mezcla ecléctica del humo de la chimenea y de rosas a punto de marchitarse.
Era tarde. Quizá debería ir a White's o a Brook's, cualquiera de los dos clubes, buscar un rincón y una botella de whisky y...
¿Y qué? ¿Sentarse a pensar en ella en otra parte?
Sí, eso sería provechoso.
El sonido de un leve chirrido le despertó de su ensimismamiento. Al darse cuenta de que no estaba imaginando cosas frunció el ceño, alarmado, y al ver una esbelta pierna deslizándose sobre el alféizar, se sentó, paralizado.
Podía haberse asustado, pero puestos a pensar, los intrusos no solían tener unas pantorrillas tan bien formadas. Ni tampoco llevaban vestidos de noche de seda color crema. Fascinado por la sorpresa, Nicholas se quedó inmóvil en su butaca.
Pero su corazón había empezado a latir.
Annabel aterrizó en el suelo con la respiración apreciablemente agitada, y después se irguió y se sacudió la falda. Las cortinas que tenía detrás se movieron con un revoloteo que enmarcó su cuerpo estilizado. Como si fuera la cosa más natural del mundo que trepara por la ventana de su estudio, ella se limitó a decir:
—Vi que había luz.
Con cierta tardanza, porque seguía atónito, Nicholas se puso de pie de un salto y estuvo a punto de tirar la silla.
—Annie, ¿qué estás haciendo?
Ella, con su cabello dorado y su piel de marfil, siguió allí con la barbilla ligeramente levantada y una mirada desafiante en sus ojos azules.
—¿No es este el método que solemos usar para visitarnos el uno al otro?
Él le devolvió la mirada, preguntándose si no estaría sufriendo algún tipo de alucinación absurda.
—Demonios, no. Si quieres visitarme, y las damas no visitan a los caballeros, ven con un batallón de acompañantes y por la puerta principal.
La barbilla de Annabel se alzó un poco más.
—Ya entiendo. Hay una serie de normas para ti y otras muy distintas para mí. Es perfectamente correcto que tú trepes por la ventana de mi dormitorio, si tienes algo que decirme, ¿y yo no tengo la misma libertad?
Niholas se pasó la mano por el cabello.
—Por Dios santo, Annie, ya sabes que no. ¿Margaret y Thomas saben que estás aquí?
—Claro que no.
Él se sintió palidecer.
—Por favor, dime que no has venido andando.
—No iba a pedir el carruaje, ¿verdad? Esto no está lejos y yo no soy una lisiada.
Una mujer joven, sola por las calles a... Nicholas echó una ojeada al reloj y vio que era más de medianoche... aquellas horas; aunque el vecindario fuera tranquilo y respetable, era una imprudencia suficiente para que sintiera un temblor en las rodillas.
—Dios —musitó, —eres una pequeña majadera.
—Necesito hablar contigo.
El término obstinada no bastaba para describirla. Nicholas le habló con dureza, porque seguía conmocionado por el riesgo que ella había corrido, no solo para su reputación, también para su seguridad.
—Voy a dejarte a salvo en casa.
—No. —Ella inspiró bruscamente y meneó la cabeza. —Ahora tengo el valor para hacer esto. Mañana por la mañana quizá cambie de parecer. Además, quiero seguir adelante y no dedicar ni un minuto más a esta batalla interior que por lo visto no puedo resolver. ¿No estás interesado en lo que me ha traído hasta aquí?
Era la misma pregunta que él le había hecho, la noche que se había sentido tan desesperado como para trepar hasta su dormitorio.
Ella le había contestado que no.
Pero no había dicho la verdad. Él lo había visto en la vulnerabilidad de sus ojos.
Ya había habido bastantes malos entendidos entre ellos como para empeorar la situación con más mentiras. Nicholas dijo simplemente:
—Ya debes saber que sí.
Y con la venia, Annabel dudó. Estaba tan encantadora bajo el leve resplandor de la tenue luz de la lámpara... El vestido crema hacía que pareciera más joven e inocente que nunca. Aunque era lo bastante escotado para insinuar un poco las curvas superiores de sus pechos firmes. Ya no había nada infantil en ella. Era una mujer seductora en todos los aspectos, incluido su espíritu independiente.
Y eso era algo cautivador, cosa que él no necesitaba. Él ya era su cautivo.
—Me he enterado —dijo para ayudarla.
Ella no intentó fingir que no sabía de qué le hablaba.
—Sí. Imagino que a estas alturas todo el mundo sabe que cancelé mi compromiso con Alfred. Me sentí terriblemente mal al hacerlo, pero no tan mal como si le hubiera hecho el flaco favor de casarme con él. Me parece que ni siquiera le sorprendió demasiado, tal como tú dijiste.
Nicholas se limitó a mirarla. Arqueó una ceja, despacio.
—No seas engreído —dijo ella.
Habría sido más efectivo si no se le hubiera quebrado la voz. No fue gran cosa, tan solo un desliz en el tono, pero bastó. Para la esperanza.
—Intentaré no serlo —murmuró él. —Ni siquiera estoy seguro de que haya algún motivo para que sea engreído. ¿Lo hay? Salvo, quizá, tu insólita aparición y presencia aquí a estas horas.
—Sigo enfadada contigo. —Ella ni siquiera contestó a la pregunta.
—Lo he notado —admitió él con lúgubre ironía. —Nunca había pagado tan caro un error.
Ella le miró con ojos luminosos, la boca le temblaba solo un poco.
—Ni siquiera sé por qué he de hablar contigo. Durante todo el año pasado he estado intentando que la imagen de un hombre a quien creía conocer se ajustara a quien eres tú realmente, y no ha sido una tarea agradable. Dame una razón lógica para confiar en ti.
A él no se le había ocurrido pensar en ningún momento que aquello fuera a ser fácil. Había una cierta ventaja, y desventaja, en conocer tan bien a alguien. Ella amaba de forma total, pero acusaba la traición con el mismo apasionamiento. Nicholas se concedió un momento y después dijo en voz baja:
—Annie, sé que el año pasado me comporté de forma insensible y estúpida. Por favor, no dudes en considerarme así. Pero escúchame un momento, ¿no puedes entender que lo que estaba pasando entre nosotros me parecía tanto prohibido como antinatural? Tú eras tan joven y allí estaba yo, con esa reputación que no puedo evitar y que proviene en parte de mi padre. Más una desacertada inclinación por la protegida de mi tío. Me resultaba bastante difícil saber cómo actuar.
—De manera que caíste directamente en los complacientes brazos de lady Bellvue. —Su mirada acusadora era inconfundible. Aún estaba enfadada.
Pero también estaba allí. Había acudido a él.
—Te he explicado el porqué y me he disculpado.
—Nicholas buscó a tientas las palabras adecuadas, algo que mitigara la tensión que expresaba la postura de los gráciles hombros de Annabel. —Antes ni siquiera se me había ocurrido pensar en el compromiso.
—¿Antes?
Aquella pregunta, formulada con delicadeza, le planteaba un desafío. Muy bien. Ella necesitaba oírlo. El la satisfizo:
—Antes de ti.
—Y ¿ahora sí?
—¿Dispuesto a pensar en el compromiso?
—Sí.
Ella tragó saliva y los músculos de su cuello se tensaron visiblemente.
—Necesito pruebas.
Bien, era bastante difícil cumplir esa orden, pero ella merecía por lo menos lo que Hyatt le había dado, e incluso más.
—Cásate conmigo, Annie —dijo Nicholas con la voz ronca.
Ella dio un paso hacia él; en su cara había una expresión difícil de interpretar.
—¿Quieres que me case contigo?
—Te lo acabo de pedir. —Nicholas no podía creer que lo hubiera dicho tan fácilmente, renunciando a su libertad, sin dudas ni excusas. —Sí, quiero que te cases conmigo. Que seas mi esposa.
—Si eres sincero, zanjémoslo pues. —La cara de Annabel mostraba cierta determinación, con sus finas cejas ligeramente unidas y sus dulces labios apretados. —Tómame.
Él se quedó inmóvil, con todos los músculos en tensión. Atónito e impresionado, la miró fijamente.
—¿Qué?
—¿Tienes problemas de oído? —Ella se acercó más y a él no se le pasó por alto el gentil balanceo de sus caderas, provocativo tanto si lo hacía de forma consciente como si no. —Llévame a tu cama. Tenemos hasta el amanecer.
Nicholas se quedó sin habla. Aunque sus emociones se resistían a la sugerencia, sintió que su cuerpo reaccionaba. Al cabo de un momento acertó a decir:
—No tengo intención de tratarte de forma poco honorable.
La sonrisa de ella fue inesperadamente seductora para una joven inexperta.
—Se supone que tú eres el amante más hábil de Inglaterra, ¿no es verdad? Creo que es eso lo que has proclamado ante toda la alta sociedad. Incluso se dice que has apostado una pequeña fortuna para defender ese título.
—Estaba...
—Sí, lo sé —interrumpió ella levantando la vista hacia él, con la sombra de sus curvas y de sus exquisitas facciones iluminadas por la luz trémula. —En aquel momento estabas borracho, pero aun así esa idea debe de haber surgido de cierta convicción íntima y yo quiero que lo demuestres. A mí.
—Annabel. —El reproche perdió efecto cuando él dirigió la mirada hacia su boca de forma involuntaria. —No me tientes, por favor.
—¿Por qué no?
—Thomas me cortará la cabeza, para empezar.
—No se lo digamos. —Ella se acercó lo bastante para colocarle una mano sobre el pecho. Él sintió la leve presión a través de la ligera camisa de lino. —Es algo que yo deseo. Sin dudas, sin posibilidad de que tú cambies de opinión y sin que haya vuelta atrás para ninguno de los dos. Si hay algo que sé de ti es que no seduces a jovencitas inocentes. Ni siquiera cuando me decía a mí misma que te odiaba, consideraba que este fuera uno de tus pecados.
Era verdad. Él no hacía eso.
—Así que —ella continuó, como si estuviera proponiendo algo lógico y perfectamente coherente —si haces esto... si me comprometes, sabré que tu propuesta es auténtica.
—Es auténtica —protestó él sin saber cómo actuar, porque recibir proposiciones de una dama joven y respetable quedaba fuera del ámbito de su experiencia. Las dudas de Annabel eran en cierto modo ofensivas, pero él tampoco le había dado demasiados motivos para la confianza.
—Entonces ¿estás de acuerdo?
—Podemos esperar hasta la noche de bodas.
Nicholas luchaba desesperado por comportarse como un caballero y evitar aquella repentina erección. Ella estaba tan cerca, tan tentadora, focalizaba de tal modo todos sus deseos...
—Yo no quiero esperar. Esto es importante para mí.
La convicción de su voz le desarmó. Maldición, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Postularse para una canonización? La mujer que deseaba más que nada en el mundo le estaba pidiendo que la llevara a la cama. Por otro lado, susurró una voz traicionera en su interior, la anulación de su compromiso había generado bastantes rumores, y ella no podía prometerse formalmente de un modo inmediato sin que los comentarios adquirieran proporciones ensordecedoras, de modo que una boda rápida y discreta era apropiada en cualquier caso.
Nicholas lo intentó una vez más.
—Te acompañaré a casa.
—No. Tú afirmas que me amas. Demuéstralo. —Le temblaron los labios. No mucho, pero bastó para que él se diera cuenta.
—No solo lo afirmo. Te amo —dijo Nicholas con la voz tomada.
—Entonces bésame.
El deseaba tocarla, besar aquellos dulces labios, abrazarla fuerte y hacer que ella se preguntara cómo podía ser aquello.
Cómo sería. Él sabía cómo dar placer a una mujer, cómo provocar esos ardorosos suspiros y movimientos sutiles, cómo llevarla al borde del éxtasis y hacer que se deslizara por el precipicio, justo en el momento apropiado.
Annabel alzó la vista hacia él; estaba tan bella que Nicholas tuvo que contener la respiración.
—¿Entiendes lo que esto supone para mí? —Su voz era débil; sus ojos, acuosos.
—Durante el pasado año —le informó él, bastante afectado también, —he aprendido bastante sobre el amor frustrado, Annie.
—Enséñame. Creo que yo también sé lo que es.
No pudo resistirlo. El impulso de abrazarla era demasiado fuerte. Como el brillo azul celeste de sus ojos. Nicholas la atrajo hacia sí. Deslizó los pulgares por la superficie de sus mejillas, impregnadas ahora de una humedad reveladora, y le acarició apenas las cejas con los labios.
—Permite que te lo defina. Podemos comparar nuestras notas. Es una tortura, pero a la vez es el mayor de los placeres. Te destroza el corazón, pero también es algo jubiloso. Es prodigioso y desesperante al mismo tiempo. ¿Voy bien?
Un gesto de asentimiento casi imperceptible, entre sus manos que la acunaban.
—Annie. —Nicholas bajó la boca.
—Sí.
Sus labios se encontraron, se acariciaron, se separaron y volvieron a encontrarse. Con todas las legiones de mujeres, con todos aquellos coqueteos sin importancia, charlas desenfadadas y momentos de abandono en alcobas prohibidas, él jamás se había sentido así. Jamás ese derroche de ternura, jamás esa necesidad agónica, jamás un deseo tan intenso.
Solía sentirse orgulloso de su sutileza —eso era del dominio público, —pero cuando Annabel se movió entre sus brazos y su cuerpo esbelto tembló, Nicholas perdió la conciencia de lo que estaba haciendo. Lo único que podía pensar era lo cálida y sedosa que era la boca que sentía en los labios y en el tímido roce de aquella lengua, que envió una sacudida de puro deseo directamente a sus ingles; en lo celestial que era su sabor.
Aunque el planeta hubiera dejado de girar sobre su eje, aunque todos los pájaros de la tierra hubieran enmudecido y los océanos se hubieran secado, el mundo no habría cambiado tanto para Nicholas.
Prolongó el momento; probó, jugó, susurró su nombre al oído, reteniéndola con delicadeza con una mano en la parte baja de su espalda.
Pero finalmente aquello dejó de tener sentido; tuvo que levantar la cabeza y mirarla.
A los ojos, esperando, rezando por ver el mismo destello de luz que había allí un año antes de que él lo ensombreciera y lo destruyera.
Sus ojos eran de un azul intenso, pestañas muy largas, la nariz recta, la silueta de su enjuta mandíbula varonil y perfecta. Y su boca, tan capaz de esa devastadora sonrisa de la que tanto hablaban las mujeres, como de esos besos tan tiernos y persuasivos que le provocaban temblores en las rodillas... Bueno, ella no podía ni siquiera describirlo.
No obstante, en aquel momento, Nicholas no sonreía en absoluto. Posaba la mirada en ella como con una pregunta implícita.
—Te amo.
Esta vez él lo dijo sin vacilar. Sin sentir que se despeñaba por un precipicio hacia una muerte dolorosa, no hubo rastro de dudas.
Nicholas la amaba. Cuando Annabel pensó de nuevo en todas las fantasías infantiles —y ya no tan infantiles, a medida que fue creciendo—que había tenido sobre este momento, no pudo evitar la sonrisa que se dibujó en sus labios.
—Siempre creí tener una imaginación excelente, pero ahora tú me has convencido de lo contrario.
Las manos que le rodeaban la cintura se tensaron levemente.
—¿Y eso?
—Aquel primer beso fue muy romántico y yo no creía que fueras capaz de superarlo. Quiero saber más.
—Esta vez no va a parecerse en nada a lo que pasó el año pasado, te lo prometo. —El tono alterado de su voz la hizo estremecerse ante la expectativa.
—Necesito esa promesa. —Ella le deslizó los dedos suavemente por el brazo. Notó sus músculos en tensión a través de la camisa.
—Ya lo sé. —El la besó otra vez, pero levemente ahora; tan solo rozó sus labios con los de ella. —Dime qué más quieres. Todos tus sueños.
No era poco lo que pedía aquel hombre. ¿Un acto de fe que la llevara a sus brazos y a su lecho, y sus sueños además? Annabel vaciló hasta que él dijo con voz grave:
—Ayúdame. No me interesa cometer más errores que tarde un año en reparar.
Puede que ella no fuera experimentada como las mujeres con las que él solía relacionarse, pero estaba suficientemente arropada entre sus brazos, como para notar la rígida protuberancia que sobresalía de sus pantalones. El rubor invadió sus mejillas y apretó el rostro ardiente contra su pecho.
El no pensaba soltarla. Le cogió la barbilla con sus exquisitos dedos y la levantó hasta que sus miradas se encontraron.
—Annabel...
—Te deseo —confesó.
—Oh, me tienes —respondió él. Intensificó el abrazo, con la respiración ardiente contra su sien.
Ella había pagado un elevado precio por esto, pero ahora ansiaba oírle decir aquellas palabras. Tal vez incluso un año de tristeza, rechazo y desilusión valía la pena por vivir este momento.
Él sonrió. Normalmente aquello hacía que palpitara el corazón de todas las mujeres presentes, pero esta vez era para ella sola, y ella era la única mujer que lo veía.
Annabel quería esto. Le quería a él.
—No pares —dijo. Esas dos palabras eran las mismas que había musitado un año antes, pero ahora tenían mucho más significado.
—No lo haré —le aseguró él. Sus ojos se habían oscurecido, tenía los párpados caídos. —Si lo intentara no podría. Si esto es lo que deseas, ven conmigo.
Nicholas le tiró de la mano con gentileza y la guió desde la habitación a través del pasillo en penumbra, hasta que llegaron a una escalera. La silenciosa quietud de la casa se le antojó algo prohibido, pero lo cierto era que ella estaba haciendo algo totalmente prohibido y que, no obstante, ella había requerido.
«Podemos esperar a nuestra noche de bodas...»
Su marido.
Iba a casarse con el infame conde de Manderville. El escándalo que se provocaría en cuanto la alta sociedad tuviera noticias de la pareja sería sobrecogedor, pero no tan sobrecogedor como la perspectiva de darle la mano y permitirle que la guiara hasta su alcoba.
Porque ella lo había pedido como si fuera una prueba de fuego.
Ahora no había vuelta atrás, pensó mientras subía los escalones y notaba la calidez y la firmeza con la que Nicholas mantenía sus largos dedos entrelazados con los suyos. Bien, eso no era exactamente cierto, porque aunque había notado lo excitado que estaba cuando la besó, ella sabía que si el coraje la abandonaba él la dejaría marchar.
—¿Todavía estás segura? —preguntó él como si leyera sus pensamientos, con la mano en el vistoso tirador de la primera puerta del pasillo del piso de arriba. —Aún puedo llevarte a casa y confiar que puedas colarte sin que te vean, pero de cualquier forma...
Ahora ya no había manera de que ella volviera. Había roto con Alfred, había arriesgado su reputación saliendo de la casa a hurtadillas, había desnudado su alma y había hecho esta escandalosa oferta.
—Nicholas, estoy segura.
Entonces él la besó. La besó mientras la hacía entrar, la besó mientras la conducía a la cama hasta que chocó con la parte de atrás de las piernas, y la besó mientras empezaba a desabrocharle el vestido. Annabel notó solo de un modo vago cómo caía la ropa. La única cosa en el mundo era la urgencia de la boca de Nicholas, enardecida y hambrienta, contra la suya. Ella ensartó los dedos en su cabello sedoso, sintió el ardor de su piel contra la palma de la mano y se deleitó en la certeza de que él la deseaba. Estaban tan estrechamente unidos que el poderoso latido del corazón de Nicholas hizo vibrar las puntas de sus senos. Cada sonido reverberaba a través de su propia alma.
—Annie, Annie —musitó él pegado a su boca, apartando prendas con las manos, recorriendo su piel.
Ella descubrió que no había tiempo de sentir vergüenza o timidez cuando él la desnudó de golpe y la dejó sobre la cama. Era grande, cómoda y espaciosa, tanto que incluso cuando él se despojó de la camisa y se despegó los pantalones del cuerpo, cuando se reunió con ella —absolutamente masculino, impresionante y excitado, —siguió habiendo espacio.
Era magnífico. Fuerte, escultural, bello.
—Te necesito. —La abrasó con la mirada. Ella sintió la ardiente vibración de su erección contra la cadera y supo que decía la verdad. Unos poderosos brazos la estrecharon y aunque quizá debía haber estado asustada, sencillamente... no lo estaba.
—Voy a darte placer hasta que grites —le prometió, mordisqueándole el cuello. —Hasta que grites mi nombre.
Annabel se arqueó, incapaz de creer lo que iba a hacer... entregarse a Nicholas finalmente.
—Hazlo —jadeó.
—Porque tú deseas comprometerte. Porque no quieres echarte atrás.
—Su respiración le hacía cosquillas en la oreja.
—Sí.
—Porque tú... ¿me deseas? —Nicholas trazó con la lengua un interesante arco a lo largo de su cuello. —¿Lo suficiente como para entregar tu virginidad, como una ofrenda para sellar nuestro pacto? Permite que te diga que es una estrategia efectiva, mi amor.
«Mi amor...»
En otras circunstancias, Annabel podía haber negado esa insinuación de que ella hubiera planeado algo de esto. Cuando en realidad había dado vueltas por su habitación, reflexionó, se enfadó, después lo pensó y volvió a enfadarse. Hasta que el reloj anunció la medianoche no reunió el valor suficiente para salir de la casa en la oscuridad como una ladrona. Bajó sigilosamente la escalera de atrás, cruzó la puerta de servicio y recorrió la calle aprisa para llegar hasta él. Esa luz en la ventana de la planta baja del domicilio de Nicholas había sido una bendición, un regalo. Ella había imaginado que tendría que llamar y preguntar por él, despertando a la mitad de los residentes. De este modo era mejor.
De este modo era como un sueño hecho realidad.
El descubrió su pecho desnudo con la boca. Un calor húmedo se cerró sobre su pezón y ella jadeó y se arqueó de nuevo sobre la suavidad de las almohadas, con el cuerpo repentinamente en llamas. Nicholas chupaba con dulzura. Enroscó la lengua alrededor del vértice tenso, hasta que ella se sintió como si hubiera dejado de respirar y se dio cuenta de que esto estaba pasando realmente. Estaban desnudos y abrazados; él inclinaba su cabeza rubia sobre ella y hacía cosas mágicas, mágicas, con la boca.
—Oh. —Annabel se agarró a él, con el cuerpo en tensión, sintiendo los efectos de los besos de Nicholas en la boca del estómago y en la cavidad entre las piernas.
¿Así era? ¿Era eso sobre lo que susurraban las mujeres?
—Dios, Annie, te deseo tanto... —Su barba incipiente le acarició la piel. Cogió entre las manos el pletórico montículo, lo moldeó, y rozó con el pulgar la punta erecta del pecho que tenía delante.
—Nicholas. —Ella tenía la voz crispada, vacilante.
—Necesito probar cada centímetro tuyo.
La seca aspereza de aquel tono incrementó la temblorosa reacción de ella a su seductora caricia. Él exploró sin prisas el otro pecho con los labios y la lengua, y después rozó con la boca el valle que había entre la carne que albergaban sus manos.
Ella deseaba gritar de placer y apenas consiguió contenerse. Retuvo el labio inferior entre los dientes y sofocó un quejido. ¿Se suponía que era así?, se preguntó. Aquellos besos embriagadores, el azote ardiente y perverso de su boca sobre la piel, la sensación de entrega y abandono.
Sí, decidió al cabo de un momento, mientras él lamía un enardecido sendero a lo largo de su clavícula, y emitía un sonido sordo con la garganta. Esa era exactamente la razón primigenia por la que él y el pecaminoso duque de Rothay habían hecho esa apuesta. Porque él sabía con exactitud qué hacer. Debía saberlo, porque ella no tenía ni idea y allí estaba, debajo de Nicholas, con el cuerpo entregado a su placer carnal... ¿o era el de ella? Sus sentidos estaban sojuzgados y los límites de la definición eran vagos, borrosos.
Cuando él se desplazó más abajo con una lluvia de besos a lo largo de su estómago, ella no lo comprendió hasta...
Oh, Dios, hasta que se dio cuenta de que la boca de Nicholas estaba en un sitio que nunca soñó que nadie quisiera probar, y de que él decía la verdad cuando prometió que sería por todas partes. El éxtasis feroz que provocó ese escandaloso beso entre sus muslos separados creó un torbellino en su cabeza. Nicholas la empujó y le separó las piernas para facilitarse el acceso; volvió a bajar la cabeza y obtuvo un grito revelador que ella no pudo evitar que surgiera de su interior más profundo.
—Perfecto —murmuró él, sin dejar de acariciar aquella carne sensible con la boca. —Déjate llevar, Annie. No te resistas. Vamos a hacer esto de la forma correcta. Quiero que estés unida a mí para siempre.
¿No resistirse a qué...? Oh, Dios, ella reaccionó con una sacudida a la invasión de su lengua, gimoteó ante el hábil coletazo de esta en el punto justo, y notó que su mano temblaba cuando le agarró la cabeza para apartarle.
O para acercarle más. No lo sabía; su cuerpo estaba tan subyugado...
Entonces llegó. Como una ola enorme que avanzó, permaneció suspendida y después bajó en picado con un estrépito desbordante. Annabel se retorció, intentó respirar, y se estremeció como si las ondas avanzaran a través de ella con extáticas pulsaciones.
Fue... increíble.
Tan irresistible que apenas se dio cuenta de que él ajustaba su posición, deslizándose hacia arriba, deslizándose hacia dentro. Su sexo la penetró, primero solo con una presión contundente, y después de forma más plena, mientras empezaba a tomar verdadera posesión de su cuerpo.
—Probablemente sientes esa prueba de mi lealtad que deseabas, Annie. —La besó, sus bocas se unieron de un modo breve y rudo y él cerró los ojos. Estaba más hermoso que el David de Miguel Ángel. Esculturales músculos de mármol y rasgos apolíneos, y una expresión que indicaba supremo control. —Yo tomaré lo que tú quieras ofrecerme e intentaré devolvértelo por partida doble. Ábrete solo un poco más para mí. Seré tan gentil como sea posible.
Estremecida aún por la intensidad del placer que él le había dado y vagando todavía entre las secuelas, Annabel no se resistió; dejó que él le separara más los muslos.
—Yo no he hecho esto nunca antes —susurró él pegado a su boca, y se hundió un poco más, extendiendo aquella cavidad femenina con su inexorable irrupción. —Si cometo algún error, perdóname.
Annabel luchó contra el impulso de reír, inapropiado en aquel momento.
—Pero tú has...
Ella se detuvo sin aliento al sentir la punzante sacudida de su membrana virginal al romperse, y entonces él se enterró por completo en su interior.
Todo él. Toda ella. Juntos. Era incómodo, pero era un dolor insignificante comparado con la maravilla de estar tan unidos, tan cerca.
—Lo siento —susurró Nicholas y le besó la mejilla, la punta de la nariz, la comisura de la boca. Después musitó contra sus labios: —Ahora eres mía... para siempre.
—Siempre he querido serlo —le dijo ella, y clavó apenas las uñas en sus musculosas espaldas, absolutamente triunfante. —Para siempre.
Nicholas se quedó quieto, atravesándola pero sin moverse. Tenía una expresión en la cara peculiar e intensa, que se contradecía con su habitual e indolente encanto.
—No lo has dicho. Diría que este es el momento perfecto. Sé que soy egoísta, pero aunque me acabas de obsequiar con lo más preciado que una mujer puede darle a un hombre, deseo más que tu pureza, Annie. Por favor, dime.
Ella miró fijamente sus ojos celestes, conmovida por la súplica que había en su voz.
—Te amo. Siempre te he amado. En parte ese era el problema. Incluso cuando me decía a mí misma que te odiaba, en el fondo sabía que te seguía amando.
—En este momento —dijo él en voz baja, con un sospechoso brillo acuoso en los ojos, —me siento el hombre más afortunado de la tierra. —Entonces se apoyó en un codo y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. —Soy el hombre más afortunado de la tierra.
¿Estaba de verdad el notorio conde de Manderville conmovido hasta las lágrimas?
Pues sí, comprobó ella, alzando la mano para acariciar maravillada esas pestañas aterciopeladas y el rabillo del ojo donde descubrió un minúsculo rastro de humedad.
—Nicholas.
Una mano resbaló sobre su hombro, los dedos gráciles de él se deslizaron con sugerentes caricias.
—Hablamos luego, ¿de acuerdo?
Annabel levantó las caderas un poco, sin pensar, feliz de que la incomodidad fuera cediendo, mientras su cuerpo se hacía a la sensación de plenitud y posesión.
—¿Se ha terminado? —dijo con la voz sin aliento, por una razón que casi no comprendía y una extraña excitación que reemplazó cualquier sensación de temor.
—No. —Resurgió aquella familiar sonrisa, esa que ella había echado tanto de menos, imprudente y juvenil, con un gesto de los labios tan embriagador como una copa de buen vino. —Ahora que nos hemos declarado nuestros sentimientos mutuos, acabemos esto tal como tú pediste. Créeme, no hemos terminado en absoluto. Deja que te enseñe.
Nicholas empezó a moverse, fluida y enérgicamente pegado a ella; en ella. Su miembro rígido se deslizó hacia atrás y luego embistió hacia delante y, para sorpresa de Annabel, esa fricción le pareció primero una sensación interesante, que luego se convirtió en algo completamente distinto.
Estimulante, decidió cuando su cuerpo empezó a adaptarse y a responder al ritmo de las embestidas y las retiradas. Él deslizó la mano entre ambos, la acarició y frotó mientras seguía y ella sintió destellos de placer con cada caricia, con cada sacudida.
—Otra vez, Annie —insistió él con los ojos entornados. —Por mí.
¿Qué quería?, se preguntó ella apuradísima, hasta que sintió aquella interesante tensión y arqueó la espalda. Apretó los muslos alrededor de las caderas de Nicholas y emitió un sonido muy impropio de una dama, un gemido que emergió de su garganta.
La sensación era tan... buena. Muy buena.
Increíble.
Inconcebible.
Se agarró a la colcha con los puños, dejó de respirar y el mundo se alejó volando. Ella se estremeció y se colgó de él, piel húmeda contra piel húmeda, con el cuerpo temblando de placer. Nicholas gruñó y se quedó inmóvil, con los músculos duros y rígidos, y ella notó el latido de un curioso fluido cálido en su interior.
El dormitorio quedó en silencio salvo por la respiración entrecortada de ambos. Annabel, por la razón que fuera, empezó a reír, débilmente, pues no estaba segura de poder respirar. Rodeó con los brazos el cuello de Nicholas y murmuró pegada a su piel:
—Ahora te creo. Deseas casarte conmigo.
Los labios de Nicholas planearon sobre su frente.
—Nunca he sido tan sincero en toda mi vida.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Este capitulo es para aranzhitha :)
Gracias por comentar siempre :)
CAPÍTULO 26
Todo paraíso tiene su serpiente rastrera.
La tarjeta de visita llegó en una bandeja de plata y al principio _____ la miró con desinterés, pero cuando reconoció el nombre impreso, una sensación de aprensión le provocó un vuelco en el estómago. Aunque normalmente le habría rechazado, por lo visto ese día tal cosa no era posible, según su mayordomo.
—Ha insistido mucho, milady, y dice que sabe de buena tinta que está usted en casa.
Ella no acababa de entender cómo podía ser eso, pero la última vez que había hablado con él, Franklin había aparecido de pronto justo en el mejor momento.
O en el peor, según el punto de vista de cada cual.
Norman ya no era joven y no era alguien que pudiera a expulsar a Franklin Wynn, que tenía veinte años menos y era infinitamente más decidido. ______ pronunció por lo bajo una maldición muy impropia en una dama y murmuró:
—Muy bien, hágale pasar.
—No será necesario. Buenos días, milady.
Ella, atónita ante el descaro de Franklin que había seguido al mayordomo sin esperar a recibir respuesta a su petición, miró fijamente a aquel hombre, que entró en la sala y empujó al pasar a un Norman visiblemente indignado.
Mientras él recorría a zancadas la estancia, ella constató que su primo —no es que ella estuviera encantada con el parentesco—vestía de ciruela. Era imposible no fijarse. Morado oscuro en la chaqueta, un matiz menos intenso en el chaleco bordado, pantalones lavanda e incluso unos zapatos de ese tono, con unos calcetines blancos de seda. En sus pálidos ojos brillaba la gelidez acostumbrada y torcía la boca de una forma que hizo que ______ contuviera el aliento de miedo. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, apartado de sus facciones atractivas y altaneras, y curvaba ligeramente el labio.
Una expresión que a ella no le gustó nada en absoluto.
—Ha regresado usted del campo, según veo. —Sin que se lo indicaran y sin más que una breve e insignificante inclinación de cabeza, él se levantó los faldones de la chaqueta y tomó asiento. Con gran naturalidad. Como si la sala fuera suya y no de ella. —Esta es la segunda expedición en un mes, ¿verdad? Es curioso, no sabía que viajara usted tan a menudo
¿Cómo demonios sabía él dónde había ido?
—Sí —dijo sin casi entonación.
Las siguientes palabras de Franklin le produjeron escalofríos.
—¿Cómo están Rothay y Manderville?
«Oh, Dios santo.»
La mente se le quedó en blanco durante un segundo.
«Piensa...»
_______ había estado revisando la correspondencia en aquella salita y apartó la carta que había estado leyendo con mucho tino, para que él no detectara que le temblaba la mano.
—¿Perdón?
—Esos dos lascivos granujas son la comidilla de la ciudad en este momento. ¿Cómo están? —Franklin se reclinó de nuevo en una de las butacas con aire triunfal, y una sonrisita de suficiencia en la cara.
¿Realmente sabía algo o la estaba tanteando?
Un escalofrío estremeció a ________, a pesar del cálido sol que aquella mañana entraba a raudales por las ventanas, y proporcionaba a la aireada salita un confortable calor.
—Estoy confusa, milord. ¿Cómo voy a saberlo yo?
—Mi teoría es que usted, a pesar de que las apariencias harían creer a todo el mundo que no es cierto, es naturalmente el juez de su jactanciosa competición. ¿Por qué si no se habría citado con ambos en una lóbrega tabernucha?
A ______ se le encogió el estómago.
—Eso, señor mío, es mentira.
Él se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas.
—Ah ¿sí?
—Por supuesto. ¿De dónde ha sacado una idea tan peregrina?
—En efecto, ¿de dónde?
Iba a ser muy difícil mantener esa especie de juego absurdo del ratón y el gato, con el corazón desbocado como los cascos al galope de uno de los fabulosos caballos de Joseph.
—Me parece que es una pregunta muy clara.
Pero él no la respondió.
—Me interesa mucho saber el resultado. Dígame, ¿Manderville no consiguió estar a la altura? Tengo entendido que él llegó primero, pero que no se quedó mucho tiempo. En cambio usted y el duque pasaron varias noches juntos. ¿Deduzco que Rothay es el ganador?
Ante la terrorífica certeza de que él lo supiera realmente, ella se sintió desfallecer. Franklin era la última persona en el mundo que deseaba que tuviera alguna ventaja sobre ella. Intentó por todos los medios guardar la compostura. Esa había sido su única defensa contra Edward, y ciertamente la necesitaba en ese momento.
—¿Tiene usted algún motivo para venir aquí y lanzar estas escandalosas acusaciones contra mí? —dijo en un tono muy convincente.
Franklin chasqueó la lengua.
—Vaya, de repente se ha puesto usted pálida. ¿Quiere que le traiga algo?
«Váyase —gritó mentalmente. —Fuera.» Pero por otro lado, no quería que se fuera hasta saber con qué intenciones había venido.
—Me encuentro bastante bien, gracias.
—Desde luego. Está usted encantadora. Me gusta cómo le sienta este color, pero su belleza es innegable se vista como se vista. O si no va vestida, estoy seguro. Sospecho que me va a parecer aún más atractiva cuando esté desnuda en mi cama, con las piernas separadas, como la pequeña furcia que ha demostrado ser.
______ sintió la bilis en la garganta. Las manos le temblaban y las apretó como puños con tanta fuerza, que le dolieron los nudillos. Durante un momento solo fue capaz de observar fijamente la mirada de sádico regodeo que él tenía en la cara. Aquel parecido con Edward era como revivir una pesadilla. Ella había visto antes aquel brillo lascivo en unos ojos pálidos muy similares, y experimentó lo que ello significaba.
—No importa que me amenace con contar vilezas sobre mí, no seré su amante —dijo con total e imperturbable convicción.
—Yo tampoco quiero que lo sea.
—El tono tenía un matiz burlón, y Franklin sonrió de un modo que haría parecer atractivo a un reptil. —Le estoy proponiendo matrimonio. Su lasitud moral es algo que puedo pasar por alto, si pienso en la fortuna que voy a ganar.
¿Un segundo matrimonio con un hombre que le recordaba tanto a su brutal e insensible marido, que solo con verle sentía náuseas? La idea era tan repugnante que tuvo que ahogar una carcajada histérica. Con mucho, el ostracismo social era preferible.
_______ le miró a los ojos.
—Jamás.
Él entornó los párpados y sus mortecinas mejillas enrojecieron.
—Me parece que no me ha entendido bien. No tiene usted alternativa.
—Tengo muchas alternativas. Por favor, salga de mi casa.
El énfasis tuvo el deseado efecto y Franklin apretó los labios. También se puso de pie, pero no hizo ningún movimiento en dirección a la puerta. En lugar de eso, dio un paso hacia ella.
—La destruiré. Mancharé su nombre hasta que no vuelvan a recibirla en ningún sitio. Hasta que ningún hombre decente dirija su mirada hacia usted a menos que desee un revolcón rápido con una famosa prostituta.
—Nadie creerá sus maliciosas mentiras, milord. Mi fama de discreta y distante es conocida por todos.
—Aquello era un farol, pero no le importó. Lo único que quería era que se alejara de ella.
—Tengo el testimonio de los hombres que contraté para vigilarla, mi querida _______. Aparte de una declaración escrita del posadero. Dice que usted llegó con un hombre y se marchó con otro. ¿Creía usted que eso no llamaría la atención? Si le sirve de consuelo le diré que a la mujer del posadero le pareció bastante romántica la aparición del duque, pero también es verdad que muchas mujeres caen bajo el embrujo de Rothay, según tengo entendido. La posadera los describió a los tres perfectamente.
—¿Por qué hizo que me siguieran? —Lo último que quería era enzarzarse en una conversación con él, pero estaba claro que era el enemigo, y de su experiencia con Edward había aprendido que le convenía evaluar sus tácticas. Eso la había ayudado a sobrevivir sin apenas daños, o en eso confiaba.
—Usted tiene algo que yo quiero.
—El dinero.
¿Debía comprarle? Por un momento, ________ se preguntó si valía la pena entregar la fortuna que había heredado para librarse de él.
Entonces, con una mirada bastante insultante, él repasó su cuerpo al detalle y rectificó en voz baja:
—Quiero dos cosas.
Eso ni pensarlo.
—Váyase —le ordenó, orgullosa de que su voz fuera firme y terminante, —y sus derechos familiares no significan nada para mí, así que por favor no vuelva visitarme nunca más.
Él avanzó un paso más, lo bastante como para tocarla. La amenaza centelleaba en sus ojos.
—Esta casa debería ser mía. Y usted también. Todo lo que era de Edward debería ser mío. El título no significa casi nada sin la fortuna que él le dejó a usted en lugar de a mí. Tengo el propósito de conseguirla de un modo u otro.
La frialdad de su tono le provocó un escalofrío, que le subió por la espalda. ______ se alarmó, pero se negó a rendirse.
—Voy a llamar para que alguien le acompañe a la calle, milord.
—No, no lo hará.
La repentina embestida la cogió desprevenida. No es que confiara en él, pero los caballeros de visita con pantalones lavanda, puños de encaje y tarjetas repujadas, no suelen sujetar a sus anfitrionas, ni taparles la boca con una mano implacable.
Indignada, ______ empezó a luchar. Una espantosa conciencia de la desigualdad de tamaño que había entre ellos empezó a invadirla, junto a atroces recuerdos de una situación idéntica, en la que ella se sentía abrumada e impotente. Cuando él la llevó a rastras hasta un pequeño sofá del rincón y la colocó allí por la fuerza, ella se quedó como muerta, con las extremidades paralizadas y la mente agarrotada con la horrible certeza de que podía pasar algo inevitable.
Franklin le acercó bruscamente la cara y siseó:
—Fría ramera. Siempre mirándome como si yo fuera una especie de parásito, eludiendo mis visitas, fingiendo que no estabas en casa cuando yo sabía muy bien que sí. Mi primo debe de haber disfrutado mucho de ti para dejarte su fortuna, y yo también deseo probar eso. Lo exijo, por mucho que tú intentes negármelo. Después, estarás obligada a aceptarme o a despedirte de una vida respetable.
«No.»
No. ______ había soportado aquello demasiadas veces para permitir que volviera a pasar. La delicadeza de las caricias de Joseph, su sonrisa traviesa y encantadora, la pasión en sus ojos oscuros inundaron su mente. El no le había propuesto matrimonio exactamente, pero de sus entrañas había surgido la promesa de amarla, y ella esperaba que quizá, quizá, lo hiciera, a pesar de que su cuerpo fuera incapaz de concebir un hijo.
______ dio un mordisco, y consiguió clavar los dientes en la palma de la mano con la que la retenía su atacante, y probó el amargor metálico de la sangre. Franklin redujo la presión por un momento y soltó una maldición, y ella, un grito leve y entrecortado.
—Eres una bruja. —La cara de Franklin, desencajada de rabia, estaba unos centímetros por encima de la suya, y estaba convencida de que le habría pegado de no ser porque le preocupaba más que estuviera callada. Ella se retorció, luchó contra el peso del cuerpo que la inmovilizaba, intentando liberarse a arañazos. Él le subió la falda de golpe y le manoseó el muslo.
«No, esto no. Esto no. Por favor. »
¿Realmente iba a violarla en su propia casa? ¿En la cómoda salita que ella usaba como refugio para tomar el té de la mañana y meditar un poco, mientras repasaba la correspondencia diaria?
No.
De repente oyó un estrépito y Franklin gimió y dejó de retenerla. Después se relajó, la aplastó con el peso de su cuerpo y dejó caer la cabeza a un lado. Para su sorpresa, ______ se vio empapada de agua y pétalos de rosa.
La cara de Annabel Reid, preocupada y sombría, emergió ante sus ojos. En su mirada azul había un matiz de indignación asesina.
—Siento el desorden, pero espero haberle matado —dijo sin más.
Annabel no sintió remordimientos al contemplar al hombre que cayó al suelo, tras el forcejeo de _______ Wynn para apartarle. La recién llegada se sentó temblando. ¡Y pensar que había dudado de hacerle esta visita inesperada, porque era demasiado temprano para presentarse, aunque se sentía impaciente por darle las gracias a alguien a quien ya consideraba una amiga y compartir con ella la noticia de su próxima boda!
Mientras examinaba los pedazos de cristal rotos, las gotas de agua sobre la alfombra de flores y la sangre que brotaba del corte que el hombre tenía en la cabeza, Annabel supuso que irrumpir en lo que parecía una agresión escandalosa y zurrar al villano era un acto de amistad.
De modo que quizá ya le había dado las gracias, aunque de una forma bastante violenta.
Lady Wynn estaba pálida como la cera. Su cara, habitualmente encantadora, se había transformado en una máscara fantasmal. Tenía mechones de pelo caoba, húmedos y revueltos, como sierpes en su cuello grácil, y el vestido, empapado y pegado al cuerpo, gracias al impetuoso impulso de Annabel de usar un jarro que estaba a mano para propinarle a su atacante un enérgico porrazo.
—¿Está usted bien? —Annabel se sacó un pañuelo de la manga y se lo entregó. Era una pieza de encaje demasiado pequeña, pero mejor que nada.
—¡Milady! —El anciano mayordomo que había abierto la puerta estaba en la entrada, horrorizado. —Señoría, ese vil canalla... vaya. Nunca le hubiera dejado entrar de haber sabido que...
—No es culpa suya en absoluto.
______ sintió un escalofrío y fue a sentarse en una parte del sofá menos húmeda y bastante alejada de la silueta postrada de Franklin. Se secó la cara con el pañuelo que le había ofrecido Annabel. Era difícil saber si la humedad era por las lágrimas o por el agua del jarrón para las rosas frescas. Miró a Annabel con unos ojos plateados que brillaban.
—Gracias.
—De nada.
Las pestañas de lady Wynn se juntaron cubiertas de rocío y murmuró:
—No, sinceramente, gracias.
Sí, definitivamente eran lágrimas. Annabel no la culpó. Ella habría llorado a mares en similares circunstancias. Se dejó caer a su lado, sin hacer caso de la humedad de la tela del sofá, y cogió la temblorosa mano de la otra mujer.
—Por supuesto que la ayudé. Acababa de decirle a su mayordomo mi nombre cuando la oí gritar. Normalmente nunca voy de visita tan pronto por la mañana, pero ahora me alegro de haberlo hecho.
—Fue en el momento justo. —______ sonrió. —Supongo que eso es innegable. Cuando me di cuenta de sus intenciones, ya era demasiado tarde para pedir ayuda.
Ambas contemplaron al hombre tendido boca abajo en el suelo, como si fuera un repugnante montón de basura.
—Imagino —dijo Annabel con voz resolutiva—que tendremos que hacer algo con él.
—Supongo que sí. —_______ la miró, desfallecida. —¿Puedo mencionar otra vez lo contenta que estoy de que llegara usted cuando lo hizo?
—Me lo imagino.
Un escalofrío sacudió los esbeltos hombros de lady Wynn. Pareció darse cuenta de que tenía las faldas revueltas y se las colocó de un modo más recatado.
—Milady, ¿qué quiere que haga? —Se diría que el mayordomo estaba más que levemente disgustado por lo que había estado a punto de pasarle a su señora. —Un juez sería lo apropiado a mí entender.
______ meneó la cabeza.
—Déjeme pensar un momento. Me temo que estoy envuelta en un escándalo, haga lo que haga.
—Por favor, no me diga que va a permitir que salga indemne de esto —dijo Annabel con firmeza. —Yo soy testigo, por si lo niega.
Un leve quejido les indicó que él se estaba despertando.
—Yo le conozco. —______ estaba más blanca que nunca. —Si no voy con cuidado, él convertirá esto en algo más desagradable de lo que ya es. Voy a tener que manejarlo. —Irguió los hombros y la rudeza de su tono indicó que había tomado una decisión. —Lo único que puedo intentar es sortear el peligro, sin hacer que las cosas empeoren. —Miró al atribulado mayordomo. —¿Podría hacerme el favor de ocuparse de que venga alguien para meter a lord Wynn en su carruaje y enviarle a su casa?
—Por supuesto. Naturalmente.
El hombre salió corriendo; parecía aliviado de que volvieran a asignarle una tarea. Fue eficiente además, pues a los pocos minutos entraron a toda prisa dos jóvenes, levantaron del suelo al hombre semiinconsciente y se lo llevaron de la habitación.
Annabel miró intrigada a la mujer que, menos de una semana antes, había aparecido con tanta tranquilidad en el umbral de su puerta y se había tomado el tiempo y la molestia de disuadirla de algo que, visto en perspectiva, era una enorme equivocación. Casarse con Alfred la habría convertido en una persona herida y triste, y puede que incluso hubiera arruinado la vida de ambos. Golpear en la cabeza con un jarrón lleno de flores al aparentemente despreciable lord Wynn, era una buena manera de empezar a pagar una impresionante deuda, pero ella estaba dispuesta a hacer más.
A pesar de que la habían empapado con agua y casi violado en su propio sofá, lady Wynn era capaz de rodearse de un aire de reserva.
—No entiendo cómo va a conseguir estar tranquila, si este hombre no paga por su afrenta —dijo Annabel con franqueza—Yo también opino que denunciarle ante un juez es la mejor medida. No me parece que usted sea la clase de mujer que vaya a permitirle salir indemne de una tentativa tan ruin.
_______ la miró con aquellos extraordinarios ojos de plata.
—No puedo protegerme de toda eventualidad. Él intentó chantajearme y, cuando no le funcionó, me atacó. Creo que quizá sería mejor si me limitara a darle el dinero que tanto desea. Quizá entonces me dejaría tranquila.
—O quizá entonces tendría todavía menos poder sobre él —señaló Annabel. —Contrate un escolta. O varios. Haga pública la forma en que acaba de tratarla.
Lady Wynn negó con la cabeza.
—Ojalá fuera tan sencillo.
¿Por qué no lo era? Annabel arrugó la frente. Al cabo de un momento dijo despacio:
—Estoy confusa. Ha hablado usted de chantaje. Cómo es posible que él...
—La apuesta —interrumpió ______ todavía pálida, pero con aire decidido.
La apuesta. Annabel tardó un instante en comprender y luego cayó en la cuenta de lo que tal vez quería decir la otra mujer.
—¿Usted? —Annabel estaba atónita y sintió una punzada de celos. —Usted dijo que Nicholas jamás...
—No me tocó. —Lady Wynn frunció sus labios temblorosos. —Está enamorado de usted. No lo hubiera hecho, créame. Creo que al principio lord Manderville creyó que podía... pero las cosas cambiaron.
—¿Por qué hizo usted algo así? —Considerando las circunstancias y puesto que Nicholas estaba implicado, Annabel creyó que tenía derecho a preguntar. —Perdóneme, pero me parece bastante impropio.
—Tenía mis razones —dijo _______ con una sonrisa crispada. —Dígame, si usted quisiera saber si es verdaderamente desapasionada y deficiente como mujer, ¿qué mejor que acudir a dos hombres que dicen ser unos amantes superlativos? Supongo que yo era consciente de los riesgos, de modo que el actual estado de cosas es absoluta responsabilidad mía. Ambos me prometieron el anonimato, pero yo minusvaloré el interés de Franklin por mi herencia. Él quiere casarse conmigo para conseguirla y cuando yo decliné esa encantadora oferta, intentó tomarme por la fuerza. Después de esto será más vengativo que nunca.
Annabel se dio cuenta de las implicaciones de ser etiquetada como la licenciosa jueza de la competición, objeto de los comentarios de todo el mundo, en una sociedad predispuesta a juzgar a las mujeres con implacable rigor.
Lord Wynn había descubierto de algún modo la secreta participación de la viuda de su primo. Pese a que ella y Nicholas nunca participaron en los hechos en sí, el que ella hubiera tenido algún papel le reportaría tan mala fama como la de Nicholas y el duque, sino peor, por motivos de género.
—Comprendo su dilema —murmuró Annabel.
______ se presionó la frente con una mano temblorosa e inspiró de forma inaudible.
—Al anochecer mi reputación estará hecha jirones. Puedo intentar plantar cara, supongo, pero no creo que tenga la suficiente fuerza para ello. Cuando Franklin empiece a contarlo, todos recordarán que no hace mucho estuve fuera al mismo tiempo que Joseph. Negarlo sería inútil.
Annabel no pudo evitar recordar cómo, en su encuentro anterior, la mujer que se sentaba a su lado le explicó las diferencias que podía haber entre dos amantes. Si su anterior marido había sido un hombre horrible, algo que por lo visto era cosa de familia, ¿significaba eso que el duque de Rothay era el hombre que...? ¿Cómo lo había expresado _____? ¿Lograba que hacer el amor fuera un placer inimaginable? Dado que ahora Annabel sabía muy bien a qué se refería, tuvo que preguntarse sobre la relación de la encantadora lady Wynn con el infame Rothay.
—¿Qué hay del duque? Seguramente él la ayudaría a negar tal acusación —comentó en voz baja.
Con un aparente cansancio infinito, _______ dejó caer la mano sobre el regazo.
—No. Soy una mujer adulta y participé en el acuerdo por voluntad propia. No voy a pedirle que mienta por mí y, por otro lado, él ya me ha dado más de lo pueda usted imaginar.
Annabel se dio cuenta con sobresalto de que la preciosa y habitualmente distante lady Wynn se había enamorado del duque diabólico. Estaba allí, en la conmovedora expresión de la cara de ______, grabado en el gesto de su boca y en el matiz de tristeza de sus ojos.
—¿De veras? —murmuró, mientras adquiría una noción nueva de la situación. ______ asintió.
—Aunque yo esperaba que sus sentimientos estuvieran tan comprometidos como los míos, este no parece ser el caso. Para serle sincera, he pensado marcharme del país. Tal vez todo esto es una señal de que debo seguir adelante con este plan.
—Yo no creo que huir vaya a solucionar nada —objetó Annabel, intentando pensar cómo ayudarla.
Con reposada dignidad, ______ la contradijo:
—Me parece que no tengo muchas opciones. Contesté a la apuesta de lord Manderville y el duque sobre todo porque quería cambiar mi vida. Así fue, pero no tal como yo lo había planeado, como suele suceder. —Se levantó, con elegancia, pero manifiestamente pálida y afectada. —Detesto ser una anfitriona descortés, sobre todo después de lo que usted acaba de hacer por mí, pero creo que puede entender que necesito empezar a disponer lo necesario. ¿Me disculpa?
Gracias por comentar siempre :)
CAPÍTULO 26
Todo paraíso tiene su serpiente rastrera.
La tarjeta de visita llegó en una bandeja de plata y al principio _____ la miró con desinterés, pero cuando reconoció el nombre impreso, una sensación de aprensión le provocó un vuelco en el estómago. Aunque normalmente le habría rechazado, por lo visto ese día tal cosa no era posible, según su mayordomo.
—Ha insistido mucho, milady, y dice que sabe de buena tinta que está usted en casa.
Ella no acababa de entender cómo podía ser eso, pero la última vez que había hablado con él, Franklin había aparecido de pronto justo en el mejor momento.
O en el peor, según el punto de vista de cada cual.
Norman ya no era joven y no era alguien que pudiera a expulsar a Franklin Wynn, que tenía veinte años menos y era infinitamente más decidido. ______ pronunció por lo bajo una maldición muy impropia en una dama y murmuró:
—Muy bien, hágale pasar.
—No será necesario. Buenos días, milady.
Ella, atónita ante el descaro de Franklin que había seguido al mayordomo sin esperar a recibir respuesta a su petición, miró fijamente a aquel hombre, que entró en la sala y empujó al pasar a un Norman visiblemente indignado.
Mientras él recorría a zancadas la estancia, ella constató que su primo —no es que ella estuviera encantada con el parentesco—vestía de ciruela. Era imposible no fijarse. Morado oscuro en la chaqueta, un matiz menos intenso en el chaleco bordado, pantalones lavanda e incluso unos zapatos de ese tono, con unos calcetines blancos de seda. En sus pálidos ojos brillaba la gelidez acostumbrada y torcía la boca de una forma que hizo que ______ contuviera el aliento de miedo. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, apartado de sus facciones atractivas y altaneras, y curvaba ligeramente el labio.
Una expresión que a ella no le gustó nada en absoluto.
—Ha regresado usted del campo, según veo. —Sin que se lo indicaran y sin más que una breve e insignificante inclinación de cabeza, él se levantó los faldones de la chaqueta y tomó asiento. Con gran naturalidad. Como si la sala fuera suya y no de ella. —Esta es la segunda expedición en un mes, ¿verdad? Es curioso, no sabía que viajara usted tan a menudo
¿Cómo demonios sabía él dónde había ido?
—Sí —dijo sin casi entonación.
Las siguientes palabras de Franklin le produjeron escalofríos.
—¿Cómo están Rothay y Manderville?
«Oh, Dios santo.»
La mente se le quedó en blanco durante un segundo.
«Piensa...»
_______ había estado revisando la correspondencia en aquella salita y apartó la carta que había estado leyendo con mucho tino, para que él no detectara que le temblaba la mano.
—¿Perdón?
—Esos dos lascivos granujas son la comidilla de la ciudad en este momento. ¿Cómo están? —Franklin se reclinó de nuevo en una de las butacas con aire triunfal, y una sonrisita de suficiencia en la cara.
¿Realmente sabía algo o la estaba tanteando?
Un escalofrío estremeció a ________, a pesar del cálido sol que aquella mañana entraba a raudales por las ventanas, y proporcionaba a la aireada salita un confortable calor.
—Estoy confusa, milord. ¿Cómo voy a saberlo yo?
—Mi teoría es que usted, a pesar de que las apariencias harían creer a todo el mundo que no es cierto, es naturalmente el juez de su jactanciosa competición. ¿Por qué si no se habría citado con ambos en una lóbrega tabernucha?
A ______ se le encogió el estómago.
—Eso, señor mío, es mentira.
Él se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas.
—Ah ¿sí?
—Por supuesto. ¿De dónde ha sacado una idea tan peregrina?
—En efecto, ¿de dónde?
Iba a ser muy difícil mantener esa especie de juego absurdo del ratón y el gato, con el corazón desbocado como los cascos al galope de uno de los fabulosos caballos de Joseph.
—Me parece que es una pregunta muy clara.
Pero él no la respondió.
—Me interesa mucho saber el resultado. Dígame, ¿Manderville no consiguió estar a la altura? Tengo entendido que él llegó primero, pero que no se quedó mucho tiempo. En cambio usted y el duque pasaron varias noches juntos. ¿Deduzco que Rothay es el ganador?
Ante la terrorífica certeza de que él lo supiera realmente, ella se sintió desfallecer. Franklin era la última persona en el mundo que deseaba que tuviera alguna ventaja sobre ella. Intentó por todos los medios guardar la compostura. Esa había sido su única defensa contra Edward, y ciertamente la necesitaba en ese momento.
—¿Tiene usted algún motivo para venir aquí y lanzar estas escandalosas acusaciones contra mí? —dijo en un tono muy convincente.
Franklin chasqueó la lengua.
—Vaya, de repente se ha puesto usted pálida. ¿Quiere que le traiga algo?
«Váyase —gritó mentalmente. —Fuera.» Pero por otro lado, no quería que se fuera hasta saber con qué intenciones había venido.
—Me encuentro bastante bien, gracias.
—Desde luego. Está usted encantadora. Me gusta cómo le sienta este color, pero su belleza es innegable se vista como se vista. O si no va vestida, estoy seguro. Sospecho que me va a parecer aún más atractiva cuando esté desnuda en mi cama, con las piernas separadas, como la pequeña furcia que ha demostrado ser.
______ sintió la bilis en la garganta. Las manos le temblaban y las apretó como puños con tanta fuerza, que le dolieron los nudillos. Durante un momento solo fue capaz de observar fijamente la mirada de sádico regodeo que él tenía en la cara. Aquel parecido con Edward era como revivir una pesadilla. Ella había visto antes aquel brillo lascivo en unos ojos pálidos muy similares, y experimentó lo que ello significaba.
—No importa que me amenace con contar vilezas sobre mí, no seré su amante —dijo con total e imperturbable convicción.
—Yo tampoco quiero que lo sea.
—El tono tenía un matiz burlón, y Franklin sonrió de un modo que haría parecer atractivo a un reptil. —Le estoy proponiendo matrimonio. Su lasitud moral es algo que puedo pasar por alto, si pienso en la fortuna que voy a ganar.
¿Un segundo matrimonio con un hombre que le recordaba tanto a su brutal e insensible marido, que solo con verle sentía náuseas? La idea era tan repugnante que tuvo que ahogar una carcajada histérica. Con mucho, el ostracismo social era preferible.
_______ le miró a los ojos.
—Jamás.
Él entornó los párpados y sus mortecinas mejillas enrojecieron.
—Me parece que no me ha entendido bien. No tiene usted alternativa.
—Tengo muchas alternativas. Por favor, salga de mi casa.
El énfasis tuvo el deseado efecto y Franklin apretó los labios. También se puso de pie, pero no hizo ningún movimiento en dirección a la puerta. En lugar de eso, dio un paso hacia ella.
—La destruiré. Mancharé su nombre hasta que no vuelvan a recibirla en ningún sitio. Hasta que ningún hombre decente dirija su mirada hacia usted a menos que desee un revolcón rápido con una famosa prostituta.
—Nadie creerá sus maliciosas mentiras, milord. Mi fama de discreta y distante es conocida por todos.
—Aquello era un farol, pero no le importó. Lo único que quería era que se alejara de ella.
—Tengo el testimonio de los hombres que contraté para vigilarla, mi querida _______. Aparte de una declaración escrita del posadero. Dice que usted llegó con un hombre y se marchó con otro. ¿Creía usted que eso no llamaría la atención? Si le sirve de consuelo le diré que a la mujer del posadero le pareció bastante romántica la aparición del duque, pero también es verdad que muchas mujeres caen bajo el embrujo de Rothay, según tengo entendido. La posadera los describió a los tres perfectamente.
—¿Por qué hizo que me siguieran? —Lo último que quería era enzarzarse en una conversación con él, pero estaba claro que era el enemigo, y de su experiencia con Edward había aprendido que le convenía evaluar sus tácticas. Eso la había ayudado a sobrevivir sin apenas daños, o en eso confiaba.
—Usted tiene algo que yo quiero.
—El dinero.
¿Debía comprarle? Por un momento, ________ se preguntó si valía la pena entregar la fortuna que había heredado para librarse de él.
Entonces, con una mirada bastante insultante, él repasó su cuerpo al detalle y rectificó en voz baja:
—Quiero dos cosas.
Eso ni pensarlo.
—Váyase —le ordenó, orgullosa de que su voz fuera firme y terminante, —y sus derechos familiares no significan nada para mí, así que por favor no vuelva visitarme nunca más.
Él avanzó un paso más, lo bastante como para tocarla. La amenaza centelleaba en sus ojos.
—Esta casa debería ser mía. Y usted también. Todo lo que era de Edward debería ser mío. El título no significa casi nada sin la fortuna que él le dejó a usted en lugar de a mí. Tengo el propósito de conseguirla de un modo u otro.
La frialdad de su tono le provocó un escalofrío, que le subió por la espalda. ______ se alarmó, pero se negó a rendirse.
—Voy a llamar para que alguien le acompañe a la calle, milord.
—No, no lo hará.
La repentina embestida la cogió desprevenida. No es que confiara en él, pero los caballeros de visita con pantalones lavanda, puños de encaje y tarjetas repujadas, no suelen sujetar a sus anfitrionas, ni taparles la boca con una mano implacable.
Indignada, ______ empezó a luchar. Una espantosa conciencia de la desigualdad de tamaño que había entre ellos empezó a invadirla, junto a atroces recuerdos de una situación idéntica, en la que ella se sentía abrumada e impotente. Cuando él la llevó a rastras hasta un pequeño sofá del rincón y la colocó allí por la fuerza, ella se quedó como muerta, con las extremidades paralizadas y la mente agarrotada con la horrible certeza de que podía pasar algo inevitable.
Franklin le acercó bruscamente la cara y siseó:
—Fría ramera. Siempre mirándome como si yo fuera una especie de parásito, eludiendo mis visitas, fingiendo que no estabas en casa cuando yo sabía muy bien que sí. Mi primo debe de haber disfrutado mucho de ti para dejarte su fortuna, y yo también deseo probar eso. Lo exijo, por mucho que tú intentes negármelo. Después, estarás obligada a aceptarme o a despedirte de una vida respetable.
«No.»
No. ______ había soportado aquello demasiadas veces para permitir que volviera a pasar. La delicadeza de las caricias de Joseph, su sonrisa traviesa y encantadora, la pasión en sus ojos oscuros inundaron su mente. El no le había propuesto matrimonio exactamente, pero de sus entrañas había surgido la promesa de amarla, y ella esperaba que quizá, quizá, lo hiciera, a pesar de que su cuerpo fuera incapaz de concebir un hijo.
______ dio un mordisco, y consiguió clavar los dientes en la palma de la mano con la que la retenía su atacante, y probó el amargor metálico de la sangre. Franklin redujo la presión por un momento y soltó una maldición, y ella, un grito leve y entrecortado.
—Eres una bruja. —La cara de Franklin, desencajada de rabia, estaba unos centímetros por encima de la suya, y estaba convencida de que le habría pegado de no ser porque le preocupaba más que estuviera callada. Ella se retorció, luchó contra el peso del cuerpo que la inmovilizaba, intentando liberarse a arañazos. Él le subió la falda de golpe y le manoseó el muslo.
«No, esto no. Esto no. Por favor. »
¿Realmente iba a violarla en su propia casa? ¿En la cómoda salita que ella usaba como refugio para tomar el té de la mañana y meditar un poco, mientras repasaba la correspondencia diaria?
No.
De repente oyó un estrépito y Franklin gimió y dejó de retenerla. Después se relajó, la aplastó con el peso de su cuerpo y dejó caer la cabeza a un lado. Para su sorpresa, ______ se vio empapada de agua y pétalos de rosa.
La cara de Annabel Reid, preocupada y sombría, emergió ante sus ojos. En su mirada azul había un matiz de indignación asesina.
—Siento el desorden, pero espero haberle matado —dijo sin más.
Annabel no sintió remordimientos al contemplar al hombre que cayó al suelo, tras el forcejeo de _______ Wynn para apartarle. La recién llegada se sentó temblando. ¡Y pensar que había dudado de hacerle esta visita inesperada, porque era demasiado temprano para presentarse, aunque se sentía impaciente por darle las gracias a alguien a quien ya consideraba una amiga y compartir con ella la noticia de su próxima boda!
Mientras examinaba los pedazos de cristal rotos, las gotas de agua sobre la alfombra de flores y la sangre que brotaba del corte que el hombre tenía en la cabeza, Annabel supuso que irrumpir en lo que parecía una agresión escandalosa y zurrar al villano era un acto de amistad.
De modo que quizá ya le había dado las gracias, aunque de una forma bastante violenta.
Lady Wynn estaba pálida como la cera. Su cara, habitualmente encantadora, se había transformado en una máscara fantasmal. Tenía mechones de pelo caoba, húmedos y revueltos, como sierpes en su cuello grácil, y el vestido, empapado y pegado al cuerpo, gracias al impetuoso impulso de Annabel de usar un jarro que estaba a mano para propinarle a su atacante un enérgico porrazo.
—¿Está usted bien? —Annabel se sacó un pañuelo de la manga y se lo entregó. Era una pieza de encaje demasiado pequeña, pero mejor que nada.
—¡Milady! —El anciano mayordomo que había abierto la puerta estaba en la entrada, horrorizado. —Señoría, ese vil canalla... vaya. Nunca le hubiera dejado entrar de haber sabido que...
—No es culpa suya en absoluto.
______ sintió un escalofrío y fue a sentarse en una parte del sofá menos húmeda y bastante alejada de la silueta postrada de Franklin. Se secó la cara con el pañuelo que le había ofrecido Annabel. Era difícil saber si la humedad era por las lágrimas o por el agua del jarrón para las rosas frescas. Miró a Annabel con unos ojos plateados que brillaban.
—Gracias.
—De nada.
Las pestañas de lady Wynn se juntaron cubiertas de rocío y murmuró:
—No, sinceramente, gracias.
Sí, definitivamente eran lágrimas. Annabel no la culpó. Ella habría llorado a mares en similares circunstancias. Se dejó caer a su lado, sin hacer caso de la humedad de la tela del sofá, y cogió la temblorosa mano de la otra mujer.
—Por supuesto que la ayudé. Acababa de decirle a su mayordomo mi nombre cuando la oí gritar. Normalmente nunca voy de visita tan pronto por la mañana, pero ahora me alegro de haberlo hecho.
—Fue en el momento justo. —______ sonrió. —Supongo que eso es innegable. Cuando me di cuenta de sus intenciones, ya era demasiado tarde para pedir ayuda.
Ambas contemplaron al hombre tendido boca abajo en el suelo, como si fuera un repugnante montón de basura.
—Imagino —dijo Annabel con voz resolutiva—que tendremos que hacer algo con él.
—Supongo que sí. —_______ la miró, desfallecida. —¿Puedo mencionar otra vez lo contenta que estoy de que llegara usted cuando lo hizo?
—Me lo imagino.
Un escalofrío sacudió los esbeltos hombros de lady Wynn. Pareció darse cuenta de que tenía las faldas revueltas y se las colocó de un modo más recatado.
—Milady, ¿qué quiere que haga? —Se diría que el mayordomo estaba más que levemente disgustado por lo que había estado a punto de pasarle a su señora. —Un juez sería lo apropiado a mí entender.
______ meneó la cabeza.
—Déjeme pensar un momento. Me temo que estoy envuelta en un escándalo, haga lo que haga.
—Por favor, no me diga que va a permitir que salga indemne de esto —dijo Annabel con firmeza. —Yo soy testigo, por si lo niega.
Un leve quejido les indicó que él se estaba despertando.
—Yo le conozco. —______ estaba más blanca que nunca. —Si no voy con cuidado, él convertirá esto en algo más desagradable de lo que ya es. Voy a tener que manejarlo. —Irguió los hombros y la rudeza de su tono indicó que había tomado una decisión. —Lo único que puedo intentar es sortear el peligro, sin hacer que las cosas empeoren. —Miró al atribulado mayordomo. —¿Podría hacerme el favor de ocuparse de que venga alguien para meter a lord Wynn en su carruaje y enviarle a su casa?
—Por supuesto. Naturalmente.
El hombre salió corriendo; parecía aliviado de que volvieran a asignarle una tarea. Fue eficiente además, pues a los pocos minutos entraron a toda prisa dos jóvenes, levantaron del suelo al hombre semiinconsciente y se lo llevaron de la habitación.
Annabel miró intrigada a la mujer que, menos de una semana antes, había aparecido con tanta tranquilidad en el umbral de su puerta y se había tomado el tiempo y la molestia de disuadirla de algo que, visto en perspectiva, era una enorme equivocación. Casarse con Alfred la habría convertido en una persona herida y triste, y puede que incluso hubiera arruinado la vida de ambos. Golpear en la cabeza con un jarrón lleno de flores al aparentemente despreciable lord Wynn, era una buena manera de empezar a pagar una impresionante deuda, pero ella estaba dispuesta a hacer más.
A pesar de que la habían empapado con agua y casi violado en su propio sofá, lady Wynn era capaz de rodearse de un aire de reserva.
—No entiendo cómo va a conseguir estar tranquila, si este hombre no paga por su afrenta —dijo Annabel con franqueza—Yo también opino que denunciarle ante un juez es la mejor medida. No me parece que usted sea la clase de mujer que vaya a permitirle salir indemne de una tentativa tan ruin.
_______ la miró con aquellos extraordinarios ojos de plata.
—No puedo protegerme de toda eventualidad. Él intentó chantajearme y, cuando no le funcionó, me atacó. Creo que quizá sería mejor si me limitara a darle el dinero que tanto desea. Quizá entonces me dejaría tranquila.
—O quizá entonces tendría todavía menos poder sobre él —señaló Annabel. —Contrate un escolta. O varios. Haga pública la forma en que acaba de tratarla.
Lady Wynn negó con la cabeza.
—Ojalá fuera tan sencillo.
¿Por qué no lo era? Annabel arrugó la frente. Al cabo de un momento dijo despacio:
—Estoy confusa. Ha hablado usted de chantaje. Cómo es posible que él...
—La apuesta —interrumpió ______ todavía pálida, pero con aire decidido.
La apuesta. Annabel tardó un instante en comprender y luego cayó en la cuenta de lo que tal vez quería decir la otra mujer.
—¿Usted? —Annabel estaba atónita y sintió una punzada de celos. —Usted dijo que Nicholas jamás...
—No me tocó. —Lady Wynn frunció sus labios temblorosos. —Está enamorado de usted. No lo hubiera hecho, créame. Creo que al principio lord Manderville creyó que podía... pero las cosas cambiaron.
—¿Por qué hizo usted algo así? —Considerando las circunstancias y puesto que Nicholas estaba implicado, Annabel creyó que tenía derecho a preguntar. —Perdóneme, pero me parece bastante impropio.
—Tenía mis razones —dijo _______ con una sonrisa crispada. —Dígame, si usted quisiera saber si es verdaderamente desapasionada y deficiente como mujer, ¿qué mejor que acudir a dos hombres que dicen ser unos amantes superlativos? Supongo que yo era consciente de los riesgos, de modo que el actual estado de cosas es absoluta responsabilidad mía. Ambos me prometieron el anonimato, pero yo minusvaloré el interés de Franklin por mi herencia. Él quiere casarse conmigo para conseguirla y cuando yo decliné esa encantadora oferta, intentó tomarme por la fuerza. Después de esto será más vengativo que nunca.
Annabel se dio cuenta de las implicaciones de ser etiquetada como la licenciosa jueza de la competición, objeto de los comentarios de todo el mundo, en una sociedad predispuesta a juzgar a las mujeres con implacable rigor.
Lord Wynn había descubierto de algún modo la secreta participación de la viuda de su primo. Pese a que ella y Nicholas nunca participaron en los hechos en sí, el que ella hubiera tenido algún papel le reportaría tan mala fama como la de Nicholas y el duque, sino peor, por motivos de género.
—Comprendo su dilema —murmuró Annabel.
______ se presionó la frente con una mano temblorosa e inspiró de forma inaudible.
—Al anochecer mi reputación estará hecha jirones. Puedo intentar plantar cara, supongo, pero no creo que tenga la suficiente fuerza para ello. Cuando Franklin empiece a contarlo, todos recordarán que no hace mucho estuve fuera al mismo tiempo que Joseph. Negarlo sería inútil.
Annabel no pudo evitar recordar cómo, en su encuentro anterior, la mujer que se sentaba a su lado le explicó las diferencias que podía haber entre dos amantes. Si su anterior marido había sido un hombre horrible, algo que por lo visto era cosa de familia, ¿significaba eso que el duque de Rothay era el hombre que...? ¿Cómo lo había expresado _____? ¿Lograba que hacer el amor fuera un placer inimaginable? Dado que ahora Annabel sabía muy bien a qué se refería, tuvo que preguntarse sobre la relación de la encantadora lady Wynn con el infame Rothay.
—¿Qué hay del duque? Seguramente él la ayudaría a negar tal acusación —comentó en voz baja.
Con un aparente cansancio infinito, _______ dejó caer la mano sobre el regazo.
—No. Soy una mujer adulta y participé en el acuerdo por voluntad propia. No voy a pedirle que mienta por mí y, por otro lado, él ya me ha dado más de lo pueda usted imaginar.
Annabel se dio cuenta con sobresalto de que la preciosa y habitualmente distante lady Wynn se había enamorado del duque diabólico. Estaba allí, en la conmovedora expresión de la cara de ______, grabado en el gesto de su boca y en el matiz de tristeza de sus ojos.
—¿De veras? —murmuró, mientras adquiría una noción nueva de la situación. ______ asintió.
—Aunque yo esperaba que sus sentimientos estuvieran tan comprometidos como los míos, este no parece ser el caso. Para serle sincera, he pensado marcharme del país. Tal vez todo esto es una señal de que debo seguir adelante con este plan.
—Yo no creo que huir vaya a solucionar nada —objetó Annabel, intentando pensar cómo ayudarla.
Con reposada dignidad, ______ la contradijo:
—Me parece que no tengo muchas opciones. Contesté a la apuesta de lord Manderville y el duque sobre todo porque quería cambiar mi vida. Así fue, pero no tal como yo lo había planeado, como suele suceder. —Se levantó, con elegancia, pero manifiestamente pálida y afectada. —Detesto ser una anfitriona descortés, sobre todo después de lo que usted acaba de hacer por mí, pero creo que puede entender que necesito empezar a disponer lo necesario. ¿Me disculpa?
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
Y este capi esta dedicado para
Mrs.BieberMoustacheBienvenida que bueno que te guste la novela :)
CAPÍTULO 27
Joseph venció una infrecuente sensación de desasosiego y estudió el famoso mural que había en la pared de enfrente del salón principal. ¿Quién lo había pintado? Así de repente, no podía dar con el nombre. Esa placentera escena de bosques y agua simbolizaba un ideal de tranquilidad, completado con un juguetón Cupido atisbando tras un edificio neoclásico con el arco en la mano.
La vida real no era tan sencilla. No había ninfas angelicales apuntando con certeras flechas... o quizá las había. Era difícil saberlo. A él le habían alcanzado, de eso no cabía duda, y aunque había llegado a la conclusión de que no iba a recuperarse de esa herida, seguía teniendo que afrontar las realidades de la vida.
Levantó una ceja ante aquella figura de aire travieso con una corona de laurel en la cabecita.
—¿Deseabas hablar conmigo? —Su madre entró en la estancia con una mirada inquisitiva en la cara y tan hermosa como siempre, vestida de seda de color rosa y perfectamente peinada y arreglada. En su cuello y su muñeca centelleaban los diamantes.
El se inclinó.
—Madre. Te agradezco que me recibas.
Ella alzó las cejas.
—Eso suena peligrosamente formal, Joseph. Lo mismo que tu nota. ¿Para qué enviar a un lacayo, cuando puedes venir a verme en persona en cualquier momento? ¿Te importaría aclarármelo, querido? Has estado un poco raro desde que volviste de tu viaje.
En cuanto hiciera eso... en cuanto se lo contara... sería oficial, y la idea le producía desasosiego. Ella tenía razón, probablemente había estado vagando por ahí como un idiota. En realidad no estaba consiguiendo nada, más que darle vueltas a la situación. Se aclaró la garganta, se dispuso a decírselo sin más y entonces, en lugar de eso, musitó:
—Necesito un coñac. ¿A ti te apetece algo?
—¿Yo necesito algo? —Ella se sentó en un sofá de satén marfil y le miró fijamente. —He de decir que tu expresión me está inquietando.
—Pues mira que a mí... —dijo él, malhumorado. Sirvió coñac en una copa, bebió un buen sorbo y después dejó la bebida a un lado. —Tengo algo importante que decir. Pensé que era mejor que estuviéramos a solas y creo que esta formalidad —señaló el elegante salón —es adecuada para el momento.
Ella apoyó las manos en el regazo con sus cejas morenas arqueadas.
—Ya puedes imaginar mi curiosidad. ¿De qué se trata?
—Estoy... en fin... pensando en casarme.
Ella abrió la boca apenas y los ojos como platos. Tras un prolongado instante, dijo:
—Comprendo. Debo de estar desinformada. No sabía que estuvieras cortejando a nadie. De hecho, estoy segura de que, de ser así, me lo habrían contado. La alta sociedad está muy pendiente de todos tus movimientos.
—Mi reputación exige discreción. Ella no está interesada en que nuestra relación sea pública.
Su madre se enfadó. Centellearon sus ojos oscuros y su tono fue gélido:
—Tenía entendido que ser la duquesa de Rothay era uno de los destinos más codiciados de Inglaterra.
El sonrió con ironía ante aquella muestra de defensa maternal.
—Al principio nuestra relación no tenía nada que ver con mis intenciones actuales. Deja que te lo explique de otro modo. La dama tiene una reputación impecable y yo prácticamente lo contrario. Sé que eres consciente de ello. Se me considera un calavera y en parte tal vez me lo merezco.
Hubo un breve silencio y después su madre suspiró.
—Yo no pienso censurarte, aunque no siempre he aprobado todo lo que se comenta. No obstante, los hombres jóvenes con título y fortuna suelen tener más tentaciones que otros. Tal vez esto solo sea la excusa de una madre, pero yo siempre he considerado exageradas la mayoría de las murmuraciones.
El captó el deje burlón.
—No confirmaré ni negaré nada en concreto y lo dejaremos así, ¿te parece? En cualquier caso, tengo la intención de prometerme en matrimonio en breve, y quería decírtelo.
La curiosidad brilló en aquellos ojos oscuros.
—Estoy encantada, como es natural. El secreto es un poco desconcertante, sin embargo. Cualquiera de las familias que conozco recibiría con los brazos abiertos una petición formal de tu parte. Hay una diferencia entre lo que un hombre hace en privado cuando es soltero y cuando decide elegir esposa. He visto cómo las matronas de la alta sociedad hacen desfilar a sus hijas delante de ti, tengas mala fama o no. ¿Quién es ella?
Esta era la parte complicada. En primer lugar, no estaba del todo seguro de que _______ le aceptara. Ella le había dicho que no deseaba volver a casarse, pero también que le amaba. Además quedaba el otro asunto por resolver.
—______ Wynn —dijo Joseph serenamente.
—¿La joven viuda del vizconde? —Su madre permaneció muy quieta en el asiento, con la sorpresa grabada en las facciones.
—La misma.
Ella digirió aquello.
—Es encantadora... bien, más que encantadora, de modo que comprendo que te atraiga, pero...
—¿Pero? —apuntó él, cuando ella se quedó callada.
—No sé. Esto me desconcierta bastante, Joseph.
—Soy consciente de que no se trata de un enlace especialmente ventajoso, eso ya lo sé. Sin embargo, antes de que hables de linajes, genealogías y alianzas sociales, permíteme decirte que de todos modos nada de eso me ha interesado nunca y creo que ya he dejado clara mi postura sobre el tema con anterioridad. —El tono era severo, así que intentó suavizarlo. —He reflexionado sobre ello, créeme.
Su madre movió la cabeza y la luz del mediodía captó los destellos de las hebras plateadas de su cabello.
—No iba a decir nada de eso.
—¿No? —El arqueó una ceja. Se preparó para las objeciones. Sí, él era Rothay, podía hacer lo que le apeteciera y su familia difícilmente podía impedirlo, pero aun así los quería y deseaba su aprobación. La preocupación por ________ también hacía que deseara de ellos un apoyo incondicional. Ella ya había soportado bastante dolor con la desatención de su propia familia. El rechazo de los parientes de Joseph le haría más daño y él sencillamente no podría soportarlo.
—Iba a preguntarte cómo es que la conoces. No he oído ni el más mínimo comentario sobre una relación.
La maldita apuesta. Bien, él no iba a confesar la verdad. En lugar de eso dijo:
—Nos movemos en los mismos círculos sociales. Tú la conoces.
—A eso me refiero. Me la han presentado. Conocerla es algo totalmente diferente. Es bastante distante.
Joseph hizo un gesto negativo con la cabeza, al recordar la calidez y la franqueza de _______. Por no mencionar la faceta apasionada que ella ocultaba al mundo con tanto cuidado.
—En cuanto la conoces es todo menos distante. Aparte de inteligente, culta y elocuente. Carece absolutamente de malas intenciones, por lo que mi fortuna no tiene nada que ver con esto, y dudo que mi título le importe lo más mínimo.
—Se pasó la mano por la cara y añadió con un suspiro: —No estoy nada convencido de que vaya a aceptarme cuando se lo pida.
—¿Por qué diantre no aceptaría? —Su madre parecía indignada.
—Su primera experiencia matrimonial fue un desastre. Me ha dicho claramente que no tiene intención de volver a casarse. —Se detuvo por un momento y luego añadió con voz serena: —Lo cual suscita otro asunto que estoy seguro que te plantearás, si no lo has hecho ya. Existe la posibilidad de que sea estéril. En el curso de varios años de matrimonio no se quedó embarazada.
No hubo respuesta, solo silencio. Joseph bebió otro trago de coñac y continuó:
—Yo confiaba en que lo aprobaras de todas formas. A Althea le gustará. A ti te gustará, estoy seguro. Y lo más importante, me gusta a mí. No ignoro cuál es mi deber, madre. Me doy cuenta de que el título y la parte del patrimonio adscrita al mismo irían a parar a un primo lejano, si yo no lograra tener un hijo. Es un dilema endiablado tener que decidir si sacrificar la felicidad personal vale la pena, a cambio de correr el riesgo de casarse con una muchachita que tal vez me dará un heredero varón o tal vez no. Esa idea nunca me ha parecido atractiva y ahora menos. Yo solo tengo esta vida.
—¿Y ella la convertiría en plena? —Fue una pregunta hecha en voz baja. Su madre le miró fijamente a la cara.
Desde que regresó de Aylesbury, Joseph no había hecho otra cosa que sopesar el asunto.
—Eso creo. Cuando me descubrí a mí mismo considerando la idea de verla todos los días, empecé a cuestionar mi grado de indiferencia. Nosotros... hablamos. La primera vez que la vi, citó a Alexander Pope y me impresionó su falta de falsos melindres. Hablamos de la reciente mecanización del Ministerio de la Guerra, comentamos textos de Horacio y de Virgilio y —no pudo evitarlo y sonrió al recordar la discusión—a ambos nos gusta la obra de Herr Mozart, pero ella opina que Haydn es el verdadero maestro.
—Ya... entiendo. —Fue una afirmación discreta.
¿Lo entendía? El deseaba que lo entendiera.
—Eso, combinado con el idéntico entusiasmo que siento hacia su innegable atractivo femenino, fue una especie de revelación. Ella me interesa.
Su madre se reclinó ligeramente en el asiento y agudizó la mirada.
—Esta singular sonrisa me indica que vas en serio.
—Creo que sí —dijo él con parsimonia. —Pero estoy preocupado. Si se lo pido y tengo la suerte de que acepte, quiero que la recibáis afectuosa e incondicionalmente. No puedo someterla a más indiferencia y dolor.
—Y eres protector. Qué signo tan prometedor. —Con gran alivio por su parte, la honorable duquesa le obsequió con una sonrisa luminosa, aunque un tanto empañada. —Querido, estoy encantada por ti, por supuesto. ¿Qué madre no desea que su hijo sea feliz?
—¿Lo apruebas? —Allí estaba él, un hombre crecido y un poderoso duque, nada menos, desesperado por la aprobación de su madre. Pero para él era importante que su familia aceptara el enlace sin reservas.
La duquesa levantó las cejas con un gesto altivo del que solo ella era capaz, concebido para congelar el ambiente.
—Si te rechaza, déjame hablar con ella. Aceptará, ya lo verás. Y en cuanto a su infertilidad, solo podemos esperar y ver. Aunque todo el mundo suele culpar a la mujer, puede que el culpable fuera su marido. Quizá esto no sea un problema. En cualquier caso, la fertilidad no es ninguna garantía. El conde de Wexton tiene seis hijas y ningún hijo, pobre hombre. Las dotes de todas ellas le llevarán a la ruina, estoy segura.
La idea de tener que vérselas con seis jovencitas era un tanto sobrecogedora y Joseph habría dicho algo al respecto, salvo que alguien carraspeó sonoramente a sus espaldas.
Se dio la vuelta y vio allí a uno de los criados.
—Le suplico que me perdone, excelencia, pero fuera hay un joven que insiste en verle inmediatamente. Se niega a exponer los motivos, pero dice que le diga que su nombre es Huw. No dice nada más. Yo le habría echado, pero él jura que usted deseará hablar con él.
¿El joven cochero de ______ había venido a verle? Era algo lo suficientemente poco convencional como para que le invadiera un fogonazo de alarma, y la palabra «inmediatamente» no ayudó. Joseph asintió.
—Por favor, acompáñele a mi estudio y dígale que yo iré enseguida.
—Sí, excelencia.
Joseph miró a su madre con aire de disculpa. Un tipo de ansiedad distinto reemplazó la anterior inquietud por hablarle de ese nuevo rumbo en su vida. Ella le había apoyado de forma notable, y así había aplacado sus dudas. Reflexionó con rapidez y se inclinó para besarla en la mejilla.
—Perdóname, pero tengo la sensación de que esto es importante. Te veré en la cena.
—¿Pasa algo malo? —Ella interpretó correctamente la expresión de Joseph y frunció el ceño, preocupada.
—Espero que no —contestó él, sombrío, —discúlpame.
Recorrió a toda prisa el pavimento pulido del vestíbulo, interpretando con una creciente aprensión un contundente staccato con las botas que llevaba. «Puede que no sea nada», se dijo. Quizá _________ deseaba verle pero no quería enviar una petición escrita, y en su lugar utilizaba a Huw como medio de comunicación. Al fin y al cabo, después de Aylesbury se separaron sin aclarar nada. El no le había pedido matrimonio entonces porque no estaba preparado. No tenía anillo, ni discurso ensayado, ni idea siquiera de estar pensando en un cambio tan radical en su vida. ______ no le había pedido semejante declaración de amor, ni tan solo la promesa de un futuro encuentro, y dado que los sentimientos de Joseph eran tan confusos, él había aceptado agradecido su silencio sobre el futuro.
Pero durante el viaje de vuelta a Londres, se había dado cuenta de la profundidad de sus emociones. De que sería incapaz de verla en público y mantenerse a distancia, de cómo anhelaba despertarse todas las mañanas junto a ella. A lo largo de todos aquellos kilómetros consideró la palabra «matrimonio» con creciente certidumbre. Con el problema de la posible negativa de su madre solucionado, lo único que tenía que hacer era convencer a ________ de que sería un marido apropiado.
Como le había dicho a la duquesa, ella no estaba interesada en su posición social o financiera, pero él sabía muy bien que no le gustaba su reputación. Solo eso, aparte de la reticencia de ______ a ceder el control sobre su propia vida, podía hacer que le rechazara. La infidelidad era habitual en su clase social, especialmente entre los varones. Ciertamente él nunca se había planteado la fidelidad, excepto en términos muy abstractos, pero también es cierto que nunca se había prometido a ninguna mujer.
A ella se la ofrecería, si le aceptaba.
¿Era eso el amor?
Huw esperaba nervioso junto a la chimenea, movía la gorra entre las manos, tenía el cabello rizado alborotado y una mirada triste en la cara. Joseph entró en su estudio, cerró la puerta y dijo sin preámbulos:
—¿Cuál es el problema?
—Mi milady no sabe que estoy aquí, excelencia —tartamudeó el joven. —Es responsabilidad mía.
Joseph sintió una nueva punzada de aprensión. Cruzó hasta su escritorio, se sentó detrás y señaló una silla con un gesto de la mano.
—Entonces esto es entre tú y yo. Dime.
Huw parecía incómodo. Miró la tapicería de terciopelo de la butaca como si tuviera miedo de ensuciarla, pero luego se apoyó en el borde y se aclaró la garganta.
—Es él, señor. Lord Wynn, ese bastardo. Pensé que usted debía saberlo.
Joseph recordó que _______ había mencionado a aquel hombre con desprecio.
—¿Qué pasa con lord Wynn? —preguntó con brusquedad.
—Siempre se cuela a escondidas. Ella no quiere verle, así que él aguarda, o envía a uno de sus lacayos para que espere y vea si ella está en casa. —El muchacho estrujó la gorra con las manos, tenía los nudillos visiblemente pálidos. —Y esta mañana se ha presentado allí, le ha dado un empujón a Norman y después él... él... bueno, excelencia, no hay forma agradable de decir esto. Intentó aprovecharse de ella, eso.
Joseph sintió estallar en su cerebro una llamarada de ira.
—¿Está herida?
—No, señor. Una joven dama que vino de visita golpeó a su todopoderosa señoría en la cabeza. Jones y yo le tiramos dentro de su carruaje y le dijimos al cochero que se llevara la basura a casa. Supongo que ahora está allí, con un dolor de cabeza terrible. Pero volverá a buscarla, créame. Yo conozco a los de su ralea, lleven ropa cara o harapos. Lo que él pretende es su dinero. Eso está claro. Como ella no quiere saber nada de él, busca su perdición para obligarla a casarse.
Joseph se dio cuenta de que estaba de pie, aunque no tenía conciencia de haberse levantado.
—Gracias por contármelo, Huw —dijo, y añadió con un tono de promesa: —Me ocuparé de lord Wynn.
Margaret miró fijamente a Nicholas, por encima del borde de su taza de té, con resignada reprobación.
—Las palabras «cuanto antes mejor» me incitan a sacar cierta conclusión.
El arqueó las cejas, demasiado feliz para sentirse propiamente reprendido. Incluso el día, cálido y soleado, era un reflejo de su estado de ánimo. Hacía una tarde muy agradable y en la salita familiar había una luz dorada. Nicholas dijo con un tono neutro:
—He esperado a Annabel mucho tiempo. ¿Me culpas por querer una boda rápida ahora que ella ha aceptado?
Su tía suspiró.
—Supongo que no. En cualquier caso, debe de haber licencias especiales para eso. Aun así, vuestra precipitada boda, justo después de la ruptura de su compromiso, va a provocar un alud de chismorreos.
Thomas, que hasta el momento se había mantenido en silencio, soltó una risita.
—No creo que a Nicholas nunca le haya preocupado demasiado lo que diga la gente, querida. Además, la felicidad acalla los comentarios de la gente, que se da cuenta enseguida de que es un enlace por amor y perderá el interés. A la alta sociedad le fascina la controversia. La felicidad conyugal aburre mortalmente.
Una verdad crítica, pero exacta, pensó Nicholas.
—Me alegro de que no haya objeción, pues. ¿Qué os parece mañana por la tarde?
Margaret pareció aturullarse; su taza de té vibró sobre el plato.
—¡Nicholas! ¡Mañana!
—He hablado con Annabel y ella está de acuerdo en hacerlo en cuanto yo lo tenga todo organizado. Lo más pronto posible era mañana.
—¿Cuánto te costó eso? —Thomas parecía simplemente divertido. —Apuesto a que una pequeña fortuna.
Eso había costado. El precio de la conveniencia siempre era alto. Annabel lo valía, y él descubrió que estar tan cerca de que estuviera unida a él en todos los sentidos, incluido el legal, le provocaba impaciencia.
—No me importó —admitió Nicholas sin molestarse en disimular. —¿Quién puede pensar en algo tan banal como el dinero, comparado con tenerla a ella como esposa?
Margaret y Thomas intercambiaron una mirada. Fue una comunicación sin palabras, emotiva y obviamente íntima. Thomas extendió la mano, tomó la de su esposa y se la llevó un segundo a los labios.
—Creo —dijo—que sé muy bien a qué te refieres.
Y después de todos los años que llevaban de matrimonio, Margaret aún se ruborizó.
—Tú siempre has sido un sentimental sin remedio.
—Supongo que lo soy —respondió Thomas con un pequeño e impenitente encogimiento de hombros.
Se dirigió de nuevo a Nicholas:
—Tienes mi permiso para casarte con Annabel, por supuesto, pero siempre lo has tenido. Era tu propia mente la que necesitaba reconciliarse con la idea.
La llegada del objeto de su conversación entre una oleada de bordados de muselina, cabello dorado y respiración agitada interrumpió la charla, y Nicholas se levantó al minuto. Sonrió, pero Annabel no le devolvió la sonrisa.
El sintió un espasmo en el estómago. ¿Seguro que no había cambiado de idea? Después de la pasión dulce y ardiente que habían compartido...
—Buenas tardes. —Ella saludó someramente a Margaret y a Thomas. —Perdón por la tardanza. Estaba con una... amiga. Yo... bien, Nicholas, ¿podría hablar contigo, por favor?
A él le había sorprendido su ausencia, pero Margaret le dijo que había salido con su doncella a hacer unos recados, y su tía no parecía preocupada, así que él no había pensado demasiado en ello.
—Desde luego. —Su voz era un poco grave. Su prometida le cogió de la mano.
—¿Un paseo por el jardín, entonces?
El asintió confundido, se inclinó ante Thomas y Margaret, que parecían igualmente sorprendidos, y se dejó conducir afuera, al jardincito tapiado que había en la parte de atrás de la casa. Bajo los árboles en flor y por los senderos de piedra bañados por el sol, la sombría expresión de la joven que le retenía la mano resultaba incongruente.
Pero era prometedor que siguiera agarrada a los dedos de su mano.
—Alejémonos de la casa —propuso ella. —No quiero que me oigan.
—Lo que tú quieras, por supuesto.
—Te lo explicaré dentro de un momento. —Ella arrugaba la frente con un bonito gesto.
Nicholas, que habría ido con ella de la mano hasta más allá del límite de un precipicio, no discutió. Al cabo de un momento, cuando casi habían llegado al final, al extremo más alejado de la casa, ella le soltó la mano y se dio la vuelta hacia él.
Sus ojos azules, esos que a Nicholas le parecían tan preciosos, con esas pestañas castañas y un intenso tono cobalto, le miraron con reproche.
—Tú empezaste esto, según admitiste. Ahora debes ayudarla.
Ni siquiera estaban casados todavía y ya estaba metido en un lío.
—¿Ayudar a quién y empezar qué? —preguntó Nicholas, perplejo.
—Sé que lady Wynn era quien debía decidir el resultado de vuestra apuesta.
«¡Por todos los diablos!» El abrió la boca para decir Dios sabe qué, pero Annabel se adelantó.
—Ella me dijo que no había pasado nada entre vosotros. Considerando sus sentimientos hacia el duque y sus motivos para participar en la competición, yo la creo. El problema es que lo que tú le propusiste a Rothay como un divertido desafío amenaza ahora con destruirla a ella. En cierto sentido, tú eres responsable e, indirectamente, yo también.
El era culpable en cuanto a la apuesta, pero no tenía ni idea de qué estaba hablado Annabel.
—¿Destruirla cómo?
—Lord Wynn sabe que ella se ofreció a ser vuestro juez. Puedo decir de primera mano que es un canalla sin conciencia. Amenazó con causar su perdición ante la sociedad, pero no sin antes intentar su perdición literal. —Annabel se detuvo y después encogió sus gráciles hombros. —Me temo que le dejé inconsciente.
—¿Cómo has dicho? —Nicholas contempló consternado a su futura esposa. —Annabel, ¿te importaría aclararme de qué estás hablando?
La historia, contada con palabras rápidas y concisas, le provocó una oleada de ira cuando se enteró de que __________ había topado con las viles intenciones de Wynn. Cuando Annabel terminó, Nicholas estaba furioso y podía imaginarse cómo se sentiría Joseph.
—Si Wynn sigue adelante con su amenaza, habrá cometido el último error de su miserable vida —dijo entre dientes. —Joe le arrancará las extremidades una a una. Más que eso, le desafiará a un duelo.
—Sinceramente, eso espero. —Allí, entre jardines, con su femenina silueta rodeada de brillantes hojas verdes y delicados capullos, Annabel no solo parecía indignada, sino feroz. —Desgraciadamente, ella se niega a contárselo. Yo se lo aconsejé, pero no quiso ni oír hablar de avisarle.
—¿Por qué diablos no? —Nicholas comprendía a las mujeres cuando se trataba de sus cuerpos, su vulnerabilidad ante los gestos románticos, su sensibilidad ante una actitud o una mirada, pero nunca afirmaría que entendía su lógica.
—Ella no quiere arrastrarle a su lado de esa forma. Cuando él aparezca, si es que lo hace, prefiere que no sea porque se siente responsable de salvarla de lo que ella califica como «su propia insensatez», sino porque la ama y lo admite libremente. Yo la comprendo muy bien.
Una sonrisa de ironía se dibujó en los labios de Nicholas.
—Sin embargo, deseas que yo intervenga, ¿tengo razón?
—Toda.
Mrs.BieberMoustacheBienvenida que bueno que te guste la novela :)
CAPÍTULO 27
Joseph venció una infrecuente sensación de desasosiego y estudió el famoso mural que había en la pared de enfrente del salón principal. ¿Quién lo había pintado? Así de repente, no podía dar con el nombre. Esa placentera escena de bosques y agua simbolizaba un ideal de tranquilidad, completado con un juguetón Cupido atisbando tras un edificio neoclásico con el arco en la mano.
La vida real no era tan sencilla. No había ninfas angelicales apuntando con certeras flechas... o quizá las había. Era difícil saberlo. A él le habían alcanzado, de eso no cabía duda, y aunque había llegado a la conclusión de que no iba a recuperarse de esa herida, seguía teniendo que afrontar las realidades de la vida.
Levantó una ceja ante aquella figura de aire travieso con una corona de laurel en la cabecita.
—¿Deseabas hablar conmigo? —Su madre entró en la estancia con una mirada inquisitiva en la cara y tan hermosa como siempre, vestida de seda de color rosa y perfectamente peinada y arreglada. En su cuello y su muñeca centelleaban los diamantes.
El se inclinó.
—Madre. Te agradezco que me recibas.
Ella alzó las cejas.
—Eso suena peligrosamente formal, Joseph. Lo mismo que tu nota. ¿Para qué enviar a un lacayo, cuando puedes venir a verme en persona en cualquier momento? ¿Te importaría aclarármelo, querido? Has estado un poco raro desde que volviste de tu viaje.
En cuanto hiciera eso... en cuanto se lo contara... sería oficial, y la idea le producía desasosiego. Ella tenía razón, probablemente había estado vagando por ahí como un idiota. En realidad no estaba consiguiendo nada, más que darle vueltas a la situación. Se aclaró la garganta, se dispuso a decírselo sin más y entonces, en lugar de eso, musitó:
—Necesito un coñac. ¿A ti te apetece algo?
—¿Yo necesito algo? —Ella se sentó en un sofá de satén marfil y le miró fijamente. —He de decir que tu expresión me está inquietando.
—Pues mira que a mí... —dijo él, malhumorado. Sirvió coñac en una copa, bebió un buen sorbo y después dejó la bebida a un lado. —Tengo algo importante que decir. Pensé que era mejor que estuviéramos a solas y creo que esta formalidad —señaló el elegante salón —es adecuada para el momento.
Ella apoyó las manos en el regazo con sus cejas morenas arqueadas.
—Ya puedes imaginar mi curiosidad. ¿De qué se trata?
—Estoy... en fin... pensando en casarme.
Ella abrió la boca apenas y los ojos como platos. Tras un prolongado instante, dijo:
—Comprendo. Debo de estar desinformada. No sabía que estuvieras cortejando a nadie. De hecho, estoy segura de que, de ser así, me lo habrían contado. La alta sociedad está muy pendiente de todos tus movimientos.
—Mi reputación exige discreción. Ella no está interesada en que nuestra relación sea pública.
Su madre se enfadó. Centellearon sus ojos oscuros y su tono fue gélido:
—Tenía entendido que ser la duquesa de Rothay era uno de los destinos más codiciados de Inglaterra.
El sonrió con ironía ante aquella muestra de defensa maternal.
—Al principio nuestra relación no tenía nada que ver con mis intenciones actuales. Deja que te lo explique de otro modo. La dama tiene una reputación impecable y yo prácticamente lo contrario. Sé que eres consciente de ello. Se me considera un calavera y en parte tal vez me lo merezco.
Hubo un breve silencio y después su madre suspiró.
—Yo no pienso censurarte, aunque no siempre he aprobado todo lo que se comenta. No obstante, los hombres jóvenes con título y fortuna suelen tener más tentaciones que otros. Tal vez esto solo sea la excusa de una madre, pero yo siempre he considerado exageradas la mayoría de las murmuraciones.
El captó el deje burlón.
—No confirmaré ni negaré nada en concreto y lo dejaremos así, ¿te parece? En cualquier caso, tengo la intención de prometerme en matrimonio en breve, y quería decírtelo.
La curiosidad brilló en aquellos ojos oscuros.
—Estoy encantada, como es natural. El secreto es un poco desconcertante, sin embargo. Cualquiera de las familias que conozco recibiría con los brazos abiertos una petición formal de tu parte. Hay una diferencia entre lo que un hombre hace en privado cuando es soltero y cuando decide elegir esposa. He visto cómo las matronas de la alta sociedad hacen desfilar a sus hijas delante de ti, tengas mala fama o no. ¿Quién es ella?
Esta era la parte complicada. En primer lugar, no estaba del todo seguro de que _______ le aceptara. Ella le había dicho que no deseaba volver a casarse, pero también que le amaba. Además quedaba el otro asunto por resolver.
—______ Wynn —dijo Joseph serenamente.
—¿La joven viuda del vizconde? —Su madre permaneció muy quieta en el asiento, con la sorpresa grabada en las facciones.
—La misma.
Ella digirió aquello.
—Es encantadora... bien, más que encantadora, de modo que comprendo que te atraiga, pero...
—¿Pero? —apuntó él, cuando ella se quedó callada.
—No sé. Esto me desconcierta bastante, Joseph.
—Soy consciente de que no se trata de un enlace especialmente ventajoso, eso ya lo sé. Sin embargo, antes de que hables de linajes, genealogías y alianzas sociales, permíteme decirte que de todos modos nada de eso me ha interesado nunca y creo que ya he dejado clara mi postura sobre el tema con anterioridad. —El tono era severo, así que intentó suavizarlo. —He reflexionado sobre ello, créeme.
Su madre movió la cabeza y la luz del mediodía captó los destellos de las hebras plateadas de su cabello.
—No iba a decir nada de eso.
—¿No? —El arqueó una ceja. Se preparó para las objeciones. Sí, él era Rothay, podía hacer lo que le apeteciera y su familia difícilmente podía impedirlo, pero aun así los quería y deseaba su aprobación. La preocupación por ________ también hacía que deseara de ellos un apoyo incondicional. Ella ya había soportado bastante dolor con la desatención de su propia familia. El rechazo de los parientes de Joseph le haría más daño y él sencillamente no podría soportarlo.
—Iba a preguntarte cómo es que la conoces. No he oído ni el más mínimo comentario sobre una relación.
La maldita apuesta. Bien, él no iba a confesar la verdad. En lugar de eso dijo:
—Nos movemos en los mismos círculos sociales. Tú la conoces.
—A eso me refiero. Me la han presentado. Conocerla es algo totalmente diferente. Es bastante distante.
Joseph hizo un gesto negativo con la cabeza, al recordar la calidez y la franqueza de _______. Por no mencionar la faceta apasionada que ella ocultaba al mundo con tanto cuidado.
—En cuanto la conoces es todo menos distante. Aparte de inteligente, culta y elocuente. Carece absolutamente de malas intenciones, por lo que mi fortuna no tiene nada que ver con esto, y dudo que mi título le importe lo más mínimo.
—Se pasó la mano por la cara y añadió con un suspiro: —No estoy nada convencido de que vaya a aceptarme cuando se lo pida.
—¿Por qué diantre no aceptaría? —Su madre parecía indignada.
—Su primera experiencia matrimonial fue un desastre. Me ha dicho claramente que no tiene intención de volver a casarse. —Se detuvo por un momento y luego añadió con voz serena: —Lo cual suscita otro asunto que estoy seguro que te plantearás, si no lo has hecho ya. Existe la posibilidad de que sea estéril. En el curso de varios años de matrimonio no se quedó embarazada.
No hubo respuesta, solo silencio. Joseph bebió otro trago de coñac y continuó:
—Yo confiaba en que lo aprobaras de todas formas. A Althea le gustará. A ti te gustará, estoy seguro. Y lo más importante, me gusta a mí. No ignoro cuál es mi deber, madre. Me doy cuenta de que el título y la parte del patrimonio adscrita al mismo irían a parar a un primo lejano, si yo no lograra tener un hijo. Es un dilema endiablado tener que decidir si sacrificar la felicidad personal vale la pena, a cambio de correr el riesgo de casarse con una muchachita que tal vez me dará un heredero varón o tal vez no. Esa idea nunca me ha parecido atractiva y ahora menos. Yo solo tengo esta vida.
—¿Y ella la convertiría en plena? —Fue una pregunta hecha en voz baja. Su madre le miró fijamente a la cara.
Desde que regresó de Aylesbury, Joseph no había hecho otra cosa que sopesar el asunto.
—Eso creo. Cuando me descubrí a mí mismo considerando la idea de verla todos los días, empecé a cuestionar mi grado de indiferencia. Nosotros... hablamos. La primera vez que la vi, citó a Alexander Pope y me impresionó su falta de falsos melindres. Hablamos de la reciente mecanización del Ministerio de la Guerra, comentamos textos de Horacio y de Virgilio y —no pudo evitarlo y sonrió al recordar la discusión—a ambos nos gusta la obra de Herr Mozart, pero ella opina que Haydn es el verdadero maestro.
—Ya... entiendo. —Fue una afirmación discreta.
¿Lo entendía? El deseaba que lo entendiera.
—Eso, combinado con el idéntico entusiasmo que siento hacia su innegable atractivo femenino, fue una especie de revelación. Ella me interesa.
Su madre se reclinó ligeramente en el asiento y agudizó la mirada.
—Esta singular sonrisa me indica que vas en serio.
—Creo que sí —dijo él con parsimonia. —Pero estoy preocupado. Si se lo pido y tengo la suerte de que acepte, quiero que la recibáis afectuosa e incondicionalmente. No puedo someterla a más indiferencia y dolor.
—Y eres protector. Qué signo tan prometedor. —Con gran alivio por su parte, la honorable duquesa le obsequió con una sonrisa luminosa, aunque un tanto empañada. —Querido, estoy encantada por ti, por supuesto. ¿Qué madre no desea que su hijo sea feliz?
—¿Lo apruebas? —Allí estaba él, un hombre crecido y un poderoso duque, nada menos, desesperado por la aprobación de su madre. Pero para él era importante que su familia aceptara el enlace sin reservas.
La duquesa levantó las cejas con un gesto altivo del que solo ella era capaz, concebido para congelar el ambiente.
—Si te rechaza, déjame hablar con ella. Aceptará, ya lo verás. Y en cuanto a su infertilidad, solo podemos esperar y ver. Aunque todo el mundo suele culpar a la mujer, puede que el culpable fuera su marido. Quizá esto no sea un problema. En cualquier caso, la fertilidad no es ninguna garantía. El conde de Wexton tiene seis hijas y ningún hijo, pobre hombre. Las dotes de todas ellas le llevarán a la ruina, estoy segura.
La idea de tener que vérselas con seis jovencitas era un tanto sobrecogedora y Joseph habría dicho algo al respecto, salvo que alguien carraspeó sonoramente a sus espaldas.
Se dio la vuelta y vio allí a uno de los criados.
—Le suplico que me perdone, excelencia, pero fuera hay un joven que insiste en verle inmediatamente. Se niega a exponer los motivos, pero dice que le diga que su nombre es Huw. No dice nada más. Yo le habría echado, pero él jura que usted deseará hablar con él.
¿El joven cochero de ______ había venido a verle? Era algo lo suficientemente poco convencional como para que le invadiera un fogonazo de alarma, y la palabra «inmediatamente» no ayudó. Joseph asintió.
—Por favor, acompáñele a mi estudio y dígale que yo iré enseguida.
—Sí, excelencia.
Joseph miró a su madre con aire de disculpa. Un tipo de ansiedad distinto reemplazó la anterior inquietud por hablarle de ese nuevo rumbo en su vida. Ella le había apoyado de forma notable, y así había aplacado sus dudas. Reflexionó con rapidez y se inclinó para besarla en la mejilla.
—Perdóname, pero tengo la sensación de que esto es importante. Te veré en la cena.
—¿Pasa algo malo? —Ella interpretó correctamente la expresión de Joseph y frunció el ceño, preocupada.
—Espero que no —contestó él, sombrío, —discúlpame.
Recorrió a toda prisa el pavimento pulido del vestíbulo, interpretando con una creciente aprensión un contundente staccato con las botas que llevaba. «Puede que no sea nada», se dijo. Quizá _________ deseaba verle pero no quería enviar una petición escrita, y en su lugar utilizaba a Huw como medio de comunicación. Al fin y al cabo, después de Aylesbury se separaron sin aclarar nada. El no le había pedido matrimonio entonces porque no estaba preparado. No tenía anillo, ni discurso ensayado, ni idea siquiera de estar pensando en un cambio tan radical en su vida. ______ no le había pedido semejante declaración de amor, ni tan solo la promesa de un futuro encuentro, y dado que los sentimientos de Joseph eran tan confusos, él había aceptado agradecido su silencio sobre el futuro.
Pero durante el viaje de vuelta a Londres, se había dado cuenta de la profundidad de sus emociones. De que sería incapaz de verla en público y mantenerse a distancia, de cómo anhelaba despertarse todas las mañanas junto a ella. A lo largo de todos aquellos kilómetros consideró la palabra «matrimonio» con creciente certidumbre. Con el problema de la posible negativa de su madre solucionado, lo único que tenía que hacer era convencer a ________ de que sería un marido apropiado.
Como le había dicho a la duquesa, ella no estaba interesada en su posición social o financiera, pero él sabía muy bien que no le gustaba su reputación. Solo eso, aparte de la reticencia de ______ a ceder el control sobre su propia vida, podía hacer que le rechazara. La infidelidad era habitual en su clase social, especialmente entre los varones. Ciertamente él nunca se había planteado la fidelidad, excepto en términos muy abstractos, pero también es cierto que nunca se había prometido a ninguna mujer.
A ella se la ofrecería, si le aceptaba.
¿Era eso el amor?
Huw esperaba nervioso junto a la chimenea, movía la gorra entre las manos, tenía el cabello rizado alborotado y una mirada triste en la cara. Joseph entró en su estudio, cerró la puerta y dijo sin preámbulos:
—¿Cuál es el problema?
—Mi milady no sabe que estoy aquí, excelencia —tartamudeó el joven. —Es responsabilidad mía.
Joseph sintió una nueva punzada de aprensión. Cruzó hasta su escritorio, se sentó detrás y señaló una silla con un gesto de la mano.
—Entonces esto es entre tú y yo. Dime.
Huw parecía incómodo. Miró la tapicería de terciopelo de la butaca como si tuviera miedo de ensuciarla, pero luego se apoyó en el borde y se aclaró la garganta.
—Es él, señor. Lord Wynn, ese bastardo. Pensé que usted debía saberlo.
Joseph recordó que _______ había mencionado a aquel hombre con desprecio.
—¿Qué pasa con lord Wynn? —preguntó con brusquedad.
—Siempre se cuela a escondidas. Ella no quiere verle, así que él aguarda, o envía a uno de sus lacayos para que espere y vea si ella está en casa. —El muchacho estrujó la gorra con las manos, tenía los nudillos visiblemente pálidos. —Y esta mañana se ha presentado allí, le ha dado un empujón a Norman y después él... él... bueno, excelencia, no hay forma agradable de decir esto. Intentó aprovecharse de ella, eso.
Joseph sintió estallar en su cerebro una llamarada de ira.
—¿Está herida?
—No, señor. Una joven dama que vino de visita golpeó a su todopoderosa señoría en la cabeza. Jones y yo le tiramos dentro de su carruaje y le dijimos al cochero que se llevara la basura a casa. Supongo que ahora está allí, con un dolor de cabeza terrible. Pero volverá a buscarla, créame. Yo conozco a los de su ralea, lleven ropa cara o harapos. Lo que él pretende es su dinero. Eso está claro. Como ella no quiere saber nada de él, busca su perdición para obligarla a casarse.
Joseph se dio cuenta de que estaba de pie, aunque no tenía conciencia de haberse levantado.
—Gracias por contármelo, Huw —dijo, y añadió con un tono de promesa: —Me ocuparé de lord Wynn.
Margaret miró fijamente a Nicholas, por encima del borde de su taza de té, con resignada reprobación.
—Las palabras «cuanto antes mejor» me incitan a sacar cierta conclusión.
El arqueó las cejas, demasiado feliz para sentirse propiamente reprendido. Incluso el día, cálido y soleado, era un reflejo de su estado de ánimo. Hacía una tarde muy agradable y en la salita familiar había una luz dorada. Nicholas dijo con un tono neutro:
—He esperado a Annabel mucho tiempo. ¿Me culpas por querer una boda rápida ahora que ella ha aceptado?
Su tía suspiró.
—Supongo que no. En cualquier caso, debe de haber licencias especiales para eso. Aun así, vuestra precipitada boda, justo después de la ruptura de su compromiso, va a provocar un alud de chismorreos.
Thomas, que hasta el momento se había mantenido en silencio, soltó una risita.
—No creo que a Nicholas nunca le haya preocupado demasiado lo que diga la gente, querida. Además, la felicidad acalla los comentarios de la gente, que se da cuenta enseguida de que es un enlace por amor y perderá el interés. A la alta sociedad le fascina la controversia. La felicidad conyugal aburre mortalmente.
Una verdad crítica, pero exacta, pensó Nicholas.
—Me alegro de que no haya objeción, pues. ¿Qué os parece mañana por la tarde?
Margaret pareció aturullarse; su taza de té vibró sobre el plato.
—¡Nicholas! ¡Mañana!
—He hablado con Annabel y ella está de acuerdo en hacerlo en cuanto yo lo tenga todo organizado. Lo más pronto posible era mañana.
—¿Cuánto te costó eso? —Thomas parecía simplemente divertido. —Apuesto a que una pequeña fortuna.
Eso había costado. El precio de la conveniencia siempre era alto. Annabel lo valía, y él descubrió que estar tan cerca de que estuviera unida a él en todos los sentidos, incluido el legal, le provocaba impaciencia.
—No me importó —admitió Nicholas sin molestarse en disimular. —¿Quién puede pensar en algo tan banal como el dinero, comparado con tenerla a ella como esposa?
Margaret y Thomas intercambiaron una mirada. Fue una comunicación sin palabras, emotiva y obviamente íntima. Thomas extendió la mano, tomó la de su esposa y se la llevó un segundo a los labios.
—Creo —dijo—que sé muy bien a qué te refieres.
Y después de todos los años que llevaban de matrimonio, Margaret aún se ruborizó.
—Tú siempre has sido un sentimental sin remedio.
—Supongo que lo soy —respondió Thomas con un pequeño e impenitente encogimiento de hombros.
Se dirigió de nuevo a Nicholas:
—Tienes mi permiso para casarte con Annabel, por supuesto, pero siempre lo has tenido. Era tu propia mente la que necesitaba reconciliarse con la idea.
La llegada del objeto de su conversación entre una oleada de bordados de muselina, cabello dorado y respiración agitada interrumpió la charla, y Nicholas se levantó al minuto. Sonrió, pero Annabel no le devolvió la sonrisa.
El sintió un espasmo en el estómago. ¿Seguro que no había cambiado de idea? Después de la pasión dulce y ardiente que habían compartido...
—Buenas tardes. —Ella saludó someramente a Margaret y a Thomas. —Perdón por la tardanza. Estaba con una... amiga. Yo... bien, Nicholas, ¿podría hablar contigo, por favor?
A él le había sorprendido su ausencia, pero Margaret le dijo que había salido con su doncella a hacer unos recados, y su tía no parecía preocupada, así que él no había pensado demasiado en ello.
—Desde luego. —Su voz era un poco grave. Su prometida le cogió de la mano.
—¿Un paseo por el jardín, entonces?
El asintió confundido, se inclinó ante Thomas y Margaret, que parecían igualmente sorprendidos, y se dejó conducir afuera, al jardincito tapiado que había en la parte de atrás de la casa. Bajo los árboles en flor y por los senderos de piedra bañados por el sol, la sombría expresión de la joven que le retenía la mano resultaba incongruente.
Pero era prometedor que siguiera agarrada a los dedos de su mano.
—Alejémonos de la casa —propuso ella. —No quiero que me oigan.
—Lo que tú quieras, por supuesto.
—Te lo explicaré dentro de un momento. —Ella arrugaba la frente con un bonito gesto.
Nicholas, que habría ido con ella de la mano hasta más allá del límite de un precipicio, no discutió. Al cabo de un momento, cuando casi habían llegado al final, al extremo más alejado de la casa, ella le soltó la mano y se dio la vuelta hacia él.
Sus ojos azules, esos que a Nicholas le parecían tan preciosos, con esas pestañas castañas y un intenso tono cobalto, le miraron con reproche.
—Tú empezaste esto, según admitiste. Ahora debes ayudarla.
Ni siquiera estaban casados todavía y ya estaba metido en un lío.
—¿Ayudar a quién y empezar qué? —preguntó Nicholas, perplejo.
—Sé que lady Wynn era quien debía decidir el resultado de vuestra apuesta.
«¡Por todos los diablos!» El abrió la boca para decir Dios sabe qué, pero Annabel se adelantó.
—Ella me dijo que no había pasado nada entre vosotros. Considerando sus sentimientos hacia el duque y sus motivos para participar en la competición, yo la creo. El problema es que lo que tú le propusiste a Rothay como un divertido desafío amenaza ahora con destruirla a ella. En cierto sentido, tú eres responsable e, indirectamente, yo también.
El era culpable en cuanto a la apuesta, pero no tenía ni idea de qué estaba hablado Annabel.
—¿Destruirla cómo?
—Lord Wynn sabe que ella se ofreció a ser vuestro juez. Puedo decir de primera mano que es un canalla sin conciencia. Amenazó con causar su perdición ante la sociedad, pero no sin antes intentar su perdición literal. —Annabel se detuvo y después encogió sus gráciles hombros. —Me temo que le dejé inconsciente.
—¿Cómo has dicho? —Nicholas contempló consternado a su futura esposa. —Annabel, ¿te importaría aclararme de qué estás hablando?
La historia, contada con palabras rápidas y concisas, le provocó una oleada de ira cuando se enteró de que __________ había topado con las viles intenciones de Wynn. Cuando Annabel terminó, Nicholas estaba furioso y podía imaginarse cómo se sentiría Joseph.
—Si Wynn sigue adelante con su amenaza, habrá cometido el último error de su miserable vida —dijo entre dientes. —Joe le arrancará las extremidades una a una. Más que eso, le desafiará a un duelo.
—Sinceramente, eso espero. —Allí, entre jardines, con su femenina silueta rodeada de brillantes hojas verdes y delicados capullos, Annabel no solo parecía indignada, sino feroz. —Desgraciadamente, ella se niega a contárselo. Yo se lo aconsejé, pero no quiso ni oír hablar de avisarle.
—¿Por qué diablos no? —Nicholas comprendía a las mujeres cuando se trataba de sus cuerpos, su vulnerabilidad ante los gestos románticos, su sensibilidad ante una actitud o una mirada, pero nunca afirmaría que entendía su lógica.
—Ella no quiere arrastrarle a su lado de esa forma. Cuando él aparezca, si es que lo hace, prefiere que no sea porque se siente responsable de salvarla de lo que ella califica como «su propia insensatez», sino porque la ama y lo admite libremente. Yo la comprendo muy bien.
Una sonrisa de ironía se dibujó en los labios de Nicholas.
—Sin embargo, deseas que yo intervenga, ¿tengo razón?
—Toda.
zai
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
AAAAAAAAAAAAAAHHHH!!!!!!
INTERVENDRAN LOOOOOSSSS DOOOSSSS!!!!
SIIIII!!
Y QUE LE DEN SU MERECIIDOO A ESE MENDIIIGOOO DESGRAAACIIIAAADOOOO!!!!!
AAAAAAAAHHHHH BIEN HEEECHOOOO ANNABEEEELLLL!!!!!
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chelis
Re: [Resuelto]Una apuesta indecente -Adaptacion- Joe y tu[TERMINADA]
ahhh maldito tipo desgraciado bastardo
como se quiso aprovechar de ella
Joe lo matara!!!!
awww se quiere casar con ella!!!!
siguela!!!!!
como se quiso aprovechar de ella
Joe lo matara!!!!
awww se quiere casar con ella!!!!
siguela!!!!!
aranzhitha
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