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''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA Empty ''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA

Mensaje por yessi jobrOss Dom 27 Nov 2011, 3:21 pm

Nombre: Ella quiere ser mala
Autor: Leanne Banks
Adaptación: Si
Género: General y un poco Hot
Advertencias: Contiene partes Hot
Otras Páginas: No creo


SINOPSIS


______(tn) es una mujer hecha a sí misma que dirige un instituto de belleza en Houston, cargo que le proporcionó el millonario Kevin Bradford, a quien todo el mundo consideraba su amante. A ______(tn) y Kevin, sin embargo, sólo les unía una gran amistad, y ahora que él ha muerto ella sólo intenta dormir, conservar su puesto de trabajo y abrir una nueva sucursal. Pero, desde luego, no va a conseguir nada de eso si Nicholas, su vecino, no para de poner ópera a todas horas o de hacer molestas reparaciones de madrugada. Para colmo de males, un día entra en escena Demi, la hija de Kevin, y una noche alguien deja a un bebé al cuidado de ______(tn). Entonces es más que probable que la protagonista necesite la ayuda de su atractivo vecino y también, por qué no, de Cupido.

Les dejo el primer capi :D


Última edición por yessi jobrOss el Vie 16 Mar 2012, 2:07 pm, editado 1 vez
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''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA Empty Re: ''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA

Mensaje por yessi jobrOss Dom 27 Nov 2011, 3:28 pm

Capitulo 1

Las promesas hechas a un moribundo
son un auténtico incordio.
Aforismo de _______


Esa noche era la noche.
Llena de esperanza y expectación, se dijo que esa noche estaría repleta de un placer lánguido y sensual que le saciaría el cuerpo y el alma. Esa noche la libraría de la frustración que acumulaba hasta niveles insoportables desde hacía dos semanas.
El hambriento desasosiego que ardía en su interior crecía con cada momento transcurrido. Su necesidad había llegado a ser febril; latía en su interior como un tambor primitivo. Deslizó la mano a lo largo de su propio cuerpo, en una caricia reconfortante. «Pronto», se dijo. Vestía de algodón, una tela de niños, pero a este amante no le molestaría la ausencia de sedas y satenes. A este amante lo seduciría de otra manera. En realidad, ya había comenzado con un cóctel de champán, un largo baño caliente y perfumado, rodeado de velas, y ahora con la secreta y expectante oscuridad.
Lo que deseaba era una satisfacción tan antigua como el tiempo.
Lo que deseaba era una buena noche de sueño.
Por encima de todas las cosas, lo que _____ Montague ansiaba era dormir apaciblemente y sin interrupciones durante toda la noche. Lo necesitaba para olvidar, siquiera durante un rato, que un mes atrás había muerto el mejor amigo que tenía en el mundo. Necesitaba dormir para calmar el dolor del corazón y el de la cabeza. Necesitaba fingir que todo se resolvería a su debido tiempo, que no siempre sería blanco para el desprecio y el disgusto. Lo necesitaba para mantener la mente bien clara por la mañana, sobre todo desde que había heredado una buena participación en el instituto de belleza.
Le habían dicho que su sonrisa abría puertas y su cuerpo inducía a los hombres a vaciar los bolsillos y abrirse la bragueta. _____, hija de un predicador apocalíptico y de una muchacha que había ganado más concursos de camiseta mojada que todas las chicas de Los vigilantes de la playa juntas, tenía grandes ejemplos a seguir… o a rehuir, según el punto de vista. Como sabía que no era buena candidata al matrimonio ni a la maternidad, le resultaba fácil concentrarse en su carrera. Sin embargo, aún no estaba acostumbrada a la nueva responsabilidad que Kevin «Dinero» Bradford le había legado.
_____ habría cambiado por una simple noche de sueño sus pertenencias más preciosas: zapatos exclusivos, un cóctel de champán perfectamente preparado y quizá hasta sus reservas secretas de M&M's. Habría ofrecido hasta su cuerpo, de no ser porque el pobre estaba demasiado exhausto para otra cosa que no fuera fundirse íntimamente con el colchón.
—No es mucho pedir, ¿verdad? —murmuró a los dioses del sueño, mientras daba la vuelta a la almohada para hundir la mejilla contra el fresco algodón egipcio. El colchón tenía el grado de firmeza perfecto; no se parecía en nada al catre del asilo para desamparados donde había dormido algunos años atrás. Y el edredón ofrecía el peso y el abrigo exactos para facilitarle el viaje a Sueñolandia.
Un decorador de interiores había amueblado su boudoir de modo que fuera un santuario de paz contra el cruel mundo exterior. Ella aún esperaba sentirse un día a gusto en su propio apartamento. Hasta ahora se había sentido siempre como caminando sobre huevos, con el temor de arruinar la alfombra blanca y los muebles de piel marfileña, con el miedo de estropearlo todo y acabar nuevamente en la calle.
Esos pensamientos le aceleraron el corazón; trató de respirar hondo para calmarse. En su papel de directora del instituto DeMay, el más exclusivo de Texas, trabajaba en un ambiente donde todos los días debía desclavarse algún cuchillo de la espalda. Nadie creía que ella tuviese, realmente, una pizca de sentido comercial. Nadie esperaba que durara más de un mes tras la muerte de Kevin Bradford, su mentor. Todo el mundo estaba convencido de que había alcanzado ese puesto abriéndose de piernas para Kevin Bradford. Sólo ella sabía la verdad. Y a ella le correspondía mantener esa verdad en secreto.
_____ se metió los odiosos tapones en los oídos para protegerse de su vecino, quien sin duda había sido incubado por alguna especie alienígena que no necesitaba dormir. No se le ocurría otra manera de explicar que él hiciera reparaciones en su apartamento a altas horas de la noche.
Con un suspiro, cerró los ojos y comenzó a contar hacia atrás a partir de dos mil: «Mil novecientos noventa y nueve. Mil novecientos noventa y ocho…»

Kevin yacía en su amplio lecho, con un puro en una mano, un vaso de whisky en la otra y el medicamento para el corazón en la mesilla de noche.
Chasqueando la lengua con desaprobación, _____ le quitó el puro y el whisky.
—¡Oye! ¡Devuélveme eso! —protestó él—. Soy un moribundo. No puedes negarme estos pequeños placeres.
—Si no te hubieras permitido tantos placeres ahora no te estarías muriendo. Te acaban de hacer el primer cateterismo cardiaco. Estoy segura de que el doctor no te ha recetado whisky y habanos como parte del tratamiento.
Kevin suspiró con su gran sonrisa astuta.
—Estoy enamorado de ti, _____.
—De mí y de otras cincuenta —replicó ella.
No pudo dejar de sonreír, a su vez, al malhumorado multimillonario, pero trató de disimular el miedo mortal que sentía al verlo. Tenía la tez gris. Y ella no quería que muriera. Quería que Kevin Bradford viviese eternamente. Al contratarla como acompañante le había cambiado la vida. _____ había pensado que acabarían siendo amantes, pero al fin supo la verdad que Kevin estaba empeñado en ocultar: aunque fuera uno de los hombres más ricos y poderosos de Houston, la grúa no le funcionaba, por decirlo así. Sus dificultades sexuales le resultaban tan vergonzantes que tenía por costumbre presentarse en público con una muchacha del brazo, en cualquier ocasión.
Había cubierto a _____ de regalos y ropa; le había brindado una instrucción informal y la oportunidad de demostrar lo que valía. De encargada de lavar el pelo, había pasado a directora ejecutiva del instituto DeMay, todo gracias a Dinero. Él la había introducido en el mundo del arte; ella, en el de la Federación Mundial de Lucha.
Pese a tantas discusiones juguetonas, ambos sabían que _____ era capaz de hacer cualquier cosa por él.
Kevin tosió. Borró su sonrisa y sus ojos quedaron serios:
—Tengo que decirte algo.
Ella le ofreció un sorbo de agua y se sentó en el borde de la cama.
—Deberías descansar en vez de hablar tanto.
—Eres muy autoritaria.
Ella sonrió con picardía.
—Tú me has ayudado a ser así.
El enfermo, riendo, se frotó distraídamente el pecho.
—Es cierto. —Suspiró—. Necesito que hagas algo por mí.
—Lo que sea, salvo darte cigarros, whisky o Viagra —aseguró ella, sabedora de que ninguna de esas tres cosas casaba bien con su dolencia cardiaca.
—La trinidad del mal —comentó él con ironía. Luego volvió a ponerse serio—. Si me ocurre algo…
A _____ se le encogió el corazón.
—Nada de eso.
—No me vengas con mariconadas. Ya tengo demasiados idiotas histéricos alrededor. Espero que tú seas más sensata.
_____ se dominó.
—Vale. ¿Qué debo hacer?
—Si muero, preferiría que no dijeras a nadie la verdad de mi…, eh… —Carraspeó—. Mi estado.
Ella comprendió de golpe: el orgullo masculino, una de las fuerzas más poderosas del universo. Aun de cara a la muerte, a Dinero le preocupaba preservar su imagen.
—Si alguien me pregunta, responderé que eras tan viril que me costaba seguirte el ritmo.
Dinero rio entre dientes.
—Pase lo que pase, Demi necesitará protección. Quiero que la vigiles.
—¿Y si a ella no le gusta?
—Hablaré con ella.
—No estoy segura de que eso sirva de algo —dijo _____; sospechaba que Demi, la hija de Kevin, no le tenía demasiada estima.
—Deja que yo me ocupe de eso. Pero hay otra cosa que me importa. No es poco pedir y no te resultará fácil.
Ella arrugó la frente, confundida.
—¿Qué…?
Un toque a la puerta los interrumpió. Miguel, el viejo mayordomo de Kevin, entró en la habitación.
—Disculpe si interrumpo, señor Bradford, pero la señorita Demi lo llama por teléfono.
A Kevin se le iluminaron los ojos.
—La atenderé, Miguel. Debo de haberme olvidado de conectar otra vez el timbre. —Levantó el receptor y cubrió el micrófono—. Hablaremos mañana, ¿vale, querida?
Todavía preocupada, _____ se obligó a sonreír y lo besó en la frente.
—Muy bien —susurró, mientras se preguntaba qué era lo que él quería decirle—. Después de hablar con Demi descansa un poco.
Mañana, mañana, mañana…


Un zumbido le percutía el cerebro. _____ frunció el entrecejo. Se tapó los oídos, pero era como tener una abeja dentro de la cabeza. Trató desesperadamente de seguir durmiendo. Si lo lograba, tal vez Kevin le dijese qué era lo que deseaba pedirle.
Ese mañana, para él, no llegó jamás. Falleció mientras dormía.
Negándose a abrir los ojos, temerosa de mirar el reloj, sepultó la cabeza bajo la almohada.
El zumbido continuó.
El corazón le dio un vuelco. ¡Otra vez! Echó un vistazo al reloj desde debajo de la almohada, e hizo un gesto ceñudo. Los números luminosos se mofaron de ella. 2:37.
Traspasada por una oleada de frustración y furia impotente, arrojó la almohada contra la pared.
—¡Basta!
El zumbido continuó.
Sin saber si llorar o gritar, _____ se quitó el tapón que aún tenía en el oído. Quién podía saber adónde había ido a parar el otro. Ese zumbido le recordaba las visitas al dentista. Apartó la colcha y se fue a grandes pasos hacia la pared que compartía con el vecino.
—Estoy en el infierno —murmuró para sí—. Ese tío que mencionaba Dinero, ¿cómo se llamaba? Danny, Dan… ¿Dante? Se le olvidó describir el nivel del infierno en el que estoy.
Hasta entonces había tratado de ser cortés en sus contactos con el misterioso vecino. Le dejaba en la puerta notas breves y amables. Pero no podía soportar otra noche sin dormir. Aporreó la pared.
—¡Basta! ¡Por el amor de Dios, basta, basta, basta!
El zumbido cesó milagrosamente. _____ se estremeció de puro alivio.
—¿La he despertado? —preguntó una voz masculina apagada, al otro lado del muro.
Ella puso los ojos en blanco. «Todas las noches desde hace dieciocho días.»
—Sí. Pare, por favor —respondió.
—Disculpe. No imaginaba que usted me oía —chilló él.
—Vale, sí —murmuró ella, tenebrosa.
—¿Está segura de que ha sido mi taladro lo que la ha despertado? Es silencioso.
—No es nada silencioso. Es una enorme termita antropófaga.
—¿No será que tiene usted problemas de insomnio? —insistió él, como si el zumbido estuviera sólo en la imaginación de _____.
Y ahora le hablaba con un tonillo protector, se dijo ella; su temperatura subió aún más, lo cual significaba que le sería imposible volver a conciliar el sueño.
—¡Claro que tengo un problema de insomnio, y es usted! —chilló.
—¿Yo? —replicó él, atónito.
—Usted y sus reformas nocturnas.
—Hago reformas por la noche, sí, pero silenciosas.
—No tan silenciosas, señor Manitas. Guarde esas armas destructivas —gritó _____—. Hace un mes murió un gran amigo mío y necesito dormir.
Se hizo un silencio. Luego, se oyó un murmullo.
—¿Qué? —preguntó ella, apretando las manos contra la pared, con el cuello estirado para escuchar.
—He dicho que lo siento. Me he quedado sin empleo y sin novia. Trato de mantenerme ocupado.
—¿Toda la noche?
—No puedo dormir.
Aun a través de la pared se percibía su pesar al admitir que no podía dormir. Ella no pudo evitar una punzada de solidaridad para con él. Comprendía demasiado bien su pérdida. Suspiró; se sentía extrañamente conectada a ese vecino insomne.
Después de pensarlo mejor, sacudió la cabeza.
—Eso sí que es raro —murmuró para sí—. Oiga, lamento que tenga problemas, pero debe buscar algo más silencioso para hacer por la noche.
—¿Qué, por ejemplo?
Ella puso los ojos en blanco. ¿También estaba obligada a resolverle los problemas?
—Bolos. La bolera está abierta toda la noche —dijo. Y se encaminó hacia el cuarto de baño.


Nick Jonas III, con la oreja apretada al muro que compartía con su vecina, iba a replicar, pero oyó un chillido de frustración, seguido por el ruido de la ducha en el apartamento vecino.
Se apartó para echar una mirada a su taladro silencioso de alta tecnología. Luego volvió a mirar escéptico la pared. Aún le resonaba en los oídos el grito de la mujer. Estupendo: vivía junto a la Bruja Malvada del Oeste.
Le escocía en los dedos el deseo de continuar taladrando. Después de todo la bruja Morgana estaba aún bajo la ducha. No lo oiría. Rezongando por lo bajo, desenchufó la herramienta. Se suponía que hacer reparaciones era terapéutico, pero hasta ahora no le había resultado. Pese a que había cometido unos cuantos errores y ciertos sectores de su apartamento parecían el Apocalipsis, le gustaba la sensación de estar progresando. Le gustaba trabajar con las herramientas y con las manos.
Las reformas le ayudaban a ajustar cuentas con su propio insomnio y su desencanto. En una semana había perdido a la vez el trabajo de sus sueños y la novia que, según pensaba, era la mujer de su vida. Como si hubiese sucedido apenas una hora antes, Nick recordó su enfrentamiento con el socio principal del prestigiosísimo despacho de abogados Fitzgerald y Lewis, de Connecticut.
Al saber que uno de los otros abogados había sobornado a un juez por cuenta de un cliente, Nick se sintió asqueado. Las palabras de Fitzgerald aún le resonaban en los oídos: «No diga nada. Es hijo de uno de nuestros clientes más importantes». Él presentó inmediatamente su renuncia; pensaba que Erin, su prometida, abogada del mismo despacho, se uniría a él en Houston sin pensárselo dos veces. Pero no había sido así. Erin le dijo que el soborno era parte del juego, que su reacción era desmesurada.
Y ahora él estaba de nuevo en Houston, dando clases de derecho en vez de practicarlo. Al pensarlo le subía la tensión arterial. Pasaría con el tiempo, se dijo mientras caminaba hacia la sala de estar, sacudiéndose las manos.
Su padre lo instaba a incorporarse al bufete que la familia tenía en Houston, pero Nick nunca se había sentido a gusto como «elegido» de sus padres. Por eso, en parte, una vez licenciado en derecho prefirió quedarse en la Costa Este.
Su hermano Joe comenzaba finalmente a demostrar lo que valía: se disponía a presentarse como candidato a un cargo público. Y Nick no quería robarle protagonismo.
Se hundió en el mullido sofá, con los ojos cerrados, tamborileando con los dedos contra las perneras de sus vaqueros, cubiertas de polvo de escayola. Lo recorría ese familiar desasosiego nervioso que le impedía estarse quieto. Necesitaba clavar en esas paredes un par de cajas de clavos a golpes de martillo, abrirse paso hasta Dallas a fuerza de taladro, cualquier cosa que le permitiese escapar de la sensación que tenía en el pecho: que estaba condenado, hiciera lo que hiciese. Si hubiese sabido entrar en el juego, como su novia le había sugerido, a esas horas estaría aún en Connecticut, ascendiendo dentro del bufete y con sus planes matrimoniales intactos.
Pero no habría podido mirarse en el espejo. Más de una vez le habían dicho que si se dedicaba a la abogacía, su profundo sentido de la integridad le causaría infinitos sufrimientos. Pero él nunca había pensado que le costaría un empleo soñado y una futura esposa. Como había actuado según sus convicciones, tomando la decisión correcta, lo único que esperaba era poder dormir por la noche, pero tenía demasiadas preguntas sin respuesta sobre sí mismo y el futuro que le esperaba.
Echó un vistazo en dirección al apartamento de su vecina. Y ahora se enteraba de que vivía junto a una mujer cuyos alaridos llegaban a erizarle el vello. ¿Nunca había un buen martillo y una tabla a mano cuando uno los necesitaba?


La sigo?? :D
yessi jobrOss
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Mensaje por jamileth Dom 27 Nov 2011, 4:43 pm

ola!!!
primera lectora!!!

siguela!!!
jamileth
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Mensaje por chelis Dom 27 Nov 2011, 7:57 pm

siii siguela porfaaaaa
aaahh nueva lectoraaa
chelis
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http://www.twitter.com/chelis960

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Mensaje por Mariian Lun 28 Nov 2011, 8:54 am

BUENISIMA seguila! :D
Mariian
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Mensaje por yessi jobrOss Lun 28 Nov 2011, 1:45 pm

Capítulo 2


Las verdaderas necesidades de la vida
son los cócteles de champán y los M&M's.
Aforismo de _____


—Que deje mensaje. No voy a pagarle ni a recibirlo —dijo _____ a su secretaria, sin prestar atención al insistente desasosiego que sentía bajo la piel ante la mención de Guy Crandall.
—Es la tercera vez que llama esta mañana —dijo Sara Cox con calma.
Sara siempre mantenía la calma, salvo cuando Frank, su casi ex marido, llamaba para acosarla. Si _____ había contratado a esa mujer era justamente por esa firme serenidad. Por eso y porque había visto que trataba de sacudirse un abatimiento de persona golpeada. Ella sabía demasiado de golpes y abatimiento.
—Aunque llame diez veces más, la respuesta seguirá siendo no —dijo, combatiendo aún ese escozor preocupante. Dinero (Kevin) le había advertido con respecto a Guy. Además le había dicho: «Págale». Pero ella quería expandir la empresa y para eso necesitaba recortar gastos innecesarios. A Guy Crandall no se lo veía hacer absolutamente nada; por eso ella le había suspendido los pagos semanales por servicios de asesoramiento inexistentes.
Inclinada sobre el escritorio de cerezo, estudió por enésima vez los gastos de la empresa; pese a la falta de sueño, experimentó un cauteloso brote de optimismo: si las cosas marchaban la mitad de bien de lo que ella planeaba, en un plazo de doce a dieciocho meses podría abrir una sucursal en Dallas.
Si tenía éxito taparía definitivamente la boca a todos sus detractores. Y bien sabía Dios que tenía unos cuantos. Como le ardía el estómago echó mano del antiácido, en tanto se sacudía la somnolencia que todavía la asediaba. Un poco de paz haría mucho por calmar sus nervios destrozados. Pero _____ sospechaba que la paz no figuraba en su futuro inmediato.
—Café —murmuró al ver que su taza estaba vacía.
A veces se preguntaba si vivía a base de café, antiácido y las reservas secretas de M&M's que tenía en el último cajón del escritorio. La nutricionista del instituto se habría horrorizado, pero _____ dejaba ese té de hierbas, que le hacía pensar en calcetines sucios, para los clientes que entraban en tropel en el instituto DeMay, dispuestos a pagar sumas astronómicas por tratamientos de enzimas marinas, mascarillas de lodo, microdermoabrasión y maquillaje permanente; hasta llegar a un codiciado sitio en los exclusivos grupos de Botox, que se llevaban a cabo fuera del horario de atención. Sólo había hecho una concesión a su salud: dejar de fumar, y eso como reacción directa ante su hermanastro, de once años, que vivía en Pennsylvania. Abandonó el sillón de cuero para ir a la zona de recepción, en busca de café, mientras su secretaria atendía otra llamada.
—Frank, te he pedido que no me llames a la oficina —dijo Sara, trémula—. Ya te he dicho que no renunciaré a mi empleo para volver a tu lado.
_____ arrugó la nariz, disgustada por la manera en que el ex de Sara intentaba manipularla.
—Te equivocas: soy muy capaz de conservar un empleo —dijo la secretaria, con voz quebrada—. Todavía no tengo mucha práctica, pero voy aprendiendo.
Si había algo que _____ no soportaba eran los matones. El estómago le ardía como si no terminara de asimilar la pastilla de antiácido. Giró en redondo para retirar suavemente el teléfono de la mano de Sara.
—Perdona —le dijo, mientras se llevaba el auricular al oído—. Frank, habla la jefa de Sara. Si no dejas de llamar a la oficina haré que alguien te corte los testículos. Después Sara y yo nos pelearemos por usarlos como pendientes.
Cortó.
—Espero que no te haya molestado —dijo, afrontando la mirada sorprendida de su secretaria.
Sara negó con la cabeza, con movimientos breves que apenas alteraron su cuidadoso peinado. Luego carraspeó.
—¿De verdad conoce a alguien que podría cortarle los…, eh…?
—Testículos —completó _____, convencida de que la otra era demasiado educada como para decir esa palabra en voz alta. Luego se volvió hacia la cafetera para llenarse la taza—. Sí, así es.
A través de Kevin Bradford había conocido a mucha gente interesante.
—Bueno —dijo Sara, con una voz que evocaba imágenes de mantequilla fundida y miel sobre un bizcocho hojaldrado—, si se apodera de los «pendientes» de Frank, me gustaría ser la primera en usarlos.
Ella rio entre dientes, como aprobándola. Cuando Sara se presentó a la primera entrevista era una sombra, penosamente sumisa. Aunque _____ era famosa por su actitud arrolladora, en otros tiempos había sido igualmente vulnerable e insegura. Entrevistó a varias candidatas más, pero no podía quitarse a Sara de la cabeza; intuía que lo mejor era contratarla. Y hasta ahora su intuición había resultado correcta: con cada día transcurrido su secretaría parecía mejorar su autoestima. Hasta que llamaba Frank.
—¿Te llama a menudo a casa?
—Cuando lo hace no contesto.
—Bien. —_____ sorbió la infusión caliente—. ¿Ya estás saliendo con alguien?
La otra parpadeó.
—¿Que si salgo? ¿Con un hombre?
Ella se echó a reír.
—Puedes usar el plural. En cualquier momento volverás a ser soltera.
Sara sacudió la cabeza, azorada.
—No he pensado mucho en eso. No estoy preparada. Y en cualquier caso, no conozco a nadie que me haya invitado y…
—No todos son como Frank —observó _____.
Sara respiró hondo.
—Eso me han dicho.
—Pero es obvio que no has experimentado —observó la jefa, reflexionando. Ella había conectado varias parejas dentro del instituto. Era diestra para manejar la vida amorosa de cualquiera salvo la suya. Parecía ser una cualidad hereditaria—. ¿Sabes qué necesitas? Un amante apasionado, joven y guapo, que te proporcione placer sin que tú pierdas el mando.
Las mejillas de la secretaria se encendieron de rubor.
—No imagino cómo…
—Pues te convendría imaginarlo.
Sara cruzó las manos.
—Usted ha hecho mucho por mí, señorita Montague. No sé cómo agradecerle que me ayudara a buscar un lugar seguro para vivir y que me diera este empleo, aunque yo no era la mejor candidata. Pero no puedo aceptar que me proporcione un… —Carraspeó y se tocó el cuello, nerviosa—. Un amante apasionado.
—Pues mira, si cambias de idea… —aventuró _____.
A ella se le contrajeron los labios.
—Se lo haré saber. Pero no soy como usted, tan experimentada y segura de sí misma. A usted los hombres la desean.
Pero no como ella deseaba que la desearan. _____ apartó inmediatamente la idea. Cosa extraña: su relación con Dinero, que le había proporcionado un futuro, también la había catalogado como pendón. Su madre era un pendón. Y de tal madre, tal hija. Por milésima vez se dijo que no importaba si el mundo entero la tenía por casquivana, siempre que reconocieran su inteligencia. Si de ella dependía, no acabaría pobre como una rata, viviendo en una caravana en Villa Nada, Texas.
Un rubio alto, musculoso y atractivo entró por la puerta. _____ sintió una oleada de placer. En el instituto DeMay había muy pocos que no la desearan, secreta o no tan secretamente. Y había muy pocos empleados que le gustaran de verdad. Uno de ellos era Paul Woodward, el masajista más popular de la empresa. Era ese tipo de hombre que rezuma energía masculina. Lucía su fuerza con desenvoltura y tenía una sonrisa que desarmaba a las mujeres. Guapo como era, podría haber sido más engreído que el demonio, pero no era así. Ella lo quería. Como a un hermano.
—¿Cómo está mi chico favorito? —bromeó.
Él rio entre dientes, moviendo la cabeza.
—Bien, pero traigo malas noticias, señorita Montague. Helga ha hecho que la nueva esteticista presentase la dimisión.
_____ gimió. Helga, la esteticista más renombrada y capacitada del instituto, se sentía amenazada con facilidad.
—Necesito una buena sustituta para cuando Helga no está disponible. Ya no sé qué hacer. Iré a cogerla de los pelos —dijo—. O a hablar con ella, si para entonces he recuperado la calma.
—Si necesita un masaje de cuello cuando haya acabado con ella, venga a verme —bromeó Paul.
Ella fingió un mohín.
—¿De cuerpo entero?
—Usted manda.
_____ lo despidió con un ademán, riendo.
—Anda, ve a ganar dinero para mí.
—No podrá decir que no me he ofrecido. —Él saludó con la cabeza a Sara—. Buenos días, señorita Cox. Hoy está muy guapa.
A la secretaria se le colorearon las mejillas.
—Vaya, gracias —dijo con tono de asombro.
La jefa sonrió ante el espectáculo que Paul les ofrecía al salir: sus anchas espaldas y su trasero apretado.
—Es tan divertido coquetear con él… Casi logra que me olvide de Helga.
Sara lanzó un resoplido de desaprobación.
—Se diría que está muy acostumbrado a distraer a las mujeres con su cuerpo.
—No lo dices por despecho, ¿verdad? ¿No crees que Paul sea de verdad una buena persona?
Ella sacudió rápidamente la cabeza.
—No, de despecho nada. Pero él es… —Se encogió de hombros—. Es tan guapo que resulta un poco abrumador.
_____ asintió.
—Con esa facha podría ser un completo imbécil, pero no lo es. —Hizo una mueca y suspiró—. Por agradable que sea hablar de Paul, debo ir a discutir con Helga. Si se presenta una emergencia, llámame por los altavoces.
—Buena suerte.
—Me hará falta —murmuró _____. Y salió de la oficina.
De inmediato la detuvo una recepcionista.
—Señorita Montague, la señora Manning dice que está desesperada por entrar en el grupo de Botox programado para mañana por la noche.
La señora Manning estaba casada con el presidente de una empresa petrolera. Como la mayoría de las mujeres que cruzaban las elegantes puertas del instituto, intentaba postergar la cirugía plástica tanto como le fuera posible.
—Dile que trataremos de incluirla, pero antes debe firmar el documento por el que nos libera de toda responsabilidad.
_____ consultó la agenda de citas de Helga; en ese momento estaba desocupada. Probablemente fumaba en su despacho, pensó ella mientras caminaba hacia el pasillo. Dio tres golpes en la puerta y abrió. Helga se removió bajo el escritorio; sin duda intentaba disimular el cigarrillo. Tenía un ventilador encendido a todas horas.
En el instituto existía una estricta prohibición de fumar, pero la mujer no le prestaba atención. Era una rubia severa y alta, de cincuenta y un años, cuya veta de paranoia rivalizaba en tamaño con el río Mississippi. Helga era un incordio; _____ la habría despedido de buen grado, pero era la esteticista más diestra y célebre de la Costa Oeste. Las mujeres estaban dispuestas a pagar grandes sumas por uno de sus tratamientos faciales.
—Buenos días, Helga. ¿Qué ha pasado con Cinthia? —preguntó _____, aunque ya sabía la respuesta.
Helga asomó la cabeza por encima del escritorio, elevando el mentón en un regio ademán de disgusto.
—No sabía nada. Cuando yo le sugería algo se ponía histérica. No servía para nada.
—Según usted, Helga, las esteticistas nunca sirven para nada.
—Tengo normas muy elevadas para mis clientas —replicó la mujer encogiéndose de hombros.
—Pero usted entenderá que necesitamos al menos dos más para satisfacer la demanda de la clientela, ¿verdad?
—Es mejor que la clienta espere. Así aprecian mejor el servicio. Si tienen que esperar imaginan que han recibido algo especial. Y así es, cuando soy yo quien aplica el tratamiento.
_____ suspiró. Lo habían discutido incontables veces. Ya estaba dispuesta a intentar algo drástico. «Todo el mundo trabaja más cuando tiene algo que ganar», le había dicho Kevin, con razón.
—¿Sabe que me gustaría instalar otra sucursal del instituto en Dallas? —comenzó.
Helga la miró con desprecio.
—Usted no conoce el negocio tan a fondo como para hacer algo así.
La muchacha se mordió la lengua.
—Pues a Kevin le parecía buena idea. Y los contables piensan lo mismo. He pensado que, como usted forma parte integral del instituto DeMay, me gustaría que asumiera un papel más importante.
La esteticista irguió la espalda, con una mezcla de escepticismo y curiosidad.
—¿Más importante? ¿En qué sentido?
—Veamos… Como bien sabe, usted es la reina de los tratamientos faciales. Cualquier otra que contratemos será peor.
—Sí —reconoció Helga, relajándose un centímetro—. ¿Y eso qué tiene que ver con lo de jugar un papel más importante?
—Si queremos expandirnos deberemos contratar a más esteticistas. Me gustaría que usted las supervisara.
—Ya lo hago —observó la mujer, despectiva.
—Si podemos retener a dos esteticistas durante un año, le pagaré una participación.
Prácticamente se veían las ruedas dentadas que giraban en el cerebro de Helga.
—¿Cuánto?
—Dos por ciento sin derecho a voto —aclaró _____.
—Quiero votar.
—Puede asesorar, pero seré yo quien tome las decisiones finales. Ahora bien, si no le interesa… —Era como retirar de la mesa un plato de galletas.
—No he dicho eso —aseguró Helga inmediatamente—. Estoy de acuerdo. —Y observó a la joven con una mirada evaluadora—. Me parece que es usted más lista de lo que algunos creen.
«Y cuánta razón tienes», pensó ella. Pero sonrió.
—Quién lo habría imaginado, ¿verdad? Venga, mujer, ya puede redactar los anuncios para ofrecer esos puestos.
Después de ofrecerle la mano para sellar el trato, se marchó hacia la puerta, segura de haber hecho un pacto con alguien a quien le encantaría ver fracasar. Un pacto con el diablo. Y _____ tenía la inquietante sensación de que no sería el último.
Mientras volvía a su oficina aminoró la marcha al ver en el mostrador de recepción a Demi Bradford, la única hija del matrimonio de Kevin, disuelto hacía ya mucho tiempo. Al verla sintió una punzada extraña; él la quería mucho y habría movido cielo y tierra para protegerla de sus secretos. Ahora _____ estaba encargada de ampararla. Al oír que la recepcionista le decía que no había más turnos en todo el día, intervino.
—Creo que podemos arreglar algo —dijo a la mujer.
—¡Pero si estamos desbordados! —protestó la recepcionista—. Ya he tenido que incluir a…
—Nunca estamos tan desbordados como para no poder atender a la señorita Bradford —manifestó _____ con firmeza, mientras estudiaba el registro—. ¿En qué le podemos servir hoy, señorita?
Demi no la miró a los ojos. Pensándolo bien, nunca lo había hecho. En su adolescencia había sido una chica poco atractiva y de una increíble timidez; ahora intentaba presentarse como principal candidata para casarse con Joe Jonas. Los dientes se le habían enderezado bien; además, Kevin le había pagado con mucho gusto una corrección visual con láser, de modo que ya no necesitaba usar gafas. Disimulaba con el peinado unas orejas de soplillo como las de su padre. Pero bastaba un poquito de intuición femenina para comprender que Demi padecía de falta de confianza en sí misma.
—Eh…, esta noche tengo una cena especial. Necesito que me peinen —dijo, acariciándose distraídamente el pelo rubio, que llevaba largo hasta los hombros y con reflejos—. Manicura y maquillaje.
—¿Para el peinado puede ser Sharon?
La muchacha asintió, siempre sin mirarla.
_____ sintió un tirón extraño en la zona del corazón.
—¿Noche especial con el señor Jonas?
Demi dilató los ojos, sorprendida.
—Sí —dijo—. Puede ser. No estoy segura.
_____ olfateó un inminente compromiso. Al menos eso era lo que la chica esperaba.
—La dejaremos tan guapa que él se pondrá de rodillas.
Demi tragó saliva; si su cara hubiese podido hablar, habría dicho: «Ojalá». Prácticamente se la veía vibrar de nerviosismo.
—Llama a estas clientas y cámbiales el turno. La atención de la señorita Bradford corre por cuenta de la casa, como siempre —le indicó a la recepcionista—. Venga por aquí, por favor. ¿Puedo ofrecerle una copa de vino mientras le hacen la manicura?
Aunque vacilando, Demi aceptó. Al girar en el recodo, la hija de Kevin se detuvo abruptamente para mirar a _____ a los ojos, con una furia que desmentía por completo su aspecto recatado e inseguro.
—No se moleste en tratar de caerme simpática —dijo—. No podrá, por mucho que me soborne. Pudo engatusar a mi padre para que la mantuviera y la pusiera al frente del instituto, pero yo no la puedo tragar. No la tragaré jamás.
Y giró en redondo para alejarse, mientras _____ parpadeaba con asombro. No debía ofenderse. Era natural que Demi la aborreciera. Todo Houston pensaba que ella había sido la amante de Kevin y él su protector. Ése era su trabajo: hacer que todos lo creyeran. Por desgracia seguía siendo su trabajo, aun muerto Kevin. Suspiró. Las promesas hechas a los moribundos eran un auténtico incordio.
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Mensaje por yessi jobrOss Lun 28 Nov 2011, 1:47 pm

Capítulo 3

El coqueteo es uno de los placeres más baratos
de la vida y a veces sirve para conseguir
un postre gratis.
Aforismo de _____


Después de una dura jornada de trabajo, _____ ansiaba relajarse en su casa… y tenía la esperanza de que, con un poco de suerte, su horrible vecino decidiera descansar de sus reformas.
Mientras se arrastraba hacia el ascensor, oyó el sonido de un puñetazo dado a una persona. Hizo una mueca. Ese ruido perturbador venía de dos coches más allá, en el garaje subterráneo de su alto edificio, y le recordaba otra etapa de su vida que había transcurrido en un vecindario diferente, menos seguro. Habría querido volver la espalda. Después de pasar un día miserable en el trabajo, cada fibra de su ser imploraba por un poco de paz.
Se suponía que allí no podía haber atracos. El garaje tenía cámaras de seguridad. Agitó el puño hacia una de las cámaras preguntándose quién sería el que estaba durmiendo frente a la pantalla.
Al oír un gemido de dolor, la recorrió una oleada de impotencia. Estaba a un paso de acabar chalada y no soportaba la idea de la muerte. Alzó una mirada de consternación al cielo, susurrando:
—¿No sabes que no soy buena candidata para esta misión?
¡Si al menos no tuviera esa maldita obsesión con la responsabilidad! Pero si estaba allí en ese momento sería por alguna razón. Y más le valía no echarlo todo a perder, si no quería pagarlo el resto de la vida.
Se le revolvió el estómago al sentir que le apretaba el cuello el desagradable nudo corredizo de la responsabilidad. En su mente giraban mil posibilidades descabelladas. No llevaba pistola y no era Superwoman. Se miró de arriba abajo, buscando inútilmente algún arma. Con esos tacones altos y esa breve falda de diseño exclusivo podía inspirar a las mujeres y matar metafóricamente a un hombre, pero no liquidar a unos pistoleros. ¿Qué podía hacer? ¿Apuñalar a los malos con uno de sus tacones? Su mente divagaba. En realidad, más de una vez debería haberlo clavado en el empeine de algún cliente demasiado fervoroso. Pensó en sus braguitas; por lo general eran muy efectivas para distraer a los hombres, pero…
Escuchó otro puñetazo y ya no pudo soportarlo. Era la hora de mentir. Agachada detrás de un coche, se tapó los ojos con la mano y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Ah, la policía, gracias a Dios! ¡Fuego, fuego, agente! ¡Por aquí! ¡Socorro!
Cuando se calló para coger aire, el pulso le palpitaba en los oídos. Por el rabillo del ojo vio que tres gorilas se escabullían por la otra salida del garaje.
Se adelantó cautelosamente para ver el otro lado del recodo. Había un hombre en el suelo.
Gateó hacia él, soltando tacos en voz baja; ojalá no quedase ningún gorila.
—¿Estás bien? —Lo tocó tímidamente en el hombro con un dedo—. No te mueras, por favor. ¿Estás consciente?
Él levantó la vista con una mueca de dolor.
—Creo que sí —balbuceó—. ¿Quién…?
—Tenemos que salir de aquí. No hagas ruido. Vamos al ascensor.
_____ tiró de aquel largo cuerpo para ayudarle a ponerse de pie y, sirviéndole de apoyo como podía, le hizo caminar hacia el ascensor. Sentía el bulto de los músculos bajo la chaqueta de tela; tal vez él había intentado defenderse.
Lo apoyó como pudo contra la pared del ascensor y pulsó el botón de su piso. Más adelante decidiría qué hacer con él. Por el momento tenían que alejarse de allí.
Se acercó un poco para inspeccionarle las heridas y tocarle la cara; la mitad estaba intacta. Mandíbula fuerte, huesos cincelados; aparentaba unos treinta años; el pelo era oscuro; el único ojo abierto parecía atravesarla. «Buen corazón», decidió al instante, con la seguridad de mujer doctorada en la escuela de los golpes duros. Esa facultad de analizar a los hombres a través de los ojos le había salvado el pellejo incontables veces. Mientras hacía el inventario se mordió los labios: el corazón aún le palpitaba a cien por hora. Comenzó a parlotear sin poder contenerse.
—Ese ojo izquierdo está horrible. Cerrado, tumefacto y ya rojo. ¿Cómo te llamas?
—Nick. Nick Hu…
Ella chasqueó la lengua.
—Oh, Nick, te sangra la boca. Y la mejilla…
Él no habría podido decir qué lo mareaba más: si las palpitaciones del cerebro o la cháchara nerviosa de esa mujer. Recordaba haberse preguntado, al huir los asaltantes, si estaba a punto de morir. Su recuerdo siguiente fue el par de piernas más torneadas que había visto en su vida, inmediatamente reemplazadas por los ojos desesperados de una mujer que lo arrastraba hacia el ascensor. Era como ser atrapado por uno de los golpes de viento caliente de Texas.
—¿Te han golpeado en el estómago? —Ella lo tocó en el pecho y bajó la mano hasta su vientre.
Nick aspiró instintivamente el aire.
—¿Y si tienes una hemorragia interna? Deberías ir a urgencias. ¿Tienes mareos, náuseas? Podrías tener una conmoción cerebral.
—Es que ven go del… —Tragó saliva y cerró el otro ojo.
—Ay, Dios mío, cómo hablas. ¡Mira que si tienes una conmoción cerebral! Se te puede estar hinchando el cerebro. Tenemos que…
—… dentista —terminó él. Y se quitó la gasa de la boca—. Me han hecho un puente dental.
—Ah. —Ella hizo una mueca de dolor solidario—. Qué día has tenido, pobre.
Nick observó a su salvadora con el ojo sano. Le recordaba a algo vagamente conocido, pero no lograba identificarlo. La vio apartarse de los ojos un rizo oscuro y mordisquear el grueso labio inferior. Su mirada viajó hacia abajo, por curvas que debían de haber derretido a muchos hombres. El top se adaptaba como el aire a los pechos torneados; la falda era demasiado corta, demasiado ceñida. Era la antítesis de todas las mujeres conservadoras y bien educadas con las que él había salido desde su ingreso en la Facultad de Derecho de Harvard.
Esa mujer era el mismo pecado. Con un buen corazón.
El ascensor emitió una nota indicando que el viaje llegaba a su fin. «Mi piso», pensó él. Qué suerte. Si encontraba algún lugar limpio en su apartamento, podría derrumbarse allí. Se suponía que las tareas de bricolaje servían como terapia de andar por casa, algo que necesitaba mucho. Después de recuperarse planeaba derribar una pared.
—Ven conmigo —dijo la muchacha—. Al menos te pondré un poco de hielo en ese ojo, mientras decidimos qué conviene hacer.
—Pero si vivo allí mis…
—No discutas. Hay que decidir adónde debemos ir primero: si a la policía o a urgencias —insistió ella, mientras lo empujaba por el pasillo y abría la puerta de su apartamento—. Siéntate en el sofá. Voy a por hielo.
Él cayó en la cuenta de que ella era su vecina. ¿La mujer que la noche anterior le había gritado? ¿La Bruja Mala del Oeste? ¿La bruja Morgana? Probablemente allí vivía más de una persona. Apenas tuvo tiempo de hundirse en el sofá de piel marfileña antes de que ella volviera con una bolsa de guisantes congelados que le puso tímidamente en el ojo.
Él ahogó una exclamación.
—Perdona, pero por la mañana me darás las gracias —aseguró ella con voz sensual.
De no ser porque tenía la cabeza rota, habría inventado unas cuantas fantasías que justificaran darle las gracias por la mañana, después de pasar la noche con ella. En cambio, la miró con el ojo sano.
—No hace falta que espere tanto. Te doy las gracias por haber gritado.
—No hay por qué. ¿El estómago, las costillas? ¿Tienes algo roto?
Él se palpó el tronco; luego meneó lentamente la cabeza.
—Creo que no.
—Deberíamos llamar a la policía —dijo la chica—. Y lograr que despidan al que estaba a cargo de la seguridad —añadió, disgustada—. Si alguien hubiese echado un polvo en el suelo de ese garaje, puedes estar seguro de que esos imbéciles se habrían quedado pegados al monitor. ¡Hombre, pero si serían capaces de hacer copias de los vídeos para sus amigos! Pero ¿qué pasa cuando asaltan a alguien y…?
Se interrumpió al ver que Nick se apretaba las costillas.
—¿Qué pasa? —preguntó, alargando instintivamente la mano hacia él.
—No me hagas reír, por favor —rogó él, con un sorprendente dejo de sensualidad en la voz.
_____ lo evaluó rápidamente con un parpadeo. Esta vez fue otro tipo de valoración. A juzgar por lo que había tenido que levantar la cabeza para verle la cara en el ascensor, medía algo más de un metro ochenta. Tenía el pelo oscuro, bonito, aunque en esos momentos estuviera algo revuelto. Los ojos pardos, enmarcados por cejas oscuras. Ojos expresivos…, al menos uno de ellos. Eso le gustó. Huesos grandes, se dijo al observar la cincelada estructura facial; apreciarla era parte de su oficio. Sobre la boca no se podía saber nada, pues estaba hinchada y sanguinolenta. Hombros anchos, pero delgados y musculosos. «Corre o hace natación», dedujo ella, mirando otra vez esos hombros. Y permitió que su mirada bajase por los muslos hasta los pies. Pies grandes, ¡mi madre!
Sentido del humor, ropa elegante y buen corazón. Un hombre interesante. ¿Habría alguna mujer que pudiera mantenerlo a raya?
Al mirarlo a los ojos se llevó una impresión sorprendente: Nick sabía muy bien lo que ella estaba pensando. Qué pena. La inteligencia podía arruinar la mezcla.
—Creo que ninguna mujer, hasta ahora, me había desnudado con los ojos para analizarme tan a fondo —dijo él, como halagado.
_____ sintió cierta vergüenza. Después de todo, el pobre acababa de recibir una paliza. Con un encogimiento de hombros, le dedicó una de esas sonrisas con las que había derribado a más de uno.
—Todo lo hago a fondo. Recuéstate, que te serviré algo para beber. ¿Caliente o frío? —Habría sido divertido servirlo bien caliente.
—Preferiría un whisky, pero es mejor no mezclar las medicinas del dentista con alcohol. Sólo agua.
Y sensato, además, se dijo ella, mientras sacaba de la nevera una botella de agua mineral bien fría. Qué hombre tan interesante. Le gustaba su voz. Le gustaba su olor. Y el ojo que no estaba hinchado. Pero su inteligencia podía traer problemas. Los hombres inteligentes eran más difíciles de dominar. Y a _____ le gustaba llevar el mando.
—Toma —dijo, mientras desenroscaba la tapa de la botella para entregársela—. Traeré el teléfono para que llames a la policía.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Dee Montague. —Ella sonrió para sus adentros, preguntándose qué pensaría de su nombre de pila, que nunca dejaba de provocar reacciones—. En realidad, _____.
Él hizo una pausa.
—¿_____?
—Sí. —La chica lo miró por encima del hombro.
—Te pega —aseveró él con lentitud—. Oye, ¿cómo puedo agradecerte que me hayas salvado?
—No sé. —Ella marcó el número de la policía. Después de hablar con alguien regresó con el teléfono para sentarse a su lado, en el sofá—. Quizá más adelante se nos ocurra alguna manera —dijo, encantada de haber recobrado su habilidad innata para el coqueteo—. Mientras tanto deberías hablar con la policía.
—Te devolveré el favor —prometió él, con una solemnidad asombrosa—. Te lo prometo. Haré lo que me pidas.
_____ sintió algo raro en el vientre. No estaba habituada a que los hombres le hicieran promesas solemnes. No estaba acostumbrada a creer en las promesas masculinas. Sin embargo, tenía la fuerte sensación de que ése podía cumplirlas.
En tanto ella le sostenía la bolsa de guisantes contra el ojo, Nick denunció el asalto sufrido en el garaje. Ella lo escuchaba con medio oído, concentrada en identificar su loción para después del afeitado. La había diseñado un hombre, supuso. Era el tipo de perfume que se crea para provocar hambre y deseo en las mujeres.
—Nick Jonas Tercero —informó él—. Vivo en las torres Waterstone, en el número quinientos treinta y tres de la calle Cary, apartamento catorce veintiocho.
_____ frunció el entrecejo, intrigada. ¿Habría oído bien? Se le tensó la piel de la nuca. Le quitó el teléfono en cuanto él lo hubo colgado.
—¿Has dicho que vives en el apartamento catorce veintiocho?
—En efecto —asintió él con una media sonrisa que conseguía ser seductora a pesar de que la mitad de la cara estuviera golpeada.
Y ella habría querido golpear la otra mitad.
Jonas. Apartamento catorce veintiocho. Jonas. Apartamento catorce veintiocho. El pecho se le estrujó de resentimiento. Los Jonas eran una de las familias más ricas y poderosas de Houston. Demi quería casarse con uno de ellos. _____ apenas sofocó el impulso de chillar. Además del trauma de esa noche y todo lo que le había pasado en los últimos meses, eso ya era demasiado. Su compostura comenzaba a resquebrajarse. Le apuntó con un dedo acusador.
—¿Eres mi vecino?
—Sí, el de al lado. —Él se llevó a los labios la botella de agua.
—Uno de los Jonas —añadió ella, disgustada—. Debería haberlo imaginado; para ser tan desconsiderado con los vecinos tenías que ser un niño pijo ya muy crecido. Es probable que los Jonas no estéis habituados a tener vecinos.
—¡Oye, un momento…!
_____ sacudió la cabeza, incrédula.
—Eres el nuevo vecino, el que empieza a martillear o a usar máquinas ruidosas a las seis de la tarde, todos los días, y sigue hasta bien pasada la medianoche.
—Estoy haciendo reformas.
Ella no quería explicaciones. Sólo quería que él dejara de torturarla.
—El vecino nuevo, el que pone esa música que suena como si una turba con antorchas atacara el edificio para destruirlo.
Nick puso cara de perplejidad.
—¿Ópera rusa?
—Y la pones a todo volumen, pese a que te he dejado varias notas pidiéndote que lo bajaras —continuó ella, con los dientes apretados—. A tal volumen que no puedo dejar de oírla ni bajo la ducha.
—¿Notas, dices? ¿Qué notas?
—¡Pues claro! —exclamó la chica, totalmente incrédula—. Tampoco sabías que tus «reformas» me dejaron sin electricidad el penúltimo fin de semana, cuando no estabas en la ciudad.
Él la miraba como si no entendiera nada. _____ no le creyó ni por un momento. Ese hombre le había causado una angustia indecible. En ese último mes ella había ansiado como nunca el consuelo del hogar, pero con tanto barullo como él armaba era como si hubiera entrado en el apartamento con una taladradora en vez de hacerlo en el suyo. No podía ser tan ingenuo. Pero quizá eso significaba que no era inteligente, después de todo. «Demasiado tarde», se dijo. Ya sabía la verdad: él era el vecino más irritante del planeta. Y ella, como una completa idiota, lo había rescatado.
—¿Por qué tienes tan mala opinión de los Jonas? ¿Qué te hemos hecho?
—Nada —respondió _____—, salvo existir. —Le arrancó la botella de agua de la mano—. Vete. Y si quieres agua, te la compras.
Nick se levantó; la miraba como si estuviera loca. Y aunque _____ habría muerto antes que admitirlo, en ese momento estaba un poco trastornada. Desde la muerte de Dinero aún no había hallado la manera de consolidar su futuro profesional y financiero sin dejar de cumplir las promesas hechas a Kevin. Y parte de la culpa era, sin duda, del Príncipe de las Herramientas, que estaba allí mirándola como si ella tuviera un tornillo flojo que él, sin duda, podía ajustar. No podía dormir; por lo tanto, no podía pensar; por lo tanto, aún no había encontrado la solución para no faltar a su palabra y cementar su futuro.
—Vete —le dijo, empujándolo hacia la puerta—. Después de pasarme todo el día trabajando y desclavándome puñales de la espalda no es mucho lo que pido. Sólo un poco de paz y silencio. Sólo pido poder relajarme bajo la ducha caliente. Y por culpa tuya no he podido hacerlo. —Agitó un dedo frente a él, que cruzaba el hueco de la puerta caminando hacia atrás—. Todo eso ya sería bastante, pero he esperado además dos años para lograr que mi asistenta viniera a limpiar los viernes. ¡Dos años! Me ausento dos semanas, llegas tú y ¡vuelta al martes!, porque el viernes mi asistenta limpia tu casa.
Él negó con la cabeza.
—No tenía ni idea.
—¡Pues mira, ya la tienes! —gritó _____—. Me has dejado sin la menor posibilidad de gozar de paz en mi propia casa. Luego tienes el descaro de dejarte asaltar justo cuando yo llego, con lo que casi sufro un ataque de nervios por salvarte. Devuélveme esos guisantes.
Y después de arrebatarle la bolsa, le cerró la puerta en la estupefacta cara, mitad normal, mitad apaleada.
El ruido del portazo reverberó en la cabeza de Nick, ya palpitante. Él se quedó mirando al vacío con un solo ojo preguntándose qué había sucedido. Primero, el puente dental. Después, el atraco y la paliza. Lo había rescatado una reencarnación de Mae West, pero chalada. No habría podido decir qué había sido lo peor.


Bienvenidas!!! :cheers: y gracias por leer la novel :D
yessi jobrOss
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Mensaje por Sunny Lun 28 Nov 2011, 3:46 pm

Me encanta la nove
Nueva Lectora!
Te pasas?:
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Mensaje por aranzhitha Lun 28 Nov 2011, 8:13 pm

hola pues no soy la primera lectora:roll:
pero si soy tu nueva fiel lectora :)
aranzhitha
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Mensaje por raqel d' Jonas(NJJ<3 Mar 29 Nov 2011, 5:50 am

nueva lectora la nove esta super buena seguilaa porfavor :)
raqel d' Jonas(NJJ<3
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http://twitter.com/#!/raqel_JBROTHERS

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Mensaje por chelis Mar 29 Nov 2011, 12:13 pm

jajajajajajaja pobre de nick tuvo un dia muy dificil
jejejejejeje
y _____ no se lo hizo tampoco faciiiilll
aaaii siguela porfaaa
chelis
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http://www.twitter.com/chelis960

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Mensaje por yessi jobrOss Mar 29 Nov 2011, 1:53 pm

Continuación......

Demi Bradford estaba tan nerviosa que tenía miedo de vomitar la cena antes de haberla comido. Dio unas palmaditas a sus orejas para asegurarse de que estuvieran escondidas bajo el pelo, y se tocó luego el romántico vestido de tono pastel que llevaba puesto. Ojalá a Joe le pareciese romántico, tan romántico como para pedirle que se casara con él. O al menos para que se fueran a la cama. Aunque habría preferido morir a admitirlo, en esa ocasión habría querido poseer la décima parte del atractivo sexual de _____ Montague. Ésa sí era una mujer que sabía poner a los hombres de rodillas. A Demi se le llenó la boca de un sabor amargo: _____ había puesto de rodillas hasta a su padre. Por mucho que la detestara, no podía evitar el deseo de conocer mejor ese juego de la seducción y el romance.
Levantó la vista desde la mesa donde esperaba a Joe, y lo vio al otro lado del salón. Era uno de los restaurantes más románticos de Houston: el Brownstone. El corazón le dio un vuelco: él cruzaba el salón estrechando manos. Joe Jonas era, simplemente, el hombre de sus sueños, guapo e inteligente. La revista Houston lo había puesto dos años seguidos el primero de entre los diez solteros más codiciados de la ciudad. Demi aún no podía creer que la hubiera invitado a salir. ¡A ella, que en otros tiempos tenía los dientes torcidos, usaba gruesas gafas y ceceaba al hablar! El ceceo aún asomaba de vez en cuando, si estaba muy enfadada o nerviosa.
Respiró hondo, recordando que debía mantener la calma. No quería arruinar la ocasión. Al fin y al cabo ése era el sitio más romántico de Houston. Ésa podía ser la noche en que todo cambiaría en su vida.
De Joe le encantaba todo: su ambición, sus ideas, la suavidad con que la trataba. Lo envidiaba por lo unida que estaba su familia; le habría gustado formar parte de ese círculo íntimo. Percibía que los padres del muchacho la veían con buenos ojos. Aún no conocía a Nick, el hermano, pero sabía que toda la familia lo tenía en gran estima. El padre hablaba de él sacando pecho; decía que era astilla del viejo palo. Joe parecía admirarlo; a menudo hablaba de pedirle opinión.
Demi quería formar parte de esa familia, pasar con ellos las vacaciones, sentirse incluida. Desde el día en que su padre abandonó a su madre, ella no había vuelto a sentirse ligada a nadie. Su madre siempre había sido estricta, pero una vez que fue abandonada, satisfacerla pasó a ser casi imposible. Algunos años atrás había vuelto a casarse y ahora vivía en Nueva York; Demi se avergonzaba de haber sentido alivio, pero era, por fin, una oportunidad de crear su propia vida, la vida que ella deseaba. Sobre todas las cosas ansiaba tener vínculos con alguien. Que la necesitasen.
Volvió a observarlo; él, con esa sonrisa que estrujaba el corazón, miraba atentamente a cada una de las personas a las que saludaba. Llevaba el pelo castaño corto y afeitada la fuerte mandíbula; tenía hombros anchos bajo el traje de buen corte. El estómago volvió a darle un salto. ¡Por Dios, no debía vomitar justamente en ese momento! Contuvo el impulso de levantarse para agitar la mano. Nunca estaba segura de que él la viera. Por lo general, cuando ambos asistían al mismo acto, él se le acercaba; pero como estaba tan dedicado a su candidatura, ella temía que mirara más allá, quizá a través de ella, sin verla de verdad.
Cruzó los dedos. Tal vez esa noche él haría algo más que mirarla. Por fin Joe se volvió hacia ella y la mareó con una sonrisa.
—Hola —susurró ella.
—Estás preciosa, Demi —la elogió él, rozándole la frente con los labios.
La muchacha sofocó un arrebato de frustración. A veces ansiaba una demostración más franca. Probablemente era ilógico por su parte, pero no podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Joe si ella le diese un beso con lengua frente a todo el mundo. Probablemente se horrorizaría. Y no volvería a llamarla.
—Perdóname por llegar tarde. Pero tengo algo importante que decirte. Creo que te gustará.
A Demi se le aceleró el corazón.
—Dímelo de una vez.
Él sonrió.
—Espera un poquito más. Aquí viene el camarero. ¿Ya has decidido qué quieres?
«Una propuesta», se dijo ella, «decente o indecente.» El gesto de su mano expresó que le daba igual.
—¿Por qué no eliges por mí?
—Con mucho gusto. Comenzaremos con una botella de Dom Perignon y compartiremos una bruschetta como aperitivo. Ensalada César para dos, un filete Oscar para mí, bien jugoso, y camarones a la provenzal para la señorita.
Demi sofocó un suspiro de desencanto y se inclinó hacia él para susurrarle:
—Soy alérgica al marisco.
—Ah, lo había olvidado. Perdona. ¿Pollo al Marsala?
—Sí, gracias. —Podía perdonarlo. Era apenas un pequeño fallo. Le había dicho varias veces que era alérgica al marisco, pero Joe tenía cosas más importantes en la cabeza. Esa noche quizá estaba distraído pensando cómo declarársele.
Cruzó con fuerza los dedos en el regazo, esperando a que el camarero se alejara.
—Pues dime, ¿qué es lo que te tiene tan excitado? —preguntó con una sonrisa. Ojalá él no hubiera reparado en el leve ceceo.
Joe se inclinó hacia ella.
—Quería que fueras la primera en saberlo. Después de mis padres, claro. —Lo dijo en un tono grave e íntimo, y abrió la mano contra la mesa en un gesto de invitación.
Demi se frotó la palma húmeda contra el vestido y le entregó la mano.
—Parece que es importante.
—Sí, puedes creerme.
La sangre le palpitaba con tanta fuerza que se preguntó si él podría oírla.
—Cuéntame.
Su compañero miró a un lado y a otro. Luego carraspeó.
—Acabo de recibir el respaldo de la Asociación de Ganaderos Texanos y la del Houston Chronicle.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y…?
Joe rio.
—Es una enormidad. ¿Te das cuenta de la influencia que podrían darme esos respaldos? Hasta ahora no había llegado tan lejos.
La chica volvió a asentir, todavía sentada en el borde de la silla.
—Qué noticia tan estupenda. ¡Estupenda! ¿Querías decirme algo más?
Él arrugó las cejas.
—¿A qué te refieres?
—¿Era eso lo que querías decirme antes que a nadie? —preguntó ella, mientras rogaba que fuera otra cosa.
—Sí —confirmó él con una sonrisa radiante—. Sabía que te entusiasmaría tanto como a mí. —Y le soltó la mano para señalar—: Mira, allí viene el camarero con el champán. No ha podido escoger mejor momento.
—Increíble —murmuró ella, aturdida por el desencanto. Se sentía idiota. Se preguntó, mientras el camarero llenaba las copas, si tendría en la frente un letrero de neón con la palabra «imbécil».
Joe hizo girar el líquido burbujeante; después de probarlo levantó la copa.
—Brindemos.
Tratando de expresar un poco de entusiasmo, ella alzó dócilmente la copa y mantuvo la sonrisa pegada a la cara.
—Por la buena noticia —dijo él, mientras tocaba la copa de su compañera con la propia—. Y por los buenos amigos que la comparten.
—Salud —murmuró Demi. Y bebió el champán a grandes tragos. «Buenos amigos». Se le había desinflado el amor propio. Bebió otra vez. «Buenos amigos, amigotes, amigachos». Un trago más y acabó.
Joe enarcó las cejas, sorprendido.
—Con cuidado, Demi. No conviene que te marees en público.
—¿Por qué no? —inquirió ella, agresiva.
—Pues por no pasar vergüenza.
—Tengo una curiosidad —manifestó ella, lamentando no tener el valor de ponerse como una cuba—. ¿Cuándo conviene marearse?
—En la intimidad —respondió él, en voz baja—. Con alguien que no se aproveche de ti.
«¿Y si quiero que alguien se aproveche de mí?» Abrió la boca, lo miró a los ojos y perdió inmediatamente el valor.
—Enhorabuena por tu noticia —dijo.
Y vio que la luz regresaba a los ojos de Joe. Lo había hecho feliz al recordarle su éxito. Ella debería haberse sentido feliz sólo por verlo feliz, pero estaba angustiada. Y ahora tendría que disimularlo a lo largo de tres platos, cuanto menos.

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''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA Empty Re: ''Ella quiere ser mala'' (Nick & tu) Adaptada-TERMINADA

Mensaje por yessi jobrOss Mar 29 Nov 2011, 1:57 pm

Capítulo 4

Los patitos de goma están muy subestimados.
Aforismo de _____

Había tenido otra vez ese horrible sueño.
Pese a haberse preparado un cóctel de champán y sumergido en su pequeño jacuzzi con el patito de goma, tardó una eternidad en conciliar nuevamente el sueño. Y entonces se vio transportada a una habitación oscura, cuyo suelo estaba lleno de huevos. Ella debía llegar al otro lado sin romper ninguno.
_____ no era psicóloga, pero sabía qué sensación le causaba su vida: al primer paso en falso acabaría cubierta de huevos viscosos y lo perdería todo. Por eso, en parte, estaba convencida de que el matrimonio y la maternidad no eran para ella. Y si ese sueño resultaba más absurdo que de costumbre era por la aparición de su vecino.
¿Quién habría pensado que ella podía rescatar a ese hombre, empeñado en torturarla desde hacía semanas? Peor aún: ¿quién habría pensado que él podía parecerle atractivo, aunque sólo fuera por un momento de total ignorancia? Y era uno de los Jonas.
Sólo pensarlo le causaba ardores de estómago; cruzó la puerta del instituto revolviendo el contenido de su diminuto bolso en busca de un antiácido. Era tan temprano que aún había poca gente; reparó distraídamente en el repiqueteo de sus tacones contra el suelo de baldosas italianas. Por lo general, el alto nivel de actividad le impedía oírlo.
Lo primero era lo primero. Conectó la cafetera, encendió todas las luces y, moviendo el pie con impaciencia, aguardó su tercera dosis de cafeína. Pero hizo trampa: retiró la jarra de su sitio para poner su taza directamente bajo el delicioso chorro pardo. Después de soplar unas cuantas veces sobre la taza para enfriarla, bebió un sorbo.
—¡Vaya, pero si es la tristemente célebre _____ Montague, la protegida de Kevin Bradford!
_____ giró en redondo, sobresaltada; se atragantó con el café y parte del líquido caliente fue a parar a su chaqueta de piel. Clavó una mirada fulminante en el hombre que estaba de pie en el hueco de la puerta. Bajo, de ojos huidizos como los de un hurón y con demasiada gomina en el pelo. Rastrero, dedujo al momento.
—¿Quién es usted? —preguntó, mientras cogía una servilleta para limpiarse el café.
—Encantado de conocerla. —Él le extendió una mano que _____ no aceptó—. Sin duda ha oído hablar de mí: Guy Crandall.
A ella se le anudó el estómago, pero el instinto hizo que fingiera ignorancia.
—No recuerdo ese nombre.
La sonrisa del hombre se endureció.
—¿Está segura? Kevin y yo éramos viejos conocidos.
La muchacha se encogió de hombros.
—He conocido a muchos de sus amigos íntimos.
—Él y yo teníamos una relación comercial. Yo estaba en su nómina.
—¿Por qué servicios?
—Asesoramiento —replicó él.
_____ arrugó las cejas, confundida.
—No recuerdo haber recibido de usted ningún asesoramiento.
Guy gruñó, exasperado.
—¿A quién trata de engañar, mujer? Sabe muy bien a qué me refiero. Eso era una tapadera.
—¿Para tapar qué? —Y esta vez no fue necesario fingir ignorancia.
—No puedo creer que no esté enterada —protestó él, mientras echaba un vistazo por encima del hombro.
—Pues créalo.
—Poseo cierta información que podría causar muchas dificultades a Demi Bradford y a su romántico futuro. Si usted no comienza a pagar, cantaré como un canario. Y le aseguro, señorita _____, que habrá turbulencias.
Ella alzó el mentón. Las turbulencias no le daban miedo. Se había entendido con ellas toda la vida. Lo único que le impedía echar a Guy con cajas destempladas era pensar en Demi. La chica siempre había vivido protegida; no sabía lo que eran las turbulencias. Se mordió la lengua.
Sara, que entraba con soltura, se detuvo en seco.
—Eh…, buenos días. ¿Visitas, tan temprano?
—Disculpe —murmuró Guy, mientras salía.
La secretaria lo siguió con la mirada.
—Su voz me suena conocida. ¿Quién era?
—Guy Crandall.
Se le dilataron los ojos.
—¡Oooh! ¿Qué buscaba? Nada bueno, me parece.
_____ se sirvió otra taza de café y bebió un sorbo deprisa; quemaba, pero ella apenas hizo una mueca.
—Nada bueno. —Y entró en su oficina sin dar más detalles.
Extorsión. La visita de Guy Crandall debía de tener algo que ver con ese último pedido de Dinero. Lo pensó de mal grado mientras cerraba la puerta a su espalda. Ese hombre debía de saber algo sobre Dinero que ni ella misma sabía. Algo que podía perjudicar a Demi.
Guy tenía un escenario perfecto, pues Demi era el talón de Aquiles de Kevin. Él era capaz de cualquier cosa por su hija, hasta de pagar a un gusano como Guy para que no hiciera nada.
_____ hizo una mueca. No quería pagarle. Toda ella se rebelaba ante la idea de permitir que alguien así le arrancara dinero. Tenía demasiado orgullo para ceder a eso.
No lo haría. Decididamente, no. Pero se lo había prometido a Kevin.


Al terminar el día, a _____ le estallaba la cabeza. Mientras conducía entre los restos de la hora punta, trazaba mentalmente los planes para esa noche. Comida china, música sedante, un baño, un par de cócteles y, si los dioses del sueño lo permitían, disolverse en el colchón durante ocho horas, sin huevos a la vista.
Pidió por teléfono la comida y se sumergió en la bañera, atento el oído cauteloso a cualquier ruido de Armagedón que emitiera su vecino, pero no se oía nada. Después de remojarse largamente abandonó de mala gana la bañera y se envolvió en un gran albornoz blanco. Al oír el timbre de la puerta cogió apresuradamente el dinero para pagar su cena china.
Ante la puerta había una adolescente con cara de exhausta y un bebé que berreaba.
No era su comida china. Esa pobre muchacha debía de haberse equivocado de dirección.
—¿Eres _____ Montague? —preguntó.
Ella hizo una pausa; sentía algo inquietante en el estómago.
—¿Quién me busca?
—Yo. —La muchacha señaló al pequeño con la cabeza—. Y éste. Willy.
Willy. _____ observó la carita roja con un brote de aprensión.
—Soy _____ Montague, sí, pero…
—Menos mal —suspiró la chica—. Me llamo . Julia Conde. Kevin dijo que te hablaría de mí y de Willy.
—¿Kevin?
Julia resopló sonoramente; sus ojos oscuros la miraron con tristeza.
—¡Pero si él me lo prometió!
—¿Qué te prometió? —_____ no estaba muy segura de querer saberlo.
—Que te hablaría de mí y de Willy. Le dije que no podía con el niño. Lo quiero mucho, sí, pero es demasiado para mí. Soy muy joven. Tengo todo el futuro por delante —gimoteó—. Kevin me dio dinero, pero ya no puedo conservar a Willy. Tendrás que hacerlo tú.
—¿Yo? —repitió ella, horrorizada—. ¿Por qué yo?
—Kevin me prometió que si yo no podía ocuparme de él, lo harías tú. Me lo prometió. En la bolsa de pañales hay papeles y todo lo necesario.
_____ alzó las manos.
—No, no, no. Hasta ahora no sabía una palabra de este niño. Y no entiendo por qué debería hacerme responsable de tu bebé.
—Es que Willy es hijo de Kevin —adujo Julia.
Ella sintió que el pasillo se movía. Meneó la cabeza.
—No puede ser su hijo. Kevin no podía… —Se interrumpió; no quería revelar el problema de Dinero, aunque esa mujer podía haberlo ayudado a curarse.
—Usó una píldora azul, ¿sabes?
—No puede ser. El médico le había prohibido estrictamente que tomara Viagra.
La chica se encogió de hombros.
—Pues la tomó. Y cuando fui a decirle que estaba embarazada comentó que ya no la tomaba porque le causaba dolores en el pecho.
El dolor de cabeza había vuelto, más fuerte que nunca.
—¿Qué edad tienes, Julia?
—Diecinueve. Y quiero ser modelo. Te dejaré a Willy y me iré a París. Kevin dijo que tú cuidarías de Willy.
A _____ se le cortó el aliento. No era posible que le estuviera pasando todo eso.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó. El miedo le convertía los pies en dos anclas gemelas.
Julia dejó caer la bolsa de pañales junto a sus pies descalzos.
—Será hijo tuyo.


Nick no podía seguir ignorando el barullo del corredor. Al abrir la puerta se encontró con _____ en bata con un bebé aullante en los brazos; una adolescente corría hacia el ascensor.
—¡Espera! No puedes irte. No puedes… —_____ miró al bebé como si fuera el Anticristo—. Ay, Dios mío.
—¿_____? —preguntó él.
—¿Qué diablos voy a hacer con este bebé?
—¿_____? —insistió Nick.
—Qué diablos voy a hacer con este bebé —murmuró ella, como si no lo escuchara.
—Deja que te ayude a meter todo esto en tu apartamento. —Él recogió la sillita de paseo y la enorme bolsa de pañales.
_____ lo miró como aturdida.
—¿En mi apartamento? ¿Es necesario?
—No creo que quieras pasarte el resto de la noche aquí fuera —adujo él tratando de hacerse oír por encima de los gritos del niño. Y la empujó suavemente hacia el interior.
Todavía aturdida, ella balanceó al niño y comenzó a pasearle, murmurando para sus adentros mientras clavaba una mirada incrédula en el bebé, rojo de tanto chillar.
Ni el movimiento ni los paseos lograron consolarlo. Con la energía nerviosa que ella emanaba se habría podido propulsar una lanzadera espacial. Impulsivamente, él le quitó al niño de los brazos.
—Deja que pruebe yo. Tú ve a servirte una copa.
Por un momento _____ lo miró con cara de no entender; luego movió la cabeza en círculo y se dirigió a la cocina. Se oyó un tintineo de cubitos de hielo dentro de un vaso; entretanto él apagó las luces.
—Es locura parcial —explicó a la criatura en voz baja—. Cuando se calme te caerá bien. ¿Eres varón o niña? Azul —apuntó al ver el jersey del bebé—. Varón. Debes de haber pasado un día muy movido. Lo que necesitas es tranquilizarte y dormir. No trates de entender a las mujeres, sólo conseguirás ponerte más nervioso. Grábatelo ahora mismo en la cabeza y te ahorrarás muchos pesares, créeme.
El bebé soltó un hipo, se estremeció y clavó en Nick unos ojos muy abiertos. En silencio, siempre en voz baja, él desvió el monólogo hacia el asunto de las leyes comerciales. En pocos minutos al bebé empezaron a cerrársele los párpados. Unos minutos más y se quedó dormido.
Nick sintió la mirada curiosa de _____, que se acercaba.
—¿Cómo lo has logrado? —susurró ella.
—Apagando las luces y aburriéndolo hasta que se ha dormido. Quita los cojines del sofá, que lo acostaré allí.
—¿Lo acostarás? —repitió ella.
—Para que duerma. Con un poco de suerte, toda la noche.
_____, que aún tenía la sensación de que alguien le había dado un garrotazo en la cabeza, retiró los cojines y los dejó en un rincón de la sala. La cabeza le daba vueltas. Kevin. Julia. Willy, el bebé. Viagra. Sacudió la cabeza: habría podido matar a Kevin, a no ser porque ya había muerto.
Echó un vistazo a Nick, sorprendida por la facilidad con que había tranquilizado al bebé. Era casi como si tuviera un toque mágico.
Que ella, obviamente, no poseía.
—Gracias.
Con un encogimiento de hombros, él acostó a Willy en los cojines mientras _____ corría a la bolsa de pañales en busca de una manta. Con ella salió un manojo de papeles. Hizo una mueca, temiendo que el ruido hubiera despertado al bebé. Mientras leía los documentos Nick cogió la manta para cubrir a Willy.
—Ay, Dios mío —murmuró ella, con la sangre helada. Los papeles le otorgaban la custodia del pequeño aullador—. No puede ser…
—¿Quieres que les eche un vistazo? —ofreció su vecino.
—No. —_____ volvió a meter esos garabatos de leguleyos en la bolsa y retiró una carta que contenía instrucciones para el cuidado de Willy. El estómago le dio un vuelco: «alérgico a los pañales desechables…», «estómago delicado, propenso a los trastornos digestivos…»—. ¿Cuándo despertaré?
—¿Te sientes bien, _____? —preguntó Nick.
Ella lo miró a los ojos y se obligó a hacer un gesto afirmativo.
—¿Quién es ese niño?
—Willy. —Con una sonrisa frágil guardó nuevamente las instrucciones en la bolsa de pañales. Luego apagó la lámpara que estaba más cerca del bebé, con la esperanza de que continuara dormido hasta que ella pudiera hallar la manera de dominar la situación—. Se llama Willy.
—¿Y quién es la madre?
—Hum… Julia.
—¿Quién es Julia?
«Que el diablo me lleve si lo sé.» Pero no podía revelárselo a Nick. Ni a nadie.
—Hum… Mi prima —inventó. Tal vez no era del todo mentira: su madre siempre decía que, en cierto modo, todos en este mundo estamos emparentados.
—¿Y por cuánto tiempo te dejará a Willy?
«Definitivamente.» _____ tuvo la sensación de que alguien acababa de robarle el futuro, de encerrarla en una celda y arrojar la llave. Abrió la boca, la cerró. Trataba de idear una explicación razonable, creíble.
—Julia tiene dificultades financieras. —Hubo un ruido susurrante: el bebé se había movido en su lecho improvisado. _____ se quedó petrificada; luego redujo su voz a un murmullo—. No podemos hacer ruido.
Él señaló la cocina con la cabeza.
—Vayamos allí.
El corazón de la muchacha dio un vuelco: habría más preguntas y ella no sabía cómo responder.
—El padre del bebé ¿por qué no le ayuda?
_____ no tenía dudas de que el padre del bebé habría ayudado. De Kevin Bradford se podían decir muchas cosas, pero siempre había sido escrupuloso en sus obligaciones financieras con Demi. Sin duda había hecho lo mismo por ese bebé, pero ella no sabía cómo.
—Su padre ha muerto —dijo—. Julia no se siente capaz de arreglárselas sola con el bebé. Y yo había prometido actuar como madrina en el caso de que ambos padres murieran.
—Pero no han muerto los dos —objetó él, mirándola como si no acabara de creerla.
_____ se contuvo para no removerse en la silla.
—Es cierto, pero…, eh…
—Y en ese caso, no tienes por qué hacerte legalmente responsable.
—Es probable que tengas razón, pero…
—¿Julia no tiene otros parientes? Quizá…
_____ agitó la mano.
—Es una historia larga y triste. En realidad soy la única… —Se atragantó con sus palabras. «Maldito sea Kevin Bradford, alias Dinero, y maldita sea la Viagra.» ¿Cómo esperaba que ella se hiciera cargo del instituto y de un bebé? ¿Acaso no sabía que sería una madre horrorosa? Después de todo, había perdido a la suya cuando su padre asumió la custodia, sin permitir siquiera que ella la visitara. ¿Qué podía saber _____ de la maternidad? Fracasaría, sin duda.
—Soy la única.
Él arrugó el entrecejo.
—Pero es obvio que esto te ha cogido por sorpresa. Me parece muy extraño.
—Sí, en efecto. Pero así es mi familia, ¿sabes? —murmuró ella, extrañamente agradecida porque esa última frase, al menos, era verdad. Por algún motivo no le gustaba mentir a Nick. Ese hombre parecía tener más integridad en un dedo que la mayoría de los hombres en el resto del cuerpo. Pero tal vez era una ilusión, puesto que no lo conocía muy bien.
Contuvo el aliento al ver que él la observaba otra vez; se preguntó qué vería. ¿Se daría cuenta de que ella era una cobarde llena de defectos? «Ridículo», se dijo. Y se obligó a continuar respirando.
Su vecino se encogió de hombros.
—Supongo que sabes lo que haces al aceptar esta responsabilidad. Si quieres puedo pedir referencias sobre agencias de niñeras. —Y se fue hacia la puerta—. Buenas no…
A _____ se le congelaron los pies de pánico. La adrenalina hizo que corriera a detenerlo.
—¡Espera! —Se aplastó contra la puerta del apartamento—. No puedes irte.
Él enarcó una de esas cejas, oscuras y sensuales.
—¿Por qué, si aquí todo parece estar en orden?
«Sólo por un segundo», pensó ella. ¿Y si el bebé se despertaba? ¿Qué haría ella cuando el pequeño necesitase algo? ¿Qué haría con él por la mañana, cuando llegase la hora de ir a trabajar?
Se tragó el grito con una buena medida de orgullo.
—No del todo.
Nick puso los brazos en jarras.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no estoy preparada para cuidar a este bebé.
—Pues entonces devuélveselo a su madre.
—Es que debo cuidarlo porque hice una promesa.
Eso lo detuvo. Él sabía de promesas. Se pasó una mano por el pelo, suspirando.
—En ese caso prepárate para actuar como madre soltera.
—Lo haré, sí, pero… Pero… —Las palabras se le atascaban en la garganta. Las obligó a salir—. Necesito que me ayudes.
—¿Yo? —exclamó él, incrédulo—. ¿Qué puedo hacer yo?
—Pues mira, ya me has ayudado. Has logrado que se durmiera y me has recordado que necesitaré una niñera. Confío en que me ayudes a organizar las cosas hasta que pueda organizarlo todo. —Respiró hondo. El tiempo pasaba. _____ estaba desesperada: sin duda él no se prestaría a hacerlo. No había hombre en su sano juicio que accediera a brindarle lo que ella necesitaba.
¡Pero necesitaba ayuda, por el amor de Dios! Atravesada por el pánico, lo cogió por el cuello de la camisa y le bajó la cara.
—Te salvé el pellejo. Me prometiste que si te pedía algo, lo cumplirías.
Entre los dos pendía la promesa hecha. Por la cara de Nick cruzó la comprensión.
—¿Es eso lo que quieres a cambio?
Ella asintió.
—¿Qué quieres, exactamente?
—Ayuda.


Bienvenidas a las nuevas lectoras :D
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Mensaje por chelis Mar 29 Nov 2011, 7:05 pm

jajajajajajajajaja pobre de _____ en vez de ayudarla este kevin le pone obstaculos
aaaaii suguela porfaaaaa
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Mensaje por jamileth Mar 29 Nov 2011, 8:00 pm

siguela!!!!
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