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Mensaje por trunks Jue 28 Jul 2016, 9:05 pm

Las luces en su lejanía brillan tan potentemente aún a distancia que los azulados ojos del muchacho que mira desde lo lejos se entrecierran conforme más y más puntos luminosos son encendidos allá arriba, en donde sólo algunos tienen el privilegio de poder pasar sus vidas como propios habitantes, en la punta de una montaña a la vista de todos pero sólo al alcance de pocos. Aquello causa una mueca de disgusto en el sereno rostro del adolescente más sin embargo continúa con su camino hacia arriba dejando atrás la oscuridad abrazadora que reina en su mayoría a la explanada de tierra árida casi como la arena.

Las zapatillas deportivas viejas y gastadas de Bruno resbalan conforme comienza a trepar por el camino improvisado de rocas inclinadas que dirigen a la población del territorio, las ganas que el adolescente tiene de echarse hacia atrás y rendirse de una buena vez para volver con la cola entre las patas de vuelta con los demás —pero se trata de alguien de diecisiete con un orgullo mayor que el de cualquier otra persona— y alza su cabeza para mirar su objetivo con los ojos entrecerrados de su largo cabello, ajusta la mochila que descansa sobre sus hombros para bufar sonoramente antes de continuar con su camino.
El hecho de que a cada elemento le gusta habitar en un lugar digno de su peculiaridad da mucho de que hablar día con día sobre cada una de las razas que perdura en pisar la tierra por mucho más tiempo del que muchos calculaban, los cuatro elementos mismos poseen cada una de sus conocidas cualidades al igual que cada uno de los niños que nace desde que se tiene memoria, pero también están aquellos que nunca crecieron en un área dedicada únicamente a su elemento ya que no poseen los comunes; como es el caso de Bruno Le Brun. Normalmente aquellos casos son tan extraños que sólo al menos cerca de quinientos sujetos no tienen hogar dentro de la sociedad de “los cuatro” (como a todos ellos les gusta llamarles de una jocosa manera para despreciarles) y viven únicamente en un lugar tan recóndito e insignificante en cualquier mapa que con sólo saber lo que le rodea nadie se atreve a tratar de localizar aquel lugar ni de chiste.

El cielo oscuro es lo único que presencia al intruso que trepa sin problema aparente alguno hacia el hogar de aquellos que el viento es su don, como todos suelen llamar a aquello que les caracteriza, entre jadeos ya que la altura no le es nada favorable porque no puede llegar hasta arriba volando simplemente como todos hacen. Por lo cual se dedica a quejarse cada dos por tres quedamente.
Si bien en cada una de las áreas poseen una sala de entrenamiento y en donde el muchacho vive no se queda atrás, pero en lugar de pasar las horas debidas con sus compañeros de zona tratando de controlar sus peculiaridades prefiere dormir la siesta en un locker donde no le vean, y es por eso que sus flácidos brazos si acaso apenas notablemente marcados exclaman desesperadamente que deje de jugar y piense una manera de trepar sin requerir tanto esfuerzo; pero Bruno infla sus mejillas y acalla sus ganas de dejarse vencer ya porque arriba hay respuestas que él requiere.
Ganas de tirarse para hacer paso a las arcadas que le invaden son sólo uno de los principales factores que le hacen rodear una enorme roca en su camino para terminar a cima de ella y poder tomar bocanadas de aire para llenar sus pulmones con oxígeno. Entiende finalmente por qué desde que le asignaron ir a la zona de los ventarrones las miradas de sus compañeros eran lastimeras y piadosas, más ninguno trató de prevenirle y más que gracia aquello le causa furia a Bruno, porque fue enviado a una especie de misión imposible —literalmente— sin advertirle que posiblemente no volvería nunca.

Con un brusco movimiento de cabeza hacia arriba aparta su cabello de los ojos y trata de calmar su alterada respiración mirando directamente al cielo oscuro con centenares de estrellas esparcidas ahí arriba, no hay nubes ni tampoco la luna está presente al menos en el campo de visión que tiene el chico por el momento, pero aquello le parece sumamente hermoso como para él ser el único público de aquella obra de arte. En dónde los no categorizados con los cuatro viven la vista más hermosa que poseen es la del océano mismo, esa y la alta vegetación que rodea la isla, pero no se compara con la de un cielo estrellado a gran distancia del suelo en donde se puede imaginar que basta con estirar las manos bien alto para atrapar una entre los dedos. Más de cinco minutos el silencio de la noche y un quedo bullicio que proviene de arriba es el único sonido que acompaña en su deleite estelar al adolescente, suspira con nostalgia y se pone en pie para seguir trepando para llegar a la cima de una vez por todas, no le queda más de medio camino además de que a unos treinta metros por encima suyo se ve claramente como las rocas terminan y el sendero de una buena vez aparece para seguir el trayecto caminando y no escalando esta vez.
Cuando el flácido y tembloroso cuerpo de Bruno toca el suelo del sendero no duda ni un segundo más en que debe de buscar un medio por el cual pueda trepar sin volver a usar sus extremidades de tan doloridas y mallugadas que están, los dones nunca son del todo bien controlados hasta que se pasa la mayoría de edad a los veinte por lo que si bien el ojiazul es apenas un niñato en cuanto al control de lo que puede él hacer se refiere, quita el sudor de su frente y mira en todas las direcciones en busca de alguien que le vigile.
Tira de su mochila a un lado y se acuclilla para sacar bajo cuidado lo que desde un principio quiso pero supo que no podía ya que hay miradores a las orillas de la montaña y fácil podían verle subir volando con otra cosa que no fuesen exactamente los normales, por lo que tuvo que hacerse pasar por uno de la familia geoquinesís, para explicar que su pasión es la tierra y no le importó en lo absoluto pasar por ello para subir hasta allá. Hasta un discurso se preparó conforme iba subiendo el interminable camino de rocas. Saca, finalmente después de debatirlo de vuelta, el pequeño aereopatín que reposaba en su mochila desde que salió de la isla y se sube en ella sin dudarlo. 

—Demonios si no quería usarte desde un principio. —reprende entre dientes el muchacho observando que la tabla no se eleva a la primera— ¿Requiere carga ahora? Bueno, veamos si esto es suficiente...

Y de un salto sale de encima para darle un pequeño toque con su dedo índice que de inmediato se eleva diez centímetros del suelo en espera del chico para comenzar a andar con sus indicaciones, él no tarda en hacerlo y en menos de diez segundos ya está subiendo por el anticuado camino que dirige a la población en la montaña, con una postura medio encorvada y ambas manos a los costados para tener equilibro y no caer de bruces en la tierra Bruno anda en el artefacto de última tecnología que uno de los chicos en su área le dio desde que tenía quince. El aereopatín no es más que una patineta voladora que funciona con electricidad creada por un chico con dones para crear cosas así y mucho más excéntricas que descolorarían de su lugar a cualquiera que las viera; una cosa tan “guay” que no puede ver nadie más que aquellos que viven en la isla a partidos ya acostumbrados a ve cosas como esas.
El talento de Le Brun no carece de admiración alguna pero sin duda alguna según su criterio algo como crear hielo o controlar las cosas le resultaban más atractivas que él crear electricidad y poder controlarla, no podía estar tan cerca de fuentes grandes de energía porque siempre terminaba en catástrofe y cada que algo con corriente se descomponía en la isla solían culparle a él, pero en más de una ocasión le habían salvado el pellejo y tiempo después se convenció de que su peculiaridad no era tan mala después de todo. La electroquinesis era su media naranja después de todo.
En el transcurso del sendero transcurrió mucho más fácil y rápido de lo que imaginó, pues al parecer todos los de aeroquonesis prefieren hacer otras cosas que vigilar sus alrededores para estar seguros como en las otras cuatro áreas hacen, y las luces que había observado a distancia desde que comenzó a trepar la montaña estaban ahora enfrente suyo. Cegándolo por tanta claridad que hay arriba en comparación de los otros tres lugares restantes de los cuatro, en donde se encuentran ni más ni menos que en tierra y debajo de esta incluso, porque allá arriba el aire es tan pulcro al igual que se siente claramente la diferencia de la gravedad; cuando el muchacho saltó de la patineta sintió un gran peso encima hasta que tocó el suelo de vuelta. 

—Vaya, que lindo que es acá, ¿no crees? 

La cosa está en que cuando Bruno pasa tiempo fuera de sus compañeros en la isla la soledad le afecta mucho más de lo que admite y por ello es que finge hablar con alguno de ellos mientras cumple con las misiones que le asignan, como hace justamente mientras oculta el aeropatín en su mochila para adentrarse en la pequeña ciudad de una buena vez, a su lado imaginariamente se encuentra William —el chico de la atmoquinesis que siempre gustó de crear una tormenta de nieve en la cabeza del chico— asintiendo a sus palabras y animándole para que emprenda camino hacia delante para que busque al tan buscado señor Todd.

—Bien, allá voy, déjenme en paz y yo podré hacerlo —murmura con severidad acomodando su cabello y saliendo de entre los arbustos para buscar a un hombre con las características no muy típicas para alguien que controla el viento, tez aceitunada, ojos grandes oscuros y el cabello negro tan lacio que parece peluquín, así que sin más que pensar o aclarara emprende su camino en la dirección que le dieron antes de salir.

Como se esperó desde un principio él destaca entre los demás, por supuesto que lo hace, y en cuanto decide seguir a la multitud por la calle que viaja a pie hasta el otro extremo de la ciudad las miradas que esperaba desde que escalaba no faltan y se hacen presentes en exceso que hasta le hacen sentirse un tanto incómodo.
Los altos rascacielos, que parecen ser montañas también pero inclinadas de manera completamente vertical, se alzan sobre su cabeza y todas las construcciones que pasa parecen estar hechas tan formalmente como si la ciudad misma fuera un hogar de dioses o algo por el estilo; los ojos azulados del adolescente no dejan de viajar de un lado a otro entre la alta oscuridad en la que se encuentra el final de estos magníficos monumentos con la boca abierta y tropezando cada dos por tres con los pies de alguien más.
Un talento no muy favorable del castaño es que puede distraerse olímpicamente y olvidar su entorno en menos de cinco segundos, un récord incluso para el más tonto en la isla, aquello le causa un gran problema cuando escucha por un altavoz que se dirige hacia el norte; sacude su torpe y alborotada cabeza para fijarse en su entorno. Se encuentra dentro de una cabina que se eleva a toda velocidad de un segundo a otro y le hace impactarse contra una de las ventanas en la puerta para darse cuenta de que aquel es un tipo de transporte aéreo parecido a un metro, el frío cristal causa un escalofrío en él y se aparta casi de inmediato torpemente causando que caiga de espalda en el suelo, aunque el impacto no fue tan duro como creyó ya que debajo suyo un gruñido molesto le hace levantarse de un brinco, sacude su ropa desaliñada para después ladra la mirada.

—Niñato malcriado, ¿te criaron para tirar gente y no ayudarla acaso? —Un hombre de aspecto malhumorado gruñe altamente y Bruno se aproxima para tratar de cogerle por el brazo pero el señor rubio y de ojos grisáceos le detienen de inmediato— ¡Era broma, basta, me puedo levantar por mi mismo! Suéltame ya.

Sin rechistar el muchacho obedece y se aparta, tomado lugar al lado de una señora con dos niños cerca de la barandilla para agarrarse más cercana, para mirar como el hombre levita para levantarse poco a poco. La boca del ojiazul se abre y mira discretamente a la familia que yace a su lado para comprobar que están tan asombrados como él pero sus miradas indiferentes le demuestran que ellos pueden hacer eso y más ya que volar y flotar en el aire como les apetece es tan natural como respirar. Algo asombrado aún Bruno se dedica a mirar por las ventanas las luces de la ciudad que están abajo.

De todas las misiones que le fueron asignadas a sus diecisiete años de edad ninguno involucró el adentrarse en una de las áreas de los cuatro, lo más cerca que había estado de una era la vez que cayó de la barca que los transportaba desde la isla a otros lugares y en el agua distinguió a lo lejos las luces de los que poseían la Hidroquinesis, por lo que se siente gratamente emocionado cada que ve algo fuera de lo que él cataloga como “normal”. El hecho de cumplir con su único objetivo es tan importante para él como para otros lo es el terminar todo el estudio de su árbol genealógico, porque si vuelve cantando victoria después de haber rogado aquella misión por días su ranking de audacia aumentaría y sería reclutado mucho más seguido, lo que siempre deseó desde que tiene uso de memoria.

El metro volador se detiene por quinta vez, anunciando que es la penúltima parada, y una cuarta parte de los pasajeros abandonan con paso apresurado el transporte, anteriormente no prestó atención alguna el chico de cómo era que bajaban, pero al seguir con la mirada al hombre de la mirada grisácea que le había lanzado dardos con sus ojos desde el incidente se da cuenta de que no hay otro método que el mismo de saltar por la puerta abierta y aterrizar volando. Le Brun se pone más pálido de lo normal y se aferra a la barandilla que está a su lado, tragando saliva, pero la suelta cuando nota que los últimos pasajeros le miran expectantes y forzar una sonrisa para fingir que todo va bien cuando el corazón le late más de lo normal, su cuerpo vuelve a temblar como cuando trepaba la montaña además de que está seguro que la fina gota que resbala por su frente es sudor helado que es causado por el pánico que tiene en aquellos momentos. 
Discretamente toma aire y lo suelta mientras cuenta mentalmente para calmarse porque la última estación está próxima además de que debe de idear un plan para sacar el aereopatín sin que se den cuenta cuando se lance como los demás.

El altavoz suena, por última vez ahora si, y el muchacho traga saliva con la vista perdida en sus zapatos que tanto batalló para conseguir en buen estado pero que posiblemente no vuelvan a ser del mismo color blanco de antes por tanta mugre que yacen en ellas. Se acerca a paso de tortuga a la salida, sin despegar la mirada del suelo, encontrando a todos los demás mirándole con sonrisas socarronas.
Aquello no va nada bien y duda en si finge un desmayo o se acerca para proponer que salten ellos primero. La última es la que le convence más y pone una sonrisa nerviosa para todo su público.

—Ustedes primero, claro, mi educación deja siempre que todos vayan primero. —habla en un tono fingidamente animado y ríe para darle gracia a su comentario, pero al ver que no causa el efecto esperado calla para mirarles neutral entonces, se queda inmóvil a unos pasos de ellos.
—No, no, no jovencito, en verdad sea egoísta esta vez y vaya usted primero, queremos verle —habla un anciano arrugado con dientes postizos—. Dicen que los jóvenes de ahora caen con una gracia magnífica, me gustaría verlo por mi mismo, ¿qué edad tiene?
—Diecisiete señor, y no creo que sea tan lindo como cree, yo caigo de una manera tan tosca que le daría miedo verme. —Intenta bromear él dándole codazos a un señor regordete que se encuentra a su lado, todos le siguen la corriente pero luego se vuelven serios, y en menos de lo que se imagina si quiera el hombre gordo le toma por los hombros y lo arrastra hasta el borde de la puerta abierta.
—Eres un niño extraño, estamos seguro de que no eres uno de los nuestros y sólo vienes a joder un rato, ¿lo comprobamos? 
—Oh... no señor, no, le aseguro que usted...

Pero las palabras finales de los balbuceos incoherentes de Bruno nunca llegan porque su cuerpo está girando en redondo por el aire y la brisa que rosa su rostro y largo cabello le hacen perder la noción de lo que pasa hasta que manchas luminosas comienzan a hacerse presentes con rapidez. Lo lanzaron del metro volador y está a punto de desplomarse en el suelo igual que un huevo cuando cae del nido. La crueldad y falta de humanidad que poseen aquellos que si son de los cuatro son en lo único que el joven piensa, además de que nunca verá de nuevo a sus amigos, pero cuando sus oídos silban y el sonido cesa cuando espera el impacto abre los ojos, sorprendido, dándose cuenta de que un hombre con las características de Jacob Todd le mira con los ojos bien abiertos. 
Bruno está boca arriba y mira al hombre con la cabeza colgando porque al parecer él le frenó de morir terriblemente.

—¿Jacob Todd? —cuestiona inocente el chico.
—El mismo, niño, seguro tu eres de los quintos —observa el hombre bajándolo al suelo lentamente—. No te fíes de ninguno de los cuatros, son crueles en su mayoría, es mejor ser de los quintos.

Y sin más da media vuelta con Bruno pisándole los talones para entrevistarle como se lo habían pedido.
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