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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
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Nani Jonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
3
Durante casi una hora, Lourdes se paseó por el interior del escaparate de la tienda sin importarle que los transeúntes se quedaran mirando. No lucía aquel corte de pelo a lo garçon, teñido de rojo vivo, porque le gustara pasar desapercibida. Siempre decía que las mujeres disponen de diez minutos en la vida para estar jóvenes y hermosas. Después todo es decadencia. Por eso llevaba años alargando sus diez minutos de esplendor, tonteando con numerosos hombres pero sin comprometerse en firme con ninguno. Opinaba que para eso siempre le quedaría tiempo.
Cambiaban la decoración del escaparate una vez al mes. A ella le gustaba vaciarlo. Eso requería de una menor atención y, mientras lo retiraba todo y pasaba la aspiradora por la mullida moqueta beis, podía responder con una sonrisa a los guiños que los más atrevidos le dedicaban desde el otro lado del cristal.
—Algunos pervertidos deben de imaginar que están en el Barrio Rojo de Amsterdam —bromeó mientras daba un pequeño salto para llegar al suelo de madera de la tienda—. Aunque me han sonreído dos personajes deliciosos a los que les habría dado mi número de teléfono si me lo hubieran pedido.
—Eres incorregible —comentó _____ riendo—. ¿Nunca te quitas a los hombres de la cabeza?
—¡Claro que sí! —dijo con ironía al ponerse sus zapatos negros de altísimo tacón—. Creo recordar que lo hago de vez en cuando.
—Envidio esa capacidad que tienes para enamorarte y desenamorarte con tanta rapidez. —_____ introdujo piezas de tela con dibujos navideños en el escaparate.
—¿Y cuál de ellas te hace falta ahora? ¿La enamoradiza, para corresponder a ese morenazo de ojos ámbar que se muere por tus huesos, o la del olvido, para borrar de tu mente a algún canalla que te ha roto el corazón?
—En estos momentos no necesito ninguna de las dos. —Se quitó las botas de cuero y dejó a la vista sus calcetines morados con diminutos lunares amarillos—. Mi corazón está como debe estar. Hablaba de mi vida en general. En algunas ocasiones me habría venido bien ser como tú.
Lourdes la miró de reojo mientras sacaba al escaparate dos cajas rebosantes de espumillón dorado.
—Mientes muy mal. —Alzó los hombros con gesto inocente—. Y además creo que cada día mientes peor.
_____ meció la cabeza sin dejar claro si estaba o no de acuerdo con esa afirmación. Cogió unas tijeras y una caja de alfileres y subió a la tarima enmoquetada.
—¿Por qué no le dices que sí? —atacó de nuevo Lourdes—. ¡Pero si es perfecto! Con ese cuerpo de modelo de revista erótica, esos ojos de miel, ese...
—¡Quédatelo! —propuso _____ en tono jovial—. Si tanto te gusta, quédatelo. No me enfadaré, siempre que permitas que siga siendo mi amigo.
—¡Ni se me ocurriría intentarlo! —exclamó tras una carcajada—. Lleva años enamorado de ti. Hasta creo que sería capaz de hacer cualquier cosa, legal o ilegal, tan solo por agradarte.
—¡No seas loca! —aconsejó riendo—. Su trabajo es el de velar por que se cumpla la ley...
—... y sin embargo, él mismo se la saltaría por ti —apuntilló con satisfacción a la vez que dejaba, a los pies de su amiga, una pequeña escalera de tres peldaños.
La llegada de una joven pareja, que quería tapizar un sofá antiguo, terminó con la charla.
_____ se quedó sola, sacó las cintas doradas y se las colgó al cuello. Examinó el resto de los adornos navideños que quedaban al fondo, mientras su mente recordaba con cariño la constancia de Carlos.
Él no ocultaba sus sentimientos. Al contrario. Se le había declarado tantas veces que ya había perdido la cuenta. Ella, que solía rechazarle con cariño, le había llegado a decir que su corazón no tenía un mando donde programar de quién debía enamorarse, pero que si lo tuviera ya estaría amándole. Y él, incansable y fiel, continuaba estando a su lado ofreciéndole un hombro en el que apoyarse, haciéndola sentir segura, diciéndole frases tan dramáticas como que nadie la haría daño mientras él estuviera en este mundo. Era un buen amigo con el que había compartido muchos momentos importantes. El que estuviera enamorado de ella era un pequeño detalle que nunca le había causado problemas.
A pesar del frío y la lluvia que dominaban el exterior, _____ no tardó en entrar en calor, pues lo mismo se arrodillaba para afianzar con alfileres un extremo de hilo de pita a la moqueta del suelo, como ascendía a la pequeña escalera para sujetar la otra punta al techo. Después pegaba, en el casi inapreciable cordón, bolas de algodón que simulaban copos de nieve.
Se deshizo de la rebeca azul y dobló hasta los codos las mangas de su camisa blanca de lino. Pidió a Lourdes un trozo de cinta de bodoque con la que remataban los tapizados y se sujetó el pelo en una improvisada coleta alta.
Unos suaves golpecitos en el cristal la sobresaltaron, pero no se volvió. Dio por hecho que se trataba de algún curioso que se había cansado de verla de espaldas. Pero los toques se repitieron con más insistencia. Ella suspiró. Podía tratarse de algún cliente, una amiga, el propio Carlos. Giró la cabeza, despacio, hacia el punto del que procedían los sonidos. Se encontró con los rostros satisfechos de tres adolescentes incapaces de controlar sus hormonas. Les dedicó una sonrisa compasiva y volvió a centrarse en su tarea. Al contrario que Lourdes, ella prefería sentirse aislada del exterior. Le gustaba imaginar que trabajaba entre cuatro paredes opacas. De ese modo no tenía que preocuparse de si alguien se paraba a contemplarla.
Por eso, esa mañana, no intuyó que alguien lo hacía. Alguien que llevaba horas apostado frente a la tienda. Horas apoyado en una pared soportando la lluvia, semioculto por los árboles y los bancos de la calle peatonal. Horas enfundado en una cazadora de cuero y un gorro de lana que le cubría hasta las cejas. Horas observándola a través del humo de los cigarrillos que consumía con ansiedad mientras se preguntaba qué demonios hacía ella en esa tienda.
Fue un sábado largo para Joe. Largo, frío, húmedo. Había comenzado el día muy temprano, antes de que amaneciera. Desde los jardines junto a la ría, protegiéndose de la llovizna bajo los árboles más gruesos, había controlado las ventanas del segundo piso esperando a que se encendiera alguna luz. Después, la espera se eternizó mientras la lluvia arreciaba y llegaba el día.
Fue necesario que transcurrieran varias horas para verla salir del portal. Aterido y cansado, cobró fuerzas para perseguirla por las calles de Bilbao con la misma torpeza de la primera vez. Volvió a maldecir los semáforos mientras su gorro de lana embebía el agua que arrojaba un cielo gris e inmutable. La desastrosa cacería le condujo hasta la misma tienda de decoración de la calle Ercilla.
El hecho no cobró importancia hasta que la vio dentro del escaparate. Ascendía y descendía la pequeña escalera, se deshacía de su rebeca de lana mientras el frío a él le amorataba la piel, sembraba el reducido espacio con adornos de una Navidad que él aborrecía.
En realidad detestaba cualquier cosa que le recordara que una vez también él tuvo una familia. Ya no celebraba los cumpleaños, pero especialmente trataba de evadirse de esas fiestas en exceso hogareñas. Lo había conseguido durante los años de encierro. Allí dentro, la única diferencia había consistido en una cena ligeramente distinta a las del resto de las noches. Pero ahora volvía a estar en el mundo que engalanaba cada rincón de sus ciudades, cada árbol, cada ventana, cada comercio hasta hacer imposible ignorar que se vivían días especiales.
La actitud de _____ no era propia de un cliente que quería decorar su casa, razonó ante la descarada evidencia. Aunque hubiera decidido dejar su antiguo oficio, no entendía por qué hacía algo tan rotundamente opuesto al trabajo que ejercía cuando él entró en prisión. Aquel no le parecía un cambio lógico. Solo se le ocurría pensar que ella estuviera viviendo otra mentira, haciéndose pasar por quien no era para acechar a algún otro desgraciado.
Llegado el mediodía tenía entumecidos los pies y le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Tenerla tan cerca y poder contemplarla sin ningún inconveniente le provocaba conatos de ira que controlaba tensando los músculos.
No es fácil confiar en alguien ciegamente y descubrir que te traiciona.
No es sencillo haber amado a alguien con locura y pasar a odiarla con toda el alma.
Él se había precipitado del paraíso al infierno en un instante y después de cuatro años aún no lo había superado. Lo comprendió mientras la observaba moverse de un lado a otro. Mientras recordaba cuánto le había mentido. Mientras se lamentaba de todo lo que le había arrebatado.
De pronto reparó en que ella y la pelirroja estaban a punto de abandonar la tienda y toda la sangre se le agolpó en las sienes. Hacía rato que su empapado gorro de lana humedecía el interior de uno de sus bolsillos, junto a su estrujado paquete de cigarros. Pensó que, aun con el cabello corto, no había cambiado tanto como para que _____ no pudiera reconocerlo. Agachó la cabeza y les dio la espalda. Aparentó interesarse por los zapatos femeninos expuestos en el escaparate y fijó su atención en el reflejo del cristal.
La vio subirse el cuello de su abrigo negro, enrollarse la bufanda atrapando también su cabello y abrir el paraguas cubierto de mariposas. La escuchó reír. La había visto en dos miserables ocasiones y en las dos había escuchado aquel maldito tintineo. Era evidente que seguía siendo dichosa. Lo confirmó al seguirla por las calles siendo testigo de que su alegre risa no había sido casual. Ella era un día soleado que a él le había convertido en noche oscura. Ella era la luz pero a él le había condenado a vivir para siempre en las tinieblas.
Tras una caminata bajo la lluvia, la suerte le cambió en la calle Licenciado Poza. Chaparreaba con fuerza cuando ellas entraron en un restaurante, y él pudo refugiarse en la taberna de enfrente.
Antes de relajarse buscó una mesa desde la que pudiera verlas salir. Después pidió un bocadillo de atún, una cerveza y una cajetilla de tabaco. Se quitó la cazadora empapada y la extendió en el respaldo de una silla.
Comió con voracidad, sin apartar, más que breves instantes, la vista de la calle. La ansiedad no le permitió acabar la cerveza y encendió un pitillo mientras recordaba la noche anterior. La dulce y apasionada entrega de Bego, sus besos, sus abrazos, su voz entrecortada susurrando que le amaba; su propia explosión de gozo que convirtió en pedazos sus últimas dudas y también todos sus remordimientos.
La quería, y la quería de verdad. ¿A cuántas de las mujeres con las que se había acostado había querido?, se preguntó mientras aplastaba la colilla en un cenicero de cristal. A ninguna. Amar sí. Amar solamente a una. Y a esa la amó más que al aire que respiraba, más que a su propia vida. ¿Y para qué le había servido tanto sentimiento?
Consumió el cigarro con lentitud, con los ojos cerrados. Sonrió al recordar el rostro confundido de Rodrigo. Llegó dos horas después de que Bego se hubiera ido. Él le esperaba, dichoso, y le faltó tiempo para contarle que había iniciado, con su fiel amiga, una relación a la que ninguno de los dos sabía aún cómo definir. Los ojos de Rodrigo se humedecieron al escucharle y le abrazó con fuerza. Le felicitó por la estupenda mujer que ahora tenía al lado y le deseó la mayor de las suertes.
Apuró otro cigarrillo antes de ver aparecer a _____ y a la pelirroja. Se puso la cazadora con prisa y salió en su persecución, nuevamente bajo la lluvia, para acceder al mismo lugar de la calle Ercilla.
A las seis de la tarde seguía apostado frente a la tienda de decoración. Había anochecido, las farolas alumbraban la calle y una agradable luz amarillenta iluminaba el establecimiento. Cuando vio que _____ se ponía el abrigo y se despedía de su amiga, decidió que finalizaba su vigilancia. Tenía toda la información que necesitaba. Acecharla hasta que la suerte le abandonara y ella le reconociera carecía de sentido.
Esperó a que saliera. Le pareció más prudente ir detrás a pesar de que fueran a coincidir tan solo unos metros en la misma dirección. Muy pronto ella doblaría a su izquierda para dirigirse a Deusto. Él lo haría a su derecha, hacia la estación de Abando, donde tomaría un tren que le llevaría hasta Basauri.
Caminó tras ella guardando la debida distancia. Una distancia que no mantuvo durante demasiado tiempo porque, absorto en el cabello atrapado por la bufanda y protegido por el paraguas, no fue consciente de que aceleraba el paso hasta que le asaltó un suave perfume a azahar, que le entró por las fosas nasales invadiéndole el cerebro. Fue entonces cuando estalló la masa de sus recuerdos trasladándole a unas sábanas revueltas, a un cuerpo sudoroso abrazado al suyo, a esa fragancia que un día se quedó pegada para siempre a su piel. Entonces comprendió que estaba demasiado cerca, que con alargar el brazo ya podría tocarla, que si ella se volviera de pronto se encontrarían mirándose a los ojos desde una insignificante distancia.
Y, si lo hiciera, podría contemplar la sorpresa en su rostro y el miedo en sus ojos.
Se detuvo de inmediato. Se llevó la mano al pecho y trató de respirar despacio. Su corazón pulsaba con violencia, como si pretendiera destrozarse golpeándose contra el encierro que formaban sus costillas. Decidió no luchar. Se quedó parado en el centro de la calle mientras ella se alejaba. No volvería a verla. La mejor parte del plan era que no necesitaba tenerla cerca para destrozarle la vida. Al contrario de lo que ella hizo en el pasado, él no sentía la necesidad de contemplar su caída. Le bastaba con saber que ocurriría.
—¡Hasta nunca! —musitó entre dientes cuando la vio alcanzar la plaza Moyúa.
Para facilitarse la difícil tarea de ignorarla, bajó la cabeza y fijó los ojos en sus botas empapadas. Tenía los pies fríos y endurecidos como piedras y comenzaba a no sentir los dedos.
La puntiaguda varilla de un paraguas impactó en su frente a la vez que escuchaba un improperio. Se irguió para encararse con el majadero que necesitaba tanto espacio, pero advirtió algo que volvió a dejarlo inmóvil: _____ no había girado a su izquierda, sino a su derecha, hacia la Gran Vía en la que cientos de bombillas, de un azul eléctrico, vestían las ramas desnudas de cada uno de los enormes árboles. La sucesión ininterrumpida del ramaje formado por luces, a ambos lados de la calle, daba a la ciudad el aspecto de una espectacular y futurista estampa navideña.
Toda su fuerza de voluntad se doblegó. Un simple cambio de dirección bastó para que el corazón se le acelerara y su intención de no ir tras ella desapareciera. Era el destino, que volvía a jugar con él poniéndola en su camino, en su misma trayectoria. Y él no opuso resistencia a ese juego que ya una vez le destrozó.
Seguirla por esa calle, amplia y recta, una de las arterias peatonales más transitadas de Bilbao, no le resultó sencillo. El cansancio había hecho mella en su cuerpo. A veces se atrasaba y la perdía de vista. Entonces buscaba entre los paraguas abiertos uno en el que revolotearan mariposas bajo los destellos azules, y apretaba el paso hasta alcanzarla de nuevo. Se había propuesto seguirla y nada iba a impedir que lo hiciera. O al menos eso pensó hasta que la vio abandonar la Gran Vía por Astarloa, a la altura de la Diputación, en dirección a la plaza Zabalgune, la misma plaza a la que él se había jurado que no volvería jamás. De haber sabido ella que la perseguía, de haber querido ella ensañarse con su dolor, no hubiera sido tan precisa. Le había conducido a sus recuerdos, a los últimos, a los más dolorosos. A los que se empeñaba en esquivar porque no quería terminar de hundirse.
Se detuvo al inicio de la calle, con la mirada extraviada en los árboles de la plaza que quedaban al fondo, mientras la figura borrosa de _____ se perdía en la misma dirección. Cogió aliento y dudó si seguir adelante, hacia el dolor que pretendía dejar en el olvido y que le iba a destrozar el poco corazón que le quedaba. La última vez que estuvo allí encontró a Manu sentado en lo alto del respaldo de un banco, rodeado de chicos tan felices y despreocupados como él. Si avanzaba un poco lo vería. Estaba seguro de que lo vería bajo la lluvia, con su eterna y dulce cara de niño, en el lugar donde había pasado muchas de sus horas de asueto.
No fue consciente de que se movió. No advirtió en qué momento sus pasos le encaminaron hacia ese sitio preciso. Sin embargo, de pronto se encontró allí, contemplando el modo en el que se agitaban las ramas de los árboles bajo la luz de las farolas. Manu estaba, sí, pero no en la plaza, sino en su corazón, donde estaría siempre.
Se sentó sobre la superficie húmeda del banco. Apoyó los codos en sus rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Le llamó gritando su nombre sin que de su boca saliera palabra alguna, y dejó que su rostro se empapara con las gotas de lluvia que se deslizaban entre sus dedos. Inmóvil, con los ecos del pasado desgarrándole las entrañas, volvió a escuchar la frase más repetida por Manu en sus últimos años: «No te preocupes por mí, ya soy un hombre y sé cuidarme solo.» No supo cuánto tiempo estuvo allí culpándose, maldiciéndose. Le costó ponerse en pie. No por el cansancio de su cuerpo, sino por el agotamiento que soportaba su alma. Pero había decidido afrontar los recuerdos, todos los recuerdos sin excepción, sin cobardía. Ya estaba hundido en el infierno. Qué sentido tenía aferrarse para no descender un poco más, hasta ese lugar perdido en la razón, en el que había pretendido enterrar todo cuanto le hería.
Se frotó los párpados con los dedos empapados, como todo él. Sus ropas chorreaban y el frío le clavaba astillas de hielo en los huesos. Tras una última mirada a la plaza, tomó una gran bocanada de aire y se adentró en Colón de Larreátegui. Según caminaba alzó la vista hacia las ventanas de madera del que había sido su último hogar. Una gran parte de su vida la había pasado anhelando mudarse a un buen barrio, hasta que finalmente lo consiguió. Dispuso de dinero suficiente para pagar una renta elevada en el centro de Bilbao. Un lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.
De modo intuitivo avanzó hacia el último tramo de calle, el que transcurría junto a los Jardines de Albia y sus enormes y frondosos árboles. Reparó en que lo hacía cuando sus pies pisaron la suave y remojada capa de hojas que cubría la acera. Al otro lado de la calzada resplandecían las luces del café Iruña. Allí estaba el pequeño rincón que había tenido tanta importancia en su vida. La mesa al fondo, junto a la última cristalera. El lugar en el que había pasado muchas tardes observando a la gente y plasmándola en sus cuadernos de dibujo. El lugar que había hecho suyo mucho antes de que ella apareciera. El lugar que después se convirtió en el punto de encuentro de cada tarde de sábado donde, en vez de dibujar, hablaba, le cogía la mano, le miraba a los ojos, le decía que la amaba.
«Ya no es nada», se repitió según se acercaba al ventanal. «Ahora solo es una parte del café en la que otras parejas se jurarán un amor eterno que no cumplirán.» En su mente volvió a verla, en ese íntimo rincón, con una sonrisa que parecía hecha en el cielo pero que acabó siendo la puerta que le condujo al infierno. La inercia, la curiosidad, la necesidad de torturarse: no fue consciente del motivo que le hizo girar la cabeza hacia ese punto.
La sorpresa le paralizó. Una punzada gélida le atravesó la sien y le bloqueó el pensamiento. Solo podía mirarla como a una aparición, como a la imagen que estaba en su recuerdo. Apartó los ojos un momento y repitió, «no es real, no es real». Pero cuando volvió a mirar ella continuaba allí, rozando con los dedos el borde de una taza de café. Estaba en su mesa. En su rincón. En un espacio que le pertenecía a él. Siempre, pasara lo que pasase, le pertenecería.
Desconcertado, semioculto por uno de los coches aparcados junto a la acera, trató inútilmente de entenderlo. Que ella estuviera allí, precisamente una tarde de sábado, le parecía una crueldad del destino. Una absurda casualidad. Pero hacía tiempo que había dejado de creer en las casualidades, sobre todo las que tenían que ver con esa maldita mujer. En el pasado, ella había llamado casualidad a un encuentro perfectamente preparado, detalladamente urdido.
Apretó los dientes como si pretendiera desencajarse la mandíbula. Hacía días que se había asomado al abismo en el que permanecían la mayor parte de sus recuerdos, y esa tarde se había hundido en los que llegó a creer que podría evitar.
Sin previo aviso, por esa grieta en la memoria, irrumpió con fuerza el olor a pasado, a café recién hecho, a carboncillo tiñéndole los dedos... Y en un instante se encontró allí, de pie, junto a sí mismo, contemplando la escena como un espectador invisible.
Esboza sobre el papel la figura de una pareja de ancianos. A los modelos, más vivos que muchos de los jóvenes que conoce, los tiene enfrente. Se cogen las manos y se miran a los ojos mientras se les enfría el café en el interior de sus tazas.
Le gusta bosquejar dibujos que después, con más tiempo, perfecciona en casa. Lo hace los sábados por la tarde, cuando descansa de su apasionante trabajo en la agencia de diseño y busca inspiración en situaciones cotidianas, en personajes que con sus actos más simples le cuentan pequeñas y grandes historias.
Repasa con el carboncillo los ojos grises y cálidos del hombre, y levanta los suyos para apreciar si ha captado el parecido. Pero algo se interpone entre él y los ancianos. El corazón le da un vuelco y el estómago se le comprime. Es la mujer que conoció seis noches atrás. La que deseaba volver a ver pero no sabía cómo ni dónde.
—Te lo dije —es el saludo al que ella acompaña con una deliciosa sonrisa—. El destino era el encargado de decidir si teníamos que volver a vernos.
Joe se queda sin habla. Lleva seis noches soñando con ella y seis días con su instinto bien despierto tratando de identificarla entre los rostros sin nombre que pasan por su lado.
—¡Dios! —exclama sonriendo como un tonto—. ¡No me digas que esta es una casualidad!
—No lo sé —responde con coquetería mientras toma asiento—. Dímelo tú. Yo he quedado con una amiga que al parecer me ha dado plantón —arruga con gracia la nariz—. ¿Tú qué haces aquí?
Está nerviosa. O al menos es lo que Joe cree percibir. No le extraña. Las chicas suelen perder el sentido por él. La novedad es que a él le tiemble la voz, y las manos, y el corazón. Lo extraño y excitante es que a él le falte el aire cuando la mira.
—Lo primero, transmite mi agradecimiento a esa amiga —dice en tono seductor, y traga porque se le reseca la boca—. Y lo que hago aquí es simple. Vengo los sábados. Sin haber quedado con nadie.
Las últimas palabras las susurra mientras se inclina sobre la mesa para tenerla más cerca. No puede creer que esté ahí. Quiere que le invada su olor, que le lleguen sus suspiros, que le embriague el sonido de su risa. Quiere llenarse de ella porque no sabe cuánto tiempo tardará en volver a hacerlo. Se niega a pensar que ese momento pueda retrasarse hasta no llegar nunca.
Hablan sobre la providencia, sobre el destino, sobre los dibujos. Y lo hacen mientras se sonríen y coquetean abiertamente. Joe trata de conseguir un número de teléfono al que llamarla. Algo, cualquier cosa que le asegure que volverá a verla una tercera vez, pero únicamente obtiene de ella la promesa de que estará allí el sábado siguiente. Es mucho más de lo que espera. La noche que la conoció tan solo se llevó su nombre y la duda de si el destino querría volver a unirlos. Ahora se siente dichoso porque cuando se encuentre de nuevo con esa mujer será porque ella ha aceptado y no porque vaya a quererlo de nuevo la casualidad.
—¡Casualidad! —gritó sin darse cuenta de que lo hacía—. ¿Cómo pude ser tan estúpido al creer que me encontró por casualidad?
Dos chicas que se acercaban, protegidas por un mismo paraguas, cuchichearon entre ellas y cambiaron de acera para no pasar junto a él. No tenía buen aspecto, allí, con las manos apoyadas en un coche y soportando el aguacero. La luz de una farola iluminaba su cabeza casi rapada, sus ropas empapadas, sus hombros hundidos. Y, además, hablaba consigo mismo. No. No tenía buen aspecto, y él lo sabía. ¿Pero qué aspecto podía tener cuando cada recuerdo le atravesaba el corazón, de parte a parte, con la frialdad de un puñal? ¿Qué aspecto podía tener cuando la culpable de su infortunio estaba frente a él, en el último lugar en el que pensó encontrarla?
Volvió a mirarla. Ella giraba la taza sobre el plato, en actitud pensativa. Era la imagen de la dulzura, de la calma, de la ternura: una delicada e inofensiva mujer.
—¡Inofensiva mujer...! —dijo enderezando la espalda en un absurdo y vano ataque de orgullo—. ¡Cruel, mentirosa! —musitó sin despegar apenas los labios—. ¡Maldita, maldita, maldita! —clamó después con un gemido herido.
Cuando no pudo más, cuando la extenuación amenazó con derrumbarle sobre las hojas empapadas de la acera, reunió un poco de vigor y retrocedió unos pasos. Aún la contempló un instante mientras se juraba que esa sí era la última vez. La última. Verla le avivaba los recuerdos y le recrudecía el dolor que siempre llevaba consigo. Ya estaba cansado de sufrir, pensó introduciendo las manos en los bolsillos, para conducir su cansado espíritu hacia la estación de Abando.
Ya en el tren, ocupó un asiento al final del vagón, de cara a la pared para abstraerse de las miradas curiosas. Juntó los dedos y los aprisionó entre sus piernas. No podía dejar de temblar, pero no a causa de la humedad que le traspasaba el cuerpo ni del frío que le hería las manos y le entumecía los pies. Aquellos temblores incontrolados le brotaban de las llagas de su corazón.
A través del cristal de la ventanilla siguió, con mirada ausente, los movimientos de una pareja que paseaba por el andén al abrigo de la lluvia. Sabía lo que sentían cuando se tomaban de las manos o se miraban a los ojos; y sabía lo que sentirían después, cuando descubrieran que el amor es una mentira embriagadora, intensa y breve. Lo sabía porque hacía mucho tiempo, casi en otra vida, él sintió lo mismo.
Justo en ese instante, _____ miraba las gotas que se estrellaban contra otro cristal: el del taxi que la conducía a casa. Joe se hubiera sorprendido de haber podido verla. No era la persona dichosa que sonreía siempre. Era la mujer triste que cada tarde de sábado salía del Iruña tan cargada de añoranzas que hasta le costaba caminar. Era la que, en ese momento en el que a él le lloraba sangre el corazón, seguía la dirección cambiante de las gotas de lluvia con la sensación de que eran lágrimas con las que el cielo desahogaba su desconsuelo.
El humo del cigarro se estrellaba contra el cristal, se esparcía como niebla pegada a un valle y volvía después hacia su rostro, como un bumerán intangible. Estaba oscureciendo. La iluminación artificial que comenzaba a llenar la calle se filtraba por la ventana para destacar de entre las sombras sus extraviados ojos castaños. Estaba envuelto por la penumbra del salón en el que iba a pasar esa noche de domingo. Necesitaba pensar. Llevaba años sin hacer otra cosa y a pesar de eso tenía la urgente necesidad de continuar haciéndolo.
—¿Cómo la conociste?
La voz pausada de Rodrigo emergió a su espalda, desde la oscuridad. Estaba sentado en el sofá floreado, ante un botellín de cerveza vacío. Habían devorado la tarde mientras hablaban y ninguno de los dos se había molestado en caminar hasta la puerta para pulsar el interruptor de la luz.
Joe no se movió. Continuó mirando hacia el exterior como si no hubiera escuchado la pregunta.
—Fue la noche de un sábado —dijo de pronto—. En un bar de copas que frecuentábamos. —Sacudió el cigarro sobre el cenicero, que sujetaba con su mano izquierda—. Yo hablaba con mis amigos y recuerdo que abrazaba por la cintura a una chica con la que tenía planeado recibir el amanecer. —Guardó silencio un instante mientras volvía a verla con su larga melena castaña y su expresión dulce, apoyada al final de la barra—. Cuando la vi fue como... —Alzó los hombros y los dejó caer impotente al no encontrar la palabra que buscaba—. ¿No te ha ocurrido nunca eso de... eso de ver a alguien y pensar «Es ella, la mujer con la que quiero compartir el resto de mi vida»?
—Sí. Una vez —confesó a media voz.
—Pues eso me sucedió a mí en el instante en que la descubrí —confesó también Joe—. Ya no pude apartar mis ojos de ella. Después de contemplarla unos minutos, solté a la chica, dejé a mis amigos con la palabra en la boca y fui a su encuentro. —Se aclaró la voz al notar un nudo en la garganta—. De cerca era aún más hermosa. Me deslumbraron sus asombrosos ojos grises que me recordaron al titanio del Guggen cuando le da la luz del sol. —Chasqueó los labios con un gesto de contrariedad—. Debí sospechar que su corazón era de la misma materia insensible, pero, mirándola como la miré, perdí la capacidad de razonar.
—Eso es algo que si una mujer se propone puede conseguir sin demasiados problemas —opinó Rodrigo para hacerle sentir mejor.
—No me había ocurrido nunca. —Se pasó los dedos por la cabeza mientras se insuflaba aire—. Me enamoré de una mentira. Fingió ser quien no era y juré amor eterno a alguien que nunca ha existido.
Inspiró de nuevo el pitillo, con la vista clavada en el edificio rosáceo que quedaba enfrente. Le costaba hablar de ella. Cada palabra que salía de su boca lo hacía después de haberle destrozado por dentro, desde las entrañas hasta el corazón.
—Charlamos durante horas —consiguió decir al fin—. Te juro que parecía disfrutar de mi compañía tanto como yo de la suya. Pero, aparte de su nombre, no me dio nada. Ni su dirección ni su teléfono ni una simple cita. Le indiqué que si ese era el modo con el que quería captar mi interés, no necesitaba hacerlo.
Se crispó al volver a escuchar su risa. Había surgido, clara y temblorosa, cuando él le juró que tenía toda su atención y hasta su vida si se la pedía. Se había quedado embobado oyéndola reír y había tratado de besarla en los labios. La sintió suspirar mientras se apartaba para evitar que la rozara y le pareció tan nerviosa y emocionada como lo estaba él.
—Me soltó eso tan bonito de que el destino decidiría si volveríamos a vernos y desapareció —dijo con despecho.
—Debió haber añadido que el destino era ella —opinó Rodrigo inmóvil en la penumbra.
—Me manejó a su antojo desde la primera vez. Sabía dónde encontrarme: el bar de copas, el café de las tardes de los sábados. ¡Pero cómo pude ser tan necio! —exclamó con impotencia.
—Te enamoraste. El amor nos vuelve ciegos y estúpidos. El problema es que te enamoraste de una zorra. —Lo dijo con la misma rabia con la que se levantó—. Lo que no entiendo es qué hacía ayer en el Iruña. ¿No tiene más sitios en los que tomarse un puto café?
—No hay ninguna lógica para eso —dijo con pesar. Se volvió despacio, dejó el cenicero sobre el radiador y aplastó en él la colilla.
—Sea lo que sea, se acabó —sentenció Rodrigo según recogía de la mesa el botellín vacío—. Nos trae sin cuidado lo que esa tipa haga con sus tardes. Ya tienes la información que necesitas; no precisas acercarte más a ella. Y si sigues estando seguro...
—¡Claro que lo estoy! —exclamó con presteza.
—Entonces hazlo ya, acaba cuanto antes. Sabes que estoy contigo para lo que sea — Joe asintió y él miró su reloj de muñeca—. ¿De verdad no quieres acompañarme para despejarte un poco? Lo pasaríamos bien.
—Hoy no tengo la cabeza para fiestas. —La movió hacia los lados como si eso diera consistencia a su disculpa—. He estado pensando... creo que debería ver a Sergio. Se lo debo —Rodrigo le interrogó con la mirada—, a Manu; le debo el interesarme por ese chico —aclaró. Se acercó de nuevo a la ventana y hundió las manos en los bolsillos de sus vaqueros—. Era como un hermano para él. Siempre estaban juntos, siempre, excepto esa maldita tarde.
Al quedarse a solas, Joe continuó con la luz apagada. No le hacía falta. La oscuridad seguía siendo su aliada cuando quería perderse en recuerdos y, desde la tarde anterior, la necesidad de recordar le asediaba con más intensidad que nunca.
La llama del mechero rasgó la penumbra del salón, iluminó por un instante su rostro y prendió el cigarrillo. Después volvieron a dominar las sombras. Solo la brasa candente del pitillo se avivaba cada pocos segundos, cuando él inspiraba en busca de esa nicotina que pudiera adormecerle el cerebro. Mientras lo hacía, le asaltaron las imágenes de otra tarde de sábado, en esa mesa junto a la cristalera, al lado de esa mujer.
Tiene prisa y aun así retrasa el momento de irse. Hace rato que ha vuelto boca abajo la taza vacía de _____. Ella le había mirado con curiosidad al verle girarla, pero él no le dejó preguntar.
Le coge las manos y le pide, como tantas otras veces, que se vean al día siguiente y al otro. Pero también ella insiste en su actitud de siempre y le recuerda que el pacto es que se vean los sábados. Así, sin más razones. Son sus normas y él las acata o no vuelve a verla. Y las acata, ¡por supuesto que las acata! Cómo no hacerlo, si ya la vida se le ha dividido en dos partes bien diferenciadas: la del tiempo que es feliz junto a ella y la de los días interminables en los que únicamente sueña con volverla a ver.
Mientras hablan, él vuelve a su posición la taza y observa el interior en busca de formas. Se toma tiempo a pesar de no tenerlo. Siente sobre sí la mirada curiosa y divertida de _____ y eso le provoca un agradable cosquilleo en el pecho. Cuando no puede esperar más se pone en pie, mira los expectantes ojos color titanio y el hormigueo se hace tan intenso que por un instante se queda sin aliento.
—Tápate bien al salir —aconseja tras coger aire con prisa—. La noche está fría. Sobre todo cubre bien esa preciosa garganta.
—Pero... ¿cómo sabes que...? —comienza a preguntar ella.
—Y toma té con miel y unas gotas de limón antes de acostarte —continúa diciendo mientras se pone la cazadora—. Mi abuela aseguraba que es un buen remedio.
Joe le roza con su índice la punta de la nariz. Hubiera preferido despedirse con un beso, pero aún no tiene permiso para hacerlo. Ella se ha apartado en todas las ocasiones en las que él se ha acercado demasiado a sus labios.
—¿Pero cómo has sabido...? —insiste ella con suavidad—. Yo no te he dicho...
—Cuídate tan bien como yo te cuidaría si me dejaras hacerlo —pide, con la más tierna de las sonrisas, a la vez que comienza a alejarse.
El sonido del timbre le devolvió de un golpe al presente, pero no acudió a abrir. Necesitaba tiempo para recuperarse. Apoyó la frente en la pared del salón, junto a la ventana, y se frotó el ardor que sentía en los ojos.
Rodrigo tenía razón. Debía terminar cuanto antes con aquella historia y enterrarla definitivamente. Solo así dejaría de hacerse daño de una vez para siempre.
La llamada se repitió con insistencia y él se irguió. Se pasó las manos por el rostro y se dirigió hacia la entrada. Antes de abandonar el salón aplastó el cigarro y encendió la luz.
Sintió alivio al abrir la puerta y encontrarse con la mirada amorosa y retraída de Bego. No le importó que pudiera captar su fragilidad de ese momento. Cómo iba a importarle, después de haber yacido desnudo junto a ella; después de que le hubiera pedido que tuviera paciencia con él, pues tras cuatro años sin estar con una mujer no sería un buen amante, al menos no las primeras veces. Tras haberle confesado que dudaba de su hombría, no existía ninguna debilidad que no pudiera compartir con ella.
Fue Bego quien no le contó que llevaba dos días esperando su llamada. Dos días sin despegarse de su teléfono móvil, incluso mientras se ocupó de traducir las conversaciones entre un industrial de Getxo y dos empresarios japoneses. Los mismos días que habían transcurrido desde que la felicidad de haber estado entre sus brazos la había elevado al cielo. Desde que sus manos de hombre le habían recorrido la piel y su voz susurrando «te quiero» le había acariciado el corazón. Dos días en los que a ratos le había asaltado la duda de si él habría cambiado de opinión y ya no querría tenerla a su lado.
Ella se internó dos pasos en la entrada mientras Joe cerraba la puerta. La luz que llegaba del salón le bastó para percibir la tortura en la que estaban sumidos los amados ojos castaños. Tuvo miedo de que el motivo no fuera únicamente Manu o su crudo sentimiento de culpa. Tuvo miedo de que aún pensara en aquella mujer a la que ella odió desde el primer instante que la tuvo enfrente. Quería creer que él no la recordaba ni siquiera para maldecirla.
Contuvo el deseo de rozarle la mejilla con los dedos. No estaba segura de que él deseara que lo hiciera.
—Te he echado de menos —musitó mientras con manos temblorosas se soltaba los botones del abrigo—. Siento frío cuando no me abrazas.
Joe la estrechó contra su cuerpo y hundió el rostro en su cabello negro. Era él quien sentía frío a todas horas, él quien se encontraba perdido, él quien más necesitaba.
—Ya no estás solo —volvió a susurrarle Bego junto al oído, y a él se le erizó la piel—. Nunca estás solo, porque yo constantemente pienso en ti. Y te quiero. —Le rozó con los labios el lóbulo de la oreja—. Siempre he creído que cuando estás en el pensamiento y en el corazón de alguien, y lo sabes, no puedes estar solo.
Los ojos volvieron a arderle a Joe, esta vez de dicha: una dicha velada. Él tenía dos soledades que le estaban matando. La física y la que llevaba incrustada en el corazón. Entendía que Bego no podría librarle de las dos, pero el simple hecho de escuchárselo decir le concedía un poco de paz.
—Gracias por estar a mi lado a pesar de que... a pesar de que yo casi siempre esté lejos —musitó sin apartarse.
—Te amo. —Bego casi suspiró esas dos palabras mágicas que explicaban toda su devoción.
No esperaba que Joe se las repitiera. Sabía que no lo haría mientras no las sintiera y que correspondería a su amor rodeándola de cariño y ofreciéndole sinceridad. De momento, eso le bastaba.
Pero tampoco había esperado, y ocurrió, que él reaccionara a su declaración arrancándole el abrigo. Ni que la agarrara por la cintura y la alzara hasta sus caderas para que ella pudiera abrazarlas con sus piernas. Ni que se lanzara a devorarle la boca mientras la llevaba por el pasillo hacia su habitación o que la dejara sin aliento en cuatro segundos. No había esperado que cada pocos pasos se detuviera para sujetarla entre la pared y su cuerpo, y poder así acariciarla bajo el vestido con manos ansiosas. Ni que la mirara con ojos enfebrecidos cada vez que volvía a encerrarla entre sus brazos para avanzar otro tramo. Había esperado, como mucho, que se entregara con la pasión indecisa de la primera vez. Solo en sus sueños la había amado él con esa necesidad desesperada, con esa urgencia de amante insaciable.
No sabía si esa era la reacción lógica a un segundo encuentro en el que se sentía más seguro o el modo en el que buscaba evadirse del dolor y los recuerdos. Pero poco importaba, pensó mientras se abandonaba a él y a todo cuanto quisiera hacerle esa noche. Poco o nada importaba cuando hasta sus deseos más secretos comenzaban a cumplirse.
Julieta, poco a poco se ira sabiendo que fue lo que ocurrio, no te desesperes jajaja
Aunque debo admitir que yo tambien estaba igual cuando la leí xD
Natuu!!
Cambiaban la decoración del escaparate una vez al mes. A ella le gustaba vaciarlo. Eso requería de una menor atención y, mientras lo retiraba todo y pasaba la aspiradora por la mullida moqueta beis, podía responder con una sonrisa a los guiños que los más atrevidos le dedicaban desde el otro lado del cristal.
—Algunos pervertidos deben de imaginar que están en el Barrio Rojo de Amsterdam —bromeó mientras daba un pequeño salto para llegar al suelo de madera de la tienda—. Aunque me han sonreído dos personajes deliciosos a los que les habría dado mi número de teléfono si me lo hubieran pedido.
—Eres incorregible —comentó _____ riendo—. ¿Nunca te quitas a los hombres de la cabeza?
—¡Claro que sí! —dijo con ironía al ponerse sus zapatos negros de altísimo tacón—. Creo recordar que lo hago de vez en cuando.
—Envidio esa capacidad que tienes para enamorarte y desenamorarte con tanta rapidez. —_____ introdujo piezas de tela con dibujos navideños en el escaparate.
—¿Y cuál de ellas te hace falta ahora? ¿La enamoradiza, para corresponder a ese morenazo de ojos ámbar que se muere por tus huesos, o la del olvido, para borrar de tu mente a algún canalla que te ha roto el corazón?
—En estos momentos no necesito ninguna de las dos. —Se quitó las botas de cuero y dejó a la vista sus calcetines morados con diminutos lunares amarillos—. Mi corazón está como debe estar. Hablaba de mi vida en general. En algunas ocasiones me habría venido bien ser como tú.
Lourdes la miró de reojo mientras sacaba al escaparate dos cajas rebosantes de espumillón dorado.
—Mientes muy mal. —Alzó los hombros con gesto inocente—. Y además creo que cada día mientes peor.
_____ meció la cabeza sin dejar claro si estaba o no de acuerdo con esa afirmación. Cogió unas tijeras y una caja de alfileres y subió a la tarima enmoquetada.
—¿Por qué no le dices que sí? —atacó de nuevo Lourdes—. ¡Pero si es perfecto! Con ese cuerpo de modelo de revista erótica, esos ojos de miel, ese...
—¡Quédatelo! —propuso _____ en tono jovial—. Si tanto te gusta, quédatelo. No me enfadaré, siempre que permitas que siga siendo mi amigo.
—¡Ni se me ocurriría intentarlo! —exclamó tras una carcajada—. Lleva años enamorado de ti. Hasta creo que sería capaz de hacer cualquier cosa, legal o ilegal, tan solo por agradarte.
—¡No seas loca! —aconsejó riendo—. Su trabajo es el de velar por que se cumpla la ley...
—... y sin embargo, él mismo se la saltaría por ti —apuntilló con satisfacción a la vez que dejaba, a los pies de su amiga, una pequeña escalera de tres peldaños.
La llegada de una joven pareja, que quería tapizar un sofá antiguo, terminó con la charla.
_____ se quedó sola, sacó las cintas doradas y se las colgó al cuello. Examinó el resto de los adornos navideños que quedaban al fondo, mientras su mente recordaba con cariño la constancia de Carlos.
Él no ocultaba sus sentimientos. Al contrario. Se le había declarado tantas veces que ya había perdido la cuenta. Ella, que solía rechazarle con cariño, le había llegado a decir que su corazón no tenía un mando donde programar de quién debía enamorarse, pero que si lo tuviera ya estaría amándole. Y él, incansable y fiel, continuaba estando a su lado ofreciéndole un hombro en el que apoyarse, haciéndola sentir segura, diciéndole frases tan dramáticas como que nadie la haría daño mientras él estuviera en este mundo. Era un buen amigo con el que había compartido muchos momentos importantes. El que estuviera enamorado de ella era un pequeño detalle que nunca le había causado problemas.
A pesar del frío y la lluvia que dominaban el exterior, _____ no tardó en entrar en calor, pues lo mismo se arrodillaba para afianzar con alfileres un extremo de hilo de pita a la moqueta del suelo, como ascendía a la pequeña escalera para sujetar la otra punta al techo. Después pegaba, en el casi inapreciable cordón, bolas de algodón que simulaban copos de nieve.
Se deshizo de la rebeca azul y dobló hasta los codos las mangas de su camisa blanca de lino. Pidió a Lourdes un trozo de cinta de bodoque con la que remataban los tapizados y se sujetó el pelo en una improvisada coleta alta.
Unos suaves golpecitos en el cristal la sobresaltaron, pero no se volvió. Dio por hecho que se trataba de algún curioso que se había cansado de verla de espaldas. Pero los toques se repitieron con más insistencia. Ella suspiró. Podía tratarse de algún cliente, una amiga, el propio Carlos. Giró la cabeza, despacio, hacia el punto del que procedían los sonidos. Se encontró con los rostros satisfechos de tres adolescentes incapaces de controlar sus hormonas. Les dedicó una sonrisa compasiva y volvió a centrarse en su tarea. Al contrario que Lourdes, ella prefería sentirse aislada del exterior. Le gustaba imaginar que trabajaba entre cuatro paredes opacas. De ese modo no tenía que preocuparse de si alguien se paraba a contemplarla.
Por eso, esa mañana, no intuyó que alguien lo hacía. Alguien que llevaba horas apostado frente a la tienda. Horas apoyado en una pared soportando la lluvia, semioculto por los árboles y los bancos de la calle peatonal. Horas enfundado en una cazadora de cuero y un gorro de lana que le cubría hasta las cejas. Horas observándola a través del humo de los cigarrillos que consumía con ansiedad mientras se preguntaba qué demonios hacía ella en esa tienda.
Fue un sábado largo para Joe. Largo, frío, húmedo. Había comenzado el día muy temprano, antes de que amaneciera. Desde los jardines junto a la ría, protegiéndose de la llovizna bajo los árboles más gruesos, había controlado las ventanas del segundo piso esperando a que se encendiera alguna luz. Después, la espera se eternizó mientras la lluvia arreciaba y llegaba el día.
Fue necesario que transcurrieran varias horas para verla salir del portal. Aterido y cansado, cobró fuerzas para perseguirla por las calles de Bilbao con la misma torpeza de la primera vez. Volvió a maldecir los semáforos mientras su gorro de lana embebía el agua que arrojaba un cielo gris e inmutable. La desastrosa cacería le condujo hasta la misma tienda de decoración de la calle Ercilla.
El hecho no cobró importancia hasta que la vio dentro del escaparate. Ascendía y descendía la pequeña escalera, se deshacía de su rebeca de lana mientras el frío a él le amorataba la piel, sembraba el reducido espacio con adornos de una Navidad que él aborrecía.
En realidad detestaba cualquier cosa que le recordara que una vez también él tuvo una familia. Ya no celebraba los cumpleaños, pero especialmente trataba de evadirse de esas fiestas en exceso hogareñas. Lo había conseguido durante los años de encierro. Allí dentro, la única diferencia había consistido en una cena ligeramente distinta a las del resto de las noches. Pero ahora volvía a estar en el mundo que engalanaba cada rincón de sus ciudades, cada árbol, cada ventana, cada comercio hasta hacer imposible ignorar que se vivían días especiales.
La actitud de _____ no era propia de un cliente que quería decorar su casa, razonó ante la descarada evidencia. Aunque hubiera decidido dejar su antiguo oficio, no entendía por qué hacía algo tan rotundamente opuesto al trabajo que ejercía cuando él entró en prisión. Aquel no le parecía un cambio lógico. Solo se le ocurría pensar que ella estuviera viviendo otra mentira, haciéndose pasar por quien no era para acechar a algún otro desgraciado.
Llegado el mediodía tenía entumecidos los pies y le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Tenerla tan cerca y poder contemplarla sin ningún inconveniente le provocaba conatos de ira que controlaba tensando los músculos.
No es fácil confiar en alguien ciegamente y descubrir que te traiciona.
No es sencillo haber amado a alguien con locura y pasar a odiarla con toda el alma.
Él se había precipitado del paraíso al infierno en un instante y después de cuatro años aún no lo había superado. Lo comprendió mientras la observaba moverse de un lado a otro. Mientras recordaba cuánto le había mentido. Mientras se lamentaba de todo lo que le había arrebatado.
De pronto reparó en que ella y la pelirroja estaban a punto de abandonar la tienda y toda la sangre se le agolpó en las sienes. Hacía rato que su empapado gorro de lana humedecía el interior de uno de sus bolsillos, junto a su estrujado paquete de cigarros. Pensó que, aun con el cabello corto, no había cambiado tanto como para que _____ no pudiera reconocerlo. Agachó la cabeza y les dio la espalda. Aparentó interesarse por los zapatos femeninos expuestos en el escaparate y fijó su atención en el reflejo del cristal.
La vio subirse el cuello de su abrigo negro, enrollarse la bufanda atrapando también su cabello y abrir el paraguas cubierto de mariposas. La escuchó reír. La había visto en dos miserables ocasiones y en las dos había escuchado aquel maldito tintineo. Era evidente que seguía siendo dichosa. Lo confirmó al seguirla por las calles siendo testigo de que su alegre risa no había sido casual. Ella era un día soleado que a él le había convertido en noche oscura. Ella era la luz pero a él le había condenado a vivir para siempre en las tinieblas.
Tras una caminata bajo la lluvia, la suerte le cambió en la calle Licenciado Poza. Chaparreaba con fuerza cuando ellas entraron en un restaurante, y él pudo refugiarse en la taberna de enfrente.
Antes de relajarse buscó una mesa desde la que pudiera verlas salir. Después pidió un bocadillo de atún, una cerveza y una cajetilla de tabaco. Se quitó la cazadora empapada y la extendió en el respaldo de una silla.
Comió con voracidad, sin apartar, más que breves instantes, la vista de la calle. La ansiedad no le permitió acabar la cerveza y encendió un pitillo mientras recordaba la noche anterior. La dulce y apasionada entrega de Bego, sus besos, sus abrazos, su voz entrecortada susurrando que le amaba; su propia explosión de gozo que convirtió en pedazos sus últimas dudas y también todos sus remordimientos.
La quería, y la quería de verdad. ¿A cuántas de las mujeres con las que se había acostado había querido?, se preguntó mientras aplastaba la colilla en un cenicero de cristal. A ninguna. Amar sí. Amar solamente a una. Y a esa la amó más que al aire que respiraba, más que a su propia vida. ¿Y para qué le había servido tanto sentimiento?
Consumió el cigarro con lentitud, con los ojos cerrados. Sonrió al recordar el rostro confundido de Rodrigo. Llegó dos horas después de que Bego se hubiera ido. Él le esperaba, dichoso, y le faltó tiempo para contarle que había iniciado, con su fiel amiga, una relación a la que ninguno de los dos sabía aún cómo definir. Los ojos de Rodrigo se humedecieron al escucharle y le abrazó con fuerza. Le felicitó por la estupenda mujer que ahora tenía al lado y le deseó la mayor de las suertes.
Apuró otro cigarrillo antes de ver aparecer a _____ y a la pelirroja. Se puso la cazadora con prisa y salió en su persecución, nuevamente bajo la lluvia, para acceder al mismo lugar de la calle Ercilla.
A las seis de la tarde seguía apostado frente a la tienda de decoración. Había anochecido, las farolas alumbraban la calle y una agradable luz amarillenta iluminaba el establecimiento. Cuando vio que _____ se ponía el abrigo y se despedía de su amiga, decidió que finalizaba su vigilancia. Tenía toda la información que necesitaba. Acecharla hasta que la suerte le abandonara y ella le reconociera carecía de sentido.
Esperó a que saliera. Le pareció más prudente ir detrás a pesar de que fueran a coincidir tan solo unos metros en la misma dirección. Muy pronto ella doblaría a su izquierda para dirigirse a Deusto. Él lo haría a su derecha, hacia la estación de Abando, donde tomaría un tren que le llevaría hasta Basauri.
Caminó tras ella guardando la debida distancia. Una distancia que no mantuvo durante demasiado tiempo porque, absorto en el cabello atrapado por la bufanda y protegido por el paraguas, no fue consciente de que aceleraba el paso hasta que le asaltó un suave perfume a azahar, que le entró por las fosas nasales invadiéndole el cerebro. Fue entonces cuando estalló la masa de sus recuerdos trasladándole a unas sábanas revueltas, a un cuerpo sudoroso abrazado al suyo, a esa fragancia que un día se quedó pegada para siempre a su piel. Entonces comprendió que estaba demasiado cerca, que con alargar el brazo ya podría tocarla, que si ella se volviera de pronto se encontrarían mirándose a los ojos desde una insignificante distancia.
Y, si lo hiciera, podría contemplar la sorpresa en su rostro y el miedo en sus ojos.
Se detuvo de inmediato. Se llevó la mano al pecho y trató de respirar despacio. Su corazón pulsaba con violencia, como si pretendiera destrozarse golpeándose contra el encierro que formaban sus costillas. Decidió no luchar. Se quedó parado en el centro de la calle mientras ella se alejaba. No volvería a verla. La mejor parte del plan era que no necesitaba tenerla cerca para destrozarle la vida. Al contrario de lo que ella hizo en el pasado, él no sentía la necesidad de contemplar su caída. Le bastaba con saber que ocurriría.
—¡Hasta nunca! —musitó entre dientes cuando la vio alcanzar la plaza Moyúa.
Para facilitarse la difícil tarea de ignorarla, bajó la cabeza y fijó los ojos en sus botas empapadas. Tenía los pies fríos y endurecidos como piedras y comenzaba a no sentir los dedos.
La puntiaguda varilla de un paraguas impactó en su frente a la vez que escuchaba un improperio. Se irguió para encararse con el majadero que necesitaba tanto espacio, pero advirtió algo que volvió a dejarlo inmóvil: _____ no había girado a su izquierda, sino a su derecha, hacia la Gran Vía en la que cientos de bombillas, de un azul eléctrico, vestían las ramas desnudas de cada uno de los enormes árboles. La sucesión ininterrumpida del ramaje formado por luces, a ambos lados de la calle, daba a la ciudad el aspecto de una espectacular y futurista estampa navideña.
Toda su fuerza de voluntad se doblegó. Un simple cambio de dirección bastó para que el corazón se le acelerara y su intención de no ir tras ella desapareciera. Era el destino, que volvía a jugar con él poniéndola en su camino, en su misma trayectoria. Y él no opuso resistencia a ese juego que ya una vez le destrozó.
Seguirla por esa calle, amplia y recta, una de las arterias peatonales más transitadas de Bilbao, no le resultó sencillo. El cansancio había hecho mella en su cuerpo. A veces se atrasaba y la perdía de vista. Entonces buscaba entre los paraguas abiertos uno en el que revolotearan mariposas bajo los destellos azules, y apretaba el paso hasta alcanzarla de nuevo. Se había propuesto seguirla y nada iba a impedir que lo hiciera. O al menos eso pensó hasta que la vio abandonar la Gran Vía por Astarloa, a la altura de la Diputación, en dirección a la plaza Zabalgune, la misma plaza a la que él se había jurado que no volvería jamás. De haber sabido ella que la perseguía, de haber querido ella ensañarse con su dolor, no hubiera sido tan precisa. Le había conducido a sus recuerdos, a los últimos, a los más dolorosos. A los que se empeñaba en esquivar porque no quería terminar de hundirse.
Se detuvo al inicio de la calle, con la mirada extraviada en los árboles de la plaza que quedaban al fondo, mientras la figura borrosa de _____ se perdía en la misma dirección. Cogió aliento y dudó si seguir adelante, hacia el dolor que pretendía dejar en el olvido y que le iba a destrozar el poco corazón que le quedaba. La última vez que estuvo allí encontró a Manu sentado en lo alto del respaldo de un banco, rodeado de chicos tan felices y despreocupados como él. Si avanzaba un poco lo vería. Estaba seguro de que lo vería bajo la lluvia, con su eterna y dulce cara de niño, en el lugar donde había pasado muchas de sus horas de asueto.
No fue consciente de que se movió. No advirtió en qué momento sus pasos le encaminaron hacia ese sitio preciso. Sin embargo, de pronto se encontró allí, contemplando el modo en el que se agitaban las ramas de los árboles bajo la luz de las farolas. Manu estaba, sí, pero no en la plaza, sino en su corazón, donde estaría siempre.
Se sentó sobre la superficie húmeda del banco. Apoyó los codos en sus rodillas y se cubrió el rostro con las manos. Le llamó gritando su nombre sin que de su boca saliera palabra alguna, y dejó que su rostro se empapara con las gotas de lluvia que se deslizaban entre sus dedos. Inmóvil, con los ecos del pasado desgarrándole las entrañas, volvió a escuchar la frase más repetida por Manu en sus últimos años: «No te preocupes por mí, ya soy un hombre y sé cuidarme solo.» No supo cuánto tiempo estuvo allí culpándose, maldiciéndose. Le costó ponerse en pie. No por el cansancio de su cuerpo, sino por el agotamiento que soportaba su alma. Pero había decidido afrontar los recuerdos, todos los recuerdos sin excepción, sin cobardía. Ya estaba hundido en el infierno. Qué sentido tenía aferrarse para no descender un poco más, hasta ese lugar perdido en la razón, en el que había pretendido enterrar todo cuanto le hería.
Se frotó los párpados con los dedos empapados, como todo él. Sus ropas chorreaban y el frío le clavaba astillas de hielo en los huesos. Tras una última mirada a la plaza, tomó una gran bocanada de aire y se adentró en Colón de Larreátegui. Según caminaba alzó la vista hacia las ventanas de madera del que había sido su último hogar. Una gran parte de su vida la había pasado anhelando mudarse a un buen barrio, hasta que finalmente lo consiguió. Dispuso de dinero suficiente para pagar una renta elevada en el centro de Bilbao. Un lugar en el que pusieron sus esperanzas. Demasiadas esperanzas que no llegaron a cumplirse.
De modo intuitivo avanzó hacia el último tramo de calle, el que transcurría junto a los Jardines de Albia y sus enormes y frondosos árboles. Reparó en que lo hacía cuando sus pies pisaron la suave y remojada capa de hojas que cubría la acera. Al otro lado de la calzada resplandecían las luces del café Iruña. Allí estaba el pequeño rincón que había tenido tanta importancia en su vida. La mesa al fondo, junto a la última cristalera. El lugar en el que había pasado muchas tardes observando a la gente y plasmándola en sus cuadernos de dibujo. El lugar que había hecho suyo mucho antes de que ella apareciera. El lugar que después se convirtió en el punto de encuentro de cada tarde de sábado donde, en vez de dibujar, hablaba, le cogía la mano, le miraba a los ojos, le decía que la amaba.
«Ya no es nada», se repitió según se acercaba al ventanal. «Ahora solo es una parte del café en la que otras parejas se jurarán un amor eterno que no cumplirán.» En su mente volvió a verla, en ese íntimo rincón, con una sonrisa que parecía hecha en el cielo pero que acabó siendo la puerta que le condujo al infierno. La inercia, la curiosidad, la necesidad de torturarse: no fue consciente del motivo que le hizo girar la cabeza hacia ese punto.
La sorpresa le paralizó. Una punzada gélida le atravesó la sien y le bloqueó el pensamiento. Solo podía mirarla como a una aparición, como a la imagen que estaba en su recuerdo. Apartó los ojos un momento y repitió, «no es real, no es real». Pero cuando volvió a mirar ella continuaba allí, rozando con los dedos el borde de una taza de café. Estaba en su mesa. En su rincón. En un espacio que le pertenecía a él. Siempre, pasara lo que pasase, le pertenecería.
Desconcertado, semioculto por uno de los coches aparcados junto a la acera, trató inútilmente de entenderlo. Que ella estuviera allí, precisamente una tarde de sábado, le parecía una crueldad del destino. Una absurda casualidad. Pero hacía tiempo que había dejado de creer en las casualidades, sobre todo las que tenían que ver con esa maldita mujer. En el pasado, ella había llamado casualidad a un encuentro perfectamente preparado, detalladamente urdido.
Apretó los dientes como si pretendiera desencajarse la mandíbula. Hacía días que se había asomado al abismo en el que permanecían la mayor parte de sus recuerdos, y esa tarde se había hundido en los que llegó a creer que podría evitar.
Sin previo aviso, por esa grieta en la memoria, irrumpió con fuerza el olor a pasado, a café recién hecho, a carboncillo tiñéndole los dedos... Y en un instante se encontró allí, de pie, junto a sí mismo, contemplando la escena como un espectador invisible.
Esboza sobre el papel la figura de una pareja de ancianos. A los modelos, más vivos que muchos de los jóvenes que conoce, los tiene enfrente. Se cogen las manos y se miran a los ojos mientras se les enfría el café en el interior de sus tazas.
Le gusta bosquejar dibujos que después, con más tiempo, perfecciona en casa. Lo hace los sábados por la tarde, cuando descansa de su apasionante trabajo en la agencia de diseño y busca inspiración en situaciones cotidianas, en personajes que con sus actos más simples le cuentan pequeñas y grandes historias.
Repasa con el carboncillo los ojos grises y cálidos del hombre, y levanta los suyos para apreciar si ha captado el parecido. Pero algo se interpone entre él y los ancianos. El corazón le da un vuelco y el estómago se le comprime. Es la mujer que conoció seis noches atrás. La que deseaba volver a ver pero no sabía cómo ni dónde.
—Te lo dije —es el saludo al que ella acompaña con una deliciosa sonrisa—. El destino era el encargado de decidir si teníamos que volver a vernos.
Joe se queda sin habla. Lleva seis noches soñando con ella y seis días con su instinto bien despierto tratando de identificarla entre los rostros sin nombre que pasan por su lado.
—¡Dios! —exclama sonriendo como un tonto—. ¡No me digas que esta es una casualidad!
—No lo sé —responde con coquetería mientras toma asiento—. Dímelo tú. Yo he quedado con una amiga que al parecer me ha dado plantón —arruga con gracia la nariz—. ¿Tú qué haces aquí?
Está nerviosa. O al menos es lo que Joe cree percibir. No le extraña. Las chicas suelen perder el sentido por él. La novedad es que a él le tiemble la voz, y las manos, y el corazón. Lo extraño y excitante es que a él le falte el aire cuando la mira.
—Lo primero, transmite mi agradecimiento a esa amiga —dice en tono seductor, y traga porque se le reseca la boca—. Y lo que hago aquí es simple. Vengo los sábados. Sin haber quedado con nadie.
Las últimas palabras las susurra mientras se inclina sobre la mesa para tenerla más cerca. No puede creer que esté ahí. Quiere que le invada su olor, que le lleguen sus suspiros, que le embriague el sonido de su risa. Quiere llenarse de ella porque no sabe cuánto tiempo tardará en volver a hacerlo. Se niega a pensar que ese momento pueda retrasarse hasta no llegar nunca.
Hablan sobre la providencia, sobre el destino, sobre los dibujos. Y lo hacen mientras se sonríen y coquetean abiertamente. Joe trata de conseguir un número de teléfono al que llamarla. Algo, cualquier cosa que le asegure que volverá a verla una tercera vez, pero únicamente obtiene de ella la promesa de que estará allí el sábado siguiente. Es mucho más de lo que espera. La noche que la conoció tan solo se llevó su nombre y la duda de si el destino querría volver a unirlos. Ahora se siente dichoso porque cuando se encuentre de nuevo con esa mujer será porque ella ha aceptado y no porque vaya a quererlo de nuevo la casualidad.
—¡Casualidad! —gritó sin darse cuenta de que lo hacía—. ¿Cómo pude ser tan estúpido al creer que me encontró por casualidad?
Dos chicas que se acercaban, protegidas por un mismo paraguas, cuchichearon entre ellas y cambiaron de acera para no pasar junto a él. No tenía buen aspecto, allí, con las manos apoyadas en un coche y soportando el aguacero. La luz de una farola iluminaba su cabeza casi rapada, sus ropas empapadas, sus hombros hundidos. Y, además, hablaba consigo mismo. No. No tenía buen aspecto, y él lo sabía. ¿Pero qué aspecto podía tener cuando cada recuerdo le atravesaba el corazón, de parte a parte, con la frialdad de un puñal? ¿Qué aspecto podía tener cuando la culpable de su infortunio estaba frente a él, en el último lugar en el que pensó encontrarla?
Volvió a mirarla. Ella giraba la taza sobre el plato, en actitud pensativa. Era la imagen de la dulzura, de la calma, de la ternura: una delicada e inofensiva mujer.
—¡Inofensiva mujer...! —dijo enderezando la espalda en un absurdo y vano ataque de orgullo—. ¡Cruel, mentirosa! —musitó sin despegar apenas los labios—. ¡Maldita, maldita, maldita! —clamó después con un gemido herido.
Cuando no pudo más, cuando la extenuación amenazó con derrumbarle sobre las hojas empapadas de la acera, reunió un poco de vigor y retrocedió unos pasos. Aún la contempló un instante mientras se juraba que esa sí era la última vez. La última. Verla le avivaba los recuerdos y le recrudecía el dolor que siempre llevaba consigo. Ya estaba cansado de sufrir, pensó introduciendo las manos en los bolsillos, para conducir su cansado espíritu hacia la estación de Abando.
Ya en el tren, ocupó un asiento al final del vagón, de cara a la pared para abstraerse de las miradas curiosas. Juntó los dedos y los aprisionó entre sus piernas. No podía dejar de temblar, pero no a causa de la humedad que le traspasaba el cuerpo ni del frío que le hería las manos y le entumecía los pies. Aquellos temblores incontrolados le brotaban de las llagas de su corazón.
A través del cristal de la ventanilla siguió, con mirada ausente, los movimientos de una pareja que paseaba por el andén al abrigo de la lluvia. Sabía lo que sentían cuando se tomaban de las manos o se miraban a los ojos; y sabía lo que sentirían después, cuando descubrieran que el amor es una mentira embriagadora, intensa y breve. Lo sabía porque hacía mucho tiempo, casi en otra vida, él sintió lo mismo.
Justo en ese instante, _____ miraba las gotas que se estrellaban contra otro cristal: el del taxi que la conducía a casa. Joe se hubiera sorprendido de haber podido verla. No era la persona dichosa que sonreía siempre. Era la mujer triste que cada tarde de sábado salía del Iruña tan cargada de añoranzas que hasta le costaba caminar. Era la que, en ese momento en el que a él le lloraba sangre el corazón, seguía la dirección cambiante de las gotas de lluvia con la sensación de que eran lágrimas con las que el cielo desahogaba su desconsuelo.
El humo del cigarro se estrellaba contra el cristal, se esparcía como niebla pegada a un valle y volvía después hacia su rostro, como un bumerán intangible. Estaba oscureciendo. La iluminación artificial que comenzaba a llenar la calle se filtraba por la ventana para destacar de entre las sombras sus extraviados ojos castaños. Estaba envuelto por la penumbra del salón en el que iba a pasar esa noche de domingo. Necesitaba pensar. Llevaba años sin hacer otra cosa y a pesar de eso tenía la urgente necesidad de continuar haciéndolo.
—¿Cómo la conociste?
La voz pausada de Rodrigo emergió a su espalda, desde la oscuridad. Estaba sentado en el sofá floreado, ante un botellín de cerveza vacío. Habían devorado la tarde mientras hablaban y ninguno de los dos se había molestado en caminar hasta la puerta para pulsar el interruptor de la luz.
Joe no se movió. Continuó mirando hacia el exterior como si no hubiera escuchado la pregunta.
—Fue la noche de un sábado —dijo de pronto—. En un bar de copas que frecuentábamos. —Sacudió el cigarro sobre el cenicero, que sujetaba con su mano izquierda—. Yo hablaba con mis amigos y recuerdo que abrazaba por la cintura a una chica con la que tenía planeado recibir el amanecer. —Guardó silencio un instante mientras volvía a verla con su larga melena castaña y su expresión dulce, apoyada al final de la barra—. Cuando la vi fue como... —Alzó los hombros y los dejó caer impotente al no encontrar la palabra que buscaba—. ¿No te ha ocurrido nunca eso de... eso de ver a alguien y pensar «Es ella, la mujer con la que quiero compartir el resto de mi vida»?
—Sí. Una vez —confesó a media voz.
—Pues eso me sucedió a mí en el instante en que la descubrí —confesó también Joe—. Ya no pude apartar mis ojos de ella. Después de contemplarla unos minutos, solté a la chica, dejé a mis amigos con la palabra en la boca y fui a su encuentro. —Se aclaró la voz al notar un nudo en la garganta—. De cerca era aún más hermosa. Me deslumbraron sus asombrosos ojos grises que me recordaron al titanio del Guggen cuando le da la luz del sol. —Chasqueó los labios con un gesto de contrariedad—. Debí sospechar que su corazón era de la misma materia insensible, pero, mirándola como la miré, perdí la capacidad de razonar.
—Eso es algo que si una mujer se propone puede conseguir sin demasiados problemas —opinó Rodrigo para hacerle sentir mejor.
—No me había ocurrido nunca. —Se pasó los dedos por la cabeza mientras se insuflaba aire—. Me enamoré de una mentira. Fingió ser quien no era y juré amor eterno a alguien que nunca ha existido.
Inspiró de nuevo el pitillo, con la vista clavada en el edificio rosáceo que quedaba enfrente. Le costaba hablar de ella. Cada palabra que salía de su boca lo hacía después de haberle destrozado por dentro, desde las entrañas hasta el corazón.
—Charlamos durante horas —consiguió decir al fin—. Te juro que parecía disfrutar de mi compañía tanto como yo de la suya. Pero, aparte de su nombre, no me dio nada. Ni su dirección ni su teléfono ni una simple cita. Le indiqué que si ese era el modo con el que quería captar mi interés, no necesitaba hacerlo.
Se crispó al volver a escuchar su risa. Había surgido, clara y temblorosa, cuando él le juró que tenía toda su atención y hasta su vida si se la pedía. Se había quedado embobado oyéndola reír y había tratado de besarla en los labios. La sintió suspirar mientras se apartaba para evitar que la rozara y le pareció tan nerviosa y emocionada como lo estaba él.
—Me soltó eso tan bonito de que el destino decidiría si volveríamos a vernos y desapareció —dijo con despecho.
—Debió haber añadido que el destino era ella —opinó Rodrigo inmóvil en la penumbra.
—Me manejó a su antojo desde la primera vez. Sabía dónde encontrarme: el bar de copas, el café de las tardes de los sábados. ¡Pero cómo pude ser tan necio! —exclamó con impotencia.
—Te enamoraste. El amor nos vuelve ciegos y estúpidos. El problema es que te enamoraste de una zorra. —Lo dijo con la misma rabia con la que se levantó—. Lo que no entiendo es qué hacía ayer en el Iruña. ¿No tiene más sitios en los que tomarse un puto café?
—No hay ninguna lógica para eso —dijo con pesar. Se volvió despacio, dejó el cenicero sobre el radiador y aplastó en él la colilla.
—Sea lo que sea, se acabó —sentenció Rodrigo según recogía de la mesa el botellín vacío—. Nos trae sin cuidado lo que esa tipa haga con sus tardes. Ya tienes la información que necesitas; no precisas acercarte más a ella. Y si sigues estando seguro...
—¡Claro que lo estoy! —exclamó con presteza.
—Entonces hazlo ya, acaba cuanto antes. Sabes que estoy contigo para lo que sea — Joe asintió y él miró su reloj de muñeca—. ¿De verdad no quieres acompañarme para despejarte un poco? Lo pasaríamos bien.
—Hoy no tengo la cabeza para fiestas. —La movió hacia los lados como si eso diera consistencia a su disculpa—. He estado pensando... creo que debería ver a Sergio. Se lo debo —Rodrigo le interrogó con la mirada—, a Manu; le debo el interesarme por ese chico —aclaró. Se acercó de nuevo a la ventana y hundió las manos en los bolsillos de sus vaqueros—. Era como un hermano para él. Siempre estaban juntos, siempre, excepto esa maldita tarde.
Al quedarse a solas, Joe continuó con la luz apagada. No le hacía falta. La oscuridad seguía siendo su aliada cuando quería perderse en recuerdos y, desde la tarde anterior, la necesidad de recordar le asediaba con más intensidad que nunca.
La llama del mechero rasgó la penumbra del salón, iluminó por un instante su rostro y prendió el cigarrillo. Después volvieron a dominar las sombras. Solo la brasa candente del pitillo se avivaba cada pocos segundos, cuando él inspiraba en busca de esa nicotina que pudiera adormecerle el cerebro. Mientras lo hacía, le asaltaron las imágenes de otra tarde de sábado, en esa mesa junto a la cristalera, al lado de esa mujer.
Tiene prisa y aun así retrasa el momento de irse. Hace rato que ha vuelto boca abajo la taza vacía de _____. Ella le había mirado con curiosidad al verle girarla, pero él no le dejó preguntar.
Le coge las manos y le pide, como tantas otras veces, que se vean al día siguiente y al otro. Pero también ella insiste en su actitud de siempre y le recuerda que el pacto es que se vean los sábados. Así, sin más razones. Son sus normas y él las acata o no vuelve a verla. Y las acata, ¡por supuesto que las acata! Cómo no hacerlo, si ya la vida se le ha dividido en dos partes bien diferenciadas: la del tiempo que es feliz junto a ella y la de los días interminables en los que únicamente sueña con volverla a ver.
Mientras hablan, él vuelve a su posición la taza y observa el interior en busca de formas. Se toma tiempo a pesar de no tenerlo. Siente sobre sí la mirada curiosa y divertida de _____ y eso le provoca un agradable cosquilleo en el pecho. Cuando no puede esperar más se pone en pie, mira los expectantes ojos color titanio y el hormigueo se hace tan intenso que por un instante se queda sin aliento.
—Tápate bien al salir —aconseja tras coger aire con prisa—. La noche está fría. Sobre todo cubre bien esa preciosa garganta.
—Pero... ¿cómo sabes que...? —comienza a preguntar ella.
—Y toma té con miel y unas gotas de limón antes de acostarte —continúa diciendo mientras se pone la cazadora—. Mi abuela aseguraba que es un buen remedio.
Joe le roza con su índice la punta de la nariz. Hubiera preferido despedirse con un beso, pero aún no tiene permiso para hacerlo. Ella se ha apartado en todas las ocasiones en las que él se ha acercado demasiado a sus labios.
—¿Pero cómo has sabido...? —insiste ella con suavidad—. Yo no te he dicho...
—Cuídate tan bien como yo te cuidaría si me dejaras hacerlo —pide, con la más tierna de las sonrisas, a la vez que comienza a alejarse.
El sonido del timbre le devolvió de un golpe al presente, pero no acudió a abrir. Necesitaba tiempo para recuperarse. Apoyó la frente en la pared del salón, junto a la ventana, y se frotó el ardor que sentía en los ojos.
Rodrigo tenía razón. Debía terminar cuanto antes con aquella historia y enterrarla definitivamente. Solo así dejaría de hacerse daño de una vez para siempre.
La llamada se repitió con insistencia y él se irguió. Se pasó las manos por el rostro y se dirigió hacia la entrada. Antes de abandonar el salón aplastó el cigarro y encendió la luz.
Sintió alivio al abrir la puerta y encontrarse con la mirada amorosa y retraída de Bego. No le importó que pudiera captar su fragilidad de ese momento. Cómo iba a importarle, después de haber yacido desnudo junto a ella; después de que le hubiera pedido que tuviera paciencia con él, pues tras cuatro años sin estar con una mujer no sería un buen amante, al menos no las primeras veces. Tras haberle confesado que dudaba de su hombría, no existía ninguna debilidad que no pudiera compartir con ella.
Fue Bego quien no le contó que llevaba dos días esperando su llamada. Dos días sin despegarse de su teléfono móvil, incluso mientras se ocupó de traducir las conversaciones entre un industrial de Getxo y dos empresarios japoneses. Los mismos días que habían transcurrido desde que la felicidad de haber estado entre sus brazos la había elevado al cielo. Desde que sus manos de hombre le habían recorrido la piel y su voz susurrando «te quiero» le había acariciado el corazón. Dos días en los que a ratos le había asaltado la duda de si él habría cambiado de opinión y ya no querría tenerla a su lado.
Ella se internó dos pasos en la entrada mientras Joe cerraba la puerta. La luz que llegaba del salón le bastó para percibir la tortura en la que estaban sumidos los amados ojos castaños. Tuvo miedo de que el motivo no fuera únicamente Manu o su crudo sentimiento de culpa. Tuvo miedo de que aún pensara en aquella mujer a la que ella odió desde el primer instante que la tuvo enfrente. Quería creer que él no la recordaba ni siquiera para maldecirla.
Contuvo el deseo de rozarle la mejilla con los dedos. No estaba segura de que él deseara que lo hiciera.
—Te he echado de menos —musitó mientras con manos temblorosas se soltaba los botones del abrigo—. Siento frío cuando no me abrazas.
Joe la estrechó contra su cuerpo y hundió el rostro en su cabello negro. Era él quien sentía frío a todas horas, él quien se encontraba perdido, él quien más necesitaba.
—Ya no estás solo —volvió a susurrarle Bego junto al oído, y a él se le erizó la piel—. Nunca estás solo, porque yo constantemente pienso en ti. Y te quiero. —Le rozó con los labios el lóbulo de la oreja—. Siempre he creído que cuando estás en el pensamiento y en el corazón de alguien, y lo sabes, no puedes estar solo.
Los ojos volvieron a arderle a Joe, esta vez de dicha: una dicha velada. Él tenía dos soledades que le estaban matando. La física y la que llevaba incrustada en el corazón. Entendía que Bego no podría librarle de las dos, pero el simple hecho de escuchárselo decir le concedía un poco de paz.
—Gracias por estar a mi lado a pesar de que... a pesar de que yo casi siempre esté lejos —musitó sin apartarse.
—Te amo. —Bego casi suspiró esas dos palabras mágicas que explicaban toda su devoción.
No esperaba que Joe se las repitiera. Sabía que no lo haría mientras no las sintiera y que correspondería a su amor rodeándola de cariño y ofreciéndole sinceridad. De momento, eso le bastaba.
Pero tampoco había esperado, y ocurrió, que él reaccionara a su declaración arrancándole el abrigo. Ni que la agarrara por la cintura y la alzara hasta sus caderas para que ella pudiera abrazarlas con sus piernas. Ni que se lanzara a devorarle la boca mientras la llevaba por el pasillo hacia su habitación o que la dejara sin aliento en cuatro segundos. No había esperado que cada pocos pasos se detuviera para sujetarla entre la pared y su cuerpo, y poder así acariciarla bajo el vestido con manos ansiosas. Ni que la mirara con ojos enfebrecidos cada vez que volvía a encerrarla entre sus brazos para avanzar otro tramo. Había esperado, como mucho, que se entregara con la pasión indecisa de la primera vez. Solo en sus sueños la había amado él con esa necesidad desesperada, con esa urgencia de amante insaciable.
No sabía si esa era la reacción lógica a un segundo encuentro en el que se sentía más seguro o el modo en el que buscaba evadirse del dolor y los recuerdos. Pero poco importaba, pensó mientras se abandonaba a él y a todo cuanto quisiera hacerle esa noche. Poco o nada importaba cuando hasta sus deseos más secretos comenzaban a cumplirse.
Julieta, poco a poco se ira sabiendo que fue lo que ocurrio, no te desesperes jajaja
Aunque debo admitir que yo tambien estaba igual cuando la leí xD
Natuu!!
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
ay no ya odio a la amiga de Joe quiero q se arreglen los problemas entre ellos xq no me gusta q ande con Joe.....
siguelaaa
siguelaaa
jonatic&diectioner
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
joe me has decepcionado como pudiste acostarte con tu amiga y por otro lado esta la rayis me muero por saber que fue lo que paso
SIGUELA
SIGUELA
DanyelitaJonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
4
—¿Esto se va a convertir en una costumbre? —preguntó _____ en cuanto él terminó de cruzar la calle y se detuvo a su lado.
—Buenos días —respondió Carlos—. Se ve que el fin de semana te ha sentado bien. Estás preciosa.
—Buenos días —repitió ella mientras pasaba la correa de su bolso por la cabeza para ponerla a modo de bandolera—. Resulta agradable que te piropeen a primera hora del lunes. —Sonrió al añadir, sin ninguna pausa—: Últimamente frecuentas mucho esta zona.
Carlos le devolvió la sonrisa. No era un secreto que estaba loco por ella. Aunque reconocía que su actitud de los últimos días se parecía bastante a la de un acosador.
—Cambié las entradas para el teatro —dijo tan nervioso como cada vez que le proponía una cita—. ¿Te parece bien que lo haya puesto para este jueves?
—¡Estupendo! —exclamó al tiempo que levantaba el cuello del abrigo negro de Carlos y le cruzaba las solapas sobre el pecho para protegerlo del aire frío.
Él no se movió mientras ella le atusaba la ropa. Le gustaba que le prestara atención, sobre todo cuando se acercaba de ese modo y le rozaba para colocarle la chaqueta, el cabello o cualquier cosa que ella considerase que no estaba como debiera.
—He reservado mesa en el restaurante del Palacio Euskalduna —indicó en cuanto ella se apartó—. Pero si no te apetece que cenemos después de la función puedo...
—Está bien —afirmó de nuevo—. ¡Cómo voy a poner pegas a una velada tan perfecta!
Carlos pensó que ella era quien convertía cualquier noche en perfecta. Y así se lo dijo, pero en silencio, con una media sonrisa cómplice que ella comprendió.
—Tengo el coche aquí al lado —indicó a la vez que le recorría el rostro con los ojos—. Puedo acercarte a la tienda.
—Sabes que me encanta caminar los días fríos como este —comentó ella mirando el cielo encapotado que, sin embargo, no amenazaba lluvia.
Un pequeño vendaval echó hacia atrás el abrigo abierto de Carlos hasta dejar al descubierto la correa que sujetaba el arma bajo la axila. La cubrió con rapidez, sin apartar la mirada de _____, y volvió a cruzarse las solapas tal y como ella las había colocado.
—Y tú sabes que me gusta facilitarte las cosas, igual que me gusta disfrutar de tu compañía. Permite que te acerque y charlamos en el coche —pidió sin rogar—. Hace unos cuantos días que no lo hacemos. No me has contado qué ocurrió con ese cliente que enciende los puros con billetes de quinientos euros.
_____ soltó una carcajada mientras otra racha de viento le cubría la cara con su propio cabello.
—Creo que exageré un poco. —Atrapó la melena con sus manos, la enrolló y la metió bajo el cuello de su abrigo—. Seguro que no va por la vida quemando dinero, sino gastándolo en lo que le gusta.
—¿Me lo cuentas en el trayecto? —preguntó con una cautivadora sonrisa.
_____ aceptó. Los ratos que pasaba junto a él eran siempre especiales. Charlaban, reían. Él sabía cómo hacerla sentir bien y eso le convertía, a sus ojos, en un hombre casi perfecto.
Era su primer día de trabajo. Nada más salir de casa había sentido el frío helador en el rostro y en la desprotegida cabeza, pero al menos no llovía ni parecía que fuera a hacerlo en las siguientes horas. Sin embargo, el viento soplaba recio y, según le había dicho su recién estrenado jefe, debían extremar las precauciones porque las jornadas como esa podían resultar peligrosas.
Sentado en la parte trasera de una camioneta, Joe entrecerraba los ojos para que el aire no le molestara. Apenas arrancó el vehículo había intentado, sin ningún éxito, encender un cigarrillo en medio de aquel incómodo y constante remolino. Se consoló recordándose que el trayecto no sería de más de cinco minutos y mantuvo el pitillo entre los dedos a la espera de detenerse. Le habían explicado que unos fuertes vientos habían derribado, hacía unas semanas, algunos árboles junto a la carretera nacional, en las inmediaciones de Arrigorriaga, localidad próxima a Basauri. Ahora tenían que talar los que quedaban en pie, para evitar nuevos accidentes, y limpiar y cortar los troncos para después transportarlos.
—¿Siempre viajan así, como ganado? —preguntó a Rodrigo, que estaba sentado junto a él.
—Casi siempre que trabajamos por los alrededores —respondió con buen humor—. Cuando lo que vamos a hacer está lejos o requiere de un grupo pequeño, con poca maquinaria, vamos en el Land Rover. ¿Esto te molesta? —dijo con guasa, empujándolo con el hombro.
—En absoluto —contestó mientras recuperaba su posición y se fijaba en las herramientas.
En el extremo delantero, protegidas del viento por la cabina del camión, iban apiladas motosierras, desbrozadoras, latas de combustible, ganchos, correas, cadenas, cascos de protección. El patrón, un hombre grueso de sonrisa bonachona, le había asegurado que aprendería con rapidez a manejarlas, que se requería fuerza y destreza, y que estaba seguro de que él las tenía.
—¿Qué le contaste de mí para que me diera el trabajo? —preguntó de nuevo a Rodrigo.
—Que eras un hombre alto y fuerte que podía arrancar pinos con los dientes —continuó con tono jocoso.
—Te creo —aseguró riendo—. Estoy seguro de que exageraste, porque me ha dado la impresión de que él se esperaba otra cosa. Algo así como un monstruo con cuatro brazos y lleno de músculos.
—Para este trabajo no valen los blandengues. —Le dio un nuevo empujón para hacerle tambalear—. Si hubiera comenzado diciéndole que eres un guaperas, seguramente ahora no estarías aquí. Además, no le engañé —dijo más serio—. Tú tienes la fuerza que se requiere para hacer esto.
Joe observó a los hombres que, como él, se sentaban en el suelo y apoyaban la espalda en los costados de la camioneta. No tenían aspecto de enclenques, peco tampoco habría podido jurarlo.
Sus cuerpos se escondían bajo los tabardos de faena, amarillo reflectante.
El camión aminoró la velocidad y estacionó en la cuneta, junto al río Nervión. Todos se levantaron y él lo hizo a la vez que encendía el pitillo. Mientras inspiraba miró hacia el otro lado de la carretera, al talud de rocas y, sobre él, a la pronunciada pendiente en la que algunos pinos, arrancados de raíz, le dieron idea de la violencia con la que había soplado el viento. Las copas de los que se mantenían erguidos se agitaban ahora con lo que debía de parecerles una suave brisa comparada con lo que padecieron. En unos minutos él estaría allí, tratando de mantenerse en pie en la inclinada ladera, cortando troncos y limpiando maleza. Se preguntó si de verdad le resultaría fácil, si se acostumbraría a un trabajo como ese.
Saltó de la trasera del camión y tras dos caladas apresuradas arrojó el cigarro al suelo y lo aplastó con la gruesa suela de sus botas de monte. No importaba si se acostumbraba o no. Necesitaba trabajar, no solo porque así lo exigiera el tercer grado, sino por seguir una rutina, al igual que había hecho durante los últimos años. Tener demasiado tiempo libre en el que debía decidir por sí mismo qué hacer comenzaba a volverle loco.
Joe había aprendido, en los últimos años, que amoldarse era la mejor forma de supervivencia. Amoldarse a los muros y a las rejas. Amoldarse a las normas. Amoldarse a la hostilidad y a la violencia. Amoldarse a la soledad interna, al desquiciante paso lento de las horas. Amoldarse para parecer uno más, aunque no lo fuera, y volverse de ese modo invisible. Por eso, desde el instante en el que pisó aquella ladera en su primer día de trabajo, decidió que se amoldaría de nuevo y que esta vez lo haría con rapidez.
No tardó en comprobar que Rodrigo tenía razón: no era un oficio para endebles. Aunque el manejo de la maquinaria le resultó sencillo, necesitó usar toda la fortaleza de sus músculos para sujetar la pesada motosierra y dividir los gruesos troncos que después colocaron sobre la trasera de un camión. Cada día, al llegar las cinco de la tarde, cuando la luz comenzaba a languidecer, recogían los aparejos y regresaban a casa. Él solía dejarse caer sobre el costado de la camioneta que los transportaba, exhausto, con los brazos tan doloridos que ni siquiera intentaba encender un cigarro.
Esa actividad diaria, en la que además de la fuerza tenía que poner toda su atención, hizo que pasara menos tiempo ocupado en sus obsesiones. Era por las noches cuando volvía a torturarse con sus recuerdos, con su inextinguible sentimiento de culpa, con la visión de _____ en ese café. El agotamiento acumulado no le servía para descansar. Conciliar el sueño le costaba horas. Después de innumerables vueltas en el camastro revolviendo las ásperas sábanas, solía encender una pequeña linterna y apoyaba la espalda en la almohada doblada en dos. Entonces sacaba uno de sus antiguos cuadernos de dibujo, en el que había anotado las rutinas de _____. Eran simples. No las había apuntado para recordarlas. En realidad no sabía por qué lo había hecho, igual que tampoco sabía por qué volvía a repasarlas cada noche.
La lista comenzaba diciendo que, con algunas pequeñas variaciones, a las ocho se encendían las luces de su piso, a las nueve y media ella aparecía en el portal y caminaba hasta la tienda de la calle Ercilla, a la una y media salía a comer y no volvía hasta las cuatro, y que regresaba a casa a las ocho de la tarde. Leer eso no le provocaba ningún sentimiento, pero tras la última frase se le llenaba el cuerpo de un irracional desasosiego. Se quedaba mirando la palabra sábado seguida de dos puntos que él había marcado con obsesiva insistencia, casi hasta atravesar el papel. Era consciente de que tras ellos debía ir otro dato. Pero no podía ponerlo. Le mortificaba el simple hecho de pensarlo.
Y con esa desazón, encajada en su pensamiento, se detuvo bajo la farola que iluminaba los peldaños que llevaban a la plaza Zabalgune, arrojó el cigarro y lo aplastó con el pie. Se preguntó si alguna vez podría contemplar ese lugar sin que se le oprimiera el corazón. No lo creía. Especialmente ahora, cuando por primera vez iba a ver a los chicos sin que Manu estuviera entre ellos.
Ascendió los escalones y los descubrió en uno de los bancos del fondo, donde los árboles causaban que la luz llegara solo de refilón. Al parecer, aquel rincón apartado seguía siendo el favorito del grupo. Reconoció algunas caras. Habían cambiado, pero seguían conservando muchos de sus rasgos adolescentes. Le frustró no distinguir el aniñado y tímido rostro de Sergio.
Avanzaba hacia ellos cuando todos se volvieron a mirarle. No obstante, fue Iñaki el único que se levantó y salió a su encuentro, con calma, mientras los demás continuaban en animada charla.
Se fundieron en un silencioso abrazo. Por unos momentos Joe sintió que Manu estaba allí, más alto, más fuerte, más mayor. Era a él a quien estrechaba con fuerza.
—Lo siento, hombre —dijo Iñaki al apartarse—. No pude decírtelo entonces, pero quiero que sepas que todos lo sentimos mucho.
Joe se encogió dentro de su cazadora. Un frío mortal había sustituido a la sensación cálida que acompañó a la inmaterial y breve presencia de Manu.
—Lo sé. —Tomó aire para recomponerse—. Me hago una idea de lo que aquello significó para ustedes.
—No pasa ni un día sin que hablemos de él. Era un buen colega.
—Y un buen hermano —reveló en voz baja. Miró a su alrededor, deseoso de pasar a un tema que no le provocara un nudo en la garganta.
—¿Alguno de ellos sabe a qué vengo? —preguntó sin señalar a los chicos.
—Puedes estar tranquilo. —Sonrió con jactancia—. Ni lo sospechan. Viven al margen de mis asuntos.
—¿Sigues teniendo los mismos contactos?
—Al menos tengo el que nos interesa —aseguró orgulloso—. Es el mismo proveedor de la otra vez, así que ya sabes cómo va esto: nos avisará cuando haya conseguido el kilo que necesitas. ¿Tienes tela para...?
—No te preocupes por eso. Podré pagarlo sin problemas.
—Si puedes, de acuerdo. Pero si no es así también podemos arreglarlo —dijo dándose importancia.
—Te lo agradezco, pero no será necesario. —Volvió la mirada hacia el banco—. ¿Es Sergio alguno de ellos? —preguntó al seguir sin distinguirlo—. Desde que salí del talego estoy posponiendo el momento de verle, pero es algo a lo que tengo que enfrentarme. Además, quiero hacerlo.
—Sergio —repitió Iñaki con tono afectado—. Creí que lo sabías.
—Saber, ¿qué? —interrogó con aprensión.
—Murió unos días después que tu hermano.
—¡¿Qué?! —exclamó aturdido—. Pero... pero ¿cómo?
—La muerte de Manu le dejó hundido. Dejó de salir de casa. Hasta que un día desapareció.
—¡¿Cómo que desapareció?!
—Su madre regresó después del trabajo y él no estaba. —Hundió las manos en los bolsillos y alzó los hombros—. Ella dijo que alguien había entrado y le había sacado a la fuerza. La poli no la creyó. Unos días después lo encontraron en una escombrera.
—¿Asesinado? —Dolor y asombro le desencajaron el rostro—. ¿Me estás diciendo que lo asesinaron?
Iñaki asintió, al tiempo que tensaba la mandíbula.
—Parece ser que se ensañaron con él antes de matarlo. Todavía no podemos explicarnos el motivo.
—¡Dios! —Se giró hacia un lado, impotente—. ¡Solo era un niño!
—Perdimos a los dos en menos de una semana. Es difícil encajar algo como eso.
—¿Quiénes lo hicieron? —preguntó al volverse de nuevo hacia él.
—No se supo. La poli dijo que fue un ajuste de cuentas, pero ¿cuentas de qué? —profirió con rabia—. Es lo que siempre dicen cuando no tienen ni puta idea de lo que ha pasado. ¿Pero cuentas de qué? —repitió entre dientes.
—Era como un hermano más para Manu —musitó Joe casi para sí mismo.
—Un hermano pequeño, aunque tuvieran la misma edad. Sergio se apoyaba mucho en él. Creo que por eso se sintió tan perdido cuando supo que los putos maderos lo habían matado en aquel polígono.
Joe lo entendía. Él era el hermano mayor, el responsable, el que debió protegerle cada maldito día de su vida, y a pesar de ello también se sintió solo y perdido. Pero, sobre todo, se sintió culpable de su muerte. Ahora, la desaparición de Sergio le asestaba un mazazo sobre la herida que nunca terminaría de cerrarse.
Se obligó a contenerse al sentir que le ardían los ojos. Sabía bien cómo tragarse las lágrimas. Había adquirido una curtida experiencia en acallar sus sentimientos a la espera de desahogarse cuando nadie le viera.
Volvió a mirar hacia el grupo. Ninguno de los chicos que allí había aparentaba más de los veintidós años de Iñaki, o de su hermano si hubiera seguido vivo.
—Puedes confiar en mí. —Apoyó la mano en su hombro y le miró a los ojos—. No te voy a comprometer como tampoco lo hice la otra vez. Si me pillan con esto, antes me matan que sacarme ningún nombre.
—No necesito que lo digas.
—¿De verdad te gusta ese trabajo? —preguntó Bego mientras cenaban en la cocina del piso de Basauri. Quería saber si después de cuatro jornadas seguía pensando lo mismo que el primer día.
Joe dejó el tenedor sobre su plato y se enderezó en la silla. Bego le miraba con curiosidad, Rodrigo lo hacía con actitud divertida y retadora. Solo le faltó proponerle en voz alta «atrévete a decirle la verdad».
—Es un trabajo —opinó mientras sacaba un cigarro del paquete que tenía sobre la mesa—. Lo necesito para vivir. Lo necesito para seguir en libertad. Lo necesito para mantener la rutina. Y no, no me gusta —reconoció con una sencilla sonrisa—. Pero eso no tiene la menor importancia. Menos me gustaba la cárcel y estuve en ella.
Su explicación fue lo bastante contundente como para que, a pesar de su buen gesto, no se volviera a tocar el tema durante aquella larga velada a tres. Bego se había encontrado con una respuesta que presentía, pero que en el fondo no quería escuchar. Sabía lo difícil que era, para un ex presidiario, encontrar empleo. Ella misma lo había intentado por su cuenta. Había visitado varias empresas dedicadas al diseño, les había hablado de Joe y les había presentado algunas de sus mejores creaciones. En los dos casos quedaron impresionados, pero apenas nombró la cárcel las actitudes cambiaron y las disculpas amables aparecieron. Lo más esperanzador que escuchó fue «ya le llamaremos».
Absorta en sus pensamientos, trató de recordar qué otros lugares conocía donde pudiera conseguirle un buen trabajo, aunque no fuera en nada relacionado con el diseño gráfico. Mientras lo hacía no apartó sus ojos de la sonrisa relajada de Joe. No eran muy habituales esas expresiones de felicidad, por lo que ella procuraba no perderse ninguna. Abandonó sus cavilaciones al verle tensarse, dando la impresión de que desafiaba a Rodrigo.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida.
—Nada —respondió Rodrigo aguantando la mirada sin pestañear—. Únicamente he comentado que tú deberías saberlo.
—¿Qué debería saber? —preguntó de nuevo, esta vez directamente a Joe.
Él continuó retando a su amigo con ojos cargados de furia y la mandíbula tensa.
—¿No crees que eso tendría que decidirlo yo? —le interrogó mientras estrujaba con saña el cigarro contra el cenicero.
—Es justo que ella lo sepa —insistió—. Está contigo —recalcó con deliberada intención de hacerle sentir responsable.
—¿Quieren dejar de hablar de mí como si yo no estuviera? —gritó ella golpeando con la palma abierta sobre la mesa—. ¿Qué es eso que aún no sé si debo o no debo conocer?
Joe expulsó el aire con fuerza. Se echó contra el respaldo y arrastró la silla separándola de la mesa como si necesitara espacio para respirar. Amonestó en silencio a Rodrigo antes de volverse hacia Bego con gesto resignado.
—Voy a hacerle pagar por lo que nos hizo —musitó al fin. Sabía que no necesitaba añadir nada más.
La tez canela de Bego palideció. Había rogado porque _____ ya no tuviera cabida en su pensamiento. Descubrir que pensaba en ella, y que lo hacía con la intención de tomarse venganza, la aterró.
—No puedes... No... No puedes... —farfulló incapaz de expresar con palabras los oscuros pensamientos que la asaltaban.
—Debo hacerlo, Bego. Por Manu, por mí. —Hablaba de venganza, sin embargo, su tono de voz era suave y dulce como siempre que trataba de razonar con ella—. Utilizó mi vida, utilizó mis sentimientos. Y se lo haré pagar.
—¡Díselo tú! —pidió a Rodrigo, que permanecía frente a ella mirándolos en silencio—. Eres su amigo. Convéncele de que esto es una locura.
Rodrigo se revolvió en su silla y apartó su plato. Se había quedado sin apetito.
—La tal _____ no le verá —aseguró como si hubiera presentido que esa era una de sus preocupaciones—. No se encontrarán en ningún momento. Puedes estar tranquila.
—¡Pues no lo estoy! —exclamó, enojada, y se volvió hacia Joe—. Me niego a creer que esto comience de nuevo, como si no hubieras tenido suficiente con esta condena.
—No será el comienzo, sino el final de una historia no concluida —explicó con paciencia.
—Da igual cómo lo llames. Volver sobre lo mismo, cuando lo único que tienes que hacer es mantenerte apartado de esa mujer que te destrozó la vida, es tentar a la suerte.
—No puedo dejarlo así. No podré vivir si lo dejo así.
Bego se cubrió el rostro con las manos y suspiró con fuerza. Se preguntó si las desgracias que habían comenzado hacía cuatro años tendrían final alguna vez.
—Te quiero —susurró al volver a mirarle—, y estoy asustada. Si te empeñas en esto puede volver a ocurrir: puedes terminar de nuevo en la cárcel o... o pueden matarte, igual que hicieron con Manu.
Joe trató de no pensar en Manu. Sabía que lo había nombrado para hacerle consciente de la realidad, y solo porque no sospechaba que morir no era algo que temiera. Desconocía que él no pedía otra cosa que tiempo para ejecutar su venganza, y que a veces creía sobrevivir exclusivamente para obtener esa fría e inútil satisfacción.
—No. No lo harán —aseguró aun sabiendo que eso no la tranquilizaría—. He planeado algo simple y limpio que hasta un niño podría llevar a cabo. Ella habrá jodido la vida a mucha gente —se aventuró a suponer—. Yo solamente seré uno más al que no recordará cuando se pregunte quien se la ha jugado.
—Pensará en ti —farfulló a punto de entrar en llanto—. Estoy segura de que pensará en ti.
—¿Y de qué le va a servir si llega a hacerlo? No tendrá pruebas que me incriminen. Estoy limpio y tengo la firme intención de seguir estándolo.
Rodrigo se sintió culpable de la agitación de Bego, aunque no se arrepentía de haber hablado. Seguía creyendo que ella debía conocer todo lo que concerniera al hombre con el que estaba compartiendo sus días. Pero, a pesar de eso, trató de suavizar las consecuencias de su imprudencia infundiéndole calma.
—No tendría ningún sentido que creyera que ha sido él. Además, todo está muy calculado. —Sonrió para certificarlo—. Tendrá su merecido sin que pueda hacer nada para evitarlo y tampoco culpar a nadie.
—Deben de estar locos. —Su angustia se acentuó al comprender que nada les haría entrar en razón—. No encuentro otra forma de explicar que hablen con tanta tranquilidad de algo tan descabellado.
Volvió sus ojos, cargados de lágrimas, hacia los castaños y firmes de Joe. Él le cogió las manos entre las suyas. Ni aun sujetándolas con firmeza consiguió que dejaran de temblar.
—Por esto es por lo que trataba de mantenerte al margen —confeso lanzando otra fugaz mirada a Rodrigo—. No quería preocuparte.
—¿No querías preocuparme? —exclamó con incredulidad—. ¿Era mejor que me enterara cuando te hubieran detenido o cuando...?
No pudo terminar la frase. Imaginar a Joe muerto le provocó un dolor casi físico y ya no pudo contener las lágrimas.
—Nada de eso va a ocurrir. —Le besó los dedos con ternura y ella comenzó a llorar con más fuerza—. No, por favor —suplicó entre lágrimas—. Deja que te explique lo que voy a hacer y verás que no hay motivos para preocuparse.
—Si te ocurre algo me moriré —confesó entre sollozos.
Joe abandonó la silla y se agachó frente a Bego para abrazarla contra su pecho. Que alguien le quisiera hasta desear morir por él, que no era nadie ni tenía nada, le desbordaba, le provocaba una felicidad difícil de asimilar. Resultaba reconfortante saberse amado de esa forma, pero esa dicha le sabía amarga y asfixiante. Era la responsabilidad de comprender que por mucho que lo intentara jamás podría compensar un amor tan grande. Tan solo podía quererla, quererla como ella merecía, quererla con toda su alma.
La soltó y se separó un poco, pero siguió a sus pies, mirándola con afecto.
—No me ocurrirá nada. —Le rozó la mejilla con el dorso de la mano—. Te lo prometo. Pero entiende que tengo que hacer esto. —Besó con suavidad sus labios y después la contempló con una débil sonrisa—. No me expondré más de lo necesario. ¡De verdad!
Ella intentó sujetar el llanto al tiempo que le acariciaba el cabello. Le emocionó sentir el contraste de la aspereza de su corto pelo café con la suavidad de la piel de su cabeza. Sintió frío al presentir que en su interior también estaba desnudo, vulnerable, sin armas ni entereza suficiente para luchar contra lo que se estaba enfrentando. Dos nuevas lágrimas brotaron de sus ojos negros y se deslizaron hacia sus mejillas. Él las besó con suavidad.
Rodrigo, que les daba la espalda, fregaba por tercera vez el mismo plato. Se había retirado de la mesa en cuanto vio las primeras miradas tiernas y los primeros roces, y ellos ni siquiera lo notaron.
Lo había hecho por consideración, pero también porque ver a Bego acariciando a su amigo le provocaba una pequeña punzada de celos. Él lo entendía como el lógico conato de envidia que cualquier hombre sentiría ante otro que disfrutara de una mujer como ella, pero se excusaba diciéndose que no era nada que no pudiera curar con unas horas junto a otra chica atractiva.
Mientras mantenía los cubiertos bajo el chorro de agua tibia, pensó que la acaramelada pareja no tardaría en buscar refugio en la habitación de Joe y que entonces él cerraría la puerta de la cocina y encendería la radio para no escucharlos. En ese momento le sorprendió la voz apagada de Bego despidiéndose. Cerró el grifo y, con las manos aún mojadas, se volvió para desearle buenas noches y pidió disculpas por los problemas que hubiera podido causar con su intromisión. Joe le dio unas palmadas en el hombro mientras le decía que no se preocupara, pero que la próxima vez que quisiera organizarle la vida primero se lo hiciera saber. Lo que Bego hizo le dejó el corazón tembloroso como el parpadeo de una estrella. Se acercó con una delicada sonrisa, le besó en la mejilla y, antes de apartar los labios de su piel, le musitó las gracias por su preocupación.
Cuando, un rato después, Joe regresó tras haberla acompañado al coche, no reparó en que algo había cambiado en Rodrigo. Estaba más ausente, más silencioso, deseoso de retirarse a dormir. Y no lo notó porque él mismo había perdido las ganas de conversar. En el corto paseo hasta la Casa Torre, junto a la que Bego había estacionado su automóvil, le había explicado los detalles más importantes de su plan. Ella había escuchado con atención, para al final hablar directamente de _____. Aseguró que nunca le gustó, que una vez le traicionó y que volvería a hacerlo si le daba ocasión. Le había pedido que la desterrara para siempre de su memoria. Le había vuelto a suplicar que renunciara a su venganza. En el camino de regreso él había avanzado cabizbajo, con las manos en los bolsillos, envenenándose una vez más el alma con recuerdos.
Apagó su teléfono móvil, prohibido expresamente por las normas de prisión, lo dejó en su habitación y cogió la mochila que había preparado antes de la cena. Se despidió con un débil «hasta mañana». Mientras se acercaba a la cárcel pensó en el cuaderno de dibujo, en las anotaciones. Masculló, una y otra vez, la palabra «sábado», esa a la que seguían dos puntos marcados con insistencia.
Los dedos con los que Joe sujetaba el vaso se crisparon hasta blanquearle los nudillos. Se quedó inmóvil, sin aire en los pulmones, sin sangre en las arterias, sin corazón en el que latirle la rabia que le constreñía las entrañas.
No había pensado que sentarse allí le iba a despertar tantas emociones ni que verla llegar le tensionaría hasta reventarle todos los músculos. De haberlo imaginado no habría entrado en el café ni siquiera para ocupar ese lugar junto a la barra. Se habría limitado a quedarse en los Jardines de Albia, al otro lado de la calle, vigilando desde allí los movimientos que se sucedían junto al último ventanal.
Había permanecido unos minutos eternos ante la puerta luchando contra su intención de cruzar esa línea, contra su voluntad de hacer algo de lo que probablemente tuviera que arrepentirse. Pero se había engañado a sí mismo diciéndose que solo se trataba de comprobar si realmente ella acudía cada sábado, que ni ella ni los recuerdos que guardaba ese lugar podrían ya atormentarle el corazón.
Y apenas hubo entrado ya no estuvo seguro de nada.
—Provoca curiosidad, ¿no es cierto? —le preguntó el camarero al ver la fijeza con la que miraba a _____, quien acababa de ocupar el rincón al fondo—. Las primeras veces pensé que tenía alguna cita —insistió.
Joe trató de despejarse frotándose los ojos. Consciente de que su actitud llamaba la atención, se volvió hacia la barra. Sentía la boca seca y áspera, y tomó un pequeño trago de cerveza.
—Una chica tan guapa no debería pasar ni una sola tarde de su vida con la única compañía de una taza de café —siguió diciendo el camarero con una sonrisa cómplice.
—¿Viene mucho? —consultó Joe, que seguía apretando el vaso como si pretendiera exprimir el vidrio.
—Las tardes de los sábados. —Alguien, desde el otro extremo, reclamó sus servicios y él aceleró su explicación mientras se alejaba—. Juraría que no ha faltado ni uno en los casi tres años que llevo trabajando aquí.
Joe se centró en la espuma fina y persistente de su cerveza, para no conducir la mirada hasta la rinconera. Si jamás la había visto allí hasta la tarde en la que ella fingió la casualidad de un encuentro, no hallaba explicación a que, tras haberle engañado y jodido la vida, acudiera todas las condenadas tardes como si la costumbre la hubiera establecido ella.
«¡Zorra maldita que disfrutaba de una libertad que a él le había cercenado y aún no bastándole con eso le robaba también esa parte del pasado que nunca le perteneció!»
El corazón comenzó a latirle en las sienes y la sangre a recorrerle las venas hasta agolparse en su cabeza. No iba a contenerse. Si seguía un minuto más allí se levantaría del taburete y se acercaría a ella para decirle no sabía qué, pero nada que esa mujer quisiera escuchar. No; no se contendría por sí mismo. Por eso sacó apresuradamente su cartera, dejó un billete junto a su cerveza inacabada y se levantó sin esperar el cambio.
Salió por la puerta del otro extremo del local, dándole a ella la espalda. Quiso así evitar el riesgo de verla de nuevo y dejarse vencer por las ganas de encararla y arrojarle todo su desprecio.
—Hay muchas formas de forzar puertas sin que se note que lo has hecho —comentó Rodrigo dejando una llave sobre la mesa—. Te voy a enseñar la que considero que es más rápida y sencilla.
—Podríamos llamarlo lección para un ladrón inepto —bromeó Joe a la vez que la tomaba entre los dedos.
Era la típica llave plana con dientes. Pero no estaban cortados a diferentes alturas para que encajaran en una cerradura concreta. En esta todos estaban limados hasta su punto más bajo, de modo que eran como diminutas puntas de flecha que asomaban por un borde liso.
—Ahora que nombras lo de ladrón —Rodrigo se atusó la perilla, nervioso—, hay algo que... me gustaría que quedara claro. No por ti, que ya lo sabes —sonrió con una mueca torpe—. Es por Bego. Imagino que le contarás esto y... y no me gustaría que pensara que me dedico a entrar en las casas. Tú sabes que jamás he hecho algo así.
—No te preocupes por tonterías —garantizó Joe, que continuó analizando la llave y preguntándose cómo se podía abrir algo con eso—. Ella sabe cómo eres. Tiene muy buena opinión de ti.
Rodrigo sonrió aliviado. Su mueca torpe se convirtió en una sonrisa casi boba.
—¿Y qué dice de mí? —Traqueteó en la madera con sus dedos inquietos.
—Que eres muy buena persona. Que tengo mucha suerte por haberte encontrado. ¡Cosas de esas!
—¿No cree que soy un poco... —le costó dar con la palabra— vulgar? Lo digo porque seguramente está acostumbrada a tratar con otro tipo de gente.
—¿Tú, vulgar? —Arrugó la frente, atónito—. ¡No fastidies! ¿Cómo vas a ser tú vulgar? De todos modos, Bego está por encima de todas esas tonterías. Aunque la veas tan... —iba a describirla, pero al recordarla sonrió y escogió una sola palabra— perfecta, ella valora a las personas por lo que son. También por la inteligencia. Dice que tú la tienes, y mucha.
Rodrigo se infló de satisfacción. Hasta entonces había creído que Bego, la hermosa y distinguida mujer, solo le veía como al amigo de Joe. Un hombre demasiado simple como para perder tiempo analizándolo. Pensó que estaría bien saber qué opinaba también de su físico, pero le pareció una pregunta demasiado superficial. De todos modos, eso no le preocupaba demasiado. Las mujeres que habían ido pasando por su vida se habían encargado de subirle el ego hasta donde correspondía a su cuerpo atlético y a sus sagaces ojos castaños.
—Es una mujer impresionante. —Se arrepintió de haberse mostrado tan franco y pasó con rapidez a otro asunto—. ¿Estás seguro de que quieres que ella te adelante el dinero para la mercancía? La idea era que yo lo hiciera.
—Ha insistido mucho y no he encontrado ningún motivo para negarme. No quiero ofenderla.
—Está bien, tampoco tiene mayor importancia —opinó al tiempo que recuperaba la llave y se levantaba—. Empecemos con esto.
Salieron juntos al rellano y dejaron la puerta entornada. Rodrigo se agachó, introdujo la llave en la ranura y le mostró que era imposible girarla.
—No corresponde con la cerradura —explicó la obviedad—. La nuestra tiene los dientes a diferentes alturas, como las de todo el mundo. Cada pico concuerda con un pequeño cilindro que hay ahí dentro. Si encajas la llave correcta, los cilindros suben el tramo que cada uno necesita para coincidir todos en la parte superior. Se alinean y te dejan abrir. —Se preparó moviendo los dedos con la teatralidad de un mago—. Ahora todos han caído hasta la base y están separados por un pequeño diente. —Sonrió al mostrar el mechero negro. Joe se palpó el bolsillo y recordó que lo había dejado sobre la mesa. Rodrigo lo utilizó para dar un golpe seco en la llave y esta se introdujo hasta el fondo. Casi al mismo tiempo giró y el cerrojo se abrió con una suavidad asombrosa.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Joe.
—Fácil. —Sacó la llave y se puso en pie—. Cuando golpeas y la haces avanzar de modo brusco, los cilindros salen impulsados hacia arriba. Hay un instante, justo antes de que vuelvan a caer, en el que todos se alinean. Si la giras en ese momento el mecanismo se acciona como si hubieras metido la llave correcta. No fuerzas nada, por lo tanto no dejas ningún rastro, que es lo que queremos.
No hubiera hablado con esa tranquilidad sobre no dejar rastro si hubiera sabido lo poco prudente que estaba siendo él, pensó Joe. No aprobaría que la hubiera esperado en el interior del Iruña ni que, llevado por su rabia, llevara días acechándola cada anochecer, a la salida de la tienda, para seguirla a distancia por las calles. No, no habría dicho eso de haber sabido cuánto le estaba costando mantenerse a distancia y no ponerse ante ella para arrojarle esas palabras que le abrasaban la mente y la boca.
—Justo lo que necesito —dijo al comprender que tenía superado el primer obstáculo—. Tal y como lo explicas no parece difícil.
—Y no lo es. Prueba.
Ocupados como estaban, no repararon en los sonidos apagados que provenían del piso de enfrente ni en el ligero roce que alguien provocó al abrir la mirilla.
Joe se agachó junto a la cerradura. Introdujo la llave y contuvo la respiración preparándose para el momento decisivo. Tenía la sensación de que si estaba lo bastante cerca escucharía el sonido de los cilindros y eso le indicaría cuándo estaban alineados. Y así fue. En un breve instante se sucedieron el sonido del golpe con el encendedor, el que produjo la llave al encajar en el fondo y otro más suave que correspondía a los cilindros elevándose. Después, un brevísimo silencio y vuelta a caer.
—¡Lo tengo! —exclamó, aunque ni siquiera lo había intentado—. Sé cuándo debo girar.
—¿Qué pasa? —sonó una voz femenina a su espalda.
Se quedó frío. No imaginaba cómo iban a explicar que intentaban forzar la puerta de su propia vivienda.
—¡Hola, doña! —escuchó decir a Rodrigo, y recuperó la tranquilidad—. He mandado hacer una copia de llaves para mi amigo, pero la de casa no va bien.
Joe reconoció a la mujer que le había informado sobre el horario de Rodrigo la mañana en la que llegó. Volvía a llevar los grandes rulos azules, esta vez cubiertos por una redecilla blanca. Ocultó los dientes de la llave entre los dedos, por si la buena mujer tenía la vista tan sumamente aguda como al parecer tenía el oído.
—Ya conozco a tu amigo —dijo sonriendo a Joe para dar fe—. Tuvimos una conversación el día que llegó. A la que no conozco es a esa chica morena que viene mucho. Esa que se parece a una actriz. ¿Cómo se llama...? —Miró a los dos hombres esperando a que le dieran la respuesta. Su repentina expresión victoriosa les dijo que lo había recordado—. ¡Penélope Cruz!
—Bego es más guapa —opinó Rodrigo—. Más guapa, más alta, más simpática, más...
—¿Es tu novia? —preguntó sin dejarle terminar.
—Es mi chica —intervino Joe con satisfacción.
—Disculpe, doña —dijo Rodrigo al reconocer la intención de su vecina de continuar con la charla—. Pero tenemos que hacer otra copia porque, como ya le he dicho, esta no va —indicó señalando la puerta.
La mujer les aconsejó que cuando la hicieran se aseguraran de que el cerrajero pasaba el cepillo metálico por los dientes para limar las asperezas. Aseguró que eso era lo que les estaba dando problemas.
No hubo más pruebas ese día. Rodrigo aseguró que cualquier cosa que esa mujer creyera averiguar sería de dominio público al día siguiente.
—En lugar de oído tiene un radar —comentó riendo—, no hay nada que se mueva en la escalera sin que ella se entere.
Pero disponían de tiempo. Joe había aprendido a tener paciencia, aunque esta amenazara con esfumarse cuando estaba cerca de _____. Pero, apartando esa debilidad que le costaba controlar, seguía siendo un hombre reposado. Sabía que su plan funcionaría solo si medía cada paso que diera.
Sus marcadas ojeras y su frecuente desatención no se debían a la inquietud o la prisa por ejecutar su venganza. Esa la tenía bien planeada y llegaría en el momento preciso. El pensamiento que le hostigaba impidiéndole descansar, tanto de día como de noche, era otro bien distinto que nunca pensó que llegaría a perturbarle.
Natuu!(:
—Buenos días —respondió Carlos—. Se ve que el fin de semana te ha sentado bien. Estás preciosa.
—Buenos días —repitió ella mientras pasaba la correa de su bolso por la cabeza para ponerla a modo de bandolera—. Resulta agradable que te piropeen a primera hora del lunes. —Sonrió al añadir, sin ninguna pausa—: Últimamente frecuentas mucho esta zona.
Carlos le devolvió la sonrisa. No era un secreto que estaba loco por ella. Aunque reconocía que su actitud de los últimos días se parecía bastante a la de un acosador.
—Cambié las entradas para el teatro —dijo tan nervioso como cada vez que le proponía una cita—. ¿Te parece bien que lo haya puesto para este jueves?
—¡Estupendo! —exclamó al tiempo que levantaba el cuello del abrigo negro de Carlos y le cruzaba las solapas sobre el pecho para protegerlo del aire frío.
Él no se movió mientras ella le atusaba la ropa. Le gustaba que le prestara atención, sobre todo cuando se acercaba de ese modo y le rozaba para colocarle la chaqueta, el cabello o cualquier cosa que ella considerase que no estaba como debiera.
—He reservado mesa en el restaurante del Palacio Euskalduna —indicó en cuanto ella se apartó—. Pero si no te apetece que cenemos después de la función puedo...
—Está bien —afirmó de nuevo—. ¡Cómo voy a poner pegas a una velada tan perfecta!
Carlos pensó que ella era quien convertía cualquier noche en perfecta. Y así se lo dijo, pero en silencio, con una media sonrisa cómplice que ella comprendió.
—Tengo el coche aquí al lado —indicó a la vez que le recorría el rostro con los ojos—. Puedo acercarte a la tienda.
—Sabes que me encanta caminar los días fríos como este —comentó ella mirando el cielo encapotado que, sin embargo, no amenazaba lluvia.
Un pequeño vendaval echó hacia atrás el abrigo abierto de Carlos hasta dejar al descubierto la correa que sujetaba el arma bajo la axila. La cubrió con rapidez, sin apartar la mirada de _____, y volvió a cruzarse las solapas tal y como ella las había colocado.
—Y tú sabes que me gusta facilitarte las cosas, igual que me gusta disfrutar de tu compañía. Permite que te acerque y charlamos en el coche —pidió sin rogar—. Hace unos cuantos días que no lo hacemos. No me has contado qué ocurrió con ese cliente que enciende los puros con billetes de quinientos euros.
_____ soltó una carcajada mientras otra racha de viento le cubría la cara con su propio cabello.
—Creo que exageré un poco. —Atrapó la melena con sus manos, la enrolló y la metió bajo el cuello de su abrigo—. Seguro que no va por la vida quemando dinero, sino gastándolo en lo que le gusta.
—¿Me lo cuentas en el trayecto? —preguntó con una cautivadora sonrisa.
_____ aceptó. Los ratos que pasaba junto a él eran siempre especiales. Charlaban, reían. Él sabía cómo hacerla sentir bien y eso le convertía, a sus ojos, en un hombre casi perfecto.
Era su primer día de trabajo. Nada más salir de casa había sentido el frío helador en el rostro y en la desprotegida cabeza, pero al menos no llovía ni parecía que fuera a hacerlo en las siguientes horas. Sin embargo, el viento soplaba recio y, según le había dicho su recién estrenado jefe, debían extremar las precauciones porque las jornadas como esa podían resultar peligrosas.
Sentado en la parte trasera de una camioneta, Joe entrecerraba los ojos para que el aire no le molestara. Apenas arrancó el vehículo había intentado, sin ningún éxito, encender un cigarrillo en medio de aquel incómodo y constante remolino. Se consoló recordándose que el trayecto no sería de más de cinco minutos y mantuvo el pitillo entre los dedos a la espera de detenerse. Le habían explicado que unos fuertes vientos habían derribado, hacía unas semanas, algunos árboles junto a la carretera nacional, en las inmediaciones de Arrigorriaga, localidad próxima a Basauri. Ahora tenían que talar los que quedaban en pie, para evitar nuevos accidentes, y limpiar y cortar los troncos para después transportarlos.
—¿Siempre viajan así, como ganado? —preguntó a Rodrigo, que estaba sentado junto a él.
—Casi siempre que trabajamos por los alrededores —respondió con buen humor—. Cuando lo que vamos a hacer está lejos o requiere de un grupo pequeño, con poca maquinaria, vamos en el Land Rover. ¿Esto te molesta? —dijo con guasa, empujándolo con el hombro.
—En absoluto —contestó mientras recuperaba su posición y se fijaba en las herramientas.
En el extremo delantero, protegidas del viento por la cabina del camión, iban apiladas motosierras, desbrozadoras, latas de combustible, ganchos, correas, cadenas, cascos de protección. El patrón, un hombre grueso de sonrisa bonachona, le había asegurado que aprendería con rapidez a manejarlas, que se requería fuerza y destreza, y que estaba seguro de que él las tenía.
—¿Qué le contaste de mí para que me diera el trabajo? —preguntó de nuevo a Rodrigo.
—Que eras un hombre alto y fuerte que podía arrancar pinos con los dientes —continuó con tono jocoso.
—Te creo —aseguró riendo—. Estoy seguro de que exageraste, porque me ha dado la impresión de que él se esperaba otra cosa. Algo así como un monstruo con cuatro brazos y lleno de músculos.
—Para este trabajo no valen los blandengues. —Le dio un nuevo empujón para hacerle tambalear—. Si hubiera comenzado diciéndole que eres un guaperas, seguramente ahora no estarías aquí. Además, no le engañé —dijo más serio—. Tú tienes la fuerza que se requiere para hacer esto.
Joe observó a los hombres que, como él, se sentaban en el suelo y apoyaban la espalda en los costados de la camioneta. No tenían aspecto de enclenques, peco tampoco habría podido jurarlo.
Sus cuerpos se escondían bajo los tabardos de faena, amarillo reflectante.
El camión aminoró la velocidad y estacionó en la cuneta, junto al río Nervión. Todos se levantaron y él lo hizo a la vez que encendía el pitillo. Mientras inspiraba miró hacia el otro lado de la carretera, al talud de rocas y, sobre él, a la pronunciada pendiente en la que algunos pinos, arrancados de raíz, le dieron idea de la violencia con la que había soplado el viento. Las copas de los que se mantenían erguidos se agitaban ahora con lo que debía de parecerles una suave brisa comparada con lo que padecieron. En unos minutos él estaría allí, tratando de mantenerse en pie en la inclinada ladera, cortando troncos y limpiando maleza. Se preguntó si de verdad le resultaría fácil, si se acostumbraría a un trabajo como ese.
Saltó de la trasera del camión y tras dos caladas apresuradas arrojó el cigarro al suelo y lo aplastó con la gruesa suela de sus botas de monte. No importaba si se acostumbraba o no. Necesitaba trabajar, no solo porque así lo exigiera el tercer grado, sino por seguir una rutina, al igual que había hecho durante los últimos años. Tener demasiado tiempo libre en el que debía decidir por sí mismo qué hacer comenzaba a volverle loco.
Joe había aprendido, en los últimos años, que amoldarse era la mejor forma de supervivencia. Amoldarse a los muros y a las rejas. Amoldarse a las normas. Amoldarse a la hostilidad y a la violencia. Amoldarse a la soledad interna, al desquiciante paso lento de las horas. Amoldarse para parecer uno más, aunque no lo fuera, y volverse de ese modo invisible. Por eso, desde el instante en el que pisó aquella ladera en su primer día de trabajo, decidió que se amoldaría de nuevo y que esta vez lo haría con rapidez.
No tardó en comprobar que Rodrigo tenía razón: no era un oficio para endebles. Aunque el manejo de la maquinaria le resultó sencillo, necesitó usar toda la fortaleza de sus músculos para sujetar la pesada motosierra y dividir los gruesos troncos que después colocaron sobre la trasera de un camión. Cada día, al llegar las cinco de la tarde, cuando la luz comenzaba a languidecer, recogían los aparejos y regresaban a casa. Él solía dejarse caer sobre el costado de la camioneta que los transportaba, exhausto, con los brazos tan doloridos que ni siquiera intentaba encender un cigarro.
Esa actividad diaria, en la que además de la fuerza tenía que poner toda su atención, hizo que pasara menos tiempo ocupado en sus obsesiones. Era por las noches cuando volvía a torturarse con sus recuerdos, con su inextinguible sentimiento de culpa, con la visión de _____ en ese café. El agotamiento acumulado no le servía para descansar. Conciliar el sueño le costaba horas. Después de innumerables vueltas en el camastro revolviendo las ásperas sábanas, solía encender una pequeña linterna y apoyaba la espalda en la almohada doblada en dos. Entonces sacaba uno de sus antiguos cuadernos de dibujo, en el que había anotado las rutinas de _____. Eran simples. No las había apuntado para recordarlas. En realidad no sabía por qué lo había hecho, igual que tampoco sabía por qué volvía a repasarlas cada noche.
La lista comenzaba diciendo que, con algunas pequeñas variaciones, a las ocho se encendían las luces de su piso, a las nueve y media ella aparecía en el portal y caminaba hasta la tienda de la calle Ercilla, a la una y media salía a comer y no volvía hasta las cuatro, y que regresaba a casa a las ocho de la tarde. Leer eso no le provocaba ningún sentimiento, pero tras la última frase se le llenaba el cuerpo de un irracional desasosiego. Se quedaba mirando la palabra sábado seguida de dos puntos que él había marcado con obsesiva insistencia, casi hasta atravesar el papel. Era consciente de que tras ellos debía ir otro dato. Pero no podía ponerlo. Le mortificaba el simple hecho de pensarlo.
Y con esa desazón, encajada en su pensamiento, se detuvo bajo la farola que iluminaba los peldaños que llevaban a la plaza Zabalgune, arrojó el cigarro y lo aplastó con el pie. Se preguntó si alguna vez podría contemplar ese lugar sin que se le oprimiera el corazón. No lo creía. Especialmente ahora, cuando por primera vez iba a ver a los chicos sin que Manu estuviera entre ellos.
Ascendió los escalones y los descubrió en uno de los bancos del fondo, donde los árboles causaban que la luz llegara solo de refilón. Al parecer, aquel rincón apartado seguía siendo el favorito del grupo. Reconoció algunas caras. Habían cambiado, pero seguían conservando muchos de sus rasgos adolescentes. Le frustró no distinguir el aniñado y tímido rostro de Sergio.
Avanzaba hacia ellos cuando todos se volvieron a mirarle. No obstante, fue Iñaki el único que se levantó y salió a su encuentro, con calma, mientras los demás continuaban en animada charla.
Se fundieron en un silencioso abrazo. Por unos momentos Joe sintió que Manu estaba allí, más alto, más fuerte, más mayor. Era a él a quien estrechaba con fuerza.
—Lo siento, hombre —dijo Iñaki al apartarse—. No pude decírtelo entonces, pero quiero que sepas que todos lo sentimos mucho.
Joe se encogió dentro de su cazadora. Un frío mortal había sustituido a la sensación cálida que acompañó a la inmaterial y breve presencia de Manu.
—Lo sé. —Tomó aire para recomponerse—. Me hago una idea de lo que aquello significó para ustedes.
—No pasa ni un día sin que hablemos de él. Era un buen colega.
—Y un buen hermano —reveló en voz baja. Miró a su alrededor, deseoso de pasar a un tema que no le provocara un nudo en la garganta.
—¿Alguno de ellos sabe a qué vengo? —preguntó sin señalar a los chicos.
—Puedes estar tranquilo. —Sonrió con jactancia—. Ni lo sospechan. Viven al margen de mis asuntos.
—¿Sigues teniendo los mismos contactos?
—Al menos tengo el que nos interesa —aseguró orgulloso—. Es el mismo proveedor de la otra vez, así que ya sabes cómo va esto: nos avisará cuando haya conseguido el kilo que necesitas. ¿Tienes tela para...?
—No te preocupes por eso. Podré pagarlo sin problemas.
—Si puedes, de acuerdo. Pero si no es así también podemos arreglarlo —dijo dándose importancia.
—Te lo agradezco, pero no será necesario. —Volvió la mirada hacia el banco—. ¿Es Sergio alguno de ellos? —preguntó al seguir sin distinguirlo—. Desde que salí del talego estoy posponiendo el momento de verle, pero es algo a lo que tengo que enfrentarme. Además, quiero hacerlo.
—Sergio —repitió Iñaki con tono afectado—. Creí que lo sabías.
—Saber, ¿qué? —interrogó con aprensión.
—Murió unos días después que tu hermano.
—¡¿Qué?! —exclamó aturdido—. Pero... pero ¿cómo?
—La muerte de Manu le dejó hundido. Dejó de salir de casa. Hasta que un día desapareció.
—¡¿Cómo que desapareció?!
—Su madre regresó después del trabajo y él no estaba. —Hundió las manos en los bolsillos y alzó los hombros—. Ella dijo que alguien había entrado y le había sacado a la fuerza. La poli no la creyó. Unos días después lo encontraron en una escombrera.
—¿Asesinado? —Dolor y asombro le desencajaron el rostro—. ¿Me estás diciendo que lo asesinaron?
Iñaki asintió, al tiempo que tensaba la mandíbula.
—Parece ser que se ensañaron con él antes de matarlo. Todavía no podemos explicarnos el motivo.
—¡Dios! —Se giró hacia un lado, impotente—. ¡Solo era un niño!
—Perdimos a los dos en menos de una semana. Es difícil encajar algo como eso.
—¿Quiénes lo hicieron? —preguntó al volverse de nuevo hacia él.
—No se supo. La poli dijo que fue un ajuste de cuentas, pero ¿cuentas de qué? —profirió con rabia—. Es lo que siempre dicen cuando no tienen ni puta idea de lo que ha pasado. ¿Pero cuentas de qué? —repitió entre dientes.
—Era como un hermano más para Manu —musitó Joe casi para sí mismo.
—Un hermano pequeño, aunque tuvieran la misma edad. Sergio se apoyaba mucho en él. Creo que por eso se sintió tan perdido cuando supo que los putos maderos lo habían matado en aquel polígono.
Joe lo entendía. Él era el hermano mayor, el responsable, el que debió protegerle cada maldito día de su vida, y a pesar de ello también se sintió solo y perdido. Pero, sobre todo, se sintió culpable de su muerte. Ahora, la desaparición de Sergio le asestaba un mazazo sobre la herida que nunca terminaría de cerrarse.
Se obligó a contenerse al sentir que le ardían los ojos. Sabía bien cómo tragarse las lágrimas. Había adquirido una curtida experiencia en acallar sus sentimientos a la espera de desahogarse cuando nadie le viera.
Volvió a mirar hacia el grupo. Ninguno de los chicos que allí había aparentaba más de los veintidós años de Iñaki, o de su hermano si hubiera seguido vivo.
—Puedes confiar en mí. —Apoyó la mano en su hombro y le miró a los ojos—. No te voy a comprometer como tampoco lo hice la otra vez. Si me pillan con esto, antes me matan que sacarme ningún nombre.
—No necesito que lo digas.
—¿De verdad te gusta ese trabajo? —preguntó Bego mientras cenaban en la cocina del piso de Basauri. Quería saber si después de cuatro jornadas seguía pensando lo mismo que el primer día.
Joe dejó el tenedor sobre su plato y se enderezó en la silla. Bego le miraba con curiosidad, Rodrigo lo hacía con actitud divertida y retadora. Solo le faltó proponerle en voz alta «atrévete a decirle la verdad».
—Es un trabajo —opinó mientras sacaba un cigarro del paquete que tenía sobre la mesa—. Lo necesito para vivir. Lo necesito para seguir en libertad. Lo necesito para mantener la rutina. Y no, no me gusta —reconoció con una sencilla sonrisa—. Pero eso no tiene la menor importancia. Menos me gustaba la cárcel y estuve en ella.
Su explicación fue lo bastante contundente como para que, a pesar de su buen gesto, no se volviera a tocar el tema durante aquella larga velada a tres. Bego se había encontrado con una respuesta que presentía, pero que en el fondo no quería escuchar. Sabía lo difícil que era, para un ex presidiario, encontrar empleo. Ella misma lo había intentado por su cuenta. Había visitado varias empresas dedicadas al diseño, les había hablado de Joe y les había presentado algunas de sus mejores creaciones. En los dos casos quedaron impresionados, pero apenas nombró la cárcel las actitudes cambiaron y las disculpas amables aparecieron. Lo más esperanzador que escuchó fue «ya le llamaremos».
Absorta en sus pensamientos, trató de recordar qué otros lugares conocía donde pudiera conseguirle un buen trabajo, aunque no fuera en nada relacionado con el diseño gráfico. Mientras lo hacía no apartó sus ojos de la sonrisa relajada de Joe. No eran muy habituales esas expresiones de felicidad, por lo que ella procuraba no perderse ninguna. Abandonó sus cavilaciones al verle tensarse, dando la impresión de que desafiaba a Rodrigo.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendida.
—Nada —respondió Rodrigo aguantando la mirada sin pestañear—. Únicamente he comentado que tú deberías saberlo.
—¿Qué debería saber? —preguntó de nuevo, esta vez directamente a Joe.
Él continuó retando a su amigo con ojos cargados de furia y la mandíbula tensa.
—¿No crees que eso tendría que decidirlo yo? —le interrogó mientras estrujaba con saña el cigarro contra el cenicero.
—Es justo que ella lo sepa —insistió—. Está contigo —recalcó con deliberada intención de hacerle sentir responsable.
—¿Quieren dejar de hablar de mí como si yo no estuviera? —gritó ella golpeando con la palma abierta sobre la mesa—. ¿Qué es eso que aún no sé si debo o no debo conocer?
Joe expulsó el aire con fuerza. Se echó contra el respaldo y arrastró la silla separándola de la mesa como si necesitara espacio para respirar. Amonestó en silencio a Rodrigo antes de volverse hacia Bego con gesto resignado.
—Voy a hacerle pagar por lo que nos hizo —musitó al fin. Sabía que no necesitaba añadir nada más.
La tez canela de Bego palideció. Había rogado porque _____ ya no tuviera cabida en su pensamiento. Descubrir que pensaba en ella, y que lo hacía con la intención de tomarse venganza, la aterró.
—No puedes... No... No puedes... —farfulló incapaz de expresar con palabras los oscuros pensamientos que la asaltaban.
—Debo hacerlo, Bego. Por Manu, por mí. —Hablaba de venganza, sin embargo, su tono de voz era suave y dulce como siempre que trataba de razonar con ella—. Utilizó mi vida, utilizó mis sentimientos. Y se lo haré pagar.
—¡Díselo tú! —pidió a Rodrigo, que permanecía frente a ella mirándolos en silencio—. Eres su amigo. Convéncele de que esto es una locura.
Rodrigo se revolvió en su silla y apartó su plato. Se había quedado sin apetito.
—La tal _____ no le verá —aseguró como si hubiera presentido que esa era una de sus preocupaciones—. No se encontrarán en ningún momento. Puedes estar tranquila.
—¡Pues no lo estoy! —exclamó, enojada, y se volvió hacia Joe—. Me niego a creer que esto comience de nuevo, como si no hubieras tenido suficiente con esta condena.
—No será el comienzo, sino el final de una historia no concluida —explicó con paciencia.
—Da igual cómo lo llames. Volver sobre lo mismo, cuando lo único que tienes que hacer es mantenerte apartado de esa mujer que te destrozó la vida, es tentar a la suerte.
—No puedo dejarlo así. No podré vivir si lo dejo así.
Bego se cubrió el rostro con las manos y suspiró con fuerza. Se preguntó si las desgracias que habían comenzado hacía cuatro años tendrían final alguna vez.
—Te quiero —susurró al volver a mirarle—, y estoy asustada. Si te empeñas en esto puede volver a ocurrir: puedes terminar de nuevo en la cárcel o... o pueden matarte, igual que hicieron con Manu.
Joe trató de no pensar en Manu. Sabía que lo había nombrado para hacerle consciente de la realidad, y solo porque no sospechaba que morir no era algo que temiera. Desconocía que él no pedía otra cosa que tiempo para ejecutar su venganza, y que a veces creía sobrevivir exclusivamente para obtener esa fría e inútil satisfacción.
—No. No lo harán —aseguró aun sabiendo que eso no la tranquilizaría—. He planeado algo simple y limpio que hasta un niño podría llevar a cabo. Ella habrá jodido la vida a mucha gente —se aventuró a suponer—. Yo solamente seré uno más al que no recordará cuando se pregunte quien se la ha jugado.
—Pensará en ti —farfulló a punto de entrar en llanto—. Estoy segura de que pensará en ti.
—¿Y de qué le va a servir si llega a hacerlo? No tendrá pruebas que me incriminen. Estoy limpio y tengo la firme intención de seguir estándolo.
Rodrigo se sintió culpable de la agitación de Bego, aunque no se arrepentía de haber hablado. Seguía creyendo que ella debía conocer todo lo que concerniera al hombre con el que estaba compartiendo sus días. Pero, a pesar de eso, trató de suavizar las consecuencias de su imprudencia infundiéndole calma.
—No tendría ningún sentido que creyera que ha sido él. Además, todo está muy calculado. —Sonrió para certificarlo—. Tendrá su merecido sin que pueda hacer nada para evitarlo y tampoco culpar a nadie.
—Deben de estar locos. —Su angustia se acentuó al comprender que nada les haría entrar en razón—. No encuentro otra forma de explicar que hablen con tanta tranquilidad de algo tan descabellado.
Volvió sus ojos, cargados de lágrimas, hacia los castaños y firmes de Joe. Él le cogió las manos entre las suyas. Ni aun sujetándolas con firmeza consiguió que dejaran de temblar.
—Por esto es por lo que trataba de mantenerte al margen —confeso lanzando otra fugaz mirada a Rodrigo—. No quería preocuparte.
—¿No querías preocuparme? —exclamó con incredulidad—. ¿Era mejor que me enterara cuando te hubieran detenido o cuando...?
No pudo terminar la frase. Imaginar a Joe muerto le provocó un dolor casi físico y ya no pudo contener las lágrimas.
—Nada de eso va a ocurrir. —Le besó los dedos con ternura y ella comenzó a llorar con más fuerza—. No, por favor —suplicó entre lágrimas—. Deja que te explique lo que voy a hacer y verás que no hay motivos para preocuparse.
—Si te ocurre algo me moriré —confesó entre sollozos.
Joe abandonó la silla y se agachó frente a Bego para abrazarla contra su pecho. Que alguien le quisiera hasta desear morir por él, que no era nadie ni tenía nada, le desbordaba, le provocaba una felicidad difícil de asimilar. Resultaba reconfortante saberse amado de esa forma, pero esa dicha le sabía amarga y asfixiante. Era la responsabilidad de comprender que por mucho que lo intentara jamás podría compensar un amor tan grande. Tan solo podía quererla, quererla como ella merecía, quererla con toda su alma.
La soltó y se separó un poco, pero siguió a sus pies, mirándola con afecto.
—No me ocurrirá nada. —Le rozó la mejilla con el dorso de la mano—. Te lo prometo. Pero entiende que tengo que hacer esto. —Besó con suavidad sus labios y después la contempló con una débil sonrisa—. No me expondré más de lo necesario. ¡De verdad!
Ella intentó sujetar el llanto al tiempo que le acariciaba el cabello. Le emocionó sentir el contraste de la aspereza de su corto pelo café con la suavidad de la piel de su cabeza. Sintió frío al presentir que en su interior también estaba desnudo, vulnerable, sin armas ni entereza suficiente para luchar contra lo que se estaba enfrentando. Dos nuevas lágrimas brotaron de sus ojos negros y se deslizaron hacia sus mejillas. Él las besó con suavidad.
Rodrigo, que les daba la espalda, fregaba por tercera vez el mismo plato. Se había retirado de la mesa en cuanto vio las primeras miradas tiernas y los primeros roces, y ellos ni siquiera lo notaron.
Lo había hecho por consideración, pero también porque ver a Bego acariciando a su amigo le provocaba una pequeña punzada de celos. Él lo entendía como el lógico conato de envidia que cualquier hombre sentiría ante otro que disfrutara de una mujer como ella, pero se excusaba diciéndose que no era nada que no pudiera curar con unas horas junto a otra chica atractiva.
Mientras mantenía los cubiertos bajo el chorro de agua tibia, pensó que la acaramelada pareja no tardaría en buscar refugio en la habitación de Joe y que entonces él cerraría la puerta de la cocina y encendería la radio para no escucharlos. En ese momento le sorprendió la voz apagada de Bego despidiéndose. Cerró el grifo y, con las manos aún mojadas, se volvió para desearle buenas noches y pidió disculpas por los problemas que hubiera podido causar con su intromisión. Joe le dio unas palmadas en el hombro mientras le decía que no se preocupara, pero que la próxima vez que quisiera organizarle la vida primero se lo hiciera saber. Lo que Bego hizo le dejó el corazón tembloroso como el parpadeo de una estrella. Se acercó con una delicada sonrisa, le besó en la mejilla y, antes de apartar los labios de su piel, le musitó las gracias por su preocupación.
Cuando, un rato después, Joe regresó tras haberla acompañado al coche, no reparó en que algo había cambiado en Rodrigo. Estaba más ausente, más silencioso, deseoso de retirarse a dormir. Y no lo notó porque él mismo había perdido las ganas de conversar. En el corto paseo hasta la Casa Torre, junto a la que Bego había estacionado su automóvil, le había explicado los detalles más importantes de su plan. Ella había escuchado con atención, para al final hablar directamente de _____. Aseguró que nunca le gustó, que una vez le traicionó y que volvería a hacerlo si le daba ocasión. Le había pedido que la desterrara para siempre de su memoria. Le había vuelto a suplicar que renunciara a su venganza. En el camino de regreso él había avanzado cabizbajo, con las manos en los bolsillos, envenenándose una vez más el alma con recuerdos.
Apagó su teléfono móvil, prohibido expresamente por las normas de prisión, lo dejó en su habitación y cogió la mochila que había preparado antes de la cena. Se despidió con un débil «hasta mañana». Mientras se acercaba a la cárcel pensó en el cuaderno de dibujo, en las anotaciones. Masculló, una y otra vez, la palabra «sábado», esa a la que seguían dos puntos marcados con insistencia.
Los dedos con los que Joe sujetaba el vaso se crisparon hasta blanquearle los nudillos. Se quedó inmóvil, sin aire en los pulmones, sin sangre en las arterias, sin corazón en el que latirle la rabia que le constreñía las entrañas.
No había pensado que sentarse allí le iba a despertar tantas emociones ni que verla llegar le tensionaría hasta reventarle todos los músculos. De haberlo imaginado no habría entrado en el café ni siquiera para ocupar ese lugar junto a la barra. Se habría limitado a quedarse en los Jardines de Albia, al otro lado de la calle, vigilando desde allí los movimientos que se sucedían junto al último ventanal.
Había permanecido unos minutos eternos ante la puerta luchando contra su intención de cruzar esa línea, contra su voluntad de hacer algo de lo que probablemente tuviera que arrepentirse. Pero se había engañado a sí mismo diciéndose que solo se trataba de comprobar si realmente ella acudía cada sábado, que ni ella ni los recuerdos que guardaba ese lugar podrían ya atormentarle el corazón.
Y apenas hubo entrado ya no estuvo seguro de nada.
—Provoca curiosidad, ¿no es cierto? —le preguntó el camarero al ver la fijeza con la que miraba a _____, quien acababa de ocupar el rincón al fondo—. Las primeras veces pensé que tenía alguna cita —insistió.
Joe trató de despejarse frotándose los ojos. Consciente de que su actitud llamaba la atención, se volvió hacia la barra. Sentía la boca seca y áspera, y tomó un pequeño trago de cerveza.
—Una chica tan guapa no debería pasar ni una sola tarde de su vida con la única compañía de una taza de café —siguió diciendo el camarero con una sonrisa cómplice.
—¿Viene mucho? —consultó Joe, que seguía apretando el vaso como si pretendiera exprimir el vidrio.
—Las tardes de los sábados. —Alguien, desde el otro extremo, reclamó sus servicios y él aceleró su explicación mientras se alejaba—. Juraría que no ha faltado ni uno en los casi tres años que llevo trabajando aquí.
Joe se centró en la espuma fina y persistente de su cerveza, para no conducir la mirada hasta la rinconera. Si jamás la había visto allí hasta la tarde en la que ella fingió la casualidad de un encuentro, no hallaba explicación a que, tras haberle engañado y jodido la vida, acudiera todas las condenadas tardes como si la costumbre la hubiera establecido ella.
«¡Zorra maldita que disfrutaba de una libertad que a él le había cercenado y aún no bastándole con eso le robaba también esa parte del pasado que nunca le perteneció!»
El corazón comenzó a latirle en las sienes y la sangre a recorrerle las venas hasta agolparse en su cabeza. No iba a contenerse. Si seguía un minuto más allí se levantaría del taburete y se acercaría a ella para decirle no sabía qué, pero nada que esa mujer quisiera escuchar. No; no se contendría por sí mismo. Por eso sacó apresuradamente su cartera, dejó un billete junto a su cerveza inacabada y se levantó sin esperar el cambio.
Salió por la puerta del otro extremo del local, dándole a ella la espalda. Quiso así evitar el riesgo de verla de nuevo y dejarse vencer por las ganas de encararla y arrojarle todo su desprecio.
—Hay muchas formas de forzar puertas sin que se note que lo has hecho —comentó Rodrigo dejando una llave sobre la mesa—. Te voy a enseñar la que considero que es más rápida y sencilla.
—Podríamos llamarlo lección para un ladrón inepto —bromeó Joe a la vez que la tomaba entre los dedos.
Era la típica llave plana con dientes. Pero no estaban cortados a diferentes alturas para que encajaran en una cerradura concreta. En esta todos estaban limados hasta su punto más bajo, de modo que eran como diminutas puntas de flecha que asomaban por un borde liso.
—Ahora que nombras lo de ladrón —Rodrigo se atusó la perilla, nervioso—, hay algo que... me gustaría que quedara claro. No por ti, que ya lo sabes —sonrió con una mueca torpe—. Es por Bego. Imagino que le contarás esto y... y no me gustaría que pensara que me dedico a entrar en las casas. Tú sabes que jamás he hecho algo así.
—No te preocupes por tonterías —garantizó Joe, que continuó analizando la llave y preguntándose cómo se podía abrir algo con eso—. Ella sabe cómo eres. Tiene muy buena opinión de ti.
Rodrigo sonrió aliviado. Su mueca torpe se convirtió en una sonrisa casi boba.
—¿Y qué dice de mí? —Traqueteó en la madera con sus dedos inquietos.
—Que eres muy buena persona. Que tengo mucha suerte por haberte encontrado. ¡Cosas de esas!
—¿No cree que soy un poco... —le costó dar con la palabra— vulgar? Lo digo porque seguramente está acostumbrada a tratar con otro tipo de gente.
—¿Tú, vulgar? —Arrugó la frente, atónito—. ¡No fastidies! ¿Cómo vas a ser tú vulgar? De todos modos, Bego está por encima de todas esas tonterías. Aunque la veas tan... —iba a describirla, pero al recordarla sonrió y escogió una sola palabra— perfecta, ella valora a las personas por lo que son. También por la inteligencia. Dice que tú la tienes, y mucha.
Rodrigo se infló de satisfacción. Hasta entonces había creído que Bego, la hermosa y distinguida mujer, solo le veía como al amigo de Joe. Un hombre demasiado simple como para perder tiempo analizándolo. Pensó que estaría bien saber qué opinaba también de su físico, pero le pareció una pregunta demasiado superficial. De todos modos, eso no le preocupaba demasiado. Las mujeres que habían ido pasando por su vida se habían encargado de subirle el ego hasta donde correspondía a su cuerpo atlético y a sus sagaces ojos castaños.
—Es una mujer impresionante. —Se arrepintió de haberse mostrado tan franco y pasó con rapidez a otro asunto—. ¿Estás seguro de que quieres que ella te adelante el dinero para la mercancía? La idea era que yo lo hiciera.
—Ha insistido mucho y no he encontrado ningún motivo para negarme. No quiero ofenderla.
—Está bien, tampoco tiene mayor importancia —opinó al tiempo que recuperaba la llave y se levantaba—. Empecemos con esto.
Salieron juntos al rellano y dejaron la puerta entornada. Rodrigo se agachó, introdujo la llave en la ranura y le mostró que era imposible girarla.
—No corresponde con la cerradura —explicó la obviedad—. La nuestra tiene los dientes a diferentes alturas, como las de todo el mundo. Cada pico concuerda con un pequeño cilindro que hay ahí dentro. Si encajas la llave correcta, los cilindros suben el tramo que cada uno necesita para coincidir todos en la parte superior. Se alinean y te dejan abrir. —Se preparó moviendo los dedos con la teatralidad de un mago—. Ahora todos han caído hasta la base y están separados por un pequeño diente. —Sonrió al mostrar el mechero negro. Joe se palpó el bolsillo y recordó que lo había dejado sobre la mesa. Rodrigo lo utilizó para dar un golpe seco en la llave y esta se introdujo hasta el fondo. Casi al mismo tiempo giró y el cerrojo se abrió con una suavidad asombrosa.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Joe.
—Fácil. —Sacó la llave y se puso en pie—. Cuando golpeas y la haces avanzar de modo brusco, los cilindros salen impulsados hacia arriba. Hay un instante, justo antes de que vuelvan a caer, en el que todos se alinean. Si la giras en ese momento el mecanismo se acciona como si hubieras metido la llave correcta. No fuerzas nada, por lo tanto no dejas ningún rastro, que es lo que queremos.
No hubiera hablado con esa tranquilidad sobre no dejar rastro si hubiera sabido lo poco prudente que estaba siendo él, pensó Joe. No aprobaría que la hubiera esperado en el interior del Iruña ni que, llevado por su rabia, llevara días acechándola cada anochecer, a la salida de la tienda, para seguirla a distancia por las calles. No, no habría dicho eso de haber sabido cuánto le estaba costando mantenerse a distancia y no ponerse ante ella para arrojarle esas palabras que le abrasaban la mente y la boca.
—Justo lo que necesito —dijo al comprender que tenía superado el primer obstáculo—. Tal y como lo explicas no parece difícil.
—Y no lo es. Prueba.
Ocupados como estaban, no repararon en los sonidos apagados que provenían del piso de enfrente ni en el ligero roce que alguien provocó al abrir la mirilla.
Joe se agachó junto a la cerradura. Introdujo la llave y contuvo la respiración preparándose para el momento decisivo. Tenía la sensación de que si estaba lo bastante cerca escucharía el sonido de los cilindros y eso le indicaría cuándo estaban alineados. Y así fue. En un breve instante se sucedieron el sonido del golpe con el encendedor, el que produjo la llave al encajar en el fondo y otro más suave que correspondía a los cilindros elevándose. Después, un brevísimo silencio y vuelta a caer.
—¡Lo tengo! —exclamó, aunque ni siquiera lo había intentado—. Sé cuándo debo girar.
—¿Qué pasa? —sonó una voz femenina a su espalda.
Se quedó frío. No imaginaba cómo iban a explicar que intentaban forzar la puerta de su propia vivienda.
—¡Hola, doña! —escuchó decir a Rodrigo, y recuperó la tranquilidad—. He mandado hacer una copia de llaves para mi amigo, pero la de casa no va bien.
Joe reconoció a la mujer que le había informado sobre el horario de Rodrigo la mañana en la que llegó. Volvía a llevar los grandes rulos azules, esta vez cubiertos por una redecilla blanca. Ocultó los dientes de la llave entre los dedos, por si la buena mujer tenía la vista tan sumamente aguda como al parecer tenía el oído.
—Ya conozco a tu amigo —dijo sonriendo a Joe para dar fe—. Tuvimos una conversación el día que llegó. A la que no conozco es a esa chica morena que viene mucho. Esa que se parece a una actriz. ¿Cómo se llama...? —Miró a los dos hombres esperando a que le dieran la respuesta. Su repentina expresión victoriosa les dijo que lo había recordado—. ¡Penélope Cruz!
—Bego es más guapa —opinó Rodrigo—. Más guapa, más alta, más simpática, más...
—¿Es tu novia? —preguntó sin dejarle terminar.
—Es mi chica —intervino Joe con satisfacción.
—Disculpe, doña —dijo Rodrigo al reconocer la intención de su vecina de continuar con la charla—. Pero tenemos que hacer otra copia porque, como ya le he dicho, esta no va —indicó señalando la puerta.
La mujer les aconsejó que cuando la hicieran se aseguraran de que el cerrajero pasaba el cepillo metálico por los dientes para limar las asperezas. Aseguró que eso era lo que les estaba dando problemas.
No hubo más pruebas ese día. Rodrigo aseguró que cualquier cosa que esa mujer creyera averiguar sería de dominio público al día siguiente.
—En lugar de oído tiene un radar —comentó riendo—, no hay nada que se mueva en la escalera sin que ella se entere.
Pero disponían de tiempo. Joe había aprendido a tener paciencia, aunque esta amenazara con esfumarse cuando estaba cerca de _____. Pero, apartando esa debilidad que le costaba controlar, seguía siendo un hombre reposado. Sabía que su plan funcionaría solo si medía cada paso que diera.
Sus marcadas ojeras y su frecuente desatención no se debían a la inquietud o la prisa por ejecutar su venganza. Esa la tenía bien planeada y llegaría en el momento preciso. El pensamiento que le hostigaba impidiéndole descansar, tanto de día como de noche, era otro bien distinto que nunca pensó que llegaría a perturbarle.
Natuu!(:
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
siguela ya quiero ver como va a ser la venganza....... :D
jonatic&diectioner
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
nueva lectora
natu la verdad que no netiendo nada en esta nove :(
joe esta con una tal bego cierto?
pero el esta enamorado de la rayis?
y que paso antes
la rayis
le puso
los cuerno???
ahhhhhhhhhhhhh nome gusta estra confundida
sihgue
natu la verdad que no netiendo nada en esta nove :(
joe esta con una tal bego cierto?
pero el esta enamorado de la rayis?
y que paso antes
la rayis
le puso
los cuerno???
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sihgue
andreita
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
andreita escribió:nueva lectora
natu la verdad que no netiendo nada en esta nove :(
joe esta con una tal bego cierto?
pero el esta enamorado de la rayis?
y que paso antes
la rayis
le puso
los cuerno???
ahhhhhhhhhhhhh nome gusta estra confundida
sihgue
estoy igual qe tu ami no me gusta qe joe este con su amiga bego ai anda natu siguela pronto plis
Nani Jonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
sigue!!!!!!!!!!!!
en que xonsiste la venganza
por q la rayis va siempre a el cafe
debes subir mas caps!!!!!
en que xonsiste la venganza
por q la rayis va siempre a el cafe
debes subir mas caps!!!!!
Julieta♥
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
Nani Jonas escribió:andreita escribió:nueva lectora
natu la verdad que no netiendo nada en esta nove :(
joe esta con una tal bego cierto?
pero el esta enamorado de la rayis?
y que paso antes
la rayis
le puso
los cuerno???
ahhhhhhhhhhhhh nome gusta estra confundida
sihgue
estoy igual qe tu ami no me gusta qe joe este con su amiga bego ai anda natu siguela pronto plis
si :/
andreita
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
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Expelió el humo con lentitud y fijó su mirada en las personas que caminaban por la acera, empujadas por la virulencia del aire, mientras él seguía sentado en ese rincón del café, sumergido en un mar de recuerdos. El viento había soplado con fuerza desde primera hora de la mañana. Debido a ello tuvieron que extremar las precauciones en el trabajo para que, al talar los árboles, no fuera alguna ráfaga la que decidiera por qué lado debían caer a tierra y se llevaran algún compañero por delante. Si ya eran duros los días de calma, en los huracanados se respiraba una tensión añadida, una subida de adrenalina que mantenía todos los sentidos en alerta extrema y los reflejos prestos a entrar en acción. Al final, el cansancio era más intenso, y la necesidad de reponerse, más urgente. Debía haberse quedado en casa recuperándose de una jornada infernal, pensó. Sin embargo, estaba allí, donde se habían citado tantas veces, martirizándose mientras la esperaba de nuevo.
De modo instintivo, como en un involuntario acto de defensa, se había colocado de espaldas a la puerta, y no de cara como hizo durante meses en el pasado. Cuando ella apareciera esa tarde de sábado, él no la vería y, sobre todo, ella no podría verlo a él. Mientras inhalaba el cigarrillo recordó que solía dejar de respirar al verla entrar. Se quedaba inmóvil, absorto, sonriendo como un bobo mientras ella se acercaba vaporosa y cálida como en la visión de un sueño.
Bajó la mirada hacia su café intacto. La espuma de la superficie había ido desapareciendo al tiempo que se quedaba frío en la taza. Algo le hizo erguirse. Fue como si el viento que soplaba en el exterior hubiera atravesado el ventanal y hubiera girado en torno a la mesa. Sintió un estremecimiento que comenzó en sus entrañas y le recorrió todo el cuerpo erizándole la piel. Pero el cristal seguía en su lugar. Cerró los ojos y trató de prestar atención al resto de sus sentidos.
_____ llegó con el mismo paso lento de cada sábado. Se adentró sin mirar hacia los lados, como si únicamente existiera la mesa del fondo y allí la esperara él para repetirle cuánto la amaba. Llevaba cuatro años haciendo aquella entrada con la misma emoción, con la misma tristeza. Cuatro años viviendo de sensaciones que ni quería ni podía olvidar.
Advirtió con desilusión que aquella tarde un hombre estaba sentado en su rincón. Con un suspiro de resignación se quitó el abrigo y ocupó la mesa contigua. Mientras aguardaba al camarero volvió a mirarle un poco resentida porque le hubiera robado su espacio. Contempló sus hombros, que se adivinaban rectos y firmes bajo la suave lana de un suéter negro. Continuó por la bronceada nuca y por su cabello corto. Después se fijó en las manos, grandes y delgadas, y en los largos dedos que sujetaban un cigarro humeante. Se estremeció al recordar otros dedos parecidos acariciándole la piel.
Frotó con suavidad su propia nuca y sonrió con benevolencia. Seguía emocionándose cuando pensaba en él, y eso ocurría todos y cada uno de sus días. Sobre todo en ese lugar donde en el pasado se dijeron tantas cosas. Poco importaba si no podía sentarse en su rincón y debía conformarse con contemplarlo; las sensaciones eran las mismas, los momentos felices seguían intactos en su memoria.
Recordó que Joe solía bromear con que en un lugar como ese, de inspiración mudéjar, las declaraciones de amor quedaban cautivas entre sus paredes para siempre. En una ocasión lo comparó con lo que el sultán Solimán hizo con las palabras de los cuentos de Las mil y una noches, encerrándolas entre los muros y las sedas de su palacio para la eternidad.
Continuó sin apartar la mirada de la espalda del joven. Había algo en aquel hombre que la desconcertaba. Que le hacía pensar en Joe con más intensidad que cualquiera de las veces que se había sentado en aquel lugar, precisamente para recordarle. Para rememorar la visión de sus dedos rozando la mesa con vacilación cuando fingía que tropezaban con los suyos. Para ver la pasión que durante un tiempo brilló en sus ojos castaños, para embriagarse de nuevo con la ternura de su sonrisa.
El camarero llegó con una bandeja, dejó sobre la mesa una tacita con café, y ella suspiró mientras miraba cómo añadía la leche y se iba aclarando el color tostado. Pensó que debía abandonar esa vieja costumbre de los sábados, porque recordar no le hacía ningún bien. Volvió a sonreír, ahora con resignación: ese era un caso perdido. Llevaba demasiado tiempo prometiéndose que se apartaría del ritual que la sumía en la nostalgia. Pero siempre regresaba. Regresaba a la cafetería como si de ese modo pudiera regresar un poco junto a él.
Joe absorbió el cigarrillo con fuerza. Hacía rato que había intuido la presencia de _____. Primero había sido una punzada fría en la nuca seguida de un estremecimiento de su columna vertebral. Después, el dulce olor a azahar se lo confirmó. Le costó mantener la calma. Llenó sus pulmones de humo cuando lo que necesitaba era aire. Se le hacía difícil respirar y luchó por que la situación no le controlara.
Aplastó la colilla en el cenicero y sacó otro cigarro del paquete, que volvió a dejar sobre la mesa. Se preguntó si merecía la pena encararse con ella. Ese no era el plan. De hecho, eso podía echar a perder el bendito plan que había urdido durante años. Lo lógico era que se quedara donde estaba. Quedarse donde estaba, fumarse todos sus cigarrillos y esperar. Esperar a que ella se largara sin que le hubiera visto. Eso era lo lógico, pero no fue lo que hizo.
Incapaz de atender a sus propios razonamientos, se dejó dominar por la rabia, por el odio, por una repentina sed de venganza inmediata. Apenas tuvo la lucidez suficiente para obligarse a mantener un mínimo de calma, aunque fuera una calma aparente. No quería que ella le viera afectado. Podía mostrarle su rencor, pero nunca más le dejaría ver su debilidad.
Se levantó, despacio, consciente de que ella observaba todos sus movimientos. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y crispó la mano con la que asió su cazadora. Se concedió un instante para tomar aire y cogió su tabaco antes de volverse con lentitud.
Sus ojos se hundieron como afilados vértices de hielo en los sorprendidos ojos de titanio. Por fin la tenía enfrente. Por fin podía arrojarle su desprecio. La satisfacción dibujó en sus labios una sonrisa mordaz mientras se acercaba sin dejar de mirarla.
El impacto paralizó a _____. La cucharilla que sujetaba entre los dedos se desprendió salpicando de café la blancura del mármol. Su cuerpo, de pronto frío como un glaciar, comenzó a temblar por dentro. El hombre al que había estado escudriñando no era ningún extraño ni le había robado su rincón. Le había robado el corazón hacía años. Le había robado el corazón y se había quedado con él para siempre.
—¿Sorprendida? —preguntó al tiempo que dejaba su prenda de cuero en una de las sillas y arrojaba el tabaco sobre la mesa.
Ella se encogió en el asiento cuando esa voz la devolvió a la realidad. Era la misma voz herida de años atrás, pero con más energía y más odio. Y aquella inquietud que la invadió al escucharle en el pasado, y que aún intentaba desterrar de su mente, la golpeó de nuevo con contundencia.
—Me imaginabas todavía a la sombra —continuó diciendo a la vez que clavaba los dedos en el respaldo de otra silla y la arrastraba hacia él. Mientras se sentaba, su corazón tronaba como el centro de una tormenta.
Ella abrió la boca sin saber qué decir. Estaba tan cerca que podía escuchar el acelerado sonido de su respiración mientras ella se ahogaba en una mezcla de sentimientos. La actitud de él era retadora, doliente, furiosa. La miraba como si pretendiera despedazarla con su odio. Aquella ferocidad herida le recordó a un depredador que hostiga a su presa, a la que no dejará escapar con vida.
—Me emociona tu recibimiento —prosiguió Joe. Apoyó los antebrazos en la mesa y juntó las manos buscando un poco de autocontrol—. Es agradable reencontrarse con los que te quieren.
_____ no podía apartar los ojos de él. Verlo le provocaba una dicha contenida que solo estallaba en su interior. Una dicha que amenazaba con hundirse en el miedo que el nuevo Joe le infundía. Nerviosa, carraspeó para comprobar si aún podía generar algún sonido.
—Me alegra que... —Sintió ahogo y apresó un aire que no la alivió—. Me alegra que estés libre.
Joe emitió una suave risa al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza. Aún sonriente, inclinó el cuerpo sobre la mesa y acercó su rostro al pálido y tembloroso de _____. Les separaban apenas unos centímetros cuando su expresión cambió tornándose fría y dura.
—No me jodas —musitó entre dientes—. Tú me metiste allí. Tú me traicionaste. Tú me vendiste. —Chasqueó los labios con gesto de fastidio—. Tu trabajo conmigo fue impecable. ¿No te concedieron una medalla o cualquier otra distinción?
_____ sintió sobre sí la inmensidad de su ira. Le brotaba de sus ojos castaños maltratándola, hiriéndola, atravesándola sin ninguna piedad.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con un susurro.
—Qué quiero de ti... —Dejó de mirarla un instante. El tiempo justo para sacar un cigarro. Lo encendió con la mirada clavada de nuevo en el rostro confundido. Contemplar su expresión temerosa le gustaba y le ayudaba a dominar su propia ira—. ¿Qué crees tú que puedo querer? —interrogó con sarcasmo.
Ignoró la pregunta porque le aterraba la respuesta. No lo reconocía tras esa frialdad hiriente. El ser humano que recordaba se había desvanecido como se disipaba el humo del tabaco que aquel nuevo hombre expulsaba por su boca. Y ella, tan pequeña y miserable como se sentía a su lado, se sabía la responsable de aquel cambio.
—Intenté explicarte —musitó con ojos vidriosos. Sus dedos sujetaban con fuerza el borde de la mesa—. Intenté pedirte perdón... pero no quisiste...
—¡Qué fácil! —Sorbió el cigarro con lentitud, controlando su ansia por inhalar hasta conducir el humo a su cerebro—. Me jodes la vida y quieres arreglarla con una explicación. Mírame bien —ordenó con desprecio, y aguardó unos segundos que para _____ resultaron eternos—. ¿De verdad crees que estoy aquí para recibir una explicación? —Ella negó en silencio—. De todos modos, podemos probar algo. —Separó las piernas y apoyó la espalda contra el respaldo—. Yo destrozo ahora todo lo que eres y todo lo que tienes, y después me explico y te pido disculpas. Así compruebas por ti misma hasta qué punto estoy esperando esa excusa.
_____ tragó de nuevo. Esta vez el dolor fue también físico. Un nudo de la consistencia de una piedra se le había encajado en la garganta. Ver en sus ojos el brillo de una amenaza real le rompió el corazón. Asustada, se puso en pie para alejarse de él todo cuanto pudiera.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó tensando la mandíbula y aplastando entre los labios la boquilla del cigarro.
—No quiero seguir oyéndote —musitó al tiempo que extendía el brazo para alcanzar su abrigo. El corazón le golpeaba con ímpetu en las sienes.
En un instante Joe abandonó el respaldo y recuperó su posición junto a ella. Cerró la mano en torno a su muñeca y la inmovilizó oprimiéndola sobre la superficie fría de la mesa.
—Pues lo harás —amenazó ofensivo—. Yo he perdido cuatro años de mi vida por tu causa. No ocurre nada porque tú malgastes cuatro minutos de la tuya escuchándome. Me los debes —masculló con la misma dureza con la que le estaba destrozando la articulación.
—Me haces daño —musitó alarmada, mirando con timidez a su alrededor por si alguien salía en su defensa.
Joe expulsó el humo despacio, disfrutando de su miedo. Aquella escena, vista a distancia, parecería una tontería de enamorados. Eso si cualquiera llegaba a fijarse, cosa que dudaba.
—Siéntate y dejaré de hacerlo —prometió con frialdad.
Ella contempló la arrogancia herida con la que el hombre al que tanto había amado se defendía. Al que había amado y al que aún amaba pese a no encontrarlo tras sus añorados ojos castaños, pensó mientras dejaba que el desprecio de él la empapara. Sentía que de alguna forma tenía que pagar por lo que le hizo. Él había estimado ese pago en cuatro minutos. Cuatro minutos por los cuatro años que había pasado en prisión, los mismos cuatro años en los que a ella no le habían dejado vivir los remordimientos. Tal vez debía ser así, pensó mientras volvía a tomar asiento. Pasar los últimos cuatro minutos junto a él llorando amargura, contemplando lo que ella había hecho con el amor más grande que había tenido y que jamás volvería a tener. «Cuatro minutos por cuatro años», se dijo, cuando en realidad le hubiera dado cuatro años de su vida para que él no perdiera ni uno solo de la suya.
—He tenido mucho tiempo para pensar —reconoció Joe a la vez que la soltaba—. Conseguí recordar todos nuestros encuentros, uno a uno. Conté por separado las veces que nos habíamos dedicado a follar. —Pensarlo le hacía daño, decirlo por primera vez en voz alta le rompía por dentro—. Para ser del todo exactos, debo decir que yo te hacía el amor y tú me follabas para conseguir tu objetivo —dijo con acritud. Menospreciar aquello que había sido tan importante para él le provocaba una amarga sensación de desquite—. Pero da igual como lo llamemos. La cosa es que he hecho cuentas. —Descargó en el cenicero la ceniza acumulada en su cigarro—. He pasado en la cárcel mil cuatrocientos noventa y un días —dijo tan despacio como si cada segundo pesara como una losa—. He follado contigo en veintisiete ocasiones, pensando siempre que era gratis —precisó mientras los ojos secos de _____ se desbordaban por dentro—. Pero al final resulta que cada puto polvo lo he pagado con algo más de cincuenta y cinco días de encierro. —El tono de su voz se endureció—. Casi dos meses a cambio de un poco de pasión fingida. Me ha salido un tanto caro, ¿no crees? —preguntó con saña—. Eres buena, lo reconozco, pero no tanto como para eso.
_____ bajó las manos hasta su regazo ocultándolas bajo el mármol de la mesa para estrujarlas una contra la otra, dispuesta a respetar el momento que le pertenecía a él, a escucharle con la humildad de quien se sabe culpable de algo que nadie podría reparar.
—¡No me trates como a un idiota! —masculló furioso ante su silencio—. Ya no. No, después de que mostraras tu juego y el de ese... ¿cómo llamarlo? —se preguntó a sí mismo—. ¡Cómo se puede llamar a un hombre que permite que su chica folle con otro para conseguir méritos, medallas o lo que quiera que les den cada vez que hunden en la miseria a un desgraciado! —Ella se puso de nuevo en pie y él volvió a sujetarla por la muñeca—. Disculpa si estoy siendo muy grosero —musitó con aparentada gentileza—. Ya sabes, la cárcel embrutece. Procuraré contenerme para no herir tu delicada sensibilidad.
—No voy a seguir escuchándote. Así no —aseguró mientras luchaba por liberar su brazo.
—Lo vas a hacer porque no he terminado —advirtió entre dientes, tirando de ella con brusquedad—. Hay algo para lo que sí quiero tu explicación —añadió cuando comprobó que se quedaba quieta—. El caso de Manu. Eso fue muy distinto, porque pagó sin haber obtenido ninguna recompensa. Deberías haber sido un poco más justa y, ya que tenías pensado jodernos a los dos, deberías haber follado también con los dos. —Dio una profunda calada al cigarro mientras contemplaba el asombro en los ojos de _____—. No a la vez, por supuesto. No soy tan pervertido. —Aplastó el pitillo en el cenicero. Necesitaba ocultar que su pulso no era del todo firme—. Podías haberlo hecho conmigo los días pares y con él los impares, ¿no te parece?
El insulto la enfureció y su intención de soportar sus recriminaciones se evaporó. Apretó los dientes a la vez que alzaba la mano para cruzarle la mejilla. Él se la sujetó con rapidez, le acercó el rostro y masculló con rencor:
—Reconocerás que no fue razonable que a mí me concedieras el consuelo de los polvos y él perdiera la vida a cambio de nada.
_____ se agitó para que la soltara, pero al no conseguirlo dejó de luchar.
—No pasa ni un solo día en el que no lamente su muerte —dijo comprimiendo los labios.
—¡Qué curioso! —Ironía y rabia se entremezclaban en el fondo de sus ojos—. No me pareció ver ninguna pena en ti mientras estabas allí, parada, contemplando cómo se desangraba entre mis brazos mientras yo suplicaba ayuda. ¡Era mi hermano! —aulló con dolor, soltándola como si de pronto le asqueara su contacto—. Era mi hermano pequeño y yo habría dado la vida por él. Mil vidas habría dado si las hubiera tenido para que él pudiera vivir la suya. Él era mi responsabilidad y le fallé. No vuelvas a decir que lamentas su muerte —amenazó lleno de furia—. Si lo haces te juro que te arranco el corazón con mis propias manos.
—Es muy probable que no llegaras a encontrarlo.
Su voz sonó como un susurro tenue que no llegó a terminar. Pensó que ante el sufrimiento real e inenarrable de Joe, no tenía ningún derecho a hablar del que a ella le había desgastado el corazón hasta hacerlo desaparecer. Contempló los ojos cargados de rencor que brillaban como cristales transparentes y húmedos.
Joe percibió que algo había cambiado. Ella seguía asustada y temblorosa, y aún podía estarlo más si continuaba lacerándola, pero había algo nuevo en el fondo de su mirada. Algo que no pudo descifrar. De pronto sintió que a pesar del tiempo transcurrido, el débil continuaba siendo él. Poco importaba que no le quedara nada que perder. Presentía que, de algún modo inexplicable y absurdo, él sería el único que volvería a sufrir.
—Vete —ordenó confundido ante ese pensamiento—. Lárgate de aquí y no vuelvas jamás.
_____ tardó en reaccionar. Pensó que si se ponía en pie, sus piernas no la sostendrían. La expresión amenazante y a la vez indefensa de Joe la desconcertaba. El miedo que le provocaba se enredaba con la ternura que su padecimiento le inspiraba, con la pena que le causaba haberle lastimado, haberle perdido. Apartó la taza empujando despacio el borde del plato. Deseaba decir muchas cosas. Todas las que llevaba años explicándole en silencio. Todas sus baldías disculpas, todas sus razones, todo su amor. Pero temió que si abría la boca él no dudaría en arrancarle el corazón, tal y como había jurado que haría.
De pronto le pareció que llevaba una eternidad quieta, mirándole. Se estremeció al pensar que, si tardaba un segundo más en irse, él le repetiría la orden. Se levantó despacio, asegurándose de que sus fuerzas no la dejarían caer. Cogió el abrigo y el bolso y se volvió con lentitud. El temor y la esperanza de que la detuviera con una palabra la acompañaron hasta la salida. Pero la voz no llegó a sus oídos.
Una vez en la calle, fuera del alcance de su mirada, apoyó la espalda en la pared del edificio. Su cuerpo comenzó a temblar a la vez que la invadía el llanto. Se había preguntado muchas veces lo que la penitenciaría haría con él. Había buscado infinidad de informes sobre la vida en prisión, sobre los efectos psicológicos que causaba ese tipo de vida, sobre la difícil adaptación al mundo real una vez recuperada la libertad. Nada de cuanto había leído la había preparado para el impacto que le había producido el verlo hundido, el verlo transformado en un hombre tan diferente al que la enamoró.
Se cubrió el rostro con el abrigo y lo empapó de lágrimas. Pensó que debía alejarse de allí antes de que él saliera. Si salía. Porque por un instante albergó el estúpido anhelo de que todo hubiera sido una cruel pesadilla. Confió en que de un segundo a otro despertara en su cama y todo siguiera estando igual. Gris y vacío, pero igual que durante los cuatro últimos años. Un fría ráfaga de viento llegó pegada al suelo, le rodeó las piernas y ascendió adherida a su cuerpo dejándola congelada. Se le desvaneció la esperanza. El frío era real, el sufrimiento era real, y presentía que además de real el sufrimiento iba a ser eterno.
Tras el enfrentamiento con _____, el ánimo de Joe se resintió. Tenía motivos para hacerlo. Se había dejado ver por ella, le había mostrado su odio y hasta le había hablado de devolverle ojo por ojo. Solo le había faltado detallarle su maldito plan, se dijo al tiempo que enterraba el rostro en la almohada para ahogar un grito de rabia. No le quedaba ni el consuelo de haberle arrojado todo el resentimiento que acumulaba, todo el desprecio que ella merecía. Ya no respiraba en paz, no descansaba. Tenía grabados en la mente sus ojos asustados, sus labios temblorosos, su aspecto de ángel... de maldito ángel del infierno que se empeñaba en invadir sus pensamientos de modo constante.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, frente a su taza con café frío, consumiendo un cigarro tras otro sumido en el murmullo del ir y venir de la gente, en sus voces, en sus risas. Solamente recordaba que la vio marchar y que ya no pudo apartar la mirada del lugar por el que había desaparecido. Que se ahogó en un mar revuelto de pasiones enfrentadas. Que cuando se puso en pie le dolían el cuerpo y el alma. Que cuando atravesó la puerta de salida recuperó el olor a azahar y la odió con todas sus fuerzas por lo que continuaba haciéndole.
Cansado de dar vueltas, abandonó la cama de un salto y se puso el pantalón y una camiseta blanca. La casa ya tenía una temperatura aceptable. Era lo bueno de los fines de semana, que podía aguardar entre mantas mientras la calefacción cumplía con su cometido. Cogió el tabaco de la mesilla y dejó que el delicioso olor a café le condujera hasta la cocina. Allí Rodrigo preparaba lo que consideraba que debía ser el perfecto desayuno de las mañanas sin prisa, como la de ese lunes festivo.
—Buenos días —saludó desde la puerta. Extendió los brazos y los apoyó en los marcos, como si necesitara sujeción. Pero quien necesitaba apoyo era su espíritu, y sabía que para eso no existían puntales.
—Sí que van a ser buenos —respondió Rodrigo según terminaba de cuajar unos huevos revueltos—. No llueve ni parece que vaya a hacerlo. —Le miró un segundo—. Puede que así mejore también tu humor.
—A mí humor no le ocurre nada —aseguró Joe, al tiempo que entraba y se sentaba frente a una taza de café humeante y un plato con cuatro tiras de bacón.
Encendió un cigarro y recibió con satisfacción su primera dosis de nicotina. Si hubiera sabido qué otra cosa hacer para aplacar el desasosiego que le perseguía desde el sábado, lo hubiera hecho. No habría importado que la solución hubiera consistido en clavarse alfileres bajo las uñas.
—¿No puedes esperar hasta después del desayuno para empezar a envenenarte? —preguntó Rodrigo, que se acercó para distribuir el revoltijo amarillento en los dos platos.
—Envenenarme —repitió antes de llenarse los pulmones con otra bocanada de humo—. ¡Hay tantas cosas que me envenenan y no las abandono!
Rodrigo dejó la sartén en el fregadero y tomó asiento frente a su desayuno.
—Espero que no lo digas por lo que acabo de cocinar —bromeó, pero un instante después se puso serio—. ¿Qué pasa? ¿Hay algo que no me estás contando?
—Nada que no sepas. —Evitó mirarle para que no leyera en sus ojos la mentira. No podía hablarle de la insensatez que había cometido. Ya se sentía suficientemente mal. No necesitaba que le dijera lo necio que había sido. Se lo repetía él mismo constantemente.
Rodrigo no le creyó. Sospechaba que algo había ocurrido el sábado. Solo así podía explicarse la nueva y desconcertante actitud que su amigo mantenía desde entonces.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó pinchando con el tenedor sobre sus huevos revueltos—. ¿Viene Bego?
—Sí. —Cogió una tira de bacón con los dedos, se la llevó a la boca y descubrió que tenía hambre—. Hemos quedado para ir al cine esta tarde.
Apagó el pitillo y se concentró en su desayuno. El día anterior apenas si había probado bocado en la comida y tampoco había cenado. Se había sentido saciado de impotencia y continuaba igual. Pero el hueco vacío de su estómago, insensible a su estado de ánimo, comenzaba a protestar.
Durante unos minutos los dos comieron en silencio. Joe lo hizo con el aire ausente y perdido, con el que ya se había levantado el día anterior; su amigo lo hizo pensativo, a ratos quizá tenso.
—¿Has meditado lo que te propuse? —preguntó de pronto Rodrigo.
—No hay nada que meditar, ya te lo dije.
—Está bien —aceptó con desgana—. Entiendo que no quieras acompañarnos. Aunque te haya prometido que no discutiré con mi padre, en el fondo los dos sabemos que acabaré haciéndolo. —Soltó un pequeño bufido—. No es agradable pasar la Navidad en medio de una de nuestras broncas. Pero al menos acepta la invitación de Bego —suplicó una vez más—. No tienes por qué estar solo esa noche.
—Tampoco tengo que estar con la familia de otros —afirmó con desapego.
—Bego no lo va a entender.
—Bego ya lo ha entendido —dijo recordando sus protestas—. Es sencillo: no hay familia, no hay Navidad. —Clavó el tenedor en la última tira de bacón—. Además, estos días no dejan de ser una estupidez.
Rodrigo le había llegado a jurar que durante la cena contaría hasta cien, que incluso era posible que hasta doscientos, antes de responder a cualquier impertinencia de su padre. Pero Joe tenía claro lo que quería. Lo mismo que venía haciendo durante años: estar solo y recordar a los suyos.
—Hay algo que no entiendo —soltó Rodrigo con impaciencia—. Tienes a tu lado a una mujer fantástica que cualquier hombre desearía para sí. Una mujer que te quiere, que se desvive por agradarte —opinó enojado—. Debería escapársete por los poros la felicidad que no te cupiera dentro, pero no es así.
—No se trata de ella. —Apartó su plato y cogió por el asa su taza de café—. Ella es lo mejor que tengo —confesó sin pudor—. El problema está en mí, pero terminará en cuanto me tome venganza —dijo ocultando su temor al imprevisible rumbo que tras su estupidez podían tomar las cosas.
—¿Y por qué no se queda alguna vez? —se atrevió a preguntar por fin Rodrigo—. Tú pasas en casa tres noches a la semana y vuelves a dormir en la prisión los cuatro siguientes. No entiendo por qué sale a esas horas de tu cama para irse a la suya. Me parece algo... —Calló al no encontrar palabras que no ofendieran—. No lo entiendo —repitió con impotencia.
—Tengo mal dormir y tengo mal despertar —se justificó Joe. Tomó un trago de su café y dejó la taza sobre la mesa. La conversación comenzaba a incomodarle.
—¿Has olvidado lo que se siente al despertar abrazado a una mujer? —insistió Rodrigo dejando el tenedor sobre su plato medio lleno—. Ese instante en el que abres los ojos y la ves, y recuerdas cómo ha gemido para ti, y sabes que en unos momentos volverá a hacerlo.
—Ignoraba que tuvieras ese punto romántico —interrumpió Joe, que trató de reír pero no pudo—. Me sorprendes.
—Cuida lo que has comenzado con Bego —aconsejó consciente de que su amigo utilizaba la ironía como defensa—. Cualquier hombre mataría por una mujer como ella. Yo lo haría —precisó en voz baja y mirándole de soslayo.
Si esperaba una reacción de hombre celoso, no la encontró. Eso le molestó y le agradó sin saber cuál de los dos sentimientos era más intenso.
—Definitivamente eres un romántico. Yo también lo fui —explicó Joe mientras se levantaba y dejaba su plato y su taza en el fregadero—. Pero no te preocupes. Esa es una enfermedad curable.
—Así que tú la has superado y te has convertido en un cínico —comentó con intención de provocarle para que reaccionara como creía que debía hacerlo.
—¿Crees que es un mal cambio? —preguntó al tiempo que salía de la cocina y se dirigía a la ducha sin darle ocasión a responder.
«Despertar con una mujer», se repitió poco después, inmóvil bajo el chorro de agua caliente. ¡Cómo no iba a recordar lo que era dormir y despertar junto a una mujer! ¡Cómo no iba a hacerlo, si abrir los ojos y encontrarse con los ojos grises de _____ que le miraban con amor era lo más fascinante que le había tocado vivir! Por eso no quería que el amanecer le encontrara con mejillas femeninas descansando en su almohada, ni con miradas dulces y somnolientas ni con piernas enredadas en las suyas, aunque esas piernas fueran las de Bego. No quería evocar a _____ de ese modo. Su odio le desgarraba las entrañas cuando recordaba todo el amor y la dicha que había sentido al contemplarla cada mañana, a ella, la mayor y más cruel mentira de su vida.
También fue un largo y duro fin de semana para _____. No tuvo ánimos para pisar la calle ni siquiera para comprar el pan o el periódico. Consumió gran parte del tiempo junto a la ventana, oteando a lo lejos el puente levadizo, los jardines, el parquecito con el tobogán rojo. Temía y deseaba verlo aparecer. Desde su encuentro, pensar en él le provocaba un cúmulo de sentimientos que nacían en la ternura para desembocar en el miedo. Había estado segura de que no volvería a verlo, y no porque no lo deseara ella o no lo necesitara su corazón. Él se lo había dejado claro la última vez que se vieron en el pasado. Y ella había vuelto a recordar aquel momento.
Mientras escrutaba el exterior buscando rastro de Joe, había posado los dedos sobre el cristal frío, había cerrado los ojos y se había encontrado ante otro cristal mucho más grueso...
Espera a que él aparezca al otro lado, arrepentida como nunca por no haberle contado la verdad a tiempo, suplicando por que la crea y la perdone ahora, cuando va a explicarle todo y a decirle que en su amor no ha mentido, que le ama con toda su alma y así le amará siempre.
Le ve aparecer acompañado por un guardia. No percibe sorpresa en su rostro por encontrarla allí. No vislumbra ninguna emoción. En cambio, siente que su corazón sangra mientras él se acerca frío y ausente como un cuerpo sin alma.
Coge con prisa el teléfono intercomunicador. Sus manos tiemblan como las del que espera una sentencia que cambiará su vida para siempre. Él lo coge al otro lado, más despacio, como el que sabe que dispone de toda una eternidad vacía que jamás podrá llenar con nada. La mira como si no la viera. Sus ojos castaños son tumbas abiertas en las que no entra el sol. Ella puede oler su tristeza. Una tristeza que ha acabado con el hombre que fue.
—Necesito que me escuches un momento —le suplica mientras posa la mano en el cristal—. Yo no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir esa tarde en...
—Estás muerta —dice sin ninguna expresión. _____ se estremece—. No volveré a pensar en ti, porque para mí estás muerta y enterrada bajo mil metros de la tierra más árida que seas capaz de imaginar.
—Te amo —declara ella con desgarro. Las lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas—. Te amo con toda la fuerza de mi corazón...
Él suelta el teléfono para no seguir escuchándola. Continúa mirándola a los ojos al tiempo que se levanta. Después le da la espalda.
_____ puede escucharle a través del auricular que sigue descolgado.
—¡Sáquenme de aquí! —grita como si se estuviera abrasando en el infierno—. ¡Quiero volver a mi celda! ¡Sáquenme de aquí!
Ella le mira hasta que desaparece acompañado de un agente.
«Ya está», se dice cuando se queda sola, con el teléfono en una mano y acariciando el cristal con la otra. «Ya ha dictado su sentencia contra mí; estoy muerta y enterrada.» Y fue así como se sintió en aquel momento y era así como se sentía ahora, después de cuatro años, mientras rozaba el cristal tras el que esperaba y temía verle aparecer.
El teléfono sonó incontables veces durante el domingo y el lunes, pero no se molestó en cogerlo. ¡Para qué hacerlo, si no quería hablar con nadie, no quería escuchar a nadie, no quería ver a nadie! El dolor era suyo. Comenzó a serlo cuando un día se miró en los ojos castaños de Joe y comprendió que se estaba enamorando sin remedio, cuando dejó que le abrigara el alma con palabras de amor, cuando a pesar de amarlo continuó vigilándole sin que él lo supiera. Por eso, ese fin de semana más que nunca, su casa fue el refugio en el que nadie pudo encontrarla. Tan solo la pena que vivía instaurada en su corazón.
Después de dos días y tres noches de lágrimas, el martes despertó deprimida y sin fuerzas para abandonar la cama. Tenía un fuerte dolor de cabeza provocado por la tensión y los llantos. Sin ánimos para nada, comprendió que no podía presentarse en la tienda con aquel aspecto de muerta en vida.
Hizo un esfuerzo por levantarse y llegar hasta la cocina para llamar a Lourdes. Le contó lo del dolor de cabeza, pero omitió el resto de la historia. Le dijo que necesitaría todo el día para reponerse. Después se sentó junto a la mesa y se tomó una aspirina con medio vaso de agua.
No había vuelto a la cama cuando sonó su teléfono móvil. Era Carlos, preocupado porque no había sabido de ella en todo el fin de semana.
—Dice Lourdes que no irás a trabajar porque no te encuentras bien.
—Es un simple dolor de cabeza —musitó friccionándose la sien derecha con los dedos—. He tomado una pastilla. Se me pasará en cuanto duerma un rato.
—No me has cogido el teléfono desde el sábado por la noche —insistió—. ¿Te ha ocurrido algo? —preguntó con preocupación.
—Carlos, ¡por Dios! —Se levantó y fue hacia la ventana—. No es más que una jaqueca.
La excesiva pasión en la respuesta no convenció a su amigo.
—De acuerdo —aceptó resignado—. No te agobio con más preguntas. Te dejo para que duermas y te recuperes cuanto antes. Te llamo esta noche —dijo con cariño.
—Mejor espera a que llame yo —respondió cerrando los ojos—. Lo haré cuando se me pase.
Hubo una pausa al otro lado del auricular. _____ escuchó un suave resuello y supo que Carlos estaba tenso. Después de tantos años, no tenía demasiados secretos para ella.
—No me estás ocultando nada, ¿verdad? —insistió él con cautela—. No ha ocurrido nada que te haya disgustado.
_____ volvió a asegurarle que todo estaba bien y que estaría aún mejor después de un buen sueño. Le dijo que le emocionaba su preocupación, pero también le pidió que se relajara de vez en cuando.
Tras colgar, no se apartó de la ventana, el lugar en el que había pasado más tiempo durante las últimas horas preguntándose dónde estaba él, qué hacía ahora que había recuperado una parte de su libertad. Volvió a contemplar los jardines, los bancos, el parquecito con el tobogán rojo. Suspiró con desánimo y, de pronto, su semblante triste se descompuso. En unas décimas de segundo pasaron por su mente todas las veces en las que había encontrado a Carlos en los alrededores de su portal, con actitud vigilante, observando repetidamente esos lugares que ella misma cuidaba desde que sabía que Joe estaba libre. «Deformación profesional», había llamado él a ese gesto de mirar hacia los lados con insistencia. Con demasiada insistencia, pensaba ahora.
No podía ser. Suspiró y se frotó con los dedos su rostro cansado. Se negaba a aceptar lo que de pronto le había llegado a la mente. Carlos no podía saber que Joe estaba en libertad. Si lo hubiera sabido lo habría comentado con ella; eran amigos... Pero también era cierto que él nunca había inspeccionado a su alrededor con la obstinación con la que venía haciéndolo las últimas semanas.
En un instante la furia ocupó el espacio en el que hasta entonces había estado su dolor de cabeza. Incluso su cansancio había desaparecido cuando llegó al portal después de haberse vestido con prisa. Miró hacia los lados y hacia los jardines esperando hallar algún rastro de Carlos o de su coche. Comprobó que nadie que ella pudiera ver la vigilaba ese día y salió hirviendo de indignación.
Apenas pisó las losetas grisáceas de la jefatura, preguntó si el comisario de la Brigada Central de Estupefacientes se encontraba en su despacho y si estaba solo. Ante las dos respuestas afirmativas se internó por el pasillo con paso firme y casi marcial. No necesitó mostrar acreditación ni tener concertada cita con nadie. Había sido miembro del cuerpo y, además, tenía el permiso especial del jefe para que entrara y saliera cuando quisiera.
Esta vez no se detuvo en la puerta para golpearla con suaves y rítmicos toques que recordaran a una canción, ni la abrió despacio para asomar primero el rostro y regalarle su mejor sonrisa. Esta vez entró con la fuerza desatada de un huracán, dispuesta a arrasar con quien la había engañado.
Carlos, sentado ante su escritorio, la miró sorprendido. No tuvo tiempo de preguntarse por el motivo de su repentina aparición ni de interesarse por su jaqueca. Solo entendió que llegaba derramando furia por sus grandes ojos grises.
—¿Por qué no me avisaste? —bramó ella, al tiempo que cerraba con un portazo y se acercaba a la mesa—. ¿Qué pretendías al ocultármelo?
El rostro del comisario se endureció mientras la preocupación y la ira le revolvían el estómago. Odió haber acertado con su presentimiento.
—¡Maldito cabrón! —resopló como un animal rabioso—. Se ha atrevido a presentarse ante ti. ¡Por eso estás mal!
Su airada respuesta aceptando su culpa aumentó la irritación de _____ hasta encenderle la sangre del rostro.
—Sabías que ocurriría. Has pasado días enteros vigilando mi casa, vigilándome a mí mientras me hacías creer que mirabas alrededor por «mera costumbre» —acentuó con ironía.
—Quería protegerte. —Se disculpó fingiendo un poco de calma—. Sabes que siempre lo hago.
—¿Protegerme? Lo único que tenías que haber hecho era decirme que él ya estaba en la calle. Nada más. ¡No necesito protección! —clamó con impotencia.
—Soy muy consciente de todo lo que has sufrido por su causa —comentó con suavidad—. No quería que volvieras a recordarle. Me pareció más prudente vigilar hasta cerciorarme de que él no te buscaba. Te juro que terminé creyendo que no lo haría. Pero no te preocupes. Me aseguraré de que no vuelva a molestarte.
—¡No te atrevas a hacer nada! —gritó—. No ha sido él quien me ha buscado. Nuestro encuentro fue del todo casual, en la calle en la que vive. Y fui yo quien di con él.
—¿Casual? —preguntó, de nuevo exaltado—. ¿Estás segura de que fue casual? No seas ingenua. Él ya no vive en esa calle. Ni siquiera vive en Bilbao. —Ella abrió los ojos con asombro—. Es un cabrón muy listo. Te aseguro que si tú le encontraste fue porque él quiso que lo hicieras.
—No lo creo —musitó sin ninguna firmeza—. Él tomaba un café cuando entré. Durante un buen rato ni siquiera fue consciente de que yo estaba allí, a su espalda.
—¿Recuerdas lo que te dije cuando te adjudiqué su seguimiento en la operación?
_____ asintió y volvió a verse en aquella noche que no olvidaría nunca.
Carlos ha aparcado cerca del portal del sospechoso. Ha anochecido mientras aguardan a que salga de casa para que ella pueda echarle un primer vistazo. Hace poco que él le ha confesado que la ama y compartir la estrechez y la oscuridad del coche está resultando turbador, aunque no incómodo. Ella está impresionada. Que ese hombre inteligente y atractivo, al que ha visto trabajar con valor y eficacia, se haya fijado en ella le resulta halagador. Aun así, su respuesta ha sido que le conceda un poco de tiempo para analizar si lo que siente por él es amor o simple admiración.
—Ése es —dice el comisario cuando el sujeto aparece en el portal—. El de pelo oscuro.
Ella le mira. Es alto, delgado. Viste pantalón negro y una camiseta blanca bajo la que se adivinan hombros anchos y marcados músculos.
—No tiene aspecto de delincuente —opina ante la imagen atractiva y seductora.
—No te fíes de él —aconseja Carlos—. Síguele de cerca pero, por favor, no te confíes. Es un pringado que está al final de la cadena, pero no sabemos lo peligroso que puede ser. Cualquiera que trate con alguien como Carmona es un delincuente sin escrúpulos.
El sospechoso camina por la acera con paso lento y firme, en actitud relajada, y ella contempla todos sus movimientos. Deduce que algo agradable le debe de cruzar por la mente en el instante en el que está a la altura del vehículo, porque su boca se curva en una fascinante sonrisa.
—Es guapo —comenta mientras ella misma se echa a reír—. Es muy, muy guapo.
—Vuelvo a repetir que no te fíes de él. La buena pinta no es garantía de nada. Los mayores cabrones que conozco llevan traje y corbata, y se hacen llamar don.
—No te preocupes. —Ella le mira en el momento en el que el hombre sale de su campo de visión—. Tendré cuidado, como siempre. ¿O es que no te fías de mí? —pregunta en tono de broma.
Carlos suspira con suavidad mientras sus manos rozan el cuero del volante y sus ojos la acarician a ella.
—Te confiaría mi vida —susurra con ternura—. Sin dudarlo ni un instante. Pero te quiero, y eso hace que a veces me preocupe en exceso.
El sonido del teléfono que había sobre la mesa la sobresaltó sacándola de sus pensamientos. Carlos dejó que sonara. Tenía toda su atención puesta en el rostro silencioso y preocupado de _____. Se levantó y rodeó el escritorio para acercarse a ella.
—Permíteme que le pare los pies —dijo con suavidad—. No me obligues a contemplar con impotencia cómo te destroza de nuevo.
Ella negó con un movimiento casi imperceptible de cabeza.
—Me destrocé yo misma, no lo olvides. De todos modos, ¿cómo supiste que estaba en libertad? ¿Cómo sabes dónde vive?
—Pedí que me mantuvieran informado. —La contempló en silencio, recordando lo doloroso que fue saberla en brazos de aquel tipo—. Él no fue otro de tus trabajos. Siempre presentí que una vez que estuviera libre te buscaría. —Sonrió al añadir con ternura—: No eres mujer a la que se olvide fácilmente.
—Debiste decírmelo —le amonestó dolida—. De haberlo sabido no me habría acercado a los sitios que él frecuentaba —dijo sin mucha seguridad.
—No sigas pensando que ha sido coincidencia. Él te ha buscado —afirmó sin vacilar—. Pero te juro que no volverá a hacerlo.
—Quiero que le dejes en paz —pidió mirándole a los ojos—. No pretende verme, estoy segura. No obstante, si por alguna extraña razón llego a necesitar ayuda, te aseguro que te la pediré.
—Está bien. —Carlos le acarició la mejilla con los dedos—. Se hará a tu manera, pero con una condición. —Ella pestañeó, atenta—. Si vuelve a acercarse a ti me lo dices aunque creas que no necesitas defensa, aunque pienses que le has visto por puro accidente.
_____ asintió sin titubeos y, aunque enojada, se pegó a él para que la consolara como solía hacerlo. Él la estrechó entre sus brazos y apoyó la mejilla en su cabellera. Le preguntó si había desaparecido su jaqueca. Después le musitó palabras que la relajaron y continuó con otras que la hicieron sonreír.
Mientras tanto, él se reafirmaba en su intención de no permitir que nadie volviera a lastimarla jamás. A él no le iba eso de esperar acontecimientos, de confiar en que las cosas no ocurrieran. Él era partidario de afrontarlas cuando aún tenían solución. Opinaba que la prevención evita mucho sufrimiento innecesario. Más ahora, cuando quien estaba en riesgo era _____. Su _____.
Natuu♥!!
De modo instintivo, como en un involuntario acto de defensa, se había colocado de espaldas a la puerta, y no de cara como hizo durante meses en el pasado. Cuando ella apareciera esa tarde de sábado, él no la vería y, sobre todo, ella no podría verlo a él. Mientras inhalaba el cigarrillo recordó que solía dejar de respirar al verla entrar. Se quedaba inmóvil, absorto, sonriendo como un bobo mientras ella se acercaba vaporosa y cálida como en la visión de un sueño.
Bajó la mirada hacia su café intacto. La espuma de la superficie había ido desapareciendo al tiempo que se quedaba frío en la taza. Algo le hizo erguirse. Fue como si el viento que soplaba en el exterior hubiera atravesado el ventanal y hubiera girado en torno a la mesa. Sintió un estremecimiento que comenzó en sus entrañas y le recorrió todo el cuerpo erizándole la piel. Pero el cristal seguía en su lugar. Cerró los ojos y trató de prestar atención al resto de sus sentidos.
_____ llegó con el mismo paso lento de cada sábado. Se adentró sin mirar hacia los lados, como si únicamente existiera la mesa del fondo y allí la esperara él para repetirle cuánto la amaba. Llevaba cuatro años haciendo aquella entrada con la misma emoción, con la misma tristeza. Cuatro años viviendo de sensaciones que ni quería ni podía olvidar.
Advirtió con desilusión que aquella tarde un hombre estaba sentado en su rincón. Con un suspiro de resignación se quitó el abrigo y ocupó la mesa contigua. Mientras aguardaba al camarero volvió a mirarle un poco resentida porque le hubiera robado su espacio. Contempló sus hombros, que se adivinaban rectos y firmes bajo la suave lana de un suéter negro. Continuó por la bronceada nuca y por su cabello corto. Después se fijó en las manos, grandes y delgadas, y en los largos dedos que sujetaban un cigarro humeante. Se estremeció al recordar otros dedos parecidos acariciándole la piel.
Frotó con suavidad su propia nuca y sonrió con benevolencia. Seguía emocionándose cuando pensaba en él, y eso ocurría todos y cada uno de sus días. Sobre todo en ese lugar donde en el pasado se dijeron tantas cosas. Poco importaba si no podía sentarse en su rincón y debía conformarse con contemplarlo; las sensaciones eran las mismas, los momentos felices seguían intactos en su memoria.
Recordó que Joe solía bromear con que en un lugar como ese, de inspiración mudéjar, las declaraciones de amor quedaban cautivas entre sus paredes para siempre. En una ocasión lo comparó con lo que el sultán Solimán hizo con las palabras de los cuentos de Las mil y una noches, encerrándolas entre los muros y las sedas de su palacio para la eternidad.
Continuó sin apartar la mirada de la espalda del joven. Había algo en aquel hombre que la desconcertaba. Que le hacía pensar en Joe con más intensidad que cualquiera de las veces que se había sentado en aquel lugar, precisamente para recordarle. Para rememorar la visión de sus dedos rozando la mesa con vacilación cuando fingía que tropezaban con los suyos. Para ver la pasión que durante un tiempo brilló en sus ojos castaños, para embriagarse de nuevo con la ternura de su sonrisa.
El camarero llegó con una bandeja, dejó sobre la mesa una tacita con café, y ella suspiró mientras miraba cómo añadía la leche y se iba aclarando el color tostado. Pensó que debía abandonar esa vieja costumbre de los sábados, porque recordar no le hacía ningún bien. Volvió a sonreír, ahora con resignación: ese era un caso perdido. Llevaba demasiado tiempo prometiéndose que se apartaría del ritual que la sumía en la nostalgia. Pero siempre regresaba. Regresaba a la cafetería como si de ese modo pudiera regresar un poco junto a él.
Joe absorbió el cigarrillo con fuerza. Hacía rato que había intuido la presencia de _____. Primero había sido una punzada fría en la nuca seguida de un estremecimiento de su columna vertebral. Después, el dulce olor a azahar se lo confirmó. Le costó mantener la calma. Llenó sus pulmones de humo cuando lo que necesitaba era aire. Se le hacía difícil respirar y luchó por que la situación no le controlara.
Aplastó la colilla en el cenicero y sacó otro cigarro del paquete, que volvió a dejar sobre la mesa. Se preguntó si merecía la pena encararse con ella. Ese no era el plan. De hecho, eso podía echar a perder el bendito plan que había urdido durante años. Lo lógico era que se quedara donde estaba. Quedarse donde estaba, fumarse todos sus cigarrillos y esperar. Esperar a que ella se largara sin que le hubiera visto. Eso era lo lógico, pero no fue lo que hizo.
Incapaz de atender a sus propios razonamientos, se dejó dominar por la rabia, por el odio, por una repentina sed de venganza inmediata. Apenas tuvo la lucidez suficiente para obligarse a mantener un mínimo de calma, aunque fuera una calma aparente. No quería que ella le viera afectado. Podía mostrarle su rencor, pero nunca más le dejaría ver su debilidad.
Se levantó, despacio, consciente de que ella observaba todos sus movimientos. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y crispó la mano con la que asió su cazadora. Se concedió un instante para tomar aire y cogió su tabaco antes de volverse con lentitud.
Sus ojos se hundieron como afilados vértices de hielo en los sorprendidos ojos de titanio. Por fin la tenía enfrente. Por fin podía arrojarle su desprecio. La satisfacción dibujó en sus labios una sonrisa mordaz mientras se acercaba sin dejar de mirarla.
El impacto paralizó a _____. La cucharilla que sujetaba entre los dedos se desprendió salpicando de café la blancura del mármol. Su cuerpo, de pronto frío como un glaciar, comenzó a temblar por dentro. El hombre al que había estado escudriñando no era ningún extraño ni le había robado su rincón. Le había robado el corazón hacía años. Le había robado el corazón y se había quedado con él para siempre.
—¿Sorprendida? —preguntó al tiempo que dejaba su prenda de cuero en una de las sillas y arrojaba el tabaco sobre la mesa.
Ella se encogió en el asiento cuando esa voz la devolvió a la realidad. Era la misma voz herida de años atrás, pero con más energía y más odio. Y aquella inquietud que la invadió al escucharle en el pasado, y que aún intentaba desterrar de su mente, la golpeó de nuevo con contundencia.
—Me imaginabas todavía a la sombra —continuó diciendo a la vez que clavaba los dedos en el respaldo de otra silla y la arrastraba hacia él. Mientras se sentaba, su corazón tronaba como el centro de una tormenta.
Ella abrió la boca sin saber qué decir. Estaba tan cerca que podía escuchar el acelerado sonido de su respiración mientras ella se ahogaba en una mezcla de sentimientos. La actitud de él era retadora, doliente, furiosa. La miraba como si pretendiera despedazarla con su odio. Aquella ferocidad herida le recordó a un depredador que hostiga a su presa, a la que no dejará escapar con vida.
—Me emociona tu recibimiento —prosiguió Joe. Apoyó los antebrazos en la mesa y juntó las manos buscando un poco de autocontrol—. Es agradable reencontrarse con los que te quieren.
_____ no podía apartar los ojos de él. Verlo le provocaba una dicha contenida que solo estallaba en su interior. Una dicha que amenazaba con hundirse en el miedo que el nuevo Joe le infundía. Nerviosa, carraspeó para comprobar si aún podía generar algún sonido.
—Me alegra que... —Sintió ahogo y apresó un aire que no la alivió—. Me alegra que estés libre.
Joe emitió una suave risa al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza. Aún sonriente, inclinó el cuerpo sobre la mesa y acercó su rostro al pálido y tembloroso de _____. Les separaban apenas unos centímetros cuando su expresión cambió tornándose fría y dura.
—No me jodas —musitó entre dientes—. Tú me metiste allí. Tú me traicionaste. Tú me vendiste. —Chasqueó los labios con gesto de fastidio—. Tu trabajo conmigo fue impecable. ¿No te concedieron una medalla o cualquier otra distinción?
_____ sintió sobre sí la inmensidad de su ira. Le brotaba de sus ojos castaños maltratándola, hiriéndola, atravesándola sin ninguna piedad.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con un susurro.
—Qué quiero de ti... —Dejó de mirarla un instante. El tiempo justo para sacar un cigarro. Lo encendió con la mirada clavada de nuevo en el rostro confundido. Contemplar su expresión temerosa le gustaba y le ayudaba a dominar su propia ira—. ¿Qué crees tú que puedo querer? —interrogó con sarcasmo.
Ignoró la pregunta porque le aterraba la respuesta. No lo reconocía tras esa frialdad hiriente. El ser humano que recordaba se había desvanecido como se disipaba el humo del tabaco que aquel nuevo hombre expulsaba por su boca. Y ella, tan pequeña y miserable como se sentía a su lado, se sabía la responsable de aquel cambio.
—Intenté explicarte —musitó con ojos vidriosos. Sus dedos sujetaban con fuerza el borde de la mesa—. Intenté pedirte perdón... pero no quisiste...
—¡Qué fácil! —Sorbió el cigarro con lentitud, controlando su ansia por inhalar hasta conducir el humo a su cerebro—. Me jodes la vida y quieres arreglarla con una explicación. Mírame bien —ordenó con desprecio, y aguardó unos segundos que para _____ resultaron eternos—. ¿De verdad crees que estoy aquí para recibir una explicación? —Ella negó en silencio—. De todos modos, podemos probar algo. —Separó las piernas y apoyó la espalda contra el respaldo—. Yo destrozo ahora todo lo que eres y todo lo que tienes, y después me explico y te pido disculpas. Así compruebas por ti misma hasta qué punto estoy esperando esa excusa.
_____ tragó de nuevo. Esta vez el dolor fue también físico. Un nudo de la consistencia de una piedra se le había encajado en la garganta. Ver en sus ojos el brillo de una amenaza real le rompió el corazón. Asustada, se puso en pie para alejarse de él todo cuanto pudiera.
—¿Dónde crees que vas? —preguntó tensando la mandíbula y aplastando entre los labios la boquilla del cigarro.
—No quiero seguir oyéndote —musitó al tiempo que extendía el brazo para alcanzar su abrigo. El corazón le golpeaba con ímpetu en las sienes.
En un instante Joe abandonó el respaldo y recuperó su posición junto a ella. Cerró la mano en torno a su muñeca y la inmovilizó oprimiéndola sobre la superficie fría de la mesa.
—Pues lo harás —amenazó ofensivo—. Yo he perdido cuatro años de mi vida por tu causa. No ocurre nada porque tú malgastes cuatro minutos de la tuya escuchándome. Me los debes —masculló con la misma dureza con la que le estaba destrozando la articulación.
—Me haces daño —musitó alarmada, mirando con timidez a su alrededor por si alguien salía en su defensa.
Joe expulsó el humo despacio, disfrutando de su miedo. Aquella escena, vista a distancia, parecería una tontería de enamorados. Eso si cualquiera llegaba a fijarse, cosa que dudaba.
—Siéntate y dejaré de hacerlo —prometió con frialdad.
Ella contempló la arrogancia herida con la que el hombre al que tanto había amado se defendía. Al que había amado y al que aún amaba pese a no encontrarlo tras sus añorados ojos castaños, pensó mientras dejaba que el desprecio de él la empapara. Sentía que de alguna forma tenía que pagar por lo que le hizo. Él había estimado ese pago en cuatro minutos. Cuatro minutos por los cuatro años que había pasado en prisión, los mismos cuatro años en los que a ella no le habían dejado vivir los remordimientos. Tal vez debía ser así, pensó mientras volvía a tomar asiento. Pasar los últimos cuatro minutos junto a él llorando amargura, contemplando lo que ella había hecho con el amor más grande que había tenido y que jamás volvería a tener. «Cuatro minutos por cuatro años», se dijo, cuando en realidad le hubiera dado cuatro años de su vida para que él no perdiera ni uno solo de la suya.
—He tenido mucho tiempo para pensar —reconoció Joe a la vez que la soltaba—. Conseguí recordar todos nuestros encuentros, uno a uno. Conté por separado las veces que nos habíamos dedicado a follar. —Pensarlo le hacía daño, decirlo por primera vez en voz alta le rompía por dentro—. Para ser del todo exactos, debo decir que yo te hacía el amor y tú me follabas para conseguir tu objetivo —dijo con acritud. Menospreciar aquello que había sido tan importante para él le provocaba una amarga sensación de desquite—. Pero da igual como lo llamemos. La cosa es que he hecho cuentas. —Descargó en el cenicero la ceniza acumulada en su cigarro—. He pasado en la cárcel mil cuatrocientos noventa y un días —dijo tan despacio como si cada segundo pesara como una losa—. He follado contigo en veintisiete ocasiones, pensando siempre que era gratis —precisó mientras los ojos secos de _____ se desbordaban por dentro—. Pero al final resulta que cada puto polvo lo he pagado con algo más de cincuenta y cinco días de encierro. —El tono de su voz se endureció—. Casi dos meses a cambio de un poco de pasión fingida. Me ha salido un tanto caro, ¿no crees? —preguntó con saña—. Eres buena, lo reconozco, pero no tanto como para eso.
_____ bajó las manos hasta su regazo ocultándolas bajo el mármol de la mesa para estrujarlas una contra la otra, dispuesta a respetar el momento que le pertenecía a él, a escucharle con la humildad de quien se sabe culpable de algo que nadie podría reparar.
—¡No me trates como a un idiota! —masculló furioso ante su silencio—. Ya no. No, después de que mostraras tu juego y el de ese... ¿cómo llamarlo? —se preguntó a sí mismo—. ¡Cómo se puede llamar a un hombre que permite que su chica folle con otro para conseguir méritos, medallas o lo que quiera que les den cada vez que hunden en la miseria a un desgraciado! —Ella se puso de nuevo en pie y él volvió a sujetarla por la muñeca—. Disculpa si estoy siendo muy grosero —musitó con aparentada gentileza—. Ya sabes, la cárcel embrutece. Procuraré contenerme para no herir tu delicada sensibilidad.
—No voy a seguir escuchándote. Así no —aseguró mientras luchaba por liberar su brazo.
—Lo vas a hacer porque no he terminado —advirtió entre dientes, tirando de ella con brusquedad—. Hay algo para lo que sí quiero tu explicación —añadió cuando comprobó que se quedaba quieta—. El caso de Manu. Eso fue muy distinto, porque pagó sin haber obtenido ninguna recompensa. Deberías haber sido un poco más justa y, ya que tenías pensado jodernos a los dos, deberías haber follado también con los dos. —Dio una profunda calada al cigarro mientras contemplaba el asombro en los ojos de _____—. No a la vez, por supuesto. No soy tan pervertido. —Aplastó el pitillo en el cenicero. Necesitaba ocultar que su pulso no era del todo firme—. Podías haberlo hecho conmigo los días pares y con él los impares, ¿no te parece?
El insulto la enfureció y su intención de soportar sus recriminaciones se evaporó. Apretó los dientes a la vez que alzaba la mano para cruzarle la mejilla. Él se la sujetó con rapidez, le acercó el rostro y masculló con rencor:
—Reconocerás que no fue razonable que a mí me concedieras el consuelo de los polvos y él perdiera la vida a cambio de nada.
_____ se agitó para que la soltara, pero al no conseguirlo dejó de luchar.
—No pasa ni un solo día en el que no lamente su muerte —dijo comprimiendo los labios.
—¡Qué curioso! —Ironía y rabia se entremezclaban en el fondo de sus ojos—. No me pareció ver ninguna pena en ti mientras estabas allí, parada, contemplando cómo se desangraba entre mis brazos mientras yo suplicaba ayuda. ¡Era mi hermano! —aulló con dolor, soltándola como si de pronto le asqueara su contacto—. Era mi hermano pequeño y yo habría dado la vida por él. Mil vidas habría dado si las hubiera tenido para que él pudiera vivir la suya. Él era mi responsabilidad y le fallé. No vuelvas a decir que lamentas su muerte —amenazó lleno de furia—. Si lo haces te juro que te arranco el corazón con mis propias manos.
—Es muy probable que no llegaras a encontrarlo.
Su voz sonó como un susurro tenue que no llegó a terminar. Pensó que ante el sufrimiento real e inenarrable de Joe, no tenía ningún derecho a hablar del que a ella le había desgastado el corazón hasta hacerlo desaparecer. Contempló los ojos cargados de rencor que brillaban como cristales transparentes y húmedos.
Joe percibió que algo había cambiado. Ella seguía asustada y temblorosa, y aún podía estarlo más si continuaba lacerándola, pero había algo nuevo en el fondo de su mirada. Algo que no pudo descifrar. De pronto sintió que a pesar del tiempo transcurrido, el débil continuaba siendo él. Poco importaba que no le quedara nada que perder. Presentía que, de algún modo inexplicable y absurdo, él sería el único que volvería a sufrir.
—Vete —ordenó confundido ante ese pensamiento—. Lárgate de aquí y no vuelvas jamás.
_____ tardó en reaccionar. Pensó que si se ponía en pie, sus piernas no la sostendrían. La expresión amenazante y a la vez indefensa de Joe la desconcertaba. El miedo que le provocaba se enredaba con la ternura que su padecimiento le inspiraba, con la pena que le causaba haberle lastimado, haberle perdido. Apartó la taza empujando despacio el borde del plato. Deseaba decir muchas cosas. Todas las que llevaba años explicándole en silencio. Todas sus baldías disculpas, todas sus razones, todo su amor. Pero temió que si abría la boca él no dudaría en arrancarle el corazón, tal y como había jurado que haría.
De pronto le pareció que llevaba una eternidad quieta, mirándole. Se estremeció al pensar que, si tardaba un segundo más en irse, él le repetiría la orden. Se levantó despacio, asegurándose de que sus fuerzas no la dejarían caer. Cogió el abrigo y el bolso y se volvió con lentitud. El temor y la esperanza de que la detuviera con una palabra la acompañaron hasta la salida. Pero la voz no llegó a sus oídos.
Una vez en la calle, fuera del alcance de su mirada, apoyó la espalda en la pared del edificio. Su cuerpo comenzó a temblar a la vez que la invadía el llanto. Se había preguntado muchas veces lo que la penitenciaría haría con él. Había buscado infinidad de informes sobre la vida en prisión, sobre los efectos psicológicos que causaba ese tipo de vida, sobre la difícil adaptación al mundo real una vez recuperada la libertad. Nada de cuanto había leído la había preparado para el impacto que le había producido el verlo hundido, el verlo transformado en un hombre tan diferente al que la enamoró.
Se cubrió el rostro con el abrigo y lo empapó de lágrimas. Pensó que debía alejarse de allí antes de que él saliera. Si salía. Porque por un instante albergó el estúpido anhelo de que todo hubiera sido una cruel pesadilla. Confió en que de un segundo a otro despertara en su cama y todo siguiera estando igual. Gris y vacío, pero igual que durante los cuatro últimos años. Un fría ráfaga de viento llegó pegada al suelo, le rodeó las piernas y ascendió adherida a su cuerpo dejándola congelada. Se le desvaneció la esperanza. El frío era real, el sufrimiento era real, y presentía que además de real el sufrimiento iba a ser eterno.
Tras el enfrentamiento con _____, el ánimo de Joe se resintió. Tenía motivos para hacerlo. Se había dejado ver por ella, le había mostrado su odio y hasta le había hablado de devolverle ojo por ojo. Solo le había faltado detallarle su maldito plan, se dijo al tiempo que enterraba el rostro en la almohada para ahogar un grito de rabia. No le quedaba ni el consuelo de haberle arrojado todo el resentimiento que acumulaba, todo el desprecio que ella merecía. Ya no respiraba en paz, no descansaba. Tenía grabados en la mente sus ojos asustados, sus labios temblorosos, su aspecto de ángel... de maldito ángel del infierno que se empeñaba en invadir sus pensamientos de modo constante.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, frente a su taza con café frío, consumiendo un cigarro tras otro sumido en el murmullo del ir y venir de la gente, en sus voces, en sus risas. Solamente recordaba que la vio marchar y que ya no pudo apartar la mirada del lugar por el que había desaparecido. Que se ahogó en un mar revuelto de pasiones enfrentadas. Que cuando se puso en pie le dolían el cuerpo y el alma. Que cuando atravesó la puerta de salida recuperó el olor a azahar y la odió con todas sus fuerzas por lo que continuaba haciéndole.
Cansado de dar vueltas, abandonó la cama de un salto y se puso el pantalón y una camiseta blanca. La casa ya tenía una temperatura aceptable. Era lo bueno de los fines de semana, que podía aguardar entre mantas mientras la calefacción cumplía con su cometido. Cogió el tabaco de la mesilla y dejó que el delicioso olor a café le condujera hasta la cocina. Allí Rodrigo preparaba lo que consideraba que debía ser el perfecto desayuno de las mañanas sin prisa, como la de ese lunes festivo.
—Buenos días —saludó desde la puerta. Extendió los brazos y los apoyó en los marcos, como si necesitara sujeción. Pero quien necesitaba apoyo era su espíritu, y sabía que para eso no existían puntales.
—Sí que van a ser buenos —respondió Rodrigo según terminaba de cuajar unos huevos revueltos—. No llueve ni parece que vaya a hacerlo. —Le miró un segundo—. Puede que así mejore también tu humor.
—A mí humor no le ocurre nada —aseguró Joe, al tiempo que entraba y se sentaba frente a una taza de café humeante y un plato con cuatro tiras de bacón.
Encendió un cigarro y recibió con satisfacción su primera dosis de nicotina. Si hubiera sabido qué otra cosa hacer para aplacar el desasosiego que le perseguía desde el sábado, lo hubiera hecho. No habría importado que la solución hubiera consistido en clavarse alfileres bajo las uñas.
—¿No puedes esperar hasta después del desayuno para empezar a envenenarte? —preguntó Rodrigo, que se acercó para distribuir el revoltijo amarillento en los dos platos.
—Envenenarme —repitió antes de llenarse los pulmones con otra bocanada de humo—. ¡Hay tantas cosas que me envenenan y no las abandono!
Rodrigo dejó la sartén en el fregadero y tomó asiento frente a su desayuno.
—Espero que no lo digas por lo que acabo de cocinar —bromeó, pero un instante después se puso serio—. ¿Qué pasa? ¿Hay algo que no me estás contando?
—Nada que no sepas. —Evitó mirarle para que no leyera en sus ojos la mentira. No podía hablarle de la insensatez que había cometido. Ya se sentía suficientemente mal. No necesitaba que le dijera lo necio que había sido. Se lo repetía él mismo constantemente.
Rodrigo no le creyó. Sospechaba que algo había ocurrido el sábado. Solo así podía explicarse la nueva y desconcertante actitud que su amigo mantenía desde entonces.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó pinchando con el tenedor sobre sus huevos revueltos—. ¿Viene Bego?
—Sí. —Cogió una tira de bacón con los dedos, se la llevó a la boca y descubrió que tenía hambre—. Hemos quedado para ir al cine esta tarde.
Apagó el pitillo y se concentró en su desayuno. El día anterior apenas si había probado bocado en la comida y tampoco había cenado. Se había sentido saciado de impotencia y continuaba igual. Pero el hueco vacío de su estómago, insensible a su estado de ánimo, comenzaba a protestar.
Durante unos minutos los dos comieron en silencio. Joe lo hizo con el aire ausente y perdido, con el que ya se había levantado el día anterior; su amigo lo hizo pensativo, a ratos quizá tenso.
—¿Has meditado lo que te propuse? —preguntó de pronto Rodrigo.
—No hay nada que meditar, ya te lo dije.
—Está bien —aceptó con desgana—. Entiendo que no quieras acompañarnos. Aunque te haya prometido que no discutiré con mi padre, en el fondo los dos sabemos que acabaré haciéndolo. —Soltó un pequeño bufido—. No es agradable pasar la Navidad en medio de una de nuestras broncas. Pero al menos acepta la invitación de Bego —suplicó una vez más—. No tienes por qué estar solo esa noche.
—Tampoco tengo que estar con la familia de otros —afirmó con desapego.
—Bego no lo va a entender.
—Bego ya lo ha entendido —dijo recordando sus protestas—. Es sencillo: no hay familia, no hay Navidad. —Clavó el tenedor en la última tira de bacón—. Además, estos días no dejan de ser una estupidez.
Rodrigo le había llegado a jurar que durante la cena contaría hasta cien, que incluso era posible que hasta doscientos, antes de responder a cualquier impertinencia de su padre. Pero Joe tenía claro lo que quería. Lo mismo que venía haciendo durante años: estar solo y recordar a los suyos.
—Hay algo que no entiendo —soltó Rodrigo con impaciencia—. Tienes a tu lado a una mujer fantástica que cualquier hombre desearía para sí. Una mujer que te quiere, que se desvive por agradarte —opinó enojado—. Debería escapársete por los poros la felicidad que no te cupiera dentro, pero no es así.
—No se trata de ella. —Apartó su plato y cogió por el asa su taza de café—. Ella es lo mejor que tengo —confesó sin pudor—. El problema está en mí, pero terminará en cuanto me tome venganza —dijo ocultando su temor al imprevisible rumbo que tras su estupidez podían tomar las cosas.
—¿Y por qué no se queda alguna vez? —se atrevió a preguntar por fin Rodrigo—. Tú pasas en casa tres noches a la semana y vuelves a dormir en la prisión los cuatro siguientes. No entiendo por qué sale a esas horas de tu cama para irse a la suya. Me parece algo... —Calló al no encontrar palabras que no ofendieran—. No lo entiendo —repitió con impotencia.
—Tengo mal dormir y tengo mal despertar —se justificó Joe. Tomó un trago de su café y dejó la taza sobre la mesa. La conversación comenzaba a incomodarle.
—¿Has olvidado lo que se siente al despertar abrazado a una mujer? —insistió Rodrigo dejando el tenedor sobre su plato medio lleno—. Ese instante en el que abres los ojos y la ves, y recuerdas cómo ha gemido para ti, y sabes que en unos momentos volverá a hacerlo.
—Ignoraba que tuvieras ese punto romántico —interrumpió Joe, que trató de reír pero no pudo—. Me sorprendes.
—Cuida lo que has comenzado con Bego —aconsejó consciente de que su amigo utilizaba la ironía como defensa—. Cualquier hombre mataría por una mujer como ella. Yo lo haría —precisó en voz baja y mirándole de soslayo.
Si esperaba una reacción de hombre celoso, no la encontró. Eso le molestó y le agradó sin saber cuál de los dos sentimientos era más intenso.
—Definitivamente eres un romántico. Yo también lo fui —explicó Joe mientras se levantaba y dejaba su plato y su taza en el fregadero—. Pero no te preocupes. Esa es una enfermedad curable.
—Así que tú la has superado y te has convertido en un cínico —comentó con intención de provocarle para que reaccionara como creía que debía hacerlo.
—¿Crees que es un mal cambio? —preguntó al tiempo que salía de la cocina y se dirigía a la ducha sin darle ocasión a responder.
«Despertar con una mujer», se repitió poco después, inmóvil bajo el chorro de agua caliente. ¡Cómo no iba a recordar lo que era dormir y despertar junto a una mujer! ¡Cómo no iba a hacerlo, si abrir los ojos y encontrarse con los ojos grises de _____ que le miraban con amor era lo más fascinante que le había tocado vivir! Por eso no quería que el amanecer le encontrara con mejillas femeninas descansando en su almohada, ni con miradas dulces y somnolientas ni con piernas enredadas en las suyas, aunque esas piernas fueran las de Bego. No quería evocar a _____ de ese modo. Su odio le desgarraba las entrañas cuando recordaba todo el amor y la dicha que había sentido al contemplarla cada mañana, a ella, la mayor y más cruel mentira de su vida.
También fue un largo y duro fin de semana para _____. No tuvo ánimos para pisar la calle ni siquiera para comprar el pan o el periódico. Consumió gran parte del tiempo junto a la ventana, oteando a lo lejos el puente levadizo, los jardines, el parquecito con el tobogán rojo. Temía y deseaba verlo aparecer. Desde su encuentro, pensar en él le provocaba un cúmulo de sentimientos que nacían en la ternura para desembocar en el miedo. Había estado segura de que no volvería a verlo, y no porque no lo deseara ella o no lo necesitara su corazón. Él se lo había dejado claro la última vez que se vieron en el pasado. Y ella había vuelto a recordar aquel momento.
Mientras escrutaba el exterior buscando rastro de Joe, había posado los dedos sobre el cristal frío, había cerrado los ojos y se había encontrado ante otro cristal mucho más grueso...
Espera a que él aparezca al otro lado, arrepentida como nunca por no haberle contado la verdad a tiempo, suplicando por que la crea y la perdone ahora, cuando va a explicarle todo y a decirle que en su amor no ha mentido, que le ama con toda su alma y así le amará siempre.
Le ve aparecer acompañado por un guardia. No percibe sorpresa en su rostro por encontrarla allí. No vislumbra ninguna emoción. En cambio, siente que su corazón sangra mientras él se acerca frío y ausente como un cuerpo sin alma.
Coge con prisa el teléfono intercomunicador. Sus manos tiemblan como las del que espera una sentencia que cambiará su vida para siempre. Él lo coge al otro lado, más despacio, como el que sabe que dispone de toda una eternidad vacía que jamás podrá llenar con nada. La mira como si no la viera. Sus ojos castaños son tumbas abiertas en las que no entra el sol. Ella puede oler su tristeza. Una tristeza que ha acabado con el hombre que fue.
—Necesito que me escuches un momento —le suplica mientras posa la mano en el cristal—. Yo no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir esa tarde en...
—Estás muerta —dice sin ninguna expresión. _____ se estremece—. No volveré a pensar en ti, porque para mí estás muerta y enterrada bajo mil metros de la tierra más árida que seas capaz de imaginar.
—Te amo —declara ella con desgarro. Las lágrimas comienzan a deslizarse por sus mejillas—. Te amo con toda la fuerza de mi corazón...
Él suelta el teléfono para no seguir escuchándola. Continúa mirándola a los ojos al tiempo que se levanta. Después le da la espalda.
_____ puede escucharle a través del auricular que sigue descolgado.
—¡Sáquenme de aquí! —grita como si se estuviera abrasando en el infierno—. ¡Quiero volver a mi celda! ¡Sáquenme de aquí!
Ella le mira hasta que desaparece acompañado de un agente.
«Ya está», se dice cuando se queda sola, con el teléfono en una mano y acariciando el cristal con la otra. «Ya ha dictado su sentencia contra mí; estoy muerta y enterrada.» Y fue así como se sintió en aquel momento y era así como se sentía ahora, después de cuatro años, mientras rozaba el cristal tras el que esperaba y temía verle aparecer.
El teléfono sonó incontables veces durante el domingo y el lunes, pero no se molestó en cogerlo. ¡Para qué hacerlo, si no quería hablar con nadie, no quería escuchar a nadie, no quería ver a nadie! El dolor era suyo. Comenzó a serlo cuando un día se miró en los ojos castaños de Joe y comprendió que se estaba enamorando sin remedio, cuando dejó que le abrigara el alma con palabras de amor, cuando a pesar de amarlo continuó vigilándole sin que él lo supiera. Por eso, ese fin de semana más que nunca, su casa fue el refugio en el que nadie pudo encontrarla. Tan solo la pena que vivía instaurada en su corazón.
Después de dos días y tres noches de lágrimas, el martes despertó deprimida y sin fuerzas para abandonar la cama. Tenía un fuerte dolor de cabeza provocado por la tensión y los llantos. Sin ánimos para nada, comprendió que no podía presentarse en la tienda con aquel aspecto de muerta en vida.
Hizo un esfuerzo por levantarse y llegar hasta la cocina para llamar a Lourdes. Le contó lo del dolor de cabeza, pero omitió el resto de la historia. Le dijo que necesitaría todo el día para reponerse. Después se sentó junto a la mesa y se tomó una aspirina con medio vaso de agua.
No había vuelto a la cama cuando sonó su teléfono móvil. Era Carlos, preocupado porque no había sabido de ella en todo el fin de semana.
—Dice Lourdes que no irás a trabajar porque no te encuentras bien.
—Es un simple dolor de cabeza —musitó friccionándose la sien derecha con los dedos—. He tomado una pastilla. Se me pasará en cuanto duerma un rato.
—No me has cogido el teléfono desde el sábado por la noche —insistió—. ¿Te ha ocurrido algo? —preguntó con preocupación.
—Carlos, ¡por Dios! —Se levantó y fue hacia la ventana—. No es más que una jaqueca.
La excesiva pasión en la respuesta no convenció a su amigo.
—De acuerdo —aceptó resignado—. No te agobio con más preguntas. Te dejo para que duermas y te recuperes cuanto antes. Te llamo esta noche —dijo con cariño.
—Mejor espera a que llame yo —respondió cerrando los ojos—. Lo haré cuando se me pase.
Hubo una pausa al otro lado del auricular. _____ escuchó un suave resuello y supo que Carlos estaba tenso. Después de tantos años, no tenía demasiados secretos para ella.
—No me estás ocultando nada, ¿verdad? —insistió él con cautela—. No ha ocurrido nada que te haya disgustado.
_____ volvió a asegurarle que todo estaba bien y que estaría aún mejor después de un buen sueño. Le dijo que le emocionaba su preocupación, pero también le pidió que se relajara de vez en cuando.
Tras colgar, no se apartó de la ventana, el lugar en el que había pasado más tiempo durante las últimas horas preguntándose dónde estaba él, qué hacía ahora que había recuperado una parte de su libertad. Volvió a contemplar los jardines, los bancos, el parquecito con el tobogán rojo. Suspiró con desánimo y, de pronto, su semblante triste se descompuso. En unas décimas de segundo pasaron por su mente todas las veces en las que había encontrado a Carlos en los alrededores de su portal, con actitud vigilante, observando repetidamente esos lugares que ella misma cuidaba desde que sabía que Joe estaba libre. «Deformación profesional», había llamado él a ese gesto de mirar hacia los lados con insistencia. Con demasiada insistencia, pensaba ahora.
No podía ser. Suspiró y se frotó con los dedos su rostro cansado. Se negaba a aceptar lo que de pronto le había llegado a la mente. Carlos no podía saber que Joe estaba en libertad. Si lo hubiera sabido lo habría comentado con ella; eran amigos... Pero también era cierto que él nunca había inspeccionado a su alrededor con la obstinación con la que venía haciéndolo las últimas semanas.
En un instante la furia ocupó el espacio en el que hasta entonces había estado su dolor de cabeza. Incluso su cansancio había desaparecido cuando llegó al portal después de haberse vestido con prisa. Miró hacia los lados y hacia los jardines esperando hallar algún rastro de Carlos o de su coche. Comprobó que nadie que ella pudiera ver la vigilaba ese día y salió hirviendo de indignación.
Apenas pisó las losetas grisáceas de la jefatura, preguntó si el comisario de la Brigada Central de Estupefacientes se encontraba en su despacho y si estaba solo. Ante las dos respuestas afirmativas se internó por el pasillo con paso firme y casi marcial. No necesitó mostrar acreditación ni tener concertada cita con nadie. Había sido miembro del cuerpo y, además, tenía el permiso especial del jefe para que entrara y saliera cuando quisiera.
Esta vez no se detuvo en la puerta para golpearla con suaves y rítmicos toques que recordaran a una canción, ni la abrió despacio para asomar primero el rostro y regalarle su mejor sonrisa. Esta vez entró con la fuerza desatada de un huracán, dispuesta a arrasar con quien la había engañado.
Carlos, sentado ante su escritorio, la miró sorprendido. No tuvo tiempo de preguntarse por el motivo de su repentina aparición ni de interesarse por su jaqueca. Solo entendió que llegaba derramando furia por sus grandes ojos grises.
—¿Por qué no me avisaste? —bramó ella, al tiempo que cerraba con un portazo y se acercaba a la mesa—. ¿Qué pretendías al ocultármelo?
El rostro del comisario se endureció mientras la preocupación y la ira le revolvían el estómago. Odió haber acertado con su presentimiento.
—¡Maldito cabrón! —resopló como un animal rabioso—. Se ha atrevido a presentarse ante ti. ¡Por eso estás mal!
Su airada respuesta aceptando su culpa aumentó la irritación de _____ hasta encenderle la sangre del rostro.
—Sabías que ocurriría. Has pasado días enteros vigilando mi casa, vigilándome a mí mientras me hacías creer que mirabas alrededor por «mera costumbre» —acentuó con ironía.
—Quería protegerte. —Se disculpó fingiendo un poco de calma—. Sabes que siempre lo hago.
—¿Protegerme? Lo único que tenías que haber hecho era decirme que él ya estaba en la calle. Nada más. ¡No necesito protección! —clamó con impotencia.
—Soy muy consciente de todo lo que has sufrido por su causa —comentó con suavidad—. No quería que volvieras a recordarle. Me pareció más prudente vigilar hasta cerciorarme de que él no te buscaba. Te juro que terminé creyendo que no lo haría. Pero no te preocupes. Me aseguraré de que no vuelva a molestarte.
—¡No te atrevas a hacer nada! —gritó—. No ha sido él quien me ha buscado. Nuestro encuentro fue del todo casual, en la calle en la que vive. Y fui yo quien di con él.
—¿Casual? —preguntó, de nuevo exaltado—. ¿Estás segura de que fue casual? No seas ingenua. Él ya no vive en esa calle. Ni siquiera vive en Bilbao. —Ella abrió los ojos con asombro—. Es un cabrón muy listo. Te aseguro que si tú le encontraste fue porque él quiso que lo hicieras.
—No lo creo —musitó sin ninguna firmeza—. Él tomaba un café cuando entré. Durante un buen rato ni siquiera fue consciente de que yo estaba allí, a su espalda.
—¿Recuerdas lo que te dije cuando te adjudiqué su seguimiento en la operación?
_____ asintió y volvió a verse en aquella noche que no olvidaría nunca.
Carlos ha aparcado cerca del portal del sospechoso. Ha anochecido mientras aguardan a que salga de casa para que ella pueda echarle un primer vistazo. Hace poco que él le ha confesado que la ama y compartir la estrechez y la oscuridad del coche está resultando turbador, aunque no incómodo. Ella está impresionada. Que ese hombre inteligente y atractivo, al que ha visto trabajar con valor y eficacia, se haya fijado en ella le resulta halagador. Aun así, su respuesta ha sido que le conceda un poco de tiempo para analizar si lo que siente por él es amor o simple admiración.
—Ése es —dice el comisario cuando el sujeto aparece en el portal—. El de pelo oscuro.
Ella le mira. Es alto, delgado. Viste pantalón negro y una camiseta blanca bajo la que se adivinan hombros anchos y marcados músculos.
—No tiene aspecto de delincuente —opina ante la imagen atractiva y seductora.
—No te fíes de él —aconseja Carlos—. Síguele de cerca pero, por favor, no te confíes. Es un pringado que está al final de la cadena, pero no sabemos lo peligroso que puede ser. Cualquiera que trate con alguien como Carmona es un delincuente sin escrúpulos.
El sospechoso camina por la acera con paso lento y firme, en actitud relajada, y ella contempla todos sus movimientos. Deduce que algo agradable le debe de cruzar por la mente en el instante en el que está a la altura del vehículo, porque su boca se curva en una fascinante sonrisa.
—Es guapo —comenta mientras ella misma se echa a reír—. Es muy, muy guapo.
—Vuelvo a repetir que no te fíes de él. La buena pinta no es garantía de nada. Los mayores cabrones que conozco llevan traje y corbata, y se hacen llamar don.
—No te preocupes. —Ella le mira en el momento en el que el hombre sale de su campo de visión—. Tendré cuidado, como siempre. ¿O es que no te fías de mí? —pregunta en tono de broma.
Carlos suspira con suavidad mientras sus manos rozan el cuero del volante y sus ojos la acarician a ella.
—Te confiaría mi vida —susurra con ternura—. Sin dudarlo ni un instante. Pero te quiero, y eso hace que a veces me preocupe en exceso.
El sonido del teléfono que había sobre la mesa la sobresaltó sacándola de sus pensamientos. Carlos dejó que sonara. Tenía toda su atención puesta en el rostro silencioso y preocupado de _____. Se levantó y rodeó el escritorio para acercarse a ella.
—Permíteme que le pare los pies —dijo con suavidad—. No me obligues a contemplar con impotencia cómo te destroza de nuevo.
Ella negó con un movimiento casi imperceptible de cabeza.
—Me destrocé yo misma, no lo olvides. De todos modos, ¿cómo supiste que estaba en libertad? ¿Cómo sabes dónde vive?
—Pedí que me mantuvieran informado. —La contempló en silencio, recordando lo doloroso que fue saberla en brazos de aquel tipo—. Él no fue otro de tus trabajos. Siempre presentí que una vez que estuviera libre te buscaría. —Sonrió al añadir con ternura—: No eres mujer a la que se olvide fácilmente.
—Debiste decírmelo —le amonestó dolida—. De haberlo sabido no me habría acercado a los sitios que él frecuentaba —dijo sin mucha seguridad.
—No sigas pensando que ha sido coincidencia. Él te ha buscado —afirmó sin vacilar—. Pero te juro que no volverá a hacerlo.
—Quiero que le dejes en paz —pidió mirándole a los ojos—. No pretende verme, estoy segura. No obstante, si por alguna extraña razón llego a necesitar ayuda, te aseguro que te la pediré.
—Está bien. —Carlos le acarició la mejilla con los dedos—. Se hará a tu manera, pero con una condición. —Ella pestañeó, atenta—. Si vuelve a acercarse a ti me lo dices aunque creas que no necesitas defensa, aunque pienses que le has visto por puro accidente.
_____ asintió sin titubeos y, aunque enojada, se pegó a él para que la consolara como solía hacerlo. Él la estrechó entre sus brazos y apoyó la mejilla en su cabellera. Le preguntó si había desaparecido su jaqueca. Después le musitó palabras que la relajaron y continuó con otras que la hicieron sonreír.
Mientras tanto, él se reafirmaba en su intención de no permitir que nadie volviera a lastimarla jamás. A él no le iba eso de esperar acontecimientos, de confiar en que las cosas no ocurrieran. Él era partidario de afrontarlas cuando aún tenían solución. Opinaba que la prevención evita mucho sufrimiento innecesario. Más ahora, cuando quien estaba en riesgo era _____. Su _____.
Natuu♥!!
Natuu!
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
ai qe triste la forma en la qe joe trato ala rayis cuando fue a verlo
ala carcel pero yo estoy segura de qe el sigue enamorado de ella
ojala y se de cuenta pronto para qe deje de sufrir y este con la rayis
siguela plis
ala carcel pero yo estoy segura de qe el sigue enamorado de ella
ojala y se de cuenta pronto para qe deje de sufrir y este con la rayis
siguela plis
Nani Jonas
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
ooohhhh..pero que hacia joe...era narco????
yo creo perola rayis lo ama de verdad..ademas quien lo manda a andar en malos pasos es o no se hace jajaa
sigue!!!!!!
yo creo perola rayis lo ama de verdad..ademas quien lo manda a andar en malos pasos es o no se hace jajaa
sigue!!!!!!
Julieta♥
Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]
wiiiii...pase de pagina
necesitamos capppppp para esta pagina jejejje
sigue!!!!!
necesitamos capppppp para esta pagina jejejje
sigue!!!!!
Julieta♥
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