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Mensaje por Julieta♥ Vie 23 Mar 2012, 6:57 pm

queremos cap!!!!!!!!!!!
tu tienes la culapa de que seamso dependientes de tu nove
e smuy buena!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 5 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por DanyelitaJonas Sáb 24 Mar 2012, 7:59 am

SIGUELA
DanyelitaJonas
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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 5 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Natuu! Sáb 24 Mar 2012, 7:05 pm

13




Lourdes sonrió al ver a _____ mirar su reloj de pulsera. Eran las siete y cuarto de la tarde y calculaba que, en la última media hora, había hecho el gesto de consultarlo cada tres minutos. El catálogo, de suaves tapas de cuero negro, había llegado a media mañana. Desde entonces, _____ lo había abierto como cientos de veces y lo había lustrado con una pequeña gamuza en unas cuantas ocasiones. Pensó que era el lógico nerviosismo que precede a un encuentro de enamorados, y lamentó que aquello no fuera una verdadera cita. No sabía qué sentía aquel hombre por su amiga, pero tenía muy claro lo que su amiga sentía por él, meditó mientras la veía elegir entre las gruesas bolsas de papel con el anagrama de la tienda, como si entre ellas esperara encontrar una más perfecta que el resto.
—¿Crees que tu artista vendrá hoy?
_____ introdujo el muestrario en la bolsa y la cogió por las asas para comprobar su peso.
—Dijo que lo haría, y que yo sepa él no ha fallado nunca. —Su expresión ausente no varió a pesar de sus dudas internas. La posibilidad de que no apareciera tras haberlo ofendido con su comentario sobre la honradez le roía el ánimo.
—Ten cuidado. —_____ la miró extrañada—. Tu sonrisa —aclaró Lourdes con expresión divertida—. Cuando hablas de él sonríes como una boba y tus ojos chisporrotean como estrellitas en una noche de verano. Y cuando lo tienes delante todavía es peor. Él lo notará si no tienes cuidado, y no sé si quieres que lo note.
_____ fingió no haber oído. Sabía que no bromearía con eso si conociera toda la verdad. Pero le había contado bien poco. Apenas unos apuntes de su hermosa y frustrada historia de amor; nada que le hiciera imaginar la verdadera dimensión del drama que los había separado.
Dejó la bolsa sobre la mesa, en el despacho, y se sentó, dispuesta a repasar cuentas para soportar mejor la espera. Las fue examinando y separando por las fechas en las que debían afrontar los pagos.
No escuchó el sonido de la puerta del almacén ni a Joe recorrerlo con lentitud de extremo a extremo. Solo cuando sintió que alguien entraba en la oficina alzó la cabeza y lo vio.
Sintió su corazón latirle en la garganta. Y ni por un instante recordó el tonto consejo de Lourdes de disfrazar su sonrisa o atenuar el chisporroteo en sus ojos. Se sentía demasiado feliz cada vez que le veía, aun a pesar de sus formas destempladas, como para pensar en otra cosa que no fuera él.
Joe sí ocultaba sus sentimientos, y ella lo sabía. Lo sabía desde que, anegado de alcohol, le confesó que la amaba tanto como la odiaba. Por eso, una vez más, no tuvo en cuenta la actitud distante y fría con la que se le acercó.
—Tenemos el catálogo —dijo ella amontonando de forma acelerada las facturas y metiéndolas en un cajón para desocupar el escritorio.
Joe arrastró la silla y se sentó, con la espalda apoyada en el respaldo y las piernas separadas, con aspecto cansado pero desafiante. Acababa de inspeccionar el almacén y descubrir el escondrijo perfecto. Estaba tenso, más consciente que nunca de lo que le había llevado hasta allí.
—No hemos hablado de plazos de entrega. —Apoyó los codos en los reposabrazos y juntó las manos bajo la barbilla—. No lo hice con el cliente y tampoco lo he hecho contigo.
—Me he permitido solucionar eso. —Se humedeció los labios, nerviosa—. Le dije al señor Ayala que los días laborables dispones de poco tiempo. Lo entendió. Además, sabe que lo que ha pedido no se hace de la noche a la mañana. Confía en tu sentido de la responsabilidad.
—¿También le contaste que mi falta de tiempo se debe a que con el tercer grado me dejan salir de prisión para trabajar y poco más? —preguntó con actitud arrogante.
Ella se sobresaltó al verle comenzar con su sarcasmo y tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué iba a darle detalles sobre tu vida? No habría sido natural.
—Tal vez no le agrade que un convicto tenga acceso a su preciosa casa. Reconocerás que sería bastante comprensible.
—Ha contratado al dibujante y eso es lo único que le importa. El día que uno de nuestros clientes se interese por la vida personal de cualquiera de nosotros, dejaremos de trabajar para él.
Joe sonrió sin dejar de observarla. Pensó que seguía siendo la mujer fuerte y segura de sí, con la misma decisión y la misma falsa dulzura.
—Tienes poder de persuasión —opinó taladrándola con la mirada sin ningún recato—. ¡Está bien! —aceptó al fin, alzando las manos—. No me demoraré más de lo inevitable. Mi tiempo libre de ayer y de hoy los he agotado viniendo aquí, pero comenzaré mañana. Los fines de semana recuperaré el tiempo perdido.
_____ deseó seguir preguntando, saber si disponía de un lugar para trabajar sin que nadie le molestara, y, de paso, averiguar dónde y con quién estaba viviendo. Se aclaró la voz y se atrevió a decir:
—Si necesitas algo para...
—Tengo mis lápices y mis rotuladores. No necesito nada más.
—Pero te hará falta un ordenador para...
—He dicho que no necesito nada —repitió despacio—. Lo tengo todo controlado. Haré los bocetos a mano porque es como me gusta hacerlos. Una vez acabados te los pasaré en un archivo.
—No quería ofenderte. Si lo ha parecido...
—No lo ha parecido —respondió con sequedad.
Se puso en pie. _____ se precipitó a entregarle la bolsa al tiempo que él extendía el brazo para cogerla. Sus dedos se encontraron en las asas de cartón enrollado.
Bastó un segundo para que la electricidad penetrara por sus poros y recorriera todas sus terminaciones nerviosas.
_____ se apartó al instante musitando un «lo siento» mientras le invadían sensaciones pasadas pero nunca olvidadas que volvieron a adherirse a su piel.
Joe se quedó inmóvil mirándola mientras trataba de recuperarse. No había estado atento. El arrebato que le llevó a inmovilizarle el rostro le había enseñado algo importante: tenerla demasiado cerca y oírla respirar, le desestabilizaba de una forma que no comprendía. Por eso ponía especial cuidado en no enfurecerse hasta el extremo de que algo así pudiera repetirse. Pero no había evitado, con la misma eficacia, los roces casuales que le desestabilizaban tanto como los provocados.
—Tengo cosas que hacer —dijo con una mueca burda que poco se parecía a una sonrisa.
_____ asintió con un movimiento, sin fuerzas ya para responder. Joe salió del despacho cerrando tras él la puerta.
Entonces ella se hundió en el asiento.
«¿Por qué te amo tanto?», se preguntó cubriéndose los párpados con las manos. «¿Por qué, después de tantos años, te amo más que entonces, te amo más que nunca?» Dejó que las lágrimas se deslizaran lentamente entre sus dedos. «¿Por qué sigo necesitándote, si sé que nunca te tendré?»


Ese miércoles Joe había ido a buscar a Bego y juntos habían subido hasta el monte Artxanda en el viejo coche. Habían aparcado a un lado de la carretera, bajo el mirador. Se sentaron en el capó delantero, con los pies apoyados en la barandilla blanca, para poder contemplar la ciudad iluminada de Bilbao.
Pudo escoger entre muchas formas de contar lo ocurrido en los últimos días, pero, por algún motivo que no pudo explicarse, comenzó hablándole de los diseños que le habían encargado que hiciera para la casa de la playa. Ella, pegada a su costado y tiritando de frío, le escuchó embelesada, consciente de lo que un trabajo así significaba para él.
Joe hizo una pausa y cogió aire para contarle el resto. Bego se le adelantó. Saltó al suelo y se colocó frente a él, entre sus piernas, con la sonrisa más espectacular de cuantas había mostrado hasta entonces.
—Esto sí que es un nuevo comienzo, Joe. Un nuevo comienzo de verdad. —Colocó las manos en su cuello, sobre la nuca, y le besó con suavidad en los labios.
—Bego... —empezó él estrechándola por la cintura.
—No te preocupes. No olvido que te han contratado para algo muy puntual —reconoció sin dejar de besarle—. Pero verán tus diseños y ya no podrán prescindir de ti. ¿Quiénes son? ¿Cómo has contactado con ellos?
Él se echó hacia atrás para mirarla a los ojos.
—Solo te he contado una parte de la historia. Hay más.
—Ya lo imagino. —Volvió a pensar en su desaparición del fin de semana—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde el sábado —suspiró preparándose para afrontar su reacción—. El trabajo me lo dio _____. —Percibió que el rostro de Bego se oscurecía y que su cuerpo se tensaba bajo sus manos—. Me localizó varias veces para ofrecérmelo, y como puedes imaginar me negué. Hasta que descubrí que eso me daría acceso a la tienda para llevar a cabo mi plan.
—No es verdad —musitó escudriñando en sus ojos—. No puede ser verdad.
—Lo es. Suena disparatado, lo sé, pero no podía desaprovechar la que probablemente sea mi única oportunidad.
Bego se quedó aturdida. Joe le acariciaba con mimo la espalda, pero ella no lo notaba. Sobrecogida por un mal presentimiento, se le amontonaban las preguntas: cómo y dónde se había encontrado _____ con él, cómo había sabido que estaba en libertad, qué había hecho Joe para que ella le hubiera ofrecido un trabajo.
—La has visto... —Reaccionó buscando su mirada. Él se limitó a mirarla en silencio—. ¿Por qué no me has dicho nada? —preguntó ofendida—. ¿Para qué te busca, qué quiere de ti?
—No lo sé, pero tampoco me importa. —Le rozó el rostro con el suyo—. Sé lo que quiero yo.
Esta vez fue ella quien retrocedió unos centímetros.
—¿De verdad lo sabes? —cuestionó con un punto de rabiosa ironía.
—¿Qué tratas de decir? —Detuvo las manos sobre la rígida cintura y arrugó el ceño—. No te entiendo.
Bego apretó los párpados y comprimió los labios. Pensó que había sido el coraje de sentirse relegada de nuevo por la misma dichosa mujer el que le había hecho decir lo que no debía. Pero no quería seguir. Se sabía capaz de soportar su propio dolor, pero no estaba segura de poder cargar con el de Joe.
—Nada. Dejémoslo así —rogó resistiéndose a ser ella quien le hiriera.
Trató de apartarse, pero él la retuvo y la aprisionó con sus brazos.
—No vamos a dejarlo así. —Sonó demasiado rudo y él mismo trató de suavizarlo—. ¿Qué pasa?
—Pasa... —Se mordió los labios, impotente, y las palabras salieron furiosas y atropelladas de su boca—. Pasa que creo que eres tú quien ha propiciado este acercamiento. Quieres estar cerca de ella. Simplemente estar cerca de ella porque no has podido olvidarla.
Joe se quedó inmóvil mirándola con incredulidad. Tras un instante su expresión se tensaba y se ensombrecía.
—Lo que estás insinuando es estúpido —gritó soltándola y bajando del capó.
Pero Bego, en ese momento, ya solo era una mujer enamorada que sentía que comenzaba a perder a su hombre.
—No estoy insinuando nada. Te lo estoy diciendo con claridad. La amas.
—¡¿Cómo puedes decir eso?! —Descargó su furia golpeando con su pie el neumático delantero—. ¡¿Cómo puedes pensarlo siquiera?! ¿Crees que puedo olvidar que destrozó mi vida, que fue la responsable de la muerte de mi hermano, que me engañó desde el primer día? —increpó sin importarle que alguien pudiera escucharle desde lo alto del mirador—. ¿De verdad crees que puedo olvidar todo eso?
—Puedes, porque no eres dueño de tu corazón, igual que yo no soy la dueña del mío.
—¡Esto... esto es...! —Alzó los brazos al cielo y los dejó caer con impotencia—. ¡Esto es increíble! ¿Por qué me haces algo así?
—Estoy siendo sincera. Ya que tú te niegas a verlo, alguien te lo tenía que decir porque de aquí solo sacarás más dolor. Estás obsesionado con...
—¡Claro que estoy obsesionado! —volvió a gritar acercándose a su rostro. Ella se sobresaltó—. ¡Cómo no voy a estarlo! Tengo sed de venganza, Bego. Quiero devolverle un poco del dolor con el que asfixió mi vida. Y digo un poco porque es imposible devolvérselo todo. Al menos yo no sabría hacerlo aunque quisiera.
La oscuridad en sus ojos apagó la furia de Bego, que bajó la voz.
—Deja de mentirte —pidió como lo hubiera hecho a un niño—. Tu obsesión es ella, no la venganza.
Joe respiro con fuerza y le dio la espalda tratando de tranquilizarse.
Frente a él, a los pies del monte, las luces de Bilbao serpenteaban en hileras que dibujaban las calles como delicados collares de diamantes sobre terciopelo negro. Buscó el brillo plateado de las paredes de titanio del Guggenheim y siguió el curso de la ría hasta el puente de Deusto y la Ribera de Botica Vieja. Durante unos segundos inspiró el aire frío que llegaba después de haber sobrevolado el bocho en el que anida la ciudad.
De nuevo se volvió hacia Bego. Parada ante el vehículo, encogida de frío, con las manos en los bolsillos de su abrigo, le miraba con ojos brillantes.
No se compadeció de ella. Los reproches le habían parecido absurdos, incomprensibles y hasta casi malintencionados.
—Te has propuesto joderme la noche. ¡Pues bien —aceptó con rudeza—, ya lo has hecho! —Rodeó el coche y abrió la puerta delantera—. Sube.
—¿Adónde vamos? —preguntó con cautela mientras tomaba asiento.
—Tú, no lo sé —dijo cerrando sin mirarla—. Yo a mi casa. Tengo mucho que dibujar antes de ir a dormir a la cárcel.
Volvió a bordear el vehículo, hasta el otro costado, y entró sin abandonar su gesto agrio. Arrancó el motor, y ese fue el único sonido que los dos escucharon a partir de ese instante.


Su semblante, al entrar en los servicios masculinos de la comisaría, indicaba que estaba contrariado. Se acercó a la hilera de lavabos a la vez que doblaba, con gesto brusco, los impecables puños de su camisa blanca. Tras él entró el agente Gómez. Un gesto silencioso del comisario y el joven se inclinó para avistar por la zona inferior de las puertas de cada excusado, abriéndolas después para asegurarse de que no tenían compañía.
—Despejado, señor. —Y se acercó lo bastante como para que su superior no tuviera que alzar la voz, pero guardando una prudente y respetuosa distancia.
Carlos tardó en comenzar a hablar. Se enjabonó las manos con parsimonia, con el único fin de tranquilizarse.
—No puedo creer que no tengas nada —dijo con destemplanza—. No puedo creer que alguien con tu ambición no sea capaz de llevar a cabo una misión tan simple.
El agente sacó pecho dentro de su uniforme. Nadie le había indicado que se mantuviera firme, pero lo hacía con la misma rigidez con la que acostumbraba mantenerse en formación.
—Disculpe, señor, pero no puedo averiguar nada si lo único que se me permite es intimar con antiguas novias del sospechoso.
—¿Estás insinuando que no sé hacer mi trabajo? —Le miró a la vez que se retiraba la espuma bajo el chorro de agua fría.
—No, señor —se apresuró a responder—. Nunca se me ocurriría, señor.
Carlos cogió una toalla de papel del dispensador automático y se volvió a mirarle. Se apoyó sobre el lavabo frotándose las manos con el suave pliego blanco.
—Una mujer despechada es siempre un pozo de información, sobre todo para un buen policía. Pero estoy empezando a creer que me he equivocado contigo.
El agente se cuadró, más ofendido que nervioso.
—Con el debido respeto, señor, no se puede sacar información de lo que no existe. Y le aseguro que no hay mujeres despechadas en este caso.
El comisario sonrió abiertamente. Le gustaba el velado desafío en los ojos del joven agente, su controlado gesto de rabia. Sabía que el orgullo herido a menudo se transformaba en plena eficacia.
—¿Qué necesitas para conseguir resultados? —Arrugó la toalla y la arrojó al cubo de basura.
—Libertad de movimiento, señor —se atrevió a solicitar—. Poder seguir a quien yo crea conveniente y en el momento en el que lo necesite sin perder tiempo en localizarle y preguntarle a usted.
¿Confiaba en él hasta ese extremo?, se preguntó mientras volvía a abotonarse los puños. ¿Sería Gómez lo bastante astuto como para actuar sin dejarse notar? Si _____ descubría lo que estaba haciendo no se lo perdonaría nunca, y no estaba dispuesto a perderla por la ineptitud de un subordinado.
Observó con atención al joven agente. Le gustó que le mantuviera la mirada. Vio osadía, pero también el punto adecuado de prudencia.
—Voy a acceder. —Hizo una pausa durante la que siguió analizándolo—. Si consigues lo que quiero, yo obtendré para ti ese ascenso que tú deseas. Pero grábate bien lo que te voy a decir: si me comprometes, con _____ o con quien sea, archivarás estúpidos documentos hasta el día del juicio final.
—Me gustan los desafíos, señor —aseguró con orgullo.
—Y a mí me gusta la eficacia, la limpieza, la discreción. ¿Tienes algo así en ese cerebro de novato?
—Lo tengo, señor.
—¡Pues demuéstralo! —advirtió apretando los dientes—. Demuéstralo antes de que decida que has agotado tu tiempo.


Se olvidaba del mundo cada vez que dibujaba. El resto del tiempo pensaba en _____, siempre en _____. Y, ante esa irracional conducta, no encontraba ninguna explicación que le tranquilizara.
Esa mañana el riesgo no era demasiado alto. El terreno era llano, y los árboles a derribar, pequeños. Joe talaba los que le correspondían y los dividía en tres pedazos para que otros los desmocharan. No se detenía a hablar con nadie. Hacía su labor con rapidez y, como un autómata, pasaba a tumbar el siguiente ejemplar erguido.
Tenía el pensamiento muy lejos. Demasiado lejos y demasiado ocupado en el día en que la llevó a casa por primera vez; en las risas ahogadas, los apremiantes susurros, la avidez por entrar al fin en ella.
Han llegado comiéndose a besos. El deseo, largamente contenido, ha tomado por fin el control; ellos, ante su necesidad de tenerse y de entregarse, han dejado que lo haga.
Apenas atraviesan el umbral _____ arroja el bolso al suelo, y las caricias más osadas se unen a los besos más ardientes que han experimentado juntos. Avanzan por el pasillo deteniéndose a cada paso, abandonándose al firme apoyo de la pared, saciando la necesidad de internar las manos bajo las ropas, de rozar esa piel durante tanto tiempo codiciada y prohibida.
Es la locura. Sentirla temblar bajo sus dedos, comprobar que arde en la misma irrefrenable necesidad que a él le consume, es la locura. Llega a pensar que no conseguirá conducirla hasta su habitación, hasta su cama, que acabará amándola ahí mismo si siguen tocándose como lo están haciendo. Lo cree firmemente cuando ella le levanta con apresuramiento la camiseta.
—¡Oh, Dios! —musita cuando la boca, húmeda y caliente, le recorre el torso—. No imaginas cuántas veces he soñado con esto.
Ella alza la cabeza para mirarle. Las mejillas encendidas, los ojos llameando como hogueras.
—¿Estás seguro de que no lo sé? —Su risa suena entrecortada, como su respiración.
Joe vuelve a besarla, la acopla a su cuerpo, la sujeta con sus brazos y la alza del suelo para avanzar el último tramo hasta su cuarto. Ya queda poco, comienza a creer que conseguirán llegar. Pero la necesidad de acariciarse les detiene de nuevo.
Ella aprieta la espalda contra la pared mientras él, con dedos sorprendentemente torpes, le suelta los botones superiores del ajustado suéter. La visión del fino encaje del sujetador que cubre sus pechos le deja sin aliento. Gime mientras los envuelve con sus manos a través de la prenda de lana y besa la discreta abundancia que asoma por el borde.
—Joe —musita _____, tensa e inmóvil. Él trata de atemperar sus instintos para no asustarla—. Joe. —Vuelve a susurrar, y esta vez tira de su cabello para que alce la cabeza.
Se endereza, asfixiado. Las preguntas se extinguen en su garganta cuando la ve mirar al frente, por encima de su hombro izquierdo, en dirección a la cocina.
Se vuelve a la vez que sus labios articulan una silenciosa maldición.
—¡¿Qué haces aquí?! —reclama entre dientes al tiempo que la cubre con su cuerpo para darle tiempo a que se arregle la ropa mientras él mismo se baja la camiseta.
Apoyado en el borde de la mesa, un muchacho de sedoso cabello café los contempla con gesto divertido mientras muerde una brillante manzana verde.
—No me gusta el plan que han preparado para hoy —informa sin inmutarse—. Demasiado aburrido para mí. He decidido que no voy a salir. —Sonríe al poner su atención en _____, que avanza unos discretos pasos hasta colocarse junto a Joe, que la abraza por la cintura.
—Esta preciosidad es _____ —la presenta sin aclararse la aspereza en la voz—. Y este enano, que casi siempre está donde no debe, es Manu, mi hermano.
El chico se pone en pie y es evidente que lo de «enano» ha sido un cariñoso apelativo. _____, dominando sus nervios, consigue decir:
—Tenía ganas de conocerte. —Tiende la mano con indecisión. Manu se adelanta con descaro y le roba dos besos; uno por mejilla.
—Pero no esperabas conocerme ahora, imagino. —Se regodea sin disimulo.
Joe carraspea. Su cuerpo sigue estando tenso y su calma comienza a desfallecer.
—Hace una noche preciosa para pasear con una chica a la luz de la luna —dice mirándole con determinación.
Manu le mantiene la mirada sin abandonar su gesto divertido. En algún momento los dos esbozan idéntica sonrisa, como si la silenciosa conversación hubiera finalizado en acuerdo.
—Puede que tengas razón. —Se acaricia el mentón fingiendo meditar—. Además, tampoco es que sea demasiado emocionante pasar la noche de un sábado en casa. —Se vuelve hacia _____—. Siento dejarlos solos. Sé que se aburrirán sin mí.
—Te aseguro que nos las arreglaremos —dice Joe revolviéndole con los dedos la melena café—. Preocúpate por tus cosas.
Manu no le presta atención. Prefiere seguir contemplando a _____. Zarandea con fuerza la cabeza para que los mechones vuelvan a su lugar.
—Me ha gustado conocerte —confiesa ya sin mofa—. Mi hermano siempre está hablando de ti. Creí que exageraba. Me alegra haberme equivocado.
Esta vez ella ríe más relajada, olvidando por completo la situación embarazosa que le ha agolpado toda la sangre en las mejillas.
Manu aún tarda unos interminables minutos en finalizar su conversación y desaparecer. Entonces Joe hace retroceder a _____ hasta la pared, la encierra con sus brazos y le acaricia los labios con los suyos.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —susurra.
—Es guapo tu hermano —dice internando las manos bajo la camiseta para acariciarle con suavidad la piel. Joe gime—. Tiene tus ojos castaños, tú mismo color de pelo. Se parece mucho a ti.
—Sí, eso dicen —admite con impaciencia mientras intenta soltar de nuevo los primeros botones del suéter. Cuando el encaje aparece su cuerpo se estremece con más violencia que al verlo por primera vez.
—Se llevan bien —insiste disfrutando y encendiéndose ella misma con su apasionada desesperación—. Salta a la vista la complicidad que hay entre ustedes.
La mira a los ojos, pero ni sus manos ni su cuerpo se detienen. Continúa desabotonando, acariciando, apretando sus caderas contra las suyas, debilitando todo dominio sobre sí.
—Es mi única familia —susurra sin aliento, tratando de recuperarlo en el borde de su boca—. Le quiero. Daría mi vida por él igual que la daría por ti. Son todo mi mundo. Ustedes dos componen todo mi mundo.
_____ tiembla. Desliza los dedos sobre los músculos tensos de su espalda.
—Me asustas cuando dices esas cosas.
—Eso es porque aún no terminas de creerlas. —Ríe con el poco aire que la excitación le permite coger y expulsar—. Pero te las demostraré. Te demostraré que en mi vida no hay ni habrá, jamás, más mujer que tú.
—¿Suceda lo que suceda? —pregunta temerosa, casi sin voz, con los ojos abiertos y expectantes.
—Suceda lo que suceda —asegura él perdiendo definitivamente el control—. Nada conseguirá cambiar el hecho de que ya no tengo más mujer que tú.
«Ya no tengo más mujer que tú», repetía la mente de Joe ahora, mientras agarraba con fuerza la motosierra para que los dientes de acero penetraran en la madera. «Ya no tengo más mujer que tú.»
Y había sido cierto. No hubo más mujer entonces, ni después, ni siquiera la había ahora. Estaba Bego, sí. Se acostaba con ella con relativa frecuencia, la quería, pero no conseguía entregarse en cuerpo y alma, como siempre hizo con _____. Por eso seguía sintiendo que no tenía mujer, que jamás la tendría, que ella fue la última. Que ella fue la única.
La hoja entró con limpieza en el cuerpo del árbol, pero perdió velocidad cuando fue aprisionada por el corte. Joe la extrajo para evitar que invirtiera la dirección y saliera disparada contra él.
El corazón le golpeaba con ímpetu. Había dejado que los recuerdos le alteraran de nuevo y se sentía furioso contra sí mismo. Empuñó con decisión la máquina y condujo la hoja de nuevo hacia el tajo. Las puntas afiladas penetraron con facilidad, pero volvió a atascarse en el mismo punto. Joe no reaccionó con la suficiente rapidez y se originó el temido retroceso. El contragolpe duró un segundo que le pareció una eternidad. Un segundo en el que todo se movió con desesperada lentitud y pesadez.
La espada dentada salió del tronco con violencia elevándose y formando un descontrolado arco hacia su pecho. La protección de la empuñadura superior mantuvo a salvo su mano izquierda mientras su derecha pulsaba el freno de emergencia de la cadena. A través del cristal de sus gafas protectoras pudo ver que la punta de la espada se acercaba sin que los dientes hubieran dejado de girar. Estaban a punto de destrozarle la carne. Nada es más rápido y mortal que el zarpazo traicionero de una motosierra.
Tensó los músculos intentando retrasar el momento de la toma de contacto con la hoja. Se preparó para soportar el dolor que las puntas dentadas le provocarían al desgarrarle la piel.
Cuando estas le golpearon el pecho, ya se habían detenido.
Resopló con fuerza y dejó la motosierra sobre la tierra. Miró a su alrededor, sin poder creer que siguiera vivo, y vio que algunos compañeros se habían percatado de la tragedia que había estado a punto de ocurrir. Rodrigo, que nunca trabajaba demasiado lejos, se acercó despacio, temiendo que no le sujetaran las piernas. Tenso, con el gesto contraído, le abrazó con fuerza.
—No vuelvas a hacerme esto, cabrón —murmuró entre dientes, apretándolo enérgicamente contra sí. Al apartarse tenía los ojos brillantes y enrojecidos—. ¿Qué cojones te pasa? —espetó de pronto furioso—. ¿Dónde tienes la cabeza?
Joe soltó el aire que había estado conteniendo.
—No lo sé —mintió, aún consternado.
Rodrigo le señaló con el dedo. Un nudo en la garganta le impedía continuar. Comenzó a retroceder de espaldas para regresar al trabajo.
—Tenemos que hablar, hombre —dijo por fin, apretando la mandíbula—. Tenemos que hablar muy en serio de toda esta mierda. Me da igual si mis verdades te sacan de quicio.
Ahí no terminaban las broncas y Joe lo sabía.
Se agachó para coger la motosierra y miró en dirección a la camioneta. El jefe de cuadrilla le miraba desde el camino, con una actitud sospechosamente tranquila.

















Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Julieta♥ Dom 25 Mar 2012, 9:46 am

pobre joe...ya deberia concientizarse que ama a la rayis y que nunk la dejara de amar

siguela pronto plissssss
Julieta♥
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Mensaje por Nani Jonas Dom 25 Mar 2012, 9:59 am

ai ame el cap y si bego tiene razon joe disfraza su amor
con la venganza espero se de cuenta pronto de verdad la
nove es muy buena siguela plis
Nani Jonas
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Mensaje por Natuu! Dom 25 Mar 2012, 12:24 pm

¿Quieren otro cap chicas? :idea:
Natuu!
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Mensaje por Nani Jonas Dom 25 Mar 2012, 1:56 pm

siiiiiiiiiiiiiiiii porfavor sube cap plis o mejor aun MARATON
Nani Jonas
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Mensaje por Natuu! Dom 25 Mar 2012, 2:53 pm

14




El mismo recuerdo que por la mañana había estado a punto de costarle la vida a Joe, por la tarde acompañó a _____ en el recorrido a casa. Esta vez caminó directa hasta el Museo Guggenheim y cruzó la ría por la pasarela de madera de Pedro Arrupe, frente a la Universidad de los Jesuítas.
Se paró en el centro, sobre las frías aguas del Nervión, y miró a lo lejos, hacia las luces verduzcas que iluminaban el puente levadizo de Deusto. Lo había contemplado muchas veces desde allí, acurrucada en los brazos protectores de Joe. A él le gustaba acompañarla por ese trayecto y recrear en cada esquina su poca prisa por llegar a Botica Vieja y despedirse de ella.
Bajó los párpados al recibir un remolino de viento frío y los mantuvo así durante largo rato. Hacía mucho que no se detenía a rememorar aquella primera noche.
Había sido hermosa, apasionada, incomparable. Al fin había encontrado valor para dejarse llevar por sus sentimientos; para cumplir su anhelo prohibido de enloquecer entre sus brazos, dormir entre sus brazos, despertar entre sus brazos. Despertar y ver sus ojos, castaños y emocionados, contemplándola en silencio, fue uno de los momentos más maravillosos que había vivido hasta entonces.
—Dime que esto no es un sueño —le pide emocionada.
—No es un sueño —le responde con aire somnoliento—. El amor hace que la realidad sea mejor que cualquier sueño.
Y en ese instante quiere creer que eso es cierto. Piensa que el amor hará desaparecer todas sus mentiras para no tener que confiarlas nunca, para no correr el riesgo de perder al que ya es, para siempre, dueño de su corazón.
Pero las mentiras nunca desaparecen. Se agrandan, se agigantan y destruyen todo lo hermoso que encuentran a su paso.
Esa primera mañana vuelve a ver a Manu. Lo encuentra en la cocina tomando leche con cacao en la que remoja galletas. Le parece apenas un niño. Un niño tan semejante a Joe que es como retroceder en el tiempo para conocerlo con sus preciosos y puros dieciocho años. Al verla, Manu se levanta, raudo y servicial, a prepararle el desayuno.
—¡Así que eres la novia de mi hermano! —le dice con una expresión radiante—. Me gusta esto de tener una chica en casa; una hermana —aclara colocando ante ella el café negro que le ha pedido—. Nunca ha vivido una mujer con nosotros.
—Descartando a su madre, ¡por supuesto! —Sonríe al pronunciar la obviedad.
—Joe conoció a ama. Yo no —cuenta él sin ninguna emoción.
_____ detiene el movimiento de la cucharilla en el interior de la taza. Joe no le ha relatado penas. Ninguna pena. Nada que denote que en su vida haya habido sombra alguna.
—Él no me ha contado...
—Y no lo hará —interrumpe Manu—. No le gusta hablar de lo que pasó. No le preguntes —aconseja en tono amigable y confidencial—. Aunque yo sí que lo hago, y si le insisto mucho me cuenta cosas. —Sus ojos brillan misteriosos mientras muerde una nueva galleta—. ¿Tú tienes una familia grande?
—La verdad es que no —dice, confusa aún por lo que acaba de descubrir—. Vivo sola. Tengo unos tíos y algunos primos a los que veo en Navidad y poco más.
—¡Perfecto! —exclama como el niño que todavía es—. Bueno... —Cabecea incómodo—. No me alegra que estés sola, es que... podrías venirte a vivir con nosotros. Estaría bien tener una hermana.
—Es... es un poco precipitado. Yo...
—No me la asustes.
Los dos se vuelven al escuchar la voz de Joe. Llega recién duchado, con el cabello húmedo, unos gastados vaqueros y los pies descalzos.
—No me la asustes —repite—, porque no imaginas lo que me ha costado convencerla para que me acompañara hasta aquí.
Se inclina hacia ella, desliza el brazo por su cintura y la besa en la boca. Es un beso largo, fresco, húmedo y con olor a jabón que la deja sin aire. Mientras se aparta le recuerda con los ojos la pasión con la que la ha amado durante una gran parte de la noche y también por la mañana.
—Buenos días de nuevo —musita _____ cuando recupera el aliento.
Manu se levanta sonriendo con mofa.
—Yo me voy. Sé cuándo estoy sobrando. —Toma un último y apurado sorbo de su taza y se dirige a la puerta llevándose una galleta—. ¡Joe! —Llama en el último momento y aguarda a que su hermano le mire—. Proponle que se venga a vivir con nosotros. Doy mi palabra de que no molestaré mucho.
—¡Lárgate de una vez! —le responde riendo.
Al quedarse a solas se inclina para besarla de nuevo. Esta vez la coge por la cintura y la levanta con facilidad de la silla.
—Empiezo a estar preocupado —le confiesa con los labios pegados a los suyos.
—¿Por qué? —pregunta alarmada.
Él, confiado, no alcanza a apreciar el grado de su inquietud. La sujeta por los glúteos y la aprieta contra su cuerpo.
—Porque toda la noche no me ha bastado para saciarme de ti —susurra, de nuevo encendido—. Porque sé que a partir de hoy la necesidad de tenerte se va a convertir en una tortura. Porque he comprobado que ni puedo ni quiero tenerte lejos.
El sonido de voces y risas la hicieron abrir los ojos. Un pequeño grupo de turistas acababa de detenerse a su lado, en el centro de la pasarela. Esa noche, los focos vestían la piel de titanio del Guggenheim con espectaculares tonos cobrizos que ellos pretendían capturar con sus cámaras fotográficas.
Suspiró bajito, se apartó y continuó su camino. Lo recorrió despacio, sin ningún apremio por llegar a casa, ya que él no estaría allí para despedirla con un beso, para decirle cuánto la amaba, para susurrarle que le costaba la propia vida alejarse de ella.


—¿Qué te ha dicho? —preguntó Rodrigo, esa noche, al término de una cena tensa y silenciosa.
Joe echó un vistazo al reloj de la pared. En media hora estaría en su celda intentando dormir para no ser consciente de que estaba encerrado en ese lugar donde tanto le costaba respirar, donde el aire se le volvía espeso y sucio y se ahogaba. Allí, donde contenía el deseo de gritar que le dejaran salir, aunque solamente fuera al patio, que necesitaba tener sobre sí un trozo de cielo por el que soplara con libertad el viento.
Tenía la sospecha de que esta iba a ser una de esas noches.
—Está molesto.
Cogió el tabaco de encima de la mesa y encendió un cigarro con calma.
—¿Qué te ha dicho? —repitió impaciente.
Joe le miró y expulsó el humo sin ninguna prisa. Después de los días en los que Rodrigo y él se habían hablado lo justo, y la mayor parte de las veces se habían respondido con monosílabos, su tono exigente le irritaba.
—Que no está dispuesto a enterrar a ninguno de sus hombres. —Aspiró el cigarro y miró hacia los lados. Se levantó a coger el cenicero de la encimera de granito y regresó a la mesa—. Asegura que le gusta cómo trabajo, que le caigo bien, pero que no va a perdonarme una distracción más. La próxima, estoy fuera.
—En este oficio hay que poner toda la atención en lo que se hace. Un despiste como el que has tenido hoy puede resultar mortal por...
—¡No necesito tus sermones! —estalló al fin.
—Yo diría que sí. Ya que tú insistes en ignorarlo, alguien tiene que decirte que esto no va bien. Que tú no vas bien.
—¡Vaya novedad! —Se burló sin mirarle—. Llevo años jodido y conoces de sobra los motivos.
—¡Por supuesto que los conozco! —espetó con rabia—. Pero el despiste de hoy se ha debido a otra cosa. Cuando alguien pretende vengarse después de tantos años, mantiene la sangre caliente y la mente fría. Pero tu mente no piensa con la claridad que debiera porque estás obsesionado con esa ex poli.
Joe se giró hacia él con decisión.
—¿Con quién has estado hablando? —preguntó con desconfianza.
Rodrigo apretó los dientes para no responder lo que desde hacía días le abrasaba la boca. No podía olvidar la tristeza de Bego cuando le habló de la discusión que habían mantenido en el monte Artxanda. La había consolado, la había abrazado, le había enjugado las lágrimas con sus pulgares. Que ella le hubiera elegido de nuevo para confesarse le emocionaba tanto como le dañaba.
—No he hablado con nadie. —Mintió para no comprometerla—. Vivo contigo. No necesito que me cuenten lo que estás haciendo con tu vida. Lo veo cada día. Veo que tu problema ha cambiado. Ella es ahora tu obsesión. —Sacudió la cabeza para alejar la imagen llorosa de Bego—. ¡Dime qué tiene esa mujer para que te ofusque de esta manera!
—No es lo que tiene. Es lo que me arrebató. Es lo que me debe.
Rodrigo volvió a morderse los labios antes de opinar:
—Tal vez este sea un buen momento para olvidarla.
—¿Qué es, exactamente, lo que quieres decir? ¿Que olvide que existe, que olvide que una vez existió, que olvide que fue una jodida mentirosa que me destrozó la vida? ¿Qué es, según tú, eso que debo olvidar?
—Estás a la defensiva —dijo Rodrigo golpeando la mesa con dedos impacientes.
Joe dio una calada a su pitillo y echó la espalda contra el respaldo. Desde allí miró retador a su amigo.
—¿Sabes cuál es la pesadilla que con más frecuencia me despierta desde hace cuatro años?
—La muerte de Manu —dijo en voz baja.
—La muerte de Manu —repitió con dolor—. El momento en el que aquella condenada bala le abrió el agujero por el que se le escapó la vida. Y fue ella, esa mujer que dices que me obsesiona, quien nos preparó la maldita emboscada. —Expulsó el humo con lentitud, sin dejar de mirarle—. ¿De verdad crees que puedo pensar en ella como mujer en lugar de como en la zorra que transformó mi vida en un infierno?
—Lo que viviste a su lado fue muy importante —comenzó a explicar Rodrigo—, muy grande.
—Tienes razón. Fue muy grande. Tan grande como el abismo que voy a abrir para ella.
—El abismo lo estás abriendo para ti. Si no estás seguro de lo que sientes por...
—¡¿Quién te ha dicho que no estoy seguro?! —gritó, y sus ojos se enrojecieron de furia.
—¡Solo digo que si no lo estás te lo pienses, porque ese sería un motivo más para que dejaras todo esto! —repitió Rodrigo con arranque—. ¡Y digo que olvides la revancha, la olvides a ella y comiences de nuevo!
—¿Y si estoy seguro? —interrogó con forzada calma—. ¿Y si estoy seguro de que quiero verla con el alma vacía, con los ojos secos porque no le queden lágrimas, con el corazón sumido para siempre en la oscuridad y suplicando que le llegue la muerte porque ya no espera nada, tal y como me dejó a mí?
La emoción comprimió el corazón de Rodrigo y se le disipó el deseo de discutir.
—Si es así y de verdad lo necesitas, adelante. —Presionó con suavidad en su hombro—. Pero si lo haces ten mucho cuidado. Creo que no eres consciente de lo que realmente sientes por ella.
—¿Cómo puedes pensarlo siquiera?
—Te lo he dicho. Te veo cada día.
—¡Maldita sea! —exclamó aplastando el cigarrillo en el cenicero y poniéndose en pie—. Estoy cansado de todo esto. Nunca debí contarte mis planes. Ni a ti ni a Bego.
Apagó su móvil y lo lanzó sobre la mesa. Con la misma brusquedad cogió la mochila y la cazadora que antes de comenzar a cenar había dejado en una silla.
Rodrigo no se movió.
—Lo pagas conmigo porque te digo verdades que no quieres aceptar. Pero con quien de verdad estás furioso es contigo. En tu fuero interno sabes que sigues colgado de esa mujer y no quieres oírlo.
En verdad era lo último que quería oír, lo último en lo que quería pensar. Y el motivo era tan confuso como el que le obligaba a no rozarla a la vez que le incitaba a hacerlo. Porque, si tenerla cerca le alimentaba el odio, tocarla le provocaba una reacción a la que no conseguía definir, pero que se negaba a creer que naciera de lo que su amigo aseguraba que sentía.
—No estoy furioso. Estoy dolido —reveló ignorando lo realmente importante de la crítica recibida—. No esperaba que me fallaran de esta forma las dos únicas personas en las que confío.
Salió sin mirar atrás, sordo a las llamadas de su amigo. Quería estar tan solo como se sentía. Necesitaba perderse en la oscuridad de la calle y caminar en silencio. Le habría gustado tomar otra dirección y avanzar hasta que le venciera el cansancio. Pero no era un hombre libre; tan solo lo parecía algunas veces.
Al divisar la entrada a la cárcel el corazón se le detuvo y el alma se le llenó de angustia. Trató de coger aire, pero no encontró espacio donde meterlo.
Volvía a enfrentarse a una noche más en el infierno.


—¿Cómo van los dibujos de tu chico? —preguntó Lourdes al dejar la caja roja sobre el mostrador.
—No lo sé —respondió _____ rozando con aire ausente las solapas de cartón—. Desde que salió de aquí con el catálogo no he sabido de él.
—¡¿No le has llamado?! —exclamó mostrando extrañeza.
—No quiero meterle prisa.
—Si no fuera tu chico...
—No es mi chico, Lourdes —la interrumpió mirándola con gravedad.
—De acuerdo. Si fuera otra persona, un dibujante enviado por cualquiera de nuestros proveedores, ¿le habrías llamado para preguntarle cómo va? —_____ suspiró bajito—. Lo imaginaba. No te va a resultar fácil trabajar con él, ¿no es cierto? Si quieres, yo puedo ocuparme de...
—No —volvió a interrumpir, esta vez sin mirarla—. Yo comencé y yo terminaré. Además él quiere que sea así.
—Perfecto. Pero deberías empezar a tratarle como al diseñador que trabaja para nosotras. A no ser que quieras que esto no funcione.
—Funcionará —murmuró casi para sí—. Estoy segura.
«Tiene que salir bien», dijo para sí, cogiendo la caja y yendo hacia el escaparate. «Tiene que salir bien, porque de ello depende que los dos podamos vivir con un poco de paz.»


Joe, parado ante la boca que emergía del metro y del parking en el que había estacionado su coche, respiró con energía el aire frío de la mañana y miró al frente. Un paso peatonal y unos doscientos metros cuajados de transeúntes le separaban de la tienda. Volvió a ponerse en marcha al tiempo que repasaba los últimos días, largos y extraños, en los que no había logrado apartarla de su mente. Culpaba de ello a las palabras de Bego y Rodrigo, que no hacían otra cosa que aumentarle la confusión.
Apretó los puños con rabia. La odiaba, ¡por todos los demonios que llevaba dentro que la odiaba! No se engañaba al afirmar que era ese sentimiento el que le impulsaba a buscar excusas para verla. Mirarla a los ojos y sentir el calor del odio le hacía sentir vivo. Pero ellos no podían entenderlo. Únicamente podía hacerlo alguien con el alma y el cuerpo tan vacíos como tenía él los suyos. Alguien que necesitara llenarlos con un sentimiento más fuerte que la vida misma.
Se detuvo en mitad de la calle tratando de explicarse por qué, si estaba tan seguro de sus sentimientos, unos simples comentarios le habían creado esa ansiedad en la que se estaba consumiendo. Por qué esas palabras absurdas le estaban haciendo perder terreno en la batalla que a fuerza de sufrimiento intentaba ganar a los recuerdos.
Cuatro días sin verla, cuatro días sin dejar de pensar en ella. Cuatro días en los que evocaciones del pasado le habían asaltado cada vez con más frecuencia mientras trataba de conciliar el sueño, cuando trabajaba rodeado de naturaleza y guardando silencio, cada vez que se perdía en las líneas de sus dibujos. No le gustaban esas intromisiones; le hacían sentirse incómodo, inseguro.
Tan incómodo e inseguro como se había sentido esa misma mañana en la que se había levantado de madrugada para avanzar con los diseños. Los primeros trazos, simples y negros, habían absorbido por completo su atención. Ni siquiera había reparado en que los pies se le estaban quedando congelados sobre la madera. Sus ágiles dedos fueron trazando perfiles con rapidez, aplicando diferentes azules de mar. Hasta que, de modo inconsciente, unificó todos los tonos en uno solo; gris titanio sumergido en sombras.
Cuando comprendió que durante la última hora ella había vuelto a gobernar sus pensamientos, destrozó el papel en pequeños pedazos que quedaron esparcidos por la habitación.
Y ahora estaba allí, parado, a unos pocos pasos de la tienda.
Rozó con los dedos la cajetilla de tabaco en el interior del bolsillo de su cazadora. Confrontó el grado de su necesidad de fumar con el frío intenso que le congelaría los dedos si lo hacía. Aún dudaba cuando retomó el camino con paso decidido.
¿Por qué no regresaba por donde había venido?, se preguntó estrujando en el interior de su puño el paquete de cigarros. Era un estúpido. Estaba permitiendo que la mujer que le había destrozado la vida volviera a romperle el precario futuro que se estaba creando con esfuerzo. Por su causa estaba enemistado con su amigo y había discutido con Bego, a la que además estaba tratando de evitar.
Extraviado en confusas cavilaciones, avistó el escaparate. Sus piernas se paralizaron y su corazón se aceleró. _____ estaba allí, en ese pequeño espacio acristalado, envuelta en cintas doradas, rodeada de verde y rojo; de estrellas brillantes; de algodones prendidos del techo con hilos invisibles y que se asemejaban a esponjosos copos de nieve. Se quedó absorto contemplándola desengarzar adornos de las ramas del pequeño abeto.
Expulsó el aire despacio. No podía entrar en la tienda. No tenía excusa válida para hacerlo. Llevaba días sin encontrar algo razonablemente lógico que le llevara hasta allí. Debía irse, regresar a casa y centrarse en los diseños.
Alzó los párpados dispuesto a cumplir su propósito, pero lo olvidó cuando vio que la pelirroja se acercaba al escaparate con una caja de cartón. La dejó junto a otra, roja, más pequeña, a la vez que decía algo que hizo reír a _____. Imaginó el sonido de su risa. La había oído muchas veces, mientras estuvo y se sintió vivo. Era clara, dulce, melodiosa... como su voz.
_____ bromeó fingiendo abrigarse el cuello con las cintas doradas mientras Lourdes se enfundaba en un grueso abrigo negro y una bufanda que le cubría hasta la nariz, de un rojo tan intenso como su pelo. Después, los gestos exagerados y divertidos con los que la vio enfrentarse al frío del exterior volvieron a hacerla reír. La despidió agitando las manos junto al cristal y al perderla de vista volvió a su labor de desnudar el árbol engalanado.
Tarareaba un repetitivo estribillo cuando una gran bola roja se le escurrió de las manos y rodó hacia el brillante suelo de la tienda. La siguió con los ojos esperando pacientemente a que se detuviera. De pronto su expresión divertida cambió. Su rostro palideció hasta asemejarse a los copos de nieve suspendidos del techo y solo pudo mostrar sorpresa y agitación.
La hermosa esfera había tropezado con los pies de Joe.
Él aguardó a que alzara la mirada y se encontrara con la suya. Le resultó evidente que no había escuchado el tintineo de la puerta al abrirse. Había permanecido relajada, sonriente, sin reparar en su presencia durante el tiempo en el que la había observado.
Dejó de mirarla un momento. Se agachó a recoger con lentitud la bola roja y con la misma parsimonia se acercó al altillo que conformaba el escaparate. Entonces pudo verle el desconcierto en los ojos y trató por todos los medios de que ella no percibiera el suyo.
Le tendió el adorno y ella lo cogió con precipitación.
—No... Hoy no esperaba verte por aquí.
No respondió. Se sentó sobre la moqueta beis, en la que posó su pie izquierdo doblando la rodilla. El otro continuó firme sobre el suelo de madera del establecimiento.
_____ introdujo la bola roja en la caja. La presencia de Joe hacía que la felicidad le bullera en el estómago. Pero no terminaba de entender qué hacía allí, ni se explicaba el porqué de sus silencios, ni comprendía su obstinada forma de examinarla, tan diferente a otras veces.
—¿Cómo vas con los dibujos? —preguntó en su afán por romper el hielo y aparentar normalidad.
—Bien —respondió él en un tono seco que dificultaba cualquier intento de conversación.
Otra vez el silencio. _____ continuó desazonada, soltando piezas, y él mirándola y estudiando sus propias reacciones. Le sorprendió no encontrarse el rencor y la rabia porque le hubiera traicionado, pero sí la amargura y la decepción porque nunca le hubiera querido. Esa mañana el dolor dominaba en su corazón sobre cualquier otro sentimiento.
—¿Por qué dejaste de ser poli? —preguntó de pronto, áspero y rudo—. ¿Cuándo lo hiciste?
_____ se sobresaltó. Otro adorno, esta vez un ángel con vestidura de satén blanco, escapó de sus manos. Se agachó a cogerlo. Su cabello resbaló sobre uno de sus hombros y fue a enredarse entre las cintas que pendían de su cuello.
Joe contrajo los dedos de ambas manos.
—¿Por qué lo hiciste? —insistió sin apartar de ella los ojos, seguro de merecer esa explicación.
—Me gusta este trabajo. —Se frotó la frente, que se impregnó de partículas doradas.
Él dirigió la vista hacia el exterior, pero se quedó extraviada en las pequeñas estrellas pegadas al cristal. Sintió que se ahogaba, como en su estrecha celda algunas noches.
—Cuatro años —murmuró con amargura—. Cuatro años, en ocasiones, pueden convertirse en toda una vida.
El corazón de _____ se encogió hasta dolerle. Se volvió hacia él, despacio.
—Lo sé —musitó en voz baja, y los castigados ojos castaños no le parecieron tan fríos ni tan insondables como tantas otras veces.
¡Lo sabía!, se repitió Joe constriñendo los dientes. ¿Cómo podía saberlo? ¿Qué cosa terrible le había ocurrido a ella, en cuatro años, que le hubiera arruinado tanto su pasado como su futuro? No. No podía saberlo. Ni siquiera podía imaginarlo.
La asfixia se le hizo insoportable. Se levantó y se volvió de espaldas para salir de allí.
—¿A qué has venido? —oyó preguntar a _____ con la voz dulce que él recordaba.
Cerró los ojos un instante. Los abrió a medida que volvía el rostro hacia ella.
—Necesitaba comprobar algo.
—¿Y lo has hecho?
—No. —Ella parpadeó, y las chispitas enredadas en sus pestañas volvieron a brillar—. No lo he hecho.
Y se volvió con lentitud para caminar hacia la salida.
Cruzó ante el escaparate sin mirarla. Su intento por confirmar que tenía controlados sus sentimientos solo había servido para aumentarle la confusión.



















Por ahora les dejo este capítulo, tengo que hacer unas tareas, pero si me desocupo temprano subo otro (:
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por DanyelitaJonas Dom 25 Mar 2012, 11:16 pm

porfa sube otro esta nove es adictiva

SIGUELA
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Mensaje por Julieta♥ Dom 25 Mar 2012, 11:52 pm

MMMMM
pobre joe...esta muy dolido
siguela por fissssss
Julieta♥
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Mensaje por Nani Jonas Mar 27 Mar 2012, 7:15 am

pobresito joe sufre mucho por la rayis no cabe duda qe la ama de verdad
porfis sube maraton
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Mensaje por Nani Jonas Mar 27 Mar 2012, 7:20 am

wiiiiiiiiiiiii pase de pagina
eso merece un cap plis
Nani Jonas
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Mensaje por Julieta♥ Mar 27 Mar 2012, 6:52 pm

caaaaaaaaaaaaaapppppppppppppppppppp
Julieta♥
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Mensaje por Natuu! Miér 28 Mar 2012, 4:38 pm

15



Camino de la cocina, Rodrigo se detuvo ante la puerta entreabierta de la habitación de Joe. La empujó con suavidad para no molestar a su amigo. Sabía que se había levantado muy temprano, igual que el día anterior, para aprovechar el mayor número de horas del fin de semana.
Lo encontró sentado ante su escritorio, con los pies descalzos sobre la madera, los vaqueros y una de las gruesas camisas que utilizaba los días más fríos para ir al trabajo.
Se apoyó en el quicio de la puerta, cruzado de brazos, y durante un buen rato le observó trabajar.
—¿A qué hora te has levantado? —preguntó al fin.
Joe se sorprendió del tono amable y conciliador. Apretó la espalda contra el respaldo de la silla y estiró el cuerpo y los brazos.
—No lo sé. Aún no había amanecido. Las pinturas me llamaban —bromeó como si nunca hubieran estado enfadados. Cogió el paquete de cigarros, de una esquina de la mesa, y prendió uno que inspiró con ganas.
—Deberías verte cuando dibujas —comentó sin moverse del umbral—. Eres otro. Relajado, feliz. Te olvidas de que existe el tabaco.
—Tienes razón. —Sonrió observándolo humear entre sus dedos—. No me había dado cuenta, pero es comprensible. Me aficioné a los pitillos cuando, después de intentarlo, descubrí que no podía dibujar allí dentro. Pero no necesito nada cuando estoy creando. Nada —reiteró al recordar que nunca se había sentido más completo que cuando la tenía a ella y además podía plasmarla en sus cuadernos.
—Deberías buscar trabajo en algo relacionado con esto —dijo Rodrigo.
—Primero tendrían que desaparecer mis antecedentes penales y eso no va a ocurrir. —Observó los últimos trazos que había dado. Recordaban a las salpicaduras espumosas de un rompiente de olas—. Esto es algo muy puntual que no volverá a repetirse. Pero no importa. Me he adaptado a cosas peores.
—No te rindas sin haber ofrecido pelea. No es digno de ti. Puedes presentar un currículum brillante.
—Un currículum brillante que un día se cortó bruscamente porque ingresé en prisión. ¿Cuál de las dos cosas crees que pesaría más?
—En un empresario inteligente, la primera, que sería la que usarías para hacer tu labor.
Mientras expulsaba el humo volvió a mirar el boceto. Le habría gustado creer que el pensamiento de Rodrigo era el lógico, el que se encontraría si se decidía a seguir su consejo. Pero no era tan ingenuo.
—Si lo intentara... —Abandonó el cigarro entre sus labios para sujetar con las manos el dibujo—. Si lo intentara tendría algo más reciente para añadir a mis antiguas creaciones —dijo sin mucho convencimiento.
—Esa es la actitud con la que ya una vez avanzaste. ¿Por qué no puedes hacerlo de nuevo?
—Entonces todo fue distinto. —Cerró lentamente los ojos. No, el humo no adormecía el cerebro, ni siquiera atenuaba el dolor que provocaban los recuerdos—. Entonces tenía algo por lo que luchar. —Pasó a sostener el pitillo con los dedos—. Quería que Manu viviera en un sitio decente. No podía hacerlo siendo un mediocre. Luché por conseguir mi sueño de trabajar en una gran compañía, pero no solamente por mí. Si yo ganaba, mi hermano ganaba. Ahora... —Calló mientras aplastaba el cigarro en el cenicero.
—Ahora debería ser igual. Siempre dices que le debes el cobrarte la venganza. ¿No le debes también salir a flote? ¿Crees que le gustaría verte así?
Joe continuó haciendo trizas los restos de tabaco. Esta vez no le molestaban los consejos de Rodrigo. Los sentía nacer del aprecio, sin ningún tipo de saña.
—Pensaré en ello —dijo deseoso de cambiar de conversación.
Se angustiaba cuando recordaba a Manu y sus últimos instantes de vida entre sus brazos.
Rodrigo asintió en silencio. Después suspiró antes de decir:
—Voy a poner el desayuno, que parece que soy el único que recuerda que hay que alimentarse. —Joe sonrió aceptando su culpa—. Te aviso cuando esté listo —añadió al tiempo que se apartaba de la puerta.
—Lo siento. —La disculpa de Joe le detuvo en el último instante—. Siento mucho mi comportamiento de los últimos días.
—Yo tampoco puedo presumir del mío. —Introdujo las manos en los bolsillos, incómodo—. Perdóname. Sé que no es fácil aguantar a un bocazas como yo.
—Eso es cierto —bromeó retomando el rotulador negro con una sonrisa que revelaba que no estaba de acuerdo.
—¡Lo olvidaba! —añadió Rodrigo con un brillo cómplice en los ojos—. He invitado a comer a Bego.
Bego... También a ella le debía disculpas. Esa mujer se lo entregaba todo y él no terminaba de hallar la forma de correspondería.
—Me parece bien —murmuró mientras se volvía hacia el dibujo.
Unos segundos después, volvía a sumergirse en los trazos azules y blancos con los que trataba de simbolizar la incorpórea y pura esencia del mar.


Comenzaba a oscurecer cuando el comisario llegó a la gasolinera. Tenía el depósito lleno y no se detuvo en el surtidor. Pasó de largo, hasta la zona de aire y agua, como si su propósito fuera controlar la presión de los neumáticos. Se puso el abrigo antes de salir del coche, asegurándose de que el arma que portaba bajo la axila no quedara al descubierto, y se encaminó a los servicios. Empujó la puerta y, al no poder abrirla, golpeó tres veces con los nudillos, aguardó un breve espacio de tiempo y volvió a dar otros tres golpes idénticos. La contraseña funcionó. El chico sin nombre le dio acceso y volvió a atrancar la puerta en cuanto estuvo dentro.
—¿Qué pasa, por qué tanta prisa en que nos viéramos hoy? —preguntó Carlos con gesto agrio. Odiaba los imprevistos; nunca traían nada bueno.
—Lo dejo. Me voy —dio por toda respuesta, con las manos temblonas y la frente sudorosa.
—¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo que lo dejas?
—Muy fácil. —Frunció los labios con un gesto nervioso y burlón—. Me largo, desaparezco, dejo esta mierda antes de que esos cabrones me den matarile.
—¡Quieres tranquilizarte y decirme qué pasa! —gritó cogiéndole de los brazos y zarandeándole.
—Sospechan algo —aseguró apartándose de él—. Presiento que saben que tienen un soplón dentro y que antes de empezar a moverse van a eliminarlo.
—¿Y por qué van a pensar que eres tú? —clamó con impotencia al ver que todo podía venirse abajo.
—¡Porque soy yo, joder, porque soy yo! —Se pasó las manos por la cabeza mientras movía su angustia de un lado a otro—. El mismo cabrón que les dio el soplo de la redada les ha podido contar que yo soy el delator que buscan.
—Nadie lo sabe —aseguró recostándose en la pared y cruzándose de brazos como si no hubiera de qué preocuparse—. Ni las personas en las que más confío saben nada de ti. Si no haces tonterías estarás a salvo, pero si ahora te acojonas y te mueves, sabrán que eres tú, te encontrarán dondequiera que corras a esconderte y entonces sí que acabarán contigo.
El chico se acercó al lavabo, abrió el grifo y se inclinó para empaparse la cara. Tras unos segundos se irguió chorreando agua, sofocado y aún nervioso.
—¿Seguro que nadie sabe de mí, ni mi nombre, ni mi alias ni nada?
—Seguro. Tranquilízate. Si no pierdes los nervios todo saldrá bien.
—Si me pillan también será jodido para usted, ¿no? —preguntó receloso, secándose la cara con la manga de la chaqueta.
—¡Exacto, chico! —Le puso la mano en el hombro y sonrió para infundirle confianza—. Yo soy una parte interesada en que esto salga bien. Y saldrá, siempre que actúes como lo has hecho hasta ahora.
El soplido de alivio del joven le tranquilizó, pero no lo suficiente. Tenía que asegurarse de que esa noche no se dejara llevar por otro ataque de pánico, y para eso nada era mejor que una compañía experta que le mantuviera ocupado hasta el amanecer
—Búscate dos putas caras para esta noche —le sugirió metiéndole unos billetes en el bolsillo—. Que te relajen. Ya verás que mañana todo te parece distinto y te reirás de tu paranoia de hoy.


Hacía rato que Joe no escuchaba los comentarios de Rodrigo. Respondía con monosílabos mientras echaba furtivos vistazos al reflejo en los cristales de los escaparates que se sucedían a su izquierda. A esa hora de la tarde, con los comercios a punto de cerrar, la Gran Vía era un devenir de transeúntes apresurados.
Se fijó en la puerta abierta de una conocida tienda de ropa íntima femenina. Empujó con brusquedad a Rodrigo y prácticamente lo arrastró al interior. No prestó atención a sus protestas, menos aún a sus observaciones sobre los sugerentes modelos que acapararon su atención. Tiró de él hasta conducirlo a la trasera de un expositor de batas y camisones de seda. Le pidió que mirara hacia la calle y le señaló a dos tipos con hombros del tamaño de un armario ropero.
Lo único extraño que Rodrigo observó, además de la aparatosa cicatriz que cruzaba la mejilla izquierda del más fuerte, fue su actitud. Sin detener el paso alargaban el cuello para otear sobre los transeúntes mirando con impaciencia hacia los lados.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó cuidando de no asomar demasiado la cabeza.
—Nos siguen —comentó Joe con tranquilidad—. Lo vienen haciendo desde hace rato.
—Estás de mofa, ¿no? ¿Para qué van a seguirnos unos tipos como esos?
—¿Debes algo a alguien? —consultó mirándole con guasa—. ¿Te has acostado con la mujer de alguien? —Una sonrisa aturdida fue la respuesta—. ¡Lo que sospechaba! Entonces me siguen a mí —aseguró sarcástico.
Rodrigo no rio la broma. Abrió los ojos de par en par y con preocupación.
—¡El comisario!
—¿A quién, si no, iba a importarle lo que hace alguien como yo? —dijo sin dudar mientras volvía la atención hacia la calle—. Además sus caras me suenan. Me suenan mucho. Sobre todo la del que tiene la cicatriz.
Trató de hacer memoria. Tenía la sensación de haberlos visto alguna noche, cerca de la cárcel, en actitud de estar aguardando el paso de alguien. Pero además los recordaba de algún otro lugar que no conseguía rescatar de su memoria.
—Esto puede ser jodido —opinó Rodrigo mirándole con enfado—. Te advirtió que no te acercaras a esa poli y no le hiciste ni puto caso. No se puede tocar los cojones a un hombre como ese, porque si quiere complicarte las cosas lo hará.
Los tipos desaparecieron entre el gentío, pero Joe no bajó la guardia. Tenía el presentimiento de que andarían oteando hacia los lados y también a sus espaldas.
—No, si no me pesca haciendo algo ilegal —aseguró pensativo—. Solo tengo que cuidarme mientras preparo ciertas cosas.
El encuentro que iba a tener con Iñaki, esa noche, tendría que aplazarse. No se arriesgaría a poner a la policía sobre la pista de lo que estaba urdiendo. Esperaría el momento adecuado. Tenía la oportunidad, tenía el tiempo; tenía todo el tiempo y la paciencia del mundo.


Durante los días siguientes centró su interés en confirmar si le vigilaban. Pensar en la posibilidad de volver al presidio para no salir en años le angustiaba. No soportaba la idea de empezar a morir de nuevo tras esos muros, especialmente si lo hacía sin haber conseguido arrastrar a _____ en su derrumbe.
Por eso debía tener cuidado en que no le siguieran cuando se encontrara con Iñaki o con el tipo que le conseguiría la mercancía. Extremaría sus precauciones en todo lo concerniente a ese asunto. Ni siquiera confiaba en que sus llamadas no estuvieran siendo grabadas, como ya ocurrió una vez sin que él llegara siquiera a sospecharlo. Saber que no era el mismo joven incauto de entonces le hacía sentirse más seguro, pero no lo suficiente.
Un par de tardes después del incidente en la Gran Vía, ya dudaba de que no hubiera sido, todo, producto de su imaginación, de sus miedos, de sus desconfianzas. Aun así, continuó sin permitirse bajar la guardia.
Ese anochecer llegó a Bilbao mucho antes de la hora convenida. Dio rodeos absurdos para alcanzar siempre el mismo punto, mirando sin cesar a su alrededor con el fin de asegurarse de que no veía dos veces la misma cara. Cuando tuvo la certeza de que nadie le seguía, entró en el bar en el que se había citado con Iñaki.
Ocuparon una mesa en la zona más alejada y peor iluminada. Había poco que tratar. Tan solo las nuevas condiciones que requería el encuentro que estaba pendiente.
—Así que el proveedor no tiene que llamarte por teléfono cuando tenga tu mercancía y quieres que te la entregue en un local muy concurrido que tenga salida trasera —repitió Iñaki en un momento de la conversación—. ¿Eso significa que alguien te sigue los pasos?
—No estoy seguro —reconoció Joe ofreciéndole un pitillo. El chico lo rechazó señalando su copa medio vacía—. Pero estoy tomando precauciones. No quiero problemas ni para ustedes ni para mí.
—¿Quién te puede estar siguiendo? —preguntó haciendo una señal al camarero para que se acercara.
—Es una larga historia. —Sujetó con los dientes la boquilla de un cigarro y lo sacó del paquete—. Lo más probable es que no lo esté haciendo nadie y que yo esté perdiendo la razón, pero hay que ser cautos. —Lo encendió y se llenó los pulmones con una primera inhalación.
—Descuida. Sé lo que necesitas y conozco el antro perfecto.
Enmudecieron cuando se acercó el camarero. Iñaki pidió otra copa y Joe dijo que tenía suficiente con una. No quería que su aliento oliera a alcohol cuando, una hora después, llegara a la prisión para pasar la noche.
Aprovechó la pausa para mirar alrededor en busca de rostros o actitudes sospechosas. No vio nada que le intranquilizara.
—Hay algo más que me gustaría decirte —señaló cuando volvieron a quedarse solos—. Manu tendría ahora tu edad. Cuando te miro... —Carraspeó emocionado—. Cuando te miro le veo a él. Cuando te saludo con un abrazo, cierro los ojos y siento que le estoy abrazando a él.
—Si vas a sermonearme, yo...
—No. No se trata de eso. —Buscó en el bolsillo interior de su cazadora y sacó una fotografía—. Pensé que te gustaría tenerla.
Iñaki la sujetó entre los dedos. Tomó aire al encontrarse con tres rostros que le sonrieron desde el papel. Manu, Sergio y él mismo sentados en un banco de la plaza Zabalgune.
—Gracias —dijo con voz entrecortada—. No llegaron a pasarme esta foto.
—Dieciocho años —musitó apenado—. Los tres tenían dieciocho años en ese momento. Ellos no cumplieron ni uno más.
—¡La vida es una mierda! —masculló entre dientes sin dejar de contemplar la imagen.
—No siempre. —Hizo rodar el extremo candente del pitillo por el centro rugoso del cenicero—. Calculo que tu hermano ronda ahora los dieciocho, ¿no?
—Algo así —respondió Iñaki sin mucho ánimo.
—Y pasa la mayor parte de su tiempo contigo.
Iñaki le miró con severidad mientras guardaba la fotografía en un bolsillo de su tabardo.
—¿Estás queriendo decir que le llevo por el mal camino?
—Yo, precisamente, no soy el más apropiado para reprochar algo como eso —afirmó con cruel resentimiento hacia sí mismo—. Estoy tratando de decirte que si no dejas de vivir de esta forma, es muy posible que cualquier día una bala agujeree el cuerpo de tu hermano y muera entre tus brazos. O puede que lo encuentres en una escombrera porque alguien lo ha arrojado como si se tratara de basura. —Hizo una pausa para digerir sus propias palabras—. Y te aseguro que si algo de eso ocurre no podrás perdonarte nunca.
—No voy a trabajar siempre en esto —se defendió—. Es provisional. Lo dejaré cuando haya ganado una pasta.
—Piénsalo bien, Iñaki. Mírame a mí, mira en lo que me he convertido por acercarme a ese tipo de gente y piensa si existe una riqueza que te compense el riesgo. Con mucha suerte, en lugar de muerto se puede acabar encerrado en una apestosa cárcel para un montón de años. Esos años que deberían ser los mejores de una vida.
—Lamento lo que te ocurrió. Me cuesta imaginar lo que tuvo que ser para ti. Pero no siempre tiene que terminar de la misma forma.
—Nunca piensas que puede pasarte algo así. —Pasó la mano por su cabeza, desde la frente hasta la nuca, con los ojos cerrados y la mandíbula tensa—. No lo piensas, pero pasa.
—No, si te sabes cuidar. Y yo sé hacerlo —aseguró orgulloso.
Joe se frotó el dolor que le palpitaba bajo los párpados y volvió a mirarle.
—¿Y un chico de dieciocho años puede saber lo mismo que tú? ¿Supieron cuidarse Manu o Sergio?
—No estoy tan metido en esto como crees —pareció disculparse de pronto—. Solo hago de enlace ocasional.
—Una sola vez puede bastar para joder tu vida o la de quien confía en ti. —Sus ojos brillaron vidriosos.
—No conozco otro trabajo en el que se gane tanta pasta —razonó en voz baja y tensa.
—Esta noche, cuando llegues a casa, mira a tu hermano y mira a tu madre. —Se interrumpió un instante, frustrado al no dar con las palabras que le hicieran despertar—. Míralos bien y pregúntate qué vida quieres para ellos y qué quieres para ti.
—No creo que tú pienses mucho en la vida que quieres para ti —contraatacó sin ganas.
Joe se dejó caer contra el respaldo. Inspiró con lentitud el pitillo y dejó que el humo saliera por sí mismo según hablaba.
—Yo no tengo vida. —La expresión vacía en sus ojos confirmaba la penosa realidad—. Ya lo sabes. La perdí la tarde en la que murió Manu.


Unos minutos después, Joe, solitario y cabizbajo, se dirigía hacia el parking de Indautxu. Se había despedido de Iñaki en el interior del bar. No quería que nadie les viera juntos para no comprometerle si algo llegaba a torcerse. Ya tenía el contacto que precisaba; ahora, y hasta que todo hubiera pasado, se mantendría lo más lejos de él que le fuera posible.
Un sonido metálico le sobresaltó. Se volvió para identificar eso tan similar al quejido con el que las rejas se cerraban en prisión. El origen estaba en la pesada persiana metálica de un comercio, que descendía dando por finalizada la jornada.
Llegaba la noche. También _____ estaría emprendiendo su vuelta a casa.
_____. Siempre _____. Siempre ella ocupando y atormentándole el pensamiento.
Bruscamente abandonó la Alameda San Mamés que le llevaba directamente al parking, que ya divisaba al fondo. Caminó deprisa, dejando a su izquierda otras calles que conducían al mismo lugar. Se detuvo al darse de bruces con la plaza Moyúa. Una vez allí, el trayecto más lógico y corto pasaba a ser la calle Ercilla. Había tomado un insólito desvío que contenía una mera intención: cruzar ante la tienda que seguramente _____ estaba cerrando.
Apenas se internó en la zona peatonal, avistó el llamativo pelo rojo al lado del escaparate. Junto a él, a sus ojos, destacaba la discreta cabellera castaña.
Caminó todo lo despacio que le fue posible sin llegar a detenerse, bien pegado a los edificios de enfrente, con la esperanza de que los transeúntes y la oscuridad le permitieran pasar desapercibido. Y la fue mirando a la vez que acortaba la distancia, a la vez que el temor a ser descubierto le agolpaba en la garganta los latidos de su corazón.
Cuando la persiana quedó encajada en el suelo, Lourdes se agachó para afianzarla con la cerradura. Mientras, _____ se enrollaba la bufanda al cuello y pasaba por la cabeza la correa del bolso.
¿Por qué la encontraba cada vez más hermosa?, se preguntó sin dejar de avanzar. ¿Por qué, últimamente, al verla su odio se emborronaba y su dolor se redefinía? ¿Por qué contemplarla le provocaba cada día mayor sufrimiento?
No le vio llegar.
Aguijoneado por preguntas sin respuesta y sentimientos turbadores, no le vio llegar. Reparó en él cuando lo distinguió pegado a la espalda de _____, cubriéndole los ojos con las manos y acercándosele al oído. Imaginó que para susurrarle que la había echado de menos.
La risa de _____ le llegó, débil pero clara. Y el rencor le resurgió violento y enconado clamando una compensación por todo el dolor que ellos, especialmente ella, le habían causado.
Apretó el paso y miró al frente, al majestuoso y ya sombrío árbol navideño de la plaza, al tiempo que comprimía los dientes y crispaba los puños en el interior de los bolsillos.
Las luces de las farolas que iluminaban los parterres de pensamientos se reflejaron en sus ojos castaños, que, repentinamente, brillaron tan fríos e inclementes como la noche más larga del más crudo invierno.


No se había extinguido la risa de _____ en sus oídos ni el rencor había dejado de lacerar su corazón cuando regresó a la tienda. Le urgía dar un paso más hacia ese momento que creía iba a ser su liberación. Y, esta vez, inventarse una disculpa para verla no le provocó ningún remordimiento, sino una fría satisfacción por la que llevaba años esperando.
Había preparado la bolsa con cuidado, con las manos enfundadas en los gruesos guantes de cuero. Los mismos que después inmovilizó sobre la manilla de la puerta del comercio mientras oteaba el interior y comprobaba que _____ estaba sola. Porque tenía que ser ella quien la cogiera, ella quien abriera la bolsa, ella quien sacara los folios. Ella y nadie más que ella.
Apenas entró le recibió el familiar tintineo. Avanzó con los ojos fijos en su objetivo, en su presa. Iba a estrecharle el cerco, iba a asegurarse de que no pudiera escapar de la trampa que le estaba tendiendo. Ser consciente de la importancia de ese primer movimiento le aceleró el ritmo de su sangre. Podía sentirla brotar de su corazón, recorrerle las venas, golpearle en el cuello y en las sienes.
Sin embargo, el corazón de _____, ingenuo y confiado, vibró al verlo. Respiró con lentitud, tratando de apaciguarlo mientras le miraba. Hacía frío en la calle y a Joe se le notaba en el rostro, en el modo en el que llevaba alzado el cuello de su cazadora, en los guantes de cuero. Verlo acercarse le emocionaba, le enternecía, le inflamaba ese amor que llevaba años ocultando hasta que, sin espacio para retenerlo, se le escapaba por los ojos.
—¡Hace frío! —exclamó con timidez, incapaz de vocalizar una frase más inteligente cuando él se detuvo junto al mostrador.
—No quiero molestar —dijo Joe observándola con atención—. Traigo copias de algunos bocetos. Las he reducido para que entraran en un folio. —Dejó la bolsa sobre la lustrosa madera—. Me gustaría que les echaras un vistazo.
_____ volvió a respirar despacio, pero sus latidos continuaron sin recuperar el ritmo. Le parecía increíble que él quisiera mostrarle sus primeros dibujos, como había hecho muchas veces en el pasado.
Sus dedos manosearon con torpeza el plástico hasta que consiguió sacar las hojas. Joe, con gesto insondable, observó todos sus movimientos. No mostró ninguna emoción cuando ella manifestó su admiración al contemplar las formas y los colores. Su misión de esa tarde absorbía toda su atención y oscurecía todos sus sentimientos. Todos, excepto el que le gritaba que una traición solo podía ser reparada con otra traición.
Cuando Lourdes se acercó para admirar los diseños, él se movió con rapidez. Antes de que ella hubiera llegado al mostrador él ya había recogido la bolsa de plástico. La dobló con cuidado y la introdujo en el bolsillo interno de su cazadora.
Le caía bien la pelirroja. Lo poco que la había visto le hacía pensar que ella sí era una buena persona.
Y lo iba a seguir creyendo aun después de descubrir la facilidad con la que ella estaba a punto de manipularle la voluntad.
—Es fascinante —dijo _____ mostrando uno de los dibujos a su amiga—. Me encantaría verlos todos, pero no así, sino los originales.
—Puedes hacerlo —comentó ella comprometiendo con la mirada a Joe—. No sería ningún problema que pasara por tu casa para que se los enseñaras, ¿verdad?
Joe meditó con rapidez, pero no encontró nada que justificara una negativa.
—Claro que puede —concedió en un tono complaciente que solo _____ pudo apreciar fingido—. Aunque, tal vez no inmediatamente. Creo que será mejor que espere hasta que tenga terminado algún otro diseño. —Esbozó media sonrisa—. Yo la avisaré cuando sea el momento, si a las dos les parece bien.
Lourdes asintió satisfecha sin que _____ hubiera dicho media palabra. Él se llevó consigo la inquietud por lo que iba a sentir si llegaba a tenerla en casa, en su habitación, rodeada de sus cosas.




Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Natuu! Miér 28 Mar 2012, 4:42 pm

16




—Alguien que es capaz de dibujar así debe tener una gran sensibilidad —opinó Lourdes, con los bocetos aún en las manos, unos minutos después de que Joe se hubiera ido.
_____ asintió con descuido. La fugaz visita de Joe la había dejado pensativa. Se preguntaba por qué se había tomado la molestia de reducir algunos dibujos para enseñárselos, y, sin embargo, le había incomodado su petición de ver los originales. Tenía la sensación de que había aceptado debido únicamente a la presión de Lourdes. Y esas dos actitudes tan dispares, en una misma tarde, no le encajaban.
—No entiendo que con su talento abandonara este trabajo —siguió diciendo Lourdes—. Y lo hizo para... ¿para trabajar en el monte, dijiste?
_____ volvió a confirmar en silencio. Se encogió al sentir un temblor. Había comenzado a llover, y contemplando las gotas que se estrellaban contra el cristal del escaparate fue rememorando la tarde que lo cambió todo.
Quiere retenerlo. Se abraza bajo las sábanas a su piel desnuda y le advierte, riendo, que no se esfuerce porque no le va a dejar marchar.
—Es importante, tengo prisa y aún tengo que pasar por casa —susurra él sin dejar de acariciarla—. No puedo dejar de ir por más que desee quedarme aquí, contigo. Pero en dos horas estaré de regreso.
Agotadas las bromas y las súplicas, ella despliega todas sus armas de mujer para retenerlo. Suele resultarle fácil excitarlo. Normalmente le basta con una mirada, una sonrisa, un susurro.
—Una hora —promete él con voz enronquecida—. Espérame tan solo una hora y continuaremos donde lo estamos dejando. —Le desliza los dedos entre los muslos y sonríe excitado—. Justo donde lo estamos dejando.
Pero no es el tiempo de espera lo que a ella le preocupa, sino el lugar al que se dirige. Se ha percatado de sus movimientos en los últimos días, de sus visitas a locales poco recomendables. Y ha escuchado su última conversación telefónica. Sabe que se encontrará con Carmona para hacerle entrega de una mercancía. Sus esperanzas de haber estado vigilando al hombre equivocado se han desvanecido como humo entre niebla.
Aferrada a la almohada y conteniendo las lágrimas, le contempla ponerse la camisa y abrocharse los vaqueros con dedos raudos. En el último instante le puede la angustia. Se levanta y vuelve a abrazarle, a decirle que le ama, a suplicarle que no la deje sola.
Él la besa en la boca con apasionada codicia mientras desliza las manos hasta su trasero desnudo.
—Te amo —le susurra sin apartarse—. Eres toda mi vida y lo sabes. Pero hay algo que desconoces. —Ella contiene el aliento—. No sabes que mi vida fue miserable hasta que te conocí. Que tengo más recuerdos hermosos de estos meses a tu lado que de todo el resto de mi vida sin ti. Es la parte dolorosa de la que nunca hablo porque me juré que enterraría.
_____ deja escapar el aire, incapaz de discernir si lo que siente es alivio o decepción.
—No te creo. —Refugia el rostro en su pecho—. He visto cómo vives.
—No hace mucho que conseguí dinero suficiente para salir de la miseria en la que crecí. Y tampoco había conocido el amor de verdad hasta que tú llegaste. —La abraza con fuerza, le acaricia con los labios la delicada piel del cuello y le susurra junto al oído—: Te lo contaré todo cuando vuelva. Entonces comprenderás que no tengo vida sin ti; que si por alguna razón llegara a perderte tan solo querría morirme.
Pero esa explicación nunca llega. Unos minutos después, tras más besos y palabras apasionadas, él se aleja de su lado para no regresar.


El encuentro fue como había planeado, en un local atestado de gente, con música a todo volumen y una discreta salida trasera por si algo escapaba a su control y tenía que desaparecer con rapidez.
El corazón amenazaba con fundírsele en el pecho y un sabor amargo, como a hiel, le estalló en la boca cuando reconoció al tipo. Los años no le habían cambiado. Seguía siendo el mismo personaje discreto de aire bobalicón que pasaba desapercibido, pero que te congelaba la sangre si te miraba directamente a los ojos.
Se le desgarraron las entrañas cuando rozó el envoltorio. Era exactamente igual al que destruyó las vidas de Manu y la suya. Un kilo de cocaína en un compacto paquete de pocos centímetros.
Cuando salió de allí le sudaban las manos y le ardía el costado en el que lo llevaba oculto. Era el miedo que rezumaba por cada poro de su piel; el miedo a que de nuevo le pillaran con algo tan comprometido, más ahora que contaba con antecedentes penales. Tenía que deshacerse de él y tenía que hacerlo con rapidez.
No dejó pasar muchas horas. A la mañana siguiente, apenas despertó, preparó la mercancía para llevarla al destino que le había dispuesto.
Se puso su antiguo tabardo azul marino. Era holgado, con amplios bolsillos internos. Lo había usado Manu en varias ocasiones. Por eso no lo utilizaba. Si verlo era como clavarse puñales en el corazón, llevarlo encima constituía una agonía. Pero no le quedaba otra alternativa. Su cazadora de cuero no le servía para introducir la mercancía en la tienda con discreción.
Cuando llegó al comercio encontró a Lourdes con unos clientes. Extendía sobre el mostrador los primeros metros de una pieza de tela rayada y se detuvo un momento para dedicar a Joe una amplia y cariñosa sonrisa.
—_____ está en el despacho. La llamaré.
—¡No! —exclamó de inmediato—. Conozco el camino y no quiero molestar.
Ella volvió a sonreír, esta vez con aire de complicidad.
Una punzada de lástima rozó el corazón de Joe sin llegar a herirlo. Se habría sentido mejor si ella hubiera desconfiado o si hubiera insistido en que esperara fuera. Pero la incómoda sensación le duró el tiempo que tardó en pasar al almacén.
Debía actuar con celeridad para no ser descubierto. Hacía mucho que había escogido el sitio. Acercó la escalera de madera al ángulo del rincón. Sus guantes de cuero no le entorpecieron para abrir la cremallera de su tabardo y sacar el paquete. Lo había envuelto con la bolsa de plástico transparente en la que no había más huellas que las de _____. Ascendió los peldaños con rapidez y colocó la mercancía en la balda más alta, tras unos viejos rollos de papel pintado.
Descendió con la misma ligereza. Colocó la escalera en su lugar y sin detenerse un segundo caminó hacia el pequeño despacho.
Se detuvo ante la puerta para recuperar el aliento. Mientras lo hacía se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo. Un instante después golpeaba con los nudillos y entraba.
_____, sentada ante su mesa, reaccionó con torpeza al verlo. Se frotó los párpados y, con los ojos bajos, comenzó a mover papeles sin ningún sentido.
Se sintió violento. Tenía casi la seguridad de que la había encontrado llorando. Se acercó despacio mientras ella continuaba fingiendo poner un poco de orden. Arrastró la silla para alejarla del escritorio y se sentó con las piernas separadas y una actitud dominante e indagadora. Miró con insistencia hacia sus largas pestañas negras esperando a que las alzara para poder ver sus ojos grises y descubrir si en ellos brillaban las lágrimas.
—Últimamente vengo mucho —dijo con un punto de sarcasmo—. Espero no estar quitándole tiempo a tu trabajo.
—No —exclamó nerviosa—. Precisamente estaba mirando un catálogo de muebles. —Cogió el que tenía más cerca y lo abrió por una página al azar—. Estoy seleccionando los que pondremos en la casa de la playa cuando tú hayas terminado con las paredes.
—Estará en unos días —dijo, y esperó inútilmente a que ella alzara la vista.
Pensó en marcharse. No sabía qué decir para justificar su visita y ella no le estaba ayudando en absoluto. Se ponía en pie cuando la fotografía de una niña, al lado del teléfono, llamó su atención. Cogió el portarretratos tallado en madera y volvió a sentarse.
—Tsamoha —musitó mientras contemplaba sus grandes ojos negros y su piel del color del café tostado.
_____ alzó la cabeza. Lo encontró acariciando la foto y olvidó que se había propuesto ocultarle sus ojos enrojecidos.
—¡Está preciosa! —exclamó sonriendo con orgullo—. Ha crecido mucho. En las últimas fotos se la ve convertida en una hermosa mujercita.
¿Por qué lloraba?, se preguntó Joe. ¿Qué o quién la estaba haciendo sufrir? Tiempo atrás él hubiera partido el alma de cualquiera que hubiera osado entristecerla.
Abrumado, se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre sus rodillas. Durante unos instantes miró la imagen de la chiquilla de pelo ensortijado que sujetaba entre las manos.
_____ siempre había dicho que le gustaban los niños. En una ocasión le contó que por cada hijo propio que llegara a parir, adoptaría otro que no tuviera hogar. Se había sorprendido al escucharla. «¿Eso supone que si llegamos a tener unos... unos tres hijos, nos encontraremos con seis?» Ella había sonreído con picardía. «¿Te asusta?», preguntó. «No. Eso me estimula. Tengo el presentimiento de que vamos a tener una vida interesante», le había respondido, pleno de felicidad.
Osciló ligeramente la cabeza. Llevaba demasiado tiempo en silencio, rozando con los dedos la fotografía. Alzó la mirada hacia _____.
—¿Fuiste a conocerla?
—No. Aún no.
—Deberías haber ido —comentó dejando el retrato en la mesa y poniéndose en pie—. Era tu sueño y seguro que también era el sueño de esa niña.
—Lo haré. Probablemente este mismo verano.
Continuó mirándola durante breves pero interminables segundos, guardando silencio, y volvió a sentir un leve arañazo de lástima. Si las cosas salían como esperaba, todo lo que ella podría decidir, sobre cómo pasar sus vacaciones, sería en qué lado del patio prefería colocarse para que le diera un poco de sol. Y eso contando con que el lugar elegido no lo ocupara una reclusa más fuerte.
—Deberías haber hecho ese viaje —volvió a indicar antes de salir y cerrar tras de sí la puerta.


El bar estaba tan concurrido como cualquier otra noche de sábado. Joe, en un extremo de la barra, giraba con los dedos un vaso de whisky. Celebraba que esa misma mañana había colocado el paquete y que su anhelado desquite estaba en marcha.
La primera copa la había tomado de un trago, con una satisfacción rabiosa y violenta.
La segunda le apagó la euforia. La garganta comenzó a arderle y entreabrió los labios para tratar de aliviarla con su aliento. Entonces pensó que vengarse era su obligación, su necesidad, pero no se sentía orgulloso. Si lo analizaba bien, no había nada de lo que pudiera sentirse satisfecho.
La tercera le oscureció la mente, pero le mostró con claridad quién fue el primer responsable de sus desgracias. Quién había iniciado la cadena interminable de miserias en la que se estaba consumiendo su vida.
—Esta te la bebes despacio, Joe —le dijo en voz baja el camarero—, porque no pienso servirte ni una más. Los problemas no desaparecen con la bebida.
—¿Cuántas borracheras hay que coger para convertirse en un alcohólico? —preguntó al tiempo que se frotaba los párpados con gesto de cansancio.
—Si no estoy equivocado contigo, harían falta más de las que tú cogerás en toda tu vida —respondió, con las manos sobre la barra y mirándole con aprecio.
—No soy la buena persona que aparento —confesó Joe alzando los ojos.
—¡Anda, termina eso y vete a dormir! Cuéntale a Rodrigo el problema que te ha traído hoy aquí. Seguro que te ayuda mejor de lo que lo hará el whisky.
—La última —confirmó para tranquilizarle—. Esta va por el cobarde de mi padre. —Alzó el vaso con decisión—. Por el desgraciado que nos abandonó cuando más le necesitábamos. Espero que los remordimientos le persigan toda la eternidad al muy cabrón.
Un único trago consumió el líquido y selló el crispado brindis. Esta vez dejó que le hirviera la tráquea para compensar el dolor que el recuerdo de su padre infligía a su alma. No era fácil comprender que quien debió ampararles aun a costa de su propia vida les hubiera dañado tanto.
Dejó el vaso en el mostrador con un golpe seco y se levantó del taburete. Cerró los ojos al sentir un ligero mareo.
—¿Necesitas que alguien te acompañe?
—No. Estoy bien. —Se frotó la frente con los dedos tratando de recuperar el equilibrio—. Es la falta de costumbre, pero estoy bien.
La preocupada mirada del camarero le acompañó hasta la salida. Fuera, el aire nocturno contribuyó a despejarle un poco. Olía a humedad. En cuanto cesara el viento comenzarían a caer las primeras gotas.
Se encaminó hacia casa con paso lento y vacilante. No estaba borracho. Sabía lo que hacía, pero le costaba pensar con claridad. Además, llevaba el pecho saturado de angustia. Era como si le hubieran arrancado todos sus órganos y la cavidad completa se hubiera rellenado con ese destructivo sentimiento. Pero ¿angustia por qué? Si las cosas estaban saliendo como quería, ¿angustia por qué?


Los temores de Bego se aquietaron. Sus expectantes ojos negros brillaron y su rostro se iluminó con una indecisa sonrisa.
—¿Entonces está a punto de terminar esta pesadilla?
Joe la estrechó por la cintura y siguió caminando. No le quedaba mucho tiempo para acompañarla a casa, coger su coche y llegar a la cárcel antes de la hora límite.
—Yo no diría tanto. —Le besó con suavidad la frente—. Aún no pienso hacer esa llamada.
—¿Por qué no? —Intentó pararse, pero el paso firme de Joe no se lo permitió—. No te entiendo. ¿A qué vas a esperar?
—Ella acabó con lo que yo era, con lo que yo hacía. Me gusta la idea de que lo último que haga, antes de ir a prisión, sea devolverme algo de lo que me robó: mis dibujos, mis creaciones, el trabajo que me apasionaba —aminoró el ritmo de modo inconsciente—. Me lo debe y me lo voy a cobrar hasta el final.
—Tiene una socia —adujo con impaciencia—. No creo que las cosas en la tienda vayan a cambiar porque detengan a esa poli.
Él inspiró buscando otra excusa que hiciera comprensible su obstinación.
—No quiero correr ese riesgo. Si voy a pasarme la vida talando árboles y limpiando maleza, antes quiero hacer esto. Te juro que lo necesito.
—Y lo comprendo —se disculpó—. Perdóname. Es que sueño con el día en el que esa mujer desaparezca para siempre de nuestras vidas.
—Lo hará —afirmó con una sonrisa—. Pero si he esperado años, ¿qué importancia pueden tener unos días más, o unas semanas, incluso unos meses? La prisión te enseña a ser paciente, a esperar el momento preciso.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó, de nuevo ansiosa.
—Cuando haya terminado los diseños, cuando me hayan pagado por ellos. Entonces ella pasará a ser historia.
Tras despedirse, Joe recogió su coche y dio un absurdo rodeo con el único propósito de pasar por Deusto. Condujo despacio por la Rivera de Botica Vieja mirando hacia las ventanas que correspondían al piso de _____. Una de ellas estaba iluminada; la que daba a su dormitorio.
¿Estaría sola? ¿Estaría con el maldito comisario?
¡Malditos los dos!
Curvó los labios en un gesto amargo y pisó el acelerador. Sus emociones, a veces, se asemejaban un poco a los celos. No le extrañaba que sus dos mejores amigos hubieran llegado a dudar de lo que sentía. Pero él lo sabía bien. Su corazón estaba lleno de odio, de rencor, de ira, de resentimiento. Nada que ver con los irracionales celos que pudiera padecer un enamorado sin rendición. Aunque era consciente de que celos y odio compartían, a veces, el mismo doloroso y fiero resquemor.
Cuando terminaba de cruzar la ría y ascendía por el puente Euskalduna hacia el Sagrado Corazón, echó un último vistazo. Pero desde esa distancia no se apreciaba si la luz continuaba encendida. Solo entonces se llamó necio por haber sucumbido a la tentación de pasar bajo su casa aun sabiendo que no conseguiría verla.


_____ se había internado unos pocos pasos en esa habitación sencilla e impersonal, pero limpia y ordenada que olía a él; a él y a tabaco.
El recibimiento de hacía un instante la había dejado aturdida. Joe la había acogido con la áspera indiferencia de costumbre, y su compañero de piso, con una frialdad desconcertante que le había apagado la felicidad de descubrir que no era el hogar de Bego. Había esperado apenas un simple y educado saludo, pero nunca ese escueto y forzado «hola» sin que se molestara siquiera a mirarla.
Aún se preguntaba si ese había sido el motivo por el que Joe la había conducido con rapidez a su habitación, pero allí estaba, parada junto a él, sin atreverse a tomar la iniciativa de hablar.
Hasta que algo llamó poderosamente su atención.
En el amplio escritorio, una serie de grandes láminas, bien ordenadas unas sobre otras, ocupaban todo el espacio. Una hoja de papel fino, semitransparente, las cubría para evitar que nada, ni las minúsculas partículas de polvo, las ensuciara.
—¿Puedo? —preguntó con recelo.
—Claro —respondió sarcástico—. A eso has venido. —Y cuando la tuvo de espaldas la contempló sin ninguna cautela.
Se desenrolló con rapidez la bufanda, se sacó la correa del bolso y se quitó el abrigo. Con una precipitación que no se molestó en disimular, lo colocó todo sobre el respaldo de la silla y tomó asiento. Apartó con sumo cuidado la delicada protección y le impactó un llamativo ramaje verde y dorado que había sido trazado a contraluz y que llenaba toda la superficie del papel.
—¡Es magnífico! —exclamó con emoción—. Es... mágico. —Se volvió hacia él—. Parece que tuviera vida propia.
Joe la miró con sus grandes ojos castaños preguntándose por qué le había dicho que ya podía ver su trabajo. Se había dejado vencer por su absurda necesidad de verla, por la ansiedad que le causaba no encontrar motivos para volver a la tienda y pararse ante ella. Había desoído a la intuición, que le decía que le iba a resultar incómodo, y ahora comprobaba que contemplarla en su habitación, sentada en su silla y tocando sus cosas, le creaba un apretado nudo en el estómago y le comprimía el pecho obstruyéndole la respiración.
Unos golpecitos en la puerta le evitaron tener que responder. Antes que ninguno de los dos pudiera reaccionar, sonó la voz de Rodrigo diciendo, de modo escueto, que iba a salir y que regresaría tarde.
Un incómodo silencio empequeñeció la habitación. A Joe le pareció que la tenía más cerca cuando la observó tensarse.
—No le gusto a tu amigo —dijo ella tras unos segundos de indecisión.
—No se fía de ti —respondió con fingida indiferencia—. Teme que vuelvas a hacerme sufrir.
La frialdad de los ojos de Joe le encogió el corazón. Deseó decirle que jamás le causaría ningún dolor, que le amaba. Tragó y separó los labios para hablar, pero él la detuvo sin necesidad de ningún movimiento, de ningún gesto. Después abandonó la habitación dejándola sola.
Suspiró, abatida.
Hizo el esfuerzo de apartar la tristeza que le había causado y volvió su atención a los diseños. No tardó en sumergirse en trazos, colores y sensaciones hasta perder la noción del tiempo, y, a ratos, hasta la del lugar en el que se encontraba. Cuando miró su reloj se sobresaltó. Cogió sus cosas y salió al pasillo sin saber qué rumbo debía tomar. Una luz la condujo hasta el salón. Allí, Joe fumaba junto a la ventana contemplando la calle. Se volvió hacia ella sin ninguna emoción que se pudiera leer en su rostro.
—¿Qué opinas? —preguntó, y dio una profunda calada que fue la evidencia de toda la ansiedad con la que la había estado esperando.
—Son fantásticos —dijo con sinceridad—. En realidad no creo que existan palabras para definirlos con justicia. Son lo mejor que he visto en los años que llevo dedicada a la decoración.
—Gracias. —Expulsó el humo con alivio, sin dejar de mirarla—. Me agrada saberlo.
_____ sintió felicidad ante lo que le pareció emoción contenida de Joe.
—Te surgirán ofertas después de esto. —Dejó el abrigo en el sofá y, sobre él, el bolso y la bufanda—. Todos querrán tenerte como diseñador.
Joe soltó una risa corta y ofensiva.
—No suelo fantasear con castillos en el aire. Prefiero la realidad del día a día para no llevarme sorpresas. Los grandes planes de futuro siempre salen mal.
—Este no lo hará —insistió con dulzura—. Tienes un talento increíble.
—¿Y para qué sirve el talento si no es para sufrir una decepción tras otra? Yo lo sé muy bien —se respondió con acritud—. No he tenido una vida fácil. —_____, que comenzaba a bordear el sofá, se paralizó—. Y no me refiero a mis últimos malditos años —dijo con rabia—. Hablo de mi vida; de toda mi vida.
—Todos pasamos por problemas en algún momento —razonó conmovida—, pero no por eso hacemos...
—¡Qué sabrás tú lo que son los problemas! —increpó con desdén, tensando todos los músculos del rostro—. Seguro que fuiste una niña feliz a la que nunca le faltó nada. ¿Sabes lo que es un problema? —preguntó mirándola fijamente a los ojos—. Un problema es cuando tienes siete años y tu padre llega a casa con un bebé feo y arrugado y te dice que tu madre ha ido al cielo. —Comprimió los labios con rabia—. Un problema es cuando el puto niño no deja de llorar y tu padre tampoco. Cuando te dicen que tienes que quererlo porque es tu hermano, pero tú solo quieres odiarlo porque le consideras el culpable de todo. —Sus ojos enrojecieron de ira y la apuntó con el dedo—. Un problema es cuando rezas cada noche para que el maldito niño se muera y regrese tu madre. ¡Eso es un problema!
_____ enmudeció. ¡Qué podía decir ante un sufrimiento cuya magnitud no era capaz ni de imaginar! Le observó volverse de nuevo hacia la ventana y contemplar la calle, y dio por hecho que la estaba invitando a que se fuera.
—Creo que se está haciendo tarde y...
—Sí, vete —dijo furioso—. Vete, no sea que conocer una historia tan patética estropee tus bonitos sueños.
—Lo siento —murmuró a la vez que se quedaba sin aire.
—Yo también siento muchas cosas. —Se volvió con un gesto de amargura en la boca—. Las llevo todas encajadas aquí —afirmó golpeándose el pecho con rudeza.
Y una de ellas era haber aborrecido al desdichado bebé.
Se conmovió al recordar el instante en el que descubrió que los ojos castaños de Manu se parecían a los limpios y serenos de su madre. En aquel momento comprendió que aquel ser indefenso era un pedacito de ella, que quererlo era quererla a ella, que cuidar de él era como cuidar de ella.
Se llevó de nuevo el cigarro a la boca y entrecerró los párpados fingiendo que era el humo, y no la emoción, el que los había humedecido.
_____ desvió la mirada para no hacerle sentirse incómodo.
—No tuvo que ser fácil.
—¡Cómo iba a ser fácil! —exclamó crispado—. ¡Cómo iba a ser fácil si mi padre se convirtió en un condenado borracho al que tuve que cuidar igual que tuve que cuidar al ruidoso niño que detestaba!
Se volvió de nuevo hacia el cristal. Ella interpretó que lo hacía como defensa, para no mostrarle debilidad. Le observó deslizarse la mano por la cabeza, en su eterno gesto de apartarse su sedoso cabello café, y esperó unos interminables minutos a que volviera a hablar. Cuando se convenció de que no lo haría, recogió sus cosas y comenzó a caminar hacia la salida, esta vez sin despedirse.
—Y el muy cabrón nos abandonó —reveló Joe al oír sus pasos—. Se arrojó a las vías del tren desde el puente de Cantalojas. A unos pocos metros de casa. —Se volvió despacio y la vio junto a la puerta, abrazada a su abrigo, dispuesta a irse—. Entonces ya había malvendido nuestra casa y nos había llevado a un piso ruinoso en Las Cortes. Compartíamos calle, portal y escaleras con putas y yonquis. —_____ le miró sobrecogida—. Fue un desgraciado cobarde que decidió desaparecer sin que le importara la suerte que corriéramos.
La miró con expresión vacía. Tenía el pensamiento puesto en los años que les habían obligado a pasar en la casa social, en su obsesión por proteger a su hermano, en el dolor que le produjo abandonar el lugar dejándolo allí porque aún era un menor, en lo que le costó demostrar que podía cuidar de él con responsabilidad.
—Ahora lo entiendo todo —dijo en un susurro tenue.
Él se acercó, herido, apretando los dientes para controlar el dolor.
—Lo entiendes —masculló—. Sí; entiendes que necesitaba dinero para que mi hermano pudiera vivir en una verdadera casa, en un buen barrio. Pero no tienes ni idea de lo que hice para conseguirlo —dijo señalándola con la colilla humeante que sujetaba entre el pulgar y el corazón—. ¡Crees saberlo todo pero no tienes ni puta idea de nada!
—Cuéntamelo —rogó en un murmullo, con la esperanza de que ese fuera el comienzo de una sincera conversación en la que aclararan los errores del pasado.
—Ya es tarde para eso —aseguró bajando también él la voz—. Es cuatro años y medio tarde para eso.
La estaba culpando, y el frío glacial de sus ojos castaños le penetró hasta el alma.
Joe fue hacia la mesa. Aplastó lo que quedaba de cigarro en el cenicero lleno hasta los bordes, despacio, otorgando tiempo a que sus emociones se tranquilizaran. Cuando se irguió ella seguía inmóvil y con ojos brillantes, esperando a que él prosiguiera.
—Quería pedirte algo. —Cogió aliento sin desviar la mirada—. Todavía me queda por terminar algún boceto, pero me gustaría comenzar a pintar la habitación del ático. Necesitaré tres o cuatro días y de momento solo cuento con sábados y domingos. ¿Debo hablar con el señor Ayala?
—No será necesario —afirmó aún consternada—. Él me dejó un juego de llaves. Podemos... —Se detuvo al pensar que no aceptaría viajar en su compañía—. Podemos vernos allí, como la otra vez.
—Como la otra vez —repitió sin razonarlo siquiera. Su mente no había abandonado por completo a los seres que amaba y seguía echando de menos.
_____ se fue con una maraña de púas encajada en la garganta y otra en el corazón. Al fin conocía aquello que él prometió contarle pero el destino dejó pendiente. No había imaginado que su existencia hubiera sido tan dura, tan carente de felicidad, tan cargada de responsabilidad y de culpas. Ella había llegado a él cuando todo eso había pasado, cuando la vida le sonreía; cuando él mismo sonreía y disfrutaba más que nadie que ella hubiera conocido nunca. Y fue ella, que le amaba con toda su alma, quien acabó con todo lo que había conseguido para escapar de un pasado de sufrimiento.



















Chicas perdón por la tardanza, aquí les dejo dos capítulos (:
Natuu!
Natuu!


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