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En Nombre del Amor (Joseph y Tu)

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En Nombre del Amor (Joseph y Tu) Empty En Nombre del Amor (Joseph y Tu)

Mensaje por maca$ Lun 13 Ago 2012, 5:29 pm

Nombre: En Nombre del Amor (Joseph y Tu)
Autor: Maca$
Adaptación: Si, Nicholas Sparks
Género: Drama y Romance

En Nombre del Amor

[i]Un hombre se debate ante la decisión más importante de su vida.....

Joseph Jonas tiene todo lo que puede desear: un buen trabajo como veterinario, amigos fieles e, incluso, una casa delante de un lago, pero hay algo que se resiste a probar: enamorarse. Sin embargo, semejante propósito desaparece por completo en el momento que aparece en su vida ________ _________

________ es una asistente pediátrica que se acaba de mudar al barrio de Joseph. Ella ha resistido cada una de las invitaciones de su guapísimo y encantador vecino, en parte porque le sería demasiado fácil sentirse atraída por él. Y eso sería un problema porque _______tiene novio.

maca$
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En Nombre del Amor (Joseph y Tu) Empty Re: En Nombre del Amor (Joseph y Tu)

Mensaje por maca$ Lun 13 Ago 2012, 5:39 pm

Agosto 2021.

Cada historia es tan singular como cada persona que la cuenta y las mejores historias son aquellas con un final inesperado. Por lo menos, eso es lo que Joseph Jonas recordaba que su padre le decía de niño. Se acordaba de que su padre se sentaba en la cama, a su lado, y que fruncía los labios en una sonrisa cuando Joseph le suplicaba que le contara una historia.

—¿Qué clase de historia quieres? —le preguntaba.
—¡La mejor de todas! —contestaba Joseph.

A menudo, su padre permanecía sentado en silencio durante unos breves momentos, hasta que se le iluminaban los ojos. Entonces, rodeaba a Joseph con un brazo y en un tono de voz suave y armonioso empezaba a hilvanar un relato que frecuentemente mantenía al niño despierto hasta mucho rato después de que su padre hubiera apagado las luces. Los ingredientes solían ser siempre los mismos: aventura, peligro, emoción y viajes que tenían por escenario el pequeño pueblo costero de Beaufort, en Carolina del Norte, el lugar que había visto crecer a Jospeh Jonas y al que él seguía denominando «hogar». Aunque pareciera extraño, en la mayoría de esas historias solían aparecer osos. Osos grises, pardos, osos Kodiak de Alaska... Su padre no era muy fiel a la realidad cuando se trataba de describir el hábitat natural de los osos. Más bien se centraba en las espeluznantes escenas de persecución a lo largo de arenosos parajes desolados, que después le provocaban a Joseph unas pesadillas recurrentes que lo aterrorizaron hasta bien entrados los once años, y en las que siempre veía a unos feroces osos polares que corrían por las tranquilas playas de Shackleford Banks. Sin embargo, por más aterradoras que fueran las historias que su padre se inventaba, no podía evitar preguntarle: «¿Y después qué pasó?».

Para Joseph, aquellos días le parecían vestigios inocentes de otra era. Ahora tenía cuarenta y tres años, y mientras aparcaba el coche en la zona de estacionamiento del Hospital General Carteret, donde su esposa había trabajado los últimos diez años, pensó nuevamente en aquellas palabras que le decía su padre.

Salió del automóvil y cogió el ramo de flores que llevaba. La última vez que había hablado con su esposa, se habían peleado, y lo que más deseaba era retractarse y poder reparar el daño causado. No esperaba que las flores ayudaran a mejorar las cosas entre ellos, pero no se le ocurría qué más podía hacer. Asumía toda la responsabilidad de lo que había sucedido, pero sus amigos casados le habían asegurado que el sentimiento de culpa era la piedra angular de cualquier matrimonio sano. Significaba que la conciencia no descansaba, que los valores se mantenían en alta estima, y, por consiguiente, era mejor evitar los sentimientos de culpa. A veces sus amigos admitían sus propios fallos en sus relaciones conyugales, y Joseph suponía que el mismo cuento se podría aplicar a cualquier pareja en el mundo. Tenía la impresión de que sus amigos se lo decían para consolarlo, para recordarle que nadie era perfecto, que no debería ser tan duro consigo mismo. «Todos cometemos errores», le decían, y a pesar de que él asentía con la cabeza como si realmente los creyera, sabía que ellos jamás comprenderían el calvario que estaba viviendo. No, no podían. Después de todo, sus esposas seguían compartiendo el lecho con ellos cada noche; ninguno de sus amigos había estado separado tres meses de su mujer, ninguno de ellos se preguntaba si su matrimonio volvería a ser lo que un día fue.

Mientras cruzaba el aparcamiento, pensó en sus dos hijas, su trabajo, su esposa. En aquel momento, ninguno de esos pensamientos le reconfortaba. Se sentía como si estuviera fracasando en cada faceta de su vida. Últimamente, la felicidad parecía un estado tan distante e inalcanzable como un viaje espacial. No siempre se había sentido así. Recordó que, durante un largo periodo de su vida, se había sentido muy feliz. Pero las cosas cambian. La gente cambia. El cambio es una de las inevitables leyes de la naturaleza, que pasa factura a cada persona, sin excepción. Uno comete errores, empieza a sentir remordimientos, y lo único que queda son las repercusiones que provocan que algo tan simple como levantarse de la cama cada mañana parezca casi laborioso.

Joseph sacudió la cabeza y enfiló hacia la puerta del hospital, imaginándose a sí mismo como el niño que había sido, atento a las historias de su padre. Sonrió sorprendido al pensar que su propia vida había sido la mejor historia de todas, la clase de historia que merecería concluir con un final feliz. Mientras se acercaba a la puerta, notó el embate familiar de los recuerdos y del remordimiento.

Sólo más tarde, después de dejar que los recuerdos se apoderasen nuevamente de él, se preguntó qué pasaría después.
maca$
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En Nombre del Amor (Joseph y Tu) Empty Re: En Nombre del Amor (Joseph y Tu)

Mensaje por maca$ Mar 14 Ago 2012, 7:39 pm

CAPÍTULO 01

Agosto 2012.

—Dime otra vez cómo es posible que haya accedido a echarte una mano con esto.

Matt, con la cara sofocada y sin dejar de refunfuñar, continuaba empujando el jacuzzi hacia el enorme hoyo rectangular recién excavado en la otra punta de la terraza. Le patinaban los pies; podía notar que le resbalaban las gotas de sudor por la frente hasta encarrilarse por las comisuras de los ojos, y que le provocaban un intenso escozor. Hacía calor, un calor espantoso, aunque fuera a principios de mayo. Un excesivo y horroroso calor, para estar allí realizando aquel trabajo, de eso no le cabía la menor duda. Incluso Moby, el perro de Joseph, había buscado cobijo a la sombra y no dejaba de jadear, con un palmo de lengua fuera.
Joseph Jonas, que empujaba la gigantesca caja junto a él, se encogió de hombros como pudo.

—Porque pensaste que sería divertido —apuntó. Bajó el hombro y propinó otro empujón; el jacuzzi (que debía de pesar unos ciento ochenta kilos) apenas se movió unos centímetros. A ese paso, estaría colocado en su sitio algún día de la semana siguiente.
—Esto es ridículo —protestó Matt, sumando su peso al de la caja; pensó que lo que realmente necesitaban ahora era un par de muías.

El dolor en la espalda era insoportable. Por un momento, visualizó sus orejas explotando a ambos lados de la cabeza a causa de la gran tensión, y después saliendo disparadas como cohetes de botella, esos petardos que él y Joseph solían lanzar cuando eran niños.

—Eso ya lo habías dicho antes.
—Y no es divertido —gruñó Matt.
—Eso también lo habías dicho.
—Y no será nada fácil instalar este trasto.
—¡Qué va, hombre! —lo animó Joseph. Se detuvo y señaló el texto impreso en la caja—. ¿Lo ves? Aquí dice: «Fácil de instalar».

Desde su lugar privilegiado a la sombra del árbol, Moby —un bóxer de pura raza— ladró como si pretendiera mostrar su conformidad, y Joseph sonrió abiertamente, visiblemente henchido de satisfacción.

Matt esbozó una mueca de fastidio al tiempo que intentaba recuperar el aliento. Detestaba ese gesto engreído de su amigo. Bueno, no siempre. A decir verdad, casi siempre le encantaba el entusiasmo desinhibido de Joseph. Pero en esos momentos no. Definitivamente no.
Matt sacó el enorme pañuelo que guardaba en el bolsillo de la parte de atrás del pantalón. La tela, empapada de sudor, le había dejado una enorme mancha en los pantalones. Se secó la cara y retorció el pañuelo con un rápido movimiento. Mil gotas de sudor se estrellaron contra su zapato, como caídas de un grifo mal cerrado. Él contempló la visión, ensimismado, antes de notar que las gotas se filtraban por la fina malla de su calzado. Acto seguido, sintió una agradable sensación pegajosa en los dedos del pie. Genial. No se podía pedir más.

—Si no recuerdo mal, dijiste que Nick y Laird vendrían a ayudarnos con tu «pequeño proyecto», y que Megan y Allison prepararían unas hamburguesas, y que también habría cerveza. ¡Ah! ¡Y que, como máximo, sólo tardaríamos un par de horas en instalar este cacharro!
—Están a punto de llegar —apuntó Joseph.
—Eso mismo dijiste hace cuatro horas.
—Se están retrasando un poco, eso es todo.
—O quizás es que ni siquiera los has llamado.
—Claro que los he llamado. Y traerán a los niños, también. Te lo prometo.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
—¡Ja! —espetó Matt. Embutió el enorme pañuelo arrugado nuevamente en el bolsillo—. Y por cierto, suponiendo que no lleguen pronto, dime: ¿cómo diantre esperas que nosotros dos solos metamos este trasto en el agujero?

Joseph mostró su despreocupación con un leve movimiento de la mano, y acto seguido se giró hacia la caja.

—Ya veremos. De momento, piensa en lo bien que lo estamos haciendo. Ya casi estamos a mitad del camino.

Matt volvió a torcer el gesto. Era sábado. ¡Sábado! Su día de descanso, su oportunidad para escapar al yugo de las obligaciones semanales, la merecida tregua que se había «ganado» después de cinco días trabajando en el banco, la clase de día que «necesitaba». ¡Era cajero, por el amor de Dios! Se suponía que tenía que ensuciarse las manos con papeles, ¡y no con una maldita bañera para hidromasaje! ¡Podría haberse pasado el día repanchigado, viendo un partido de béisbol de los Braves contra los Dodgers! ¡Podría haber ido a jugar al golf! ¡Podría haber ido a la playa! Podría haberse quedado haciendo el remolón en la cama con Liz, antes de ir a casa de los padres de ella, como solían hacer cada sábado, en vez de levantarse al alba para realizar un tremendo esfuerzo físico durante ocho horas seguidas bajo aquel sol abrasador...

Se quedó un momento pensativo. ¿A quién pretendía engañar? De no estar allí, seguramente habría pasado el día con los padres de Liz, lo cual era, sin lugar a dudas, el motivo principal por el que había aceptado la petición de Joseph . Pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que no le encontraba sentido a lo que estaba haciendo. Ni loco.

—¡Mira, me niego a seguir! —dijo, visiblemente exasperado—. ¡De verdad, paso!

Joseph reaccionó como si no lo hubiera oído. Emplazó las manos nuevamente en la caja y se colocó en posición para empujar.

—¿Estás listo?

Matt bajó el hombro, enojado. Le temblaban las piernas. ¡Sí, le temblaban! En esos momentos ya sabía que a la mañana siguiente tendría que recurrir a una doble dosis de antiinflamatorio para aliviar el espantoso dolor muscular. A diferencia de Joseph , no se ejercitaba en el gimnasio cuatro días por semana, ni jugaba al pádel, ni salía a correr un rato cada día, ni se escapaba a Aruba a practicar submarinismo, ni a Bali a hacer surf, ni a Vail a esquiar, ni ninguna actividad similar a las que su amigo solía dedicarse.

—No es divertido, ¿sabes?
Joseph le guiñó el ojo.
—Eso ya lo habías dicho antes, ¿recuerdas?


—¡Ahí va! —exclamó Nick, enarcando una ceja mientras daba una vuelta lentamente alrededor de la bañera para hidromasaje.
Por entonces, el sol ya había iniciado su lento descenso, y los rayos dorados se reflejaban en la bahía. A lo lejos, una garza alzó el vuelo entre los árboles y sobrevoló la superficie con elegancia, dispersando la luz. Nick y Megan habían llegado unos minutos antes con Laird y Allison, y con los niños a rastras, y Joseph les estaba mostrando su nueva adquisición.

—¡Es fantástico! ¿Y habéis hecho todo este trabajo hoy?
Nicholas asintió, con una cerveza en la mano.
—¡Bah! ¡Tampoco ha sido para tanto! —dijo—. Incluso diría que Matt se lo ha pasado bien.

Nick echó un vistazo a Matt. El pobre estaba derrumbado en una tumbona en un extremo de la terraza, con la cabeza cubierta con un paño frío. Incluso su vientre —Matt siempre había sido bastante rollizo— parecía hundido.


—Ya veo.
—¿Pesaba mucho?
—¡Como un sarcófago egipcio! —masculló Matt—. ¡Uno de esos de oro macizo que sólo se pueden mover con una grúa!
Joe se puso a reír.
—¿Se pueden meter los niños?
—Todavía no. Acabo de llenarlo, y hay que esperar un rato hasta que el agua se caliente. El sol ayudará a caldearla.
—¡Este sol abrasador la calentará en sólo unos minutos! —gimoteó Matt—. ¡Mejor dicho, en segundos!
Joe sonrió burlonamente. Laird y los otros tres se conocían desde el jardín de infancia.
—Un día duro, ¿eh, Matt?
Matt se apartó el paño de la frente y miró a Nick con cara de pocos amigos.
—Ni te lo puedes llegar a imaginar. ¡Ah! Por cierto, gracias por venir a la hora convenida.
— Joseph me dijo que viniéramos a las cinco. Si hubiera sabido que necesitabais ayuda, habría venido antes.
Matt desvió su mirada furibunda hacia Joseph . Realmente, a veces odiaba a su amigo.
—¿Cómo está Tina? —preguntó Joseph , cambiando de tema—. ¿Megan ya puede dormir por la noche?
Megan estaba charlando animadamente con Allison en la mesa que había en el otro extremo de la terraza, y Nick la observó unos instantes antes de contestar:
—Más o menos. Tina ya no tose y vuelve a dormir toda la noche de un tirón, pero a veces creo que es Megan la que tiene problemas para conciliar el sueño. Al menos desde que nació Tina. A veces se levanta incluso cuando la niña no ha dicho ni pío. Es como si el silencio la despertara.
—Es una buena mamá —aseveró Joseph —. Siempre lo ha sido.
Nick se giró hacia Matt y le preguntó:
—¿Y Liz?
—Estará al caer —contestó su amigo, con una voz de ultratumba—. Ha pasado el día con sus padres.
—Qué bien —comentó Nick.
—Vamos, no te pases; son buenas personas.
—Si no recuerdo mal, hace poco me dijiste que si tenías que sentarte otra vez a escuchar las batallitas de tu suegro sobre su cáncer de próstata o a tu suegra lamentándose de que, por favor, no echaran a Henry otra vez del trabajo (aunque la culpa no fuera de él) meterías la cabeza en el horno.
Matt hizo un esfuerzo por incorporarse.
—¡Yo nunca dije eso!
—Sí que lo hiciste. —Nick le guiñó el ojo, al tiempo que Liz, la esposa de
Matt, aparecía por la esquina con el pequeño Ben delante de ella, bamboleándose con los pasos inseguros propios de un bebé—. Pero no te preocupes. No diré ni una sola palabra.

Los ojos de Matt se desplazaron nerviosamente de Liz a Nick, y de nuevo a Liz para constatar si ella los había oído.

—¡Hola a todos! —exclamó Liz, saludando con el brazo, distendidamente, guiando al pequeño Ben con la otra mano. Se abrió paso directamente hacia Megan y Allison. Ben se zafó de su mano y, bamboleándose, se dirigió hacia los otros niños que jugaban en la terraza.
Joe vio que Matt suspiraba aliviado. Esbozó una sonrisita y bajó la voz.
—Así que... los suegros de Matt, ¿eh? ¿Es así como lo convenciste para que te echara una mano?
—Es posible que comentara algo al respecto. — Joseph sonrió socarronamente.
Nick se echó a reír.
—¡Eh, vosotros dos! ¿Se puede saber de qué estáis hablando? —los exhortó Matt, con recelo.
—Nada —respondieron al mismo tiempo.


Más tarde, con el sol ya muy bajo y la cena acabada, Moby se acurrucó a los pies de Joseph . Mientras escuchaba a los niños chapotear en el jacuzzi, Joseph se sintió plenamente satisfecho. Era su clase de atardecer favorito, en que el tiempo transcurría perezosamente entre el sonido de risas compartidas y de bromas inofensivas. Allison podía estar hablando relajadamente con Nick, y al cabo de unos minutos estar charlando con Liz, y después con Laird o con Matt; y el resto de sus amigos se mostraban igual de relajados, sentados alrededor de la mesa en la terraza. Sin apariencias forzadas, sin fanfarronerías, sin burlas para ridiculizarse los unos a los otros. A veces pensaba que su vida se asemejaba a la de un anuncio de cerveza y, en general, se sentía complacido simplemente dejándose llevar por la corriente de buenos sentimientos.

De vez en cuando, una de las mujeres se levantaba para ir a ver cómo estaban los niños. Laird, Nick y Matt, por otro lado, se limitaban a ejercer sus deberes paternos en tales ocasiones alzando a veces la voz con el deseo de apaciguar a los niños o evitar peleas o accidentes fortuitos. Lo más habitual era que uno de los pequeños pillara alguna rabieta, pero la mayoría de los problemas se resolvían con un rápido beso sobre el rasguño de la rodilla o un abrazo que era tan tierno de presenciar a distancia como lo debía de ser para el niño que lo recibía.

Joseph contempló a sus compañeros, encantado de que sus amigos de infancia no sólo se hubieran convertido en unos buenos esposos y padres, sino que además siguieran formando parte de su vida. No siempre sucedía así. A los treinta y dos años, sabía que la vida a veces podía ser como una tómbola, y él había sobrevivido a un excesivo número de accidentes y de tropiezos, incluso a algunos que deberían haberle dejado más secuelas de lo que en realidad habían hecho. Pero no se trataba únicamente de eso. La vida era impredecible. Algunas de las personas que había conocido a lo largo de su vida habían fallecido en accidentes de tráfico, se habían casado y divorciado, se habían vuelto adictos a las drogas o al alcohol, o simplemente se habían marchado de aquella pequeña localidad, por lo que sus caras empezaban a desdibujarse en su mente. ¿Cuáles eran las probabilidades de que ellos cuatro —que se conocían desde la más tierna infancia— continuaran a los treinta y pocos años compartiendo los fines de semana? «Escasas», pensó. Pero, de algún modo, después de haber pasado juntos el acné de la pubertad, los primeros desencantos amorosos y la presión de sus padres en la adolescencia, para después separarse e ir a estudiar a diferentes universidades con distintos objetivos para sus vidas, al final, uno a uno, habían regresado a Beaufort. Más que un grupo de amigos, parecían una familia bien avenida, hasta el punto de compartir unos guiños y unas experiencias que cualquier persona ajena al grupo sería incapaz de comprender por completo.

Y portentosamente, las esposas también se llevaban bien. Provenían de diferentes ámbitos y lugares del estado, pero el matrimonio, la maternidad y el típico cotilleo inmanente en las pequeñas localidades eran motivos de suficiente peso para que se llamaran a menudo por teléfono y para estrechar los lazos entre ellas. Laird había sido el primero en casarse —él y Allison habían pasado por la vicaría el verano después de licenciarse en la Universidad de Wake Forest—. Nick y Megan recorrieron el camino hacia el altar un año después, tras enamorarse durante el último curso en la Universidad de Carolina del Norte. Matt, que había estudiado en la Universidad de Duke, conoció a Liz en Beaufort, y un año después ya estaban casados. Joseph había sido el padrino en las tres bodas.

Algunas cosas habían cambiado en los últimos años, por supuesto, básicamente a causa de los nuevos miembros de las familias. Laird ya no estaba siempre disponible a cualquier hora para salir con la bici de montaña; Nick tampoco podía irse a esquiar con Joseph a Colorado improvisadamente, como antes solía hacer; y al final Matt había desistido de intentar seguir el ritmo de su amigo en prácticamente todas las actividades. Pero no se quejaba. Sus amigos aún le dedicaban un poco de su tiempo, y entre los tres —y con suficiente planificación— todavía era capaz de sacar el máximo partido a los fines de semana.

Perdido en sus pensamientos, Joseph no se había dado cuenta de que todos se habían quedado callados.

—¿Me he perdido algo?
—Te he preguntado si has hablado con Mónica últimamente —dijo Megan, con un tono de voz que dejaba entrever que Joseph estaba en apuros.
Joseph pensó que sus seis amigos mostraban un interés excesivo en su vida amorosa. Lo malo de la gente casada era que creía que todo el mundo al que conocían debería casarse. Por consiguiente, cada mujer con la que Joseph salía era irremediablemente sometida a una sutil evaluación, si bien inflexible, sobre todo por parte de Megan. Normalmente ella se erigía en la cabecilla del grupo, siempre dispuesta a descubrir qué era lo que a Joseph le atraía de las mujeres. Y Joseph, por supuesto, disfrutaba de lo lindo provocándola.

—No, últimamente no —contestó él.
—¿Por qué no? Si es muy simpática.
«Sí, y está desquiciada del todo», pensó Joseph , pero ésa era otra cuestión.
—Rompió conmigo, ¿recuerdas?
—¿Y qué? Eso no significa que no quiera que la llames.
—Pensé que «eso» era ni más ni menos lo que significaba.

Megan, Allison y Liz lo observaron fijamente, como si fuera un pobre pazguato. Sus tres amigos, como de costumbre, parecían estarlo pasando en grande. Su vida sentimental se había convertido en un tema recurrente en aquellas veladas.

—Pero os peleasteis, ¿no?
—¿Y qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que igual ella sólo rompió contigo porque estaba enfadada?
—Yo también estaba enfadado.
—¿Por qué?
—Porque quería convencerme para que fuera a ver a un terapeuta.
—Y... A ver si lo adivino... Tú le contestaste que no necesitabas ningún terapeuta.
—Mira, el día que aparezca con faldita de volantes y un gorrito con puntillas, entonces sí que necesitaré la ayuda de un terapeuta.

Joe y Laird se rieron a mandíbula batiente, pero Megan esbozó una mueca de fastidio. Megan, como todos sabían, no se perdía ni un solo programa de Oprah Winfrey, la inefable reina de las entrevistas televisivas.

—¿Me estás diciendo que no crees que los hombres puedan necesitar la ayuda de un terapeuta?
—Sé que yo no la necesito.
—Pero en general...
—No soy un general..., así que no sé qué contestarte.
Megan se recostó en la silla.
—Pues yo creo que Mónica reaccionó así por algún motivo. Si quieres conocer mi opinión, creo que tienes miedo a comprometerte formalmente con una chica.
—No te preocupes; no quiero tu opinión.
Megan se inclinó hacia delante.
—Veamos, ¿cuándo ha sido la vez que más has durado con una chica? ¿Dos meses? ¿Cuatro meses?
Nicholas ponderó la pregunta.
—Salí con Olivia casi un año.
—No creo que Megan se esté refiriendo a los años en el instituto —intervino Laird. A veces era obvio que a sus amigos les gustaba echar leña al fuego.
—Muchas gracias, Laird —le recriminó Nicholas.
—¿Para qué están los amigos?
—No cambies de tema —lo reprendió Megan.
Nicholas empezó a darse unos golpecitos rítmicos con los dedos en la pierna.
—Supongo que no me queda más remedio que aceptar que..., no me acuerdo.
—En otras palabras, no lo bastante como para recordarlo, ¿eh?
—¿Y qué quieres que te diga? Todavía no he encontrado a una mujer que esté a la altura de una de vosotras.

A pesar de la creciente oscuridad, Nicholas adivinó que a Megan le había complacido su comentario. Hacía mucho tiempo que había aprendido que las palabras lisonjeras eran la mejor defensa en momentos como aquél, especialmente cuando éstas eran sinceras. Megan, Liz y Allison eran fantásticas. Unas mujeres de gran corazón, leales y con un ponderable sentido común.

—Pues para que te enteres, a mí me gusta —espetó ella.
—Ya, pero es que a ti te gustan todas las mujeres con las que salgo.
—Eso no es verdad. No me gustó Leslie.

A ninguna de ellas les había gustado Leslie. A Matt, Laird y Joe, por otro lado, no les había importado en absoluto su compañía, especialmente cuando iba en bikini. Realmente era muy guapa, y a pesar de que no fuera la clase de chica con la que soñaba casarse, lo habían pasado muy bien mientras duró su historia de amor.

—Sólo digo que creo que deberías llamarla —insistió ella.
—Vale, lo pensaré —contestó Nicholas, aunque sabía que no lo haría. Se levantó de la mesa, buscando una vía de escape—. ¿A quién le apetece otra cerveza?

Nick y Laird alzaron sus botellas al mismo tiempo; los otros sacudieron la cabeza. Joseph se encaminó hacia la nevera portátil sin vacilar; estaba situada al lado de la puerta corredera de cristal, por la que se accedía al comedor. La atravesó rápidamente y cambió el CD; acto seguido, escuchó unos instantes cómo las notas de la nueva canción se filtraban por la puerta y se expandían por la terraza mientras regresaba a la mesa con las cervezas. Por entonces, Megan, Allison y Liz estaban enzarzadas en una conversación sobre Gwen, su peluquera. Gwen siempre estaba al tanto de los chismes más interesantes, la mayoría de ellos sobre las inclinaciones ilícitas de los habitantes de la localidad.

Joseph estrujó la botella de cerveza en silencio, con la mirada fija en el agua.

—¿En qué piensas? —se interesó Laird.
—Oh, en nada importante.
—Vamos, dime, ¿de qué se trata?
Joseph se giró hacia él.
—¿Te has fijado en que algunos colores se usan como apellidos y en cambio otros no?
—¿De qué estás hablando?
—White y Black. Como el señor White, el dueño del garaje de coches. Y el señor Black, nuestro profesor en primaria. O incluso el señor Green, en el juego del Cluedo. Pero en cambio jamás habrás oído a nadie que se llame señor Orange o señor Yellow. Es como si algunos colores quedasen bien, y en cambio otros sonaran mal como apellidos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—La verdad es que nunca había pensado en esa cuestión.
—Yo tampoco. Hasta hace un minuto, quiero decir. Pero es un poco extraño, ¿no te parece?
—Sí —convino finalmente Laird.
Los dos amigos permanecieron unos instantes en silencio.
—Ya te dije que no era nada importante.
—Ya.
—¿Y acaso no tenía razón?
—Sí.


Cuando la pequeña Josie pilló su segundo berrinche en un intervalo inferior a quince minutos —eran ya casi las nueve de la noche—, Allison la arropó entre sus brazos y miró a Laird con «esa mirada» que indicaba que había llegado la hora de marcharse para meter a los niños en la cama. Laird no opuso resistencia, así que cuando se levantó de la mesa, Megan miró a Nick, Liz asintió al tiempo que miraba a Matt, y Joseph supo que la velada tocaba a su fin. Siempre pasaba lo mismo: los padres creían que eran ellos los que mandaban, pero al final eran los niños los que imponían las reglas.
Joseph supuso que tal vez podría haber insistido para que uno de sus amigos se quedara, y quizás alguno de ellos habría accedido, pero ya hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que las vidas de sus amigos discurrían con unos horarios diferentes a los suyos. Además, tenía la corazonada de que Stephanie, su hermana menor, pasaría a verlo un poco más tarde. Venía de Chapel Hill, donde estaba estudiando un posgrado en Bioquímica. A pesar de que siempre se quedaba en casa de sus padres, normalmente llegaba exhausta después de conducir tantas horas y con ganas de hablar un rato, y a esas horas sus padres ya estaban normalmente en la cama. Megan, Nick y Liz se levantaron y empezaron a recoger la mesa, pero Joseph no los dejó continuar.

—Ya lo haré yo dentro de un rato. No os preocupéis.
Transcurridos unos minutos, los niños ya se encontraban en los todoterrenos y un monovolumen. Joseph permaneció de pie en el porche de la entrada y se despidió con la mano mientras sus amigos ponían los coches en marcha.

Cuando los hubo perdido de vista, enfiló nuevamente hacia el equipo de música, rebuscó entre la pila de los CD otra vez y eligió Tattoo You, de los Rolling Stones; acto seguido, subió el volumen. Sacó otra cerveza de camino hacia su silla en la terraza, apoyó los pies sobre la mesa y se recostó cómodamente. Moby se sentó a su lado.

—Solos tú y yo, por un rato —suspiró—. ¿A qué hora crees que llegará Stephanie?

Moby le dio la espalda. A menos que Joseph pronunciara las palabras mágicas «paseo» o «pelota» o «ve a por el hueso», el perro no se mostraba entusiasmado con nada de lo que él le decía.
—¿Crees que debería llamarla para confirmar si ya está de camino?
Moby continuó impasible.
—Ya, eso mismo pensaba yo. Cuando llegue, llegará.
Permaneció sentado, bebiendo cerveza y con la vista fija en el agua. A su espalda, el perro resopló.
—¡Anda! ¡Ve a buscar la pelota! —dijo finalmente.
Moby se incorporó tan deprisa que casi derribó la silla.


Ella pensó que era la música lo que había colmado el vaso de lo que había sido una de las semanas más horribles de su vida. Una música estridente. De acuerdo, tampoco se podía decir que a las nueve de la noche de un sábado eso fuera totalmente inaceptable, especialmente dado que era obvio que él tenía compañía, y a las diez de la noche tampoco era tan grave. Pero ¿a las once de la noche? ¿Cuándo estaba solo y jugando con su perro?

Desde la terraza trasera de su casa, podía verlo sentado tranquilamente, con los mismos pantalones cortos que había llevado todo el día, con los pies apoyados sobre la mesa, lanzando la pelota y contemplando el río. ¿En qué diantre debía de estar pensando?

Quizá no tendría que ser tan dura con él; simplemente debería ignorarlo y punto. Después de todo, él estaba en su casa, ¿no? Era dueño y señor de su casa, así que podía hacer lo que le viniera en gana. Pero ése no era el problema. El problema era que él tenía vecinos, incluida ella, y ella también era la dueña y señora de su casa, y se suponía que los vecinos debían mostrar consideración entre ellos. Y era innegable que él se había pasado de la raya. No sólo por la música. En realidad le gustaba la música que estaba escuchando, y normalmente no le importaba que el volumen estuviera demasiado alto o que se pasara muchas horas con la música. El problema era su perro, Nobby, o como se llamara ese chucho. Más específicamente, lo que su perro le había hecho a su perra.

Sin lugar a dudas, Molly estaba preñada.

Molly, su bonita y dulce collie de pura raza, con pedigrí de campeones —el primer regalo que se hizo a sí misma tras concluir sus primeras guardias rotativas como asistente médica en la Universidad de Medicina de Virginia Oriental, y la clase de perrita que siempre había anhelado tener— se había puesto considerablemente más gordita durante las dos últimas semanas. Y lo más alarmante era que ________ se había fijado en que los pezones de Molly parecían estar aumentando de tamaño. Podía palparlos cada vez que la perra se ponía panza arriba para que le rascara la barriga. Además, se movía más despacio. Todos esos indicios sumados apuntaban hacia una clara conclusión: indudablemente, Molly iba a alumbrar unos cachorros que nadie querría adoptar. ¿Un bóxer y una collie? Inconscientemente, torció el gesto mientras intentaba imaginar qué apariencia tendrían los cachorros antes de que consiguiera borrar la desagradable imagen de su mente.

Tenía que ser el chucho de ese individuo. Seguro. Cuando Molly estaba en celo, ese perro había puesto su casa bajo vigilancia, como un detective privado, y era el único perro que había visto merodear por el vecindario durante semanas. Pero ¿accedería su vecino a vallar su jardín? ¿O a tener al perro encerrado en casa o en un espacio cercado? No. Por supuesto que no. Su lema parecía ser: «¡Mi perro ha de ser libre!». No le sorprendía en absoluto. El parecía vivir su propia vida fiel al mismo principio irresponsable. De camino al trabajo, siempre lo veía haciendo aerobismo, y cuando regresaba, él estaba por ahí con su bicicleta o en kayak o con patines o jugando al baloncesto en plena calle con un grupo de chiquillos del vecindario. Un mes antes, había botado su barca en el agua, y ahora también practicaba esa variante del esquí náutico de moda que llamaban «wakeboard». ¡Como si no estuviera ya lo bastante activo! Seguro que no hacía ni un minuto extra en su empresa, y sabía que no trabajaba los viernes. Además, ¿qué clase de trabajo podía realizar, que le permitiera salir de casa cada día vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta? No tenía ni idea, pero sospechaba —con una especie de satisfacción contenida— que debía de ser un trabajo que requería un delantal y una chapa identificativa con su nombre.

De acuerdo, quizá no estaba siendo demasiado justa. Probablemente era un chico encantador. Sus amigos —con pinta de ser gente normal y corriente, y además con hijos— parecían disfrutar de su compañía y pasaban a visitarlo muy a menudo. Pensó que incluso le parecía haber visto a un par de ellos en la consulta, con sus hijos, a causa de algún catarro o una otitis. Pero ¿y Molly? Su perra estaba ahora sentada cerca de la puerta, dando coletazos contra el suelo, y ________se puso nerviosa al pensar en el futuro. A Molly no le pasaría nada, pero ¿y los cachorros? ¿Qué pasaría con ellos? ¿Y si nadie quería adoptarlos? No podía imaginar la idea de llevarlos a la perrera municipal o a la protectora de animales. Simplemente no podía hacerlo. No lo haría. No iba a permitir que los sacrificaran con una de esas inyecciones letales.
Pero, entonces, ¿qué iba a hacer con los cachorros?
Y todo por culpa de ese individuo, que estaba sentado tan pancho en su terraza, con los pies sobre la mesa y con una actitud como si el mundo le importara un comino.

Ése no había sido su sueño cuando vio aquella casa por primera vez un año antes. Aunque no estaba en Morehead City, donde vivía Kevin, su novio, se encontraba a un tiro de piedra al otro lado del puente. Era una casita edificada medio siglo antes, y necesitaba una buena rehabilitación, según las tendencias en Beaufort, pero la panorámica del río era espectacular, el jardín lo bastante amplio como para que Molly pudiera correr, y lo mejor de todo, podía pagarla. A duras penas, sí, con tantos préstamos como había solicitado para costearse los estudios universitarios, pero los bancos demostraban ser bastante comprensivos cuando se trataba de conceder préstamos a gente como ella. Gente profesional y con estudios.

No como «Don mi-perro-ha-de-ser-libre y yo-no-trabajo-los-viernes».
Suspiró hondo, repitiéndose por segunda vez que probablemente era un buen tipo. Siempre la saludaba cuando la veía llegar en coche del trabajo, y aún recordaba vagamente el detalle de la cesta con queso y vino que él le había dejado en señal de bienvenida al poco de instalarse en el vecindario un par de meses antes. _______ no estaba en casa, pero él le había dejado la cesta en el porche, y ella se había prometido que le enviaría una nota de agradecimiento, aunque al final no había encontrado el momento para escribirla.

Inconscientemente, volvió a torcer el gesto. Menudo fallo para su sentimiento de superioridad moral. De acuerdo, tampoco ella era perfecta, pero no se trataba de una nota de agradecimiento olvidada. Se trataba de Molly y del perro tunante de ese tipo y de cachorros no deseados, y ahora era tan buen momento como cualquier otro para comentar la situación. Obviamente, él todavía estaba despierto.
________salió de su jardín y se encaminó hacia la elevada hilera de setos que separaban su casa de la de su vecino. En parte deseaba que Kevin estuviera con ella. Pero sabía que eso no era posible. No después de la disputa de aquella mañana, cuando ella mencionó con toda la naturalidad del mundo que su prima iba a casarse. Kevin, concentrado en la sección de deportes del periódico, no había dicho ni una sola palabra como respuesta, como si pretendiera no haberla oído. Cualquier mención al matrimonio conseguía que se quedara más mudo que una piedra, especialmente en los últimos meses. Suponía que no debería sorprenderse; hacía casi cuatro años que salían (un año menos que su prima, había estado tentada a remarcarle), y si algo había aprendido de él en ese tiempo era que si Kevin no se sentía cómodo con un tema, reaccionaba con un mutismo inquebrantable.

Sin embargo, Kevin no era el problema. Ni tampoco el hecho de que últimamente ella tuviera la desagradable sensación de que su vida no era tal y como había imaginado que sería. Ni tampoco la terrible semana en la consulta, en la que, sólo el viernes, tres pacientes le habían vomitado encima —¡sí, tres veces encima!—, lo cual batía el récord en la clínica pediátrica, por lo menos según las enfermeras, que ni se esforzaban por disimular sus burlas y repetían la historia con regocijo. Tampoco estaba enfadada por lo de Adrián Melton, el médico casado que trabajaba con ella y que se sobrepasaba cada vez que hablaban, hasta el punto de incomodarla. Seguro que tampoco se sentía enojada por el hecho de no haber sido capaz de pararle los pies ni una sola vez.

No, señor. La cuestión era que quería que «el rey de las fiestas» se comportara como un vecino responsable, demostrara estar a la altura de las circunstancias, como ella, y asumiera su parte de responsabilidad para hallar una solución al problema, igual que ella. Y de paso, mientras le expresaba su malestar, quizá también mencionaría que a esas horas no debería tener la música tan alta (a pesar de que a ella le gustara), sólo para demostrarle que hablaba en serio.

Mientras __________caminaba por el césped, el rocío le humedeció la punta de los dedos de los pies a través de las sandalias. Intentando decidir cómo iba a empezar su discurso, apenas se fijó en los bellos reflejos que la luz de la luna lanzaba sobre la hierba, como si trazara senderos de plata. La cortesía dictaba que debería dirigirse hacia la puerta principal y llamar, pero con la música tan alta, dudaba de que él oyera el timbre.
Además, quería solucionar el problema de una vez por todas, ahora que todavía le duraba el enojo y se sentía con fuerzas para encararse con él.

Un poco más lejos, avistó un hueco entre los setos y se encaminó hacia allí. Probablemente era el mismo que utilizaba Nobby para colarse en su casa y aprovecharse de la pobre y dulce Molly. Nuevamente sintió una desapacible opresión en el pecho, y esta vez intentó aferrarse a ese sentimiento. Era una cuestión importante. Muy importante.

Concentrada como estaba en su misión, no se fijó en la pelota de tenis que llegaba volando directamente hacia ella en el preciso instante en que emergió al otro lado del hueco. Sí que le pareció oír, sin embargo, a cierta distancia, a un perro trotando hacia ella; la sensación de distancia duró apenas un segundo, antes de ser arrollada y derribada.
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