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Mensaje por kuchta Jue 18 Feb 2016, 8:43 pm


Isabella

Él era el bronceado rey de los bajos fondos londinenses. Ella era una heredera aristocrática, nacida entre sábanas de satén de una ancestral familia. Sus orgullosos corazones ardían con un fuego que los consumiría a ambos en las brasas de un amor que ninguna sociedad podría permitir y en una pasión que ninguno de los dos sería capaz de negar.

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Mensaje por kuchta Vie 19 Feb 2016, 11:49 pm

isabella 24ypabd
Capítulo 01

Retumba el trueno. Como un gran dardo dentado, un rayo quiebra el firmamento, iluminando con su brillante luz blanca el fangoso camino durante apenas unos segundos. Sin embargo, ese lapso es suficiente para revelar a cinco siniestras figuras a caballo que saltando desde un bosquecillo de robles situado en el recodo del camino galopaban furiosamente hacia la diligencia que se acerca.
—¡Deteneos y entregaos!
El grito aterrador, lanzado en el interior de la noche que la tormenta agitaba, puso lúgubre punto final a lo que había sido para los cuatro ocupantes de la diligencia, un día horrible. Mientras los cuatro pares de ojos se dilataban y sus cuatro espinas dorsales se enderezaban, la orden fue señalada por un disparo de mosquete. La elegante berlina osciló con violencia cuando el cochero, Will, tomado por sorpresa mientras casi dormitaba en el asiento alto, se irguió de pronto, tirando de las riendas en un acto reflejo. A su lado Jonás, el joven caballerizo incorporado al servicio como batidor para esa extraña partida del conde, estuvo a punto de caerse del asiento cuando las ruedas de la diligencia resbalaron en el lodo. Salvándose con un presuroso manotón, buscó a tientas la vetusta escopeta que Will había metido bajo el asiento, en el último minuto antes de la partida. Antes de que su mano hiciera algo más que tocar el frío  metal, se oyó otro disparo de mosquete, cuya bala silbó demasiado cerca de la cabeza del caballerizo, asustándole. Maldiciendo, Jonás se agachó y abandonó toda idea de heroísmo.
Por su parte, Will pensó por un instante en fustigar a los caballos y tratar de huir, pero los animales habían cabalgado ese día desde Thetford y estaban tan cansados como él. En sus instrucciones de conde había dicho con claridad que el viaje no debía llevarles más que un solo día. Su señoría no estaba dispuesto a pagar por la estancia nocturna en un mesón, cuando no era necesario. Deseaba ver a la señora en Londres ese mismo día, el veintiséis de febrero. Will y el resto del personal, así como la propia señora, se habían esmerado entre todos para obedecer las instrucciones del conde, aunque la señora había tenido tan sólo dos días para prepararse para su viaje. Y sin embargo, miren ustedes dónde los había llevado tan elogiable obediencia: a un peligroso encuentro, en un camino oscuro y desierto, con cinco o seis salteadores cargados de mosquetes. ¿Alguna vez había habido un día tan desdichado?
Primero uno de los caballos se había derrengado, lo cual significó que hubo que reemplazar al animal por un caballo de posta, un gasto con el cual no quedaría satisfecho el tacaño conde. Luego había empezado la lluvia, un helado aguacero que convirtió el camino de posta en un lodazal y envió la diligencia resbalando a una zanja. Para poner de nuevo la diligencia en el camino habían hecho falta las robustas espaldas de un agricultor bien dispuesto y su hijo, además de Jonás y el propio Will. Contratiempos que, por supuesto, los habían retrasado más de lo previsto en llegar a Londres. ¡En ese preciso momento eran casi las diez, y allí se presentaba otro retraso!
Tal vez no fuera ese el modo justo de pensar en un ataque de cinco bandidos armados, pero así lo veía Will, al menos en los primeros minutos de sorpresa. Después de todo, en aquel año de nuestro Señor de 1814, cuando Napoleón Bonaparte se desbocaba por todo el continente e Inglaterra estaba privada de casi todos sus hombres, salvo los forajidos, el ser asaltados no era tan inusitado. El anciano pensó, esperanzado, que si coperaban no sufrirían más daño que la pérdida de los objetos de valor de la señora. Y ella, bendita fuese, no era propensa a lamentarse por eso ni a culparlo a él por algo que no podía evitar.
Resolvieron este dilema las figuras que, envueltas en negras capas, surgieron de la oscuridad para rodear la diligencia en movimiento. Evidentemente, lo único que se podría lograr con un intento de escapar sería su propia perdición y la de Jonás. Con una callada y sentida disculpa a la dama que estaba dentro de la diligencia, Will se inclinó ante lo inevitable y detuvo el vehículo. De inmediato, dos de esos pícaros ladrones agarraron las riendas; los caballos, no habituados a un trato tan brusco, se encabritaron entre las varas lanzando agudos relinchos de pavor.
Dentro, Lady Isabella Georgina Albans Saint Just, al detenerse la diligencia, se irguió un poco más en el mullido asiento de raso. La dilatación de sus ojos azules fue uno de los poquísimos indicios de alteración que reveló la dama. Al igual que Will en el pescante, estaba casi adormilada. Al apoyar la cabeza contra el respaldo curvado, la masa de cabello castaño, fino como el de una niña, que le había desagradado desde su primera infancia, se zafó de sus broches, como lo hacía con frecuencia. Mientras ella despertaba pestañeando, unos cosquilleantes pendientes le cayeron fastidiosamente sobre el rostro. Tardó un momento en estar segura de que los ruidos apagados que la habían despertado provenían de afuera del vehículo y eran reales, no parte de algún inquietante sueño.
Si su blanca piel se tornó un poco más blanca al saberlo, la luz de la única lámpara del coche que aún estaba encendida era demasiado trémula para revelarlo. Dentro del vestido de lana azul, pasado de moda por lo simple, su cuerpo de finos huesos permanecía rígidamente erguido, pero inmóvil, mientras ella escuchaba la conmoción exterior. Sus blancos dedos, largos y sutiles, se apretaron un poco sobre el bolso de red que sostenía en el regazo, pero el movimiento convulsivo fue cubierto por la manta que tenía doblada en torno a la cintura. La punta de su lengua se asomó para humedecer unos labios que eran demasiado anchos para ser bellos. Sus fosas nasales se ensancharon al aspirar hondamente, haciendo resaltar por un momento las pecas que le desagradaban desde hacía tanto tiempo y con tanta persistencia como su díscola cabellera.
Luego su respiración se tranquilizó. De la manta surgió una mano, alzándose en un gesto tan automático que no requirió reflexión alguna para apartar de su rostro las hebras descarriadas de cabello. Elevó un momento su afilada barbilla, cuadró sus hombros estrechos y aguardó con aparente sosiego lo que sobrevendría.
—Mi señora, ¿qué…?
Frente a Isabella, viajando de espaldas, Jessup, su criada, flaca y de piel lívida, estaba mucho menos animada. El primer disparo de mosquete la arrancó enseguida de su profundo sueño. Mientras la diligencia se detenía sacudiéndose, ella miraba alrededor desatinadamente,  apretando tanto una mano sobre otra que se le pusieron blancos los nudillos. Su respiración se hizo estridente al captar lo que estaba ocurriendo en la oscuridad, más allá de los límites del vehículo iluminado.
—¡Cálmate, Jessup, hazme el favor! No creo que seas de ninguna utilidad para mí ni para ti misma si sucumbes en pánico.
—Mi señora, mi señora, ¡nos asaltan!, ¡es probable que esos bribones nos violen y nos asesinen! ¡Oh, oh! ¡Pensar que hemos llegado a esta situación!
No era posible tranquilizar a Jessup, que intentaba convencer a su ama del peligro que corrían. En la frente de Isabella apareció una leve arruga de disgusto. Tal temor era contagioso y ella no tenía ningún deseo de perder la calma. Había comprobado que un corazón decidido permitía sobrevivir a casi todas las penurias.
—¡No seas tonta, ellos no tienen ninguna razón para hacernos daño! Son simplemente ladrones. Si les damos lo que quieren se irán en un santiamén. Tengo algo de dinero en mi bolso y tú debes darle mi caja de joyas si lo piden. Si lo hacemos, estoy segura de que no tenemos nada que temer.
Aunque no estaba tan tranquila como aparentaba, Isabella había soportado con fortaleza las muchas vicisitudes sufridas en veintitrés años de vida, y no veía motivo para perder la cabeza por un encuentro que, después de todo, probablemente sería muy breve, aunque por supuesto desagradable. Tenía la certeza de que todo terminaría muy pronto, y entonces en una hora más llegarían a Londres sanas y salvas.
—¡Es inhumano, mi señora, estar tan calmada como lo está usted siempre!  —exclamó Jessup en tono casi acusador. Era obvia su propia agitación ya que casi saltaba en el asiento.
Con la mayor parte de su atención centrada en tratar de escuchar lo que pasaba afuera en vez de la zozobra de su criada, Isabella supuso vagamente que Jessup tenía cierta razón. Casi todas las damas de categoría tenían fama de poseer una sensibilidad exquisita, y ciertamente cualquier dama sensible se habría desmayado en ese momento, cuando fuera de su carruaje sonaban disparos y gritos. Pero ella nunca había tenido mucha sensibilidad, tan sólo un cabal sentido común. La sensata Isabella se lo había oído decir una vez a su padre, describiéndola al hombre que sería, aunque ella no lo sabía en ese momento, su futuro marido. Al rememorarlo, Isabella supuso que la descripción hecha por su padre era mucho más exacta de lo que ella había sabido entonces. De cualquier manera, Isabella no había visto nunca que un despliegue  de emoción desenfrenado sirviese para nada bueno. Por supuesto que todas sus lágrimas y ruegos no habían logrado salvarla de que la casasen con Bernard… ni salvarla del propio Bernard después de la boda. Tras el humillante desastre de aquella noche de bodas, Isabella había jurado que no derramaría más lágrimas. Desde entonces nunca había llorado.
—¡Mi señora…!
Alguien abrió de un tirón la portezuela del coche. En la abertura apareció un hombre que con una mano sostenía la portezuela bien abierta y con la otra blandía una pistola. Hasta Isabella lanzó una ahogada exclamación. Jessup chilló y se encogió contra el enrollado cojín. Afuera, la densa negrura de la noche envolvía todo el misterio, detrás del intruso. Este se erguía, grande y amenazador, en el trémulo charco de luz que emanaba la diligencia. Enmascarado y encapuchado como estaba, Isabella no podía distinguir un solo rasgo ni siquiera una oreja. Lo único que pudo vislumbrar era que se trataba de un hombre algo robusto, no obeso, sino sólido y de estructura perfecta, y que sus ojos, los cuales relucían a través de las aberturas de su máscara, eran de un color pardo duro e intenso.
—¿Lady Isabella? —la miró al hablar, con una voz tan dura e intensa como sus ojos. Isabella sintió la mordedura repentina y fuerte de un verdadero miedo. Ese sujeto sabía su nombre. Pero, ¿cómo era eso posible…?
—Tome, esto es todo lo que tengo —dijo con esfuerzo por la súbita sequedad de su boca, al tiempo que le ofrecía su bolso de mano—. ¡Tómelo y márchese!
—¡No! No se librará de mí tan fácilmente, mi señora.
Su acento sonaba brusco y extraño en los oídos de Isabella, sin las sílabas bien moduladas de la gente culta, ni el suave tono gutural de Norfolk al que ella se había habituado desde su matrimonio. Pero no tuvo tiempo de meditar sobre los orígenes de aquel desconocido. Pese a lo que estaba diciendo, le arrancó de la mano el bolso y se lo metió en un bolsillo bien oculto por la capa que lo envolvía. Luego volvió a mirarla. Aunque no podía ver nada, salvo sus ojos, Isabella tuvo la impresión de que el bandido sonreía. Su sonrisa era maligna… Durante un largo momento se miraron con atención. Isabella tuvo la impresión que sus latidos se hacían más rápidos y que se le encogía el estómago.
—Jessup, dale el estuche de las joyas.
Si sus palabras fueron bruscas, se debía a que era lo único que podía hacer para evitar que le temblara la voz. Cuando los ojos del desconocido se desviaron hacia ella, Jessup palideció, pero buscó el estuche forrado en cuero dentro de su escondite en el tapizado. —Aquí está —dijo Jessup con voz tenue y aguda al ofrecer el estuche al bandido, quien, tomándolo con la mano izquierda, lo sopesó.
—Es un rico botín —dijo con firmeza Isabella.
El sujeto asintió con la cabeza.
—Sí —repuso, evidentemente sin dejarse impresionar por su peso. Luego, por encima de su hombro llamó a uno de sus secuaces, le arrojó el estuche y volvió a fijar los ojos en Isabella, quien tuvo que esforzarse para no estremecerse ante su mirada.
—Ya lo tienen todo, así que pueden partir —dijo con voz sorprendentemente firme.
—No…
Para horror de Isabella, el bandido le sujetó el brazo con una mano grande y carnosa. Hundió los dedos en la blanda carne bajo la manga de la mujer, como si no le importara hacerle daño. En ese momento Isabella supo que aquel encuentro de pesadilla no iba a terminar con rapidez, después de todo.
—¡Suéltame! —clamó, ya verdaderamente asustada, golpeándole el brazo con la mano libre. Para el efecto que logró, igual habría podido golpear un roble con el puño.
Jessup lanzó un grito, agachándose en un rincón al ver que su ama era sacada a rastras de la diligencia.
Solamente la mano que la sujetaba impidió que Isabella cayera de cabeza en el fangoso camino. Sus zapatos se hundieron y su falda se arrastró por el viscoso cieno. Las frías agujas de una lluvia helada le azotaron la cabeza descubierta, mojándola hasta la piel en pocos instantes. Un miedo igualmente frío le helaba el corazón.
Al recobrar el equilibrio, Isabella pudo distinguir apenas a tres o cuatro tenebrosas figuras a caballo que remolineaban en torno a la diligencia. Buscando más lejos con la mirada, descubrió al cochero Will y a Jonás que, atados como pavos en Navidad, yacían entre la alta hierba, junto al camino. No estaban cubiertos y, si se los dejaba mucho tiempo así bajo la lluvia, correrían grave peligro de contraer una inflamación pulmonar o algo peor.
Pero en ese momento Isabella abrigaba temores de un peligro mucho más inmediato, tanto para ella misma como para sus sirvientes. Ningún salteador de caminos que asaltara una diligencia al azar sabría el nombre de su víctima… ni tampoco se tomaría la molestia de amarrar a sus sirvientes. Con el estómago revuelto, Isabella llegó a la ineludible conclusión de que su diligencia no había sido elegida al azar. Esos hombres traían una finalidad…
—¿Qué quiere de mí? —preguntó con voz súbitamente enronquecida. Helada tanto de temor como por la lluvia, se volvió y apartó su cara los goteantes mechones, mirando al secuestrador con toda la dignidad que pudo reunir mientras se esforzaba por reprimir su creciente pánico. Su pavor asumía rápidamente proporciones monstruosas. Instintivamente luchó por mantener la calma. Era la única defensa que le quedaba.
Riendo con ronco sonido, el sujeto la empujó brutalmente por el hombre, dándole la vuelta, haciéndole tambalear y casi caer. Luego le sujetó la muñeca poniéndosela a la espalda para enderezarla de un tirón. Isabella lanzó un grito mientras el bandido le sujetaba también la otra muñeca y le ataba las dos con una correa de cuero. En el instante siguiente, le ató brutalmente sobre los ojos un trapo de agrio olor, cegándola. El terror le hizo subir un sabor amargo a la boca. Lo que esos hombres se proponían no era un simple robo…
Inutilizados sus ojos, su oído se hizo repentinamente más agudo. Sobre los sonidos de la lluvia y del viento, Isabella escuchó un rítmico chapotear que anunciaba la llegada de caballos. Por lo menos dos…
—¿Qué quiere? —volvió a preguntar, ya casi quebrado su coraje.
La única respuesta fue un gruñido. En torno a ella había presencias, caballos y hombres; podía sentirlos, oírlos… Sin aviso previo, la hicieron girar con rapidez. Isabella gritó, se tambaleó. Cortó su grito una tela seca apelotonada que le metieron entre los dientes. La cabeza le daba vueltas, causándole náuseas, cuando en el instante siguiente la alzaron y quedó colgada cabeza debajo de un hombro masculino. El instinto le aconsejaba permanecer totalmente inmóvil mientras el desconocido se alejaba llevándosela, sujetándole los muslos con una mano. A lo lejos,  los alaridos de Jessup al ser sacada a rastras de la diligencia fueron bruscamente acallados por algo que sonó como un golpe. Isabella intuyó que su destino sería el mismo u otro peor si causaba algún problema al secuestrador. De nada le serviría forcejear estúpidamente. Más valía permanecer tranquila de modo que, si se presentaba una ocasión, pudiera usar su ingenio para escapar.  Sería inútil rendirse al pánico que amenazaba con dominarla.
Sin ningún cuidado por sus delicados huesos ni su tierna piel, Isabella se vio arrojada boca abajo sobre una montura. Oyó crujir el cuero cuando un hombre montó detrás de ella. Isabella volvió la cabeza para evitar el olor a caballo y cuero mojados, con la mejilla apoyada en el flanco empapado y estremecido del animal. Luego, con un encogimiento de los músculos, el caballo partió, dando grandes saltos.
Sujeta en su sitio como lo estaba por la mano del bandido, mientras le daba vueltas la cabeza hasta sentir náuseas y se le revolvía el estómago, la verdad de lo que pasaba se presentó a Isabella en un cegador destello: ¡Quién sabía con qué propósito acababan de secuestrarla!
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Mensaje por kuchta Dom 21 Feb 2016, 12:35 am

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Capítulo 02

Tras una desesperante cabalgata por terreno desigual, los caballos —porque su oído le dijo que con ellos iban otros caballos y otros jinetes— se detuvieron por fin. El hombre que iba montado tras ella desmontó, al igual que los demás, pensó ella. Aunque la lluvia había cesado, su olor estaba en todas partes. El frío aumentaba mientras la hora avanzaba hacia lo que debía ser la medianoche.
Más o menos con el mismo cuidado que si ella hubiese sido un saco de cereal, Isabella sintió que la bajaban del caballo y la echaban de nuevo sobre el hombro del sujeto. Este, sin decir palabra, la llevó dentro de lo que ella supuso que sería una casa, a juzgar por los innumerables olores que atacaron sus fosas nasales cuando salió del frío: especias de cocina y fuego encendido con carbón, polvo y sebo y un leve moho cubriéndolo todo.
—¿La traes entonces? —era la voz vulgar y grave de una mujer.
—Ya lo ves.
—Bien, bien… Vaya, qué menuda es ella, ¿verdad? No vestida con tanta elegancia para ser una condesa como pensé. ¿Estás seguro de haber traído a la correcta?
—Ella es la condesa, no hay duda.
—Pues llévala arriba. Tengo lista la habitación.
Isabella fue llevada por un tramo estrecho y empinado de escalera. Sus dimensiones se le hicieron dolorosamente evidentes porque su cabeza golpeó contra el muro varias veces durante el ascenso. Cuando el bandido llegó arriba, dio tan solo unos pasos. Se oyó abrirse una puerta, que él traspuso. Sin previo aviso, Isabella se sintió caer hasta quedar de espaldas sobre un jergón relleno de paja, que le pinchaba. Lo inesperado del hecho le lanzar un grito que la mordaza apagó.
La mujer chasqueó la lengua.
—Ya no hace falta esto, ¿verdad? No hay quien pueda oírla si grita. No hay por qué sofocar a la pobrecilla.
Aparentemente el hombre se encogió de hombros, pues Isabella sintió que le sacaban la mordaza de la boca. Sentía secos e hinchados los labios y la lengua. Cerró la boca, tragando saliva dolorosamente, al tiempo que la daban vuelta de espaldas y le desataban las manos.
—Está toda mojada. Sin duda se alegraría de quitarse esas ropas.
—No veo qué importancia tiene que esté mojada o no. 
—Tú no serás quien la cuide si se pone enferma, ¿o sí? —replicó la mujer.
—Haz lo que quieras —repuso el hombre con evidente indiferencia.
—Además, esas ropas me podrían quedar muy bien —continuó la mujer, estirando una mano para tocar la falda de Isabella—. Es tela de la buena.
El hombre lanzó un resoplido.
—Ah, sí, ¡y también podrías ponerte el vestido si te partieras por la mitad!
La mujer lanzó un grito de indignación. Se oyó una bofetada y un forcejeo a medias juguetón. Isabella, con las manos libres, se dio vuelta cautelosamente, con la esperanza de que ellos estuviesen demasiados ocupados consigo mismos como para fijarse en ella. Instintivamente alzó una mano hacia la venda que cubría sus ojos…
—¡No! —la mano del hombre apartó la suya de un golpe tan fuerte, que a Isabella se le entumecieron los dedos. Luego, tomándole los hombros, la sacudió—. Si vuelve a intentar eso, señora, la azotaré hasta llegar a Londres y aún más. ¿Me entiende bien?
—¡E… entiendo!
El bandido dejó de sacudirla y la empujó en cambio contra el jergón.
—¿Qué está haciendo? —Isabella sintió que él se inclinaba sobre ella y se le detuvo el corazón. El sujeto no contestó nada, pero le sujetó una muñeca y se la alzó encima de la cabeza. Isabella sintió pasar una cuerda en torno a su muñeca; entonces comprendió con angustia que se la estaba atando al armazón de la cama.
—Pero, ¿cómo voy a quitarle el vestido entonces? —preguntó la mujer, decepcionada, mientras a Isabella le amarraban las muñecas y los tobillos.
—Ese es asunto tuyo… Pero no debes desatarla sin que esté yo aquí, ¿entiendes? Si ella se llegara a escapar, te costaría muy caro.
—No me amenaces, grandísimo…
—¿Entiendes? —repitió él con voz súbitamente fría. La mujer calló.
—Sí, sí, entiendo —suspiró luego—. Quizá pueda quitarle el vestido cortándolo… pero, ¿de qué sirve un vestido cortado?
—De todos modos tendrás que cortarlo para ponértelo —repuso el hombre sin ninguna benevolencia. 
A juzgar por los ruidos, ambos se apartaron de la cama. Isabella oyó crujir las tablas del suelo, y después el ruido de la puerta al cerrarse y el chasquido de una llave en la cerradura. Quedó sola a oscuras, atada de pies y manos al armazón de una cama que, sus dedos se lo dijeron, estaba hecha de hierro sólido. Estaba mojada de pies a cabeza, temblando de frío, y más asustada de lo que había estado en toda su vida.
¿Qué le iba a pasar ahora?
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Mensaje por kuchta Dom 21 Feb 2016, 4:02 pm

isabella 211t5vk
Capítulo 03

Al mismo tiempo que las horas del cautiverio se tornaban días, la aflicción física fue para Isabella una compañía constante como el puro miedo. Dos veces al día se la desataba y se le permitía quitarse la venda de los ojos para usar un orinal en relativa intimidad. Para ello se la dejaba sola en el cuarto, mientras uno de los secuestradores —ella creía que era siempre el mismo hombre, el que la había llevado adentro esa primera noche— permanecía en el pasillo, junto a la puerta abierta, hasta que ella terminaba. Cuando quedaba atada de nuevo su venda (cosa que la misma Isabella hacía siguiendo indicaciones del hombre), este volvía a entrar y le ponía en la mano un trozo de pan y a veces un poco de pescado o de carne. Entonces Isabella comía de pie, devorando el alimento. Luego se le permitía vaciar un jarro de agua y se la ataba de nuevo en la misma posición de antes. En cada ocasión sus músculos protestaban a gritos, pero ella no. La indiferencia brutal del sujeto le daba la sensación de que no tendría ningún escrúpulo en sacudirle un golpe en la cabeza si ella le daba alguna causa para hacerlo.
El cuarto donde la tenían cautiva era diminuto, amueblado únicamente con el armazón de hierro de la cama, un desvencijado candelabro y un aguamanil con un cántaro y una jofaina, que nunca se le daba la oportunidad de usar. Todo estaba inmundo, desde el techo lleno de telarañas hasta el polvoriento suelo de tablas. En otras circunstancias, Isabella hubiera temblado ante la idea de acostarse en el mugriento jergón. No lo cubría otra ropa de cama que el harapiento edredón, gris de viejo y de sucio, que le echaban encima para abrigarla. Pese a su mal estado, la protección que daba ese cobertor era bienvenida pensando en las heladas noches pasadas sin que se encendiera un fuego en el ennegrecido fogón de piedra. Temblando, contenta por esa ropa de cama que la habría asqueado en cualquier situación, Isabella sabía que tenía más cosas por las cuales preocuparse que la posibilidad de tener liendres. Por ejemplo, su vida…
La primera vez que desataron a Isabella, la mujer —a quien Isabella había oído llamar Molly— le ordenó quitarse el vestido. Con eso Molly resolvió hábilmente el problema de cortar o no la tan admirada tela. Cuando Isabella protestó tímidamente, diciendo que no tenía nada para ponerse a cambio, le arrojaron al cabo de un rato algo que, a juzgar por su anchura y su escasa longitud, era un vestido de la propia Molly. Era de burdo casimir, en un tono pardo verdaderamente espantoso, y tan grande que podía envolver dos veces a Isabella. La joven lo miró con asco, pero desde su puesto en el pasillo Molly le previno que la desvestirían a la fuerza si no obedecía. Horrorizada ante esa posibilidad, Isabella se quitó las ropas con rapidez —Molly quería “hasta la última bendita costura” — y se puso el sucio vestido de Molly, que su piel raspaba. Apenas si le tapaba las pantorrillas, pero en todos los demás aspectos le quedaba tan enorme y sin forma, que debajo de él Isabella habría podido tener cualquier tamaño. Evidentemente Molly era una hembra de vastas proporciones. A Isabella se le permitió conservar sus botines —Molly no tenía ninguna esperanza de introducir sus pies en el estrecho calzado—, pero nada más. ¡Le fueron quitadas hasta las medias! Con el somero atavío que le quedó después de este trueque, Isabella sufría el frío más aún que antes.
Una vez que se apoderó de las ropas de Isabella, Molly pareció perder todo interés en ella. A veces Isabella percibía su presencia cuando efectuaba alguna tarea en el cuarto, pero la mujer nunca se acercaba a ella ni le hablaba de manera directa. Isabella llegó a creer que su finalidad principal era cocinar para los hombres y ocuparse de sus necesidades en otros aspectos. Aspectos en los que Isabella trataba de no pensar. Aunque su miedo a ser íntimamente atacada por uno de sus secuestradores disminuyó al transcurrir los días sin que esto pasara, la posibilidad siempre estaba en el fondo de sus pensamientos. Si la otra mujer estaba allí para ocuparse de las necesidades carnales de los hombres, Isabella sólo podía estar agradecida por su presencia.
A juzgar por las voces que a veces oía abajo, Isabella pensaba que quienes la tenían cautiva eran por lo menos cinco hombres, posiblemente seis. Los fragmentos de conversación que llegó a oír la llevaron a inferir que exigían rescate por ella. Isabella supuso que, en apariencia, era una candidata ideal: era esposa de un conde, mucho más joven que él, e hija mayor de un duque. Sus secuestradores no debían tener modo de saber cuán tenue era su asidero sobre cualquiera de esos hombres. Su marido admitía francamente que se había casado con ella por su cuantiosa dote, que le había permitido salir de la pobreza a él, un curtido tahúr. Su padre la había casado para complacer a Sarah, su nueva joven duquesa, que en seis años de matrimonio le había obsequiado ya con una descendencia de tres hijos, incluyendo al novísimo infante, su tan esperado heredero, lo cual hizo tan innecesaria como no deseada a Isabella. A ninguno de los dos los entusiasmaría demasiado desprenderse de una suma cuantiosa para recuperar algo que, en primer lugar, no valoraban especialmente.
Aunque Isabella estaba casi segura de que pagarían el rescate. No hacerlo sería embarazoso. Si alguna vez se filtraba la noticia de la suerte corrida por Isabella, una negativa no sería bien vista por el ton. Tal vez Sarah, la joven duquesa, sufriera un ataque por el gasto, pero el dinero sería entregado, así fuese de mala gana. Era posible que se indujese al conde a pagarlo con lo que aún quedaba de la dote de Isabella. Ciertamente esa sería la solución que preferiría Sarah.
De cualquier manera, pese al posible y leve impedimiento de una reyerta familiar, el rescate llegaría sin duda, tarde o temprano. Entonces, lo único que debía hacer Isabella era permanecer tranquila, cooperar con sus secuestradores y no causar molestia alguna, y en poco tiempo quedaría en libertad. Podría continuar su viaje a Londres —aunque aún no lograba explicarse por qué su marido, Bernard, quería tenerla allí— como si nada hubiese ocurrido. O tal vez hasta se le permitiese volver a su casa en Blakely Park. En todo caso, lo único que realmente debía temer era la cólera de su marido si se veía obligado a usar la dote de ella. Lo que más provocaba la ira de Bernard era tener que desprenderse de fondos a causa de su esposa.
El primer indicio que tuvo Isabella de que se avecinaba un cambio ocurrió esa noche, la sexta de su cautiverio, cuando un forajido llegó como de costumbre a soltarla para que comiera y usara la bacinilla. Cuando ella terminó y él volvió a entrar en el cuarto, no comprobó la tirantez de la venda como lo hacía siempre. Agradecida porque se le ahorraba un estiramiento del nudo —que ella había mantenido flojo en diferencia a la jaqueca que le latía en las sienes—, Isabella no se extrañó de ese olvido hasta que el momento en que él estaba atándola a la cama. Volvió la cabeza de costado contra el jergón en callada protesta contra el intenso dolor de sus músculos, obligados a asumir la misma posición inhumana en la cual habían estado estirados seis interminables días. La venda que le cubría los ojos resbaló, e Isabella se encontró mirando el barbado rostro de su secuestrador.
Isabella lo miró fijamente con creciente horror; él la miraba con gesto ceñudo. Se cruzaron sus miradas. Isabella sintió que el pánico le oprimía el pecho. ¿Iba él a matarla, ahora que ella le había visto la cara?
—¡Oh, la luz me ciega! —balbuceó con un terror que agudizaba su ingenio. Rápidamente cerró los ojos, esperando y rezando para que él creyera que el débil resplandor lanzado por la vela que había puesto sobre la mesa de noche bastaba en verdad para cegar a alguien que había estado privada de luz tanto tiempo como ella.
Para su sorpresa, en vez de darle un golpe o atar de nuevo la venda, el sujeto se la quitó de la cabeza y la dejó caer en el suelo, junto al lecho.
—Ya no importa. De cualquier manera esto ha terminado —dijo. Parecía hablar consigo mismo más que con ella. Luego, vela en mano, se volvió para salir de la habitación.
—¿Quiere decir que… entonces han recibido el dinero? ¿Se me dejará libre? —Isabella abrió los ojos de pronto. Con una esperanza súbita y desatinada, vio que el sujeto la miraba por encima del hombro y su rostro de rudas facciones se torcía en una sonrisa que era una verdadera mueca.
—Ah, sí, la dejaremos libre, claro —dijo y se alejó.
—¿Cuándo? —la voz de Isabella se alzó, aguda. ¡Estar otra vez libre…! Sólo entonces, cuando estaba próxima la perspectiva de ser liberada sana y salva, advirtió cuán asustada había estado.
La única respuesta que obtuvo fue un descuidado además del bandido, que salió pesadamente de la habitación, cerrando la puerta al dejarla sola otra vez a oscuras. Allí permaneció Isabella largo rato, inundada de alivio. Pronto estaría libre del terror… ¡Libre!
Luego, con lentitud, arrugó la frente. Su jubiloso aturdimiento se esfumó al darse cuenta de que algo no encajaba del todo bien.
Ella lo había visto con claridad, podría identificar todos y cada uno de sus rasgos. Él lo sabía y no le había importado. ¿Qué le indicaba eso?
Mientras reflexionaba al respecto, Isabella se echó a temblar. Había una sola interpretación posible: ellos habían obtenido en verdad lo que querían, el rescate; pero en vez de soltarla según lo acordado, iban a matarla. Esa era la única solución que tenía alguna lógica. El bandido había tenido tanto cuidado de no dejar que ella lo viese, a él ni a ningún otro, hasta ese momento, cuando todo iba a terminar. Si pensaban dejarla ir, el sentido común imponía que se preocupasen doblemente por ocultar sus identidades. Una vez libre, ella podría acudir a las autoridades e identificarlos. Si eran atrapados, ciertamente pasarían mucho tiempo en la cárcel. Hasta podrían ser ahorcados.
Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba Isabella de hallarse en lo cierto: a ese hombre no le importaba que ella le hubiese visto la cara porque ya habían decidido matarla.
Su corazón pareció detenerse. Casi no podía respirar. Atada de pies y manos, estaba indefensa para resistirse de alguna manera.
En cualquier momento ellos podían entrar y matarla de un tiro o estrangularla o asfixiarla con una almohada o…
El pánico nubló su mente, impulsándola a retorcerse desatinadamente sobre la cama. Frenéticamente se sacudió contra sus ligaduras, sin importarle que la cuerda le cortara la carne de las muñecas y los tobillos, pataleando y retorciéndose con todas sus fuerzas, tratando de soltarse. El armazón del lecho golpeó contra la pared…
—¿Qué ocurre aquí?
Su secuestrador estaba de vuelta, mirándola con ira desde la puerta abierta, con la vela en alto para observar los frenéticos movimientos de la joven. Hasta ese momento había sido una prisionera ideal, que no causaba molestias con la esperanza de que su docilidad les hiciese fácil dejarla ir cuando llegara el momento. Ahora ella sabía que ese momento nunca llegaría. Tampoco esta vez él se había molestado en ocultarse la cara. Isabella se quedó un momento inmóvil, luchando contra el pánico. ¡Tenía que pasar!
Lo miró con ojos desorbitados, agitado el pecho por un terror que se esforzaba por controlar. ¿Adivinaría él que ella se había dado cuenta de lo que se proponían hacer? En tal caso, ¿la mataría en ese momento? No podía permitir que la consumiera el pánico. Si lo hacía, no le quedaría ninguna posibilidad. Tenía que haber algo que ella pudiera hacer, alguna manera…
—He dicho, ¿por qué alborota tanto? —insistió el sujeto, entrando en la habitación.
El amarillento resplandor de la vela inundaba la cama. Encima de ella, el rostro del forajido parecía el de un demonio amenazador. Isabella casi no pudo contener un grito.
No podía ceder al pánico. Su ingenio era la única arma que tenía.
—Hay… hay un ratón en la cama —declaró ella con voz chirriante, causada por un verdadero pavor. La inspiración le había llegado de la nada. Se dejó dominar por ella, esperando, rogando—. ¡Oh, por favor, se está metiendo en la ropa de la cama! ¡Tiene que ayudarme!
Con desesperación, empezó a retorcerse de nuevo, sacudiéndose, pataleando y lanzando chillidos de miedo. El armazón de la cama volvió a golpear la pared, resbalando sobre el suelo polvoriento. Con mal gesto, el sujeto se acercó. —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh!... ¡Lo tengo debajo! ¡Oh!
—Ah, por amor de Dios —murmuró el sujeto mientras ponía en candelabro sobre la mesita de noche.
Isabella siguió lloriqueando y pataleando mientras él se inclinaba para desatarle los tobillos. Cuando quedaron libres, ella dio patadas violentamente a las ropas de la cama, haciendo una elogiable imitación de una frívola mujer enloquecida de miedo por un pequeño roedor.
—Quédese quieta o le…
El bandido acompañó la amenaza con un gruñido mientras le desataba las manos. Isabella saltó del lecho, temblando visiblemente, mientras él la miraba enfadado para luego fijar su atención en el arrugado edredón.
Ese era el momento, la única oportunidad que podría tener. Debía inmovilizar a ese hombre corpulento y robusto que tenía fácilmente el doble de su tamaño… pero ¿cómo?
—Yo no veo ningún ratón —dijo el bandido, tocando el edredón con cierta cautela.
Isabella fijó su mirada en el mugriento cántaro que había en una jofaina igualmente mugrienta sobre el aguamanil, a no más de un paso, a su izquierda. El sujeto aún estaba inclinado sobre la cama, pero ahora volvía la cabeza para mirarla de nuevo.
—Usted…
Isabella nunca supo qué iba a decir el sujeto. Fortalecida por el terror, bajó con violencia el cántaro sobre un lado de la cabeza del hombre. El cántaro se hizo trizas. El bandido pestañeó una sola vez, mientras ella lo miraba horrorizada, con el miedo espantoso de haber logrado tan solo irritarlo, de que él se enderezara con toda su espantosa estatura y la asesinara allí mismo.
Entonces él se desplomó como un globo sin aire, extendiéndose de bruces sobre la cama.
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Mensaje por kuchta Dom 21 Feb 2016, 4:45 pm

isabella Dxg2fo
Capítulo 04

Por un momento, Isabella quedó paralizada. Pero sólo por un momento. No tenía idea de cuánto tiempo permanecería inconsciente el forajido, aunque no creía que fuese mucho. ¿Acaso debía amarrarlo? Era una tontería desperdiciar un tiempo precioso, especialmente cuando ella dudaba de que cualquier nudo que atara lo sujetase. Su mejor uso de esos preciosos minutos sería huir en la noche.
Isabella corrió a la puerta, se detuvo y escuchó. Podía oír voces que sonaban abajo. Por supuesto, allí debían de estar los demás hombres, y Molly también. Si su guardián no se presentaba pronto, uno de ellos iría sin duda a buscarlo.
Pensando en eso, Isabella cerró la puerta e hizo girar la llave en la cerradura. Sobre la cama, el bandido gimió y se movió. Isabella, cuyo corazón latía con fuerza, volvió corriendo a su lado. ¡Se estaba despertando!
Apoderándose del candelabro que el bandido había traído consigo, apagó la llama. Luego, cuando él alzó la cabeza y volvió a gemir, ella se mordió los labios con tal fuerza que los hizo sangrar y le asestó un fuerte golpe en el dorso del cráneo.
El forajido se desplomó como una piedra.
Salir por la puerta y atravesar la casa era imposible. Quedaba entonces la ventana.
Después de aporrearlo por tercera vez con el candelabro para mayor seguridad, Isabella se acercó a la ventana. Estaba muy alta, era estrecha y la cubría una gruesa capa de polvo.
Implorando que se abriera, Isabella tiró del bastidor. Por fin este se movió dos centímetros, tres, con mucha resistencia. Finalmente la joven logró forzar una abertura lo bastante ancha como para permitirle pasar a duras penas.
El bandido volvió a gemir. De la frente de Isabella brotó un frío sudor. Corrió de vuelta a la cama, alzó en el aire el candelabro y lo bajó con violencia sobre el cráneo del forajido por cuarta vez. En esta ocasión el golpe fue tan duro que la cabeza del hombre rebotó contra el colchón.
El sujeto no emitió ningún otro sonido mientras Isabella regresaba a la ventana y se escabullía afuera. Sólo cuando sus pies colgaban muy por encima del suelo comprendió Isabella a qué altura se hallaba. La casa era un destartalado cortijo de dos plantas; el suelo se alejaba en declive desde los cimientos, haciendo que la pendiente pareciese mucho mayor de lo que era en realidad.
No quedaba otra alternativa. La joven tenía que soltarse y rezar para que no se le rompiese una pierna o el cuello. Conteniendo el aliento, retrocedió serpenteando hasta que sólo quedaron su cabeza y sus hombros dentro de la habitación. Con otra callada plegaria y una última temerosa mirada a la figura inmóvil sobre la cama, se meneó por última vez hasta que su cuerpo entero quedó colgado de la ventana mientras se aferraba al antepecho con ambas manos.
El borde del antepecho se le clavaba en las palmas. Sentía una presión tremenda en los hombros. No podría permanecer mucho tiempo colgada. Sin embargo, tuvo un miedo súbito y desesperado de soltarse.
Dentro de los botines blancos, sus pies buscaron desatinadamente dónde apoyarse. No encontraron nada. El viento la azotaba, haciendo oscilar su cuerpo…
Isabella se arriesgó a mirar abajo. Fue una equivocación. Aún a través de los puñados de niebla, que flotaban cual fantasmas en la oscuridad, pudo ver que el suelo estaba lejos, muy lejos, tachonado de cosas que parecían piedras, y sin un arbusto siquiera que detuviese su caída.
Al otro lado de la ventana se oyó un gemido. Isabella se soltó. Aterrizó de pie con tremenda energía; luego cayó hacia delante, de rodillas. Sus piernas, protestaron a gritos… pero respondieron. Sin perder un segundo siquiera, la joven se alejó de la casa velozmente.
Detrás de ella no se oían ruidos de persecución. Lanzó una mirada de angustia hacia la ventana iluminada en el frente de la casa; luego huyó hacia la línea de árboles que marcaban el límite del patio. Un paso apenas la separaba del bosque, mientras con la falda subida hasta las rodillas desnudas corría como una liebre perseguida por lebreles. Súbitamente una alta silueta salió de las sombras para alzarse frente a ella. Isabella gritó.
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Mensaje por kuchta Dom 21 Feb 2016, 8:05 pm

isabella Bi3pkz
Capítulo 05

—¡Vamos, calla! ¡Basta, muchachita, no chilles!
Pero esas palabras susurradas bien habrían podido ser dichas en árabe según la atención que les prestó Isabella. Totalmente enervada, la joven dejó escapar otro grito desgarrador antes de que el desconocido la sujetara y le tapara la boca con su mano.
—¡Maldita sea, hazla callar, Paddy! ¿Por qué no enviamos simplemente una banda de música para anunciar nuestra llegada y terminar de una vez?
Esa orden y el murmullo disgustado que la siguió vinieron de otro hombre, no tan alto ni corpulento como el primero, pero lo suficiente como para intimidar a Isabella. Como el primero, este pareció materializarse simplemente desde el umbrío bosque.
Atrapada por unos brazos enormes que la apretaban contra un pecho tan ancho que parecía pertenecer a dos hombres juntos, Isabella supo que estaba derrotada. Se quedó inmóvil, los ojos muy abiertos de pavor, encima la mano del tamaño de un jamón que le cubría casi toda la parte inferior de la cara, además de la boca. De espaldas al primer hombre, no podía obtener ninguna impresión de él, salvo su enorme tamaño. Pero aún a la luz vacilante de la luna menguante, filtrada por la niebla, Isabella podía ver que el segundo hombre llamaba la atención. Era alto, de hombros anchos y duro aspecto, con una arrogante inclinación lateral de cabeza de rasgos tan perfectos como una antigua moneda griega. Su cabello era de un dorado leonado, un poco ondulado y sujeto en la nuca y, si Isabella no se equivocaba, si la fragmentada luz de la luna no engañaba a sus ojos, los de él eran del mismo color dorado leonado que su pelo.
Otro hombre más se les sumó, y luego otro. Cinco hombres en total. La miraban fijamente con diversos grados de suspicacia y hostilidad. El hombre de los ojos dorados los paseaba por el cuerpo de la joven de una manera aviesa y especulativa que atemorizó a Isabella. Como si estuviese pensando la mejor manera de deshacerse de ella...
Con una horrible sensación de catástrofe, Isabella hizo frente al hecho de que había sido capturada una vez más. ¿Cómo se habían enterado de su fuga? ¿O no se habían enterado? Habría podido jurar que por lo menos tres de los bandoleros estaban abajo cuando ella salió por la ventana. Y el cuarto hombre, su guardián, ciertamente no se las habría podido arreglar para adelantársele y esperarla, oculto en el bosque. ¿Eran entonces más de los que ella creía? ¿Acaso esos hombres eran guardias que vigilaban en el bosque? Sin embargo habían temido que su grito alertara a los ocupantes de la casa...
Quiénes fueran no importaba. Sobrevivir, sí. Isabella abrió la boca para preguntarles sus intenciones hacia ella, pero lo único que brotó de atrás de esa mano que la asfixiaba fue un lloriqueo sin palabras.
—¡Paddy! —fue una brusca advertencia para que la mantuviesen callada, pronunciada por el hombre de los ojos dorados en un ronco susurro.
—Quédate quieta, muchachita —las palabras murmuradas en su oído transmitieron un toque de súplica, además de una clara advertencia.
Imposible zafarse; ella estaba indefensa como una niña contra él. Pero él parecía estar utilizando muy poco de lo que, ella estaba segura, era su enorme fuerza. Era como si procurara no dañarla, como si fuese deliberadamente comedido con ella. ¿Se apenaría acaso cuando el otro hombre le ordenara quebrarle el cuello Aunque así fuera, Isabella supo instintivamente obedecería sin objeciones. La autoridad del hombre de los dorados había sido evidente desde el momento de su aparición. El gigante y los demás hombres harían lo que él dijera.
—Cristo, ¿qué hace una maldita hembra en este bosque de noche? ¡El poblado más cercano está a siete kilómetros! ¡Demonios!, ¿qué vamos a hacer con ella?
El hombre de los ojos dorados dirigió estos feroces murmuros tanto a sí mismo como a Paddy, pero Paddy respondió:
—Podríamos dejarla ir...
—Sí, ¿para que se ponga de nuevo a gritar, o tal vez se escabulla para avisar a Parren y sus hombres de nuestra presencia? ¡Mira cómo está vestida! Sin duda no es una doncella honesta. Lo más probable es que sea una mujerzuela perteneciente a uno de ellos —fijó en Isabella aquellos ojos. Ella le miró con los suyos, enormes, encima de la mano de Paddy, que la silenciaba. El hombre de los ojos dorados puso mal gesto—. Si gritas, Paddy te romperá el cuello como una ramita. Va a quitar su mano de tu boca y tú vas a contestar algunas preguntas. Si tus respuestas son veraces, pues, quizá te dejemos ir.
Por su tono, Isabella se dio cuenta de que él no tenía ninguna intención de dejarla ir. Pero no podía dejarle entrever que sabía eso. Movió la cabeza aceptando sus condiciones.
A una señal del hombre de los ojos dorados, Paddy alzó lentamente la mano de su boca. Isabella aspiró profundamente. Paddy la sujetaba como antes, pero al menos podía respirar otra vez.
—¿Cuántos hay en la casa?
La pregunta le fue lanzada como una bala. Isabella tragó saliva para humedecerse la seca garganta y también para tomarse tiempo para pensar. Respondería las preguntas lo mejor que pudiera, mientras no se refirieran a ella misma. Evidentemente ellos no tenían idea de quién era. Si sabían siquiera que Lady Isabella Saint Just había sido secuestrada, evidentemente no la relacionaban con la dama. El espantoso vestido de Molly los había despistado. Hasta que supiera mejor qué pasaba, le convenía más guardarse su identidad. Para este grupo de bandoleros como para el otro, ella bien podía ser nada más que una presa valiosa.
—¿Y bien? —insistió el desconocido con ceño más feroz aún.
Isabella lo miró con una expresión que, según esperaba, era cándida.
—Cinco, creo.
—¿Quiénes son?
—No... no sé sus nombres. Tres o cuatro hombres y una mujer. Creo que le llaman Molly.
—¿Qué hacías huyendo de la casa en plena noche?
—Estaba... estaba asustada. Quería... quería irme a casa —esa era la verdad, nada menos. Aprovechando un súbito parpadeo del desconocido, ella continuó de prisa—. Si me dejan ir, me iré a casa y nunca los volveré a molestar, ni diré a nadie que los vi. Les doy mi palabra.
—¿Por qué estabas asustada? —volvió a recorrerla con la mirada y su entrecejo se frunció. Hizo caso omiso de la última parte del discurso de la joven, esperanzado y anhelante—. ¿Acaso te han violado?
—¡No! —fue una negativa indignada, emitida sin pensar siquiera, mientras la cara se le ponía escarlata de turbación. Un caballero nunca abordaría tal tema con una dama. Pero, por supuesto, era obvio que él no era ningún caballero... y no sabía que ella era una dama. Aunque, pensó ella, tampoco habría cuidado su manera de hablar si lo hubiera sabido.
—Estás desnuda bajo ese vestido. ¿Por qué?
—¡Yo no estoy...! ¿Cómo se atreve a...? ¡Oh! —este último había sido un chillido, lanzado cuando él, sin hacer caso de su aturdida negativa, tendió una mano y la apoyó en su pecho.
El contacto fue fugaz, pero el pezón de Isabella, ya endurecido por el frío que había penetrado mucho antes la delgada tela, reaccionó al repentino toque cálido como un soldado en posición de firme. Con una sacudida, Isabella se apartó, aunque el callado abrazo de Paddy limitaba severamente sus movimientos. Pero el retroceso instintivo era innecesario. El desconocido ya apartaba la mano, con pausada indiferencia tanto hacia la humillación de la joven como a su reacción.
—No tienes ni una puntada bajo tu vestido. Huías corriendo de la casa, semidesnuda, y dices que estabas asustada. ¿Eres la mujerzuela de Parren? He oído decir que es brutal con las mujeres.
—¡No!
El otro lanzó un sonido impaciente.
—Supón que me dices quién eres entonces, y qué hacías huyendo de la casa sin más rodeos. Y te lo advierto, tengo muy poca tolerancia con las mentiras o con los mentirosos.
Isabella vaciló mirándolo con unos ojos enormes. Aunque le fuera en ello la vida, no podía afirmar que era una criada o algo parecido. Intuía que él sabría que ella estaba mintiendo tan pronto como abriera la boca.
Ante su silencio, se endureció el brillo de los ojos del desconocido, que miró a Paddy por encima de la cabeza de la joven.
—Esto es una pérdida de tiempo, y de eso tenemos muy poco si queremos estar de vuelta en Londres al amanecer, pero no es posible dejarla ir. Llévala de vuelta al bosque y mantenla callada.
—Sí...
El hombre de los ojos dorados se volvió sin una sola mirada más a Isabella. Los demás, salvo Paddy, que aún la mantenía inmóvil, lo siguieron.
—Vamos, sé buena y no tendré que hacerte daño.
Paddy aflojó su abrazo para tomarle la mano y arrastrarla hacia el bosque. Isabella fue dócil hasta quedar dentro mismo de una colgadura que la protegía. Entonces se le ocurrió pensar que, si alguna vez iba a escapar, ahora era el momento, cuando Paddy la sujetaba casi con delicadeza y tenía la mirada fija en el sendero.
Tenía que escapar por segunda vez. No haría falta más que un poco de astucia...
Fingiendo tropezar con una raíz que se alzaba en el sendero, cayó de rodillas. Paddy bajó la mano con que la sujetaba. Tan pronto como él la soltó, ella echó a correr, alzándose las faldas y volando por el sendero con una rapidez que la caracterizaba desde que era una niña.
—¡Vuelve aquí, mujer! ¡Rayos y centellas! —Paddy la perseguía ruidosamente entre los árboles. Isabella tuvo la esperanza de que fuese lento, debido a su gran tamaño.
Su cabellera ondulaba tras ella como un estandarte. Su corazón latía con violencia. La pálida luz de la luna no penetraba los árboles, haciendo al bosque tan oscuro como una caverna. Una rama le arañó el rostro; la joven se agachó y lanzó un grito. Detuvo su andar, pero no titubeó más que un instante. En ese instante, sin embargo, percibió ruidos de pasos que corrían tras ella. Eran demasiado ligeros y demasiado veloces para pertenecer a Paddy.
Isabella volvió la cabeza para lanzar una mirada asustada por encima del hombro, cuando una mano se enredó en su cabellera, dio un tirón y le hizo perder el equilibrio. En un acto reflejo, la joven gritó con un sonido penetrante como un silbido en la noche tranquila, al tiempo que era arrimada con fuerza al ancho pecho de un hombre. De inmediato un férreo brazo le rodeó la garganta, ahogando el sonido despiadadamente, cortándole el aliento. Al aspirar en busca de aire, el olor a cuero, a ron y a tabaco le llenó las fosas nasales. El hombre la sujetaba con tal fuerza que los botones de su chaqueta se hundían en la espalda de Isabella. Ésta forcejeó, manoteando el brazo que iba a dejarla sin vida, pero en vano. Aún antes de mirar hacia arriba y ver los ojos dorados que la miraban con furioso resplandor a través de la oscuridad, supo quién era. Lo supo y quedó súbitamente inerte.
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Mensaje por kuchta Dom 21 Feb 2016, 11:56 pm

isabella 9td6s7
Capítulo 06

—Zorra impertinente. Si vuelves a gritar te romperé el cuello de una vez por todas, ¿entiendes?
La voz del desconocido perdió parte de su tersura debido a la furia. Isabella comprendió que, fuera quien fuese, no era ciertamente ningún gentil hombre. Su hablar tenía un trasfondo de los barrios bajos londinenses, un acento de la calle. La joven se irguió, manoteando otra vez el duro brazo que amenazaba estrangularla; entonces él dejó de apretarle la garganta.
Isabella aspiró hondo mientras llegaba Paddy en ruidosa carrera por la senda. Cuando vio a los dos se detuvo tragando aire a bocanadas, con el pecho agitado.
—Lo siento, Alec —murmuró el grandote acercándose a ellos; parecía tan avergonzado como exhausto—. Menos mal que tú eres más rápido que yo para correr.
Alec lanzó un resoplido, pero lo que habría podido decir como respuesta fue interrumpido por un susurro de otro de sus hombres, que llegó al galope por la senda detrás de Paddy.
 —Algo está ocurriendo en la casa —siseó.
Alec se tensó y empujó a la joven hacia Paddy.
—Sujeta bien a esta condenada mujerzuela, ¿quieres? Ya no tengo tiempo de perseguirla por ti.
Dicho esto, se internó en el sendero con el tercer hombre, que trotaba tras sus talones como un perro domesticado.
Paddy envolvió con su enorme mano la muñeca de Isabella.
La joven quedó encadenada a él tan sólidamente como con un brazalete de hierro. Era evidente que él no pensaba dejarla escapar otra vez. Isabella no lo culpaba mucho por ello. Aunque apenas acababa de conocer la ira de Alec, eso bastaba para atemorizarla.
—Lo que has hecho no fue honesto —murmuró Paddy en tono de reproche, arrastrándola consigo al sendero.
Se detuvo al abrigo de los árboles, cerca de donde se hallaba Alec con los demás hombres, observando fijamente lo que pasaba en la casa. Isabella, que se detuvo a su lado tambaleante, no tuvo más remedio que observar también aquella súbita avalancha de actividad.
Ya fuese alertada por sus gritos o por algún otro medio, era evidente que la gente de la casa acababa de enterarse de la fuga de Isabella. De pie frente a la casa, un hombre miraba a su alrededor desesperadamente, sosteniéndose la cabeza. A los pies, en el suelo, había una lámpara encendida. Otros dos hombres provistos de lámparas recorrían el terreno, mientras que otro más se hallaba cerca del primero, que gritaba de furia.
—¡Ella escapó! ¡La zorra escapó! Rayos y centellas, ¿qué vamos a hacer ahora?
—¡Encontrarla, eso vamos a hacer! Grandísimo zoquete, ¿cómo has podido dejar que esa aristócrata flacucha se te escapara? ¡Te costará el cuello si él descubre que la hemos dejado huir!
—¡Es que me engañó!
—¡Bah! ¡Tienes tanto cerebro como un sapo, Harris, de eso no hay duda! ¡Todos vosotros, dispersaos y buscadla! ¡No puede haber llegado lejos!
Isabella comprendió de pronto que, en efecto, había lo grado huir de esos criminales. Evidentemente ellos no tenían idea de que en el bosque había otro grupo de hombres que observaban todos sus movimientos. Los hombres que la tenían cautiva no formaban parte de la banda de sus secuestradores iniciales. ¿Quiénes eran, entonces? ¿Tal vez un contingente de rescate, contratado por su padre o por Bernard? Desechó instantáneamente esa idea. Fueran quienes fuesen o lo que fuesen, ella no creía que estuviesen del lado de las autoridades. Si en verdad habían venido para rescatarla, habría tiempo suficiente para comunicarles su identidad. Sonrió al pensar en la consternación de Alec cuando comprendiera cómo había lastimado e insultado a la esposa o la hija de su patrón. El arrogante sujeto merecía un castigo... Pero luego su sonrisa se esfumó. Con la mejor voluntad del mundo, no creía que él hubiese ido a rescatarla.
Alec salió de entre los árboles a campo abierto. La pálida luz de la luna plateaba su cabello. Con la casa, ahora bien iluminada, como telón de fondo, se lo veía en silueta, de espaldas la joven. Isabella vio que una cinta negra le sujetaba el cabello y que era ancho de hombros y enjuto de caderas. Parecía relativamente bien vestido, con una levita y unos pantalones elegantemente ajustados que ceñían sus largas y musculosas piernas. Las polvorientas botas le llegaban casi hasta las rodillas y llevaba una pistola en la mano derecha.
La mirada de Isabella se clavó en esa pistola. El corazón le volvió a latir con rapidez al ver que los tres hombres que lo seguían también iban armados y preparados.
De la casa salió otro hombre, seguido por Molly, lo cual hacía un total de seis. Ahora cada uno llevaba consigo una lámpara.... y una pistola.
—Dispersaos y halladla. Pero no gritéis, salvo que debáis hacerlo. Él no quiere desorden. Ni sangre.
Isabella reconoció la voz. Pertenecía al hombre que la había sacado a rastras de la diligencia, y ahora le causó escalofríos.
Evidentemente él era el jefe. Pero, ¿quién era ese "él" a quien aquel hombre se refería? ¿El jefe definitivo? ¿Acaso... i Horror!... Alec? ¿Había habido alguna reyerta entre los ladrones? Eso parecía más probable que la posibilidad de que él fuese el líder de un contingente de rescate benefactor.
—Buenas noches te doy, Parren.
Excepto por la dureza subyacente en estas palabras, Isabella casi habría descrito como afable la voz de Alec. En el hombre que acababa de salir de la casa, el efecto fue inmediato. Inmovilizándose, giró hacia el que hablaba como si hubiese oído una voz surgida del paraíso... o del infierno. Los demás hombres también se volvieron con rapidez.
—¡Huesos de Dios, si es el Tigre!
—¡Mal rayo nos parta!
—¡Os había dicho que él era vidente!
—¡Callad! —quien exclamó esto último fue el hombro que había sacado a Isabella de la diligencia... Parren lo había llamado Alec.
Ellos reaccionaron acercándose con cautela a su jefe, quien permaneció quieto como un conejo amenazado por una serpiente mientras Alec iba hacia él. Aunque la oscuridad imposibilitaba a Isabella ver la expresión del robusto Parren, su posición tensa hacía obvio su temor. De pronto la lámpara que sostenía pareció vibrar. lsabella se preguntó si le temblaba la mano.
—Yo, eh, no esperaba, eh...
Con la mirada fija en Alec, Parren parecía estar totalmente alterado.
—¿Pretendes decir que no esperabas verme tan lejos de Londres en una noche tan hermosa? ¡Vaya, Parren, qué miope eres!
La voz de Alec era pura seda, tan tersa que si no la hubiese oído antes, Isabella habría podido confundirlo con un gentil hombre después de todo. Pero algo siniestro, oculto bajo la superficie, hizo estremecerse a la misma Isabella. La lámpara que sostenía Parren volvió a sacudirse.
—Nosotros... nosotros nunca pensamos birlarte tu parte, Tigre. Te... te lo juro. Te la hubiéramos dado tan pronto volviésemos a Londres... Pero el caballero que nos encomendó la tarea tenía muchísima prisa y...
La voz de Parren se apagó mientras Alec... ¿el Tigre?... sacudía la cabeza casi con pesar.
—Pero sabes cuánto me gusta ser informado de estas cosas por adelantado. Temo que hayas cometido un leve error de criterio, Parren. Y eso te costará caro. Muy caro.
—¿Cuánto? Demonios, Tigre, puedes llevarte la mitad de nuestro pago...
 —Lo quiero todo.
—¿Todo? —fue un graznido de protesta.
 —Y a la dama también. Viva.
—Pero... pero ya hemos hecho un trato con su padre y recibido nuestro dinero. Y además fue un trabajo muy duro... Créeme Tigre, ya no habrá más pago por esa mujer.
—No hay trato que se haga desde Londres, salvo que yo lo apruebe. Tú lo sabes —afirmó Alec. Parren calló—. No has debido tratar de estafarme, Parren. Eso no me agrada. Pregúntaselo a cualquiera. Pregúntaselo a Harry Givens.
—Pero si él ha reventado.
—Está muerto, ¿verdad? Y así vas a estar tú si te vuelvo a ver alguna vez. Mucho me temo que desde ahora en adelante deberás hacer tus trabajitos sucios en otra ciudad, Parren. Londres se acaba de cerrar para ti.
—¡No puedes hacer eso! ¡Demonios, ni siquiera eres dueño de la ciudad!
—¿Que no? —la voz de Alec fue como un ronroneo. Casi con desidia, alzó la pistola; detrás de él, sus hombres hicieron lo mismo de inmediato.
En el aire, la tensión era palpable. En el repentino silencio, Isabella creyó oír un chasquido metálico...
—¡Cuidado!
De pronto Parren dejó caer su lámpara. Isabella seguía con la mirada su trayectoria descendente cuando se oyó otro ronco grito y la brusca detonación de una pistola.
Con una maldición, Paddy la empujó hacia el bosque.
—¡Corre, mozuela! —le gruñó. Luego, extrayendo de la pretina dos pistolas, echó a correr hacia el campo. Hubo más gritos, más pistoletazos. Cuando Paddy salió del bosque disparando sus pistolas, Isabella advirtió que Alec yacía de bruces en el suelo escarchado. Los demás hombres se habían parapetado en el bosque o, como Alec, yacían extendidos a campo abierto.
"Corre", había dicho Paddy. Isabella no necesitaba más apremio. Alzándose la falda sobre las piernas, huyó veloz mientras las detonaciones y los gritos desgarraban la noche.
Saltaba por encima de un tronco podrido que le obstruía el camino cuando algo la golpeó con la fuerza de una coz de mula entre los omóplatos.
La joven lanzó un grito al tiempo que la fuerza del impacto la hacía girar. Instintivamente torció una mano, buscándose en la espalda el sitio donde el ardiente dolor se extendía. No pudo alcanzarlo, pero algo húmedo le empapaba la espalda del vestido. Sus dedos tocaron algo caliente, húmedo y espeso. Al retirarlos, observó espantada el líquido oscuro que los teñía.
"Vaya, estoy herida", pensó con horror antes de desplomarse sin sentido en el suelo.
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Mensaje por kuchta Mar 23 Feb 2016, 11:35 pm

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Capítulo 07

Alec Tyron se puso de pie, sacudió el polvo de sus pantalones de montar y se irguió para mirar con fría indiferencia el cuerpo de Cook Parren. El imbécil nunca tendría que haber intentado burlarse de él. Otros lo habían intentado antes y casi todos lo habían pagado con sus vidas, como Parren.
Alec no se había elevado hasta reinar sobre el ruin bajo fondo de Londres gracias a su jovialidad ni a su notable aspecto. Había hecho falta un hombre fuerte, despiadado y sagaz, para trepar hasta el puesto de gobernante del distrito Spitafields-Whitechapel-Kesington. Al pensar en ello, una sonrisa se esbozó en sus labios. Realeza, eso era él. Por lo menos de la variedad rata de barrio. Rey de Whitechapel. Quizá debería conseguir una corona.
—¿Por qué sonríes? —llegando a su lado, Paddy arrugó la frente.
Paddy era de los que iban a la iglesia, nada preparado para esa vida de dominar a los carteristas, asesinos, bandoleros y prostitutas entre quienes se encontraba. Paddy tenía conciencia y una moral muy molesta que Alec, con su ingenio más rápido, había tenido que eludir durante casi toda su vida. Paddy y él andaban juntos desde la época en que ambos eran mugrientos pilluelos semidesnudos que vagaban por las calles de Londres haciendo lo que podían a cambio de mendrugos que les permitieran sobrevivir. Ambos se habían complementado; Paddy con su enorme tamaño y sus músculos colosales, y Alec, pese a ser algunos años más joven, con su agilidad mental. Esa combinación de mente y músculo era lo que los había llevado donde estaban. Y esa combinación de mente y músculo los iba a mantener aquí. Aparte de él mismo, Paddy era el único ser humano en el mundo en quien Alec confiaba totalmente.
—¿Dónde está la aristócrata... la dama? —preguntó Alec. 
Se había esforzado mucho y durante mucho tiempo para librarse de la jerigonza callejera, pero a veces se le escapaba. Esto solía ocurrir en momentos de tensión, y siempre quedaba gravemente desilusionado consigo mismo cuando le pasaba. Los hábitos del habla marcaban a un hombre, lo rotulaban tan claramente como el desaseo o una actitud rastrera. Para elevarse sobre los más viles, la clase en la cual él había nacido, había sido necesario cambiar su modo de hablar, además de casi todo lo suyo. Y lo había hecho a costa de grandes esfuerzos. Pero todavía, cuando él menos lo esperaba, solían aparecer indicios de sus orígenes, para su secreta vergüenza.
—¿La mozuela? Cuando empezó el tiroteo, le dije que huyera. Te vi caer y pensé que tal vez Parren te habría enviado por fin al otro mundo.
—De ninguna manera... Y ahora comprendo que esa mozuela es la mismísima dama a quien vinimos a buscar. 
—¿Qué? —exclamó Paddy, escéptico.
—Parren y sus hombres la han perdido, nosotros la hemos encontrado. De cualquier manera, ¿cuántas mujeres crees tú que andan corriendo de noche por estos bosques?
—No parecía ninguna dama de las que yo haya visto jamás. No era... no era lo bastante elegante —insistió Paddy, mirando a Alec con gesto dubitativo.
Alec sacudió la cabeza, guardó su pistola y se arrodilló junto al cuerpo recostado de Paddy.
—Grandísimo patán, son las prostitutas las que usan vestidos elegantes y perfumes. Las damas... las damas de verdad, las de nacimiento... no se visten así. Se arreglan con mucha sencillez.
—Ella vestía con sencillez, sin duda —empezó a sonreír Paddy—. Le has puesto la mano encima...
—Sí, en fin, pensé que era una mujerzuela —respondió Alec. El recuerdo de la sensación causada por aquel pecho pequeño con su pezón erguido contra la palma de su mano lo puso incómodo de pronto. Apartando la vista de Paddy, miró al cadáver cuyos bolsillos estaba dando vuelta sistemáticamente. Estaba casi desnuda. Me desconcertó, de lo contrario me habría dado cuenta antes de su identidad.
—¿Le pedirás disculpas? —con una ancha sonrisa, Paddy metió sus dos pistolas bajo la pretina de sus pantalones. Alec jamás había pedido disculpas a nadie por nada en su vida y Paddy lo sabía. Alec le lanzó una mirada fulminante.
—Salvarla de Parren es disculpa suficiente. Iba a matarla.
—Sí —replicó Paddy, poniéndose momentáneamente serio—. Yo no acepto eso de matar mujeres, Alec.
—Lo sé.
Pese a su tamaño, Paddy era un hombre pacífico. No le resultaba fácil ser duro con los hombres, y mucho menos con las mujeres, como bien sabía Alec. Irguiéndose tras registrar precipitadamente el cuerpo de Parren, Alec dio una palmada en el hombro a Paddy.
—Le hemos salvado la vida, si eso hace que te sientas mejor. Ahora lo único que debemos hacer... que tú debes hacer, es encontrarla.
—¿Cómo que yo debo encontrarla? —se afligió Paddy.
Encogiéndose de hombros, Alec se encaminó hacia la casa.
—Tú la has dejado ir, ahora encuéntrala. O no, como te plazca. A mi modo de pensar, no es exactamente caballeresco salvarla de Parren y luego dejarla para que se congele. Pero en tus manos queda.
—¡Podría estar en cualquier parte de este bosque!
—Lo dudo. Además, no es un bosque muy grande. Llévate algunos hombres contigo y no dudo de que la traerás de vuelta en un santiamén.
—Ya la tenemos medio muerta de terror. Si sabe que la buscamos, se ocultará como un zorro.
—Pues dile que piensas devolverla al seno de su familia. 
Paddy lanzó un resoplido.
—¿Te parece probable que me deje acercar lo suficiente para conversar? Además, no sabemos cuál es su familia. Ni siquiera su nombre. Sólo sabemos que Parren fue contratado para secuestrar a una dama de alcurnia y matarla. Demonios, si él hubiera utilizado los canales adecuados, ni siquiera nos habría importado.
—Así son las cosas.
—Te ruego me digas qué te propones hacer mientras yo me congelo el trasero buscando a la dama.
Ostentosamente, Alec se ajustó la levita, temblando, para burlarse de Paddy en cuanto al frío.
—Estaré buscando otra cosa, por supuesto. Algo que me interesa infinitamente más que una hembra flacucha.
—El rescate —a veces Paddy era sorprendentemente perspicaz, teniendo en cuenta su habitual lentitud. Pero claro que conocía muy bien a Alec.
—Sí —repuso este con rápida sonrisa.
—¿Y sin duda nos lo guardaremos? —insistió Paddy con bastante sarcasmo.
—¿Qué querrías que hiciera con él? Parren, a quien supongo que técnicamente se consideraría su propietario legítimo, está muerto. La familia de la dama la recibirá de vuelta indemne, que es más de lo que habría obtenido sin nuestra intervención. Es dinero bien ganado, en mi opinión.
—Eres un caso perdido, Alec —respondió Paddy sacudiendo la cabeza.
—Sí, lo sé, y el saberlo me hace ir todas las noches llorando a la cama. Anda, encuentra a la dama. Yo me ocuparé de la limpieza por aquí. Sabes bien que no se pueden dejar cadáveres tendidos. No es higiénico.
Se acercaban a la casa. Al decir estas últimas palabras, Alec sintió un cosquilleo en la espina dorsal. Habitualmente ese cosquilleo significaba peligro. Era otro don que le había ayudado a subir tan alto. Siguió caminando, pero con los ojos y los oídos alerta por cualquier cosa fuera de lo común. Mirando alrededor con cuidadosa naturalidad, vio que, a juzgar por los cadáveres que yacían en tierra, habían caído todos los hombres que participaran en esa tentativa de desafiar su autoridad. Sólo quedaban en pie una rechoncha mujer y un hombre, a quienes los hombres de Alec conducían hacia la casa. No quedaba ninguno de sus enemigos. Entonces, ¿por qué no lograba evadirse de esa sensación de peligro?
—Tú y tus palabras altisonantes —se quejó Paddy, sacudiendo la cabeza con admiración y fastidio por partes iguales. Ocupado en determinar el origen de la espectral sensación que se negaba a dejarlo, Alec apenas si lo oyó—. La mitad de las veces no sabe uno a qué viene tu cháchara.
Cuando Alec no le dio más respuesta que un gruñido, Paddy se rindió a lo inevitable, llamando a Deems y Ogilvy para que lo siguieran. Los demás hombres se quedaron para deshacerse de los muertos, registrar la casa en busca del rescate y cualquier otro artículo de interés o de valor bajo la dirección de Alec.
Cara de Rata Hardy, un sujeto enclenque cuyo apodo lo describía a la perfección, se acercó a Alec pidiendo órdenes en cuanto a qué hacer con los cadáveres. Alec dedicó unos momentos para considerar las alternativas disponibles. ¿Quizá se los debía transportar de vuelta a Londres, y dejarlos que se pudrieran en la calle como siniestra advertencia para quienes quisieran emular la temeridad de Parren? Pero no, eso causaría gran alboroto entre los guardianes del orden, lo cual podría ser una molestia en algunas operaciones de Alec. Además, transportar cadáveres irritaría a Paddy, sin lugar a dudas, y sería una tarea incómoda en el mejor de los casos. Todavía inquieto por ese cosquilleo que lo importunaba, Alec eligió la solución más fácil: ordenó que se cavara una tumba en el bosque y que los cadáveres fueran sepultados en ella. Nadie armaría un escándalo por la desaparición de semejantes alimañas, pero se advertiría su ausencia y las charlas callejeras bastarían para cumplir con su propósito disuasivo.
Resuelto el problema, estaba subiendo los escalones de la casa cuando por fin se aclaró la razón del cosquilleo aquel. Notó un movimiento furtivo a sus espaldas, y un chasquido de metal sobre metal. Aun dormido reconocería el sonido de una pistola al ser cargada...
Alec se volvió con rapidez echando mano a su propia pistola.
El movimiento fue demasiado tardío. Cuando él cerraba la mano sobre la culata de madera lustrada, Cara de Rata Hardy hizo fuego.
La bala golpeó a Alec como un puño en el pecho, primero fría y luego ardiente al penetrar en su carne. El trastabilló hasta tropezar contra el batiente, empuñando todavía la pistola. Al mismo tiempo que Hardy dejaba caer la primera pistola humeante y alzaba otra para dispararle de nuevo, el infierno estalló en torno a ellos. Los hombres leales al Tigre vociferaban, corriendo hacia la escalera, sacando sus propias pistolas mientras procuraban resolver qué era lo que estaba sucediendo. Alec oyó que la voz de Paddy gritaba su nombre. Evidentemente, la conmoción acobardó a Hardy, quien, olvidándose de disparar por segunda vez, miró a su alrededor, y se volvió para huir...
Alec alzó su pistola, oprimió el gatillo. La bala golpeó al miserable entre los omóplatos, haciendo estallar la espalda de su chaqueta al abrir un gran agujero sangriento en su carne. Alec sonrió al ver que Hardy se tambaleaba y caía. No era la primera vez que disparaba a un hombre por la espalda, pero sí la primera en que se había sentido tan bien al hacerlo.
Nunca supo qué pasó después de eso. A su alrededor el mundo empezó a fluctuar, a ennegrecerse. La pistola cayó de sus dedos, súbitamente relajados. Apretándose el pecho, sintió que perdía el equilibrio, y con el equilibrio también el sentido. 
Su último pensamiento racional antes de rodar por los escalones a la nada fue que, de todas las cosas, lo más irónico era que el Tigre fuese derribado al fin por uno de sus fieles compinches.
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Mensaje por kuchta Vie 26 Feb 2016, 11:27 pm

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Capítulo 08

Cuando Isabella abrió de nuevo los ojos, lo primero en que pensó fue que, sin duda, había muerto y estaba en el paraíso. Regordetes angelitos que rasgaban sus arpas doradas pasaban veloces ante sus ojos, suaves cual nubes sus blancas alas sobre un fondo de azul celestial. Por un momento, Isabella no hizo más que mirar. Luego el pavor la obligó a cerrar los ojos con fuerza. iNo quería estar muerta!
La espalda le palpitaba como un diente dolorido. Advirtió ese hecho al aspirar una profunda bocanada de aire, lo cual la hizo encogerse de dolor. Los muertos no sentían dolor, de eso estaba casi segura. Y ciertamente que no oían ronquidos atronadores.
Al reconocer ese sonido, abrió de nuevo los ojos. Ahora que estaba preparada para ver ángeles desnudos, pudo discernir, después de pestañear tan sólo un instante, que estaban delicadamente pintados en unas colgaduras de cama de seda azul, y que ella estaba, en realidad, tendida boca abajo en un suntuoso lecho.
Su mirada recorrió la habitación, buscando todavía el origen de aquellos ronquidos que no habían amainado. ¿Tal vez Bernard...? Pero hasta donde ella podía saber él jamás roncaba. Imposible imaginarse a un hombre tan quisquilloso como él, víctima de una falta tan humillante. Además, ¿cuándo había dormido en la misma habitación con ella? Las pocas veces que habían tenido relaciones conyugales eso había terminado enseguida y después él la había dejado para que durmiera sola.
Aparte de grosero, el sonido era demasiado crudamente masculino para provenir de Bernard. Con un respingo, Isabella alzó la cabeza de la almohada y miró a su alrededor con cuidado. El cuarto era espacioso, suntuosamente amueblado y provisto; todos los muros estaban cubiertos con seda azul. El mobiliario, incluyendo la enorme cama donde ella estaba acostada, parecía estar hecho de madera dorada. Una poltrona blanca, cubierta con algo que parecía terciopelo, se extendía frente al fuego moribundo que era la única iluminación en el cuarto. Al ver las profundas sombras que se filtraban en los rincones de la habitación, Isabella comprendió que debía ser de noche.
Pero, como en ese lado del cuarto nada había que explicara los ronquidos, lsabella volvió cuidadosamente la cabeza a la derecha, dando un respingo por la tiesura del cuello y la espalda. En ese lado de la habitación se alzaba un aguamanil dorado que contenía una exquisita palangana de porcelana y un cántaro. Junto al aguamanil había una puerta entreabierta. En esa puerta se fijaron dilatándose los ojos de Isabella.
Apenas visibles al otro lado de la puerta había un enorme par de botas masculinas. A juzgar por el ángulo en que se extendían a través de la abertura, era obvio que estaban adheridas a un hombre. Un hombre enorme, según lo indicaba el tamaño de las botas.
Fascinada, Isabella miraba con atención las botas. Donde quiera que estuviese, no era ningún sitio donde hubiera estado antes. Salvo en su noche de bodas y en algunas noches aisladas posteriores, cuando Bernard, demasiado aburrido o demasiado endeudado para soportar Londres por un tiempo, había visitado el campo y la había sometido a sus exigencias conyugales, ella nunca había tenido un hombre en su habitación. Y ahora allí estaba, en un dormitorio extraño y adornado en exceso, tendida en una cama enorme que parecía hallarse perfumada con lavanda y estaba cubierta con sábanas de seda y encaje, con un hombre que roncaba en la antesala contigua.
¿Qué repámpanos le había ocurrido? ¿Y qué debía hacer ahora?
Apoyando otra vez la mejilla en la almohada de seda y encaje, sin perder de vista las inmóviles botas, Isabella arrugó la frente mientras procuraba descifrar sus alrededores. Recordaba haber sido secuestrada, recordaba el horror de enterarse de que se proponían matarla, recordaba haber escapado, haber sido capturada otra vez, haber corrido y haber recibido un disparo. Por supuesto, eso explicaba por qué le dolía tanto la espalda.
También recordaba dos hombres; un gigante relativamente amable llamado Paddy y un bellaco de ojos dorados, perversamente guapo, llamado Alec.
Ahora la pregunta era: ¿dónde estaba ella? ¿Se encontraba en peligro? ¿Y a quién pertenecían esas botas enormes? Al mover experimentalmente los pies bajo las mantas, Isabella descubrió que no la habían atado de ninguna manera. Seguramente si se la tenía cautiva para algún propósito siniestro, estaría amarrada.
O tal vez no. No si ellos pensaban que seguía inconsciente y, por ello, incapaz de intentar la fuga.
Fugarse. Eso era lo que ella debía hacer. Dondequiera que estuviese, no era ningún lugar donde hubiera estado antes y, por ende, ningún lugar donde desease estar. La salvación consistía en regresar a Blakely Park, regresar junto a los fieles sirvientes que la protegerían con sus vidas, y enviar a su padre y a Bernard noticia de cuanto ella había sufrido. Pese a la ausencia de cariño de ambos hacia ella, la defenderían de los rufianes que la tenían prisionera ahora.
Al otro lado de la puerta, el desconocido dormía, nadie la estaba vigilando y ella no estaba atada. Era ese el momento para intentar la fuga, antes de que ellos descubriesen que había recobrado la conciencia y la sujetaran. Quienesquiera que fuesen, lo cual no importaba en realidad por el momento, era indudable que no se proponían nada bueno con ella.
Isabella quería irse a casa. Se le oprimía la garganta al pensar en Pressy, su ex tutora y actual acompañante que había sido como una madre para ella desde que su propia madre muriera. Pressy debía de estar enloquecida de ansiedad respecto de ella, tal como, en menor grado, lo estarían todos los sirvientes que se ocupaban de ella en Blakely Park. El cochero Will, si aún vivía, estaría agobiado de remordimiento por haber dejado que se la llevaran. Jonás el joven caballerizo, se preguntaría si él no habría podido hacer algo más por salvarla. Jessup estaría sufriendo días interminables de histeria por haberle fallado a su ama cuando ésta más lo necesitaba. Todos, todos se alegrarían de verla volver a casa.
Hasta Russell, el enorme lebrel negro que ella adoptara siendo un cachorrito famélico y criara hasta llegar a ser un perro adulto, la estaría echando de menos. Y ¡oh, cuánto echaba ella de menos a todos!
Tenía que volver a casa. ¡Tenía que volver, simplemente!
Moviéndose con cautela, una cautela motivada tanto por el dolor como por el miedo a ser descubierta, Isabella se las arregló muy cuidadosamente para maniobrar hasta quedar sentada. Le daba vueltas la cabeza, pero mediante una firme decisión obligó a su mente a funcionar. Acaso esa fuera su única oportunidad de escapar. No podía permitir que su debilidad corporal se lo impidiera. No, si quería volver a casa alguna vez.
Agarrándose al poste de la cama más cercano a su cabeza, logró ponerse de pie. Se quedó un momento inmóvil, apoyada en el muro, esperando a que se le despejara la cabeza. En el cuarto hacía bastante fresco como para hacerla temblar, pese al fuego que ardía constantemente en la chimenea. Sus pies descalzos se encogieron en protesta contra las frías tablas del suelo. Pero el frío de la habitación tuvo un efecto beneficioso: ayudó a despejarle un poco más la cabeza.
Dio un paso, después otro. Sus rodillas amenazaban doblársele en cualquier instante, pero la fuerza de voluntad, mezclada con una saludable ración de pavor, la mantenía en movimiento.
Isabella logró llegar a la puerta, sólo para descubrir, cuando probó el tirador, que estaba firmemente cerrada con llave.
Intentó una segunda vez y una tercera antes de quedar convencida: no habría modo de escapar por esta puerta. En la habitación había dos ventanas, una a cada lado de la cama, con gruesas cortinas de seda del mismo azul celeste que las colgaduras del lecho y las paredes. Si no podía hacerlo por la puerta, quizá pudiera salir por una ventana.
Echando una rápida mirada a los pies con botas que aún eran claramente visibles en la antesala a través de la puerta entreabierta, lsabella sintió alivio al comprobar que no se movían. Los ronquidos continuaban sin disminuir. Apoyada en la pared, luchando contra la debilidad que amenazaba dominarla, Isabella se dirigió hacia la ventana más próxima. Empujando a un lado las pesadas cortinas, hizo un descubrimiento escalofriante: al otro lado del cristal opaco, la ventana estaba provista con barrotes de hierro. No sería posible escapar por allí.
Resistiendo al pánico, Isabella fue a tropezones hasta la otra ventana. También tenía barrotes.
¿Qué iba a hacer ahora?
Los ronquidos seguían siendo sonoros y rítmicos. Quienquiera que fuese el que estaba al otro lado de la puerta, se encontraba, desde luego, profundamente dormido. Era muy probable que tuviera consigo la llave de la puerta, o tal vez la mantuviera cerca de su persona. Ya en una ocasión, ella había dejado inconsciente a un hombre. Y ese hombre no estaba durmiendo.
Mirando a su alrededor con desesperación, luchando contra el pánico y la debilidad, demonios gemelos que amenazaban con dominarla, Isabella divisó un triple candelabro labrado en el suelo, junto a la cama. Apenas tardó unos instantes en tenerlo en sus manos. El objeto era satisfactoriamente pesado.
Ahora sólo tenía que trasponer esa puerta y golpear en la cabeza al que dormía.
El pánico le encogió el estómago. Apretando el candelabro como un talismán, se dijo que debía calmarse y ser juiciosa. Sólo tenía que ser silenciosa y prudente, y de alguna parte sacar la fuerza de un buey...
Apretando los dientes, luchando contra la debilidad que nublaba su mente y amenazaba derribarla de rodillas, llegó a la puerta entreabierta. Podía ver tan sólo una pequeña parte de la habitación contigua, lo bastante como para advertir que era tal vez un gabinete y tan profusamente decorada como el dormitorio al cual servía.
Para ver algo más que las botas del hombre que dormía, y mucho más para dejarle inconsciente, tendría que abrir un poco más la puerta y deslizarse dentro de la habitación.
Isabella empujó la puerta, que se abrió silenciosamente. La joven se quedó mirando con atención el gigante de rostro aplastado que se hallaba estirado sobre un sillón aparentemente incómodo. Tenía la cabeza echada atrás contra la seda a rayas del respaldo del sillón, y de su boca abierta surgían esos ronquidos ensordecedores.
Se trataba del hombre más corpulento que ella hubiera visto en su vida, y su identidad era inconfundible: Paddy.
Él la había dejado ir y ella se lo iba a retribuir golpeándole la cabeza con un candelabro. Pero la había dejado ir únicamente porque había empezado un combate a pistola; de no haber sido así, lo más probable es que tarde o temprano le hubiese retorcido el cuello, lo quisiera o no.
Eso endureció con suma eficacia el corazón de lsabelia. Rogaba únicamente tener fuerzas para cumplir adecuadamente la faena. Se estremeció al pensar en la ira del bandido si no lograba ponerlo inconsciente cuando ella le diera un golpe en la cabeza.
Isabella se aproximó casi hasta el hombro del corpulento individuo. Aspiró hondo, levantó el candelabro...
—¡Ni un movimiento más! —ordenó una voz áspera desde el fondo de la estrecha habitación.
Tan sorprendida quedó Isabella, que dio un salto, mientras su mirada volaba hasta descubrir una cama envuelta en sombras contra la pared opuesta. Concentrada en el gigante, a quien iluminaba tan sólo un pequeño charco de luz que penetraba por la puerta, ella había omitido totalmente ver cualquier otra cosa.
Una luz brilló en la oscuridad; unos largos dedos masculinos la acercaron a una vela, junto a la cama. La repentina luz, al extenderse, hizo pestañear a Isabella, que tenía la mirada fija en la cama y su ocupante.
Tenía éste el pecho desnudo, salvo un vendaje blanco que le envolvía la cintura; revuelto el leonado cabello y una barba de varios días oscureciéndole la mandíbula. Se había apoyado en un codo y, al parecer, le costaba trabajo permanecer mucho tiempo en esa posición.
Ella lo reconoció enseguida, pese a las sombras que inundaban la cama. No era posible confundir esas facciones perfectas como las de un camafeo… ni el resplandor de unos ojos dorados.
En la mano empuñaba una pistola que, pese a su obvia debilidad, apuntaba al corazón de Isabella, que latía desatinadamente.
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Mensaje por kuchta Sáb 27 Feb 2016, 9:08 pm

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Capítulo 09

Los ojos de Alec se movieron sobre ella, se dilataron. Mirándose, Isabella vio por qué. Estaba vestida con el camisón más indecente que ella hubiera visto en su vida. Era de un puro blanco virginal, pero su color era lo único virginal que tenía. Hecho de una gasa diáfana, constituía un delgadísimo velo sobre su cuerpo. Su escote era pudoroso, largas sus mangas. El ruedo le llegaba a los tobillos. Y sin embargo, ella bien habría podido estar desnuda.
Sus pequeños senos se apretaban lascivamente contra la tela. Ya fuese por el frío de la habitación o por el repentino calor de la mirada de Alec los pezones de Isabella se lanzaron contra la delgada tela como duros capullitos. Su color rosado, y la oscuridad de los círculos que los rodeaban, eran perfectamente visibles para los ojos de Isabella... y, de ello no tenía duda ninguna, para los de él también.
La esbelta línea del torso de Isabella, la estrechez de su cintura, el suave ensanchamiento de sus caderas, todo se revelaba a Alec. Ella siguió su mirada hacia abajo, y sobre la muy leve convexidad de su estómago, a todo lo largo de sus delgadas piernas, hasta los blancos dedos de sus pies descalzos, y hacia arriba de vuelta.
Cuando la joven vio que él miraba con atención el triángulo negro entre sus piernas, creyó que el cuerpo se le iba a incendiar de vergüenza.
Con una rápida aspiración, se apartó para que Paddy y su sillón quedaran entre ella y Alec. La cabellera le caía enredada sobre la espalda hasta el dorso de su cintura. Sacudiéndola hacia adelante, usó esa masa de color castaño para esconder más aún su cuerpo de la vista de Alec. Agarrando todavía el candelabro, con la cara de un rojo llameante, Isabella se atrevió por fin a enfrentarse a esos ojos dorados y sobre la dormida cabeza de Paddy.
Lo que vio en ellos le hizo recordar, con una inmediatez que le detuvo el corazón, el calor ardiente de su mano cubriéndole el pecho.
Entonces, tan súbitamente como habían ardido, los ojos de Alec se enfriaron. Fue como si mentalmente frenara cualquier pensamiento que hubiese causado esa repentina llamarada de calor.
—¡Suelte ese candelabro! —ordenó con voz torva. Luego, con una voz más brusca, llamó—: ¡Paddy!
Mansamente, Isabella puso el candelabro sobre una mesa, junto al sillón, sin apartar nunca los ojos del ocupante de esa cama. Alec parecía estar muy débil, casi tan débil como ella se sintió de pronto. Se asió del respaldo del sillón, observándola con los ojos dilatados mientras maldecía a su dormido amigo. Su lenguaje bastaba para quemarle las orejas, pero ella casi no lo escuchó.
Súbitamente a Isabella se le ocurrió pensar que nunca, hasta entonces, había visto el pecho desnudo de un hombre. Bernard siempre había ido a la cama de ella a oscuras, y ni siquiera entonces se había desvestido totalmente. Este hombre, Alec, tenía unos hombros anchos, tan anchos como para impedir que la joven viese más que la mitad de los simples travesaños de hierro de la cabecera. Esos hombros eran musculosos, de aspecto poderoso. Sus brazos eran tan musculosos como sus hombros, tal como se mostraba en esa posición, apoyado en un codo. Su pecho se estrechaba desde sus hombros en un ancho y profundo triángulo invertido, hasta el sitio en que la manta de raso celeste que cubría la cama cortaba bruscamente la visión de Isabella en la cintura de Alec. Una cuña de rizado pelo, mucho más oscuro que su cabeza leonada, cubría su pecho. La cortaba en dos la prístina blancura de un vendaje. Dicho vendaje envolvía su pecho varias veces y estaba colocado debajo mismo de sus tetillas. Sus tetillas... Isabella miró con atención los círculos pardos que asomaban entre el nido de pelo y sintió que se acaloraba aún más que antes.
Sus ojos volaron de nuevo hasta los del hombre, avergonzados de haber estado allí, y comprobaron que él la estaba observando. La mirada de Alec aún era fría, precavida y levemente hostil, pero había en ellas una expresión que hizo que de pronto Isabella contuviera el aliento.
La pistola con que le apuntaba titubeó de pronto, luego él la sujetó de nuevo con firmeza. Por encima de su reluciente cañón, Alec la miró ceñudo. Unas cejas leonadas, frondosamente espesas, se juntaban casi sobre el puente de su nariz.
—¡Paddy! —la llamada fue más sonora esta vez; luego fue repetida casi en un grito. El gigante dejó de roncar, lanzó un resoplido y pestañeó—. ¡Maldita sea, Paddy, despierta de una vez! ¡Buen guardaespaldas estás resultando ser!
Esto último lo dijo en voz muy baja, en una especie de murmullo de disgusto. Paddy se sentó, sacudiendo la cabeza para despejarse.
—¿Qué? ¿Has dicho algo, Alec?
—He dicho que te despiertes, badulaque, y mires a tu alrededor. ¡Esa dama estaba a punto de hacerte picadillo los sesos!
Al volverse, Paddy vio a Isabella inmóvil detrás de él, mirándolo con una expresión de terror absoluto en su cara. Entonces, con una maldición, se incorporó de un salto y la encaró.
Isabella se encogió contra la pared, arrastrando consigo la silla, tanto para escudarse de su mirada como para protegerse contra cualquier inminente violencia. Paddy era gigantesco; a duras penas lo cubrían una arrugada levita y unos pantalones de montar. Su cabello, de un castaño tan oscuro que era casi negro, se agrisaba en parte por las canas y se veía muy recortado sobre el cráneo. Sus facciones eran francamente vulgares: frente ancha y baja, puesta como una repisa sobre unos ojillos hundidos; una corta nariz que antes pudo haber sido chata, pero que ahora parecía simplemente aplastada, como si hubiese recibido demasiados golpes; una boca ancha, y una mandíbula más ancha todavía que se proyectaba en una barbilla cuadrada y prominente, con un absurdo hoyuelo descentrado. Aunque en una cara semejante era innecesario el ceño, él lucía uno. Isabella aplastó su espalda contra el yeso liso y fresco de la pared.
Con gesto amenazador, Paddy dio un paso adelante. Isabella sintió que el miedo le oprimía el estómago. Aspiró una bocanada de aire honda y temblorosa, mientras se apretaba con más fuerza todavía contra la pared.
—¿Qué está haciendo fuera de la cama, señora? –inquirió Paddy con suavidad, como si ella fuese una niña sorprendida en una travesura.
Isabella abrió la boca, pero de ella no brotó sonido alguno. Sus ojos, dilatados de pavor y muy azules, se deslizaron con expresión culpable hacia el candelabro delator; luego se volvieron de nuevo hacia el aporreado rostro de Paddy.
—Estaba a punto de romperte el cráneo con ese candelabro que allí ves, amigo mío. Afortunadamente para los dos, yo no duermo si estuviese muerto.
Paddy fijó en ella una mirada de reproche. Isabella vio que sus ojos eran pardos y melancólicos. Ojos extrañamente bondadosos por semejante monstruo.
—Oh, Alec, está asustada —dijo como si se refiriese a un cachorrito.
Alec lanzó un resoplido.
—Pues no estaba asustada hasta que tú te has despertado. Estaba resuelta a matarte… a ti y después probablemente a mí.
—No iba realmente a golpearme con eso, ¿verdad, señora?
—Yo… yo…
Nunca le había sido fácil mentir, pero estaba aprendiendo rápido. Antes de que pudiera formular una negativa, sin embargo, la interrumpió el ruido de una llave al girar en la cerradura del dormitorio donde acababa de estar.
Los tres prestaron oídos mientras la puerta se volvía a cerrar. Luego unos suaves pasos cruzaron la puerta contigua, y se detuvieron.
—Oh, cielo santo, ¿adónde ha ido ella? —la voz era femenina, un tanto ronca e irritada.
—Aquí, Pearl —llamó Paddy.
lsabella sintió un gran alivio al ver que ambos hombres desviaban su atención. Estaba sintiendo mareos y, si apenas lograba mantenerse en pie, mucho menos podría defenderse contra el gigante y su bien parecido amigo.
La mujer llegó a la puerta del gabinete y miró al trío que lo ocupaba con evidente sorpresa. Al verla, los ojos de Isabella se dilataron. No se trataba tan sólo de que fuese bella, que lo era. Tenía el cabello tan rubio que era casi blanco. Su rostro era suave y redondo como el de una niña, con la boca en forma de corazón, hábilmente coloreada, atractivamente fruncida bajo una nariz que tal vez fuese demasiado respingada, pero que lucía cautivante de todos modos. Sus ojos eran de un azul medianoche, enmarcados por unas increíbles pestañas asombrosamente oscuras para una mujer de cabello tan rubio. No era nada de eso, ni la asombrosa cualidad de su blanca piel, ni el suave rubor rosado de sus mejillas, lo que hacía redondear los ojos de Isabella. No fue el trío de altísimos penachos purpúreos en el cabello, intrincadamente peinado hacia arriba, ni siquiera el collar de zafiros enormes y aparentemente genuinos que le rodeaba el cuello.
Era su vestido. O mejor dicho, lo que su vestido no cubría. Aquella mujer tenía una figura capaz de detener a un alce en plena carrera. Y gran parte de ella estaba expuesta. Sus blancos pechos se derramaban lozanos sobre el somero corpiño que era de brocado color púrpura con bordes de encaje negro. Encima de él, su cuello y sus hombros y sus pechos, hasta el mismo pezón, estaban enteramente desnudos. Isabella podía ver realmente las medias lunas de sus areolas rosadas.
Después de observarla escandalizada, Isabella logró finalmente bajar la mirada. Debajo del magnífico pecho, esa mujer tenía una cintura diminuta que se curvaba en unas caderas generosas, claramente delineadas por los pliegues de la tela. El vestido ceñía sus muslos, de suntuosas curvas, hasta llegarle a las rodillas, donde el purpúreo brocado se abría para revelar unas enaguas de encaje negro. El encaje era semitransparente, lo cual permitía al observador entrever unas piernas regordetas, enfundadas en medias de seda, con una liga atrevidamente atada debajo mismo de una rodilla con hoyuelo.
Nunca en su vida había visto Isabella tal atavío. La palabra "indecente" apenas si le hacía justicia. Evidentemente destinado a engendrar lujuria en un hombre, era provocativo, tentador, rebosante de promesas. Isabella pensó en los dos hombres que estaban con ella en la habitación, evidentemente contemplando con avidez descarada esta exhibición, y su cara ardía en un rojo brillante.
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Mensaje por kuchta Sáb 27 Feb 2016, 11:33 pm

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Capítulo 10

—Dios santo, ángel, ¿por qué te ruborizas? ¿Acaso no tenemos todas el mismo equipo?
Pearl dirigió esta pregunta a Isabella con vivaz sorpresa.
—Pero algunas de vosotras estáis... más abundantemente equipadas que otras —intervino Alec con una sonrisa irónica. La mirada de Pearl se dirigió hacia él.
—¡Oh, Alec, ya estás mejor! ¡Me alegro de verte sentado, cariño!
Y cruzó la habitación entre crujido de sedas, hasta caer de rodillas junto al lecho. Echando sus brazos en torno a él, rozando la pared con los penachos purpúreos al inclinar la cabeza, lo besó largamente en la boca. Al observarlo, Isabella sintió una extraña incomodidad en alguna parte cercana al vientre y apartó presurosa la mirada. Luego, cuando al fin el beso terminó e Isabella pensó que no había riesgo en volver a mirar, Pearl apretó la cabeza de Alec contra su desnudo pecho en un gesto tan íntimo, que Isabella sintió arderle de nuevo la cara. Entonces bajó la mirada al suelo por segunda vez en pocos minutos.
—Ejem... —evidentemente turbado también, Paddy se despejó la garganta y apartó la vista de la pareja abrazada hacia Isabella. Sus mejillas, como las de ella, estaban un poco más rosadas que antes. Sacudió la cabeza mirándola—. Oiga, no habría debido salir de la cama. Ha estado allí acostada, delirando como loca, durante casi quince días. Agotarse no le ayudará a recuperarse.
Isabella fijó la mirada en él con cierta desesperación. Más ruidos de seda crujiente y una suave risita que provenían de la cama le advirtieron que los abrazos se habían reanudado. Por alguna razón sus ojos querían volverse en esa dirección y ella tuvo que esforzarse por mantenerlos clavados en Paddy. Si tenía esperanza de hallar explicación a la situación en la cual se encontraba, más le valía conservar el juicio, y observar ciertamente que la lasciva exhibición de esa mujer con Alec no contribuía a despejarle la mente. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero se aferraba a un hecho: hasta el momento, esas personas no habían mostrado ninguna disposición a hacerle daño. No obstante, tal vez se lo hiciesen. Recordando  el plan de sus secuestradores originarios para asesinarla, sintió que un frío estremecimiento de temor le recorría la nuca.
Hasta que estuviese otra vez a salvo en su casa, no podía confiar en nadie. Miró hacia el dormitorio contiguo.
—Creo… creo que me acostaré otra vez. Es decir, si usted se da la vuelta. No estoy vestida —explicó vacilante, señalándose con un ademán mientras Paddy la miraba con expresión cada vez más ceñuda.
El sillón y el cabello de la joven seguían protegiendo de la vista su cuerpo, pero si se alejaba de allí, su cabello no le cubriría gran cosa. Era evidente que Alec y Pearl estaban demasiado ocupados para fijarse en otra cosa que no fuera en ellos mismos, pero Paddy no lo estaba. Isabella lo miró con expresión implorante. Para sorpresa de ella, Paddy se dio la vuelta.
Echando una rápida ojeada a Pearl y Alec —ella estaba recostada en la cama con él, e Isabella no quería ni siquiera pensar que hacía él con las manos—, la joven salió de detrás del sillón. Al caminar hacia el dormitorio, empezó a darle vueltas la cabeza. Le temblaban las rodillas y de pronto sintió un frío helado. Otro paso más y tuvo que apoyarse en el tirador de la puerta para no caer al suelo. Debió hacer un leve ruido, porque en un instante Paddy estuvo a su lado, mirándole ansiosamente la cara sin fijarse aparentemente en que ella estaba desvestida.
Pero Isabella sí se fijó en ello, y pese a su debilidad, trató de cubrirse con el cabello, apartándose cuando él quiso tocarla.
—Pearl, déjate de efusiones con Alec y ven a ayudar a esta pequeña a volver a su cama —dijo Paddy.
—Hazlo tú, Paddy. No me necesitas... pero creo que Alec sí —respondió Pearl. Una risita gutural y sugestiva subrayó sus palabras.
—Ve y ayuda a la dama a acostarse, Pearl. De cualquier modo, en este momento, no sirvo para gran cosa.
—¡Oh, Alec! —protestó Pearl con un mohín.
—Vamos, haz lo que te digo. Necesito hablar de negocios con Paddy.
—¡Oh, tú y tus malditos negocios! ¡Es lo único en lo que piensas! —replicó Pearl mientras salía de la cama con un salto de impaciencia.
De reojo, Isabella vio, sin poder evitarlo, el gesto apaciguador de Alec.
—¿Lo único, Pearl? —dijo con seductora sonrisa.
Con una risita, Pearl se volvió y le plantó de lleno un beso en la bien moldeada boca.
—Bueno, tal vez no sea lo único —se ablandó. Recuperado así su buen talante, se acomodó un penacho caído mientras, evidentemente, prestaba poca atención a sus pechos, más atrevidamente expuestos que antes. Luego se acercó a Isabella, que la miraba con una fascinación medio atemorizada—. Ven, ángel, obedeceremos a Alec y te arroparemos de nuevo en la cama.
Isabella se encogió instintivamente cuando Pearl le deslizó un brazo en torno a la cintura. No estaba habituada a que la tocaran, especialmente desconocidos. Y concretamente una desconocida como Pearl, que era absolutamente escandalosa en cuanto a vestimenta y conducta. Pero al cabo de un momento permitió que la condujera al dormitorio. Su debilidad no era fingida, pero su docilidad sí. Tal docilidad la había ayudado a escapar antes, adormeciendo las sospechas de sus secuestradores. Quizá volviese a ayudarla.
Aunque seguía un poco aturdida, no lo estaba hasta el extremo de no advertir la llave que Pearl había dejado en la cerradura, del lado interior de la puerta. Sí lograba alejarse de Pearl, podría salir por allí en un santiamén. Y al otro lado de esa puerta estaba el camino de vuelta a su casa...
Si se llevaba consigo la llave y cerraba la puerta por fuera, Pearl, Paddy y Alec no podrían seguirla.
Estaría en libertad.
Detrás de ellas, Paddy cerró la puerta del gabinete, dejando solas a las dos mujeres. Pearl ayudó a Isabella a llegar a la cama. Los pensamientos de Isabella se estaban volviendo lentos, igual que su cuerpo que se debilitaba cada vez más, pero se esforzó por permanecer alerta. ¿Debía hacer el intento o aguardar el momento oportuno?
Tal vez no tuviese ninguna otra oportunidad.
La joven aspiró profundamente, inhaló el penetrante perfume floral de Pearl y sucumbió a un ataque totalmente inesperado de estornudos que casi la hizo caer de rodillas. Pearl retrocedió de un salto, sacudiendo la cabeza y, cuando amainaron los estornudos, sacó del corpíño un pañuelo con adornos de encaje y se lo ofreció a Isabella.
—Toma, ángel, usa esto —dijo. Como la propia Pearl, el pañuelo estaba empapado de perfume. Isabella procuró no inhalar cuando lo aceptó—. Vamos, pues, acuéstate ya.
Y puso de nuevo un brazo en torno a la cintura de Isabella. La joven, comprendiendo que era ahora o nunca, rogó que las últimas reservas de fuerza que le quedaban fueran suficientes. Luego, apretando los dientes, empujó con toda la fuerza posible a la confiada Pearl. Tomada por sorpresa, Pearl trastabilló y, tropezando con la larga cola de su vestido, cayó al suelo con estrépito.
—¡Oye, putilla! —gritó, pero Isabella ya estaba tratando de introducir la llave en la cerradura—. ¡Alec, Paddy, auxilio! ¡Pronto!
A cuatro patas, Pearl se abalanzó sobre ella. Cuando Isabella había logrado hacer girar la llave en la cerradura, se abrió de pronto la comunicación con el gabinete. La joven sacudió el tirador, y consiguió abrir la puerta. Paddy irrumpió en el dormitorio. Tras él, Alec había logrado levantarse y se apoyaba, jadeante, en el batiente de la puerta del gabinete, evidentemente sin poder avanzar más. Estaba tan pálido y parecía tan débil como se sentía Isabella.
Cuando trasponía a tropezones la abertura, Isabella fue derribada por un violento tirón en el bajo de su camisón. Se tambaleó y cayó. Lanzó un grito cuando sus rodillas golpearon el suelo de madera del pasillo. Una mujer joven con un camisón tan transparente como el suyo estaba en el pasillo acompañada por un caballero bien vestido.
—¿Qué...? —dijo el caballero, adelantándose.
lsabella notó que Paddy se había esfumado dentro del dormitorio, mientras Pearl acudía de prisa para ponerla de pie de un tirón.
—No es más que una de las muchachas, que está enloquecida por la fiebre de parto. Y además perdió al niño, pobrecita —dijo Pearl arrastrando a Isabella de vuelta a la habitación.
—¿Puedo ayudarla, señorita Pearl? —inquirió la jovencita con una suave y somnolienta voz.
—No, Suzy, tú ocúpate de tu caballero —respondió secamente Pearl, sonriendo luego al caballero aludido como para suavizar sus palabras. Isabella, sabiéndose derrotada y demasiado aturdida y exhausta como para seguir luchando contra su destino, se dejó arrastrar de vuelta al interior del dormitorio—. Desagradecida, pequeña tonta —murmuró Pearl empujándola al centro de la habitación.
La joven volvió a caer de rodillas, sin que le importara ya que Alec y Paddy la vieran casi desnuda o que estuviesen todos furiosos con ella. Ni siquiera le importaba el haber fracasado en su intento de fuga...
—Ten cuidado, Pearl, le harás daño —dijo Paddy en tono de reprimenda mientras se inclinaba para levantar a lsabella.
—Si delata el escondite de Alec, no solo le haré daño, sino que la mataré —afirmó Pearl, quien después de cerrar la puerta con llave, se volvió hacia Isabella con furia.
—¡Qué vehemencia, dulzura! Me siento halagado —murmuró Alec desde donde se hallaba, aún apoyado en el vano de la puerta.
—¡Cariño, no debiste haberte levantado! —lo reconvino Pearl, que al volar a su lado lanzó una mirada fulminante a Isabella.
La joven, incómodamente sujeta en los brazos de Paddy, miró a los dos; luego apartó la mirada. Paddy la recostó en la cama.
—Por favor, no me haga daño —susurró Isabella, y asombrosamente, Paddy se apartó.
Por el momento, al parecer, iban a respetarla. Abandonándose a la debilidad que ahora la inundaba, cerró los ojos y se dejó vencer por el agotamiento.
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Mensaje por byers. Dom 28 Feb 2016, 2:16 am

¡Mi vida, esto es hermoso! Osea, ¡ahhh! Me encanta isabella 3514117543 y yo ya me enamoré de Alec (eh, decirlo es raro xd @jean luc.) y de Paddy, más con esas descripciones xfabormemuri. Bt, desde el asalto a la diligencia que intentaba adivinarle a todo y... No, ke trizt imaginación tengo, pero te ayudó bc, ¡es jodidamente genial! Tanto así como para quitarme el sueño mujer isabella 4098373783 es que mira la hora y yo leyéndote y ansiosa porque subas de nuevo, por favor tenes que subir otro y no me podes decir que no porque ya está terminada muack Ow, me didicaste el primer cap isabella 1054092304 yo sé que me advertís cómo me vas a secuestrar vos, yo me dejó si me conseguía unos papetos como Alec y Pad, ¿eh? We mujer, Isabel la está loca, osea, la entiendo pero... ¡Ahg! Me frustra, tiene un agujero en la espalda y quiere escapar de dos hombres y una loca tetona. Cachetazo por pelotuda. Ahora la oxigenada no le va a tener confianza. Oh. Wait, lleva 15 días ahí... ¡15! Kesesto. Ya nadie la quiere, que se resigne y se quede con Pad porque Alec es alto forro. 

—Pero algunas de vosotras estáis... más abundantemente equipadas que otras —intervino Alec con una sonrisa irónica.

Arroba forro punto com. Lo amé, lo leí como tres veces porque es tan cierto esto isabella 1313521601 yo quiero las gomas de Pearl, ah, quiero que las mías ruborizen a la gente también isabella 3136398239
Repito de amo a Pad y que le entró por todos lados, es mi culpa y como me los imagino y y y y es tu culpa. Pecaminoso camino mujer.
Ok, ya, amo esto, amo a Paddy y Alec me enamora, plz, ds inmortal, larga vida al rey Alec isabella 1054092304 isabella 2416783629
Quiero leer el que sigue, ¡por favor te lo pido! Amo tu mente y esto y a vos, obvio isabella 1477071114
byers.
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Mensaje por kuchta Dom 28 Feb 2016, 3:37 pm

tango. escribió:¡Mi vida, esto es hermoso! Osea, ¡ahhh! Me encanta isabella 3514117543 y yo ya me enamoré de Alec (eh, decirlo es raro xd @jean luc.) y de Paddy, más con esas descripciones xfabormemuri. Bt, desde el asalto a la diligencia que intentaba adivinarle a todo y... No, ke trizt imaginación tengo, pero te ayudó bc, ¡es jodidamente genial! Tanto así como para quitarme el sueño mujer isabella 4098373783 es que mira la hora y yo leyéndote y ansiosa porque subas de nuevo, por favor tenes que subir otro y no me podes decir que no porque ya está terminada muack Ow, me didicaste el primer cap isabella 1054092304 yo sé que me advertís cómo me vas a secuestrar vos, yo me dejó si me conseguía unos papetos como Alec y Pad, ¿eh? We mujer, Isabel la está loca, osea, la entiendo pero... ¡Ahg! Me frustra, tiene un agujero en la espalda y quiere escapar de dos hombres y una loca tetona. Cachetazo por pelotuda. Ahora la oxigenada no le va a tener confianza. Oh. Wait, lleva 15 días ahí... ¡15! Kesesto. Ya nadie la quiere, que se resigne y se quede con Pad porque Alec es alto forro. 


—Pero algunas de vosotras estáis... más abundantemente equipadas que otras —intervino Alec con una sonrisa irónica.


Arroba forro punto com. Lo amé, lo leí como tres veces porque es tan cierto esto isabella 1313521601 yo quiero las gomas de Pearl, ah, quiero que las mías ruborizen a la gente también isabella 3136398239
Repito de amo a Pad y que le entró por todos lados, es mi culpa y como me los imagino y y y y es tu culpa. Pecaminoso camino mujer.
Ok, ya, amo esto, amo a Paddy y Alec me enamora, plz, ds inmortal, larga vida al rey Alec isabella 1054092304 isabella 2416783629
Quiero leer el que sigue, ¡por favor te lo pido! Amo tu mente y esto y a vos, obvio isabella 1477071114

daaaaaaaaaaaaaaaaaaai mi amorrrrr isabella 1477071114 me hace feliz que te guste, estaba esperando tu comentario porque sé que adónde voy yo vas vos y viceversa(?) dios, no sé como haces para seguir viva a las seis y tantas de la mañana pero me halaga saber que fue por mi  :skip: son un montón de capítulos así que no te preocupes que falta mucho para que termine isabella 1477071114 
yo también pienso que se tiene que quedar con paddy porque es un bebo yyyyy pobre. alec es un hijo de puta ya fue, no hay otra explicación.
yo amo este comentario, y a vos te amo mucho más :papada:

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Mensaje por kuchta Lun 29 Feb 2016, 12:19 am

isabella 35itc8i
Capítulo 11

Cuando Isabella volvió a despertar, el cuarto estaba de nuevo envuelto en la oscuridad. ¿Acaso había dormido un día entero? Tan sólo un suave resplandor anaranjado, surgido de las moribundas brasas de la chimenea, proporcionaba algo de luz. Desorientada, con la boca seca y un tanto dolorida, miró con atención las oscuras sombras que rodeaban la cama, preguntándose qué la había despertado. Entonces, sin razón alguna que se le ocurriera, tuvo la inquietante sensación de no estar sola.
Conteniendo el aliento para escuchar hasta el más leve sonido, Isabella percibió los fuertes latidos de su corazón dentro de su pecho. Recostada boca abajo, con la cabeza resbalándole de lado fuera de una mullida almohada, tuvo la aterradora conciencia de su propia vulnerabilidad. Sabía que alguien estaba con ella en esa habitación. Y si se ocultaban en la oscuridad, ¿qué intenciones podían tener que no fuesen malignas? ¿Acaso iba a ser estrangulada... o asfixiada... o muerta a palos... mientras dormía?
Una sombra se acercó al pie de la cama, separándose de las voluminosas cortinas de la misma.
Isabella lanzó una exclamación ahogada y, pese a su herida, se volvió de espaldas, apoyándose en el montón de almohadas apiladas contra la cabecera.
—Por amor de Dios, no empiece a gritar.
Isabella reconocería en cualquier parte la seca entonación de esa voz. Pertenecía a Alec, y de inmediato, aunque no por ninguna razón sólida que ella conociera, perdió gran parte de su pánico. Aunque muy probablemente las intenciones de Alec hacia ella fuesen poco benignas, no temía que él la asesinara personalmente a sangre fría. Al menos, eso esperaba; esa noche no.
—¿Qué... qué está haciendo aquí? —susurró mirándolo con atención. Él no era más que una oscuridad más densa contra el negro grisáceo de la habitación.
—Lloriqueaba como un cachorrito al que le hubieran dado un puntapié. La escuché un rato, luego decidí averiguar si algo malo le pasaba. Es obvio que no, así que volveré a mi cama.
E hizo un movimiento como para salir. Repentinamente, la idea de quedarse sola en la oscuridad asustó a Isabella mucho más que él.
—¡Espere!
—¿Qué pasa?
La voz de Alec era más áspera. Isabella recordó que él, como ella, estaba confinado en un lecho de enfermo la última vez que lo había visto. Tal vez para él fuese un calvario estar de pie.
—¿Podría... podría decirme dónde estoy? ¿Y qué ha sucedido? ¿Y qué se propone hacer conmigo? ¿Por favor?
Esto último lo dijo con un hilo de voz, ya que él no contestaba sus preguntas. Hubo unos instantes de silencio; después Alec volvió a moverse. Isabella pensó que se marcharía sin responder, pero vio con sorpresa que se sentaba pesadamente en el borde de su cama.
Sin poder contenerse, lanzó un chillido al ver que Alec se instalaba a sus anchas sobre su cama y se acomodaba mejor contra la cabecera. Tenerlo en su dormitorio ya era bastante malo, pues contrariaba todos los dogmas de la decencia que había aprendido Isabella en su vida, pero ¡que él se sentara directamente en su cama...! Tales privilegios se concedían solamente a un marido, y eso sólo raras veces.
—Si quiere hablar, estoy dispuesto, porque Dios sabe que debe de estar muerta de miedo y yo no lo había tenido en cuenta, pero si suelta un solo chillido más, es probable que la estrangule. Demonios, cómo me duele la cabeza.
La advertencia surgió ásperamente de la oscuridad.
El lenguaje de Alec en su presencia era casi tan inquietante como la actitud de él sobre su cama. Ciertamente ningún gentil hombre maldeciría de tal modo ante una dama. Pero desde que fuera secuestrada, las reglas sociales habían sido escarnecidas tantas veces y de tantas maneras, que el lenguaje impropio era una mera bagatela.
—Lo siento, no quise gritar. Pero... usted está sentado sobre mi cama.
—O me siento en su cama, o me vuelvo a la mía. Usted verá, por el momento no gozo exactamente de buena salud, pero me puedo marchar si lo desea.
—iNo!
Por el silencio satisfecho de Alec, Isabella conjeturó que esa era la reacción que él estaba esperando.
—Entonces, muy bien... Si la idea de ser violada de buenas a primeras es lo que la pone tan nerviosa, le ruego que no piense más en eso. Aunque lo deseara, que no lo deseo, y aunque fuese capaz, que no creo serlo por ahora, no soy partidario de imponer mis atenciones a una mujer que no las quiere. Hay demasiadas que sí las quieren.
Isabella quedó tan turbada por la franqueza de Alec, como escandalizada por lo que percibía como su sobrenatural capacidad para leer sus pensamientos. Desde que advirtiera su presencia, una parte minúscula de su mente había temido que él hubiese entrado en su cuarto en plena noche con tal finalidad precisamente. Después de verlo retozar tan escandalosamente con Pearl, y recordando su mirada ardiente al observar su cuerpo, Isabella creía tener todas las razones para ser precavida. Era obvio que a Alec le gustaban las mujeres, y ella no podía confiar ni en su moral (estaba convencida de que no la tenía) ni en su buena crianza (tampoco tenía nada de eso) para tenerlo a raya. Pero él había dicho que no impondría sus atenciones a una mujer y, para su propia sorpresa, Isabella descubrió que creía en su palabra. Tal vez él ordenara que la asesinasen, pero ella le creía cuando le aseguraba que no le gustaban las violaciones.
—Ahora que ya hemos aclarado eso, ¿qué quiere saber? —la voz incorpórea de Alec sonaba curiosamente reconfortante. Era agradable saber que había alguien con ella, que ya no estaba sola en la oscuridad. Habría resultado más reconfortante, si tan sólo le hubiera podido garantizar que él pensaba lo mismo del asesinato que de la violación.
—¿Qué ha sucedido? ¿Cómo llegué aquí, y por qué se... esconde usted en el gabinete?
Isabella sintió que él la observaba.
—No me agrada mucho la palabra "ocultarse" —respondió finalmente—. Aunque supongo que es bastante cierta. Me disparó un hombre que trabajó para mí durante años, alguien a quien yo creía totalmente leal. Por lo que él dijo antes de morir, otra persona perteneciente a mi organización le pagó para que me matara. Hardy... así se llamaba, Cara de Rata Hardy... murió antes de que pudiera revelarme el hombre que le contrató. Estando yo medio muerto, a Paddy le urgieron los instintos protectores. No sabiendo quién era el traidor, optó por no confiar mi valiosa persona a otro que no fuera él mismo. Como usted fue derribada por algo que sólo puedo presumir que fuera una bala perdida, Paddy tenía entre manos dos cuerpos que sangraban mucho y con los cuales no sabía bien qué hacer. Nos empaquetó a los dos y nos trajo con Pearl, que es astuta a más no poder. Paddy confía en Pearl y yo también. Es una de las pocas personas a las que absuelvo del deseo de perjudicarme. A Pearl se le ocurrió la idea de ponernos a usted y a mí en un solo dormitorio; usted muy abiertamente, como una de sus muchachas que ha caído enferma, y yo en secreto. El que quiere verme muerto está saboreando el éxito pero es probable que lo intente otra vez si puede. Hasta que recupere toda mi fuerza, hemos decidido que era mejor que me escondiera. Paddy hace de guardaespaldas mientras mis hombres procuran descubrir a la comadreja que quiere apoderarse de mi organización. Pensamos que, no estando yo presente, sin duda se pondrá nervioso y hará su jugada. Entonces lo atraparemos.
—¿Qué clase de organización conduce usted? —inquirió la joven.
Alec no parecía excesivamente preocupado porque alguien tratara de matarlo. Por su propia experiencia, Isabella sabía que enfrentarse al asesinato era aterrador. Pero quizá matar fuese un asunto cotidiano para él.
Alec titubeó. La joven percibió que se frenaba mentalmente otra vez, como si debatiera qué responder. Súbitamente Isabella comprendió qué poco sabía de aquel hombre, y lo engañosa que podía ser su anterior sensación de familiaridad.
 —¿Va... va usted a matarme?
Reveló así su más hondo temor antes de poder contenerse. Luego se quedó con la mano sobre la boca, los ojos dilatados de horror por lo que había dicho. Habría debido fingir que no tenía semejante idea, y esperar otra ocasión para escapar…
Inesperadamente Alce rió entre dientes. El sonido fue peculiarmente cautivador.
—Así que, lejos de temer una violación, creyó que había venido a ponerle una almohada sobre la cara, ¿eh? No es mala idea, teniendo en cuenta el ruido que hacía.
Isabella se quedó muda. Al cabo de un rato sintió que él la atisbaba en la oscuridad.
—Oiga, eso ha sido una broma. No tiene por qué temer que la asesinen. Al menos, yo no.
—¿Qué quiere decir?
La última parte de esa declaración había sido indudablemente siniestra. Isabella lo miró con atención entre la oscuridad, no sintiéndose nada tranquila.
—Usted y yo estamos en la misma situación, querida mía. Alguien tiene mucho empeño en que muera también usted —dijo Alec. Sin duda Isabella lanzó un sonido de protesta, ya que él continuó con cierta impaciencia—. Presupongo que sabe que los miserables que la secuestraron se proponían asesinarla.
Aunque fue más una afirmación que una pregunta, Isabella asintió con la cabeza, olvidando que él no podía verla entre la oscuridad. Aunque aparentemente él percibía sus movimientos, como ella los de él.
—Entonces, bien... Bueno, alguien los contrató... Cook Parren jamás habría dado un paso en su vida, salvo que hubiese alguien que le pagara por ello. Pensaba matarla, desde luego, pero no fue idea de él. Antes de que la devolvamos al seno de su familia, debe saber que alguien cercano a usted quiere que muera.
Isabella lo miró fijamente.
 —¡Eso es imposible! ¿Quién?
Un leve movimiento del colchón, le hizo pensar que él podía haberse encogido de hombros.
—Pues no lo sé... Ya que no la conozco, ni a su familia.
—Mi familia no querría mi muerte.
La joven volvió a tener la sensación de que Alec se encogía de hombros.
—¡Jamás! —insistió ella—. Debe de estar equivocado.
—Usted conoce a su familia mejor que yo. Pero a Parren le pagaron para que la secuestrara para pedir rescate, cosa que hizo, y luego le pagaron más para que la matase, cosa que habría hecho. Lo contrató alguien, alguien que tenía algo que ganar. ¿Quién se podría beneficiar con su muerte?
 —¿Beneficiarse? ¿Quiere decir económicamente? Nadie. Mi esposo recibió mi dote cuando nos casamos. Tengo muy poco a mi propio nombre. Y mi padre... mi padre no haría eso. Además, no tiene ciertamente nada que ganar. Sarah, mi madrastra, no simpatiza conmigo, pero no pagaría a alguien para que me asesinara. No hay nadie, de eso estoy segura. Nadie...
—Créame, hay alguien, alguien que quiere su muerte con tanto ahínco, que pagaría una cuantiosa suma para lograrlo. Si lo desea, puedo tratar de averiguar quién es. Una de las ventajas de mi situación es que puedo averiguar innumerables hechos desagradables. Si alguien sabe quién contrató a Parren, y por qué, mis hombres lo encontrarán tarde o temprano. Y entonces sabrá usted lo peor. Por supuesto que, si prefiere no saberlo, la decisión es suya. Yo puedo hacerla enviar a su familia tan pronto como no la necesitemos más como cobertura, si eso es lo que quiere. Tendrá usted que proporcionarme su nombre y dirección, por supuesto.
—¿No sabe quién soy? —exclamó Isabella.
Sus ojos se dilataron al darse cuenta de que él ni siquiera sabía su nombre. Y pensar que había estado sintiéndose más a sus anchas con él que con cualquier otro hombre en su vida... Mucho más cómoda de lo que se sentía con Bernard.
—Nos enteramos de que Parren había recibido dinero para secuestrar a una dama sin pasar por los canales adecuados, por así decirlo. Yo soy el canal adecuado, por eso actué para poner fin a su insubordinación. No tenía importancia quién fuera usted.
Alec habló en tono casi de disculpa. Isabella quedó inexplicablemente irritada, lo cual se notó en su voz.
—¡Vaya, me alegra mucho saberlo!
—¿Me dirá su nombre o no?
—Ah, sí. Soy Isabella Saint Just, Lady Blakely.
—¡Válgame, una lady! ¿Qué tipo de lady es usted exactamente?
—Mi esposo es el conde de Blakely.
—¡Está casada con Bernard Saint Just! —inquirió Alec en tono un poco más brusco. Olvidando otra vez que él no podía verla, Isabella movió la cabeza afirmativamente—. ¿Y bien? —insistió Alec, impaciente.
—Sí.
Hubo un silencio. Luego:
—¿Cómo rayos se ha casado con él? ¡Si no es mucho más que una polluela recién salida del cascarón!
—¡Tengo veintitrés años! —replicó la joven—. Bernard tiene cuarenta y cinco. Mi padre dice que esa es la flor de la vida.
—¿Y quién es precisamente su padre?
—El Duque de Portland.
—¡Aaaaah! Entonces es usted una ciruela muy jugosa para arrancarla, en verdad.
—¿Cómo dice?
—No importa... ¿Es feliz su matrimonio?
—El que lo sea o no, ciertamente no es de su incumbencia —replicó lsabella, pasmada.
—Procuro simplemente determinar quién querría su muerte. Si su matrimonio es desdichado, hay que tenerlo en cuenta, junto con todo lo demás.
—Ya se lo he dicho, nadie de mi familia querría verme muerta.
—Hace pocos meses, Saint Just perdió mucho dinero en las mesas de juego —dijo Alec.
Aunque sonó como una observación casual, resultaba siniestra en el contexto de esa conversación. Isabella pestañeó.
 —¿Cómo lo sabe usted?
—Sólo digamos que es asunto mío saber lo que pasa en Londres.
—¿Quién es usted, al fin y al cabo? No habla como un... un... —se le apagó la voz al recordar que lo que estaba a punto de decirle posiblemente fuese considerado un insulto.
—¿Un qué? —la aguijoneó él. Isabella pensó que quizá se burlara de ella otra vez.
—Un granuja —dijo por fin, y esta vez Alec soltó la risa.
—Oh, soy en toda la extensión de la palabra un granuja, señora mía, créame. Aunque nunca he pensado en mí mismo de esa manera exactamente.
—Le ruego mil perdones si lo he ofendido.
—En absoluto. Nunca he vacilado en llamar las cosas por su nombre: al pan, pan, y a un granuja, granuja.
Estaba sonriendo; Isabella lo podía notar. Entrecerró los ojos. ¡Al parecer le estaba proporcionando mucha diversión!
 —Además de granuja, ¿tiene otro nombre?
—Por cierto que sí, señora mía. Alec Tyron, a su servicio.
—¿Cómo está usted, señor Tyron?
—Muy bien, gracias, señora mía. Y ahora que se han observado las formalidades, y que por fin se han calmado sus temores de un asesinato inminente, ¿puedo sugerir que encendamos una vela? Es decir, si vamos a continuar esta fascinante conversación.
—¡Oh, no!
La sugerencia de Alec le hizo recordar el escaso decoro de la situación. Ataviada con otro de esos camisones transparentes, estaba casi desnuda... y él era un extraño probablemente peligroso, y ciertamente pícaro, pese a estar tan amigablemente sentado en el borde de su cama, y pese a la inexplicable sensación de seguridad que eso daba a la joven.
—¿Por qué no? —la pregunta era razonable.
—No estoy... vestida.
—¿Intenta decirme que está ahí sentada, hablando conmigo, totalmente desnuda? ¡Válgame Dios, eso me escandaliza!
Por el tono fingidamente horrorizado de su voz, Isabella supo que se burlaba de ella. Pero la imagen que sus palabras evocaban era vívida, y causó una extraña tirantez en su vientre. Mortificada tanto por la conversación como por su propia reacción, la joven se esforzó por encontrar palabras.
—¡No, no estoy desnu... totalmente sin ropas! ¡Por supuesto que no! Tengo puesto un camisón, pero es... no es... —pensó que él sabía perfectamente bien lo que ella intentaba decir. Después de todo, había visto con sus propios ojos el camisón... y lo que este cubría. El recuerdo la hizo enrojecer.
—Alivia usted mi espíritu. Por un instante pensé que iba a ser sometido al espectáculo de una dama desnuda... no, le ruego mil perdones, ha dicho "sin ropas", ¿verdad?
—¡No será sometido al espectáculo de ninguna dama, porque rehuso permitir que encienda la vela!
—¿Y si insisto?
Eso la hizo callar. Pese a todo su buen humor y sus chanzas, era él quien llevaba las de ganar, no ella. Si decidía encender la vela, ella no tenía recursos para impedírselo.
Sin duda él percibió su inquieto silencio, porque al cabo de un momento suspiró.
—Oiga, bromeaba, nada más. Olvidé que es tan sólo una pollita que todavía no sabe arreglárselas sola. Nada tiene que temer de mí, le doy mi palabra. Sí no desea que encienda la vela, pues se quedará apagada. Que nunca se diga que omití honrar los deseos de una dama.
—Deseo que me deje volver a mi casa —pidió Isabella. La súplica, nacida de su confusión, la creciente llama del aprecio que sentía por él y las moribundas brasas del temor, sonaba sincera.
—Podrá irse a su casa, desde luego, dentro de un día o dos, no más. También de eso le doy mi palabra. Aunque, si yo fuera usted, querría saber quién trata de poner punto final a mi existencia antes de colocarme otra vez a su alcance.
—No puedo creer que...
Se oyó un ruido en la puerta, luego el chirriar de una llave al girar en la cerradura. La mirada de Isabella se clavó en la oscuridad en la dirección del ruido mientras la luz empezaba lentamente a aparecer en torno a los bordes de la puerta. Sintió que, a sus pies, Alec se ponía tenso.
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Mensaje por kuchta Mar 01 Mar 2016, 8:31 pm

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Capítulo 12

El hombre que traspuso la puerta llevaba en una mano una lámpara de aceite. La mecha estaba baja, de modo que la lámpara arrojaba apenas luz suficiente para permitirle encontrar el camino. Aunque sus facciones estaban en las sombras, aquel corpachón era inconfundible.
—Por aquí, Paddy —dijo Alec, confirmando la suposición de Isabella.
Paddy aumentó la luz de la lámpara. Isabella pestañeó, luego lanzó una exclamación ahogada al darse cuenta de lo que debía revelar la lámpara. Presurosamente asió las mantas y las puso de un tirón en torno a su cuello, donde las sostuvo con firmeza. Su cabello suelto se volcaba en desordenada masa sobre el cubrecama de seda azul que sostenía hasta la barbilla. Por encima de él sus ojos estaban dilatados, y se tornaron de un tono azul más suave, más intenso cuando se atrevió a mirar primero a Alec y después a Paddy. Como había temido, los dos hombres la miraban, y ella se preguntó qué habrían visto de su persona. Aunque, pensó con dudoso consuelo, no podían haber visto más de su persona de lo que ya habían visto la noche anterior.
—Temo que hayas comprometido el pudor de la dama con tu lámpara, Paddy —dijo Alec con abundante regocijo. Sus ojos dorados se apartaron de ella para mirar hacia su amigo.
—¿Qué haces levantado? El matasanos te ordenó permanecer quieto hasta dentro de una semana por lo menos —Paddy se adelantó un paso más mirando ceñudo a Alec. Luego, recordando evidentemente algo, estiró una mano para hacer girar la llave de modo que la puerta quedara firmemente cerrada otra vez.
Vestía lo que parecía ser la misma levita y los mismos pantalones, una y otros arrugados, que había usado el día anterior, pero estaba recién afeitado y su ropa blanca estaba limpia. Debajo de un brazo traía una botella de algo que parecía ser coñac, y los dos bolsillos de su chaqueta abultaban sospechosamente. A juzgar por el tintineo que hacían los contenidos cuando él se movía, Isabella sospechó que uno de esos bolsillos contenía vasos. No sabía con certeza qué había en el otro bolsillo, pero el contorno del objeto le hizo suponer que era una pistola.
Alec se encogió de hombros. La luz de la lámpara jugueteaba sobre la desnuda anchura de sus hombros, dibujando unos sólidos músculos y coloreándolos de dorado. La luz también doraba las puntas de los pelos de su pecho y, por un momento, olvidándose de sí misma, Isabella lo miró fijamente. Era tan masculino, tan completamente distinto de ella misma. Su piel parecía ser lisa al tacto... La joven curvó los dedos en puños involuntarios como si resistiera el impulso repentino de descubrir por sí misma la textura de esa piel. Decidió que tales pensamientos debían ser producto de alguna persistente debilidad cerebral ocasionada por el delirio, porque hasta entonces ella nunca había tenido nada que se pareciese ni remotamente a ellos.
Salvo por la sábana que él se había puesto en torno a la cintura, y el vendaje que le rodeaba el pecho, Alec estaba desnudo como un bebé. Evidentemente no había tenido tiempo de ponerse los pantalones antes de ir a ver qué le pasaba a ella. Al pensar que había estado sentada allí en la oscuridad, en agradable coloquio con él, Isabella sintió que se le secaba la garganta.
Decidió que aún debía estar más débil de lo que creía. No se le ocurría otra manera de explicar esos síntomas físicos tan inquietantes.
—Al demonio con ese condenado matasanos —aunque la voz de Alec seguía siendo perfectamente afable, su tono cortante le indicó a Isabella que él estaba acostumbrado a que se acataran sus deseos. Observó su perfil con renuente interés mientras él, ceñudo, miraba a Paddy sobre el hombro. Sus facciones estaban tan perfectamente talladas desde el costado como desde adelante; la frente alta, la nariz larga y recta, la barbilla firme. Una barba que parecía ser de una semana o más le hacía más áspera la mandíbula, haciéndolo parecer en verdad un granuja, como ella lo había llamado. Su cabello leonado, suelto como el de la joven, le llegaba casi hasta los hombros—. Ya estoy harto de esconderme aquí.
—Tú sabes lo que hemos decidido. Hasta que descubramos quién convenció a Hardy para que te disparara, debes permanecer oculto. Es mejor así, Alec, y tú lo sabes.
—Al infierno con lo que hemos decidido. Yo encontraré al maldito canalla a mi manera.
—Si ven la ocasión de atacarte mientras estás débil, caerán sobre ti como chacales sobre un cadáver. Será más fácil que salgan a la luz si no saben dónde estás o si aún vives o no —hubo un momento de silencio mientras Alec miraba a Paddy con enojo. Paddy sostuvo con firmeza la mirada de esos ojos dorados, y al cabo de un rato Alec suspiró.
—Sí, lo sé... Pero me fastidia ocultarme mientras tú examinas el maderamen en busca de la sabandija que embaucó a Hardy.
—Es inevitable, Alec. Salvo que prefieras un cajón de pino en lugar del patíbulo que, como siempre dije, será tu recompensa terrenal.
Isabella emitió una exclamación de sorpresa al oír tanta franqueza entre amigos. La atención de Alec se volvió a desviar hacia ella. Avergonzada al verse sorprendida contemplándolo, ella fijó rápidamente su atención en Paddy. Pero pese a sus mejores intentos de mostrarse aparentemente tan despreocupada como Alec acerca de la nada convencional situación de ambos —aunque, por supuesto, sentarse en una cama semidesnudo con una mujer igualmente desvestida probablemente no fuese para él nada fuera de lo común— sintió que un cálido rubor le teñía las mejillas.
—Vamos, ¿por qué se ruboriza? —comentó Alec en tono de sorpresa, dirigiéndose aparentemente al mundo en general.
Por supuesto, eso hizo que Isabella enrojeciese todavía más.
—Yo... Yo...
A Isabella no se le ocurría respuesta alguna. ¿Cómo se le decía a un caballero... ¡No, él no era ciertamente ningún caballero!... a un hombre, que su falta de ropas la importunaba de manera por demás inexplicable? Isabella no encontraba palabras. Su mirada se cruzó casi tímidamente con la de Alec, que la miraba con ojos súbitamente atentos.
Paddy se despejó la garganta.
—Bueno, será mejor que se duerma otra vez, señora. Para empezar, Alec no tenía por qué haberla despertado.
Alec desvió los ojos hacia Paddy y, cuando habló, sus palabras fueron ligeras. Pero Isabella no logró sacudirse la idea de que algo acababa de pasar entre Alec y ella; no sabía bien qué, pero algo totalmente ajeno a su experiencia. Algo que era ardiente y secreto, y que le enviaba hasta los pies el calor que había enrojecido las mejillas.
—Es al revés, amigo mío. Ella me despertó berreando como una gatita. Y dile "mylady", no señora, Paddy.
—Mil perdones, mylady —dijo Paddy, inclinándose en dirección a Isabella y fijando en Alec una mirada inquisitiva.
—Es la condesa de Blakely. Reliquia de Saint Just.
—¡Oh! —Paddy arrugó el entrecejo, empezó a decir algo y aparentemente se arrepintió.
—¿Ocurre algo, Paddy?
—Te lo diré más tarde —respondió Paddy en voz baja con una mirada de advertencia a su amigo.
Isabella se sentó un poco más erguida. Al apretarse contra la cabecera, le palpitaba la espalda bajo el pulcro vendaje cuadrado que protegía la herida mientras cicatrizaba, pero sin hacer caso del dolor, fijó en Paddy sus dilatados ojos.
—Si está relacionado conmigo, preferiría que me lo dijera, además de decírselo al señor Tyron —dijo con tranquila dignidad.
Paddy demostró pesar.
—Vamos, Paddy, no puede ser tan malo como para que no lo oiga usía, ¿verdad?
—Alec...
—Díselo —pese al timbre sosegado de la voz de Alec, se trataba de una orden.
—Saint Just estuvo aquí abajo esta noche.
—¿Qué? —exclamó Isabella.
No podía creer que hubiese oído correctamente. Paddy, cortés, repitió lo que acababa de decir, esta vez en voz más alta.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué es este sitio? ¿Por qué ha venido Bernard, aquí? ¿Está buscándome?
Sentía una extraña desilusión de que así fuera. Bernard era su marido; si había ido a buscarla, tendría que irse con él. Y le asombró descubrir que, de pronto, no tenía ningún deseo de irse a casa, después de todo.
Alec y Paddy se miraron durante mucho tiempo.
—No creo que la buscara a usted —dijo lentamente Paddy, mirándole la cara con ojos apenados.
—Entonces, ¿por qué ha estado aquí? ¿Qué sitio es este?
Alec arrugó la frente. Sus ojos dorados relucieron al mirarla a la luz de la vela.
—¿Ha ido alguna vez al teatro? ¿En Londres? —inquirió.
—Nunca he estado en Londres —admitió ella con lentitud.
—Bueno, estamos en el distrito teatral de Londres.
—Más o menos —le corrigió Paddy, al parecer inquieto.
Alec le lanzó una mirada cuyo sentido no pudo descifrar Isabella.
—Si hay algo que les cuesta trabajo decirme, deseo que lo digan tranquilamente —Isabella observó a Alec, que inesperadamente la miró con sonrisa torcida—. Qué tal si empiezan por decirme dónde estamos. Ya me doy cuenta de que este no es... un lugar respetable.
—No, no es respetable —admitió Alec. Paddy mostraba turbación—. Se le llama el Carrusel de Oro y es una combinación de garito y burdel.
Un garito ya era bastante malo... en verdad ella nunca había pensado estar dentro de uno de ellos... pero ¡un burdel! Sus ojos se agrandaron al recordar a la muchacha del pasillo... y a Pearl. Vaya, ellas debían ser... Se le puso el rostro escarlata.
—Oh —dijo débilmente Isabella al cabo de un rato, sintiendo que debía reaccionar de algún modo pero incapaz de pensar en algo más adecuado. Luego arrugó la frente—. Supongo que Bernard ha venido a jugar entonces.
Aunque se mostró incómodo, Paddy asintió.
—Hay algo más, ¿verdad? —continuó Isabella mirándole la cara—. Si vino a... a... si vino en busca de... de compañía femenina, no es necesario que trate de ocultarlo. Soy más avezada de lo que ustedes dos piensan. Sé que tales cosas son habituales entre los caballeros.
Alec emitió un sonido por lo bajo. Isabella vio que tenía los ojos oscurecidos de compasión hacia ella. Alzó la barbilla hacia él.
—Así es el mundo —dijo con voz firme.
—Alec, ¿podría verte a solas un minuto? —inquirió Paddy, que aún parecía estar incómodo.
—Si tiene algo más que comunicar acerca de Lord Blakely, puede hacerlo ante mí. Después de todo, es mi marido.
—Di lo que tengas que decir, Paddy. Sea lo que fuere, es mejor que ella lo sepa —dijo Alec con brusquedad.
Paddy miró a Isabella con pesar.
—Saint Just vestía de luto, mylady. Le dijo a una de las prostitutas que acababa de enviudar.
—¿Qué? —Isabella quedó aturdida—. Pero... ¿cómo ha podido decir eso? ¡No ha enviudado, por supuesto!
—Aparentemente la cree muerta —levantándose de la cama, Alec se alzó distraídamente la sábana en torno a la cintura—. En su lugar, yo pensaría en eso.
Isabella no dijo nada. No había nada que pudiera decir. El que Bernard se creyese viudo tenía muchas explicaciones posibles. Debía examinarlas todas antes de saber qué pensar. Alec la observó un momento, luego se volvió hacia Paddy.
—Vamos a abrir esa botella, amigo mío, y dejemos que la dama se vuelva a dormir.
Isabella apenas sí prestó atención cuando ellos se encaminaron en silencio hacia el gabinete. Estaba muy ocupada en dar vueltas mentalmente a lo que acababa de saber. ¿Acaso el hecho de que Bernard la creyera muerta significaba que era él quien había planeado hacerla matar? Pero, ¿por qué? Seguramente, seguramente, había alguna otra explicación...
—Mire, no tiene por qué temer. Aquí la tenemos a salvo y puede quedarse el tiempo que quiera.
Fue Alec quien habló al llegar a la puerta del gabinete. Cuando miró en dirección a su voz, Isabella se dio cuenta de que Paddy se había llevado consigo la lámpara y el cuarto estaba otra vez a oscuras. Alec no era más que una alta silueta contra la luz que ahora brillaba desde el gabinete, a sus espaldas.
Isabella no encontró palabras para responder. Simplemente se quedó mirando con atención el alto y oscuro contorno de Alec sin contestar. Alec esperó un minuto, luego se alejó, hablándole sobre el hombro antes de dejarla sola.
—Buenas noches, pues —dijo con suavidad. Luego, más suavemente aún, agregó—: Isabella.
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