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Mensaje por Jaeger. Jue 28 Feb 2019, 3:56 pm


Milu:
Jaeger.
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Mensaje por Jaeger. Jue 28 Feb 2019, 3:56 pm

quien le sigue? The Lonely Hearts Club. - Página 6 2841648573
Jaeger.
Jaeger.


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Mensaje por Jaeger. Lun 18 Mar 2019, 6:26 pm

Quien le sigue? No me ignoren :(
Jaeger.
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Mensaje por hange. Mar 19 Mar 2019, 7:06 pm

The Lonely Hearts Club. - Página 6 1054092304 debo comentar
hange.
hange.


http://www.wattpad.com/user/EmsDepper
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Mensaje por Jaeger. Sáb 30 Mar 2019, 11:55 am

The Lonely Hearts Club. - Página 6 1857533193
Jaeger.
Jaeger.


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Mensaje por indigo. Vie 05 Abr 2019, 3:19 pm

Creo que avisé de que subía yo (no me fío nada de mi memoria xd), pero bueno, que subo yo The Lonely Hearts Club. - Página 6 2841648573
indigo.
indigo.


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Mensaje por Jaeger. Sáb 22 Jun 2019, 10:05 am

espero ansiosa The Lonely Hearts Club. - Página 6 1857533193
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Mensaje por indigo. Mar 02 Jul 2019, 2:18 pm

Gracias y bienvenida, Andy The Lonely Hearts Club. - Página 6 1857533193
indigo.
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Mensaje por indigo. Mar 02 Jul 2019, 2:21 pm

Leedme:


CATULO 05.

PERSONAJES: Grey Longaster & Damen Strauss || ESCRITO POR: gxnesis.


Grey aporreaba la puerta del baño con tesón. Un puño cada vez a ritmo rápido y constante. Casi tan constante como la rabia que estallaba sus células. Lo acompañaba con una letanía de «Abre» sin respuesta. Los puños le hormigueaban entumecidos.  

Volvió a arrepentirse de haber deseado que llegara un nuevo chico de acogida a casa. De haber sabido que iba a encontrarse con un chico que monopolizaba el baño cada mañana, poseía un don absurdo para conducirla a la locura y que parecía odiarla por el simple hecho de existir; los deseos de Grey se habrían estado quietos.  En definitiva, que no esperaba a Damen Strauss.

Como último intento antes de rendirse y cruzar la calle para pedirle a Roland que la dejara usar su baño, alzó los puños de nuevo. En esta ocasión, la puerta se entornó y el impulso precipitó a Grey hacia el interior. Cuando ya se visualizaba estampándose contra las baldosas, logró asirse al lavabo. Gruñó y se giró en posición de ataque. Damen, que no vestía más que una toalla anudada a la cintura, observaba con una ceja alzada y ojos de fastidio, aún con la mano sobre el picaporte.

Grey achacó el repentino latigazo de calor al vaho que empañaba los cristales y sofocaba el ambiente. Nada tenía que ver con el torso desnudo de Damen, marcado y tonificado, repleto de tatuajes que chillaban historias. Ni a que la toalla se encontraba excesivamente baja y holgada en su cintura. «No mires. Capullo. Prohibido. Caca», farfulló el cortocircuito de su cerebro. Puede que no fuera agradable de tratar, pero para contemplarlo a distancia, como si fuera uno de sus muchos amores platónicos de ficción: estaba bien.  

Hasta que sus ojos accidentaron con unas extrañas cicatrices, redondas y rugosas, como verrugas desinfladas, que recorrían el estómago del chico siguiendo una ruta deliberada, hecha a propósito. No tenía ni la más remota idea de lo que eran. Sin embargo, le generaron rechazo, dolor y un latigazo en la espina dorsal.  

Preguntas inoportunas azotaron su cerebro. ¿Eran fruto de una anomalía en la piel? ¿O se las haría alguien intencionadamente? Grey sabía que lo tuvo difícil en los anteriores hogares de acogida, así como también que no todas las personas inscritas en el programa guardaban intenciones altruistas. Había muchos casos en los que todo se resumía a la compensación económica que recibían del Estado. Hombres y mujeres que montaban todo un teatro de armonía y desinteresada ayuda frente a los trabajadores sociales y, cuando estos redactaban el informe, se deshacían del disfraz. Mientras Grey sacaba conclusiones había centenares de menores que, como Damen, sufrían el abuso de los adultos que se comprometieron a cuidarlos. Callando y encubriendo, pensando que nadie se preocuparía por ellos lo suficiente, que las consecuencias de hablar serían peores que su realidad.

Grey lo sabía porque había escuchado historias con un hilo común de maltrato y miedo, a veces entre sollozos, otras, con devastadora resignación de las bocas de Holly, Joao y su hermano, Bastian. Personas de miradas suspicaces, tristes y desconfiadas.

La misma mirada que tenía Damen en el momento que consiguió alzar la vista de las cicatrices. Con la boca reseca y una opresión en el pecho. Damen crujió la mandíbula al tiempo que trataba de cubrirse el estómago. Entre el vapor de agua, el verde de sus ojos centelleaba y retarba a que se atreviera a decir algo. Grey mantuvo los labios sellados. Consciente que esperaba que se compadeciera de él. Una repentina amabilidad movida por la pena se hizo un hueco en su pecho.

Pero no iba a ser amable con una persona que no hizo más que despreciarla y prejuzgarla desde que llegó. Aunque hubiera tenido experiencias complicadas en el pasado.

—¿Puedo hacer pis ya o seguirás monopolizando el baño? —dijo finalmente.

Damen frunció el ceño, de alivio o decepción. Solo habían pasado dos semanas desde que vivía con él, pero eran suficientes para darse cuenta que se pasaba el día a la defensiva, listo para gruñir a cualquier que le diera un motivo.

—Majestad —masculló inclinando la cabeza en una parodia despectiva de reverencia. Cruzó el baño a su habitación y el portazo retumbó que siguió en los huesos de Grey.

Resopló. Demasiada intensidad para ser solo las siete de la mañana.

Tras hacer sus necesidades y asearse, regresó al cuarto para vestirse. Escogió una sudadera gris negra con una caricatura de Maléfica, mayas negras y zapatillas blancas. Se hizo un moño y cuando estaba cogiendo la mochila escuchó un golpe en la puerta, como un arañazo.

—Conque ahora me haces caso, eh, traidor. —Recriminó a Yellow tras abrirle la puerta. El animal parecía haberse enamorado de Damen y dormía con él cada noche. De hecho, el perro era el único habitante de la casa al que no despachaba.

Yellow introdujo el hocico entre las rodillas de Grey. Una costumbre que siempre la hacía sonreír. Lo rascó detrás de las orejas, haciendo equilibrios para no caerse. Terminó por agacharse y dejar que le lamiera la cara mientras hundía las manos en su pelaje esponjoso.

—Recuerda quién te compra chuches perrunas cuando esta noche te vayas a la habitación de Damen.

—¿Celosa?

Puso los ojos en blanco y se incorporó impulsándose con las rodillas. Damen estaba frente a la puerta de su cuarto, colocándose el cuello de la chaqueta de cuero. El pelo le caía desordenado sobre la frente, aún húmedo. Había cambiado la rabia por una expresión suspicaz y petulante.

—A Yellow le gusta todo el mundo —rebatió, apoyándose en el marco de la puerta. El perro ladró para corroborar sus palabras.

Damen dio unas palmaditas en la cabeza del animal cuando se acercó. Miró a Grey momentáneamente antes de dirigirse hacia las escaleras sin decir nada más. Yellow permaneció con la cola en alto, mirando al chico, pero no lo siguió.

—Las chuches siempre ganan —comentó Grey al aire, creyéndose victoriosa.

Un silbido lejano llega desde abajo. Yellow alzó las orejas, miró a Grey culpable antes de correr escaleras abajo. «Desagradecido». De nuevo en el dormitorio, guarda los libros en la mochila.

—Sabes que al principio es complicado—. Grey se giró para encontrarse a su madre sentada al borde de la cama. Expresión amable y tranquila, con las arrugas de sonrisas en las comisuras de los ojos.

—Damen lo convierte en imposible —bisbiseó, apoyándose contra el borde del escritorio.

Las insistencias de sus padres porque forjara amistad con el nuevo inquilino aparecían, como mínimo, dos veces al día. Intensificadas si eran testigos de algunas de sus peleas. Y, Grey y Damen discutían hasta por quién atendía más clientes en el restaurante.

Emma entrecerró los ojos antes de dirigir un rápido vistazo a la puerta. No necesitó más para percatarse que su madre había su disputa en el pasillo.

—Tampoco lo intentas —respondió, volviendo los ojos azules a su hija. Sin reproche, se trataba de una mera constatación de hechos.

Para Grey, su madre era una fuerza inalterable que desprendía continua calma, tranquilidad y amor. Como una tarde primavera junto al lado, con la brisa cálida que cargaba el olor de flores asilvestradas. Nunca alzaba la voz porque las personas deseaban escucharla. El mundo parecía adaptarse a su presencia y amoldarse. A menudo le recordaba a Titania, sin el deje de lejanía ni soberbia. Le gustaría ser como ella. Sin tener que gritar para sentir que la tomaban en cuenta o, para que lo hicieran. Ni preocuparse tanto por si le caía bien a la gente. Ni lo que pudieran pensar de ella.

—¡Lo intenté! —contrapuso, expulsando sus últimos pensamientos. Emma levantó una ceja, por lo que Grey reculó—. Bueno, el primer día, al menos. Pero no puedo llevarme bien, ni ayudar a alguien que parece oler caca cuando
aparezco.

Notó sus mejillas acalorarse. Uno de sus problemas con Damen era que no entendía por qué le caía tan mal cuando ni siquiera se había detenido a conocerla. Con sus padres y Bastian, aunque desconfiado y poco hablador, era educado y tranquilo.

Emma caminó hasta situarse frente a Grey, que ya casi era un palmo más alta que ella. Debió inclinar la barbilla para mirarla a los ojos.

—Damen es un chico que ha estado solo toda su vida, ya os contamos su historia. No está acostumbrado a que se preocupen por él, ni a confiar en las personas que lo hacen.

—Eso no le da derecho a ser imbécil. —No estaba por la labor de ser comprensiva. Que su perro lo prefiera a él le había sentado fatal. Emma apartó un rizo que se le cayó a Grey en la mejilla.

—Pero ahora estamos nosotros y tenemos que poner todos de nuestra parte para ayudarlo. Piensa en lo que habría pasado con Bastian si…

—Lo pillo —interrumpió Grey mordiéndose el labio inferior con fuerza. Odiaba que su madre llevase razón.  

Si no hubiera insistido con su hermano, no estaría refiriéndose a Bastian como tal. Se habría marchado de casa a los dieciocho. Probablemente, seguiría trabajando para John. Eso en el mejor de los casos. En el peor, la policía lo detenía, acababa muerto por una sobredosis o John lo hacía desaparecer porque había cometido un error. Bastian necesitó más de un año para darse cuenta que John lo utilizaba, que solo fingía preocuparse por él. Solo fue un chico más de la calle del que se aventajó, apelando a su necesidad de atención.

Nadie merecía aquello. Damen tampoco. Además, si se paraba en pensarlo, Damen no era muy diferente a como solía serlo Bastian cuando llegó a casa. Solo necesitaba tiempo y un poco de paciencia por su parte. Su hermano le había dicho en muchas ocasiones que tenía el superpoder de destruir los muros humanos bajo los que se escondían los demás. Si se esforzaba, tal vez diera con la grieta adecuada de Damen.

Resopló, bajo la atenta mirada de Emma. Que rogaba con la mirada que no se retractase. Por un lado, deseaba hacerlo, era su último año de instituto antes de marcharse a la universidad. Quería centrarse en las clases, sus amigas y la ansiedad por que la aceptaran en la UCLA.  Sus padres no se lo echarán en cara. Formar parte del programa de acogida fue decisión suya y, a pesar de desearlo, nunca obligaron a Grey a involucrarse. Pero sabía que esas ganas de claudicar solo estaban impulsadas porque Damen no era santo de su devoción.

—¿Y bien? —habló su madre, esperanzada, con las delicadas manos sobre los hombros de su hija.

—Vale, intentaré no oler caca cuando lo veo.

Un tirón de su estómago advirtió que se arrepentirá de su decisión. Lo ignoró. Las cicatrices de Damen aparecieron en su cabeza, así como su mirada resquebrajada. No le caía bien, pero iba a ayudarlo.

Bajaron juntas a la cocina. Yellow estaba tumbado con medio cuerpo en el vestíbulo y el otro medio observando a Damen con ojos suplicantes. Este devoraba tortitas de dos en dos sentado a la mesa. Grey se tragó la cara de desavenencia y se recordó que no hacía más de un minuto le dijo a su madre que trataría de ser más amable.

—Buenos días —saludó la susodicha, caminando hacia la cafetera.

Grey se quedó en medio de la cocina, sin saber muy bien dónde ponerse. Normalmente, se tomaba un café rápido antes de marcharse a clase. Pero quizá debía sentarse a la mesa para comenzar con el asunto.  

—Hola —respondió Damen, tragando. Cuando miraba a Emma su mirada se suavizaba un poco, con ella era mucho menos arisco que con el resto.

—¿Papá se ha ido ya? —preguntó Grey al reunirse con su madre para aceptar la taza de café que le tendía. Se apoyó contra el fregadero. «Tengo que prepararme mentalmente para esto», se dijo, lanzado una mirada de soslayo al chico antes de hundir la nariz en la taza.

—Tenía una reunión con los proveedores. Podrás verlo en la cena.

Grey dibujó una sonrisa de disculpa. Con todo el jaleo de las clases casi no había visto a su padre más allá de las cenas y las reuniones familiares de los domingos.

—Es que he quedado para cenar con mis amigas y algunas chicas del club. Pero mañana prometo levantarme temprano para desayunar con él.

Se puso de buen humor de inmediato al mencionar el club de los corazones solitarios. No había acudido a más de dos reuniones. Aún no había mucha confianza y solo se limitaban a hablar de las clases o alguna que otra serie que les gustara. Eso cuando, Penny y Eleanor no las entretenían con sus aventuras de la vida adulta.

Pero a Grey le gustaba tener una excusa para no preocuparse de los chicos, ni para pensar en lo estúpida que fue por enamorarse de Cody. Se había cuenta del tiempo que echaba a la basura arreglándose para ellos, tratando de llamar su atención en el instituto. La decepción por no gustarle a alguno, la incertidumbre de si lo haría. Prepararse para citas desastrosas. «¿Me llamará? ¿Debo hacerlo yo?» Por no mencionar la carrera sangrienta por encontrar pareja para los bailes y no ser la pobre chica a la que nadie se lo había pedido.

—Le romperás el corazón —dramatizó Emma, burlándose de forma velada de s marido.

—Que remendaré con gofres.

—¿Tú qué vas a hacer hoy, Damen? —preguntó en un intento por introducirlo en la conversación.
Damen se limpió las manos con una servilleta al tiempo que se levantaba. Yellow lo imitó.

—Por el momento, sacar al perro. —Anunció a regañadientes, poco comunicativo—. Vamos, chucho.

Yellow ladró de la emoción, corriendo hacia el perchero de la entrada. Donde colgaba la correa y guardaban sus juguetes.

—¡Le has llamado chucho! —Se ofendió Grey, saltando de la encimera con la taza peligrosamente llena. Damen la miró por encima del hombro con una sonrisa altiva antes de salir de la cocina.

—Espera —pidió su madre. Abandonó la taza en la isla de la cocina y comenzó a dar vueltas sobre sí misma, como buscando algo. Damen esperó con cara de pocos amigos. Mientras tanto, el perro ladraba y trataba de subírsele encima.

Por fin, Emma se hizo con un cucharón de madera del cajón. Se lo tendió a Grey, como si estuviera haciéndole entrega de la llave de un reino.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?  

—Devolvérsela a Rafael —decretó Emma, empujándola hacia la salida mientras ella protestaba.

—Pero si no es…

—Y ya que tienes que salir, acompañas a Damen. —La interrumpió resuelta, sin brindarle la oportunidad de finalizar.

Allí, Damen estaba poniendo la correa a un Yellow de lo más ansioso. Se tensó al escucharla. Grey, por su parte, alternó la vista entre la cuchara, su madre y Damen. Entrecerró los ojos con la sensación de haber sido traicionada por su madre. La maldita cuchara solo era una excusa para que pasaran rato a solas. Increpándola en silencio a poner en marcha la operación «Miss Simpatía».

Ambos se quedaron quietos, reacios a la propuesta de Emma. «Por fin algo en lo que estamos de acuerdo», pensó.

—Vamos, o llegaréis tarde a clase. —Emma movió las manos hacia la puerta. Damen se levantó con un suspiro de pesadumbre y Grey cogió su chaqueta vaquera con la cuchara de palo bien aferrada en sus dedos—. Que Los Beatles os protejan.

—¿Tienen que ser ellos? —ironizó Damen, cogiendo la pelota azul de Yellow de la caja. El animal estaba sentado a su lado, meneando el rabo.

—Si sabes lo que te conviene. —Emma lo apuntó con el dedo a modo de advertencia. Pero Grey vio que le brillaban los ojos. Damen interactuando por pie propio se lo tomaba como grandes victorias. Aunque fuera para desprestigiar al mejor grupo de la historia.

—Vamos, Señor No Tengo Gusto Musical, antes que me arrepienta. —Grey pasó por el lado de su madre y le dio a Damen unos toquecitos en el hombro con la cuchara. Este se tensó por unos segundos y la observó como si fuera una potencial arma asesina. Pero Grey no se percató de ello.

—Tú primero, princesa —contraatacó.

—Como vuelvas a llamarme así, voy a meterme mi real cuchara por…

—¡Grey Longaster!  

La acalló Emma, con las manos en el pecho. Damen alzó los labios con una sonrisa triunfante antes de precipitarse por la puerta.

—Es la preferida de papá. —Recordó Grey a su madre, meneando la cuchara. La miró con intención.

Emma se encogió de hombros. Los rizos rubios le caín sobre la cara, enmarcando sus facciones de aire conspiratorio.

—Ya la recuperaremos.

Tras cerrar la puerta a su espalda, descendió los escalones de dos en dos. Damen estaba de pie frente a la entrada encendiéndose un cigarrillo mientras Yellow levantaba la pata. Sin decirle nada, caminó en dirección a casa de los Castillo. Maldijo a su madre entre dientes antes de agarrar la aldaba de latón de la puerta.

Rogó por que fuera Roland quien abriera y no uno de sus padres. Así no tendría que explicarles por qué debían aceptar una cuchara de palo que no era suya.

Los ruegos fueron escuchados. Un Roland somnoliento y despeinado, que entrecerraba los ojos frente a la claridad matinal, apareció en medio de un bostezo.

—Abrimos a partir de las ocho.

Grey dibujó una sonrisa de disculpa por las horas.

—Para ti. —Colocó la cuchara frente la nariz de Roland.

—¿Gracias? —Roland abrió los ojos, arrugando la frente. Las largas pestañas le rozaron los rizos enmarañados que le caían por la frente.

—No preguntes. —Miró por encima de su hombro a Damen, que fumaba con cara de fastidio en la casa de al lado.

Roland siguió la trayectoria de su mirada asintiendo en comprensión. A esas alturas, todos sus amigos estaban al corriente de sus dramas con el nuevo chico de acogida.  Con lentitud, cogió la cuchara para después dejar caer el brazo. Un poco más despierto, sonrió a Grey.

Roland Castillo era uno de los pocos adolescentes masculinos que no despreciaba. Quizá porque nunca lo consideró material amoroso. Si no se tenía en cuenta el primer día que lo vio, metiendo las cajas por esa misma puerta, escondida tras la ventana de su habitación. Había pensado que tenía una belleza risueña y llamó a Annie para contárselo.

Pero ahora solo era Roland: payaso, atento y cariñoso. Con el que hablaba a gritos desde el jargín y su compañero preferido para ver Peaky Blinders.  

—¿Quieres quedarte a desayunar? —ofreció, haciéndose a un lado en la puerta—. Rafael ha hecho batido de espinacas y lima. No lamentaré que te bebas mi parte.

Arrugó la nariz asqueado.

—Podemos intercambiarnos los pesares.

Roland desvió la mirada hacia donde se suponía que estaba Damen.

—Ya, prefiero el batido.

A su amigo no le caía bien Damen. No podía reprochárselo. El primer día había intentado entablar conversación con él en clase de Física. Porque así era él, le gustaba que las personas se sintieran cómodas. Sin embargo, el palurdo de malas pulgas, se lo había agradecido gruñendo.

—Tenía que intentarlo. Nos vemos en clase.

—Vale.

—Si no acudo a primera hora, busca mi cadáver entre los matorrales del parque —dijo cuando ya se daba la vuelta para marcharse. La carcajada de Roland la animó antes de que este cerrara la puerta.

Cuando levantó la vista de los escalones, ya sobre la acera, se dio cuenta de que Damen no estaba allí. Con una palpitante electricidad en la escasa paciencia que le restaba, miró a su alrededor para buscarlo. Lo localizó al final de la calle, casi en la bifurcación que llevaba al parque.

Suspiró, echando a correr.  

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Tras un par de semanas en la casa de culto a Los Beatles, del único que no dudaba Damen era del perro. No lo desconcertaban los lametones que le daba en la mano, ni que quisiera dormir a los pies de su cama por las noches. Le gustaban los animales, con un funcionamiento sencillo, sin intenciones ocultas.

Damen había pasado todos aquellos días esperando un golpe que no llegaba. Con la maleta sin deshacer por si tenía que marcharse. Sobresaltándose cuando lo hablaban, esperando las palabras que le dieran la razón a sus fundadas reservas. Vivía tenso, pero, sobre todo, desconcertado.

Había esperado que un par de días después de su llegada cambiaran ese trato amable y casi devoto con el que se dirigían a él. Aguardó los desprecios, privaciones; abusos en el peor de los casos y, en el mejor de ellos, simple indiferencia. Buscaba un motivo para coger sus cosas y volver a escaparse. Pero los Longaster no solo lo trataban bien, como si de verdad se alegraran de que estuviera allí. Sino que también habían cumplido con todas sus promesas.

Le dieron una tarjeta de crédito con acceso a la cuenta en la que le ingresarían los cheques del Estado. Con ella, un resguardo bancario en el se reflejaba el gasto en libros para el instituto. Como dijeron que harían. Y también como dijeron, tenía permitido hacer lo que quisiera si seguía las pautas que le impusieron.

Las seguía, a regañadientes, eso sí. Pero iba al instituto, trabajaba en el bar tres veces por semana y no se escaqueó —al menos, no con éxito—, de las estruendosas comidas familiares que organizaban los domingos en el jardín trasero. Podía salir de la casa cuando quisiera, lo que le facilitaba trabajar en Las Ratas los fines de semana y realizar los encargos que Millhouse le daba sin tener que dar explicaciones.

El problema era que había alcanzado cierto grado de comodidad. Era una putada de las grandes. Hasta el momento creía que le iba bien. Alternando entre moteles herrumbrosos, el almacén donde ensayaba la banda o el sofá de Blake. Moviéndose como una máquina, sin tiempo para pensar en nada que no fuera averiguar dónde iba a dormir o en eludir a Amelia hasta que cumpliera dieciocho. No sabía el peso que se quitaría de encima al tener una certeza.

Luchaba por no bajar la guardia. Respirar. Porque en un segundo todo se iría a la mierda. De niño había esperado que su madre fuera a buscarlo al orfanato. Asomado a la ventana de su habitación, imaginándose que aparecía y les decía a las monjas que todo era un terrible error. Cuando se dio cuenta de que su madre no aparecería, a quien se imaginaba era a una de las monjas llamando a la puerta para decirle que por fin había alguien lo adoptaría. Eso tampoco sucedió. A Damen acabó ocurriéndole como a los perros en las protectoras: nadie quería un ejemplar viejo, siempre iban a por los cachorros. Así que, a los doce años entró en el programa de acogida, todavía convencido de que encontraría un hogar. Fue en todas esas casas en las que por fin aprendió la verdad: siempre había estado solo. Se tenía a él y punto. A los chicos como él se limitaban a mirarlos con pena, ignorarlos o tratarlos como si fueran parásitos. Desde entonces vivía blindado. Usaba las cicatrices, los recuerdos y las pesadillas que estos le provocaban como recordatorio para no volver a ser el niño estúpido e iluso que miraba por una ventana anhelando humo.

Sin embargo, ahí estaban Emma y Thomas. Displicentes, respetuosos y genuinamente interesados por su bienestar. Que despertaban al niño sin cicatrices.

Yellow tiró la pelota llena de babas a sus pies. Sacudió la cabeza para deshacerse de esos pensamientos que se habían convertido en asiduos. Se convenció que le iría bien siempre y cuando no bajase la guardia. Cuando el golpe llegara estaría preparado, como siempre. Lanzó la pelota con fuerza.

—¡Eh!

«Genial». Suspiró, dejando caer la barbilla contra el pecho. Había esperado que al ver que se marchaba sin ella volviera a casa. Pero, claro, esa chica nunca hacía nada de lo que esperaba. Por encima del hombro, vio a Grey recorrer la plaza del Washington Park Avenue en dirección a la zona de verde donde se encontraba.

—Veo que no pillas las indirectas —dijo cuando lo alcanzó.

Respiraba con dificultad, las mejillas pecosas arreboladas por la carrera. Se dobló sobre sí misma para recuperar el aliento. Damen sintió su tormentosa mirada antes que se incorporase. Cuando lo hizo sus ojos eran duros pero brillantes. Los tenía azules, a veces cambiantes, en función del clima. Ese día, tiraban más hacia el gris metálico, a juego con el cielo plomizo.

—Si te piensas que hago esto por placer… ¡Estás muy equivocado! —chilló, sacándose un mechón de pelo que se le había enredado en los labios.

—Me has seguido.

Grey abrió y cerró la boca varias veces, cada vez más roja. Damen reprimió la risa tensando la mandíbula.

—Qué mono —respondió con un tono que demostraba que pensaba lo contrario, haciendo claros esfuerzos por no gritarle. Introduzco las manos en los bolsillos de la chaqueta y se calló. Sin explicarle el comentario.

Era insoportable, infantil y estridente; estar en su presencia se asemejaba mucho a tener una mosca revoloteando en la oreja constantemente. Superficial como solo podía serlo una persona cuya mayor desilusión era no conseguir la camiseta de turno que se le había antojado. Más simpática de lo que Damen era capaz de soportar. Poseía cierto aire bobalicón e ingenuo. Aunque bajo esa cobertura empalagosa, Grey Longaster era afilada y ácida.

Gracias a esa faceta suya, Damen se sentía cómodo con ella. Para él había ácido y cuchillos. No lo soportaba, su presencia era una molestia y no se esforzaba en ocultarlo. Era el trato que él esperaba. Lo contrario a la amabilidad y preocupación de sus padres, que se le clavaban como alambre de espino en la piel.

Yellow llegó corriendo de nuevo y fue Grey quien le lanzó la pelota en esa ocasión. Su lanzamiento no llegó muy lejos. Era diminuta y con brazos como palillos. Damen movió las piernas, medio entumecidas por el frío intenso que provocaba la vegetación. Estaba sopesando la idea de fumarse otro cigarrillo cuando cazó a Grey mirándolo de reojo.

Alzó las cejas en su dirección, entretenido. Damen era consciente de que su aspecto llamaba la atención, sobretodo en chicas como Grey. Era atractivo y contaba con el plus de la peligrosidad, de chico con el que sus padres les prohibirían salir. Eso le había gustado, después de todo, seguía siendo un adolescente, y durante un tiempo sacó provecho. Sin remordimientos, porque esas chicas hacían lo mismo. Damen era su acto de rebeldía, una excusa para dejar la perfección atrás y, muchas veces, solo una forma de llamar la atención. Aquella forma era más placentera, pero en esencia, nada las diferenciaba de los que lo veían como un cheque mensual o una obra de caridad de la que terminaban hartándose.

Hasta que conoció a Luna. De ella aprendió que las chicas así también pueden hacerte daño y romper muchos años de convicciones. Pero con Grey no se lo tomó en serio. Solo le resultó divertido, que a pesar de sus esfuerzos por darle réplicas desdeñosas luego lo mirara a escondidas.

—¿Apreciando las vistas, princesa? —pronunció la última palabra con languidez. Sabiendo cuánto le molestaba, pensaba usarla con mucha frecuencia.

Grey se sobresaltó, pero se recompuso de inmediato. Fingió que buscaba algo entre las briznas de césped mojadas por el rocío. Yellow había olvidado la pelota y se rebozaba a unos cuantos metros entre estornudos y babas.

—Ya no tengo la cuchara, pero un palo servirá.

—Mira que eres grotesca.

—Gracias.

Puso los ojos en blanco. Damen no se irritaba con facilidad, pero esa chica le tocaba el tornillo justo para que le picara la piel y quisiera dar patadas. Grey sonreía y parecía a punto de soltarle una pedorreta infantil. Pero algo cambió en su expresión de forma súbita. Dulcificó el rostro y dio un paso hacia él. Lo que hizo que Damen se tensara.

—Siento lo de esta mañana. —La voz de Grey retomó la simpatía de la primera vez que le habló y eso no le gustó. No era verdadera, ni tampoco la sombra de sonrisa que movió sus labios al tiempo que extendía las manos como pidiendo tregua.


—¿A qué viene eso? —masculló Damen. Enganchó los dedos en los extremos de la correa del perro, que llevaba al cuello, y tiró. Incomodado por el cambio de actitud.

Grey se mordió el labio.

—Por mucho que nuestras discusiones sean edificantes, he pensado que podríamos intentar ser un pelín—agudizó la voz y juntó dos dedos para caracterizar sus palabras—más civilizados. Ya sabes, tú no acaparas el baño y yo no destrozo la puerta por ello.

Damen apretó los puños a los costados, clavándose las uñas en las palmas. Todos los días se sucedía la misma escena, pero justo esa mañana, Grey se había quedado mirando el torso de Damen con una expresión aversiva, fija en sus cicatrices. Él, mientras tanto, en alerta. Por su reacción final había esperado que no le diera importancia. Pero este repentino cambio de actitud confirmaba que no era así.

Sentía cómo la capa blindada de su piel se endurecía. Dio un paso hacia ella. Se sacó la correa del cuello y la tiró a sus pies mirándola con todo el desprecio que era capaz de aunar en una mirada.

—No me interesa.

Grey suspiró, dejando caer las manos decepcionada. Pasó por su lado, casi empujándola. No quería la pena de nadie, ni mucho menos, la de aquella chica. La compasión no era más que una manera de disfrazar la superioridad. Remarcaba la diferencia entre las personas como él y las personas como Grey.

Damen solo quería que lo dejaran en paz.



Al llegar al instituto, como no tenía el humor para aguantar los rollos de sus amigos, se fue directo al aula de Literatura. Aún se encontraba en su mayoría vacía. Damen se dejó caer en uno de los pupitres de las filas delanteras. Abrió el cuaderno y empezó a trazar líneas con el lápiz. Poco a poco, estas se fueron convirtiendo en un intrincado laberinto de piezas geométricas. Dibujar lo calmaba, especialmente cuando sentía que sus pensamientos se enmarañaban. Nunca lo hacía con una imagen clara, ni un propósito. Su mano se deslizaba y se convertían en paisajes, rostros desconocidos o simples figuras.

A cada trazo, la rabia se descargaba.

Cuando volvió a alzar el rostro el aula rebosabs. Vio a Van sentado sobre un pupitre en el de una chica. A Grey, a dos pupitres a la derecha de donde Damen estaba sentado, echando un pulso con un chico que creía que se llamaba Tim. Dirigió la vista hacia la puerta justo cuando el profesor entraba.  

—Cinco minutos, clase —anunció, abandonando su maletín de cuero sobre el escritorio. Agarró una tiza y se puso a escribir en la pizarra.

—Llevo tres años intentando decidir si el profesor Kerr usa los mismos vaqueros o tiene una colección del mismo modelo. —Damen tardó unos segundos en comprender que le hablaban a él. Giró el cuello y en el pupitre que había a su izquierda, encontró a Kalea, mirándole con aire conspiratorio mientras se sujetaba la barbilla en la mano—. ¿Qué me dices?

Frunció el ceño, sin darle una respuesta. Damen no era sociable, ni le gustaban las conversaciones superfluas con personas que le traían sin cuidado. Sus habilidades sociales las empleaba con sus amigos e incluso con ellos se le hacía bola.

Kalea torció el rostro analizando a Damen. Entrecerró los ojos castaños y se le arrugó la nariz respingona. Era una chica risueña, inquieta y chillona, por lo que había observado.  Como era amiga de Grey, había ido en varias ocasiones a casa de los Longaster y al Octopus Garden después de clases. Pero nunca había mostrado interés en él, lo que le iba bien a Damen.

—Me dijeron que eras huraño, pero no mudo —comentó sin pelos en la lengua. Damen arrugó el gesto, recuperando la irritación que había conseguido aplacar.

—¿Perdona?

—Ah, pues sí que hablas.

Damen le dio una última mirada aviesa antes de girarse hacia el frente. Segundos después sintió un golpe en el tobillo. Cada vez más irritado, se giró. Kalea sonreía sin dientes.

—No has respondido a mi pregunta. —Señaló al profesor con el dedo—. ¿El mismo modelo o un único pantalón?

—Me trae sin cuidado.

—Lástima, a mí no —insistió. Dando a entender que no cesaría hasta obtener su respuesta.

Resopló.

—¿Si respondo te callas?

—Por el momento. —Kalea asintió deliberadamente. Parecía a punto de ponerse a aplaudir. El pelo corto le cayó sobre las redondeadas mejillas cuando giró el rostro hacia la pizarra.

Damen miró los vaqueros del profesor Kerr, inclinándose sobre el pupitre hasta que las manos le colgaron por la parte delantera.  

—Mismo modelo, distinto pantalón. Si solo tuviera uno la tela estaría desgastada —respondió sin mirarla. Empezó a garabatear de nuevo en el cuaderno, esperando que Kalea pillara la indirecta. Aunque se aseguró de todas formas—. Ahora déjame tranquilo.

—¡Has estropeado el juego! —exclamó airada. Damen la miró de reojo—. Debías responder si eran nuevos o viejos y ambas respuestas serían correctas porque no había modo de saberlo. Tu explicación sobraba. Es como el gato de Schrödinger.

Kalea echaba chispas por los ojos, sinceramente afectada.  

—La curiosidad mató al gato.
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Grey se sentó frente a Etzel en el banco.

—¿Si tuvieras que elegir entre pizza y chocolate? —planteó, sacando su sándwich de queso de la bolsa de papel.
Etzel dibujó una expresión pensativa y sus ojos negros se aguzaron. Tim estaba sentando a su lado con el móvil entre las manos, sin prestar atención. Siempre taciturno y callado. La cafetería aún estaba relativamente vacía. Habían sido de los primeros en llegar.

—Haría una pizza de chocolate —respondió Etzel.

El sándwich de Grey se detuvo frente a sus labios entreabiertos.

—Tienes que elegir —contravino.

—Lo he hecho —aseguró su amigo, sonriendo detrás de sus mechones de pelo lacio—. Pero no has especificado de qué tenía que ser la pizza. Por tanto, escojo una que sea de chocolate.

«Maldita sea».

—Las pizzas son saladas, no dulces.

Etzel rio. Era un juego que tenían entre ellos desde el año pasado. Consistía en plantearse retos el uno al otro, acertijos, decisiones imposibles o preguntas con trampa.  Desde que comenzaron, Grey no le había ganado ni una sola vez. Etzel tenía un ingenio agudo y siempre encontraba una salida airosa a sus planteamientos.

—Son a gusto del cocinero —rebatió él sin alterarse, pero con una sonrisa traviesa asomando a los labios. Le apasionaba sacar de sus casillas a Grey.

—Tim, dile que se equivoca.

El chico alzó la vista del aparato con un brillo confuso en los ojos. Como si acabara de darse cuenta que estaba en la cafetería. Así era Tim. Se mojó labios con la punta de la lengua, mirándolos de hito en hito.

—Te equivocas —concedió.

Grey le tiró una miga de pan que cayó al borde de la bandeja.

—¡No me des la razón como a los tontos!

Tim se sobresaltó, sin entender qué había hecho mal. Miró de reojo a Etzel en busca de ayuda, este le palmeó la espalda.

—¿A que la pizza puede ser de lo que quieras?

—Eh, ¿sí? —respondió sin todavía tener idea de lo que ocurría.

Etzel se giró hacia a Grey pestañeando de una forma que pretendía ser encantadora, a lo que respondió con una palabra por la que su abuela la hubiera castigado una tarde entera limpiando sus gatos de cerámica.

—Algún día venceré —clamó, alzando su sándwich en un gesto de derrota.

La cafetería ya se encontraba a rebosar, con su zumbido de conversaciones llegando a sus oídos. En ese momento, llegaron Max, Jakob y Damia.

—¿Qué te pasa? —inquirió Maxine al ver su cara de pocos amigos.

—No lleva bien que las pizzas sean versátiles —explicó Tim.

Grey se apartó los rizos a la espalda con un aire de beligerante.

—Lo que me pasa es que Etzel es un tramposo.

—¡Cómo osas! —Se llevó una mano al pecho y abrió tanto los ojos que parecían a punto de descolgarse.

Jakob y Max se miraron entre ellos sin comprender. Damia, por su parte, devoraba la comida como si tuviera un tiempo limitado para ello justo a su lado. Etzel relató lo que había pasado, Grey aprovechó para mensajear a Annie. Esta le dijo que iba aprovechar el almuerzo para revelar unas fotografías en el aula del periódico del instituto.

—Damia, te vas a atragantar —fue Tim quien habló.

Todos se giraron en dirección a la chica. Que enrojeció por la repentina atención, tragó con fuerza al tiempo que agarraba una servilleta.

—Tengo que irme a ensayar —explicó en un tono apenas audible y se levantó de la mesa al tiempo que se colgaba la mochila al hombro.

Grey la vio marchar con estupefacción. Tantos años juntas en el instituto, en el mismo grupo de amigos y seguía llamándole la atención lo poco que conocía en realidad a Damia. La chica era poco habladora y, a veces, dudaba de si Grey le caía bien o se limitaba a aguantarla. Lo cierto era que todo el tiempo que pasaban juntas se debía sobre todo a Kalea y Maxine.

—Va audicionar como batería para la banda del Trío del Mal —explicó Etzel, señalando con la barbilla hacia la mesa en la que se sentaban Van, Blake, Tyler y Damen. No sin un gesto de desprecio.

—Cuarteto, Tyler también está en la banda —corrigió Maxine mordisqueando un trozo de zanahoria.

Todos se habían hecho eco de la pelea entre Van y Blake en el aparcamiento del instituto la primera semana. A consecuencia de ella, Max había recibido un puñetazo perdido y cuando se lo contaron a los chicos, aunque nadie había pretendido herirla, no se lo tomaron demasiado bien. Grey se había visto envuelta en aquella pelea, pero seguía sin tener del todo claro qué había sucedido.

Miró con disimulo por encima del hombro en dirección a la mesa. Se sorprendió al ver a Kalea sentada con ellos, hablando con Damen. Hasta que se acordó del trabajo para el fin de semana que les habían puesto para Literatura y que su amiga tuvo la desgracia de tenerlo a él como compañero.

Suspiró. Aunque estar enfadada con Damen formaba parte de su día a día desde que lo conoció, este estaba más presente que nunca tras el incidente del parque. No era tanto la reacción de Damen —muy acorde teniendo en cuenta su forma de ser— sino que él pudiera interpretarlo de la forma errónea. Que llegara a creer que desesperaba por su atención, cuando lo que la desesperaba era tener que ser amable con alguien que la miraba como la peor basura de Nueva York.

—Hablando de audiciones… —suspiró Tim desperezándose—tenemos que ir al campo de fútbol. El entrenador quiere que estemos presentes en las pruebas de soccer.

—Pero si yo no juego.

Tim lo tiró por la sudadera.

—No importa, así nos entretienes a Roland y a mí.

—Quizás debería presentarme a animadora…

Se quejó Etzel dejándose a arrastrar por su amigo mientras este hacía un gesto de despedida al resto.  Kalea se levantó con energía de la mesa y caminó hacia donde se encontraban sus amigas. Revolvió el pelo a Grey antes de sentarse donde antes había estado Damia.

—Mis condolencias —palmeó la espalda a Kalea.

Esta soltó una carcajada, sabiendo a lo que se refería Grey.

—Dáselas a él después de tener que pasar toda la tarde del sábado conmigo.

—Malas personas. —bromeó Max.

—¿Eso es lo que os enseñan en el club al que os habéis apuntado? —curioseó Jake masticando una patata frita.

—A lo mejor… —Grey entrecerró los ojos e imprimió misticismo en su voz. Su mejor amigo llevaba semanas queriendo indagar sobre el club.

—¿Max? —Jake se giró hacia la chica buscando una respuesta un poco menos escueta.

Esta negó con la cabeza disculpándose. No era que hicieran nada las noches de los sábados que no hicieran con él. Quería a Jakob y sabía que su fondo era bueno. Sin embargo, era por chicos como él: mujeriegos, egocéntricos y sin remordimiento alguno, por los que se había inscrito al club. De explicárselo, no lo entendería. Por lo que prefería no hacerlo.

—Yo no estoy en ese club —aclaró Kalea a destiempo.

—Deberías —dijeron sus amigas al unísono. Max y Grey se señalaron mutuamente sonriendo para celebrar su conexión.

Kalea puso los ojos en blanco.

—Sigo creyendo que no todos los chicos son despreciables.

—Gracias por la parte que me toca —intervino Jakob que, por lo general obviaba cualquier apunte que hicieran sobre su personalidad. Pero disfrutaba cuando le subían la autoestima.

Max lo empujó con el hombro.

—Cierto, los chicos ficticios están bastante bien —concedió Grey.

Kalea no pudo por más que reír.

—No necesito un club para mantenerme alejada de enanos mentales —aseguró su amiga, mirándolas a ambas.

—Bueno… —dejó caer Grey con culpabilidad—diría que Jude es un enano mental y ya sabemos cómo terminó.

Max ahogó un gemido. Grey se sintió horrible por recordarle a aquel impresentable, pero tenía muchas ganas de que Kalea se uniera al club. Su amiga pensaba que el eje central de este eran los chicos, cuando estos solo habían sido el motivo. Quería que sintiera la satisfacción de darse prioridad absoluta y que nada de lo que hiciera estuviera relacionado con uno de ello. Por supuesto, Kalea no era el tipo de chica que perdiera el culo por nadie. Hasta que llegaba nadie.

—Fue un error —masculló arrugando la nariz.

Grey le puso la mano sobre el dorso de la suya.

—No te estoy juzgando, te está hablando la chica a la que usaron de tapadera durante un año sin siquiera sospecharlo. —Un dolor adormecido se hizo un hueco en su pecho.

Kalea asintió.

—¿Por qué no lo pruebas? Sin compromiso.

—¡Sí! —secundó Maxine—. Vamos a cenar hoy en casa de Grey, ven con nosotras.

Kalea se mordió el labio, claramente contrariada. La insistencia no le gustaba tanto cuando no era ella quien la
llevaba a cabo.

—Prometedme que si voy me dejaréis tranquila.

Grey se la tiró encima para abrazarla y Maxie se puso a aplaudir.

—Lo juro por la vida de Robert Downey Jr.

Kalea se la sacó de encima entre quejidos, meneando la cabeza.

—¿Puedo ir yo también a esa cena? —preguntó Jake, con un brillo que no prometía nada bueno en los ojos. Solo quería ir porque estaba llena de chicas y porque odiaba no formar parte de algo.

—¿Tienes vagina?

—No, pero tengo…

—Lástima —interrumpió Grey antes que pudiera finalizar la frase.  
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Una hora y cinco aspirantes después la cabeza le martilleaba. Ninguna de las personas que había entrado a la sala de música sabía tocar la batería. Damen se limitó a catalogarlos entre malos y aún peores. Comenzaba a aburrirle aquella parafernalia. No era un secreto que no se tomaba la banda tan en serio como el resto de sus amigos. Para él, la música era una forma de evadirse, como lo era ponerse a hacer garabatos. Lo ayudaba a concentrarse y no pensar en gilipolleces.

Pero el resto se lo tomaban tan en serio que hasta estaban tomando apuntes. Solo faltaba Dan, que en teoría era el representante de la banda pero que rara vez ejercía como tal.

—¿Vais a alargar la tortura mucho más?

Blake le hizo un corte de mangas sin levantar la vista de su cuaderno. Tyler se dejó caer contra el respaldo, resbalando por él.

—Creo que solo queda una persona.

—¿Van? —preguntó Damen, esperando que lo confirmara. Este estaba a su lado, tecleando en el teléfono.

—El engendro traidor tiene la lista.

Blake reaccionó ante el comentario de su mejor amigo como si alguien le hubiera pinchado con una aguja en el culo. Los ojos se le entrecerraron hasta convertirse en dos rendijas. Damen y Tyler compartieron una mirada cansada. Desde que se pelearon, era agotador estar en el mismo espacio con Van y Blake.

Por suerte, un sonido en la puerta detuvo uno de sus habituales derroches de insultos. Todos se giraron en pos al ruido. Frente a la puerta había una chica menuda, con ojos huidizos y hombros hundidos. A Damen le sonaba de haberla visto en alguna clase o en casa de los Longaster. Pero era difícil saberlo, aquella casa parecía el centro de reunión de toda la ciudad.

—Hola.

—Ah, mi querida Damia. —Van se frotó las manos como si acabara de descubrir una botella de vodka de
importación sin abrir.

—Cuando estés lista. —La animó Tyler con impasividad al notar el acongojo de la muchacha.

Damen se acostó sobre la mesa preparándose para soportar otros dos minutos de tortura auditiva. Damina caminó al pequeño estrado sobre el que aguardaba la batería. Dejó la mochila a un lado, sacando antes sus propias baquetas del bolsillo. Estaban descoloridas y un poco astilladas, lo que esperanzó a Damen. «Quizá toque de verdad y no sea mero postureo».

—Estás a punto de audicionar para la mejor banda después de Los Rolling Stones. —Van había dado el mismo discurso a todas las personas que habían desfilado por la puerta—. No esperamos otra cosa que excelencia…

—Si ya has terminado con tu derroche de bravuconería —interrumpió Blake, dando golpes rítmicos con la pierna en las baldosas del suelo.

Damia se mordisqueó la uña, mirando nerviosa a los cuatro chicos que volcaban su atención en ella. Damen se compadeció.

—Pasa de él, necesita alimentar su ego cada pocos minutos —Trató de consolarla, utilizando el tono más suave de su voz. Damia asintió, como si acabara de recibir unas instrucciones.

—Perdona, se llama charla motivacional de equipo —rebatió Van intentando darle un sopapo a Damen, que se apartó hacia un lado. Van tenía un talento especial para sacar a la gente de quicio y Damen, para hacerlo con él.

—Por favor, empieza ya —rogó Tyler.

Damia se ató el pelo en un moño alto. Se aferró a las baquetas cerrando los ojos y comenzó a marcar el ritmo con el bombo. Damen pensó que se la veía diminuta tras el instrumento. Pero cuando abrió los ojos y comenzó a tocar, se transformó. Sin vergüenza y con la mirada centrada. Tocaba concentrada y metódica, pero apasionada. La chica se fusionaba con el instrumento, como si las baquetas fueran una extensión más de su brazo.

Cuando finalizó la canción, un par de minutos más tarde, Damia jadeaba con las mejillas ruborizadas. Unos cuantos mechones le escapaban del moño. Damen vio cómo se diluía la confianza de sus ojos y volvía a empequeñecer.

Miró a sus amigos. Tyler con una expresión satisfecha y Blake inclinado sobre el asiento medio alucinado. Van sonreía también, pero siempre con ese deje malicia.

—No ha estado mal —indicó este, frunciendo los labios en falsa reflexión.

Damen puso los ojos en blanco.

—¿Estás de coña? Ha sido la única que no sonaba como dos gatos apareándose.

—Me perturba que sepas cómo suenan los gatos cuando…

—Gracias, Damia —cortó Blake, fulminando a sus amigos.

—Te llamaremos para informarte de nuestra decisión. —Van retomó la palabra, guiñándole un ojo a la chica.

—Vale.

Sin detenerse más, agarró sus cosas para marcharse precipitadamente.

—¿Siempre tienes que ser tan gilipollas? —inquirió Blake—. Podríamos haberle dicho desde un principio que está en la banda.

—Aún no hemos decidido nada —Tyler le echó un cable.

Damen sacó su móvil, al ver la hora se levantó de la silla. A las cinco tenía que estar en el bar si no quería pasar toda la tarde escuchando los sermones de Bill sobre la importancia de la puntualidad.

—Seré gilipollas, pero al menos no reniego de mis sentimientos —atacó Van, incorporándose también.

Blake se le encaró. Tyler decidió que no merecía la pena intervenir y se puso juguetear con un hilo suelto de su camiseta.

—No, tú prefieres jugar con los del resto como si estuvieras en una puñetera partida del Monopoly. —Van apretó la mandíbula al tiempo que alzaba el puño.

—Auch —dijo Dan.

Damen terminó de recoger sus cosas en el momento justo para agarrar a Blake del codo y arrastrarlo fuera del aula. Impidiendo que se liaran a puñetazo limpio otra vez. Su amigo protestó hasta que lo soltó, una vez en el pasillo. Este estaba casi vacío, salvo por los alumnos que se quedaban para las actividades extraescolares.

Comenzó a caminar y cuando ya se encontraba al pie de las escaleras que llevaba a la planta baja se dio cuenta que Blake iba a su lado. Le lanzó una mirada de reojo.

—No hace falta que me defiendas —espetó.

—Vale, a la próxima dejo que te ponga el ojo morado.

—Estás muy seguro de que seré yo quien acabe con un moratón. —Blake le guiñó un ojo mientras bajaban las escaleras de dos en dos.

Van y Blake eran como un matrimonio ajado la mayor parte del tiempo. Pero aquella pelea había afectado a su relación como ninguna otra. Nadie hacía peligrar más su amistad que las Stone. Damen nunca había prestado mucha atención a sus líos, que era como las telenovelas que solía ver Tracy, una de sus madres de acogida. De hecho, no había sabido diferenciar a las hermanas hasta que comenzó el instituto. Salvo a Max, que era la que más tiempo pasaba con Blake y, con el que más tiempo pasaba Damen.

—Joe es mi amiga, no podía dejarlo pasar sin más —explicó Blake cuando ya salían del instituto.

Damen hizo un gesto de indiferencia. No era de dar consejos, ni Blake el tipo de personas que los buscara. Pero supuso que el comentario de su amigo era una forma de pedírselo.  

—Max es amiga de Van —respondió de camino al aparcamiento. Blake lo miró furibundo.

Blake parecía a punto de soltarle un puñetazo. Pero nunca tocaba a Damen, a sabiendas de cómo reaccionaba ante el contacto inesperado. Él mejor que nadie lo sabía, por lo que solía respetar su espacio.

Cuando llegó a la moto, se agachó para sacarle el seguro. Veía las zapatillas de Blake a su lado.

—Lo de Maxine…, es diferente.

Una sombra oscureció su rostro. Damen se incorporó. Había pasado el tiempo suficiente con Blake y Max al mismo tiempo para saber que la muchacha le gustaba. Fueran cuales fuesen los motivos por los que la había rechazado, eran otras.

—Intencionado o no, la hiciste daño. —Damen se encogió de hombros al tiempo que guardaba el seguro bajo el asiento—. Para Van eres tan capullo como él. Para mí, sois imbéciles por igual.

—¿Hacemos algo? —preguntó Blake dando por zanjado el asunto.

—Tengo que trabajar.

Se subió a la moto depositando el casco entre el manillar y su cuerpo. Blake lo observaba taciturno y serio.

—Escúpelo —pidió al meter las llaves en el contacto.

—Parece que estás bien —tanteó cruzado de brazos. Era más una pregunta que una afirmación.

Blake era con el que más solía hablar sobre todo el asunto de las casas de acogida. Su situación familiar tampoco fue idílica cuando era más pequeño y se entendían. Damen tardó bastante en darle una respuesta.

—Supongo que sí —admitió en voz alta por primera vez. Eso le perturbaba más allá de lo que podía expresar con palabras. Su amigo pareció notarlo.

—Ya sabes que puedes venir a mi casa si cambias de opinión —ofreció Blake—. Cuando Amelia se presente hecha una furia te escondo en el desván—. Bromeó para quitarle hierro al asunto, como si no fuera nada que le dejara dormir en su casa cada vez que lo necesitaba.

—Sí.

El problema era que no quería marcharse de casa de los Longaster, otro hecho que también lo perturbaba.
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—¿Demasiado queso?

—Ese adverbio no es aplicable al queso.

Grey le quitó a Annie el paquete de queso rallado y volcó todo el contenido sobre la masa. Estaban cocinando para la cena del club de esa noche. Todas habían quedado en que harían su aportación culinaria. Ellas se habían decantado por pizzas —saladas, era una cuestión de principios—.

En el estéreo sonaba Rubber Soul, uno de sus discos preferidos de Los Beatles. Grey se movía al ritmo de Think For Yourself, chocando la cadera con Annie de vez en cuando e intentando no pisar la pata a Yellow, que estaba tumbado bajo la encimera esperando a que se les cayera algún ingrediente.

—Alguna podría ser intolerante a la lactosa —aventuró Annie, lamiéndose el dedo manchado de tomate.

—Una lástima, no podrá disfrutar de Arya Stark.

Arya Stark era el nombre que le habían dado a la pizza que crearon una madrugada en la que se quedaron despiertas hasta el amanecer viendo un maratón de Gilmore Girls. Consistía en cortar la masa en distintas porciones y echarle ingredientes distintos a cada una de ellas. La única regla era no repetir nada que no fuera queso y tomate.

Annie meneó la cabeza ante la poca consideración de Grey. Siguieron cocinando y cuando estuvieron listas, las taparon y subieron a su habitación. Todavía quedaban dos horas hasta que diera comienzo la cena. Llevaban un rato tiradas en la cama, cada una con la cabeza en un extremo, cuando Annie le dio una palmada a en el muslo, sobresaltándola.

—Al final no me has contado tu percance con Damen esta mañana.

Grey hizo un ruidito de protesta.

—Me cae mal. —No le apetecía hablar de él.

—Eres la cumbre de la evidencia.

—No quiero hablar de él. ¿Y si es cómo Bloody Mary? Se entera que estamos hablando de él y aparece para torturarnos.

—La próxima vez no me envíes quince mensajes explicándome, de una forma más explícita de lo necesaria, lo que tienes pensado hacerle cuando se despiste —combatió Annie, mesándose un mechón de pelo con parsimonia.

Incorporándose hasta quedar sentada, le relató su mañana. Annie alzó la vista, sus ojos claros le volcaron toda su atención mientras hablaba. Grey no se dejó un solo detalle.

—A lo mejor le gustan vuestras peleas en el baño.

—¡Annette! ¡No te burles! —Le tiró el cojín a la cabeza.

Esta se carcajeó, abrazándose al cojín que le había lanzado. Sin embargo, ante el fruncimiento de ceño de Grey, pareció ablandarse.

—¿Qué quieres que te diga?

Grey subió y bajó los hombros con pesadez con la vista fija en la colcha. Para empezar, podría decirle que el motivo por el que Damen la despreciaba tanto nada tenía que ver con ella. Le daba más vueltas a ese asunto de lo que estaba dispuesta a admitir. Porque Grey sabía que, si la mañana que se conocieron no se hubiera comportado como un cretino, todo habría sido de otra forma. Y segundo:

—Que no soy una persona horrible por no querer ayudarlo. No por iniciativa propia, al menos.

Annie le dio una patada torpe por respuesta.

—Lo tomaré como un sí.

—¡No seas boba! —chilló Annie, que pocas veces perdía la calma. También se levantó, para quedar a la misma altura que Grey—. Damen no lo pone fácil, es normal que no quieras volcarte a la causa.

—Está metido en algo chungo. —Grey miró a su mejor amiga llena de dudas. Estaba dividida entre lo que deseaba y lo que sabía que sería lo correcto—. Es subnormal, pero puedo entender su actitud, además…—estuvo a punto de mencionar las cicatrices, pero decidió guardárselo para ella—en fin, que estando acostumbrado a una vida en la que todo el mundo te da la espalda cueste darse cuenta cuando alguien quiere ayudarte.

Más o menos repitió lo que le había dicho Emma aquella mañana. Como animándose a sí misma. Annie se ató el pelo cobrizo en una coleta, era un preludio que significaba que estaba a punto de ponerse en modo práctico o, en su defecto, de hablar de algo que le resultaba incómodo.

—Ya sabes por qué vine a vivir Nueva York con mi tía —susurró, tensándose de arriba a abajo—. Pasé muchos años intentando ayudar a mi padre. Pero él no quería ayuda, me costó mucho darme por vencida y sigo sintiéndome culpable por marcharme…

—Annie —interrumpió Grey dulcificando el tono—, no fue tu culpa.

Su mejor amiga meneó la cabeza para deshacerse de sus demonios. Annie había tardado meses en contarle toda la situación que había vivido en Las Vegas con su padre. La perturbaba mucho sacarlo a colación.

—Lo sé —aseguró, recuperando la calma—. Por eso me fui, era una causa perdida y de haberme quedado me habría arrastrado a toda su porquería.

Grey se tiró del pelo de pura frustración. Annie le daba a entender que no pasaba nada si abandonaba el barco de Ayuda al Idiota, pero una parte de ella seguía pensando que tenía que hacerlo. La diferencia era que Annie claudicó por desgaste, mientras que Grey quería hacerlo porque Damen era un chico y ella se había prometido ignorarlos en lo que restaba de instituto.

—Mira, está claro que hacerte su amiga no va a funcionar. —Annie retomó la palabra ante su silencio. Grey asintió, animada de pronto porque Annie, como de costumbre, parecía tener la solución a sus problemas—. Quizás será mejor jugar a ser Sherlock Holmes. Pregunta a sus amigos si saben algo. Puede que incluso Maxine pueda ayudarte.

Grey permaneció pensativa. No, no serían Stiles Stilinski ni Scott McCall. Lo que proponía Annie era la mejor alternativa. Sin embargo, ahí estaba su estómago increpándola a negarse. Por segunda vez en el día, se recordó que estaba haciendo lo correcto.

«Qué remedio».

—Vi la serie —dijo finalmente.

—Y tienes a tu Watson para cubrirte las espaldas —aseguró Annie.

Grey volvió a tenderse sobre la cama en un gesto melodramático. Al final había encontrado una solución, si miraba el lado bueno, ni siquiera tendría que hablar con Damen.

—Estoy deseando que nos graduemos y marcharnos a Los Ángeles, lejos de hermanos de acogida petulantes.

Grey y Annie tenían un plan. Ir a la UCLA, la primera para estudiar Educación Infantil y la segunda matriculada en la carrera de Fotografía. Vivirían juntas en un apartamento cerca del campus y los fines de semana irían a la playa a tostarse como el café. Debido a su situación actual, se animó diciéndose que aquel sería su premio si no abandonaba.  

—Solo unos meses más. —La animó Annie.

Justo en ese momento, se escuchó un portazo que provenía del pasillo. Grey miró hacia la puerta entreabierta, suspirando.

—Te dije que era como Bloody Mary.


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The Lonely Hearts Club. - Página 6 Empty Re: The Lonely Hearts Club.

Mensaje por indigo. Mar 02 Jul 2019, 2:23 pm

CATULO 05.2

PERSONAJES: Grey Longaster & Damen Strauss || ESCRITO POR: gxnesis.


Damen guardaba la costumbre de espiar tras las puertas desde pequeño. Lo hacía en el orfanato cuando había jornadas de puertas abiertas y deseaba con todas sus fuerzas escuchar su nombre. O en las casas de acogida, dándole ventaja para marcharse antes de que lo echaron o las cosas se pusieran feas.

Hasta el momento, no había recurrido a ello en casa de los Longaster. Sin embargo, no pudo evitarlo al escuchar su nombre salir de la habitación de Grey. Dudó un momento, detenido en el pasillo. Finalmente decidió que si no quería que escucharan sus conversaciones debía cerrar la puerta.

Menos mal que había pegado la oreja, pensó mientras conducía hacia Queens. Dio fuerza al acelerador, con la conversación de Grey y Annie dándole puñetazos en la cabeza. Los Longaster no eran como sus otros padres de acogida, sino peor.

Damen no era idiota, era consciente de que Amelia sospechaba algo. Había intentado sonsacárselo en más de una ocasión. Quizás había creído que, si el pobre huérfano acababa en un hogar en el que no lo trataran como basura social conseguiría hacerlo hablar lo suficiente para pillar a Millhouse. No tenía nada en contra de aquella mujer, de cierta forma, incluso la respetaba. Era la única persona que no lo había dado por perdido. Pero Damen no quería ser salvado. No consideraba que hubiera nada de lo que tuvieran que salvarlo.

Como siempre, solo quería que lo dejaran tranquilo. Sin embargo, sabía que los Longaster no lo harían, los movía algo bueno, ni falsa caridad ni pena. Se había dado cuenta aquella misma tarde durante su descanso en el bar. Emma se acercó a la mesa en la que estaba sentando y le había plantado un refresco y un bocadillo delante. Una gilipollez, pero Damen no paraba de darle vueltas. Sobre todo a la sonrisa de la mujer, tan cálida, tan…
Sacudió la cabeza y volvió a acelerar. Era peligroso, no solo por cómo lo desconcertaba verse en esa situación sino también por lo que esa familia estaba dispuesta a hacer.

Mientras aparcaba en un callejón cercano a Las Ratas, Damen se dio cuenta que, a pesar de las nuevas revelaciones seguía sin tener ganas de marcharse. Y no tenía por qué. Puede que esa gente quisiera que hablara, pero no lo haría. Decidió que era un buen plan, solo tenía que ser práctico. Realizar el teatro de chico obediente y redimido para que creyeran que las sospechas de Amelia no eran más que un disparate. Así podría quedarse en un sitio decente hasta que cumpliera los dieciocho.

Desde luego, un buen plan. Damen no sabía que los planes de Grey Longaster eran otros.



Todavía era muy temprano para la actividad en Las Ratas. El local se hallaba silencioso, mustio y con su característico olor rancio; una mezcla de alcohol derramado en la madera y sudor concentrado penetrando en la nariz. Salvo por unos cuantos tíos que jugaban al póquer y otros tantos desperdigados por las mesas de billar, estaba vacío.

Damen saludó a Cal con un gesto de barbilla antes de llamar a la puerta que había en el lado opuesto de la estancia, en la que había un cartel que rezaba: «Solo personal autorizado». Una voz que emergió al otro lado le indicó que entrara.

Se trata de una sala enana y oscura, que tendría que haberse usado como almacén pero que estaba habilitada como despacho. Su única iluminación provenía de una lámpara de mesa y las sombras de los muebles se estiraba tétricas en las paredes desnudas de hormigón. A su izquierda había un sofá de dos plazas de cuero rajado en el que estaba sentando Logan. El hombre miraba la televisión, un modelo antiguo con problemas de imagen, que estaba colocada en una mesilla en el lado opuesto. Al fondo de la sala había un escritorio robusto de madera, tras el cual se encontraba sentando un hombre. Millhouse Morgan.

De haberse cruzado con él por la calle, Damen habría pensado que era el tipo de hombre que uno esperaba encontrarse los domingos jugando en el parque con sus nietos. Pero Damen lo había conocido en una sala parecida a aquella, en uno de los muchos establecimientos de los que era dueño. La primera vez que lo vio había pensado que se parecía al actor que interpretaba a Tony Soprano. Gordo como un sapo, con una papada doble que le temblaba al hablar y que hacía parecer que no tenía cuello. Dos ojos marrones coronados por cejas peludas y expresivas. Había perdido casi todo el pelo y la mitad superior de la cabeza estaba pelada unificándose con una frente fruncida todo el tiempo.

—Me has llamado —dijo Damen sentándose en la silla de plástico situada frente al escritorio.

Millhouse estaba ocupado cortando un chuletón casi tan gordo como él. Llevaba una servilleta de tela en el cuello para no manchar su traje de diseño. Viéndolo comer, Damen reparó una vez más en lo bien que se organizaba.
Era dueño de varios restaurantes de comida basura en Queens y había habilitado los sótanos de dichos establecimientos como salas de juego. Todo en el marco de la legalidad. Era un hombre respetado en su comunidad, conocido por donar dinero para reparar edificios y a distintas comunidades de vecinos. Damen no tenía la más remota idea si lo hacía por caridad. Lo que sí sabía, era que así se aseguraba que la gente hablara bien sobre él si alguien hacía preguntas. De hecho, tenía la impresión que varios policías hacían la vista gorda por la cantidad de billetes adecuada. Y de esta manera, Millhouse se dedicaba sin contratiempos a asuntos menos loables y legales.

Damen a veces lo imaginaba como un titiritero, moviendo cuerdas para que cada quien hiciera lo que quería sin que pareciera que había sido su idea.

—Mi muchacho —exclamó abandonando los cubiertos en el plato. Tenía una voz cavernosa y líquida, como si la marea chocara contra un acantilado—. ¿Cómo va todo?

—Bien —aseguró ocultando la sorpresa por la pregunta. Bajo la mesa, se clavó las uñas en la cara interna de la mano.

Millhouse sonrío, una mueca fantasmal en aquel juego de sombras y luz amarillenta.  

—He escuchado que tu nueva casa de acogida es mejor de lo que esperabas. Es un alivio. —Damen apretó con más fuerza. Figuraba que, como a todos, lo tenía vigilado. Pero escuchar una afirmación directa provocó un latigazo en su espalda—. Aun así, espero que no suponga un problema para lo que nos atañe.

A aquel hombre le traía sin cuidado su situación. Podía fingir un limitado interés para afianzar la lealtad de la gente. Como el jefe cabrón que te deja salir antes cuando tu hora de salida ya ha pasado. Damen entreveía la verdad de sus palabras. «Como te vayas de la lengua lo vas a lamentar».

—Lo tengo controlado.

—Por supuesto que sí. —Con expresión satisfecha, Millhouse se apoyó contra el respaldo llevándose las manos a la prominente barriga.

De nuevo la amenaza velada en sus palabras almidonadas. Millhouse era como las nubes de tormenta, dispuesto a descargar contra ti en cuanto te despistaras. Damen tenía que conseguir que los Longaster y Amelia pararan de indagar.

—¿Necesitas que vaya alguna parte? —cambió de tema con toda la sutileza de la que fue capaz. Sin que se notara
su impaciencia. Damen era bueno jugando al pool pero en el tiempo que llevaba tratando con Millhouse, su cara de póquer había alcanzado la excelencia.

—Llevas poco tiempo trabajando para mí. Lo haces bien, puedes pensar que un hombre ocupado, con tanta cantidad de trabajadores, no se fijaría en uno de los más dispensables. —Otra vez ese tono paternalista de falsa adulación.
«No eres la mierda que te crees que eres»—.  Pero no es así, estoy al tanto de todo. Un hombre en una posición como la mía debe conocer a quién tiene al lado…

Damen asintió. Cuando Millhouse se echaba flores y se daba palmaditas en su propia espalda, escuchabas callado hasta que indicara lo contrario. Ni siquiera era buena idea interrumpirlo para ayudarlo con las palmaditas. Por costumbre, se mostraba cuerdo, sereno y templado. Pero cuando le tocabas un cable desafortunado, podía ser igual de volátil que una mina.

Aguantó su incesante perorata sin mover un músculo. Hasta que pareció recordar el motivo por el que había empezado hablar. Se alisó el traje y cerró las manos sobre el escritorio. Volvía a ser el hombre de negocios, el tipo medio tarado con delirios de grandeza en el que a veces se convertía desapareció.

—¿Dónde estaba? Sí, que eres bueno. Sigiloso, obediente y mucho menos idiota de lo que cabría esperar para alguien de tu edad.

—Gracias.

—Es por eso por lo que quiero asignarte más clientes. Pensarás que no es gran cosa, pero supondrá un aumento en tus honorarios.

—¿Más clientes? —En esa ocasión, no pudo ocultar la sorpresa.

La gran parte del tiempo los funciones de Damen se limitaban a jugar al pool. Salvo por las veces en las que Millhouse le pedía hacer horas extra —como las llamaba—. Por norma general, la idea de ganar más dinero solía bastarle para aceptar cualquier nuevo encargo. Eso le daba la oportunidad de ser independiente. Importaba poco si era legal. Pues la legalidad le había dado la patada desde bien pequeño. Pero en ese lugar, un aumento de clientes significaba hundirse un poco más en el fango.

Damen fue consciente nada más plantarse delante de la puerta de Las Ratas por primera vez que lo más seguro era que, si entraba, no saliera de ese mundo. Nunca pensaba en el futuro a largo plazo, solo en el más inmediato. En aquel momento, trabajar para Millhouse había sido su única opción. Dudaba que tuviera una distinta. ¿Qué otro lugar había para un chico cómo él? Sin embargo, parte de Damen seguía resistiéndose a sucumbir de lleno. Siempre se repetía lo mismo. «Todo irá bien mientras no te impliques demasiado».  Y ahí estaba Millhouse, empujándolo a hacerlo.

—Correcto. Hemos sufrido una baja reciente en la plantilla y aún no he encontrado a nadie —explicó, mesándose el pelo inexistente de la calva—. Sé que lo tuyo es el pool, de eso también me he dado cuenta. No te gusta ensuciarte las manos.

—Yo…

Hizo ademán con la mano para que cerrase el pico.

—Innecesarias las explicaciones —acotó—. Pero necesito que me hagas este favor hasta que encuentre a alguien al que no le importe la mierda. Imagino que no supondrá un gran esfuerzo, teniendo en cuenta todo lo que he hecho por ti.

Inclinado en su dirección, con la interrogación y la amenaza en su espera, Damen supo que aunque quisiera, no podía negarse.

—Claro que no —mintió.

—No esperaba menos de ti.

Abandonó el despacho con la sensación que los grilletes que se había puesto voluntariamente unos meses atrás se apretaban.

Fuera, la actividad en el local había aumentado considerablemente. Las mesas de billar y las de las cartas estaban a rebosar, así como la cabina de las apuestas para los combates de boxeo. Damen se abrió paso hasta la barra y aguardó hasta que Cal se deshiciera de los últimos clientes.

—Hola, guapo. —Le plantó una cerveza delante sin preguntarle con una sonrisa que era pura dinamita. El atributo que más definía a Cal, tanto en personalidad como en físico.

—Hola.

—¿Vas a jugar hoy? —preguntó apoyando los codos sobre la barra.

Negó con la cabeza. Daba vueltas al botellín entre los dedos, tratando de deshacerse de esa sensación que se le había colocado en el pecho como un trozo de hormigón. Cal trató de entablar conversación con él. Ante su poca cooperación y que la llamaban cada poco para pedirle algo, desistió de su empeño casi de inmediato.

—La chica ya no sabe qué hacer para que te escapes con ella al callejón.

Van apareció a su lado como si se hubiera transportado de pronto. Lo miró confuso, sin entender que hacía allí.

—Me aburría y pensé en pasarme a ver si estabas aquí. —Dio por toda explicación, subiéndose al taburete con aire resuelto para llamar la atención de Cal—. Ahora en serio, menos ver fornicar a gatitos y más aprovechar la oportunidad de fornicar cuando la tienes.

Damen seguía mirándolo petrificado. No le hacía ni puñetera gracia que sus amigos fueran por allí. Sabían lo que Damen hacía allí, tras tanta insistencia se lo había contado. Pero solo porque eran tan ruidosos cuando iban a Las Ratas que no le quedó más remedio. Damen no quería que se implicaran, ni llamaran la atención de Millhouse.

—No todos pensamos con el pene. —Pero si le pedía a Van marcharse este iba a querer quedarse con más ganas.

—Hubo un tiempo en el que tú sí —canturreó.

—Ya no.

—Es injusto que, porque tu exnovia visitara otras camas tú debas dejar de hacerlo.

La mano se le cerró entorno a la botella con fuerza. «Por ahí no».  

—Si esta es tu forma de decirme que vas a intentar que Cal se fije en tu cara de retrasado, ahórratelo.

—Esos insultos…

—Van, no estoy de humor para tus gilipolleces —advirtió, más agotado que enfadado. Entre los Longaster y su último encuentro con Millhouse tenía un cacao mental de narices.

Su amigo lo miró de reojo, decidiendo si preguntaba o pasaba del tema. Por lo general, Damen no solía soltar prenda hasta que lo hacía. Daba igual cuanto insistieran. Y eso sus amigos lo respetaban, incluso el cabrón de Van.

—Vale, no te gustan las morenas. Haberlo dicho y ahorrábamos tiempo. —Prosiguió a lo suyo. Su forma de distraerlo siempre era tocándole las narices. Una idea mezquina le brilló en los ojos —. Qué me dices rubias, pelo rizado, pequeñas y chillonas… de nombre Grey.

Damen, que daba un trago a la cerveza en ese momento, estuvo a punto de escupir. Comenzó a toser o a reírse, no sonaba del todo claro. Quizás una mezcla de los dos. Un señor que había a su lado lo miró como si le hubiera crecido un pie en la frente. Van era todo dientes o, al menos, eso fue capaz de advertir a través de las lágrimas.

—¡Bingo!

—Prefiero renunciar al sexo para siempre.

—Fuertes declaraciones.

Carraspeó para aclararse la voz. Grey era guapa, no podía negarlo. Pero la sola idea de pensar en ello resultaba inconcebible. Además, cuanto más se alejase de ella mejor para ambos.  No se había olvidado de la conversación que había escuchado tras la puerta ni de lo que pretendía Grey. Al final, lo que le había dicho en el parque solo formaba parte de una estrategia para acercarse a Damen. No sabía si su determinación a ayudarlo era mucho mejor que la pena. Aunque, desde luego, sí mucho más conflictiva.

«Para no soportarla se te cuela en la cabeza bastante a menudo», susurró una voz mezquina en su cerebro.  

—En lugar de planear mi vida amorosa, mejor dedícate a solucionar la tuya. —Le guiñó un ojo, él también podía sacarlo de quicio.

Van perdió la viveza y las ganas de molestar en cuestión de segundos.

—Esa ya no tiene remedio.  

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—Genial, nuevas adeptas.

Grey encontró a las hermanas Stone en su porche. Apelotonadas en la entrada intentando ser quien quedaba en el marco de luz de la puerta. Cargaban con una jarra llena de un líquido amarillo que debía ser limonada y una bandeja que desprendía un olor dulce. Eran tan diferentes, sobre todo Joe y Maxine —nadie diría que eran mellizas—que, de no ser por ciertos rasgos, nadie diría que eran hermanas. Aunque a Grey siempre le habían parecido armoniosamente dispares. Como las piezas de una máquina.

—¿Tengo que jurar por mi vida que no hablaré nunca de lo que ocurre en estas reuniones? —inquirió la mayor de todas, Jack.

Grey la conocía sobre todo por la amistad que mantenía con Bastian. Le había dado consejos amorosos cuando había empezado a salir con Cody en muchas ocasiones. Por lo visto, esos consejos no le resultaron efectivos a ninguna —no a largo plazo, al menos—.

—Max mencionó algo sobre correr desnudas —añadió Joe.

—Como si necesitaras una excusa para hacerlo.

—¡Jaqueline! —vociferó Maxine.

—¿Tenemos que correr desnudas?

Las tres hermanas se giraron y, entre sus cabezas, Grey divisó a una Kalea escandalizada al pie de las escaleras, con Damia a su lado. Sonrió con sorna.

—Espero que lleves unas bragas decentes.

—Me vuelvo a casa. —Kalea hizo ademán de darse la vuelta, pero Joe fue rápida y la tiró de la capucha de la chaqueta—. ¡Espacio personal!

Consiguieron arrastrar a la chica hacia el salón. Allí esperaban Annie, Lola y Winter junto con las más recientes incorporaciones al club: Sienna y Laia. Esa era su segunda reunión y Grey todavía no podía hacerse una idea formada respecto a ella. La primera era sociable, llamativa y un tanto extravagante. Mientras que Laia se mantenía callada y distante, como si estuviera analizando la situación antes de decidir implicarse. De cierta forma, le recordaban a Annie y ella.

Annie presentó a las chicas al resto mientras las recién llegadas añadían sus platos al cáterin. Comenzaron a comer. Al principio, el silencio se acalló con frases como «¿Quieres limonada?» y «Pásame una servilleta». Pero este terminó por imponerse, incómodo. Tanto era así que Grey incluso sopesó la idea de subirse a la mesa a bailar y animar el asunto.

Cuando Penny y Eleanor estaban presentes todo era más sencillo, pues las guiaban e impulsaban a interactuar. En el bar, cada una se juntaba con quien más a gusto se sentía. En su salón se miraban las caras sin saber qué hacer o decir.

—¿Hicisteis un voto de silencio? —Kalea masticaba su pizza observando a todas las presentes con el ceño fruncido. Tal y como le habían planteado Max y Grey el club, debía estar muy decepcionada. Damia le dio un codazo para acallarla.

—Podríamos haber traído tequila —lamentó más que meditó Jack.

—No todo en la vida se soluciona con alcohol —rebatió Joe.

—Lo importante sí.

—Amén —secundó Lola. Jack le guiñó un ojo y hubo una conexión repentina entre ellas. Puede que el alcohol sí hubiera servido de ayuda.

Un leve coro de risas que apenas duró unos segundos se levantó. Grey abandonó la pizza, cambiándola por la uña. Tenía la mala costumbre de mordérselas. Cruzó una mirada cómplice con Annie. El problema ahí era que no era una velada entre amigas, no todas se conocían y su único punto en común eran los chicos que les rompieron el corazón.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó Jack a Sienna y Laia, que formaban una piña en la esquina de la mesa.

—El destino.

—Una piedra de humor —añadió Laia, llevándose la mano al cuello con turbación.

—Vale…

El resto se miraron desconcertadas. Las caras aburridas hundían a Grey en su asiento. Era perturbador pensar que tras un par de reuniones se les hubieran agotado los temas de conversación. Que los chicos acaparaban tanto el protagonismo que no sabían qué hacer sin tenerlos en la punta de la lengua. Una luz se encendió en su cabeza de pronto. Quizás sí que necesitaban dar espacio a los chicos, al menos una vez más. Antes de pasar a la fase de la unión, de los karaokes, las actividades y los bailes.

—De acuerdo. —Grey alzó la voz, nerviosa. Las presentes la miraron inquisitivas. Ante la idea de lo que estaba a punto de hacer, subirse a la mesa a bailar le resultó mucho más acertado. Pero aun así continuó, aclarándose la garganta—. La mayoría somos unas desconocidas.

—Bueno, se supone que para eso es este club —explicó Maxine que parecía confusa.

—Y no dejaremos de serlo si seguimos cerradas en banda. No podemos hablar de películas eternamente.

—¿Adónde quieres llegar? —Le pareció que había sido Winter la que formuló la pregunta. Pero tenía la vista clavada en la superficie de la mesa. Intentando encontrar el valor en el mantel.

—Me uní al club porque el chico del que me enamoré es homosexual —soltó de súbito.

Sentía que estaba dando un salto al vacío. Lo de Cody se lo había guardado tanto para ella misma que ni siquiera Damia, que estaba con ella todos los días: conocía el motivo de la ruptura. Grey lo ocultaba porque le daba vergüenza haber sido tan estúpida. Haberse dejado utilizar. Pero el club pretendía ser un espacio seguro y si querían que funcionara debían confiar las unas en las otras.

—Se parece a la telenovela que ve tu abuela —susurró Winter a Lola.

—Cierra la boca.

—No pasa nada, sí que se parece —concedió, sonriendo a pesar del bombardeo que tenía en el pecho—. Lástima que el buenorro atormentado no exista en la vida real.

Las chicas seguían mirándola. Pero no había juicio en sus ojos, solo comprensión e interés. Annie le apretó la rodilla bajo la mesa. Eso era lo que había visto Grey en las fotografías del antiguo club. Un grupo de chicas que se apoyaban entre ellas, sin competición ni las rivalidades malsanas a las que las impulsaban desde pequeñas. Así que siguió hablando, contando su historia con Cody Miller a grandes rasgos.

—Ese es mi motivo para unirme al club —finalizó—. Como veis, mi radar amoroso está escacharrado y, por el momento, no quiero darle a nadie la oportunidad de aprovecharse de ello.

Grey había sido inocente, cegada por esa imposición que prometía el amor como la experiencia más plena a la que se aspiraba. Tanto era así, que no se percató que no se trató de amor real. Seguía enfadada con ella misma y con Cody por haberse aprovechado de ese deseo enfermizo de vivir una historia de película. Entendía lo conflictivo que podría llegar a ser que tu orientación sexual no fuera la que se consideraba normativa en aquella sociedad enferma. El miedo al rechazo. Pero aún no podía ser comprensiva. Cody le había robado muchas primeras veces y una gran cantidad de amor propio y autoestima en el proceso.

Sin embargo, ante su confesión, una milésima porción de ese odio se alivianó. No dejaba de doler, pero las cargas compartidas son más llevaderas.

—Se lo hice pagar con pintura de colores. —Kalea parecía estar ofreciendo sus servicios como ángel vengador de ex novios especialmente imbéciles. O puede que solo intentara aligerar el ambiente.

—Lo grabó en vídeo. —Sonrió a su amiga, dándole las gracias en silencio una segunda vez.

Grey se mordió el labio, mirando en derredor. Si las confesiones no eran recíprocas de nada servía la suya. No se arrepentía de haber hablado ni quería forzar a nadie a hacerlo. Aún así, una parte de ella ansiaba que alguna tomara la palabra.

Maxine se incorporó tan de golpe que la silla estuvo a punto de caer. Se la veía menuda entre tanto cuerpo, pero muy decidida, como si estuviera dispuesta a iniciar una revolución.

—Todas estamos aquí por alguien y no todas nos sentimos cómodas al compartirlo por el momento. —Miró a su amiga como pidiéndole perdón.

—Correcto —habló Damia.

El asentimiento fue unánime. Las cosas no pasan rápido y lo precipitado no siempre es bueno. Como cuando deseas que una planta crezca y la riegas tanto que terminas por ahogarla. Las ansías porque algo que deseaba ocurriera eran, en parte, lo que la había llevado allí.

—Pero sabemos que podemos hacerlo cuando estemos listas —aseguró Annie.

—No he hablado para meterle prisa a nadie. Lo he hecho porque quería hacerlo.

—Max ¿Por qué no comentas tu idea? —increpó su hermana Joe para cambiar de tema. Esta asintió, animada.

—Pensaba que estaría bien diseñar folletos para ampliar el club.

—Es una buena idea —meditó Lola—. Puedo colgar unos cuantos en los tablones de mi instituto.

—Con la cantidad de gilipollas que hay en la ciudad, pronto The Cavern se nos quedará pequeño. —Grey se sorprendió al darse cuenta que había sido Laia quien lo había dicho. Hasta el momento, nunca se había mostrado tan participativa.

—No metas penes innecesarios en tu cuerpo, sería un buen eslogan.

—Para una campaña de prevención de enfermedades de transmisión sexual —rebatió Kalea a Jack.

—Ni siquiera estás en el club.

—Tú tampoco.

—Desde ahora sí.

Max miró a Joe, que confirmó que repetiría la experiencia con un asentimiento de cabeza.

—¡Por no meter penes innecesarios en nuestros cuerpos! —exclamó Lola, alzando el brazo hacia el techo.

—¿Seguro que no le has echado tequila a la limonada? —masculló Annie a Jack.

Esta sonrió con malicia.

—¿Quién sabe?

A partir de entonces, no hubo espacio para el silencio.

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—Emma y Thomas me han dicho que todo va bien.

—Supongo.

Damen comenzaba a pensar que Amelia poseía un radar para detectar cuándo tenía resaca. Y también para aprovecharlo a horas inhumanas. Llevaba minutos que parecían horas parloteando al otro del teléfono sin dejar que respondiera. Era una de esas llamadas extraoficiales que no solía atender porque nunca estaba donde debería estar.

—¿Eso qué significa? ¡Ya estás metido en líos! —Su voz fue como si le clavaran varias agujas en el cerebro.

«En líos me vas a meter tú», quiso decir. Sin embargo, se mordió la lengua. Ese era el momento de comenzar con la función de chico bueno y redimido. Solo necesitaba una buena familia para dejar de hacer tonterías. Nada más. Amelia deseaba tanto que fuera cierto que se lo creería sin Damen tener que esforzarse a penas.

—Qué va —bostezó.

—¿Las clases?

—Innecesarias.

—¡Damen!

El chico sonrío con sorna, alterar a Amelia era casi tan placentero como poder dormir hasta pasado el mediodía sin que nadie te tocara las narices. Algo que podría haber hecho de no ser por la señora.

—Pero estoy yendo a todas —aclaró. Yellow dormía a pierna suelta a su lado y sintió envidia. La cabeza le palpitaba sin descanso. Seguirle el ritmo de fiesta a Van era agotador.

Amelia suspiró conmovida y una migaja de culpabilidad le apretó el estómago.

—Estoy orgullosa de ti —dijo con voz congestionada.

—¿No estarás llorando? Las emociones fuertes a tu edad no son buenas. —Tapó lo que le habían producido las palabras de Amelia con ironía. Aunque se le secó la boca y se le aceleró el pulso.

—Oye, niño, no seas maleducado. —Se instauró un repentino silencio, Damen carraspeó incómodo. Pero tras otro suspiro, la mujer retomó la palabra—. ¿Seguro que está todo bien?

—Sí, te lo prometo.

«Eres un cabrón». Pero tenía que dejar la culpabilidad a un lado. Esa casa era su mejor opción hasta que pudiera vivir por su cuenta. Tras su última reunión con Millhouse, las mentiras se habían vuelto más que necesarias.

—De acuerdo. Me pasaré a verte la semana que viene.

—Vale.

—Sé bueno.

—Sí, señora.

—¡No me llames señora!

Tras la llamada, Damen se quedó frito hasta que Yellow comenzó a chuparle la cara para que lo sacara de paseo. Aquel día tenía la casa solo para él. Estaban todos trabajando en el restaurante. Después de una ducha y sacar al perro, se tiró en el sofá a comer y seguir durmiendo. Todavía se sentía incómodo cuando pasaba tiempo fuera de la habitación. Con la impresión constante que aparecería alguien a decirle que no podía sentarse en el sofá, ni coger comida de la nevera o ese tipo de frases genéricas a las que estaba acostumbrado.

Pero los Longaster no hacían eso. Estresante e inusitado. Aun así, poder relajarse le daba más paz mental de la que estaba dispuesto a admitir el día anterior. Descubrir las intenciones de aquella familia habían cambiado su perspectiva.

Sobre las cuatro de la tarde, escuchó la puerta de la calle abrirse. Supo que la tranquilidad había terminado antes de escuchar la voz chillona.

—… pero poca gente valora a Ringo. Es como el amigo fantasma que parece no existir sin sus otros amigos. —La escuchó decir, entre airada y triste.  

—Así es como son las cosas, hay personas que destacamos más que otras por naturaleza.

—No puedes incluirte en el saco de las estrellas por ti mismo.

—¿Quién lo dice?

Damen se dio cuenta que estaba asfixiando el cojín en la mano cuando los músculos comenzaron a tirarle. Ese era el resultado cuando Jakob Ollie aparecía. No tenía suficiente con tener que verlo en clase, paseando su petulante arrogancia de aula en aula. O en Las Ratas, pavoneándose en el cuadrilátero. Sino que, encima, debía verlo en casa porque su hermana de acogida tenía amistad con el tío con el que había pillado a Luna engañándolo.

Sabía que su resentimiento era con la persona equivocada, aunque Jakob fuera gilipollas, no había engañado a nadie. Pero pensar en Luna le provocaba más dolor que rabia. Y Damen manejaba mejor la segunda que la primera.

La conversación se perdió en el segundo piso poco después. Estaba a punto de volver a relajarse cuando alguien se tiró a su lado en el sofá. Kalea, concretamente. Sonriente, enérgica y dispuesta a tocarle las narices. Se apartó hacia el otro lado.

—¿Te has perdido?

—Yo también me alegro de verte, compi. —Le guiñó un ojo enigmático y subió los pies en la mesilla—. ¿Listo para hacer el trabajo?

—Te dije que lo haríamos por separado —masculló. De haber sabido que Kalea había llegado con Grey y Jakob, esa era la única explicación de que estuviera allí, se habría escondido en su habitación.

—Y yo nunca acepté.

Pensó en tirarle el cojín que aún sujetaba en el regazo. El profesor Kerr los había puesto juntos porque Kalea había decidido sentarse a su lado. De no haber sido así, le hubiera tocado con una persona menos insistente y más manejable.

—Eres peor que un grano en el culo.

Se levantó del sofá para ir a su dormitorio, sabiendo que cuanto antes terminaran el dichoso trabajo, antes se marcharía.

—Debes haber tenido muchos para poder afirmarlo.

—Vamos a hacer el puñetero trabajo.

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Para una persona que no toleraba la violencia, Grey se veía envuelta en más peleas de las que le gustaría. Cuando escuchó revuelo en el pasillo pensó que Jakob se había tropezado con cualquier cosa. Desde luego, no esperaba encontrarse a Damen y a su mejor amigo liándose a puñetazos.

Kalea salió de la habitación de Damen en ese mismo instante. Tras mirarse y mascullar algo como «Chicos, no se los puede dejar solos», habían corrido a separarlos. Tarea complicada. Eran dos montañas de músculo y testosterona estúpida frente a dos chicas tirando a pequeñas.

—Basta —chilló.

Damen y Jakob se congelaron como si fueran una grabación. El primero tenía a Jake arrinconado contra la pared. El puño alzado a escasos centímetros de la nariz. La miró por encima del hombro, con el rostro desencajado de rabia.

—No te metas en esto.

—Eso, estaba a punto de dejarlo sin dientes —bisbiseó Jakob, dándole un empujón para zafarse. Damen chocó contra la barandilla de las escaleras.

Grey se quedó quieta, temblando. Las peleas quedaban fuera de su liga, le paralizaban hasta la sangre. Por otro lado, no tenía la más remota idea de lo que estaba pasando. Damen y Jakob se habían cruzado en más de una ocasión y no había pasado nada. Qué narices los había poseído.

Kalea pasó por su lado mucho más decidida y se interpuso entre los chicos cuando Damen iba a embestir de nuevo.

—¡Te ha dicho que pares! —Kalea estaba roja de rabia, tampoco toleraba la violencia. Damen temblaba conteniéndose, los puños estrujados contra los costados. Vio que tenía los nudillos de la mano derecha amoratados.

—Quítate del medio.

—Va a ser que no.

Damen fue a esquivarla. Jakob ya tenía los puños preparados para recibirlo. Le sangraba el labio y se le inflamaba por momentos. Grey quiso cerrar los ojos para no ver lo que sucedía a continuación. Pero gracias a Los Beatles, Kalea tomó cartas en el asunto una segunda vez. Agarró a Damen de la muñeca y tiró de él escaleras abajo.

—¡Suéltame! —Se quejó mientras era arrastrado.

—¡No quiero!

Kalea llevó a cabo toda una proeza esa tarde. Pues respirar cerca de Damen en condiciones normales podía conllevar a una catástrofe. Y aquellas, no eran condiciones normales. Segundos después, Grey escuchó un portazo —habían pasado a formar parte de la rutina— que retumbó en cada hueco vacío de la casa. Jakob vibraba mientras observaba hacia la planta baja. No soportaba perder, ni que lo humillaran de ninguna forma. Así que antes que pudiera hacer otra gilipollez, dijo:

—Métete en la habitación.

Pasó por su lado para ir al baño de sus padres a por el botiquín, aún medio conmocionada.

—Grey, yo… —Su mejor amigo sonaba arrepentido a su espalda.

—Cierra el pico.

Pero ahora era ella la que estaba enfadada.



—¿Y eso a qué ha venido? —preguntó rato después, ya más calmada. Cogió el algodón lleno de desinfectante y se lo acercó a Jakob a la herida del labio.

—¡Ay, duele! —chilló una octava por encima de su tono de voz. Se echó hacia atrás alejándose de su mano. Grey puso los ojos en blanco.

—No haberte liado a puñetazos con Damen en el rellano —acusó encogiéndose de hombros. Más enfadada de lo que esperaba.

—Ha empezado él —intentó exculparse Jakob, levantando las manos a ambos lados de la cara.

—Una pelea no empieza si el otro no la sigue —argumentó, propinándole una palmada en la frente—. Venga, cuéntamelo.

Jakob lanzó una mirada molesta por el gesto de Grey. Ella se acomodó sobre la cama, aguardando. Finalmente, no sin poner su mejor expresión de fastidio, su mejor amigo comenzó a hablar:

—Tuvimos problemas por culpa de una chica hace unos meses.

Grey alzó las cejas hasta el nacimiento del cabello. Si Jakob tenía problemas con chicas era por acabar con la equivocada. ¿Habría sido la novia de Damen? «Eso suponiendo que tenga las emociones suficientes para tener una relación». Además, a ella qué le importaba si tenía novia o no.  

—Qué básicos —comentó.

—Puede ser… —Le sorprendió que le diese la razón—. Pero Luna solo fue la gota que colmó el vaso. Nunca nos hemos llevado bien. En el bar, hay mucha competición entre…

—¿Quién es Luna?

—La ex novia de Damen.

—Ah.

Jakob tenía intención de seguir hablando. Pero Grey cayó en la cuenta de lo que acababa de decir y faltó poco para que diera una voltereta mortal sobre el colchón.

—Un momento. —Agarró a Jakob de la sudadera, zarandeándolo—. ¿Damen frecuenta el mismo bar asqueroso?

Jakob llevaba unos cuantos años jugando a las cartas y practicando boxeo en un club de mala muerte en Queens. Había empezado a ir allí cuando conoció a Justin y, a pesar de que con ese chico ya no tenía relación: su mejor amigo seguía yendo todos los fines de semana.

—Sí. —Jakob juntó las cejas en un arco descendiente, desconcertado por el repentino interés de la chica—. Juega al pool.

Grey no podía creérselo, medido exultante medio conmocionada. Había sido mucho más fácil enterarse de algo jugando a los detectives que intentando ser amable. «Annie siempre lleva razón».

—Llévame. —Pidió a Jakob de inmediato. Sin siquiera pensarlo.

—Ni lo sueñes —renegó, dando fuertes sacudidas con la cabeza.

Grey hizo caso omiso a su negativa, sin verse perturbada su determinación. Sabía cómo conseguir que cediera. Se levantó de la cama.

—Si no me acompañas tú iré por mi cuenta —apostilló, mirando a su mejor amigo desde las alturas. Ya saboreando el triunfo en su paladar.

—No sabes dónde está.

—Una lástima, tendré que ir a todos los garitos apestosos de Queens.

Jakob tensó los músculos de la cara, contrito. Pasó una mano por sus rizos al tiempo que suspiraba, consciente de su derrota.

—¿Para qué quieres ir allí? Si odias ese lugar —intentó rebatir, sin embargo, ya se había levantado de la cama.

Grey caminó hasta el escritorio para coger la chaqueta. No iba a decirle a Jakob la verdad de sus razones, pues cuanto menos supiera menos trabas pondría. Imaginó que sería más fácil preguntar si sabía algo del supuesto hombre para el que trabajaba Damen. Pero desechó la coherencia. La adrenalina le nadaba en la sangre. Quería ver ese lugar. Quizás allí veía algo que su mejor amigo no podía contarle porque no lo veía importante.

—Tengo mis motivos —murmuró—. Ahora coge tu casco, nos vamos de excursión.

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Todo en el ambiente advertía a Grey que debía marchase, desde el cartel de neón titilante hasta los vapores pestilentes que emanaban de las alcantarillas. Por no mencionar a la variopinta multitud de los alrededores, que la observaban como si fuese una presa fresca y fácil de atrapar. Nunca antes se sintió tanto un objeto como en ese momento. Y, muy a su pesar, se vio consolada por la presencia de Jakob a su lado —y el spray de gas lacrimógeno que guardaba en el bolsillo de la chaqueta— que había mutado a una expresión dura y a una actitud de acero.
«Cuanto antes descubras lo que se cuece aquí, antes le das una patada a la faceta detectivesca». Trató de animarse.

—Huele a comida rancia —comentó olisqueando el aire.

—Es la parte trasera de un restaurante.

—Saben aprovechar el espacio.

―Vámonos Grey, este sitio no es para ti ―pidió Jakob, por doceava vez desde que habían aparcado la moto. La preocupación inusitada de su amigo no ayudó.

Grey echó un vistazo en derredor, el club estaba sitiado en un callejón sin salida a las afueras de Queens. Debía reconocer que era el lugar perfecto para la ilegalidad. Pues no había visto ni una sola patrulla de policía desde que se habían adentrado en el suburbio.

—Tampoco para ti —rebatió mientras esperaba a que Jakob asegurara su moto junto con los cascos. Jamás entendería por qué no competía en campeonatos, en un barrio seguro, en lugar de en ese sitio.

El aliento de Jakob se condensó en el aire, recogiendo su suspiro frustrado.

―Quizá Damen no está, no viene todos los sábados.

—Sabemos dónde no está, en casa.

Después que Kalea se lo llevar a rastras, no había tenido noticias de él. Solo de Kalea, que antes que se marcharan, había vuelto a por su mochila diciendo que ya había calmado a la bestia. Además, mejor que no estuviera. Podría curiosear sin tener que preocuparse de que la descubriera. Aunque no tenía muy claro qué debía buscar. Solo sabía que trabajaba para alguien peligroso; ni su aspecto, ni su nombre, ni nada más. Pasada la adrenalina, comenzaba a replantearse su última decisión.

La esperanza de Grey se fue al garete al divisar tras un cubo de basura los tubos de escape de la inconfundible moto de Damen. Ya no había marcha atrás, solo le quedaba rezar por todas las canciones de Los Beatles que esa noche no fuera en vano. Pero, especialmente, para que Damen siguiera fiel a su costumbre de ignorarla.  

―Venga, Jake, a pasar un buen rato―trató de bromear, remangándose la chaqueta.

―Tienes un concepto equivocado de la diversión.

Comenzó a caminar hacia la entrada con pasos decididos entre las personas que podían haber pasado por prisioneros de Azkaban sin siquiera necesitar caracterización. No quería mostrarse asustada, ni impresionada.  Jakob la alcanzó segundos después, posicionándose delante de ella en afán protector.  

―Si alguien intenta hacerme algo, te doy permiso para que me enseñes a practicar boxeo con su cara.  

―¿No me darás una charla anti violencia después?

Grey negó con la cabeza, contenta, el Jakob bromista daba menos la sensación de que se encaminaban hacia las puertas del Inframundo.

―Nada de discursos.

―Debo llevarte a sitios peligrosos con más frecuencia.

Llegaron a la puerta en medio de la risa tardía de Grey. Allí los acogió un hombre corpulento, tan corpulento era que Grey pensó en proponerle que se presentase a un futuro casting para la serie Once Upon a Time, seguro que lo cogían para hacer de gigante. El Gigante —como decidió llamarlo— casi no tenía cuello, era como si su cabeza estuviera unida a los hombros directamente. Mantenía las manos entrelazadas por delante del cuerpo y su mirada se escondía tras unas gafas negras. «Por qué unas gafas de sol a las diez de la noche».  

―¿Quién es?―poseía una voz grave, oscura y ponzoñosa. De haber estado sola, probablemente ya hubiera saltado
al cubo de basura más cercano para esconderse.

Jakob la rodeó por los hombros y la estrujó contra su pecho. Una sonrisa lasciva se dibujó en su rostro. «Es mi chica», quería decir. En otras circunstancias, le hubiera clavado la zapatilla hasta hacerle un agujero en el pie. Pero se limitó a pasarle la mano en el pecho para ayudar con la farsa.

El Gigante devolvió la sonrisa añadiendo algo que Grey solo pudo traducir como misoginia. Se mordió la lengua tan fuerte que temió hacerse sangre. No era el momento.  

―Tiene que pagar la entrada. ―La miró directamente, o al menos esa fue la impresión que le dio, era difícil averiguarlo con las gafas.

Grey se apartó de Jakob para dejar de parecer un accesorio de pelo rubio.  

―¿Cuánto?―preguntó, haciendo acopio de su tono de voz más tenebroso.

―Veinte dólares.

Se le salieron los ojos de las órbitas y tuvo que reprimirse para no soltar una carcajada sarcástica.

―Veinte pavos por entrar aquí, estáis mal de la chaveta. ―Inmediatamente después de hablar, notó cómo Jakob le pellizcaba el codo a modo de advertencia.

Sin embargo, la verdadera advertencia fue escuchar el rugir de los nudillos de las descomunales manos del Gigante.

―Está bien…―cedió, metiendo la mano en el bolsillo trasero de sus tejanos. A continuación, le tendió el billete de veinte al guarda.

Mientras el Gigante lo guardaba en una caja que tenía a sus pies —pues ni taquilla de venta tenían—, Grey juró que cobraría esos veinte dólares a su maldito hermano de acogida.

―Pasad. ―Se hizo a un lado, dejando ver por primera vez la puerta de emergencias tras su espalda.

Jakob abrió la puerta y Grey se obligó a no correr hacia el interior para librarse por fin del Gigante. Los acogió una estancia oscura. Tan oscura que no veía más allá de sus propios pies. Se escuchaba alboroto al otro lado. Imaginaba, del supuesto restaurante.

―No te separes de mí, las escaleras de entrada están al final del pasillo.

—Este sitio chilla ilegalidad. —Si querían pasar desapercibidos, un gorila como segurata y un pasillo oscuro no eran la mejor forma.

—Hazme caso.

Grey agarró el brazo de Jakob para no tropezar con nada y así emprendieron el camino. No sabía si era por la sensación de incertidumbre que la embargaba, pero el recorrido se le hizo interminable.

―Esta es la parte en la que el hombre del cuchillo sale y amenaza con matarnos ―susurró, pegándose al cuerpo
robusto de su amigo.

Jake soltó una risilla.

―Tranquila, aquí solo hay hombres con pistolas.

―Sabes cómo tranquilizar a las personas ―masculló estremeciéndose.

―Solo bromeaba, Ricistos de Oro. ―Por su tono de voz, era obvio que sí que algunos hombres llevaban pistolas.

—¡No me llames así!

―¡Y tú no me pegues!

Debía ser todo un espectáculo verlos. Chillándose en medio de un pasillo oscuro en un club mohoso en el que las personas llevaban pistolas como quien se mete un caramelo al bolsillo.  

Poco después, Jakob frenó de súbito, haciendo que chocara contra su espalda. A continuación, se hizo la luz. Tuvo que parpadear varias veces hasta recuperar la visión. Al mirar abajo, vio que tenía unas escaleras a la izquierda, que daban a otra puerta. Grey comprobó que de ella emergía un ruido lejano confluyendo con el que salía de la que Jakob tenía a la espalda.

El pasillo había sido mucho menos pequeño de lo que creía. No debía haber medido más de un metro. Justo en ese momento, unos cuantos chicos jóvenes entraban.  Jakob le suplicó con la mirada dar media vuelta. En su lugar, comenzó a bajar las escaleras de dos en dos y casi se lanzó contra la puerta.  Lo que encontró tras ella la dejó petrificada:

Primero fue el ruido y el olor. Una convergencia de gritos, toses y conversaciones entre sudor y cigarrillos. Después tuvo tiempo para observar. Las mesas de póquer y las ruletas a su izquierda, rebosantes de mujeres y hombres. A su derecha había una amplia y robusta barra adornada con borrachos. Pudo divisar una cabeza morena que se movía de acá para allá cogiendo vasos y botellas de las estanterías taladradas en la pared de ladrillo visto. Lo más imponente de ese sótano era el ring que se erigía en el centro. Dos chicos se enfrentaban desde sus sillas, en un duelo de miradas, preparándose para el duelo físico. La multitud los rodeaba, coreando.

La vista no le alcanzaba más allá de esa infraestructura. Se sentía un gnomo en tierra de gigantes y veía más codo que cabezas.

―Bienvenida al paraíso―exclamó Jakob por encima del bullicio. Al tiempo que la apartaba de la puerta para que las personas que iban tras ellos pudieran pasar.  

―¿Ahora qué?―susurró Grey para sí misma. No iba a sacar nada de esa visita si todo cuanto podía ver eran axilas sudadas.

Subirse al ring para tener una mejor vista no era factible. Así que solo le quedaba la barra. Agarró a Jakob por la muñeca y se abrió paso como pudo. Pero tardaron más de la cuenta porque a su mejor amigo lo frenaban a cada paso. Para preguntarle sobre su próxima pelea, felicitarlo o simplemente charlar.

—Eres toda una celebridad. —Resopló cuando por fin llegaron a la barra y consiguieron sentarse en unos taburetes que quedaban por la mitad.

—Te dije que algunos nacemos para destacar.

—No era un cumplido.

Jakob se había sentado delante de ella y tras el cuerpo de su amigo, que servía como tapadera por si lo necesitaba, podía divisar la zona en la que estaban las mesas de billar. Junto a una cabina con un cartel que rezaba «Apuestas».

—¡Jake!

Grey se giró hacia la chica, la cabeza de pelo moreno que había visto antes debía haber sido la suya. Poseía dos ojos melosos y expresivos. Un cuerpo definido, que resaltaba con prendas apretadas.

—Cal. —Cambió el tono de voz por el de coqueteo en cuestión de segundos—. Dos cervezas.

—Marchando.

Grey siguió mirando hacia los billares con concentración. Ni siquiera hizo caso a la cerveza que trajo la camarera y se mantuvo callada durante el concurso de piropos que dio comienzo entre Jakob y la susodicha.

Tras lo que pareció una eternidad. Vio unos brazos tatuados que ya conocía como la palma de su mano aparecer. Damen. Iba acompañado por sus amigos: Van, Dan y Blake. Se situaron entre las mesas para observar la partida, bien acoplados al resto. Lo cierto era que había más gente de su edad de la que había esperado. El corazón de Grey comenzó a latir desbocado, esperanzado. Quizá la trayectoria de los ojos de Damen le indicara algo que sirviera.

Pero Damen se mostraba tan impávido como siempre. Con una concentración lejana que le arrugaba la frente e intensificaba el verde de sus pupilas. Observándolo desde la lejanía, sin distracciones, Grey se dio cuenta de la energía que rodeaba su cuerpo. Como si tuviera un cable de alta tensión perpetuo a dos centímetros de la nuca. Que no parecía tan impertérrito como creía, sino lo contrario.

Fue por esas deducciones que tardó en darse cuenta que los ojos de Damen apuntaban directamente a los suyos. El rostro se le contrajo en una mueca de odio bruto, incredulidad y fastidio.

—¡Maldición! —Se agachó contra la barra, tras Jakob. Rogando al espíritu de John Lennon porque Damen no la hubiera reconocido, aunque había sido así.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó Jake mirándola desde arriba.

―Damen, me ha visto.

―Ya te dije que era una mala idea —rechinó los dientes, agarrándola por los hombros para que se levantara.

—La primera vez que dices algo coherente. —Dieron un respingo a la vez. Grey giró la cabeza con suma lentitud, pensando que hasta que no lo hiciera no sería verdad—. Te sienta bien que te partan la cara.

Jakob estuvo a punto de saltar del taburete al cuello del chico. Por suerte, Van apareció detrás de Damen.

—¡Grey! —exclamó, ofreciéndole el puño. Ella lo chocó, más agradecida que nunca de verlo.

—Satanás, me alegro de verte.  

Damen tiró de la camiseta de Van para sacarlo del medio. Este se largó sin miramientos, casi dando saltos, debía estar borracho como una cuba.  Damen mantuvo la mirada en ella durante el proceso. No sabía si pretendía pulverizarla o esperaba una explicación. Pero siempre había algo en su forma de hacerlo, como si fuera una paria, que le incendiaba el estómago.

―¿Qué haces aquí?

―Hola, Damen ¡Qué sorpresa! ―Grey lo miró con ojos tintineantes usando la baza de la inocencia y la dulzura,
consciente de lo mucho que lo alteraba.

―No intentes tomarme el pelo, idiota―respondió Damen, rechinando los dientes.

Entonces fue cuando intervino Jakob, que se levantó como un resorte de su silla. Se encaró a Damen, tan cerca que si no se odiaran podría parecer que estaban a punto de besarse.

―Os juro que, si empezáis de nuevo, os rompo los botellines en la cabeza.

Se había quedado atrapada entre los dos. Usó sus manos como palanca para separarlos. Notó el estómago de Damen contraerse bajo la camiseta. Y algo en ese gesto la apaciguó un poco. «Debieron hacerte algo terrible para que reacciones así al contacto humano». Apartó la mano lo más rápido que pudo.  

―¿Me estás siguiendo? ―Damen se frotó la barbilla con frustración, olvidándose de Jakob.

―La última vez que lo comprobé tenía mejores cosas que hacer que dedicarte mi tiempo.  

―Deja de hacerte la tonta. —Se inclinó sobre su cuerpo. Olía a una mezcla de cigarrilos y colonia de hombre.

―¡Y tú de creerte el ombligo del universo, no te jode!

Damen se quedó callado por unos segundos apretando la mandíbula, como solía hacer para contenerse. Grey se fijó en que lanzaba miradas furtivas a su alrededor.  

―No deberías estar aquí.

«Está buscando al hombre», aquello no le hizo especial ilusión. Había algo en la expresión de Damen cuando apartaba la mirada que echaba para atrás.

―Por primera vez estamos de acuerdo en algo―intervino Jakob, aunque debería haberse quedado callado, porque se ganó una mirada asesina de Grey.

―¿Para qué la traes, entonces? ―espetó Damen.

Grey puso los ojos en blanco.

—A ver, el próximo que hable de mí como si fuera una cosa se lleva una patada en las pelotas.  

Ninguno la hizo caso. Se estaban mirando. El ruido en el local se intensificó ante el silencio de estos. Damen asintió al silencio de su mejor amigo y regresó la mirada a Grey.

―Te vienes conmigo ahora mismo.

Grey soltó una carcajada. Poniéndose de pie sobre los asideros del taburete. Había cierto placer en mirar a Damen desde las alturas.

—Si te piensas que… —Pero no tuvo ocasión de continuar hablando. Con un movimiento rápido, Damen se agachó y la cogió por la cintura. Un segundo después estaba colgando de su hombro como un saco de patatas, bocabajo—. ¡Suéltame! ¡Jakob, ayuda!

El rostro de Jakob apareció ante su visión de pronto. Con una expresión de culpabilidad y alivio a partes iguales.

―Adiós, Ricitos de Oro.

―¡Traidor! —Lanzó un gancho intentando agarrarle de los rizos, pero Jakob se apartó.

―Por mucho que lo odie va a sacarte de aquí.

Grey comenzó a darle puñetazos a Damen en los riñones como si estuviera tocando la batería.

―¡Suéltame, malnacido arrogante! ¡Jakob, esta te la guardo!

Damen comenzó a andar, ajeno a los puñetazos y las quejas. Cuando antes habían tenido que pasar un infierno para llegar a la barra, ahora les hacían un pasillo para que pudieran caminar. A través del hueco entre el costado de Damen y el brazo vio cómo abría la puerta de una patada. Notaba la sangra agolpada en la cabeza.

―¡Damen Strauss, bájame ahora mismo!

―En un segundo…

La bajó de su cuerpo con la misma brusquedad con la que la había subido. Grey se mareo y tuvo que agarrarse a la pared del hueco de las escaleras.

―Gracias por el paseo―dijo con aire resuelto tras recuperarse.

Intentó pasar por el lado de Damen para regresar al lugar y dedicarle a Jakob una larga lista de insultos. Sin embargo, Damen la interceptó de nuevo, agarrándola por las muñecas.

―Que no me toques―masculló entre dientes, retorciendo los brazos para soltarse.

―No vas a volver a entrar allí. ―Damen la soltó, pero apoyó las manos a ambos lados de la pared para que Grey no pudiera pasar.

―Tú no tienes poder para tomar decisiones por mí.

―Y tú no tienes derecho a inmiscuirte en mis asuntos.

―He venido a tomar algo con mi amigo, egocéntrico. ―Era una mentirosa, pero si le decía la verdad adiós a las investigaciones. Y prefería la furia de Damen a la de sus padres.  

―¿Te crees que soy idiota?―escupió.

―¿De verdad quieres que responda a esa pregunta?

Las manos de Damen se contrajeron en dos puños y a pesar de la escasa luz del lugar, Grey pudo entrever cómo se le ponían blancos los nudillos. El silencio se hizo paso entre los dos, se aguantaban la mirada, negándose a ser el primero en ceder. Era como si el odio mutuo que sentían se hubiera solidificado en forma de pelota y se la lanzaran entre ellos. Damen habló poco después;

―Empieza a caminar, nos vamos a casa.

Grey odiaba que le hablase de aquella manera. Como si no mereciera el menor respeto. Así que, para mostrar su desacuerdo, cruzó los brazos bajo el pecho y negó deliberadamente con la cabeza. Y de nuevo, sin poder evitarlo, Damen se agachó para cargarla en su hombro.

―¿Te he dicho ya cuánto te odio? —Suspiró derrotada, apoyando las manos en la espalda de Damen para no darse contra ella a medida que él subía las escaleras.

―No las suficientes, princesa ―respondió Damen con tono divertido. Era impresionante la capacidad de ese chico para cambiar de estado de ánimo.

—Te odio.

«Menudo fracaso de misión».

indigo.
indigo.


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The Lonely Hearts Club. - Página 6 Empty Re: The Lonely Hearts Club.

Mensaje por indigo. Mar 02 Jul 2019, 2:24 pm

EXTRA.


PERSONAJES: Damen Strauss & Grey Longaster || ESCRITO POR: gxnesis.


Grey ni siquiera tuvo tiempo de agradecer haber salido viva del viaje en moto con Damen. Pues este salió despedido hacia casa como si le hubieran metido un petardo en el culo. Sabía lo que aquello significaba, así que fue corriendo detrás de él como quien pisa una mina para procurar contenerla. Consiguió colarse por el hueco de la puerta antes de que esta retumbara con la fuerza de cien truenos.

Ante el ruido, sus padres aparecieron por el salón. Los dos en pijama, con aire somnoliento. Grey sintió la estancia empequeñecer y a Damen agrandarse.

―¿Ocurre algo?―preguntó su padre al ver el rostro iracundo de Damen.

«Terreno peligroso, papá, terreno peligroso», quiso advertirle.

Damen colgó la chaqueta en el perchero, depositó el casco al lado de la puerta y después, con toda la tranquilidad del mundo, se posicionó frente a Thomas y Emma.

―No mandéis a vuestra hija a espiarme.

El matrimonio lanzó una mirada incrédula a Grey, a la par que confundida.  Se encogió de hombros, como si se disculpase. Después volvieron a mirar al muchacho enfurecido sin un ápice de miedo y culpabilidad. Llevaban años tratando con chicos como él. Estaban hechos de piedra.  

―Estamos intentando protegerte―dijo una Emma con el tono de voz más dulce del mundo como si le estuviera cantando una nana para apaciguarlo.

Damen se echó hacia atrás.

―Pues yo no quiero que me protejáis.

―Hijo, eso no lo decides tú —rebatió su padre, recolocándose las gafas sobre el puente de la nariz.  

Aquellas palabras, lejos de conmover a Damen, lo alteraron más. Quería pelea y la calma solo acentuaba más sus ganas.

—¡He estado solo toda mi vida! —exclamó, haciendo aspavientos con los brazos—. No necesito que me protejáis de nada, ni vuestra amabilidad. Y, mucho menos, vuestra puta pena. Dejadme tranquilo.

Emma fue a hablar, pero Damen salió despedido hacia el piso de arriba sin darle oportunidad de hacerlo. Grey no sabía si irse también a su habitación o salir corriendo. Porque eso había sido culpa suya. Si no hubiera ido a Las Ratas, Damen no hubiera sospechado nada, ni se habría puesto así.

—Ven con nosotros —pidió su padre guiándola hacia la cocina. Que cerró la puerta a su espalda.

Se sentaron a la mesa. Sus padres a un lado y Grey al otro, mordiéndose la uña con nerviosismo. La puerta cerrada de la cocina auguraba bronca.

—Cuéntanos qué ha ocurrido —pidió su madre extendiendo los brazos.

Grey les contó todo lo que había ocurrido desde que Jakob le había dicho que Damen jugaba al pool hasta que este la arrastró hasta casa. No, no había averiguado nada. Sí, el bar estaba en Queens.

Escarabajito, has sido muy imprudente al ir hasta allí. —La regañó Thomas mientras se limpiaba las gafas. Algo que hacía cuando se sentía perturbado.

—No puedes hacer estas cosas. —Secundó su madre.

—Dijisteis que era importante. —Había metido la pata al haberse sido tan poco discreta, pero sus padres la impulsaron a implicarse—. Además, pasasteis la juventud en bares de mala muerte, tampoco hace falta…

—¡Grey! —cortó su madre.

—Queremos que Damen confíe en ti, no que arriesgues la vida.

Por las expresiones compungidas de sus padres y la intensidad de sus miradas supo que había algo que no le estaban contando. Ellos no eran de naturaleza preocupada. No exageraban ni creían que en cada esquina acechaba un peligro para Grey.

—Por Sir Paul, solo de pensar que has estado allí… —Medio sollozó su madre. Thomas le frotó la espalda con cariño.

—¿Qué os pasa?

—Amelia llamó hace unas horas —comenzó a decir su madre, arremetiéndose un rizo tras la oreja—. Uno de los chicos que trabajaba para ese hombre ha desaparecido.

—Vale… —Grey no tenía claro cómo tenía que reaccionar. Estaba exhausta, solo quería irse a la cama y olvidar todo lo que acababa de pasar.  

—Detuvieron a este chico hace unas semanas—su madre decidió apiadarse de ella y cambió las frases a medias por explicaciones—, ya estaba fichado por posesión de drogas y hubiera ido a la cárcel. Así que hicieron un trato. Buscar evidencias contra Millhouse a cambio que le rebajaran la condena.

—Creen que este hombre…, Milhouse, lo ha hecho desaparecer. —Entrecomilló la última palabra con los dedos. «Esto cada vez se parece más a un capítulo de CSI».

—Hoy tenía una cita con su contacto y no ha aparecido.

—A lo mejor se arrepintió.

Si Grey trabajara para un mafioso, tomando como referencia lo que había visto en las películas, preferiría mil veces enfrentarse a la policía que al mafioso en cuestión.

—Están tomando en cuenta todas las posibilidades hasta que descarten alguna —añadió Thomas.

—¿No pueden hacer nada?

—El marido de Amelia trabaja en el departamento de policía de Queens, así fue como se enteraron de lo de Damen —prosiguió su madre con las explicaciones. Se la veía tan afectada que parecía otra persona—. Piensa que Millhouse tiene agentes sobornados, concretamente a los que se encargan de patrullar la zona. Pero tampoco tienen pruebas.  

—Menudo lío. —Grey se sentía estúpida e inútil. Pero ella solo era una chica de diecisiete años, no una detective de verdad. Todo aquello le había caído encima de pronto—. ¿Qué pasa con Damen, entonces?

—Puede que solo juegue al pool, como nos acabas de decir. —Fue Thomas quien tomó la palabra en esa ocasión—. O puede que no. Sea como sea está relacionado con ese hombre y no es consciente de lo peligroso que resulta.  

—Con el chico desaparecido, Damen sigue siendo la mejor opción.

—Buena suerte con ello —silbó Grey. Después de lo que había pasado esa noche, iba a ser más receloso que nunca.  

Asintieron.

—Por eso tiene que confiar en nosotros y comprender la gravedad de lo que hace.

Grey pensó que de cierta forma sí comprendía. Le había visto la expresión nerviosa en el bar, como si temiera que apareciera alguien y la viera allí. Quizás por eso no hablaba. Quizás por eso había querido que se fuera. Porque era consciente de la gravedad. Y por ello, iba a resultar imposible que soltara prenda.

Pero a lo mejor lo haría alguno de sus amigos. Si la cosa era más peligrosa de lo que había pensado en un primero momento, seguro que alguno estaba dispuesto a hablar para ayudar a Damen. Por lo tanto, Grey seguía obligada a cooperar.

—Pase lo que pase, tienes que prometer que no irás nunca más a ese lugar —increpó Emma, agarrándola por la muñeca con fuerza. Grey se sobresaltó, tan metida como estaba en sus cavilaciones.

—Tranquilos. Encontraré otra forma de enterarme de algo.

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«Me van a echar».

No pegó ojo en toda la jodida noche. Fumó y fumó con la vista clavada en la puerta esperando que llegara alguien a sacarlo de allí. Tras su numerito de la noche anterior no podía ser de otra forma. Lo habían echado de otras casas de acogida por menos.  

No había podido contenerse. Los nervios a flor de piel y la mala hostia le jugaron una mala pasada. Maldijo a Grey. De no haberse presentado en Las Ratas, Damen no habría perdido la cabeza y el día hubiera acabado sin altercados.

Eso le pasaba por subestimarla y por no tomar en serio lo que escuchó tras la puerta. Damen se restregó las manos por la cara para quitarse el sueño. Era acojonante que de verdad hubiera tenido las narices a presentarse en el local para espiarlo. Cuando la vio en medio del humo y el tumulto, tan tranquila, se le subieron los huevos a la garganta. Vaya metomentodo imprudente. No tenía idea de dónde había ido a parar.

De todas maneras, nada de eso importaba ya. No tendría que preocuparse porque su hermana de acogida hiciera de las suyas nunca más. Lo más seguro era que ni siquiera durmiera allí otra noche. Una mierda. Porque a saber cuándo encontraría otra cama en condiciones. O cuándo sería la próxima vez que no tuviera que preocuparse si tendría una.

«Me van a echar».

Damen sopesó la idea de marcharse por su propio pie, antes de que lo echaran. Ahorrarse la humillación cuando se lo dijeran y la decepción de Amelia en cada arruga al ir a buscarlo. Era la mejor opción. Lo sabía, pero no se movió. Como si algo lo tuviera sujetado a la cama.

Le extrañaba que aún no hubiera ido nadie. Era domingo y escuchaba el trajín que conllevaba ese día en la familia Longaster desde hacía rato. ¿Por qué lo alargaban tanto? Que lo echaran de una maldita vez. No quería más esa incertidumbre.

Llamaron a la puerta, como si sus pensamientos hubieran sido premonitorios. Damen dio un salto, quedándose petrificado junto a la cama.

―Adelante.

La puerta se abrió deliberadamente, trayendo consigo a Bastian. Este se quedó parado en medio de la habitación observando el desorden que tenía montado. «Genial, mandan a su hijo adoptado a decírmelo». Yellow se coló entre las piernas de Bastian y fue a subirse a la cama. Tuvo que reconocerlo, echaría de menos al chucho.

―Primera regla: nadie falta a los domingos en familia ―comentó con las manos en los bolsillos mientras curioseaba en el escritorio—. A mí tampoco me gustaban un pelo cuando llegué, bastó una hamburguesa de Bill para que cambiara de opinión.

Damen se notó encender. A qué narices venía ese comentario. Grey poseía el premio a la hermana de acogida menos grata. Pero Bastian no le caía mejor. Cuando estaba en su presencia lo embargaba la sensación de ser un producto de «marca blanca» en un anuncio en el que Bastian era el producto efectivo, mejorado. Bastian hablaba a consejos rancios que portaban siempre el mismo trasfondo «Haz lo que yo y también conseguirás un apellido».  

―Esta no es mi familia. —Se reafirmó orgulloso. No iba irse con el rabo entre las piernas.

Damen no buscaba un apellido. Solo un lugar tranquilo y tutores decentes. En parte por eso saltó la noche anterior, porque allí parecían dar por hecho que pedía a gritos una familia, que estaba necesitado. Pero eso era lo que buscaban Emma y Thomas. No él.

―Con esta actitud de mierda no lo será nunca, desde luego —respondió Bastian con calma. Enganchó las manos en la nuca y también adoptó una posición altiva.

—Perfecto, voy por el buen camino.

―Ya me han contado tu derroche de tipo duro de ayer —resopló, rodando los ojos como si fuera lo más aburrido
que le hubieran contando nunca—.  Grita cuanto quieras, no van a parar.

La falta de sueño y la tensión que vestía en el cuerpo lo hacían sensible a la más mínima muestra de estupidez. «¿Por qué no me echas de una maldita vez?».

—No tienen derecho a meterse en mi vida.

—Eso no depende de ti, Damen. —Dejó caer los brazos con pesadez, encogiéndose de hombros al mismo tiempo.

Por primera vez no sonó como si lo hablara desde unos cuantos escalones por encima. Sino a la cara. Como alguien que había tenido los mismos pensamientos y determinaciones que él.

―Y bien —añadió— ¿A qué esperas para bajar? Seas o no de esta familia zampas hamburguesas como el que más, así que tienes que colaborar. Thaddeus necesita un par de manos extra para sacar la mesa al jardín.

Damen se quedó mudo. Incluso pensó que Bastian le estaba gastando una broma de mal gusto. Pero este solo parecía impaciente. Caminó hacia la puerta.

―Pensé que iban a echarme… —masculló sin poder evitarlo.

Bastian resopló con una sonrisa desdeñosa.

―¿Echarte? Chaval, yo quemé un disco recopilatorio de Los Beatles firmado por el mismísimo Ringo Starr y me adoptaron. Vas a necesitar algo más que un par de gritos para espantarlos.

«No me echan». Fue todo cuanto pudo reproducir su cabeza en los siguientes minutos. Si la cagaba, lo mandaban a tomar por saco. Así habían funcionado las cosas para Damen. Nunca había segunda oportunidad. Apretó los puños a los costados, paralizado y desarmado.

—Ahora voy.

Bastian asintió y lo dejó solo. Mientras Damen se maldecía por la ola de alivio que lo recorría de arriba abajo. Por la noche en vela. Por no haber querido irse. Porque eso significaba que le había importado más de la cuenta. Que se había asomado tras su muro de indiferencia y permitido que aquella familia lo tocara.

Y eso, pasara lo que pasase en adelante, no podía volver a repetirse.
indigo.
indigo.


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The Lonely Hearts Club. - Página 6 Empty Re: The Lonely Hearts Club.

Mensaje por indigo. Miér 10 Jul 2019, 4:54 pm

Holi:



CATULO 05.3

PERSONAJES: Jane, Roland & Bastian || ESCRITO POR: gxnesis.



Jugar un partido de rugby tras zamparse cinco hamburguesas nunca es buena idea. Pero, así como Los Beatles de fondo eran obligatorios, también lo era el partido vespertino de los domingos. Bastian se había dado cuenta años atrás que los Longaster eran seres de tradiciones. Y cuando empezó a tomar partido en ellas, comprendió el motivo: los mantenía unidos.

Tener constantes en tu vida, un sitio al que volver y personas que te esperan hace los cambios más llevaderos. El último año de universidad, un pasado que creía enterrado y el miedo a la brevedad de las cosas buenas palidecían en la cabeza de Bastian los domingos. Porque lo importante permanecía inalterable.

—Este viejo aún sabe mover las caderas.

Thaddeus atrapó a Julia, quien conversaba tranquilamente con Bill, y la hizo girar como una peonza al ritmo de A Hard Day’s Night, mientras su hija se recuperaba del susto tratando de no vomitar la comida. Su padre imitó a Thaddeus e hizo lo propio con Emma. Ambos pillaron el ritmo como profesionales y mostraron sus mejores pasos de baile. En teoría, eran ellos quienes estaban obsesionados con el cuarteto. Pero Thaddeus, su hermano, había sido el Big Bang de aquella obsesión. «Él me compró el primer disco, se lo debo todo», solía recordar Thomas cada vez que tenía ocasión.

—¡Thad, vas a romper a la niña! —reprendió su mujer, Molly, levantándose de la mesa con amagos cansinos para ir a frenar a su marido.

—Tranquila, mamá —chilló Julia, que ya se había acoplado a los pasos de su padre. La corta melena rubia se bamboleaba al sol—. Nací para esto.

—Tal para cual —suspiró Molly volviendo a sentarse junto a Bastian.

Y aquellos eran la otra mitad de los Longaster. Thaddeus, un astrónomo tan enérgico como disperso, también obsesionado con Los Beatles. Molly, serenidad y cordura, que era más de Cindy Lauper. Y, por último, su prima Julia: una mezcla armoniosa entre Los Beatles y Cindy Lauper, además de una de sus mayores confidentes.

Bastian sonrió. «Pensar que te la querías tirar cuando llegaste». Pero él no había esperado acabar relacionado con esa variopinta mezcla de rarezas y pasiones locas. Pensarlo aún resultaba extraño e, incluso, temerario. Como si estuviera dentro de un globo a merced de alguna aguja que pudiera destruirlo todo.

Bill se levantó con energía y caminó hacia el reproductor de vinilos para apagarlo, dejando a los bailarines en medio de un movimiento. Protestaron al unísono.

—Se acabó la tortura por hoy —tronó con su potente voz, llevándose las manos a la prominente barriga—. ¡Mirad al pobre muchacho, va a darle una embolia!

Bastian miró a Damen —a quien se había referido—, mustio a la mesa y entretenido mientras hacía migajas lo que le quedaba de hamburguesa. Levantó la vista cuando se dio cuenta que lo miraban. Su incomodidad pegó a Bastian en el pecho.

—Es la expresión natural de su cara, tranquilo —añadió Grey, que había estado con la nariz metida en su teléfono la última hora.

—Porque tengo que ver la tuya todos los días —atacó Damen revitalizado de pronto.

—Gilipollas.

—Repelente.

Emma pegó unas fuertes palmadas para acallarlos.

—Vosotros dos, tengamos la fiesta en paz.

Se gruñeron como dos animales antes de hacer caso a su madre.

—Hora de jugar —intervino Thomas tras tirar la chaqueta de cuero sobre una silla. Bastian sonrió, el domingo era el día en el que sacaba su ropa de jovenzuelo del fondo del armario.

Entonces, la familia se movió como lo hace una máquina ante una orden muchas veces dada. Bastian, Grey y Julia empujaron la mesa hacia la valla. Mientras los adultos colocaban las sillas frente a la puerta trasera. Incluso Yellow se retiró a la sombra del único árbol del jardín para no entorpecer el partido.

Damen hizo amagos por marcharse dentro de casa, sin embargo, Bill lo agarró por el brazo cuando pasó por su lado.

—¿Adónde vas?

—A echarme la siesta. No quiero jugar —masculló, sacándose al hombre de encima con una sacudida.

Bill rio tan fuerte que hasta la casa más alejada de Greenwich Village debió retumbar. Bastian cruzó una mirada comprensiva con Julia. No podía evitar verse reflejado en ese chico. En ocasiones, observarlo era como ver una película vieja que ya no te produce las mismas emociones que la primera vez que lo hiciste. Quizás por eso era tan tocapelotas con Damen. Porque podía ver lo que le pasaba por la cabeza y notar una reminiscencia de sus emociones, por mucho que intentara ocultarlas.

Entendía esa reticencia, esa tensión constante en los hombros por no bajar la guardia. Así como sus decisiones —aunque Bastian esperaba que las de Damen aún no fueran tan irreversibles como lo fueron las suyas—. Tras una vida de espaldas, cuando alguien te tiende la mano, cuesta agarrarla. Porque significa aceptar que sí necesitas aquello de lo que te privaron. Que lo deseas. Y que, por supuesto, solo no estás mejor.

Solo estás aislado y apagado. Bastian lo sabía bien y continuaba luchando contra tantos años de costumbres.

—Son las reglas —Bill lo empujó devuelta al jardín mientras lo seguía cual segurata.

—Bill, sé más amable —reprendió su madre, haciéndose un moño.

—Es un tipo duro ¿A qué sí, chaval? —Damen se limitó a pararse en medio del jardín, con las manos en los bolsillos y los ojos quietos en el cielo tormentoso de otoño.

—He de reconocer que tú eras más simpático —dijo Julia tirando de Bastian hacia el lugar del jardín donde estaban reunidos el resto.

—Contigo siempre fui encantador. —Le guiñó un ojo.

—Pegajoso —matizó Grey dándole un codazo a su hermano.

—Nunca vi a nadie usar tantas tácticas de ligue en un minuto.

Julia lo soltó y se adelantó a ellos para colocarse entre Bill y Emma, preparada para jugar.

—Fallidas —añadió su hermana con tono resabido, sonriéndole con su sonrisa toca pelotas.

—Calla, canija. —La pellizcó la mejilla sabiendo cuánto le molestaba.

—¡Por estas cosas no tienes novia!  


Los equipos quedaron así: Thaddeus, Thomas, Bastian y Damen, frente a Molly, Julia, Grey y Emma, mientras que Bill arbitraba el partido con una cerveza en la mano. El jardín no era lo suficientemente grande para jugar, por lo que chocaban todo el tiempo y el espacio para correr era más bien escaso. De hecho, ninguno sabía del todo cómo se jugaba al rugby. Pero era divertido. Incluso acabar con el culo entumecido y lleno de barro. Al menos así era, hasta que se despertaba el espíritu competitivo de Bastian:

—¡Papá! —gritó dando un puntapié al suelo después que dejara escapar la pelota, Julia la atrapara y marcara otro punto. Les estaban dando una soberana paliza.

—No veo tres en un burro. —Se excusó Thomas, jadeando sobre las rodillas, ojos entrecerrados.

—Pues ponte las gafas.

—Es que si las rompo tu madre me matará.

Bastian negó con la cabeza. Caminó para ponerse en posición de saque. Grey le hizo una pedorreta de lo más madura desde su posición agazapada.

—Venga, muchachos, aún podemos remontar —clamó Thaddeus, calentando sobre sus talones como si estuviera haciendo aerobic.

—No les mientas, cielo. —Molly palmeó la espalda de su marido.

Bastian dio un codazo a Damen, que estaba a su lado, detrás de Thaddeus, mirándose las uñas con aburrimiento ensayado.

—Esfuérzate un poco, ¿quieres? —reprendió con su mal perder palpitándole en las sienes.

—Me estoy esforzando…, para que se acabe esta mierda de una vez.

A Bastian se le ensancharon las aletas de la nariz. «¿De verdad yo era tan sumamente gilipollas?», meditó haciendo crujir los nudillos para no soltarle un sopapo. La impaciencia lo abordó en un latigazo. Quería zarandearlo y pedirle que se diera cuenta de lo afortunado que era por estar en ese jardín diminuto con aquellas personas. Pero Bastian debía comprender que las prisas no eran buenas y que Damen no era él, por mucha similitud que hallara en sus historias.

—Ahí tienes la puerta si quieres marcharte.

«No me van a echar». Bastian recordó ese suspiro de alivio que había soltado unas horas atrás parado en medio de la habitación. Damen apretó la mandíbula y apartó la mirada. Bastian se encontró con los ojos incriminatorios de su madre. Se encogió de hombros en un gesto que quería decir: «Estoy haciendo lo que me pediste».

—Saquemos de una vez, que estoy a un segundo de que me entre lumbago —pidió Thomas, moviéndose incómodo.

Hicieron lo que demandó y el partido continuó. Thaddeus tenía la pelota alzada por encima de la cabeza, mientras Emma saltaba frente a sus narices procurando hacerse con ella. Bastian corrió hacia la portería de las chicas.

—Estoy solo —gritó llamando la atención de su tío.

Julia llegó en ese momento para bloquearlo, girando a su alrededor como si estuvieran en un combate de sumo. Allí adonde Bastian se movieran, Julia lo seguía. Por lo que Thaddeus terminó por lanzar la pelota a Damen, parado a mitad del campo como mera decoración. Atrapó la bola antes que le impactara en toda la cara y se quedó mirando a su alrededor sin saber muy bien qué hacer.

—¡Muévete! —gritaron los tres hombres.

Thomas placó a Molly para situarse frente a ella y recibir la pelota. Damen masculló algo que no llegó a escuchar desde su posición. Levantó el brazo para lanzar. Sin embargo, no llegó a hacerlo. Pues su endemoniada hermanita apareció de la nada y pegó un salto para subirse a la espalda de Damen. Por poco acabaron en el suelo, pero el chico parapetó hacia delante hasta que recuperó el equilibrio.

—¡Bájate, pirada!

Damen daba vueltas sobre sí mismo tratando de sacudírsela de encima mientras Grey estiraba la mano para hacerse con el balón. Una expresión salvaje brillaba en sus iris, más grises y tormentosos de lo habitual. La única regla del juego: era que todo valía. Así que no se consideraba falta.

—Cuando me haga con la pelota —resopló su hermana, enganchada como un koala a la cintura de Damen.

El partido se detuvo ante tal situación. Bill aplaudió desde la silla, al lado de Yellow. El resto se limitó a hacer un semicírculo alrededor para observarlos. Bastian vio la expresión de sus padres, entre mofa y esperanza. Grey y Damen eran una masa rubia y negra que danzaba por el césped. El chico había soltado la pelota, luchando por desanudar la llave que le hacía Grey en el cuello.

—Esta juventud… —resopló Thaddeus, pasándose un pañuelo por la incipiente calva perlada en sudor.

Damen terminó por detenerse, jadeando y con las manos descansando en los antebrazos de Grey. Esta estaba roja, con el pelo revuelto sobre la cara. Apoyaba la barbilla entre los rizos de Damen y sonreía con inquina. Este miró hacia arriba. Ninguno era consciente que los observaban como si fueran un espectáculo callejero.

—Tanto quejarte ayer y mira ahora —dijo Damen. Bastian no tenía la más remota idea a qué se refería.

Grey se crispó como un gato y se deslizó por su cuerpo hasta aterrizar en el suelo. Damen se destensó y empezó a caminar en dirección a la casa. Nadie lo detuvo en esa ocasión. Bastian atisbó una diminuta elevación de labios en la carretera plana que solía ser la boca del chico cuando pasó por su lado. Estaba sonriendo.

Lo entendió. Grey era lo que Thaddeus explicaría como fulguraciones solares. Explosiones que podrían propagarse hasta la Tierra y arrasarlo todo a su paso. Derretir cimientos y convicciones. Destruía al tiempo que daba espacio a la reconstrucción. Lo más curioso de todo es que no tenía la más puta idea de ello. Cuando Bastian le decía que tenía un superpoder, la chica reía como si la tomara el pelo.

Su hermana seguía sin saber que lo había conducido a casa. A esas tardes de domingo. A Los Beatles y las tradiciones. Había sido ella, con su luz, su insistencia y cabezonería, quien hizo que se diera cuenta que podía tener una familia. Y, quizás, haría lo mismo con Damen.

Grey se estaba atusando los rizos con la cabeza gacha. Cuando se incorporó, pareció darse cuenta por primera vez que su familia la observaba.  

—¡Hemos ganado! —exclamó, chocando el puño con Julia.

Bastian se dio cuenta que en ese momento le vendría muy bien que Grey fulgurase. Porque sus heridas volvían a abrirse. Aunque llevara semanas tratando de evadirlas.

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Después de ayudar a recoger el jardín y colocar los diez tupper que Emma le metió en la mochila sin consultarle, Bastian decidió que era hora de regresar a la residencia. Cruzando los dedos para que Diego siguiera de resaca y no estuviera con ninguna chica en la habitación.

Bastian tenía que terminar un par de prácticas para Psicobiología de la Drogadicción bastante tediosas. El profesor lo tenía por un alumno aventajado debido a sus conocimientos, claro que pensaba que Bastian era un alumno aplicado. No sabía que conocía las adicciones porque había participado de ese mundo tiempo atrás.

Eligió Trabajo Social porque pensó que sería una especie de compensación a todo lo que había hecho. Una forma de solventar las consecuencias de sus decisiones, aunque algunas fueran irremediables. Un agradecimiento a Thomas y Emma, por adoptarlo, por darle todas las oportunidades que hicieron falta para que despertara.

No le apasionaba. Pero estaba bien.

—¡Hey!

Bastian se dio la vuelta. Julia corría con la gabardina ondeante bajo la luz de las farolas. Sus pasos resonaban en la acera como repiqueteo de lluvia. Aguardó a que lo alcanzara y comenzaron a andar juntos.

—¿Ya te marchas? —preguntó.

—Tengo casi tres horas de autobús hasta New Haven —resopló Julia, aun retomando el aliento. Cargaba con una bolsa de deporte al hombro y una mochila abultada a la espalda.

Su prima estudiaba un grado de Historia en Yale, lo que suponía todo un orgullo para sus padres. En casa habían enmarcado la carta de admisión de Julia, que ocupaba un espacio privilegiado en el vestíbulo. De forma que todo el mundo pudiera verla.

Bastian pensó si sus padres —qué raro seguía resultando referirse a ellos como tal, sobre todo en las últimas semanas—, también harían lo mismo. Si se sentirían tan orgullosos de él como para enmarcar un logro en la pared.

—He empezado a cuestionarme si tomé la decisión correcta. —Bastian se giró para mirar a su prima. Era mucho de soltar pensamientos sin prevención. Sonrió triste, cerrándose el abrigo con los brazos—. Ir a Yale, quiero decir.

—Tómate un descanso —propuso, adivinando el derrotero en el que se iba a sumergir la chica.

—Eso pensaba.

—Pero… —incitó Bastian.

Julia se pasó las manos por el pelo. Resopló al aire del atardecer.

—La maldita carta enmarcada. —Sus manos se aferraron a sus cortos mechones de pelo, como si quisiera estrangularlos—. Ayer vino el fontanero a casa y mamá se pasó media hora hablando de Yale con ese pobre hombre.

Bastian la rodeó por los hombros.

—Puede ser solo una fase, hasta que vuelvas a acostumbrarte a la rutina.

—¿Sabes qué pasa, Bastian? —Julia temblaba como un géiser al borde del estallido—. Que yo sé que no es una fase. ¡No es una fase y quiero dejar el puñetero Yale! —alzó la voz, que retumbó en el silencio—. Porque no soy feliz. Porque no me llena. Y no sé qué quiero, ni lo que me haría feliz, pero lo que sí sé es que no quiero estar allí y…

Gritó de pura frustración, interrumpiendo su monólogo. Se la notaba dispersa, con muchos pensamientos en la cabeza. Agobiada. Indecisa. Era buena ocultándolo. Durante la comida, se había mostrado resuelta, tranquila y relajada, como si nada pasara. Y esa era uno de sus grandes defectos: contenerlo todo hasta que terminaba por estallar. Tal como le sucedía a Bastian.

Bastian paró la caminata e hizo girar a su prima para que lo mirase. Julia se sobresaltó.

—Tus padres van a seguir estando orgullosos, hagas lo que hagas. —Puso en palabras el miedo de Julia, que ni siquiera se había atrevido a decirlo en voz alta.

La chica apartó la mirada. Acababan de llegar a la boca de metro, por donde entraba y salía gente llena de prisa. Julia volvió a mirarlo, ahora inexpresiva. Había vuelto a guardar la alteración bajo llave. De pronto, sus ojos azules se abrieron de par en par y se dio una palmada en la frente. Julia era una mezcla armoniosa de sus padres, pero ella en sí, de armonioso no tenía nada.

—¡Mira que soy estúpida!

Bastian frunció el ceño, esperando una explicación.

—Yo aquí hablando de mis tonterías y tú…

«No vayas por ahí, por favor. Sigamos con tus tonterías», pidió en silencio al comprender a qué se refería su prima.

—Estoy bien.

—¿Has tomado ya una decisión?

El corazón de Bastian pataleaba y su respiración se volvió líquida en los pulmones. Se rascó la sien.

—No voy a verlo —respondió con un hilillo de protesta en las entrañas.

Fue el turno de Julia para agarrarlo por los hombros y mirarlo intensamente. Bastian quiso alejarse, cruzar a la acera de enfrente y perderse por la ciudad. Pero no puedes huir de las cosas que ya han ocurrido. Ni de las llamadas inoportunas cuando creías tu vida en orden.

—Tienes todo el derecho del mundo a descubrir quién eres, Bast. —Sonrió con ternura—. Si quieres hacerlo, no pasa nada. Emma y Thomas lo entenderán.

Bastian no estaba seguro de tener ese derecho, ni si quería acogerse a él. Porque significaba caer en la realidad que llevaba años procurando enterrar junto al pasado, como si nunca hubiera existido. Bastian no siempre había sido un Longaster. Y estaba bien con eso. Porque sus padres no le dieron la vida, pero sí una familia.

Pero cuando un día cualquiera recibió una llamada de la agencia de adopciones para informarlo que su padre biológico estaba interesado en conocerlo, veinte años después de abandonarlo, Bastian no estaba bien. A lo mejor enfadado, rabioso y desconcertado. No bien.

Solo Julia sabía que, desde hacía semanas, había un hombre esperando a que Bastian tomase una decisión. La había llamado, histérico como pocas veces, en busca de consejo. No se había atrevido a comentárselo a sus padres, ni a Grey. Ocultarles cosas era como volver al inicio. Se sentía como una puta mierda por mentir. Así y todo, creía que hablar sería peor.

¿Cómo se lo tomarían? ¿Habría reproches? ¿Creerían que era un desagradecido si accedía a verse con ese hombre? «No puedes hacerles eso».  

—Sí—Bastian resopló, desbordado—, pero ya sé quién soy. Si accedo a encontrarme con ese hombre, sería solo para saber quién hubiera sido. No merece la pena.

Bastian no entendía por qué ahora, tantos años después. Por qué justo cuando creía que había encontrado su lugar.

—¿Estás seguro? —preguntó Julia, todavía con las manos apretadas sobre él.

—Sí.

Tiró de Julia para meterse en el metro de una vez, abandonando la conversación y los sentimientos encontrados en
aquella calle. Sin embargo, había un pensamiento adherido con pegamento en su cerebro. «Si estuvieras tan seguro, haría semanas que hubieras declinado la oferta».   

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Roland estaba tan desesperado que no pudo remediar correr hacia Kalea, quien caminaba al ritmo de la música en sus auriculares, como si esta fuera la solución a su más reciente problema.

Rebasó a su amiga y se colocó delante, estirando los brazos para no chocar. Kalea se sobresaltó tanto que le dio un empellón en el pecho.

—Idiota. —Se sacó los auriculares y los dejó colgando en su cuello al tiempo que lanzaba una mirada aviesa a Roland—. ¿Qué quieres?

Su tono de voz le confirmó que aún estaba resentida con él por haberla arrastrado al despacho de Gruñón dos semanas atrás. Roland no se arrepentía, Kalea era la perfecta capitana para el equipo. Y si sus amigos dudaban, él les daba el empujón que requerían. Pero sus loables actos podían jugarle en su contra en ese mismo momento.

—Vamos, Kal, perdóname de una vez. —Roland sacó a paseo su sonrisa más encantadora y realizó una caída de ojos profesional. Aquella sonrisa siempre lo salvaba de meterse en líos.

Kalea arrugó la nariz como si acabara de oler algo muy desagradable. Le hizo un corte de mangas y siguió caminando, esquivando a Roland. Este gimió derrotado. La siguió inmediatamente, esquivando a otros alumnos que también se dirigían al instituto.

—Jo, lo siento —dijo al alcanzarla, a pocos metros de la entrada del Hunter College. La confluencia de voces y pitidos desde el aparcamiento chocaba en sus oídos.

Su amiga lo observó de reojo, con los labios levemente fruncidos.

—Más te vale sentirlo ¡Eres un traidor!

Roland se encogió sobre su cuerpo esperando un golpe. Puede que fuera tres veces más grande que Kalea, pero tantos años de amistad le habían enseñado a temer sus reveses.

—Mis intenciones eran buenas, de no haberte arrastrado al despacho de Gruñón, no serías capitana del equipo.

—Eso pretendía —masculló, aunque con menos fuerza en la voz.

Vio la brecha en su enfado y la aprovechó. Agarró a Kalea de la muñeca, quedando detenidos a la entrada del
instituto.

—Porque dudas de tus capacidades. —Kalea era lo más parecido que tenía a una mejor amiga. Por eso reconocía la diferencia a cuando esta no quería hacer algo de verdad o cuando lo rechazaba por inseguridad—. Yo, en cambio, no.

—Buen intento. —Sonrío con falsedad, clavándole un dedo en el esternón—. Pero adularme no te servirá de nada.  

Roland resopló hasta el punto que los rizos que le caían sobre la frente se movieron.

—¿Qué quieres que haga?

—Ahora estamos hablando… —Un chispazo sardónico brilló en sus ojos marrones—. Dime las opciones.

—Bailar Grease subido a la mesa durante la hora del almuerzo, disfrazarme de koala y venir al instituto, decir sí a todo lo que me propongas… —Comenzó a enumerar Roland ayudándose de los dedos.

—Tendrías que caracterizarte de Olivia Newton John.

Roland asintió vehemente.

—Steve tiene el disfraz.

No pensaba ir vestido de Olivia al instituto. Eso sería el fin de su reputación y solo de imaginarse la tromba de burlas que recibiría del equipo de soccer, le entraron escalofríos. Pero Kalea había determinado que, siempre que pelearan, el culpable debía hacer una lista de todo lo que estuviera dispuesto a hacer para recibir perdón.
Kalea se mordió la cara interna de las mejillas, ese gesto la hacía parecer una ardilla. Aunque Roland nunca se lo había mencionado para ahorrarse el puñetazo.

—Está bien —cedió esta, suspirando—. De todas formas, las comidas no son lo mismo si no puedo meterme contigo.
Roland se puso tan contento que la abrazó y zarandeó de lado a lado con energía mientras Kalea protestaba e intentaba alejarlo.

—¡Déjame, empalagoso! —gritó medio ahogada cuando Roland la soltó. Miró a los alrededores mientras se colocaba el cabello—. Dios, espero que tu séquito de animadoras no nos haya visto. O si no tendré que entrar en el programa de protección de testigos.

Hizo caso omiso a su comentario y anduvo hacia la puerta de entrada seguido por su amiga.

—Ya que volvemos a ser amigos, necesito pedirte un favor —confesó, una vez alcanzaron la taquilla de Kalea. Esta lo miró de reojo, con la ceja alzada. Roland se rascó la nuca—. ¿Podrías ayudarme con Literatura?

Roland no era un buen estudiante, por mucho que lo intentara. El caso era que siempre encontraba algo mejor que hacer antes que los deberes. Además, no era lo que se catalogara como inteligente. Sus notas las pasaban putas para reflejar un aprobado raspado.

Nunca le había importado, pero Gruñón le había dado un ultimato el viernes, durante las pruebas de los nuevos aspirantes. Si no recuperaba Literatura de tercer curso y aprobaba todos los exámenes del primer semestre: no podría seguir siendo capitán del equipo de soccer y estaría en el banquillo la mitad de la temporada.

Roland había trabajado muy duro para conseguir ese puesto. Como no era un buen estudiante, su oportunidad de ir a una buena universidad dependía de que le dieran una beca deportiva. No quería decepcionar a sus padres, así que Roland no les había dicho nada.

—Tienes fiebre —convino Kalea, tomándole la temperatura en actitud teatral.

—En serio, mi futuro depende de esto —argumentó dándole un manotazo.

Kalea encogió los hombros.

—Me encantaría ayudarte. —Su tono demostraba que no era así—. Pero gracias a ti soy capitana del equipo de soccer y no tengo tiempo.

—¡Si vas bien en Literatura!

Kalea le pellizcó la mejilla.

—¡Lo sé! —respondió con falsa voz chillona.

Después, cerró la taquilla y lo dejó solo en medio del pasillo. Esa era su venganza por haberla mandado al despacho del entrenador.

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Cuando Damia se colgó del cuello de Jane al verla llegar a la taquilla, tuvo la sensación de haber estado fuera cinco años en lugar de un mes. Extrañada, dio unas palmaditas en la espalda de la chica. No era que le molestara, pero Damia no era ni espontánea ni cariñosa.

—¡Perdona! —exclamó al soltarla, medio sonrojada—. Es que me acaban de dar una gran noticia.

Jane vio que intentaba controlar la emoción, pero sus labios tironeaban en direcciones opuestas como si tuviera algún tic nervioso.

—¿Hay descuentos en Tony Molly? —bromeó Jane, haciendo mención a su marca de maquillaje coreana preferida.

Damia era una de sus amigas más cercanas. A ninguna le gustaba llamar la atención; de temperamento sereno, bastante calladas y de timidez extrema cuando se encontraban con gente. Estar juntas era confortable. Y Jane agradeció que hubiera sido Damia quien la esperase ese día con su horario de clases.

—Me han cogido como batería en una banda.

—Pero si tú eres bailarina… —meditó Jane.

—Estoy probando cosas nuevas —explicó, indicando a su amiga que comenzaran a andar—. De todas formas, es solo la banda de Van y Blake.

—¿Tienen una banda?

Jane aceleró el paso para situarse junto a Damia. Una sensación de incomodidad se le instauró en el pecho cuando comenzaron a mezclarse con otros alumnos. Tenía la aterradora sensación de que todos los ojos se pegaban a ella. Aunque eso no fuera posible, porque Jane era del tipo de alumna que se mimetizaba con el resto del elenco estudiantil. No destacaba, nadie la conocía y eso le gustaba. Pero el hecho de haber empezado el curso dos semanas más tarde la hacía creer objeto de miradas. A consecuencia, la necesidad de sacar su lectura actual de la mochila y encerrarse en el baño a leer palpitaba bajo su piel.

Damia rio.

—Desde segundo curso ¿En qué mundo vives? —Damia rio y negó con la cabeza.

Ahora que lo decía, sí que le sonaba. Quizás alguna de las hermanas Stone lo hubiera mencionado. Van, Blake y otros dos chicos de los que no podía recordar el nombre. El caso era que Jane no prestaba mucha atención a los detalles. Era una de las cosas que más le había reprochado Marissa.

—Cuéntame el resto de novedades —pidió.

Y Damia lo hizo. Le habló de Grey y las desventuras con su nuevo hermano de acogida. Que Kalea era la nueva capitana del equipo femenino de soccer y que por eso llevaba una semana enfadada con Roland, quien seguía haciendo el payaso cada vez que tenía ocasión. Etzel con sus temas de conversación que nadie entendía salvo él. Jakob detrás de Annie, quien prefería sus fotos a cualquier propuesta que él pudiera hacer. Joe y su ropa. Max y su boxeo.

Jane sintió alivio al ver que la dinámica del grupo seguía prácticamente igual. Que en la comida se evitaría la impresión de estar más fuera de lugar de lo que ya estaba.

—Pero lo más importante de todo —añadió Damia cuando llegaron al aula de Historia del Arte, la primera clase ambas—. Es que hemos decidido abstenernos de salir con chicos durante el instituto.

Jane apretó los labios. El domingo había ido a casa de las hermanas Stone y le habían hablado del club para Corazones Solos o Corazones Solitarios, no se acordaba bien. Estaba al tanto de las desventuras amorosas de sus amigas y los motivos que las habían guiado a ese club.

Pero sentía que se había perdido una página de la historia de Damia.

—¿Tú también?

—Sé lo que vas a decir —apostilló Damia, tironeando de un mechón de pelo castaño. Su buen humor desapareció de inmediato. «Eres estúpida».

—No iba a decir nada —aseguró, levantando las manos en son de paz.

Jane había preguntado porque lo último que sabía era que Damia estaba colgada de Tim tanto o más como Jane lo estaba de Axel Malcom.

Damia apoyó la espalda en la pared, justo al lado de la puerta. Jane hizo lo mismo, solo que se situó de lado. Estiró la mano con intención de posarla en el hombro de su amiga, pero se contuvo. Jane era rematadamente torpe cuando debía consolar a alguien.

—Apúntate tú también. —Damia se recuperó de lo que fuera que le había provocado la pregunta de Jane y adquirió una actitud resuelta, casi mandona.

Jane se señaló a sí misma, arrugando la frente. Aunque no es que no lo hubiera pensado. Cuando Joe le enseñó el anuncio del club, mientras Jack parloteaba de su primera experiencia como afiliada aquel mismo sábado, se había planteado unirse. Sus amigas estaban allí y quizás eso la alentaría a salir de casa los fines de semana. Como tanto había insistido Marissa durante las vacaciones en Corea. «Deja de tejer calcetines como si ya lo hubieras vivido todo». Pero luego se dio cuenta de que sería hipócrita.

La experiencia más cercana a un desengaño amoroso que había tenido; era cuando los protagonistas de los libros no acababan juntos. Su corazón seguía entero. De hecho, Jane no quería que su inexistente vida amorosa finalizara, sino que diera comienzo.

Le sudaron las manos.

De hecho, si todo iba bien aquel día, Jane Austin dejaría de ser espectadora de las historias de amor de otros para convertirse en la protagonista de la suya propia.

—Todavía tengo jet lag. —Pero claro, no fue eso lo que le dijo a Damia. No quería contárselo a nadie por si las cosas no salían como en su imaginación—. Será mejor que no tome decisiones precipitadas.

Unirse al club era una excusa para no ser valiente, el camino fácil. Mantener su corazón intacto como estaba. Luchó contra ese deseo de seguridad e inalterabilidad. La vida solo te hiere si te implicas en ella: por eso a Jane le gustaban tanto los libros. Eran seguros. Luchó contra ella.

Ese año era su última oportunidad de ser una adolescente. De vivir experiencias y dejar de escucharlas de boca de sus amigas.

—¿Qué tendrá que ver el jet lag?

—Influye —aseguró Jane, inflando las mejillas.

Damia resopló. Iba a decir añadir algo más, pero no tuvo oportunidad.

—¡La Abuela ha vuelto!

Se volteó al escuchar el apodo con el que Etzel la llamaba desde que se había enterado que uno de sus hobbies preferidos era tejer.

—Etzel, no seas maleducado. —Lo reprendió Damia, despegándose de la pared.

—Es con cariño.

—Y con cariño yo te voy a dejar sin un par exclusivo, cómodo y blandito de mis calcetines —rebatió Jane, girando el cuerpo por completo. Etzel siempre se metía con ella, pero también era una de las personas con las que su timidez se diluía un tanto.

El rostro moreno del chico tenía su inquebrantable sonrisa y sus ojos achispados de travesura. Se fijó que Tim estaba tras él, con su acostumbrado gesto relajado. Roland también rondaba por allí, aunque estaba rezagado, hablando con alguien que Jane no conocía.

—Jane, me alegro de verte —saludó este. Y Jane se cuidó de no mirar a Damia para ver su reacción ante la aparición del chico—. ¿Bien por Corea?

—Sí. —Con Tim no se mostró tan cómoda. Siempre era amable y educado, pero Jane no lo conocía y por eso no sabía cómo tratarlo. Era como el típico personaje enigmático de novela que le costaba tanto descifrar.

—¡Jane!

Un torbellino de melena rubia se abrió paso entre los cuerpos de Etzel y Tim, casi tirándolos al suelo y se enganchó al cuello de Jane antes que ella pudiera reaccionar. Era Grey, tan intensa y emocional como la recordaba. Segundos después a su abrazo se unió Kalea.

—¡Pensábamos que te habían secuestrado! —exclamó Kalea.

—¿Quién? —rio extrañada Jane mientras se colocaba los moños, después que la soltaran.

—Tu abuela —dijo Grey.

—Pero si su abuela vive aquí —corrigió Damia—, fueron a ver a su tía.

Kalea y Grey se miraron desconcertadas. La gente siempre daba por hecho aspectos de su vida que no eran verdad. Como que era su padre quien los había abandonado, cuando había sido su madre. Pero eso era culpa de Jane. No se dejaba conocer y se sentía incómoda hablando de ella porque sentía que a nadie le interesaba.

—¿Nos has traído regalos? —preguntaron al unísono.

—Primero el mío. —Grey medio empujó a Kalea.

—Seguro que mi regalo le da mil vueltas al tuyo.

—Tranquilas—intervino Etzel, posando las manos en los hombros de las chicas—, la Abuelita tiene calcetines para todas.

—¿Ha venido tu abuela? —Roland acababa de reunirse con ellos y trató de engancharse a la conversación.

Jane debía reconocerlo: los había echado de menos y se sentía ridículamente aliviada porque se alegrasen de verla.


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Tras las clases, Jane y Maxine se agazapaban tras las gradas del campo de fútbol. Parecían estar en una misión secreta. Pero solo espiaban a Axel Malcom.

—¿Estás segura? —preguntó Maxine, agachada delante de ella, por novena vez.

—Sí.

—¿Segura nivel Channing Tatum es el actor más guapo del mundo? —inquirió, mirándola desde abajo.

—Leonardo DiCaprio es el actor más guapo —apostilló Jane, dando pataditas nerviosas contra el césped—. Pero sí, estoy segura.

Sin embargo, tenía la sensación que iba a escupir el corazón por la boca en cualquier momento. Se sentía como al borde de un acantilado en un día extremadamente ventoso.  

Jane se hubiera sentido mucho más segura si, como siempre, Marissa caminara a su lado. Pero también era consciente que, de encontrarse allí, no hubiera encontrado el valor para salir de sus zonas de confort. La presencia de su hermana la conducía a acomodarse. Jane era la jugadora suplente que nunca abandonaba el banquillo. Pero Marissa se había marchado a la universidad y había ascendido de categoría. Si podía cuidar de Camilo, ayudar a su padre y hacer la compra. También era posible pedirle al chico que le gustaba una cita.

Y hablando del chico que le gustaba…  

—¡Austin!

Jane entró en pánico al ver que Axel levantaba la mano para saludarla y corría hacia su posición. El entrenamiento había finalizado y los jugadores se dispersaban en direcciones opuestas. Se pasó las manos por el vestido, que le habían empezado a sudar. Maxine se incorporó y se giró hacia ella.

—Si te da calabazas—comenzó a decir, mientras le recolocaba los moños y se aseguraba que su vestido no estaba arrugado—, recuerda que él se lo pierde.

Maxine le había confesado sus sentimientos a Blake y la cosa no fue como esperaba. Así que estaba en modo «Los chicos son idiotas, vamos a exterminarlos como a zombis».

—Gracias por los ánimos.

—El Club de los Corazones Solitarios tiene una plaza con tu nombre por si las moscas.

Le dio un abrazo fugaz antes de salir corriendo, segundos antes que Axel se plantara delante de ella.

Jane estuvo a punto de salir corriendo también. «Relájate, Axel no es un zombi». Solo el chico con el que se imaginaba besándose en una playa al atardecer. Axel Malcom era el mayor cliché del instituto: atleta sobresaliente, con notas impecables y, como no podía ser de otra forma: también era guapísimo. Con una altura que rozaba el metro noventa y constitución delgada; unos ojos verdes encandiladores y un brillante pelo castaño. Por supuesto, era uno de los chicos más codiciados del instituto.

Jane llevaba suspirando —suspirando de verdad, no en sentido figurado— por él desde que le sostuvo la puerta de entrada en su primer día de instituto.

—Mira a quién tenemos aquí. —A Axel le corría sudor por las sienes y el pelo se le pegaba a la frente. Irremediablemente, enrojeció.  

—Te he traído Kit Kats de sake —anunció Jane sacándose la mochila para darle los dulces. Eso le brindaba la oportunidad de serenarse.

—¿De verdad? ¡Eres la mejor! —Sintió un vuelvo al corazón al ver como sus ojos se iluminaban. Le tendió el paquete con los chocolates que tanto le gustaban, procurando que no le temblara la mano.

—No es nada, tengo más en casa.

Se dio cuenta que esa era la primera vez que estaba en presencia del Axel sin que Marissa se encontrara presente. Aunque su hermana era un año mayor, había sido amiga de Axel porque fueron juntos a un taller de Debate que se impartía después de clases. Lo que solía pasar con Marissa, era que nadie se fijaba en Jane cuando estaban juntas. Era como un mero complemento. Sorprendentemente, Axel había sido una excepción.

Siempre que salía con ellos, procuraba que Jane participara en las conversaciones. Le pedía opinión cuando debatía con Marissa, escuchaba lo que tenía que decir y no la hacía sentir incómoda. Axel era consciente que Jane existía, como una persona independiente a su hermana mayor.

Era lo más romántico que nadie había hecho por ella. E iba a pedirle una cita. Porque no tenía nada que perder. Porque igual Axel sentía lo mismo que Jane, solo que era tímido y esperaba que fuera ella quien diera el primer paso.

—Si es que quieres más, claro —añadió al ver que Axel no respondía. «Muy elocuente», se reprendió a sí misma.

—Podría comer cien seguidos. Gracias, Jane. —Le apoyó la mano en el hombro y ella sintió que iban a derretírsele las piernas—. Oye ¿Me esperabas y te acompaño? Así me cuentas qué tal el viaje.

«Ahora, Jane. Esta es tu oportunidad».

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—¿Sabíais que hay estudios que vinculan el rugby con la demencia temprana? —Etzel movía los ojos por la pantalla del teléfono.

—Ya sabemos qué le pasa a Roland, menudo alivio —silbó Tim secándose el pelo con la toalla.

—Demencial es que tú hagas una broma.

—Mezclas conceptos —corrigió Etzel.  

Roland murmuró un improperio. Peleó con los cordones de la zapatilla. Tenía un humor de perros.  Todos sus intentos por encontrar a alguien que lo ayudara con Literatura habían sido en vano. Y, para colmo, durante el entrenamiento, Gruñón le había recordado lo que se jugaba si no mejoraba las notas.

—Si me ayudaras con Literatura, sabría diferenciarlos —atacó rencoroso. Tras su fallida petición de ayuda a Kalea, recurrió a Etzel. Pero este también había alegado falta de tiempo.

—Tío, dile a tus padres que necesitas clases particulares. —Tim guardó la ropa sucia en la bolsa de entrenamiento y se la colgó al hombro. Etzel se levantó del banco para posicionarse a su lado, metiendo prisa silenciosa a Roland.
Eran los últimos que quedaban en el vestuario.

Terminó de atarse los cordones con un brusco gesto de muñeca.

—Me matarán —mintió, también recogiendo su bolsa de deporte.

Rafael y Steve no eran exigentes. Conocían a Roland, no esperaban excelencia académica. Ellos también tenían puestas todas sus esperanzas en la beca deportiva. Lo ayudaban a entrenar, cuidaban su alimentación e iban —para desgracia de Roland— a animarlo a todos los partidos con pancartas inmensas del tipo. «¡Nuestro hijo es un campeón!» «Roland, papá y papi están contigo».

El único acometido de Roland era continuar esforzándose.  

—Pues sigue buscando, como Dory.

Roland propinó una colleja a Etzel cuando emprendían el camino a la salida del vestuario.

—Dory nada, no busca.

—¿Ah sí? Entonces por qué se llama Buscando a Dory.

—Niños, no peléis. —Los regañó Tim, sosteniendo la puerta para que salieran.

Etzel y Roland se dirigieron gestos obscenos empujándose el uno al otro por la apertura. Por poco tiraron a Tim al suelo. Se dirigieron a la salida y durante todo el trayecto, Etzel alegó sobre por qué Dory buscaba y no nadaba. Roland desconectó de la conversación.

Al pasar por las escaleras, Roland vio que Jane estaba sentada allí. Con un libro en el regazo y la cabeza gacha. La había visto en el campo, hablando con el idiota de Axel Malcom. No se paró a saludar porque había una alta probabilidad de que lo ignorase. No sabía si le caía bien o simplemente era vergonzosa.

Cuando ya habían avanzado unos cuantos metros, Roland se detuvo en medio del pasillo vacío. Con una idea emergiendo en su cabeza.

—¡Hablamos luego! —exclamó, llamando la atención de sus amigos.

—¿Adónde vas? —preguntó Etzel.

—A seguir nadando.

Se dio la vuelta en busca de Jane, su última oportunidad antes de acudir a casa a darles un disgusto a sus padres. Con suerte, ella no lo mandaría a tomar por saco.

—¡Es buscando!

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Si sirviera de algo, Jane se daría de cabezazos contra la pared hasta que se le borrara la cara. Nunca había sentido tanta vergüenza. Ni siquiera cuando tropezó en medio del pasillo, se le subió la falda y todo el mundo vio sus braguitas de gatitos rosas.

«Vaya, Austin… eres muy maja y eso, pero no eres mi tipo».

Claro que no era su tipo ¡Cómo iba a ser Jane el tipo de uno de los chicos más populares del instituto! Había sido una ilusa ridícula, con la cabeza llena de historias de amor que nunca viviría. Tonta, tonta y otra vez tonta.

Jane no era como las protagonistas de sus libros. No había nada especial ni sobresaliente en ella como para que un chico se interesara. ¿Qué podía ofrecer? Calcetines y bufandas.

Y por si no había pasado suficiente vergüenza al ser rechazada, Jane salió corriendo del campo de fútbol sin pronunciar palabra. Ignorando los gritos de Axel, pidiéndole que se detuviera. En ese momento le había parecido mejor huir a que el chico viera como se le caían las lágrimas a borbotones. No sabía cómo iba a mirarlo a la cara a partir de entonces. Tendría que cambiarse de instituto o mudarse de país. Como si fuera una guerrera exiliada.

Soltó un grito de frustración, cerrando el libro de un manotazo.

Estaba sentada en las escaleras del instituto, negándose a ir casa todavía. Porque allí la esperaba una llamada de Skype familiar con Marissa. No sabía por qué, pero era la persona con la que menos le apetecía hablar en ese momento, aunque también la única con la que querría desahogarse. En ese momento, Jane era un torbellino de sensaciones contraproducentes.

—Hola.

Unas piernas largas se materializaron frente a ella. Alzó la vista lentamente hasta que se encontró con el rostro de Roland Castillo. Una sonrisa inmaculada y una caída de ojos encantadora la aguardaba. Jane sintió ira al verlo. Quizás porque era muy como Axel e incluso más. Roland tenía el añadido de la vanidad.

Era de esa clase de chicos que podía elegir con qué chica quería salir y desechar las que no valían la pena. Pero mantenían todas las posibilidades a su alcance, por si les hacía falta. Simpáticos y atentos. No les bastaba más que una sonrisa para que las chicas se deshicieran en atenciones para conseguir más de esa atención y sonrisas.

La presencia de Roland fue como una revelación. El giro argumental en las novelas que cambiaban irremediablemente el rumbo de la historia. Axel la había tratado bien porque, como el resto de los de su clase, dependía de la atención. Se alimentaba de los suspiros y anhelos de las chicas como Jane.

No la veía por quien era. Sino por lo que significaba: una chica maja que le haría favores y compraría toneladas de Kit Kats de sake. De pronto sí tuvo ganas de verlo. Para hacerle tragar los dulces uno a uno. Más de cien.

—¿Jane? —Roland llamó su atención moviendo las manos por delante de su cara—. ¿Estás bien?

—Sí.

Continuó observando a Roland, que se sentó un par de escalones por debajo, apoyado en la pared y las piernas estiradas cuan largas eran. ¿Por qué los chicos como él tenían a tantas chicas detrás? No tenía nada personal en contra de Roland. Pero en ese momento era el único espécimen de su clase que tenía delante y sintió deseos de abofetearlo.

—Quisiera pedirte un favor.

Jane abrió los ojos todo lo que le daban. «Cómo no». Roland estaba en su grupo de amigos, pero nunca le había hecho caso. Salvo cuando buscaba aliados para alguna pelea contra Jakob y aplausos a alguno de sus ingenios. Entonces Jane dejaba de ser invisible. Quiso mandarlo a tomar por culo. Pero seguía quedándose muda y avergonzada ante su presencia. Por muy poco que le gustaran los chicos en ese momento, era algo contra lo que no podía luchar.

—Dime —respondió, ahuecando las manos para apoyar las mejillas. Además, ante todo, Jane era una cotilla de primera. Quería saber qué necesitaba Roland de ella.

El chico se rascó la ceja, resopló y sonrió nervioso. Jane se fijó en la cicatriz que tenía bajo la mejilla derecha. Se daba toquecitos en la barbilla con el dedo, expectante.

—Vale, no te lo pediría si tuviera otra opción—. «Qué bien, soy un último recurso». Jane asintió, incitándolo a que siguiera hablando. Roland se revolvió los rizos—. Necesito que me des clases particulares de Literatura.

Jane alzó las cejas y arrugó la nariz. Es posible que hubiera escuchado a Roland mencionar algo al respecto en la comida. Pero en ese momento, había estado demasiado ocupada mirando a Axel comer para prestar atención.

—Te pagaré, por supuesto —aclaró Roland al ver su reacción.

—¿Por qué quieres clases particulares?

—Porque tengo matrícula de honor en la asignatura —resopló Roland con una sonrisa sarcástica.

Jane no sabía si la tomaba el pelo. No se le daba pillar las ironías. Ni discernir cuándo Roland hablaba en serio o bromeaba. De hecho, esa era la primera vez que tenían una conversación individual de más de dos frases.

—Yo también tengo matrícula de honor.

—Qué… —Roland juntó las cejas, entre molesto y desconcertado—. Da igual, necesito mejorar para continuar en el equipo.

—¿Y quieres que te dé clases?

—Eso he dicho.

Jane estaba dispuesta a negarse. Más como una venganza contra Axel por usar su encanto para que Jane hiciera cualquier cosa por él, que porque no quisiera ayudar a Roland. Después de todo, iba a pagarle. Ya no era un favor, sino un intercambio de intereses. Pero no fue el dinero, sino su apellido, la que la hizo replanteárselo.

Uno de los padres de Roland, era Rafael Castillo: reconocido escritor y ex alumno de Yale. La orientadora le había dicho a Jane que tenía posibilidades de que la cogieran en la Ivy League. Con una carta de recomendación de Rafael, esas posibilidades se disparaban.

—Te daré clases. —Una sonrisa se abrió paso por el rostro circunspecto de Roland. Jane lo cortó al ver que su boca se arqueaba—. A cambio, quiero una carta de recomendación de tu padre.

—¿Mi padre? —La sonrisa tembló, amenazando con deshacerse.

—Rafael.

Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Aquello la desconcertó. Tampoco le había pedido que le dedicara su próximo libro.

—De acuerdo, si recupero Literatura, tendrás tu carta —cedió.

—Es un trato —sentenció Jane.

A continuación, Roland se levantó de las escaleras, colgándose la bolsa de deporte a la espalda.

—¡Graicas, Austin!

—No me llames así.

Roland dibujó un gesto de extrañeza y se despidió de Jane. Inmediatamente después, sacó el teléfono y escribió un mensaje a Maxine. «¿Sigo teniendo una plaza en el club?». Suspiró, con la rabia diluyéndose, comenzaba a emerger de nuevo la vergüenza y la desilusión.

Puede que fuera hipócrita de su parte apuntarse a aquel club sin que le hubieran roto el corazón de verdad. Pero al menos se aseguraría de no darle a otro Axel la oportunidad de hacerlo. Y se impediría volver a fantasear con idílicos romances inalcanzables para ella.

Se limitaría a sus libros, calcetines y bufandas. A salvo de cualquier desengaño. En sus zonas seguras, donde nadie podría herirla de nuevo. Como lo hizo su madre y como acababa de hacer Axel Malcom.
indigo.
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Mensaje por peralta. Miér 17 Jul 2019, 12:34 am

omggggg Kate!! The Lonely Hearts Club. - Página 6 2841648573 The Lonely Hearts Club. - Página 6 961472736 voy a ponerme a leer enseguidaaa The Lonely Hearts Club. - Página 6 2841648573
peralta.
peralta.


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Mensaje por Jaeger. Sáb 07 Sep 2019, 9:40 pm

take me out to night:
Jaeger.
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